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LECTURAS

Mitos, cuentos y poemas

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MITOS

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1ORFEO Y EURÍDICE

Orfeo canta.
Canta recorriendo las praderas y los bosques de su país, Tracia. Acompaña su canto con
una lira, instrumento que él perfeccionó agregándole dos cuerdas... Hoy la lira posee nueve
cuerdas. ¡Nueve cuerdas... en homenaje a las nueve musas!
El canto de Orfeo es tan bello, que las piedras del camino se apartan para no lastimarlo,
las ramas de los árboles se inclinan hacia él, y las flores se apuran a abrir sus capullos para
escucharlo mejor.
De repente, Orfeo se detiene: frente a él, hay una muchacha de gran belleza. Sentada
en la ribera del río Peneo, está peinando su larga cabellera. Pero se detiene con la llegada del
viajero. Ella viste sólo una túnica ligera, al igual que las náyades que habitan las fuentes. Orfeo
y la ninfa se encuentran cara a cara un instante, sorprendidos y encandilados uno por el otro.
—¿Quién eres, hermosa desconocida? —le pregunta al fin Orfeo, acercándose a ella.
—Soy Eurídice, una hamadríade.
Por el extraño y delicioso dolor que le atraviesa el corazón, Orfeo comprende que el
amor que siente por esta bella ninfa es inmenso y definitivo.
—¿Y tú? —pregunta, por fin, Eurídice—. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Orfeo. Mi madre es la musa Calíope y mi padre, Apolo, ¡el dios de la Música!
Soy músico y poeta.
Haciendo sonar algunos acordes en su instrumento —cuerdas tendidas en un magnífico
caparazón de tortuga—, agrega:
—¿Ves esta lira? La inventé yo y la he llamado cítara.
—Lo sé. ¿Quién no ha oído hablar de ti, Orfeo?
Orfeo se hincha de orgullo. La modestia no es su fuerte. Le encanta que la ninfa conozca
su fama.
—Eurídice —murmura inclinándose ante ella—, creo que Eros me ha lanzado una de sus
flechas...
Eros es el dios del Amor. Halagada y encantada, Eurídice estalla en una carcajada.
—Soy sincero —insiste Orfeo—. ¡Eurídice, quiero casarme contigo!
Pero escondido entre los juncos de la ribera, hay alguien que no se ha perdido nada de
la escena. Es otro hijo de Apolo: Aristeo, que es apicultor y pastor. Él también ama a Eurídice,
aunque la bella ninfa siempre lo rechazó. Se muerde el puño para no gritar de celos. Y jura
vengarse...

¡Hoy se casan Orfeo y Eurídice!


La fiesta está en su apogeo a orillas del río Peneo. La joven novia ha invitado a todas las
hamadríades, que están bailando al son de la cítara de Orfeo. De golpe, para hacer una broma a
su flamante esposo, exclama:
—¿Podrás atraparme?
Riendo, se echa a correr entre los juncos. Abandonando su cítara, Orfeo se lanza en su
persecución. Pero la hierba está alta, y Eurídice es rápida. Una vez que su enamorado queda
fuera de su vista, se precipita en un bosquecillo para esconderse. Allí, la apresan dos brazos
vigorosos. Ella grita de sorpresa y de miedo.

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VARIOS AUTORES, (2005) “Mitos clasificados I” Cántaro editores, Buenos Aires, Argentina

