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Pérez Flores, Edwin Guillermo

Teoría de la literatura I: extraordinario


La Vida de Santa María Egipciaca: un análisis sobre la noción estereotípica de la literatura

En la actualidad, el modelo educativo tradicional, encargado de enseñar el fenómeno literario en las

aulas, manifiesta dos anomalías: la primera, dicho sistema carece de una transparencia

metodológica, es decir, relega las responsabilidades de su objeto de estudio a otras disciplinas como

la historia, la filología, la crítica literaria evadiendo las formulaciones especulativas que incitan a

averiguar la verdadera naturaleza de este hecho verbal entre las distintas manifestaciones lingüísticas

existentes. La segunda, la secuencia lógica que determina al proceso de instrucción de dicho

paradigma es incongruente debido a que un docente presenta al quinto arte como una entidad

objetiva, interpersonal, ateórica, inmutable ante los ojos de sus alumnos, sin la mínima reflexión

sobre los preceptos, técnicas, concepciones, escuelas que deslindan a la literatura. En consecuencia,

dichas irregularidades obligan al estudiante a asumir que “la literatura se reduce a aquello que

escriben los autores recogidos en una lista de lecturas obligatorias normalmente confeccionada

mediante criterios que desconoce y que no está en posición de rebatir” (Álvarez, 2004: 15). Por lo

anterior, en el trabajo siguiente emplearé una herramienta que facilite “deshacer lo que uno creía

saber, mediante un combate de premisas y postulados” (Culler, 2000: 28) con la finalidad de hallar

las posibles propiedades inherentes de la María Egipciaca, las cuales propiciarían la consolidación

de una imprescindible ciencia literaria y, simultáneamente, explicarían la esencia de tan mencionada

actividad humana creadora.

Aunque la teoría de la literatura como Álvarez (2004) sugiere “es un instrumento que estructura

e impone límites en lo que de otra forma no sería más que un continuo indiferenciado de textos” (p.

39), también es un artilugio inventado por algún grupo o cierto especialista a partir de las

inclinaciones, preferencias, ideas que adquirieron por la influencia de la época histórica, la estructura

social y política, las normas culturales que les tocó apreciar (o repudiar); lo cual implica que las

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observaciones teóricas que expusieron sólo sean aceptadas por sus contemporáneos o las personas

que compartan la misma visión del mundo: un individuo, una teoría. Sin embargo, nadie puede negar

el valor de este artefacto frente al problema de la definición de la literatura pues, aunque sea

imposible dominarla en su totalidad y cuestione tanto las ideas de sentido común de cualquier

materia como los principios que la constituyen, abre un camino sinuoso, poco cómodo, en algunos

puntos incierto hasta el hartazgo, pero que anima a no permanecer en el punto de partida, ya que

como Culler (2000) señala “contamos con nuevas maneras de reflexionar sobre lo que leemos, con

preguntas nuevas y con una idea más ajustada de qué implicaciones tienen las preguntas que

hacemos a los libros que leemos” (p. 28). Entonces, por lo expuesto hasta aquí y porque es más

fructífero analizar el proceso que convirtió a la Vida, texto hagiográfico por excelencia, en una

partícula nuclear de las asignaturas de literatura medieval que un estudio basado en el historicismo

filológico; dividiré este ensayo en tres secciones: en la primera, abordaré el aspecto estético de esta

obra tratándolo como lo hizo Kant: un ente sin finalidad práctica inmediata; en la segunda, evaluaré

su grado de literaturidad, con un modelo transicional, a fin de asignarle o negarle la etiqueta de

literario; en la última, expondré la clasificación arbitraria que sufrió este texto desde la perspectiva

del problema de los géneros discursivos de Bajtín

Lo estético

En nuestra sociedad se suele aceptar indiscutiblemente que la literatura está subordinada, en mayor

o menor medida, a las normas que rigen y caracterizan al arte, no obstante, aquella relación, en

apariencia evidente, necesita examinarse a profundidad pues pareciera que cualquier empresa

inspirada en las obras clásicas como El Quijote, El Aleph, La Vida o que transgrediera las

convenciones impuestas por ellas, las cuales son admitidas y difundidas por los árbitros de la cultura,

se le debe considerar parte del canon literario, y en consecuencia, un arte irrefutable. La

preocupación por encontrar un concepto que posea una unidad estructural en armonía con su unidad

