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El poder de las imágenes

Francis Wolff, en: Adauto Novaes (Org), Muito alem do espetaculo, São Paulo: SESC,
2013.

Raras veces las imágenes han estado tan presentes en nuestra vida, tanto privada como
pública. Pensemos en los carteles, en la publicidad comercial y política, en las tiendas,
en las imágenes de la televisión, en las imágenes informatizadas, etc., en suma, en lo
que Serge Daney llamó la dictadura de lo "visual". Cada día son miles y miles de
imágenes que pasan bajo nuestros aburridos ojos. Me gustaría preguntarme sobre la
especificidad de las imágenes actuales, en cuanto a su poder particular, en nuestra
sociedad mercantil, a la hora del desarrollo de nuevas imágenes (digitales, virtuales, en
3D) y de nuevos sistemas de grabación y de transmisión de imágenes. Me gustaría, sobre
todo, sondear las ilusiones propias de nuestra época, que engendran ese volumen y ese
flujo de imágenes.

Me gustaría, por tanto, explorar las imágenes de hoy, pero voy a hacerlo de manera
indirecta. Tomaré un atajo. Lo que me interesaría, detrás del espectáculo, sería el poder
de las imágenes en general, es decir, sobre los hombres, cualquiera que sea el momento
de la historia o de la civilización a la que pertenezcan. Sólo entonces podremos ver la
singularidad de las ilusiones engendradas por las imágenes de hoy en día. No creo, en
verdad, que ellas tengan más poder hoy que en el siglo XIX, en la Antigüedad o en la
Prehistoria. Para poder medirlo, habría que tener en cuenta al mismo tiempo, por un
lado, la enorme devaluación de las imágenes en nuestro ambiente, que se volvieron
extremadamente fáciles de producir, de reproducir, de poseer, la cosa menos rara, pero
más común del mundo, y, por otro lado, su intrusión sistemática en todos los dominios
de la existencia, en todos los rincones de nuestro ambiente. Me acuerdo de mi primer
viaje a Praga, aún adolescente: recuerdo el choque que fue no ver, en el paisaje urbano,
la mínima imagen (debido a la ausencia de publicidad), o muy pocas, sólo algunas de
propaganda política. Pero imaginemos la vida en el siglo XIX, o incluso en el siglo XIV
cuando las únicas imágenes que podíamos ver eran aquellas que decoraban las iglesias
y contaban los Evangelios o la vida legendaria del santo local. Imaginemos lo que podía
ser aún el precio de una imagen (una pintura “original”, ¡no había otra!), lo que podía
ser el sentido, el peso, de una sola imagen, su enorme poder sobre los hombres, ya que
era un acontecimiento extremadamente raro, una cosa extremadamente difícil de
producir; imaginemos el poder de fascinación, de dominación, de seducción, ejercido
por los frescos en las paredes de una capilla, o por la estatua de un santo. Creo, por lo
tanto, que el formidable lugar que ellas conquistaron en nuestra vida cotidiana, en
nuestro ambiente, hizo con que disminuyera su fuerza - creo que ellas, en todo caso, se
modificaron radicalmente. Pero creo también que ellas engendraron una ilusión
singular, que llamaré "ilusión imaginaria", ésta es, en realidad, una ilusión muy antigua,
de origen religioso, que es, paradójicamente, la creencia de que las imágenes no son
imágenes, que ellas son producidas por lo que ellas reproducen. Y es eso lo que trataré
de mostrar.

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Para ello, propondré primero una cuestión bastante general: ¿de dónde viene el poder
de las imágenes? ¿Cómo pueden las imágenes, es decir, en verdad, colores sobre papel,
madera o piedra, tener sobre los hombres un tal poder, de modo que no hay
prácticamente nadie que no pueda hacer una imagen de un hombre?

Cuando hablo de los poderes de la imagen, hago alusión a algo bastante general. Una
cosa muy simple, pero, en fin, demasiado misteriosa. Pienso, por ejemplo, en el niño
que dibuja o modela con sus manos imágenes de seres humanos. Pienso en la necesidad
que tienen todos los niños del mundo de jugar con muñecos, lo que quiera que sea - la
imagen de sus padres o de ellos mismos. En las magníficas imágenes pintadas sobre las
paredes de las cuevas del Paleolítico Superior, imágenes de cabritos y bisontes, en
Lascaux, Altamira, Cosquer, Chauvet (estas últimas datan de hace 32 mil años), cuya
riqueza cromática, precisión realista, vivacidad estilística todavía provocan nuestra
admiración. He aquí un primer aspecto del poder de la imagen: su carácter universal.
Sea donde exista la humanidad, incluso la más primitiva, entre los niños o en la
Prehistoria, existe la imagen. En todo lugar, siempre, figuras, dibujos, grabados, frescos,
estatuas, colosos, bustos, ídolos, etc. Llegamos a creer que el hombre se caracterizaba
por las herramientas; sabemos hoy que eso es falso, pues ciertas especies de animales
también utilizan herramientas. Se dice a menudo que el hombre se caracteriza por el
lenguaje, y eso sin duda es verdad: el hombre es incluso un animal hablante. Pero
también podemos decir que el hombre se caracteriza por las imágenes. Es el único
animal que utiliza y fabrica imágenes. ¿Por qué?

Pero hay un segundo aspecto del poder de la imagen que debe retener nuestra atención.
El hombre no se contenta en fabricar imágenes de todo, en todo lugar, siempre, en todas
las civilizaciones. Estas imágenes que fabrica ejercen en él, una vez que las ha producido,
una serie de efectos considerables. Por ejemplo, el ser humano es sexualmente
estimulado por las imágenes, las pinturas, las esculturas, las fotografías, las películas.
Pero también "él las rompe, las mutila, las besa, llora delante de ellas, viaja durante
semanas para verlas o reencontrarlas" (pensemos en todas las imágenes sagradas de
divinidades, de dioses, de santos, en casi todas las religiones); "Ante ellas, él se calma,
se emociona, es llevado a la revuelta". Las imágenes imploran: pensemos en las
imágenes votivas. Las imágenes consuelan: entre los siglos XIV y XVII, se fabricaron en
Italia miles de tabletas consoladoras, pequeñas tablas pintadas, representando de un
lado una escena de la Pasión de Cristo y de otro un martirio más o menos relacionado
al castigo reservado al prisionero, para la meditación y la contemplación de los
condenados a muerte. Hay imágenes extremadamente valiosas, otras casi idénticas y
que no valen casi nada. Podemos luchar por las imágenes, por su conquista o su
posesión, podemos luchar contra las imágenes, escupir en el retrato de un enemigo, así
como en él en persona, derribar las estatuas de un dictador muerto como si fuera él
mismo quien estuviera allí para ser derribado otra vez.

He aqui un segundo aspecto del poder de las imágenes. Las imágenes son capaces de
suscitar poco a poco casi todas las emociones y pasiones humanas, positivas y negativas,
todas las emociones y pasiones que las cosas o personas reales que ellas representan
podrían suscitar: amor, odio, deseo, creencia, placer, dolor, alegría , tristeza, esperanza,

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nostalgia, etc. ¿Por qué tantos efectos imaginarios? Esto es lo que falta explicar. Una
cuestión previa permitirá una primera explicación.

¿QUÉ ES UNA IMAGEN?

A primera vista, una imagen son formas, colores. Podríamos describir una imagen de la
siguiente manera: son círculos, cuadrados, líneas, puntos, amarillos, rojos. Pero,
justamente, no describimos allí una imagen, sino solamente su soporte material. La
imagen comienza a partir del momento en que no vemos ya aquello que se da
inmediatamente en el soporte material, sino otra cosa y que no es dada por ese soporte.
Algunas líneas son una flor; tres círculos, una cara; algunas manchas de color, un conejo.
La imagen comienza cuando paramos de ver lo que nos es materialmente dado, para
ver otra cosa, para reconocer una figura conocida. Un cuadro abstracto no es una
imagen. Un cuadro figurativo no es sólo una imagen, es generalmente más, mejor que
una imagen, y es siempre más rico que una simple imagen. Pero es también una imagen.
Ante una imagen (una fotografía, por ejemplo, o una estatua) de Chaplin o de Pelé, no
me refiero a que sean bellos sus colores, pero "mire, es Chaplin", o "es Pelé". O es claro
que no es Chaplin ni Pelé. Chaplin murió, Pelé está lejos. Es, para hablar estrictamente,
una imagen de Chaplin o de Pelé, o, como se dice, una representación.

