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Tema 6: Las reformas de Felipe V: política, hacienda y ejército

Los perfiles institucionales del Estado español experimentaron una importante


transformación durante el Siglo XVIII. La estructura heredada de los Austrias –algo compleja, y
que había evolucionado más lentamente– se transformó paulatinamente en base a diferentes
factores, influyendo mucho en esa evolución el cambio dinástico, la ilustración y la política propia
del despotismo ilustrado, que postulaba una larga serie de reformas en lo económico, educativo,
religioso o político. Los Borbones, a su llegada a España, regirían su política en base a tres ejes
principales, todos ellos traídos de Francia: un absolutismo centralizador, el regalismo y la
proliferación legislativa. Todo ello fortaleció el poder del Estado sin trastocar las estructuras
existentes y sin atacar a la sociedad tradicional. Para el caso español, uno de los elementos más
concretos de esas políticas sería la centralización político-administrativa. Cuestión que también
se dará en casi todos los países europeos, por tanto el giro centralista español no es una excepción.
Pero al contrario de países como Prusia, Austria, Francia o Rusia –donde la centralización llegó a
importantes cotas–, el acervo centralista quedaría más matizado en España debido a distintos
condicionantes, como el punto de partida inicial, o el mismo hecho de que los Borbones llegaran
tras una dura Guerra de Sucesión. En esta introducción a las reformas nos centraremos en abordar
–para evitar repeticiones– en los principales cambios generales de todo el siglo, si bien
focalizaremos nuestro interés en el reinado de Felipe V, desde su llegada al trono hasta su muerte
(1700-1749), incluyendo el breve reinado de Luis I (enero-septiembre 1724), cuando éste último
se convirtió en rey tras la abdicación de su padre.
Los cambios político-estructurales implantados a la llegada de los Borbones tuvieron un
espectro muy amplio. Es interesante advertir que la propia figura del rey no se vio ajena a las
transformaciones, ya que en 1713 se establece la ley semi-sálica que modificó el sistema
hereditario para que la línea femenina fuera pospuesta a la sucesión masculina directa, o colateral;
excluyéndose a todo príncipe no nacido en el país (cuestión que no se respetaría en el caso de
Carlos IV, por lo que éste derogaría la pragmática en las cortes de 1789). Unos monarcas que
también se destacarán por la creación de los llamados Reales Sitios, ya que éstos –a imitación de
los franceses– dejan de vivir en las ciudades para buscar lugares situados dentro de bellos
entornos naturales como La Granja, Aranjuez, El Escorial, El Pardo o Riofrío; debiéndose crear un
régimen político administrativo diferente para todos ellos
El poder regio aumentaría a lo largo del Siglo XVIII, ya que el monarca concentraría en su
persona el poder legislativo, al reducirse las Cortes –en clara decadencia desde el siglo anterior–
a meras servidoras de los deseos del monarca. Aunque las Cortes habían surgido para asesorar al
monarca en su tarea legislativa, concedían nuevos tributos y servicios, y juraban a los herederos
–cumpliendo así su doble papel representativo y limitador del poder real–; durante el Siglo XVIII
su papel será escaso, pasando a ser meramente simbólico y ceremonial. En 1709 se reunieron
juntos por primera vez los procuradores y diputados de los reinos de Castilla y la Corona de
Aragón –sólo manteniendo Cortes propias Navarra–, incorporándose todos en una sola
institución. Así éstas quedaban compuestas por 72 procuradores de 36 ciudades (22 de la Corona
de Castilla, y 14 de la de Aragón). Las Cortes se reunieron durante el reinado de Felipe V sólo en
momentos esenciales, o cuando se debía jurar a un nuevo heredero; pero durante los reinados de
Fernando VI y Carlos III éstas sólo se reunirían una vez: en 1760.
Dentro de los instrumentos del gobierno de la administración central, el rey contó
especialmente con la colaboración de dos: los secretarios de despacho o ministros, y los Consejos
–con larga tradición dentro del sistema polisinodial de los Austrias–. Esto es algo que reflejaba la
clara dualidad del poder en el Antiguo Régimen: entre poderes individualizados y poderes
sinodales. Algo que se veía reflejado en todos los ámbitos y esferas del poder. En la administración
provincial, los virreyes y capitanes generales ejercen su autoridad a título unipersonal, mientras
que las audiencias y chancillerías son órganos colegiados. En el ámbito local, el corregidor y los
regidores de los ayuntamientos.