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funcional capaz de elucidar el comportamiento de esta última entidad indicada; estimuló al filósofo

español Adolfo Sánchez Vázquez a descubrir cuatro rasgos esenciales de dicha actividad creadora

con la finalidad de anular la imposibilidad de definirla objetivamente: el primero es la apertura “-

entendida como proceso constante de creación, de aparición de nuevos movimientos, corrientes,

estilos, y de nuevos productos artísticos, únicos e irrepetibles-” (Sánchez, 1968: 26); además, esta

cualidad está en consonancia con la capacidad productiva de la experiencia estética, la cual, al contar

con las libertades de la apertura, le obsequió a Sofronio, el arzobispo de Jerusalén, la oportunidad

de “conferir su expresión integra [mediante el lenguaje] a todo lo que permanece mudo, reprimido

o desconocido por culpa de las exigencias y convenciones de la existencia diaria” (Jauss, 1986: 40);

de tal modo, este autor logró producir su obra, a partir tanto de la representación de un universo

diegético, de la percepción sutil de lo nuevo como del reconocimiento de las experiencias olvidadas,

que recibimos de nuestro entorno, en las letras de este escritor, las cuales narran la infausta

penitencia de una mujer arrepentida (Jauss, 1986).

Para la segunda propiedad, Sánchez (1968) establece que es “proceso de objetivación de

determinado contenido espiritual humano (objetivación o exteriorización de la subjetividad

humana), y proceso práctico de transformación y -por tanto-, de humanización de una materia dada.”

(p. 26), por lo tanto, en los versos siguientes el demiurgo no presenta una simple mescolanza de

significantes con significados arbitrarios o subordinados al pensamiento lingüístico, sino que

exterioriza los valores inherentes del ser humano al convertir ciertas palabras (materia), que en algún

otro ámbito desempeñan una función específica, en una huella indeleble, un testimonio legítimo de

la esencia del hombre:

de aquel tiempo que fue ella,


después no nasció tan bella;
nin reina nin condesa
non viestes otra tal como ésta (Sofronio, 2017: 86)

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Además, dicha característica está basada, en mayor o menor grado, en dos concepciones que

Immanuel Kant propuso sobre el objeto estético según las cuales, dicho ente, “ilustra la posibilidad

de reunir lo material y lo espiritual gracias a su combinación de forma sensorial (colores, sonidos)

y contenido espiritual (Ideas).” (Culler, 2000: 45), y carece de una finalidad práctica inmediata, es

decir, La Vida, aunque en el contexto histórico, político, social de la Edad Media que habitó, fue

empleada con el fin de exaltar “el ideal cristiano de la vida” (Alvar, 2017: 58), desde la perspectiva

estética el único objetivo que cumple es el de forjarse a sí misma, es decir, todos los elementos que

la erigieron cooperan para inducir placer por el proceso de creación de la misma o por el objeto ya

engendrado, más no por algún componente externo.

También, esta idea de lo bello confundida, con el paso del tiempo, con una naturaleza no utilitaria;

ha contribuido a formar uno de los dos intentos de definición de la literatura más fuertes que la

tradición, aun en la actualidad, defiende fieramente pues favoreció a instaurar una ciencia literaria

capaz de limitar un contexto propio para esta materia, de indagar los rasgos particulares (pero sin

mucho éxito) de una clase de textos ingobernables, lo cual se obtuvo con las diferentes

investigaciones y críticas de los formalistas rusos, los románticos alemanes, simbolistas, los

partidarios del new criticism; de tal modo que “la literatura es, (…), un sistema, lenguaje sistemático

cuya importancia se encuentra en sí mismo; en otras palabras la literatura es autotélica” (Todorov,