Vamos detenernos un instante en esa idea de representación. Y en ese caso hay que
tomarla al pie de la letra. Una imagen representa, en elsentido mas simple de que ella
hace presente cualquier cosa ausente. Chaplin, Pelé, la Torre Eiffel. Cualquier cosa está
presente, la propia imagen, es decir, un conjunto material visible, puntos, líneas, formas,
colores, etc. Pero lo que está aquí presente hace presente al mismo tiempo algo
ausente. La imagen es entonces el representante, el sustituto, de cualquier cosa que no
es y que no está presente. Ella representa lo que no es (ya que está presente), no es lo
que representa (ya que no es una imagen). No representamos lo que está presente,
representamos lo que está ausente, lo que aún no está, lo que no está más, lo que no
puede estar presente, y que se encuentra entonces representado: representado, es
decir, presente en la imagen (y no en la realidad) y hecho presente por la imagen.

La imagen es la relación necesaria que la cosa aquí presente tiene que remitir
necesariamente a la cosa ausente (de verla, o de pensarla, de evocarla). Una imagen no
es entonces una cosa, es una relación con otra cosa. Toda imagen es una imagen de algo.
Un dibujo o una pintura que no represente a nadie puede formar un conjunto de figuras
muy decorativas, muy bellas, e incluso muy sugestivas, pero no es una imagen. Y ¿qué
sucede si mostramos una imagen a un animal, por ejemplo? verá formas, pero no una
imagen. Si miro al cielo, puedo ver (por casualidad), en las formas de las nubes, la imagen
de una persona célebre - es una cuestión de imaginación. Pero eso no es propiamente
hablar de una imagen.

La imagen es entonces la representación de una cosa ausente, que reproduce ciertos


aspectos de la apariencia visible.

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Añadimos a ello tres condiciones abordadas por primera vez por Platón y que de manera
notable, arrojan luz sobre la relación entre la imagen (el representante) y lo que es la
imagen (lo representado).

La imagen, para representar, no debe tener todas las características de la cosa, sino sólo
algunas. Como explica Platón en el diálogo "Crátilo", si damos a un cuadro todos los
colores y formas convenientes, produciremos un buen cuadro. Sin embargo, no
conviene reproducir en una imagen "todos los trazos del objeto imitado".

Si alguna divinidad, no contenta de imitar tu color y tu forma, como los


pintores, reproduciese también todo el interior de tu persona, tal como él es,
le diera la misma nobleza y el mismo calor, y le diera movimiento, arte y
pensamiento , como existen en ti, en una palabra, colocando a tu lado un doble
de todas tus cualidades, habría, en ese caso, un Crátilo y una imagen de Crátilo,
o dos Crátilos?

La imagen no puede entonces tener todos los rasgos de su modelo, so pena de


confundirse con él. Mejor: puede suceder que, cuanto menos rasgos la imagen tome
prestados del objeto, mejor lo represente. Es lo que afirma Descartes:

No hay ninguna imagen que deba asemejarse completamente al objeto que


representa: pues de otro modo no habría punto de distinción entre el objeto y
su imagen; pero es suficiente que ellos se parezcan en algunas cosas; y aún así,
por lo general, su perfección depende de que no se asemejen tanto como
podrían. Como puedes ver que las tallas dulces, siendo hechas apenas con un
poco de tinta colocada aquí y allá sobre el papel, representan para nosotros
bosques, ciudades, hombres, e incluso batallas y tempestades, aunque de una
infinidad de las diversas calidades que nos hacen concebir esos objetos, no hay
ninguna con la cual la figura sola tenga semejanza; y aún así es una semejanza
bien imperfecta, ya que sobre una superficie plana, ellas representan para
nosotros cuerpos diversamente salientes y entrantes, y que, aun siguiendo las
reglas de la perspectiva, frecuentemente ellas representan mejor círculos por
medio de ovales que por otros círculos; y cuadrados mejor por los rombos que
por otros cuadrados; y así todas las figuras: de suerte que a menudo, por ser
más perfectas como imágenes, y representar mejor los objetos, no deben a
ellos asemejarse.

Dicho de otro modo, ocurre generalmente que para mejor representar es preciso no
asemejarse tanto.

La segunda característica de la imagen, señalada por Platón: la imagen es múltiple, lo


que representa es único. Hay una infinidad de imágenes posibles de una sola realidad. Y
hoy, con la mecanización de la imagen, hay una infinidad de imágenes absolutamente
idénticas de la misma realidad.

Finalmente, señala Platón, la imagen tiene una inferioridad ontológica decisiva en


relación a lo representado. Ella no es el verdadero ser, ella es sólo la imitación: esto no

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es un verdadero hombre, esto es un bloque de piedra, eso no es un verdadero fuego,
son colores sobre una pantalla. La imagen es efectivamente real, es ella misma una
realidad, pero no tiene la realidad de lo que representa. Por ejemplo, ella es material, la
cosa representada es carnal; es inerte, la cosa representada está viva, etc.

En suma, la imagen es un ser menor de aquel que ella representa, es un falso ser, simple
imitación de la apariencia, es múltiple en lugar de única. De manera que la imagen es la
representación reproducible de una cosa ausente única, que le presta algunos rasgos
aparentes y visibles. Resta saber por qué hay imágenes.

Imagen y lenguaje: el poder propio de la imagen

La imagen hace presente lo que no está presente de dos maneras posibles. Primero, el
hombre dispone de ese poder interno de hacer presente, por sí mismo, en pensamiento,
la apariencia visible de las cosas que no están presentes. Este poder interno se llama
imaginación. Este mismo poder tiene un equivalente externo: es el poder de hacer
presente la apariencia visible de las cosas que no están presentes, pero no ya en su
pensamiento, sino en la realidad exterior; no sólo por sí mismo, sino por cualquier otro.
Tal es la facultad humana de hacer y de comprender las imágenes.

El hombre tiene entonces esto de particular, de único: puede hacer presentes las cosas
ausentes, por la imaginación o por la creación de imágenes. Él tiene esa doble facultad
de convocar aquello que no está y que no puede estar presente, de anular la distancia
espacial o temporal. Para ello, dispone de imágenes que se hacen (imaginación) o que
él hace (técnica). Pero dispone de otro medio que tiene, a primera vista, el mismo poder:
el lenguaje.

En realidad, volvamos a nuestro primer análisis. Un ser está ausente. Para evocarlo, para
convocarlo, para hacerlo simbólicamente presente, aunque no pueda estar física y
realmente presente, dispongo de tres medios. Tomemos un ejemplo: mi amigo está
lejos, o muerto. Puedo contemplar un mechón de sus cabellos que conservé como
recuerdo: es un indicio de su persona. Puedo mirar su cuadro: es una imagen de su
persona. Puedo pronunciar su nombre: es un símbolo de su persona. Otro ejemplo: para
referirme a un gato, aunque no haya ningún gato en los alrededores, también puedo
hacer un dibujo del gato o decir la palabra "gato". Cada procedimiento tiene sus
virtudes, su interés, su fuerza, sus límites. Los indicios son signos que remiten
naturalmente a la cosa ausente, porque son partes de ella, elementos materiales
aislados, que a ella pertenecen. Por ejemplo, no veo el fuego, pero veo el humo, que es
de él un indicio cierto y natural. Los animales comprenden los indicios. Vamos a dejarlos
de lado. Lo que los animales no entienden, lo que ellos aún menos pueden hacer, pero
que todos los hombres de todas las civilizaciones humanas pueden comprender y hacer
son los símbolos lingüísticos y las imágenes. En cuanto símbolos, son representantes de
la cosa ausente, puramente convencionales, y no tienen ninguna relación de similitud
con ella: no hay ninguna relación entre la palabra "gato" y un gato, porque hay decenas
de miles de lenguas. En cuanto imágenes, son representantes de la cosa ausente y están
en relación de similitud y semejanza con ella. Los hombres, más o menos en la época de

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la evolución y del proceso de hominización, desarrollaron estos dos sistemas
extremadamente potentes para representar las cosas (las personas, los
acontecimientos, las acciones, los objetos): un sistema sonoro, el lenguaje, por el cual
se comunican entre sí, es decir, hacen comunes sus pensamientos, hacen común su
experiencia del mundo, hacen mutuamente presentes las cosas unos para otros, y se
hacen mutuamente presentes unos para otros. Así, las cosas que están presentes para
unos (en sus ambientes o en su pensamiento) pueden tornarse presentes para todos. Y,
por otro lado, un sistema visual, las imágenes, por el cual ellos hacen presentes para sí
mismos, individual o colectivamente, las cosas que estaán ausentes para todos.

