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 30/03/2018 - 18:33 Ι Clarin.

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Autobiografía

Todas las personas del singular


Se publica una nueva y brillante traducción de Roland Barthes por
Roland Barthes, obra en la que el ensayista refundó un género.

En un seminario, 1975. Barthes también se atrevió a plantear ante alumnos su libro sobre su obra y su vida. AFP.
PHOTO MICHELE BANCILHON

Matías Serra Bradford


A partir, digamos, del 1 de enero de 1965, no debe haber sido fácil


despertarse todas las mañanas sabiendo que era Roland Barthes. Ya
había publicado El grado cero de la escritura, Mitologías y sus Ensayos
críticos, y arreciaban las demandas de pupilos, de prólogos, las
invitaciones diarias a proyectos de palidez variable. El portador de ese
nombre –que con los años Barthes creó– explotó el problema en buena
parte de su obra, pero en ningún otro lugar lo resolvió con más ingenio
que en Roland Barthes por Roland Barthes. En este libro ilustrado, las
fotografías suyas y de otros le permitieron reinventarse con más soltura,
ponerse afuera, huir de “ese monstruo: el último significado”, confiar en
el “nirvana semántico” que puede proporcionar, con suerte, una imagen.

Devoto de Nuestra Señora de la Distancia, Barthes no quería fijarse (y


menos que lo tacharan o tildaran los demás) y se entregaba de a ratos a
la tercera persona salvífica: “Sueña con un mundo exceptuado de
sentido (como uno es exceptuado del servicio militar)”. En el seminario
en que puso sobre la mesa el libro, sin nombrarlo, admitió que “se trata
de reconocer que el Sentido ha sido el gran asunto de su vida”.

Más de una vez Barthes expresó que la literatura, la escritura, es “una


práctica que apunta a desestabilizar al sujeto, a disolverlo, a
dispersarlo”, y a eso puede contribuir un álbum. Barthes por Barthes es
un álbum por partida doble: por la presencia de imágenes y por su
naturaleza fragmentaria. Al autor de La cámara lúcida lo atraía la
cualidad evasiva, muda, inaferrable de una imagen. “La Fotografía es un
arte poco seguro”, aseguraba. Como el de la crítica, habría que añadir,
como el de la autobiografía. Lo que lo inquietaba era la imagen interior y
la que cualquier desconocido proyecta gratuitamente. Ya sabemos con
qué facilidad uno se pone a alucinar la propia imagen y la de otro;
sabemos bien de la dificultad de empatar imagen interior e imagen
exterior, real. “Tolera mal toda imagen de sí mismo, sufre al ser
nombrado”, admitía el que veraneaba en Marruecos, entre otras cosas,
porque allí no tenía imagen, no era nadie.

Barthes asegura que los ojos de Rosa Luxemburgo producen “el deseo de
leer sus libros”. Mientras el lector se pregunta si alguien querrá
descubrir a Barthes inducido por una imagen suya, aparece una
fotografía que es el punctum del libro: de bermudas y remera blancas, se
inclina a un lado para buscar papeles; está trabajando en el living de un
amigo en Juan-les -Pins, frente al Mediterráneo. Barthes bautizó como
biografema a un “trazo significativo de vida” y para este fetichista entre
los suyos estaban sin duda plumas, pinceles, lápices de colores, una lupa,
un secante. Ese “infra-conocimiento” al que se accede por la fotografía
del que hablaba nos conduce a sus útiles de trabajo, a los facilitantes de
su escritura y su dibujo. Barthes estaba siempre en busca de
facilitadores, de rituales, reglas, protocolos, prescripciones. Disciplinas
(pero lo más hedonistas posibles).

La edición original de RB por RB, de 1975, con un Barthes ya


definitivamente acorralado por solicitudes de toda índole, era parte de la
serie Écrivains de toujours, introducciones a clásicos como si lo hicieran
ellos mismos (“par lui-même”). Barthes fue el primero y único en hacerlo
él mismo. El propio Barthes había escrito para esa colección un Michelet
(que en 1954 fue su segundo libro) en el que buscó presentar,
atomizadas, “todas las caras de Michelet”. Allí inauguró su patentado
formato de fragmentos y confesó su propósito de tender “una red de
obsesiones”, casi como anticipo de lo que sería su RB x RB (ambos libros
incluyen un mismo capítulo: “Migrañas”).