A su llegada, los administradores Borbónicos estaban decididos a realizar una importante
reforma en búsqueda de una administración más eficaz, previa a la centralización y uniformidad
de las instituciones de todo el país. La historiografía tradicional ha ahondado demasiado en la falta
de gobierno que había en la etapa final de los Austrias, pintando un panorama muy negro. Algo
que se justifica debido a que los historiadores de la época no ahorraron detalles a la hora de
ennegrecer la herencia recibida, para así pintar mejor a la nueva dinastía. Hoy en día esa visión
empieza a estar superada, por lo que –sin quitar los muchos logros de la administración
Borbónica–, sabemos que durante el reinado de Carlos II también se tomaron medidas
renovadoras e interesantes. En lo que respecta a la forma de gobernar, los Austrias se regían por
un sistema polisinodial dominado por los Consejos, en donde la aristocracia tenía un peso esencial.
Es decir, órganos colegiados. Pero para mejorar la agilidad de éstos, en poco tiempo aparecería la
figura de los secretarios: burócratas especializados al servicio de los monarcas, a los que ayudaban
en sus tareas, agilizándose la gestión rutinaria. Otro paso más hacia las instituciones personales
de gobierno burocráticas será la creación del Secretario de Despacho Universal, hacia 1621.
Esta idea será retomada por los Borbones a su llegada. De ahí que determinaran desvalorizar
el papel de los Consejos, si bien una de sus primeras acciones sería continuista, al crearse el
Consejo de Despacho –formado por pocas personas que asesoran directamente al rey–, el cual
controló todo lo que llegaba al monarca desde los Consejos, y monopolizó el despacho a boca del
monarca. A el podían ser llamados personajes importantes, siendo muy habituales en un primer
momento la princesa de los Ursinos, Orry, o el embajador francés, enviado por Luis XIV para
defender los intereses de Francia en España. El Consejo se suprimirá en 1715, pero esa nueva
institución fue un revulsivo a favor de los secretarios de Estado y Despacho, unos verdaderos
brazos del monarca, que contaban con considerables atribuciones administrativas, pero de una
significación política escasa. Todo ello en detrimento de los tradicionales Consejos. En 1705 la
secretaría del despacho Universal se dividía en dos, ante la cantidad de trabajo. En 1714 Orry
intentó implantar el sistema francés, estableciendo cuatro secretarias de Despacho: 1/Estado,
encargada de asuntos extranjeros; 2/Justicia y asuntos eclesiásticos; 3/ Guerra; 4/Marina e
Indias; 5/ una veeduría general para la Hacienda, que quedó a su cargo; institucionalizándose ese
mismo año la figura de Secretario de Estado y del Despacho: futuro germen de los ministros
encargados de un departamento específico, y con una burocracia profesional a su cargo, que
resolvían muchos asuntos directamente con el Rey, y de forma reservada. El sistema de secretarías
tuvo algunas reorganizaciones posteriormente, en 1715, 1717, 1720 y 1754 –que modificaban
competencias, reducían o aumentaban el número de secretarías–. Pero lo importante es que tras
las reformas los asuntos temáticos quedaron centrados en esas 5 materias especializadas, todas
ellas en manos de una secretaría, cerrándose su configuración definitiva por Fernando VI, en 1754.