Uno escogió el medio sonoro, el otro el medio visual. Uno facilita el intercambio de unos
por los otros, el otro facilita la representación colectiva. Uno es temporal, el otro es
espacial. Pero, sobre todo, la imagen parece remitir necesariamente y como que
naturalmente a lo que ella representa (ya que hay una relación de semejanza, al menos
parcial, entre la imagen y la apariencia de la cosa), aunque la palabra remite,
convencional y arbitrariamente, a lo que ella representa. No obstante, notemos que, a
pesar de las apariencias, el vínculo de similitud entre la imagen y su modelo no tiene
nada de absolutamente natural: ningún animal reconoce una imagen si no hay al menos
algún indicio (partícula material, olor, etc.). En el caso de que se produzca un cambio en
la calidad de la imagen, se debe tener en cuenta que el aspecto de la imagen es
analógico, y el de la palabra es global: las partes de la palabra "gato" no remiten a las
partes del gato, mientras que las partes de un dibujo de gato se refieren a las partes del
gato. En fin, la palabra no representa nada por sí misma. Ella representa fuera de sí
misma, por convención, y por diferencia con respecto a todas las otras palabras del
léxico. Por el contrario, la imagen remite directamente a la cosa (uno a uno), representa
por ella misma. El vínculo es unívoco y directo del representante al representado, de la
imagen del perro al perro. Siendo la palabra arbitraria, remite sólo a la cosa por medio
de un sistema (la lengua), que supone un vocabulario y una sintaxis. Ella remite
inmediatamente a la cosa, porque pertenece a un conjunto estructurado (un código).
Por eso es que una imagen con frecuencia es suficiente por sí misma, y una palabra
jamás lo es.

No me arriesgaría a comparar los respectivos méritos del lenguaje y los de las imágenes,
u oponer las civilizaciones, las religiones, las épocas del Libro y las de la Imagen. Hay
siempre algo un poco artificial y un poco de moralista en esas comparaciones. Sólo
quisiera presentar la siguiente tesis: lo que hace la propia potencia de la imagen, lo que
explica los poderes de captación que tiene sobre el hombre, no son sus propias virtudes,
sino, al contrario, sus defectos. Podemos explicar el formidable efecto de las imágenes
sobre los hombres a partir de lo que no pueden hacer ni decir, y que el lenguaje sí puede
hacer o decir.

Con respecto al lenguaje, la imagen tiene en realidad cuatro defectos. Hay cuatro
modalidades esenciales del ser que el lenguaje, sí, puede decir (que no se abstiene, por
cierto, de decir), y que la imagen jamás puede decir: el concepto, la negación, lo posible,
el pasado y el futuro. Y son precisamente esas cuatro impotencias que hacen toda la
potencia de la imagen. Vamos a ver.

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La imagen ignora el concepto. Ella es irracional. Podemos representar a Pierre, pero no
al hombre. Podemos representar un animal, pero no la animalidad; podemos
representar un ser vivo, pero no la vivencia. No podemos representar la generosidad, el
tiempo, la historia, el lenguaje, en cuanto tales; sólo podemos intentar ilustrar, por
imágenes, ejemplos de un acto generoso o del paso del tiempo, que, tal vez (no es
cierto), sugieran la idea de generosidad o de tiempo a quien los viera. Si yo pensara
"hombre", pensaría en un ser que no es ni macho ni hembra, ni moreno ni rubio, ni
grande ni pequeño, ni vestido ni desnudo, etc. ¡Intente formar una imagen de eso!
Imposible. Lo que usted dibuja será necesariamente un individuo particular, concreto,
macho o hembra, moreno o rubio, etc. Podemos ciertamente recurrir a pictogramas
(para la oposición hombre / mujer, por ejemplo), o a símbolos (la balanza, para la
justicia), pero son muy limitados, y sobre todo, en gran parte codificados y
convencionales. No disponiendo de concepto, la imagen no puede entonces razonar,
comparar, inducir, deducir; ella no puede sobre todo explicar nada. Al contrario, ella
siempre debe ser explicada por otra cosa que no imágenes, por lo tanto, por el discurso.
Su impotencia para el concepto tiene una contrapartida. El lenguaje, por sí mismo, tiene
dificultad para describir al individuo en lo que él tiene de único, tal persona, tal paisaje,
tal acto, tal acontecimiento; son necesarias largas descripciones incompletas e
inexactas; ella es impotente para describir tal color, tal luz, tal impresión de conjunto.
La imagen puede mostrar esto con una simple mirada.

Tal es la verdadera superioridad de la imagen: su irracionalidad. Lo que ella puede


mostrar nada puede decirlo. Y, sobre todo, aquello que vemos, vivimos, sentimos,
experimentamos, lo vemos, lo vivimos, lo sentimos, y lo experimentamos en lo singular.
Si queremos tocar, emocionar, provocar una reacción inmediata, no controlada, de
admiración, de identificación, de atracción, o, al contrario, de miedo, de compasión, de
repulsa, nada vale tanto como la imagen. Un artículo sobre el hambre que ha causado
100.000 muertos en África es una información, una estadística, interesa a la persona,
pero no la deja indignada. Una foto de un solo niño africano muriendo de hambre no
informa, no dice nada, no explica nada, pero puede provocar piedad, indignación,
revuelta.

Segundo defecto de la imagen. La imagen muestra. Pero ella sólo conoce una manera
de hacerlo: por la afirmación. Ella ignora la negación. Toda imagen dice una sola palabra:
"¡vean!". O: "ahí está". La imagen de una pipa dice, sin decirlo: "esto es una pipa".
Ninguna imagen, de pipa o de otra cosa, puede decir: "esto no es una pipa". Todo lo que
está en la imagen está presentado. Como en el mundo de Parménides, el mundo de la
imagen no puede decir "no es". Ignorando la negación, ella ignora el debate, la
dialéctica, la discusión, la oposición de las opiniones, lo verdadero y lo falso. Todo es
cierto, o todo es falso. En ella misma. Ella sólo conoce el mundo de la presentación, todo
se pone en el mismo plano, el plano del "es real", del "es así". Pero, si quiero decir que
no es así, lo único que puedo hacer es oponer otra imagen que diga, ella también, "es
así". Tal es el dogmatismo de la imagen.

Pero ese defecto de la imagen tiene una contrapartida positiva. Pues, precisamente, si
ella no puede decir la nada, la falta, el defecto, el nadie, el "no", ella dice, mejor que el
lenguaje, el "es". Una imagen de una pipa es una pipa. De ahí el carácter particularmente

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extraño, aturdidor, humorístico, del "esto no es una pipa" de Magritte. Escribir bajo una
imagen de una pipa "esto no es una pipa" es jugar con el ser de la imagen. Pues
justamente la imagen, sin decirlo, "dice" siempre "es". Por supuesto, en "esto no es una
pipa", el texto tiene razón, ya que esto es un dibujo de pipa, una imagen de pipa, una
representación de pipa, no una pipa real, de madera, con la que se pueda fumar . Sin
embargo, la imagen de una pipa dice ella misma, silenciosamente, implícitamente, "es
una pipa", "es eso, una pipa". Decir "esto no es una pipa" es decir con el texto aquello
que la propia imagen no puede decir por sí, pues la imagen no sólo no puede decir la
negación, como tampoco puede a fortiori decir de ella misma que es una imagen y que
no es, por lo tanto, lo que ella muestra. (Volveremos a esto.) Entonces esta es su fuerza:
es pura afirmación, y es por eso que todos los sistemas políticos totalitarios, todos los
pensamientos monolíticos reposan y se apoyan en imágenes.