1997: 243). Pero, este concepto, aunque consiguió relacionar su unidad funcional (lo que hace) con

su unidad estructural (las cualidades que expresa), no alcanzó a justificar la razón por la que varios

productos culturales o lingüísticos (discurso político, publicidad, conversación cotidiana) denotaban

un carácter sistemático, cuando aquél un rasgo era exclusivo de la literatura. En consecuencia,

Todorov (1997) afirma que es imposible “encontrar un denominador común a todas las producciones

literarias” (p. 246) y, por lo tanto, “la noción funcional sea o no legitima, no importa; la estructural,

por lo menos no lo es” (Todorov, 1997: 247). No obstante, dicha imposibilidad de definir

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objetivamente al suceso textual poético-prosaico mediante un factor común amplia el panorama de

estudios sobre la inmensidad de discursos hechos por la humanidad puesto que ningún escrito queda

ahora excluido de un análisis literario, lo cual me permitió entrar en la singularidad de La Vida.

El tercer aspecto planteado por Sánchez (1968) es que “el arte es comunicación en un sentido

específico ya que en él aparece en unidad indisoluble lo comunicado y el medio o forma de

comunicación” (p. 27). Así, por ejemplo, cuando María Egipciaca es enviada por la Virgen María

en dirección al río Jordán, donde está ubicado el monasterio de San Juan Bautista, para iniciar, en el

desierto, el castigo que le salvaría el alma, dicho pasaje sólo comunica las estructuras espaciales,

temporales, actanciales (universo diegético), las cuales están fusionadas con las palabras (discurso),

la métrica, el ritmo, la rima, en suma, de los mecanismos estructurales que, relatadas por un narrador,

informan lo que un lector puede observar, disfrutar o rechazar del manuscrito de Sofronio, ya que

su contenido no revela una realidad preexistente; de tal modo, las referencias geográficas, bíblicas

que utiliza el artista para nombrar a los lugares o los personajes, tienen la única finalidad de

economizar las expresiones lingüísticas destinadas a describir algo, puesto que el literato ya no está

obligado a dibujar de la nada un retrato —de un lugar o un actor— en la psique del espectador; y

no asume explícitamente la función de orientar la conducta, la educación, la acción de una

comunidad determinada, la cual está más ligada con la propiedad comunicativa y receptiva de la

experiencia estética que según Jauss (1986):

En su aspecto receptivo (…) posibilita tanto el usual distanciamiento de roles del espectador
como la identificación lúdica con lo que él debe ser o le gustaría ser; permite saborear lo que,
en la vida, es inalcanzable o lo que sería difícilmente alcanzable (…) En su aspecto
comunicativo (…) procura placer por el objeto en sí, placer presente; nos lleva a otros
mundos de la fantasía, eliminado, así, la obligación del tiempo por el tiempo (p. 40)

Con los matices que ofrecen esos atributos, es fácil comprender el motivo por el cual los individuos

del Medievo, que escucharon —o leyeron, en el menor de los casos— La Vida o cualquier otro

documento de la época, creían —o desconfiaban— en la ideología impuesta por la iglesia debido a

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que dicha persona en su encuentro con la pieza artística —La Vida—, mediante el distanciamiento

de roles, es decir, de la oportunidad de emanciparse de los papeles que está amenazado a desempeñar

en la sociedad que le tocó vivir —trabajador, padre, amante, amigo, alumno, profesor—, consigue

entrar en aquél mundo idealizado, lleno de los valores, virtudes, aptitudes más loables para

interpretarlo con sus inclinaciones, gustos personales, repulsiones, de tal modo que su actuación está

orientada según el resultado de aquél debate interno, el cual, está contaminado totalmente por el

ideal del grupo dominante: la libertad se torna amarga, confusa.