Todo ello permitió que a lo largo del siglo XVIII los secretarios –sobre todo los que tuvieron
personalidad relevante–, aumentaran paulatinamente su participación especializada en el
despacho de los negocios, hasta lograr que casi todo el peso de la política gubernamental recayera
sobre ellos. Eso no significó que su actuación no se viera refrenada a veces por las consultas
realizadas a los Consejos, pero éstos últimos carecían de la agilidad suficiente, por lo que sus
funciones fueron cada vez más administrativas, siendo pese a ello, unos organismos
fundamentales, ya que en ellos se encontraban importantes letrados muy experimentados. Con
ello, poco a poco, los secretarios de despacho se fueron convirtiendo en los principales ministros
de la monarquía, y en los políticos más influyentes. La acumulación de cargos en las secretarías
sería la base de poder de muchos ministros como Patiño (1726-36), Campillo (1741-43) y
Ensenada (1743-54). Todo ello supondrá una importante novedad, ya que la gran aristocracia es
sustituida –ya que en la época de los Austrias eran los encargados de dirigir los virreinatos, y de
participar en el gobierno efectivo de la monarquía al pertenecer a los Consejos–, pero ahora las
nuevas secretarías aglutinan a burócratas profesionales muy especializados, que, aunque no van
a ser muchos más en número, actuarán de manera más decidida a la hora de realizar reformas.
Con todo ello se potenciará la vía ejecutiva, y administrativa, frente a la consultiva. La secretaría
de despacho tenía una estructura distinta de la de los consejos, ya que detrás de los secretarios
había una jerarquía, compuesta por un importante número de oficiales; los cuales solían trabajar
en las llamadas covachuelas –sótanos, y las peores salas, del palacio real–, de ahí el famoso nombre
de covachuelista.
Dentro de este periodo Patiño es una figura interesante. Su ascenso será meteórico entre 1730
y 1734, ya que, a su cargo de Intendente General de Marina, y presidente del Tribunal de la
Contratación, se sumaría ser secretario de Guerra (1730) y secretario de Estado (1734);
acumulación de cargos que le daba un importante poder político, hasta el punto de que muchos le
veían como un ministro universal –solo le faltó hacerse cargo de la secretaría de justicia–, si bien
ese cargo de ministro nunca existió oficialmente. Pero su poder terminaría con su muerte en 1736.
Con Patiño llegaba a una primera plenitud la política administrativa de los Borbones, y la
potenciación del sistema ministerial, anticipándose la figura de primer ministro, y el declive de
los Consejos. Incluso tras Patiño, José Campillo, también acumularía en 1741 diversas carteras,
como la de secretario de Hacienda, Guerra y Marina e Indias.
Al llegar Felipe V una parte de los Consejos serían suprimidos, en un primer lugar los
territoriales –ya que en su mayor parte habían quedado vacíos de contenido– de Flandes
(eliminado en 1702), Italia y Aragón (eliminado en 1707, y aglutinándose sus competencias en el
de Castilla y en los otros consejos); quedando como principales Consejos los de Estado, Castilla,
Guerra, Indias, Hacienda, Órdenes e Inquisición. En cuanto a los Consejos, el monarca tendió a
quitarles relevancia; aunque varios de ellos intentaron adaptarse a la nueva situación, y redujeron
su planta, disminuyendo el número de miembros, y especialmente el número de consejeros de
capa y espada. Uno de los más perjudicados será el Consejo de Estado, si bien otros como el de
Castilla, convertido en Consejo Real tras las reformas implantadas por Orry y Macanaz en 1713,
modifica su estructura, reforzándose sus atribuciones sobre justicia. Pero la pauta general será la
marginación de los Consejos frente al despacho particular del rey con los ministros, y la
especialización de los secretarios, que disponen de autonomía operativa.
En el plano de la administración Territorial, el territorio español –salvo las provincias
forales: Navarra y las provincias vascas, que mantuvieron su régimen privativo– se dividió en 10
Capitanías Generales, cuyas asedes inicialmente fueron: Sevilla, Málaga, Santa Cruz de Tenerife,
Badajoz, Zamora, La Coruña, Zaragoza, Barcelona, Valencia y Palma de Mallorca. En la corona de
Aragón, los capitanes generales sustituyeron a los antiguos virreyes. Los capitanes generales
tenían en su demarcación el máximo poder político, como representantes del rey, estableciéndose
su poder principalmente en dos ejes: el político y el militar. Eran jefes supremos del ejército, y les
correspondía el gobierno de la administración provincial y el nombramiento de los funcionarios,
aunque las cuestiones financieras fueran encargadas muy pronto a los intendentes de las distintas
provincias. Con ello la tendencia a la centralización se hacía patente; ostentando el cargo de
capitanes generales muchos personajes de la nobleza militar, a la que en un primer momento se
premiaba por su participación en la guerra. Este nuevo gobierno territorial tenía otra
particularidad, al constituirse sobre la estrecha colaboración entre el Capitán General y la
Audiencia, o Chancillería, de cada demarcación, desarrollándose una labor conjunta de gobierno
en la que el papel ejecutivo era del primero, mientras que la misión consultiva, o de asesoría, la
llevaba la Audiencia. Instituciones que seguirán ejerciendo su habitual actividad jurisdiccional. Sin
embargo, la armonización entre el poder civil y militar no se hizo en todas partes del mismo modo.