De ahí su tercer defecto. No sólo conoce un tipo de declaración, la afirmación, sino que
sólo conoce un modo gramatical: el indicativo. Ella ignora los matices del subjuntivo o
del condicional.

"Es", punto, es todo. Jamás un "si…" ni un "tal vez". Defecto del cual ella saca su fuerza.
Pretendiendo representar lo real sin matices, sin juicios, poniendo lo posible y lo real en
el mismo plano, ella da ese sentimiento de realidad que el lenguaje no da. "Es eso, es
exactamente eso." Cuando miro el retrato del ser querido, él está allí, presente, tal como
es, inmediatamente. La imagen tiene el poder de hacerlo absolutamente presente,
porque no puede "modelar" lo real, relativizarlo, decir más o menos lo real. De ahí su
fuerza de convicción aparente. Una imagen ... y todo está dicho, nada puede
contradecirla, ni discutirla: "es". No sólo ella no sabe decir "no", sino que no se le puede
decir "no". Los más bellos discursos, ellos sí, pueden siempre ser contradictorios, las más
finas argumentaciones pueden ser refutadas. Pero no pueden nada contra la prueba
(real o aparente) presentada por una imagen, una sola imagen, que siempre está en el
indicativo.

Pero si ella sólo conoce un modo, ella también sólo conoce un tiempo, el presente, es
ese su tercer defecto: ella ignora el pretérito y el futuro. No puede representar el
tiempo. Todo se da en presente en la imagen, todo es co-presente. Intente representar
un acontecimiento pasado y un acontecimiento presente, nada distinguirá las dos
imágenes. Mire una foto de un hombre: ¿está vivo? ¿Está muerto? Nada en la imagen
puede decir eso. Ella representa el pasado como el presente y el futuro, y representa
siempre lo mismo, los vivos como muertos, los muertos como vivos. Vimos que la
imagen no puede decir de aquello que ella representa: "no es". Pero de la misma manera
ella no puede decir "no fue" o "será", pues dice siempre: "es".

La debilidad de la imagen, sin embargo, su incapacidad para distinguir el tiempo, es lo


que hace su fuerza mágica, religiosa. La imagen hace revivir a los muertos y muestra el
tiempo pasado no como pasado, sino como siempre presente. Las imágenes religiosas
de la vida de un santo en las paredes de la iglesia se presentan siempre como actuales,
formando parte de la vida de todos los días. Incluso las imágenes de la vida y, sobre
todo, de la muerte de Cristo, que son las imágenes por excelencia en Occidente,
muestran un acontecimiento que no es (o no sólo, no esencialmente) pasado, sino

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presente, siempre presente, dado en la eternidad del nunc estans, del ahora eterno, que
es el propio tiempo de la imagen.

Es precisamente por eso que la humanidad inventó dos sistemas de representación: el


lenguaje, sonoro, temporal, fruto de la inteligencia, instrumento extremadamente sutil,
perfeccionado, que puede decir todos los matices del tiempo, del pensamiento, del
juicio, todas las modalidades de la abstracción y de la generalidad, pero que no puede
hacer verdaderamente presentes los verdaderos ausentes, los muertos y los dioses; y el
otro sistema, la imagen, visual, espacial, fruto de la imaginación, mucho más
rudimentaria, pero sorprendente e impresionante, y que tiene el poder mágico de hacer
vivir a los muertos y hacer existir el cielo sobre la tierra.

En la mayoría de las sociedades tradicionales, en la antigüedad grecorromana, en un


gran número de antiguas civilizaciones orientales, y en el occidente cristiano hasta el
final de la Edad Media, la mayor parte de las imágenes producidas son imágenes
religiosas, sean de muertos, sean de dioses, a veces de muertos que también son dioses.
Las primeras imágenes son funerarias. En latín, "imagen" se dice simulacrum, que
designa el espectro. O imago, que designa un molde en cera del rostro de los muertos
que el magistrado usaba en los funerales y colocaba en casa sobre una estantería. La
religión romana era en parte fundada sobre el culto de los ancestros, y eso sobrevivió
en sus imágenes y por ellas. En griego, imagen se dice eidón o eikón. Eikón designa el
retrato o el reflejo. Eidôlon, antes que significar imagen y retrato, designaba el fantasma
de los muertos, el espectro. El eidôlon arcaico designa el alma de los muertos que deja
el cadáver, el doble, cuya naturaleza tenue, pero sorprendente, es todavía corporal.
Como dice Fustel de Coulanges: "Fue ante la vista de la muerte que el hombre tuvo por
primera vez la idea de lo sobrenatural y pasó a tener esperanza en algo más allá de lo
que veía [...] La muerte eleva el pensamiento del hombre de lo visible a lo invisible, de
lo pasajero a lo eterno, de lo humano a lo divino.

Antes de continuar, meditemos un instante sobre esta hipótesis. Las primeras imágenes
creadas por el hombre fueron, sin duda, imágenes de dioses y de muertos; esa era toda
su metafísica. Las primeras palabras del hombre fueron, sin duda, groseras, acechadas
por el peligro, presionadas por la privación, presionadas por las necesidades de cambio
inmediato. Las cosas cambiaron bastante. Hoy las palabras sirven a las más altas
especulaciones -a la oración, a la ciencia, a la filosofía-, mientras que las imágenes se
destinan al consumo inmediato y a la pérdida instantánea.

La imagen es, por lo tanto, un modo de re-presentación de lo ausente. Vimos cómo se


distingue del lenguaje. Es de sus defectos en relación al lenguaje que ella toma su propio
poder. De ahora en adelante, conviene medir el poder de representar y evaluar las
ilusiones que ella conlleva.

LOS TRES GRADOS DEL PODER DE LA IMAGEN

Hay tres grados de ausencia. Hay tres grados de poder en la imagen para medir el tipo
de cosa que ella es capaz de hacer presente.

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Existe primero aquello que está accidentalmente ausente, es decir, aquello que, en el
presente, está lejos de mí, lejos de nosotros, pero que podría estar presente, que,
además, estará nuevamente, otro día, otra vez, en otras circunstancias. Por ejemplo,
estoy en Brasil, lejos de mi amigo Jean. Me siento nostálgico. Veo una imagen de él, por
ejemplo, una fotografía, "para matar la nostalgia". "Vean, es él, es él mismo." Sonrío
para la imagen, como si estuviera presente.
Existe después lo que está sustancialmente ausente, que está irreversiblemente
ausente, es decir, aquello que está siempre lejos de nosotros, que no puede volver
nunca, que nunca más podrá estar nuevamente presente. Es el caso del pasado, y
especialmente de los muertos. Ojo a la estatua de un presidente célebre, De Gaulle o
Tancredo Neves. O, aún, miro una fotografía de Río de Janeiro hace veinte años. Veo,
presente en la imagen, aquello que nunca más estará presente en la realidad. Miro la
imagen: "sí, eso es, así fue". El efecto es el inverso de aquel del caso anterior. En lugar
de aplacar mi nostalgia, la imagen me produce nostalgia. En realidad, en el primer caso,
la imagen hace presente lo que no está, pero que todavía puede estar, ella me
proporciona un sustituto de la presencia real que aplaca la falta que siento. En el
segundo caso, la imagen hace presente lo que ya no está, me hace tomar conciencia de
lo que nunca más estará, y es por eso que crea en mí la falta de ese pasado, de ese ser
que no está y que no puede estar nuevamente.

Finalmente, en el tercer grado, se encuentra lo que está absolutamente ausente, es


decir, aquello que nunca puede estar presente, que jamás podría ni podrá estar
presente, porque es por esencia ausente de este mundo: aquello del más allá, y los seres
sobrenaturales, trascendentes, los dioses, incluso el propio Dios. En el cristianismo, por
ejemplo, son las imágenes de los santos, de la Virgen, de Cristo, etc. Gracias a las
imágenes, el mundo del más allá se hace presente aquí, lo trascendente se torna
inmanente, penetra en este mundo. De manera inversa, gracias a la imagen, gracias a
las imágenes, la mirada que las contempla se eleva de éste hacia otro mundo.