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—No temas —murmura una voz ronca—. Soy yo: Aristeo.
—¿Qué quieres de mí, maldito pastor? ¡Regresa con tus ovejas, tus abejas y tus
colmenas!
—¿Por qué me rechazas, Eurídice?
—¡Suéltame! ¡Te desprecio! ¡Orfeo! ¡Orfeo!
—Un beso... Dame un solo beso, y te dejaré ir.
Con un ademán brusco, Eurídice se desprende del abrazo de Aristeo y regresa corriendo
a la ribera del Peneo. Pero el pastor no se da por vencido y la persigue de cerca.
En su huida, Eurídice pisa una serpiente. La víbora hunde sus colmillos en la pantorrilla
de la muchacha.
—¡Orfeo! —grita haciendo muecas de dolor.
Su novio acude. Entonces, Aristeo cree más prudente alejarse.
—¡Eurídice! ¿Qué ha ocurrido?
—Creo... que me mordió una serpiente.
Orfeo abraza a su novia, cuya mirada se nubla. Pronto acuden de todas partes las
hamadríades y los invitados.
—Eurídice... te suplico, ¡no me dejes!
—Orfeo, te amo, no quiero perderte...
Son las últimas palabras de Eurídice. Jadea, se ahoga. Es el fin, el veneno ha hecho su
trabajo. Eurídice ha muerto.
Alrededor de la joven muerta, resuenan ahora lamentos, gritos y gemidos.
Orfeo quiere expresar su dolor: toma su lira e improvisa un canto fúnebre que las
hamadríades repiten en coro. Es una queja tan conmovedora que las bestias salen de sus
escondites, se acercan hasta la hermosa difunta y unen sus quejas a las de los humanos. Es un
canto tan triste y tan desgarrador que, del suelo, surgen aquí y allá miles de fuentes de lágrimas.
—¡Es culpa de Aristeo! —acusa de golpe una de las hamadríades.
—Es verdad. ¡He visto cómo la perseguía!
—Malvado Aristeo... ¡Destruyamos sus colmenas!
—Sí. Matemos todas sus abejas. ¡Venguemos a nuestra amiga Eurídice!

Orfeo no tiene consuelo. Asiste a la ceremonia fúnebre sollozando. Las hamadríades,


emocionadas, le murmuran:
—Vamos, Orfeo, ya no puedes hacer nada. Ahora, Eurídice se encuentra a orillas del río
de los infiernos, donde se reúnen las sombras.
Al oír estas palabras, Orfeo se sobresalta y exclama:
—Tienen razón. Está allí. ¡Debo ir a buscarla!
A su alrededor, se escuchan algunas protestas asombradas. ¿El dolor había hecho a
Orfeo perder la razón? ¡El reino de las sombras es un lugar del que nadie vuelve! Su soberano,
Hades, y el horrible monstruo Cerbero, su perro de tres cabezas, velan por que los muertos no
abandonen el reino de las tinieblas.
—Iré —insiste Orfeo—. Iré y la arrancaré de la muerte. El dios de los infiernos consentirá
en devolvérmela. ¡Sí, lo convenceré con el canto de mi lira y con la fuerza de mi amor!

La entrada en los infiernos es una gruta que se abre sobre el cabo Ténaro. ¡Pero
aventurarse allí sería una locura!
Orfeo se ha atrevido a apartar la enorme roca que tapa el orificio de la caverna; se ha
lanzado sin temor en la oscuridad. ¿Desde hace cuánto tiempo que camina por este estrecho

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sendero? Enseguida, gemidos lejanos lo hacen temblar. Luego, aparece un río subterráneo: el
Aqueronte, famoso río de los dolores...
Orfeo sabe que esa corriente de agua desemboca en la laguna Estigia, cuyas orillas están
pobladas por las sombras de los difuntos. Entonces, para darse ánimo, entona un canto con su
lira. ¡Y sobreviene el milagro: las almas de los muertos dejan de gemir, los espectros acuden en
muchedumbre para oír a este audaz viajero que viene del mundo de los vivos!
De repente, Orfeo ve a un anciano encaramado sobre una embarcación.
Interrumpe su canto para llamarlo:
—¿Eres tú, Caronte? ¡Llévame hasta Hades!
Subyugado tanto por los cantos de Orfeo como por su valentía, el barquero encargado
de conducir las almas al soberano del reino subterráneo hace subir al viajero en su barca. Poco
después, lo deja en la otra orilla, frente a dos puertas de bronce monumentales. ¡Allí están, cada
uno en su trono, el temible dios de los infiernos y su esposa Perséfone! A su lado, el repulsivo
can Cerbero abre las fauces de sus tres cabezas; sus ladridos llenan la caverna.