En la Corona de Aragón, el Capitán General –además de sus actividades propias– también era el
presidente de la Audiencia. Este sistema se denominaba el “Real Acuerdo”.
Dentro de las reformas borbónicas a nivel territorial, una de las de mayor calado –junto con la
Nueva Planta impuesta en la Corona de Aragón– sería la implantación de las Intendencias, que
se consolidarían progresivamente como divisiones administrativas. De inspiración francesa, esta
institución fue esbozada inicialmente por Orry en 1703, pero no sería hasta 1711 cuando
definitivamente Bergeyck –uno de los colaboradores más cercanos a Felipe V en esos momentos–
implante las intendencias de manera limitada. En un primer momento se establecen 12
intendentes, que tenían la máxima autoridad en sus demarcaciones en los asuntos de justicia,
hacienda, guerra y orden público, debiendo responder sólo ante el rey de sus acciones. Esa era su
particular novedad: la gran cantidad de asuntos que podían tratar sin interferencias, y el hecho de
que sólo debían rendir cuentas al rey, lo que les hacía agentes muy útiles para los asuntos que
debían abordar. Una nueva clase de oficial administrativo directamente nombrado por el gobierno
que actuaba en una concreta demarcación territorial. De hecho, en un primer momento su
principal razón de ser era la guerra y su logística, ya que su atribución principal era ganar la
guerra, dando a las tropas todo lo que necesitan directamente: alojamientos, uniformes, armas,
dinero,… Inicialmente se ocupaban de funciones militares, y la administración de los ejércitos,
pero también de cuestiones financieras (al coordinar el cobro de impuestos), y asuntos de justicia
y orden público; siendo inicialmente su importancia mayor en la Corona de Aragón, por ser allí
donde se combatía, y en donde los corregidores no existían.
Pero una vez acabada la guerra, la figura del intendente se afianza y llega incluso a desplazar
al corregidor, al asumir sus competencias en la capital de su provincia, convirtiendo a la
intendencia en la plasmación más clara del criterio centralizador borbónico. En consonancia con
su progresiva ascensión, crecen las competencias del intendente, delimitándose mejor su forma
institucional. En 1718 José Patiño –uno de los primeros intendentes en Extremadura, y luego
Cataluña– redactaba una nueva ordenanza para formalizar en cada una de las provincias del reino
una intendencia, delimitándose sus funciones, que no dejarían de ser muy amplias: gobierno,
hacienda, justicia y ejército; además de tener la responsabilidad de fomentar el trabajo, la
industria, la agricultura y ganadería, el comercio y transportes en sus demarcaciones. En estas
ordenanzas sustrae a los intendentes de la tutela de los Consejos y Tribunales, convirtiendo a éstos
en unos agentes directos del poder central, dejando clara su dependencia directa de los
Secretarios de Estado y Despacho. De ahí que el principal problema que encontrará esta nueva
figura administrativa será la queja del sistema tradicional, y los claros choques de competencias
con corregidores y otras instituciones. Los corregidores tenían unas atribuciones parecidas a los
intendentes, pero a diferencia de éstos, los corregidores eran nombrados por el Consejo de
Castilla, en mandatos de 3 años prorrogables a otros 3, generalmente entre caballeros de capa y
espada pertenecientes a una nobleza media. Eso chocaba con el nuevo cargo, elegido directamente
por el rey entre burócratas. El viejo sistema de Consejos veía mal la nueva reforma, ya que le
quitaba competencias a nivel local/regional, ya que a fin de cuentas los antiguos reinos y
provincias perdían poder. Todo ello provocaría una pugna de intereses, por lo que en varias
ocasiones los Consejos consiguieron que se suprimiesen las intendencias de las provincias en
donde no había ejércitos destacados: en 1715 –al poco de concluir la guerra– y en 1721
nuevamente; y en 1724, cuando se abolieron las intendencias exclusivamente provinciales,
quedando sólo los intendentes que actuaban en las Capitanías Generales. Pero a pesar de las
reticencias sobre la nueva figura administrativa, a la muerte de Felipe V se producirá la definitiva
configuración y consolidación de las Intendencias, siendo el punto de inflexión 1749 (el mismo
año que se proyectó el Catastro de Ensenada). Cuestión de la que hablaremos en el tema
correspondiente al reinado de Fernando VI.