Hay evidentemente una gradación en la ausencia, entre los tres representados posibles,
que corresponde respectivamente a los tres tipos de poder de representación de la
imagen. En un primer grado, la imagen puede representar –es decir, hacer presente– en
cualquier momento, lo ausente ocasional, pero que podría estar presente; en un
segundo grado, la imagen puede representar lo ausente definitivo, aquel que no puede
estar presente, sino que estuvo; en un tercer grado, la imagen tiene el poder (o la
pretensión) de representar aquello que no puede absolutamente estar presente. En el
más bajo grado, la imagen es la representación visible de otra cosa visible, que sólo
ocasionalmente es invisible. En el más alto grado, aquel de la representación divina, la
imagen visible tiene el poder de representar lo invisible - es la mayor ambición de la
imagen (o su mayor ilusión, según el punto de vista). Pero entre los dos, las imágenes
visibles tienen el poder de representar las cosas pasadas o los seres difuntos, que no son
ni enteramente visibles ni enteramente invisibles. Y es en ese nivel que hay competencia
entre dos tipos de imágenes en las creencias populares: las verdaderas imágenes hechas
por la mano del hombre y que tienen el verdadero poder de representar a los muertos,
y las imágenes ilusorias, con las que imaginamos que los muertos se hagan presentes.
En realidad, por un lado, los hombres hacen imágenes de los muertos para volverlos
visibles en la memoria y la imaginación. Pero, de otro, en las creencias populares, en los

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cuentos infantiles, en numerosos mitos, los muertos frecuentan el mundo de los vivos
como espectros. Según estas creencias, los muertos son generalmente en este mundo
simples imágenes: no son más que formas y colores desencarnados, son puras
visibilidades sin cuerpos. Percibimos de dónde vienen esas extrañas creencias. La
imagen pintada por la mano del hombre, el retrato, tiene el poder de hacer visible lo
que fue visible y ya no puede serlo más. La imagen quiere anular la muerte. Es por eso
que el ser que prestamos espontáneamente a los propios muertos, a esas existencias
sin vida, es justamente aquel de las imágenes, puras visibilidades transparentes y sin
carne. Las imágenes dan nuevamente vida a los muertos (ahí está su poder), porque la
vida de los muertos es la de las imágenes (ahí está la ilusión). La necesidad de imágenes
nace de la preocupación del hombre por hacer que de nuevo sea, en simple apariencia,
aquello que ya no puede ser, el pasado o la muerte. Pero tan pronto como él consigue,
una vez que el retrato se hace semejante, es como si el pasado o el muerto tuvieran
ellos mismos el poder de existir en imágenes. Y como si la imagen saliera directamente
de la propia cosa, es como si fuera la realidad misma (el muerto, por ejemplo) la que se
presentara en la imagen, en imagen, en simple imagen. Es así como el poder de la
imagen es creador de ilusiones. Ella tiene el poder de representar lo ausente. Ella puede
también crear la ilusión de que es lo propio ausente lo que se presenta. La ilusión que
crea la imagen no consiste exactamente, como se dice a veces, en confundirse con la
cosa, en asimilarse a la cosa: nadie confunde al ser vivo con el fantasma. Según Platón,
a menudo criticamos la ilusión (y por lo tanto la imagen) de esa manera. Los hombres
confunden imagen con realidad, decimos, y tratan la primera como la segunda. Pero no
es el caso, nadie confunde el ser con la apariencia. No, la ilusión de que se trata es más
sutil y más temible. Ella es como la creencia popular en los fantasmas.

LAS IMÁGENES SAGRADAS Y LA ILUSIÓN IMAGINARIA

En el segundo grado, en el nivel de la representación de los muertos, la imagen ilusoria


(el fantasma) no es verdaderamente problemática, pues es completamente distinta de
la imagen real (el retrato). Nadie confunde un retrato con un fantasma. El retrato
proviene del trabajo real de representación de un hombre, artista, artesano, que imite
la cosa. La otra, la imagen ilusoria, se supone que viene de la propia cosa representada,
ella es una emanación. Pero es en el tercer grado, en el de la imagen sagrada, donde la
verdadera ilusión de la imagen aparece más claramente. Pues, en ese nivel, las dos
imágenes (la imagen hecha de la cosa y la imagen hecha por la cosa) se confunden. La
imagen sagrada, hecha, sin embargo, por la mano del hombre, aunque represente
adecuadamente al dios o al santo, emana, imaginase, directamente de lo que ella
representa, el dios o el santo, y no a quien lo hizo. Es como si los dos tipos de imágenes,
el retrato y el fantasma, se confundieran.

Podemos ver "en vivo", si es que podemos decir así, el momento en que la imagen
cambia bruscamente de estatuto, momento en que todo se invierte, lo humano se
vuelve divino, lo profano se vuelve sagrado, la manifestación del hombre, el poder del
hombre de hacer imágenes de dioses se convierte en manifestación del poder de los
dioses de manifestarse en imágenes a los hombres. Y el instante de la "consagración de
las imágenes" es la última etapa de la realización de una imagen, porque ocurre en el
momento en que ella recibe los últimos toques; pero ella inaugura también el nuevo

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estatuto de la imagen que instalamos en su santuario o en cualquier otro contexto
sagrado. "Como todo rito de consagración, se trata al mismo tiempo de un rito de
finalización y de inauguración; marca esencialmente el paso del objeto inerte, fabricado
por el hombre, al estado de objeto dotado de vida".

"El mejor ejemplo […] es probablemente la 'ceremonia de los ojos' de los budistas
cingaleses del Theravada, durante la cual los ojos de la estatua de Buda, que eran lo que
le faltaba, son finalmente pintados, acto supremo por el cual la estatua llega a la vida ".

"Antes de que los ojos sean hechos, ella no es considerada como un dios, sino como un
fragmento de metal común, y queda en el taller sin requerir más consideración que
cualquier otro objeto […] Formados los ojos, ella es en adelante un dios.

La ceremonia es considerada peligrosa por los ejecutantes y está rodeada de


tabúes. Ella es consumada por el artesano que fabricó la estatua al cabo de
muchas horas para asegurarse de que ningún mal le vendrá. El artesano pinta
los ojos en un momento propicio y queda solo, en el templo cerrado, sólo con
sus ayudantes, mientras cada uno en el exterior se mantiene a distancia de la
puerta. Por otro lado, el artesano no se arriesga a mirar la estatua al rostro,
sino que se gira y pinta de lado, o por debajo del hombro, mirando por un
espejo que capta la mirada de la imagen a la que confiere vida. En cuanto
termina la pintura, la mirada del propio artista se vuelve peligrosa. El hombre
es entonces llevado con los ojos vendados, y la venda sólo es retirada después
de que su mirada pueda detenerse sobre un objeto que él entonces destruye
simbólicamente, con un golpe de espada.

Dos cosas deben ser notadas aquí: el hecho de que es la finalización de la imagen, el
último gesto del artesano el que inmediatamente la hace cambiar de estatuto, y, por así
decir, de autor. El artesano es la única causa de todos los gestos que forman la estatua,
pero el último de esos gestos, aquel por el cual la estatua, terminada, inmediatamente
se convierte en una imagen, es un gesto ya no originado por él, sino el gesto por el cual
la estatua cesa de ser originada por él para ser originada por el dios que ella representa.
El artesano hace, sucesivamente, todo aquello que lleva a la imagen, pero no hace la
imagen como un todo; esto es hecho, y de un solo golpe, por aquel que ella representa
una vez que es terminada. El artesano hace todas las partes, pero no el todo. Todas las
partes constitutivas son, por así decir, la causa eficiente de la imagen, pero no su causa
real, que es el dios del que es la imagen, causa formal o "ideal" que está en la imagen y
que sólo puede aparecer en el momento en que ella esté terminada, ya que sólo ahí la
imagen representa incluso al dios. Pero ella lo representa tan bien, que, entonces, no es
más la imagen que representa al dios, es el propio dios quien se presenta en imagen.