Hades mira despectivo al intruso:


—¿Quién eres tú para atreverte a desafiar al dios de los infiernos?
Entonces, Orfeo canta. Acompañando el canto con su lira, alza una súplica en tono
desgarrador:
Noble Hades, ¡mi valentía nace solamente de la fuerza de mi amor! De mi
amor hacia la bella Eurídice, que me ha sido arrebatada el día mismo de mi boda. Ahora,
ella está en tu reino. Y vengo, poderoso dios, a implorar tu clemencia. ¡Sí, devuélveme a mi
Eurídice! Déjame regresar con ella al mundo de los vivos.
Hades vacila antes de echar a este atrevido. Vacila, pues incluso el terrible Cerbero
parece conmovido por ese ruego: el monstruo ha dejado de ladrar. ¡Se arrastra por el suelo,
gimiendo!
—¿Sabes, joven imprudente —declara Hades señalando las puertas— que nadie sale de
los infiernos? ¡No debería dejarte ir!
—¡Lo sé! —respondió Orfeo—. ¡No temo a la muerte! Puesto que he perdido a mi
Eurídice, perdí toda razón de vivir. ¡Y si te niegas a dejarme partir con ella, permaneceré
entonces aquí, a su lado, en tus infiernos!
Perséfone se inclina hacia su esposo para murmurarle algunas palabras al oído. Hades
agacha la cabeza, indeciso. Por fin, tras una larga reflexión, le dice a Orfeo:
—Y bien, joven temerario, tu valor y tu pena me han conmovido. Que así sea:
acepto que partas con tu Eurídice. Pero quiero poner tu amor a prueba...
Una oleada de alegría y de gratitud invade a Orfeo.
—¡Ah, poderoso Hades! ¡La más terrible de las condiciones será más dulce que la
crueldad de nuestra separación! ¿Qué debo hacer?
—No darte vuelta para mirar a tu amada hasta tanto no hayan abandonado mis
dominios. Pues serás tú mismo quien la conduzca fuera de aquí. ¿Me has comprendido bien?
¡No debes mirarla ni hablarle! Si desobedeces, Orfeo, ¡perderás a Eurídice para siempre!
Loco de alegría, el poeta se inclina ante los dioses.
—Ahora vete, Orfeo. Pero no olvides lo que he decretado.
Orfeo ve que las dos hojas de la pesada puerta de bronce se entreabren chirriando.
—¡Camina delante de ella! ¡No tienes derecho a verla!
Rápidamente, Orfeo toma su lira y se dirige hacia la barca de Caronte. Lo hace
lentamente, para que Eurídice pueda seguirlo. ¿Pero, cómo estar seguro? La angustia, la
incertidumbre le arrancan lágrimas de los ojos. Está a punto de exclamar: "¡Eurídice!", pero
recuerda a tiempo la recomendación del dios y se cuida de no abrir la boca. Apenas sube a la
barca de Caronte, siente que la embarcación se bambolea por segunda vez. ¡Eurídice, pues, se

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ha unido a él! Refunfuñando por el sobrepeso, el viejo barquero emprende el camino contra la
corriente.
Finalmente, Orfeo desciende en tierra y se lanza hacia el camino que conduce al mundo
de los vivos... Pronto, se detiene para oír. A pesar de las corrientes de aire que soplan en la
caverna, adivina el roce de un vestido y el ruido de pasos de mujer que siguen por el mismo
sendero. ¡Eurídice! ¡Eurídice! Escala las rocas de prisa para reunirse con ella lo antes posible.
Pero, ¿y si se está adelantando demasiado? ¿Y si ella se extravía?
Dominando su impaciencia, disminuye la velocidad de su andar, atento a los ruidos que,
a sus espaldas, indican que Eurídice lo está siguiendo. Pero cuando vislumbra la entrada de la
caverna a lo lejos, una espantosa duda lo asalta: ¿y si no fuera Eurídice? ¿Y si Hades lo ha
engañado? Orfeo conoce la crueldad de la que son capaces los dioses, ¡sabe cómo estos pueden
burlarse de los desdichados humanos! Para darse ánimo, murmura:
—Vamos, sólo faltan algunos pasos...
Con el corazón palpitante, Orfeo da esos pasos. ¡Y de un salto, llega al aire libre, a la gran
luz del día!
Eurídice... ¡por fin!
No aguanta más y se da vuelta.
Y ve, en efecto, a su amada.
En la penumbra.
Pues, a pesar de que sigue sus pasos, ella aún no ha franqueado los límites del tenebroso
reino. Y Orfeo comprende súbitamente su imprudencia y su desgracia.
—Eurídice... ¡no!
Es demasiado tarde: la silueta de Eurídice ya se desdibuja, se diluye para siempre en la
oscuridad. Un eco de su voz lo alcanza:
—Orfeo... ¡adiós, mi tierno amado!
El enorme bloque se cierra sobre la entrada de la caverna. Orfeo sabe que es inútil
desandar el camino de los infiernos.
—Eurídice... ¡Por mi culpa te pierdo una segunda vez!