Dentro del grueso de las primeras reformas de Felipe V debemos también profundizar en la
Nueva Planta fiscal. Durante la guerra, las reformas del financiero Juan de Orry sobre la Hacienda
fueron significativas. Entre 1713-14 consiguió que las principales rentas dependieran de un solo
arrendatario, lo que favorecía la recaudación. Igualmente se actuará contra el fraude, y se
intentará reducir el gasto, al contraerse las plantillas de Consejos, reduciéndose el salario de los
consejeros a la mitad. Igualmente se ajustó una reducción de los intereses de los juros, o la
potenciación de la administración directa sobre algunas rentas, como el tabaco y el cacao, lo que
mejoró los ingresos del estado. Otras medidas practicadas serían el aumento de los ingresos
extraordinarios, en base a donativos, confiscaciones de bienes de los austracistas, o enajenaciones
y ventas de propiedades de la Corona, y honores, como los títulos nobiliarios. Todo valía para
ganar la guerra.
La victoria de las armas de Felipe V en la Guerra de Sucesión permitió a su gobierno llevar a
cabo una profunda reforma fiscal especialmente en los territorios que habían estado en el bando
austracista, con la doble finalidad de aumentar notablemente la contribución de sus habitantes a
los gastos generales de la Monarquía (ya que en la época de los Austrias casi todo lo recaudado
allí solía revertir en el propio territorio), y de organizar más racionalmente los tributos. De esta
manera la nueva fiscalidad establecía el trasvase de lo recaudado a la hacienda real, por lo que
esos ingresos dejaban de estar a disposición de las autoridades propias de cada reino. En Aragón,
los primeros intentos de imponer el impuesto de las Alcabalas fue un fracaso, que condujo a un
gravamen conocido como única contribución, que se extendería posteriormente a Valencia con el
nombre de equivalente, a Mallorca con el de talla, y a Cataluña como el de real catastro.
Formulados inicialmente como una imposición de guerra extraordinaria, al final acabaron
convirtiéndose en un impuesto específico de esos territorios. Todo ello formulado ante la
suposición que la carga fiscal recaudada debía ser equivalente a las rentas provinciales que se
cobraban en Castilla (impuestos sobre el consumo entre los que la Alcabala era el más importante)
y monopolios como los estancos sobre la sal, el tabaco o el papel sellado.
El real catastro impuesto en Cataluña, que comenzó a recaudarse en 1717, tenía carácter de
impuesto directo, por lo que para ello fue necesario elaborar un inventario de todo lo que tenía
cada uno de los futuros contribuyentes, algo que quedó a cargo de Patiño. De esta manera su
elaboración era muy avanzada para su tiempo, ya que incluía dos tributos: el real, que grababa los
bienes raíces e inmuebles, censos o diezmos (exigiéndose el 10%), y el personal, para que
tributaran las actividades lucrativas de cada individuo. Aunque estaban exentos los nobles, viudas,
estudiantes, menores de 15 años y mayores de 60. A los jornales se les grababa sobre el monto
total del salario recibido en 100 días, exigiéndose el 8,33% del mismo. A los artesanos, y los
trabajadores menestrales, se les cobraba lo mismo, aunque en base a 180 días de trabajo. Los
maestros de artes mecánicas y comerciantes se les pedía el 10% de sus ganancias totales.