La segunda cosa a notar es el acabado que invierte los papeles y la pintura de los ojos.
Por supuesto, los ojos son para la imagen lo que la anima y que le da vida. Es, por lo
tanto, normal que el paso del estatuto de materia bruta al de cuerpo vivo se haga en el
momento en que es pintado ese signo de vida. Pero hay más. Hay aquella inversión
significativa.

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La imagen, en lugar de ser lo que vemos, se convierte en lo que ve. Es el hombre que se
hace visible a la mirada del dios. Más generalmente, notaremos, en realidad, que la
imagen sagrada, que supuestamente es la manifestación visible de lo invisible, está
frecuentemente invisible, escondida, ocultada a las miradas, dentro de un nicho, en el
fondo de una tumba, para no ser profanada por la mirada impura.

Diremos: ¡todo eso es idolatría! El monoteísmo justamente sucedió al paganismo


sustituyendo el culto a las imágenes, es decir, a las estatuas de piedra adoradas por los
paganos, por un verdadero dios, inmaterial, invisible, irrepresentable. ¿Pero será tan
simple?

Es cierto que el nacimiento del monoteísmo está marcado por la lucha contra el culto a
las imágenes. La realidad absoluta, el más allá, el Dios bíblico son puras palabras. Dios
es trascendente, místamente diferente de los hombres y de los vivos, sin figura sensible.
De ahí la prohibición de las imágenes en el segundo mandamiento. Sin embargo, todo
cambia con el cristianismo, porque Cristo es Dios, pero es también un hombre visible.
"Jesús le dijo: El que me vio, vio al Padre" (Juan, XIV, 8-9). Y Pablo, en la Epístola a los
Colosenses (I, 15-20), va aún más lejos: "El Hijo es la imagen del Dios invisible" Desde
entonces, toda la historia de las imágenes en Occidente se confunde con las diferentes
interpretaciones posibles de esas palabras. De ahí la lucha sangrienta, y secular, entre
iconófilos e iconoclastas, los que aceptan las imágenes sagradas y aquellos que las
destruyen como profanas, unos y otros se tratan mutuamente de idólatras. Después de
varios concilios iconoclastas, el Segundo Concilio de Nicea, en 787, decidió en favor de
las imágenes, pero el debate se perpetuó aún hasta el Cisma entre la Iglesia de
Occidente y la de Oriente, en torno a la cuestión de los iconos, y continuaría hasta la
época clásica, con Calvino, nuevo iconoclasta, que acusará a la Iglesia de ser retrógrada,
idólatra, con su culto a las imágenes de la Virgen y de los santos. Como ya observamos,
si la cuestión de las imágenes es central en la historia del cristianismo, ya que las otras
dos grandes religiones monoteístas (judaísmo e islamismo) pura y simplemente
rechazaron las imágenes divinas, y por consiguiente las imágenes sagradas en general,
e incluso toda forma de figuración profana, dicho de otra forma, todas las imágenes, es
porque el misterio de la Encarnación (que es el fundamento del cristianismo) reproduce
el misterio, o mejor, el mecanismo de la imagen. Cristo es el Dios-Hombre, es Verbo y
Carne al mismo tiempo; es el Hijo visible del Padre invisible, dos naturalezas en una sola
persona, como la imagen misma, como toda imagen, cualquiera que sea. Un cuadro
tiene todas las propiedades de la materia gracias a la cual representa, y al mismo tiempo
todas las propiedades de la idea que representa. Por eso, en Occidente también, para el
cristianismo, y no sólo en las religiones primitivas o orientales, la imagen por excelencia
es la imagen sagrada, y la imagen sagrada está en el centro de todas las manifestaciones
religiosas, al menos en países católicos (y no protestantes).

Y por eso encontramos en el cristianismo (y no solamente en el paganismo) el fenómeno


de la consagración de imágenes, por el cual una imagen, hecha por el hombre, se
convierte en una imagen sagrada emanando de su modelo. En la religión católica
romana, los retablos, por ejemplo, son benditos (con oración y aspersiones de agua
benta) antes de que puedan convertirse en objeto de devoción y de veneración. Pero
esto es aún más nítido en la Iglesia Católica Ortodoxa, fundada en 843, en lo que se

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refiere al culto de iconos, que se apoya sobre la doctrina según la cual "el honor y la
veneración dirigidos a la imagen se remontan al prototipo". El icono es una imagen
santa, hecha por un artesano, el iconógrafo, que, según un procedimiento
absolutamente estereotipado, rodeado de oraciones, reproduce un arquetipo (no se
dice "pintar" un icono, sino "escribir" un icono), siempre el mismo, una pantalla
extendida en una tabla de madera, es decir, una imagen del cuerpo de Cristo o de un
santo, centrada en el rostro, siempre del mismo modo, rodeada de oro. "Toda la
atención es atraída por la mirada de los ojos, a veces inmensos, que se vuelven hacia el
espectador." Además, "la perspectiva es en general inversa: la línea de fuerza va desde
el interior del icono hacia el ojo del espectador. Por medio del icono, las verdades de la
fe se irradian hacia aquel que lo contempla. El punto de fuga se transporta entonces
hacia él "

Notemos allí ese punto, que recuerda la mirada de las estatuas sagradas de los budistas
cingaleses, a lo que volveremos. En resumen, todo indica, ahí, el cambio de naturaleza
de la imagen una vez terminada y consagrada, y la inversión de su causa: ella deja de ser
hecha para representar lo divino y se convierte en lo divino, que se presenta a sí mismo.

Tal es la ilusión imaginaria generada por ciertas imágenes. En realidad, esa ilusión puede
ser generada por cualquier imagen, pero se vuelve más y más sensible a medida que
crece la ambición de representación de la imagen, cuanto más la imagen se esfuerza en
hacer presente lo ausente, ella intenta representar lo irrepresentable, hacer visible lo
invisible, genera más la ilusión de no ser imagen. La encontramos en cualquier imagen,
incluso en la más banal. Es esa ilusión que permite al niño considerar su muñeco como
algo diferente de un pedazo de tela y de tratarlo como una verdadera persona - con la
diferencia de que el niño no es idiota y sabe que está jugando, que está fingiendo, que
eso que hace no es "verdad" Es esa ilusión que está en el origen de todos los rituales
mágicos: se actúa en la imagen para actuar sobre la persona. A no ser por el hecho de
que la creencia en la magia es excepcional y no engloba el conjunto de conductas
cotidianas - bajo riesgo de locura, nuevamente. En la imagen de la muerte, o mejor, de
los muertos, la imagen hecha para representar, el retrato, se aproxima a la creencia
(magia) en la imagen que emana de lo propio representado, su fantasma. Pero en la
imagen de lo absoluto, las dos imágenes, la causada por un representante y la causada
por lo representado, son confundidas "como por arte de magia" - la imagen, para poder
representar lo divino real y adecuadamente, no debe ser considerada originada
directamente por el mismo hombre, so pena de no poder ser imagen de lo absoluto. El
hombre hace imágenes de Dios para sí, y sólo puede creer que se trata de imágenes de
Dios si cree que es el mismo Dios que así se hizo imagen para el hombre. Tal es la ilusión
fundamental de la imagen, que encontramos por excelencia en las imágenes sagradas,
pero (vamos a verlo) la reencontramos bajo otras formas, hoy, en otros tipos de
imágenes: las imágenes más banales, las más profanas.

Es preciso hacer una distinción: el poder real de las imágenes y la ilusión imaginaria que
ese poder engendra. La imagen tiene un poder real, el de representar. La ilusión no
consiste, por tanto, en atribuirle ese poder, ya que es él el que buscamos al crear
imágenes. La imagen tiene efectivamente ese poder - es su más pronta definición. Ella
tiene, para nuestra facultad que se llama imaginación, el poder de representar las

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realidades que no pueden estar presentes en nuestros sentidos. Dicha ilusión no
consiste, pues, en creer que las imágenes se confunden con la realidad o tienen el poder
de representar la realidad. No. La ilusión creada por las imágenes es la ilusión del
fantasma o del icono. Ella no consiste, de manera alguna, en atribuir a las imágenes lo
que se atribuye a la propia realidad. Es exactamente lo contrario: consiste en atribuir a
la propia realidad el poder que es propio de las imágenes, el poder de representar. La
ilusión imaginaria consiste en creer que la realidad tiene el poder de su propia
representación, en atribuir a la realidad ausente representada por la imagen el poder
de presentarse ella misma en imagen. Es con ella, veremos adelante, que nuestra
modernidad prosiguió.