Orfeo está de vuelta en su país, Tracia. Ha contado sus desdichas a todos aquellos que
cruzó en su camino. La conciencia de su culpabilidad hace que su desesperación sea ahora más
intensa que antes.
—Orfeo —le dicen las hamadríades—, piensa en el porvenir, no mires hacia atrás...
Tienes que aprender a olvidar.
—¿Olvidar? ¿Cómo olvidar a Eurídice? No es mi atrevimiento lo que los dioses han
querido castigar, sino mi excesiva seguridad.
La desaparición de Eurídice no ha privado a Orfeo de su necesidad de cantar: día y noche
quiere comunicar a todos su dolor infinito... Y los habitantes de Tracia no tardan en quejarse de
ese duelo molesto y constante.
—¡De acuerdo! —declara Orfeo—. Voy a huir del mundo. Voy a retirarme lejos del sol y
de las bondades de Grecia. ¡Así, ya nadie me oirá cantar ni gemir!

Siete meses más tarde, Orfeo llega al monte Pangeo. Allí, alegres clamores indican que
una fiesta está en su plenitud. Bajo inmensas tiendas de tela, beben numerosos convidados.
Algunos, ebrios, cortejan de cerca a mujeres que han bebido mucho también. Cuando Orfeo está
dispuesto a seguir su camino, unas muchachas lo llaman:
—¡Ven a unirte a nosotros, bello viajero!
—¡Qué magnífica lira! ¿Así que eres músico? ¡Canta para nosotros!

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—Sí. ¡Ven a beber y a bailar en honor de Baco, nuestro amo!
Orfeo reconoce a esas mujeres: son las bacantes; sus banquetes terminan, a menudo,
en bailes desenfrenados. Y Orfeo no tiene ánimo para bailar ni para reír.
—No. Estoy de duelo. He perdido a mi novia.
—¡Una perdida, diez encontradas! —exclamó en una carcajada una de las bacantes,
señalando a su grupo de amigas—. ¡Toma a una de nosotras por compañera!
—Imposible. Nunca podría amar a otra.
—¿Quieres decir que no nos crees lo suficientemente hermosas?
—¿Crees que ninguna de nosotras es digna de ti?
Orfeo no responde, desvía la mirada y hace ademán de partir. Pero las bacantes no están
dispuestas a permitírselo.
—¿Quién es este insolente que nos desprecia?
¡Hermanas, debemos castigar este desdén!
Antes de que Orfeo pueda reaccionar, las bacantes se lanzan sobre él. Orfeo no tiene ni
energía ni deseos de defenderse. Desde que ha perdido a Eurídice, el infierno no lo atemoriza,
y la vida lo atrae menos que la muerte.
Alertados por el alboroto, los convidados acuden y dan fin al infortunado viajero que se
atrevió a rechazar a las bacantes. En su ensañamiento, las mujeres furiosas desgarran el cuerpo
del desdichado poeta. Una de ellas lo decapita y se apodera de su cabeza, la toma por el cabello
y la arroja al río más cercano. Otra recoge su lira y también la tira al agua.

La noticia de la muerte de Orfeo se extiende por toda Grecia.


Cuando las musas se enteran, acuden al monte Pangeo, que las bacantes ya habían
abandonado. Piadosamente, las musas recogen los restos del músico.
—¡Vamos a enterrarlo al pie del monte Olimpo! —deciden—. Le edificaremos a Orfeo
un templo digno de su memoria.
—¿Pero, y su cabeza? ¿Y su lira?
—Ay, no las hemos encontrado.
Nadie volvió a ver jamás la cabeza de Orfeo ni su lira.
Pero durante la noche, cuando uno pasea por las orillas del río, a veces, sube un canto
de asombrosa belleza. Parece una voz acompañada por una lira.
Aguzando el oído, se distingue una triste queja.
Es Orfeo llamando a Eurídice.