Al principio esta transformación será vista como muy gravosa por dichos reinos, ya que
inicialmente se pensaba recaudar en ellos mucho más, a pesar de que las condiciones posbélicas
complicaban la situación. Pero con el paso del tiempo la situación mejoró notablemente, ya que
los inventarios de bienes realizados en un primer momento no se actualizaron totalmente, lo que
permitió que en Cataluña la presión fiscal per cápita disminuyera a lo largo del siglo XVIII. De
hecho, con el tiempo se verá que dicho sistema era menos injusto y más moderno que el sistema
que estaba impuesto en Castilla, de ahí que el marqués de la Ensenada propusiera durante el
reinado de Fernando VI trasplantar este sistema impositivo de “única contribución” en Castilla.
Junto a estas medidas impositivas, también se dieron otras que pretendían la unificación de la
acuñación de monedas, para que éstas circulasen indiferentemente en Castilla y Aragón,
ordenándose desde 1718 la acuñación de monedas de vellón que serían válidas también en la
Corona de Aragón. Algo a lo que se sumaba las transformaciones producidas por la Nueva Planta,
en 1714, y que eliminaban todos los puertos secos entre la Corona de Aragón y Castilla,
eliminándose las aduanas interiores, para que el comercio no tuviera traba alguna, lo que a la larga
facilitaría la aparición de un verdadero mercado nacional.
En el plano militar también se realizarían distintas reformas y nuevas regulaciones, ya que en
lo que se refiere al ejército los primeros años del reinado se produjo una proliferación legislativa
que pretendía regular vía ordenanzas lo que antes se había hecho por otras vías. En un primer
momento –a pesar de la buena prensa que han gozado tradicionalmente estas reformas en la
historiografía–, hubo más continuidad que cambio, y muchas de las medidas no dejaban de ser
acciones que ya se conocían. Pero sin duda la más importante fueron las ordenanzas de 1704 que
transformaban a los Tercios en Regimientos, al ejemplo francés –y en consonancia con lo que se
hacía en Europa–, aboliendo sus grados militares para utilizar los que estaban en uso en Francia.
Más que una reforma de calado eso no supondrá más que un lavado de cara que no modificaba y
solucionaba los problemas del ejército, entre los que estaba los pocos atractivos de la vida militar,
lo que hacía necesario que en caso de guerra se implementaran medidas coercitivas de
reclutamiento, entre las que destacarían los sistemas de quintas obligatorias o las levas de vagos.
Pero a largo plazo los Borbones crearán un ejército de nuevo cuño, que será mucho más
estamental que en el pasado. Con la introducción de la figura de cadete, como paso previo para ser
oficial –antes de que las academias militares aparecieran– cambió el panorama, ahondado las
diferencias entre soldados y oficiales. En 1722, una Real Orden exigió que fueran hijos de noble o
de militar. De esta manera los nobles ingresaban como cadetes y ascendían a subteniente o alférez,
sin tener límite en sus ascensos. El resto de las personas empezaban como soldado y sólo podían
llegar como máximo a Ayudante Mayor. Eso significaba una ruptura con el pasado, ya que en los
Tercios los soldados con sangre humilde pudieron llegar a la cima del poder, aunque siempre solía
ser más fácil para los que provenían de la nobleza. Además, la extensión de la venalidad –por la
cual se llegaban a comprar oficios de oficiales–, dejaba poco hueco en la oficialidad para las
personas de origen humilde.
La marina también recibió bastante atención. Las escuadras territoriales de los Austrias se
refundieron en una única Real Armada en 1714. Para mejorar su administración se crearon tres
departamentos marítimos, los cuales tenían cada uno un arsenal: Ferrol, Cádiz (La Carraca) y
Cartagena; a los que sumaron otros arsenales como los de Guarnizo y La Habana. Para mejorar la
formación de los marinos se crea la Academia de Guardiamarinas de Cádiz en 1717. Pero en
general la mejora sustantiva dentro de la Armada no llegará hasta las reformas de Ensenada, ya
durante las décadas de 1750-60.

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