Esta ilusión está de algún modo ligada a lo que podemos llamar la transparencia de la
imagen. Cuanto más la imagen tiene el poder de hacer presente lo ausente, de hacer
más presente lo que está más ausente, el muerto o lo divino, engendra aún más la ilusión
según la cual ella no tiene poder y que es lo propio ausente lo que se presenta en la
imagen. Miramos la imagen, pero no la vemos, ya que es transparente. El mayor poder
de la imagen es el de no aparecer. No vemos la imagen, sólo vemos la propia cosa
representada, por transparencia, si así podemos decir. Vemos el modelo, y no la imagen,
y es al modelo que atribuimos el poder de la imagen, el de hacerse presente.

De aquí intentaré descubrir el origen de la ilusión imaginaria contemporánea, la nueva


"ilusión de la transparencia", que remite a las más arcaicas ilusiones religiosas y mágicas.

Imágenes transparentes e imágenes opacas

Para comprender esto, hay que comprender en qué condiciones una imagen puede no
ser transparente - dicho de otro modo, puede llegar a ser opaca y dejar de crear la ilusión
imaginaria. Durante la mayor parte de la historia antigua y medieval, la mayoría de las
imágenes sagradas eran iconos o ídolos. Ellas eran transparentes, porque eran potentes.
Miramos la imagen y vemos el propio martirio, la propia Virgen, el propio santo, el
mismo Cristo.

Hubo un día en que las propias imágenes de santos, de la Virgen, de mártires, de Cristo
comenzaron a ser visibles. No sólo el representado, sino también su imagen. Las
imágenes no dejaron de ser transparentes, continuaron mostrando lo que
representaban. Pero, al mismo tiempo, empezaron a tornarse un poco opacas, a
mostrarse ellas mismas. Este día, allá por el siglo XIV, es el del nacimiento del arte, si así
podemos llamar al el momento en que las imágenes se vuelven artísticas, o, si
preferimos, el momento en que el arte se apoderó de las imágenes. Habrá un día, a
principios del siglo XX, en el que el arte abandonará las imágenes. En ese lapso de tiempo
de siete siglos en Occidente, las imágenes dejaron de ser transparentes, se mostraron
ellas mismas. Luego, ellas volverian a ser transparentes.

¿Qué quiere decir que la imagen se vuelve opaca? Una imagen es opaca si, al mismo
tiempo que muestra algo, se muestra a sí misma. Una imagen es opaca si no sólo
representa algo, sino que se representa a sí misma como imagen, es decir, como
representante; si, mientras que muestra lo que representa, muestra que ella representa.

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Citemos algunos ejemplos: miremos una fotografía cualquiera de De Gaulle. Digo: "es
De Gaulle" Miro un retrato de Descartes hecho por Franz Hals. Digo: “Es Descartes, es
efectivamente él, reconozco su sonrisa y su altivez”. Pero digo también: "Es Franz Hals,
es realmente él, reconozco su manera de pintar y su desenvoltura". La imagen hace a
Descartes presente para mí, y (generalmente) su personalidad, ahí está su
transparencia; pero el autor de esa presencia no puede ser el propio Descartes, el propio
autor de esa presencia está, él mismo, presente en la imagen, o al menos la imagen
reflexivamente remite a su causa: Franz Hals, su estilo, su personalidad, su carácter, su
época, etcétera. Y eso es la opacidad de la imagen. Y eso es lo que le da valor artístico.
Como testimonio de Descartes, la observamos en transparencia; como obra de arte, la
consideramos en su opacidad, juzgamos el trabajo de Franz Hals.

Hubo un día en que las imágenes, los iconos religiosos, transparentes, se volvieron
artísticos y, por lo tanto, opacos. Esto ocurrió al final de la Edad Media, y consistió en
tres fenómenos ligados. Lo representado, primero. Cierto, permanece por dos siglos
esencialmente religioso, pero las escenas religiosas se diversifican, y sobre todo los
personajes representados salen de su hieratismo sagrado, los rostros de Cristo, de la
Virgen, del Niño, de los santos que se humanizan, se vuelven debidamente semejantes
a los de verdaderos hombres, de verdaderas mujeres y, por lo tanto, emocionantes. Más
tarde, las representaciones se vuelven profanas, sobre todo en los países del Norte,
donde la iconoclasia calvinista prohibirá las imágenes sagradas, pero autorizará las
escenas humanas. Más tarde, todo lo que es natural, sensible, podrá ser representado:
escenas históricas, retrato, escenas de género, paisajes, naturalezas muertas. El
segundo fenómeno que marca la opacificación de la imagen en la pintura, ligado al
precedente, es la aparición del representante en la imagen. Las imágenes, incluso las
religiosas, dejan de ser intercambiables e indistintas, como los iconos; pasan todas a ser
distintas, únicas. Y, sobre todo, el autor marca la pintura con su cuño, su manera, su
estilo. El artista toma el lugar del artesano, del fabricante de iconos en serie; se
presentan personalidades, nombres propios, firmas: Giotto, Masaccio. Son ante ellos los
artistas, que son los autores de la obra, cada vez más célebres, cada vez más adulados,
en el transcurso de la historia del arte. Los autores ya no son su modelo. En ese
momento, un cuadro se inscribirá en la historia del arte, cada artista pintará no sólo en
función del "tema" que le es encomendado, sino que imprimirá en su propio estilo, que
definirá en relación a sus predecesores, y no en función de la conciencia que tiene de su
lugar en la historia de los estilos. El tercer fenómeno que marca la “opacificación” de la
imagen es el modo de representación. No sólo deja de ser estereotipado, mecánico,
como el de los iconos sagrados, sino que surge la teoría, luego la práctica de la
perspectiva, la perspectiva geométrica, que permite la representación del espacio
natural, y que sobre todo va a invertir el punto de vista impuesto por el icono. El punto
de vista fijo es el ojo del espectador, es decir, también, efectivamente el del propio
pintor, y no más el ojo de Cristo o el del santo; las líneas de fuga convergen en el cuadro,
y no más, como en el icono o en la estatua budista, en el espectador De aquí en adelante,
la verdadera mirada es la del hombre sobre la imagen, no más la de la imagen sobre el
hombre.

Así, hubo durante algunos siglos "la época del arte", una enorme producción de "buenas
imágenes", es decir, de imágenes transparentes, pero en parte opacas, afirmándose

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como imágenes y mostrando que son representaciones singulares, únicas,
representando (como toda imagen) aquello que es único y singular, pero sobre todo
hechas por la mano del hombre singular, único, individuo que llamaremos más tarde
(desde el fin del siglo XVIII) "genio". La individualidad del representado se desdobla.
"Buenas imágenes", eso no significa forzosamente imágenes de "buenos" pintores o de
"buenos" escultores; el valor no está aquí en cuestión, desde el punto de vista de la
historia del arte o del juicio de valor. Pudo y todavía puede haber, en nombre de la
"creación artística", imágenes fallidas o desinteresadas. Lo que importa es que esas
imágenes son rebeldes a la magia o a la ilusión imaginaria. Nadie puede imaginar que
son creadas por aquellos que representan, aunque a veces representen las cosas más
sagradas, aunque a veces el artista, en la época romántica, se dé aires de profeta o de
vidente. Nadie puede creer que se hayan hecho solas o que no tienen poder.
Evidentemente, el sujeto representado emociona, y puede provocar cólera, piedad, o
admiración, atracción. Pero es también la imagen misma, en su modo de
representación, en su manera, que conmueve. Son Ticiano, Vermeer o Manet quienes
pueden provocar admiración, entusiasmo, o quietud. La imagen, cuando toma la forma
del arte, tiene una doble manera de tocar, que, en la obra y por la obra, se forma como
única.