La anomalía estructural de RB por RB es tal que hace olvidar que no deja


de ser una especie de autobiografía, ciertamente anómala, una serie de
variaciones cubistas y musicales alrededor de la cuestión autobiográfica.
No es difícil adivinar detrás de lo que señala un crítico fuertes motivos
autobiográficos, y es curioso que lo autobiográfico en un crítico surja a
veces de su elección de citas ajenas, pero en esta obra Barthes hace pasar
un ejército de lances críticos dentro del caballo de Troya de una aparente
autobiografía. Es significativo que en aquel seminario que precedió la
escritura del libro Barthes sugiriera “precisar mejor la forma
alucinatoria de nuestro libro” (el plural no es irónico; es una muestra del
valor que le otorgaba a sus alumnos).

La imposibilidad en él de una autobiografía y de una novela puras lo


llevaron a estrenar un género que nace y muere con este libro –que sigue
latiendo casi medio siglo más tarde–; fue inimitable para Barthes y lo
sigue siendo para los demás. Él insistía con que “el ensayo se reconozca
casi una novela: una novela sin nombres propios” y en un punto RB por
RB funciona como una novela: es un modelo de procesos perceptivos.
Sería ingenuo tomarse al pie de la letra lo que Barthes propone al
principio de su libro –“todo esto debe ser considerado como dicho por un
personaje de novela”– pero también sería ingenuo desoírlo. A propósito,
él era un lince para señalar grados y tenores de ingenuidad, aunque su
bondad lo hiciera caer a veces en el candor, como cuando elogiaba en
exceso las novelas de su amigo Philippe Sollers.

Barthes se cita, se relee, se da excusas para seguir ironizando sobre sí.


Desordena su vida y su obra por temas, con un orden alfabético
levemente trastocado, retocado (y es lo único que se pierde, de a ratos,
inevitablemente, en la impecable versión castellana de Alan Pauls). Se
deja seducir por la “voluptuosidad de la clasificación” que detectó en
Sade, Fourier y Loyola. Es como si quien compraba colores por sus
nombres hubiera decidido graficar su vida. Clasificarla, ficharla, colgarla
(al sol del sur francés que tanto amaba) detrás de un ideal de escritura:
aireada, distendida, jubilosa. La ficha como método ofrecía demasiadas
ventajas; es un rectángulo que transporta algo claramente suelto, móvil,
montable, reubicable.

Estamos ante un juego de mesa, lúdico, azaroso, de cierta complejidad:


un solitario. El libro busca definirse y redefinirse constantemente (en
esto no puede ser más francés). No sabe lo que es –no quiere saberlo: así
avanza–, no sabe adónde está. “Este libro está hecho de aquello que no
conozco”, finge su autor, tentado otra vez por formulaciones de aire zen,
falsas pero auditivamente placenteras. Es evidente la atracción de
Barthes por definiciones que no definen, que sólo se aproximan,
cortejan. Sembrar índices de indicios. Así como sus dibujos y acuarelas
son los de alguien que sólo quiso pasar por el trazo, por el color (de allí
su preferencia por Pollock y Twombly), su obra literaria no es la de uno
que buscó embarcarse en plan de gran novelista, y lo suyo se limitó a
rozar la literatura. Pero qué romances, qué atajos.

La disposición en fragmentos permite que el autor no conozca del todo


su obra, y esta pueda ofrecerle sorpresas, por llamarlas así, que él no
puede gobernar. Y de paso le sugiere al lector que hay cosas que suceden
entre un pasaje y otro de las que por una razón u otra el autor no ha
podido o querido dar cuenta, y el libro es más de lo que se ve (por eso no
puede ser excesivamente extenso en cantidad de páginas) y trabaja sobre
el lector más de lo que lo haría una novela convencional. El fragmento
permite sembrar más tiempo por página. Y cada fragmento le pide a
Barthes un título y sobreviene el excitado florecimiento de su desenfreno
por titular: “cuantos más fragmentos, más principios, más placeres”.

Tal vez hubo en Barthes la voluntad de leer como horas antes de un


vuelo, en un estado de flotación expectante, sin posibilidad de asir. Y en
ese estado Barthes lo capturaba todo. Hay un guiño enigmático en
algunas de sus frases, como proveniente de quien dice “whisky”
mientras sonríe de espaldas a la cámara. Su Barthes por Barthes es un
manual acerca de cómo estar sin estar, cómo retratarse sin imponerse.
Ya sabemos que lo que cautiva de un narrador es su manera de aparecer
y desaparecer.

Roland Barthes por Roland Barthes. Traducción y prólogo de Alan Pauls.


Eterna Cadencia, 255 págs.

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