El último rasgo que declara el profesor hispanomexicano es la particular relación que manifiesta

el arte con la realidad puesto que un objeto calificado con el epíteto de ‘artístico’ puede: integrarse

al escenario histórico y social que lo vio nacer; adaptarse, sin dificultades, al nuevo entorno cultural

pues goza del privilegio de sobrevivir a las heridas letales del tiempo; y ostentar “cierta relación con

la realidad, la cual entra en la obra de arte como realidad reflejada, idealizada, simbolizada,

distorsionada, soñada o negada” (Sánchez, 1968: 27). Esta característica reafirma la causa por la

cual La Vida —y demás obras literarias/artísticas— prevalecieron hasta nuestros días, las cuales

llegarán probablemente, junto con los objetos que nuestras generaciones de pintores, compositores,

actores, escritores consigan inventar, hasta el futuro incierto de alguna colectividad con buen gusto.

En este momento concluiré esta sección afirmando que la literatura, en específico La Vida, puede

designarse como un arte porque es una actividad humana práctica creadora cuya intención procura

fabricar un objeto material (estético) que expresa y comunica el contenido espiritual objetivado de

su progenitor, el cual mantiene una relación insólita con la realidad (Sánchez, 1968).

A pesar de la breve disertación que he consumado, esta no me autoriza a aseverar que el poema de

Sofronio pertenece a una categoría trascendental: la literatura.

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Lo literario

Todo análisis literario está fundamentado en una teoría, la cual, a su vez, ocupa los preceptos de

diversas instancias científicas; por ejemplo, la literaturidad, fijada en el siglo XX por los formalistas

rusos, debe adecuar sus principios tanto para dilucidar un ente literario —es decir, descubrir los

criterios que transforman una obra dada en literatura— como no infringir las leyes que gobiernan la

Lógica de la Literatura. Además, Garrido (2009) advierte que “existe una evidente relación

dialéctica entre teoría y análisis: [porque] según la hipótesis que se sustente sobre el fenómeno

literario, serán las estrategias que se emprendan para analizarlo y, a la inversa, según los resultados

de los análisis, se modificarán las hipótesis para conseguir la adecuación” (p. 25). Por consecuencia,

dichas especulaciones formales se clasifican comúnmente en inmanentes —buscan un denominador

común, con referencia en un modelo lingüístico, en un conjunto heterogéneo de sucesos textuales—

, trascendentes —examinan la obra con una clave interpretativa que se localiza fuera de su

disposición lingüística— e integradores —como la semiótica, la pragmática, la retórica— (Garrido,

2009). Sin embargo, las primeras dos categorías crean una dicotomía aparentemente insuperable,

opresiva, caprichosa: la especifidad y la inespecifidad de la literatura; la cual funda dos bandos

irreconciliables de especialistas, investigadores, críticos que apuntan a un mismo blanco con armas

disímiles, sin éxito, lo que da como resultado una confusión desfavorable para el desarrollo y

progreso de los estudios literarios.

Por ello, optaré por una alternativa de análisis, el modelo transicional de Álvarez Amorós —

sustentado por una teoría integradora—, que toma en cuenta los problemas generados por dicha

oposición, las propiedades básicas de la semiótica (semántica, sintaxis y pragmática), los intentos

fallidos de restricción y rastreo de una esencia literaria a través de la historia; a fin de fundar una

vital metodología transparente capaz de examinar al arte citado como lo que es y no lo que debería

ser. Pero antes, necesito detallar las cualidades de los fragmentos que componen aquella dualidad

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desoladora con el propósito tanto de revelar el marco conceptual que resguarda el paradigma

seleccionado como de exhibir su utilidad en situaciones: de absoluta ambigüedad; de insidiosa

comodidad intelectual; y en la crítica y superación de las convenciones intransigentes que oscurecen

al fenómeno literario.

La visión de la especifidad literaria se erige a partir de una lista de rasgos valorativos y

descriptivos impuestos por distintas instituciones (new criticism, estructuralismo) a fin de otorgar

una realidad objetiva al fenómeno literario, la cual puede discernirse fácilmente ante la inmensidad

de productos lingüísticos. La aceptabilidad de esta postura recae en la riqueza del lenguaje debido a

que, por ser un medio articulado y de uso universal, dificulta el proceso de definición de una esencia

literaria, aunque no lo hace imposible; por consecuencia, un ‘experto’ de esta materia puede crear

su propia interpretación especifica de la literatura con base en sus habilidades intelectuales (Álvarez,