Un día, sin embargo, en la historia de Occidente, el matrimonio de la imagen y del arte,


que había durado siete siglos, terminó. Cada uno de los dos tomó su camino solitario, la
imagen de un lado, el arte del otro. ¿Cómo pasó eso? Fue fruto de tres fenómenos
históricos, casi simétricos a los precedentes. Señalemos, inicialmente, el fin de la
perspectiva y de las leyes de la representación clásica con Cézanne y luego con el
cubismo. A continuación, sobre todo, el surgimiento de una técnica y de un
procedimiento automático de producir imágenes de la realidad, tan fáciles, tan
semejantes (la fotografía) que tuvo dos consecuencias: de un lado, la duda de todos los
grandes artistas sobre el valor de las imágenes como tal (¿para que intentar reproducir
lo real, que parece reproducirse tan fácilmente?); de otro, la desaparición de los
mercados de la pequeña pintura, del retrato personal o familiar, que en adelante será
obra del fotógrafo y del pintor paisajista, debido al desarrollo de la postal, a finales del
siglo XIX. En fin, el tercer fenómeno, un poco más tardío, a comienzos del siglo XX, y que
señala defitivamente el divorcio entre el arte y la imagen, el nacimiento de la
abstracción, con Kandinsky, Mondrian y Malevitch, que proclaman que el arte, el
verdadero arte, la gran pintura, debe dejar de ser representativa. Lo que es
efectivamente interesante es que, como algunas veces ya se ha señalado, esos artistas,
que generalmente son místicos, utilizan contra la representación argumentos
iconoclastas clásicos: la imagen no puede de ninguna manera alcanzar lo absoluto, que
es irrepresentable, la verdadera la realidad está más allá de la imagen, etc.

¿Qué sucedió entonces? La imagen y el arte se divorciaron, cada uno tomó su camino.
El arte, sea cual fuere el medio utilizado, dejó de querer "representar". Paró de querer
producir imágenes, dejó ese cuidado a la técnica, a las diferentes técnicas que se
sucedieron, más y más poderosas, rápidas, eficaces. De vez en cuando, el arte y la
imagen se cruzan de nuevo, la fotografía se convierte también en un arte reservado a
pocos, además de una técnica mecánica abierta a todos. La pintura, de vez en cuando,
se vuelve otra vez "figurativa", pero en el segundo grado, como hiperrealista, pop-art:

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no representa "realidades", sino representaciones, hace imágenes de imágenes, se
divierte en mostrar imágenes como imágenes. Así, el hiperrealismo representa, en el
segundo grado, la manera por la que la fotografía representa el mundo, y el pop-art
representa la manera en que el dibujo en cómics o la publicidad representan la realidad.

Después de que el arte abandonó el proyecto representativo, las imágenes se dejaron


huérfanas, abandonadas a sí mismas o, más tarde, dejadas por el prodigioso desarrollo
de técnicas automáticas de reproducción a la pura reproducción mecanizada, a la
representación por la representación: fotografía, cine, televisión, TV en color, imágenes
digitales y, sobre todo, imágenes por todas partes, imágenes de todo, imágenes
provenientes de todo lado, imágenes para todos. Y acabamos encontrándonos, mutatis
mutandis, en la misma situación que la de antes de la época del arte, cuando las
imágenes eran hechas de manera estereotipada, con el único propósito de representar,
con la misma consecuencia, la transparencia de las imágenes y la ilusión imaginaria. Con
estas dos diferencias: las imágenes hoy se producen en una escala infinitamente mayor,
invasora, que en la Edad Media, y, sobre todo, ya no son más sagradas, sino profanas, e
incluso cada vez más cercanas a nosotros, en el primer grado de ausencia, de expulsión.
Todas las imágenes del mundo vienen, por la televisión, en todos los hogares, es, por lo
tanto, podríamos creer, una formidable memoria, el acceso de todos a toda la cultura
del mundo, y sobre todo la división entre todos de la realidad del mundo.

Puede ser. Pero es también una nueva ilusión. Porque las imágenes están una vez más
abandonadas a sí mismas, a su propio poder de representar, y crean la ilusión
fundamental de no representar, de no ser imágenes fabricadas, de ser el simple reflejo,
transparente, lo que ellas muestran, de emanar directamente de inmediato, de lo que
ellas representan, de ser el puro producto directo de la realidad, como antes creíamos
que emanaban directamente de los dioses que representaban. El más peligroso poder
de la imagen es hacer creer que ella no es una imagen, hacerse olvidar como imagen.
Antes del arte, mirábamos al icono y creíamos ver al propio dios, directamente, sin
representación. Después del arte, miramos al televión y creemos ver la propia realidad,
directamente, sin representación. La causa está ausente, el trabajo de producción de la
imagen ya no se ve en la imagen, la imagen no se puede ver como imagen. Ante estas
imágenes en vivo y en tiempo real, atravesamos la pantalla, en el real registrado, la
representación es negada como representación, como ante la mirada de Cristo. No
pretendemos más, al pintar a los dioses, que ellos mismos se hacen visible, en persona,
pero seguimos pretendiendo, al filmar el mundo, que se haga visible en carne y hueso.
Pero en los dos casos, el cielo o la tierra, hay hombres que crean las imágenes por
entero, un hombre que escoge su encuadramiento, sus colores, que selecciona lo que
va a mostrar y lo que va a ocultar.

Hay una subjetividad detrás de la objetiva, todo un trabajo de mostrar


[monstration] y de selección detrás de la imagen retenida entre miles de otras
posibles y mostrada en su lugar, un complicado juego de fantasías, de intereses
ya veces de acasos: por qué [mostrar] este país, este acontecimiento [ ], este
personaje en vez de otro?

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Decimos mostrar la realidad tal cual es, nunca mostramos cómo la imagen de la realidad
es fabricada. "La gran mistificación es la de "en vivo"." Ver las cosas mientras nos da la
impresión de leer el mundo como un libro abierto". La cámara pretende mostrar lo real,
pero jamás vemos la realidad, que sería la cámara en la imagen de ella misma. ¿Será que
al menos imaginamos, cuando vemos un acontecimiento "en vivo", que las personas que
vemos ven cámaras, periodistas, equipos de reporteros, etc.? ¿Será que al menos
imaginamos que ellas forman parte del acontecimiento y que, además, ciertos
acontecimientos, cada vez más, ocurren sólo para ser filmados, reproducidos,
mostrados? Pero eso es lo que la imagen no puede mostrar; es impotente en mostrar
que se muestra. ¿Se imaginan cuántos acontecimientos, más graves, más importantes,
históricos, fueron omitidos porque no había cámara para filmarlos o porque decidimos
no mostrarlos? Esta es la ilusión imaginaria moderna por excelencia, no es que veamos
sólo imágenes, es que ya no vemos las imágenes como tal. La ilusión consiste, una vez
más, en creer que la realidad tiene el poder de su propia representación, en atribuir a la
realidad representada por la imagen el poder de presentarse como tal.

A veces, sólo la presencia de un artista detrás de la imagen tiene el poder de mostrar la


imagen en la imagen, de mostrarnos al mismo tiempo, hoy en el cine como otrora en la
pintura, la realidad representada y la realidad de la representación, de emocionarnos al
mismo tiempo por lo que nos muestra de lo real y por la imagen de lo real que nos
muestra. En el retrato de Descartes hecho por Franz Hals, reconocemos a Descartes,
reconocemos a Franz Hals, para nuestro mayor placer y para la gloria de la imagen y del
arte. Pero ocurre lo mismo hoy en día. En Buena Vista Social Club, reconocemos al
mismo tiempo, para nuestro mayor placer, el retrato del músico cubano Compay
Segundo y el estilo del cineasta alemán Wim Wenders. En el caso de Ticiano, Vermeer o
Velázquez, los grandes artistas de la imagen de hoy, como Eisenstein, Gláuber Rocha,
Lars von Trier o Kiarostami, pueden emocionarse al mismo tiempo, en la misma imagen,
por el tema representado y por su modo de representación. Este es el destino que
deseamos a todas las imágenes: un estilo que las haga ser vistas como imágenes.
Entonces, la cuestión no es "menos imágenes!" O "más imágenes!" sino menos
imágenes "transparentes" que pretenden mostrar el real escondido! Más imágenes
"opacas" por las que podemos conocer una realidad única y reconocer una imagen
única.

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