2004). Además, dicha noción conservadora está vinculada a tres binomios: el reconocimiento

inmediato del lenguaje literario del no literario, la prosa literaria frente a la poesía, la evaluación de

la buena contra la mala literatura. El Álvarez (2004) resume las dicotomías de su arquetipo

transicional resume de la siguiente manera:

La literatura existe como un uso «especial» y objetivamente descriptible del lenguaje, que
sus fines son primordialmente estéticos, que la «unidad» y la «coherencia» temáticas y
estructurales son valores inherentes al texto literario, que el sentido proposicional de un
poema no admite paráfrasis [dicotomía opacidad/transparencia] y que éste, por tanto, no
«comunica» nada en la acepción corriente de tal término, que es posible distinguir la
literatura «buena» de la «mala» mediante criterios [durabilidad, teoría agnóstica] no
enteramente caprichosos o fútiles, (…) (p. 36).

Los inconvenientes que percibo en este modelo son tres: el primero, las discrepancias ideológicas

entre las diferentes escuelas impide decidir cuáles criterios utilizar en la identificación de una posible

obra literaria; así, por ejemplo, la literaturidad con sus tres rasgos principales —“1] los

procedimientos del foregrounding (puesta de manifiesto) del propio lenguaje; 2] la dependencia del

texto respecto de las convenciones y sus vínculos con otros textos de la tradición literaria, y 3] la

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perspectiva de integración composicional de los elementos y los materiales utilizados en el texto”

(Culler, 1997: 233)— aunque justifica parcialmente las propiedades discriminatorias de la literatura,

en la práctica, sólo es aprobada por los personajes que comparten la ideología del formalismo ruso

y, por consiguiente, rechazada por el resto de la comunidad literaria porque transgrede las

metodologías que estos generaron; la segunda, el carácter relativo y versátil de la literatura

incapacita a los intelectuales adjudicarle una condición absoluta mediante la descripción de

características lingüísticas o temáticas antes acordadas, pues lo único que logran precisar es una

faceta del arte verbal en una época peculiar o lo que una elite valora como literatura, aún más,

Eagleton (1997) señala que “períodos históricos diferentes han elaborado, para sus propios fines, un

Homero y un Shakespeare “diferentes”, y han encontrado en los respectivos textos elementos que

deben valorarse o devaluarse (…) leer equivale a reescribir” (p.227); por último, las definiciones

producidas a partir de dicha noción presentan una intensa hostilidad en contra de las formulaciones

especulativas (teoría) pues no admiten ninguna valoración que niegue (o modifique) sus principios.

En contraste, la inespecifidad de la literatura efectúa una vigorosa crítica a las conclusiones de la

especifidad (la composición del canon literario, la enseñanza de la materia literatura, los rasgos

definitorios de una obra literaria, el consumo de un texto literario según los preceptos valorativos

vigentes en una elite cultural), la cuales conforman el juicio limitado, tanto de la comunidad amante

de las palabras como del público general, de lo que puede significar saber, engendrar, comprar,

disfrutar la literatura. Ciertos defensores de la inespecifidad como Eagleton declaran “No existe [la]

literatura tomada como un conjunto de obras de valor asegurado e inalterable, caracterizado por

ciertas propiedades, intrínsecas y compartidas” (p. 226). Por lo anterior, cabe recalcar, según esta

apreciación, que la obra literaria es un producto cultural, en el cual no importa el valor intrínseco

que posea, puesto que sólo una minoría, encargada de proteger los intereses ideológicos, económicos

y políticos de una sociedad exclusiva, se encargará de otorgarle un lugar en la tradición literaria. La

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importancia de este paradigma no especifico está en la facultad de concientizar a los individuos

sobre la configuración arbitraria que particulariza a la literatura.

Por ello, ahora aplicaré las propiedades del modelo liminal a la Vida de Santa María Egipcia

con la finalidad tanto de vencer la dicotomía especifidad/inespecifidad como negar (o afirmar) el

lugar que se le ha concedido en el canon literario. Más, para usar dicho arquetipo es indispensable

atender dos situaciones: la primera, el objeto literario es un producto lingüístico-textual privilegiado,

es decir, posee la habilidad de llamar la atención sobre sí misma puesto que interrumpe las funciones

del lenguaje —emotiva, fática, conativa, referencial— para solo prolongar la poética, la cual le

permite al lector —promedio o especializado— sacarlo del contexto cotidiano (práctico); de tal

modo que este percibe solo los rasgos semióticos que propone Álvarez; el segundo, los textos

literarios se convierten en más o menos literarios. El aspecto semántico detalla que la especial

correspondencia entre los referentes de un escrito y la realidad está articulada por la ficcionalidad,

la cual debe concebirse como una selección de acontecimientos juzgados como reales —un

comunicado de alguna institución académica— y otros que no son pertinentes en el mundo empírico

—las conversaciones, pensamientos, actitudes que emanan de un ser humano o ficticio— (Álvarez,

2004); por tanto, en los siguientes versos:

Los omnes de la cibdat [Alejandría]


Todos la amaban por su beltat.
Todos dizien: «¡Que domatge
desta fembra de paratge!» (Sofronio, 2017: 87)

La obra: proyecta un universo que se va erigiendo con cada línea que el lector consume, el cual no

puede verificarse empíricamente; elige hechos reales —o referenciales— como el de ambientar esta

escena en una ciudad real emblemática tanto para el cristianismo como la historia, así como de los

sucesos que solo pueden conjeturarse —lo que decían los ciudadanos de aquella ciudad—. Este

rasgo se reproduce en una inmensidad de segmentos del manuscrito: otro, por ejemplo, ocurre

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cuando la Egipciaca suplica misericordia a la Virgen María. Por tanto, se deduce que La Vida

disfruta de un alto grado de ficcionalidad. El aspecto sintáctico se encarga de transformar el lenguaje

en un medio opaco y estético a través de la focalización del mensaje como tal, lo cual “se obtiene

porque el principio de equivalencia, cuyo dominio es el eje paradigmático postulado por Saussure,

se desplaza al eje sintagmático concediendo así motivación formal y estética a emisiones verbales

que de otro modo serían (…) ordinarias” (Álvarez, 2004: 53). En consecuencia, en el siguiente

fragmento del poema

El alma es de ella sallida,


Los ángeles la han recibida;
Los angeles la han levantado
Tan dulçe la van levantado (Sofronio, 2017: 120)

Se logra reconocer relaciones prosódicas —rima: asonante en sallida/recibida y consonante en

levantado; metro: octosílabo y nonasílabo—; aliteración: producida por una acumulación de eles—

; morfosintácticas —paranomasia: ella/sallida—; anáfora: ángeles, la, han, levantado—; semántico-

intencionales y léxicos (tropos: metonimia: el alma hace referencia a la Egipciaca; sinécdoque: los

ángeles son parte de dios (el todo); hipérbole: los ángeles la han levantada. Estas, junto a los

couplings poéticos —paradigmas posicionales y naturales—, como precisa Álvarez (2004) le dan

“coherencia al texto poético y facilita[n] su permanencia en la memoria del lector” (p.54). El aspecto

pragmático explica dos efectos de la particular “situación de comunicación diferida” (Culler, 1997:

235) que presenta la obra cuando interactúa con los lectores: el primero hace imposible modificar el

contenido y la forma original de La Vida porque el receptor (lector) que obtiene del emisor (autor)

un enunciado, no puede contestarlo y, por tanto, no logra incidir en la actitud del escritor ni en la

estructura de la obra; de tal modo que el primero solo se le concede el privilegio de juzgar o

interpretar el trabajo del segundo; el otro, es la carencia de una fuerza ilocutiva, es decir, el poema

de Sofronio no expresa una finalidad concreta, por tanto, las funciones que se le adjudican —

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proselitismo, catarsis— son sólo conjeturas de una perspectiva histórica e interpretativa promovidas

por las necesidades de sociedad en una época especifica. En consecuencia, La Vida, por hipertrofiar

las propiedades semióticas inspeccionadas, se ubica en el centro del canon literario o, como

concluiría Álvarez Amorós, es mucha literatura.

Lo genérico

La cantidad incalculable de labores que ejecutan los seres humanos en su cotidianeidad es

proporcional al número infinito de usos que puede adquirir la lengua. El hombre se comunica con

un tipo especial de enunciados —discurso—, más no con unidades de la lengua —palabras,

oraciones—, en cada actividad específica, la cual está subordinada a un sistema de comunicación

discursivo. De tal modo; que este tiende a organizar dichas emisiones lingüísticas comunicativas en

una estructura denominada genero discusivo, las cuales se vuelven aun más complejas por causa de

las diversas operaciones que se realizan en esa esfera; de ahí el origen de los géneros literarios que

cuentan con la capacidad de reflejar la individualidad del enunciador.

La Vida, desde los razonamientos de Bajtín (1997), es “un enunciado único que posee un autor

real “(p. 291). En consecuencia, cuenta con cuatro características fundamentales: la primera, es un

género discursivo secundario que se integra por géneros discursivos primarios —sostienen una

dependencia inmediata con la realidad: géneros retóricos, científicos—y sus relaciones; la segunda,

son las fronteras, las cuales autorizan un cambio de los sujetos discursivos, es decir, un emisor

(escritor), con una visión del mundo propia, al producir su enunciado también genera “unas fronteras

internas especificas que la distinguen de otras obras relacionadas con ésta” (Bajtín, 1997: 279), lo

que le autoriza a permutar su discurso con el de los demás autores; ya sea contemporáneos, de otras

generaciones, escuelas ideológicas, corrientes literarias. El tercero es la conclusividad específica;

esta posibilita tanto expresar todo lo que en un momento concreto se quiso manifestar como la de

tomar una postura de respuesta frente a un enunciado (Bajtín, 1997). Esta, a su vez, se determina

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por tres circunstancias que sintetizaré de la siguiente forma: cuando un escritor —Sofronio— emite

un enunciado lo hace con base en su intención —demostrar que el arrepentimiento es más fructífero

que una vida claustral— y su destinatario —los adeptos y herejes del cristianismo—; posteriormente

escoge el objeto de su discurso —una prostituta majestuosa— y una forma genérica —la

hagiografía—. El último, “la actitud del enunciado hacía el hablante mismo (…) y hacia otros

participantes en la comunicación discursiva” (Bajtín, 1997: 284).

Conclusión

Indudablemente, la teoría de la literatura es un arma de doble filo. Con ella podemos cuestionar las

ideas de sentido común que tergiversan la esencia del fenómeno literario; plantear, desarrollar,

defender y difundir una hipótesis que consolide una ciencia literaria cuya finalidad es tanto conocer

cada detalle de su objeto de estudio con una metodología consecuente como reivindicar el lugar de

esta manifestación lingüística privilegiada en un mundo donde las humanidades desaparecen; y

ayudar a construir aquél camino que lleva al conocimiento del ser humano. Por otro lado, esa libertad

que capacita a cualquiera a brindar su punto de vista sobre algún problema de la literatura, lleva a

librar una interminable guerra de formulaciones especulativas en la que absolutamente nadie sale

victorioso. Sin embargo, cada propuesta enriquece los estudios literarios y, aún más, exaltan la

grandeza del citado arte verbal al exponer e intentar comprender su complejidad.

En consecuencia, la teoría me llevó de la mano, sin delicadeza, hacia la profundidad de La Vida

para darme a saber que esta obra es: un arte porque es un producto de una actividad práctica creadora

en la que su autor exteriorizó su subjetividad, su espíritu en los versos de su poema para transmitirlo

a alguien por la eternidad; una obra que denota mucha literatura debido a que cumple con los rasgos

semióticos que definió Álvarez Amorós en su modelo transicional, el cual supera la dicotomía

especifidad/inespecifidad; un género discursivo complejo, compuesto por enunciados, que responde

infinitamente a otras emisiones lingüísticas comunicativas y forma parte de ellas.

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Bibliografía

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