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TESEO Y EL MINOTAURO2
Creta es una isla tranquila del mar Mediterráneo en donde, hace cientos de años,
reinaba un poderoso monarca llamado Minos. En aquella época, las ciudades cretenses eran las
más hermosas y ricas del Mediterráneo y el rey Minos se sentía orgulloso de gobernar un país
tan próspero. El monarca vivía en su palacio, feliz, junto a su esposa Pasifae y a sus numerosos
hijos. Pero un día todo cambió en la apacible vida de Minos… Ocurrió que su esposa dio a luz a
un ser monstruoso, una criatura horrible mitad hombre, mitad, toro, algo a lo que luego se le
llamó minotauro.
Aquel ser monstruoso se refugió en los bosques y se dedicó a atacar y asustar a la
población que viajaba por los caminos del reino. El rey Minos, avergonzado de su mujer y del
minotauro, determinó construir para ellos un lugar donde esconderlos y encerrarlos allí de por
vida. Eligió para ello el más destacado de los arquitectos de la época: Dédalo. Dèdalo ideó un
edificio circular con un espacio en el centro donde serían encerrados los prisioneros. Para
acceder a él, había que realizar un largo y tortuoso recorrido por cientos de pasillos. Construyó
el un laberinto.
El arquitecto quedó muy satisfecho de su obra. Sólo él conocía el camino que
comunicado el espacio central con la salida. Consiguió el escondite perfecto del que nadie podía
escapar sin su ayuda. Minos envió a sus mejores guerreros a capturar al minotauro para
encerrarlo, junto a Pasifae, en el laberinto. Al paso de los años, uno de los hijos de Minos partió
hacia Grecia para participar en unos juegos atléticos. Allí se encontró con el rey Egeo, enemigo
de su padre, y éste le tendió una emboscada y lo mató. Cuando Minos se enteró de la muerte
de su hijo, se enfrentó con Egeo y, tras derrotarlo, le impuso un duro castigo: cada nueve años,
Egeo debería enviar a Creta a siete doncellas y a siete muchachos de su reino. Allí Minos los
encerraría en el laberinto, donde los guardaría una muerte segura a manos del minotauro.
Cada nueve años, la llegada a Creta del barco con los catorce jóvenes era un
acontecimiento sobrecogedor. La gente se asomaba desde sus casas para ver atracar el navío,
que siempre llevaba izadas velas negras en señal de luto por el cruel destino de los muchachos.
En una de esas ocasiones, la joven hija del rey Minos, la bella Ariadna, acudió al puerto
con una amiga para contemplar la triste expedición. La nave había llegado ya y los catorce
jóvenes aguardaban para desembarcar. Ariadna sentía lastima por ellos. Eran de su misma edad
y, en condiciones normales, tendrían toda la vida por delante…
Los miro detenidamente; todos mostraban en sus rostros pena y terror por su muerte
inminente. Todos…, menos uno. Ariadna se quedó mirando intrigada a aquel joven, el único que
no mostraba temor. Le pareció muy apuesto.
Por su indumentaria, le fue fácil deducir que era un guerrero. Sus armas, sobre todo la
espada extraordinaria que llevaba ceñida al cinto, parecían indicar que se trataba de alguien
importante. La joven hija de Minos se enamoró de él a primera vista. Se sintió confundida, Por
un lado, deseaba ayudar a aquél muchacho a matar al minotauro y a salir vivo del laberinto. Por
otro lado, la lealtad a su padre le impedía hacerlo.
Tan pronto pensaba mantener su fidelidad a Minos, como lo contrario. Jamás hubiera
imaginado que un día tendría entre su padre y su amado…
Cualquier decisión sería dolorosa. Si optaba por su padre, sabía que siempre se
arrepentiría por no haber luchado por conseguir el amor de su vida. Si, en cambio decidía ayudar
al joven, tendría que huir de Creta y no volver a ver, nunca más a su familia, ni a sus amigos…
Por fin, tomó la gran decisión de su vida y le dijo a su acompañante:
-Querida, siempre te he considerado mi mejor amiga y confidente. Por eso te ruego que
me ayudes, quizá por última vez… ¿Ves a ese hermoso joven que lleva al penacho en el casco?
Me he enamorado de él. Y ya no imagino mi vida sin estar a su lado, así que he decidido ayudarlo
a salir vivo del laberinto. Con todas las consecuencias… Por favor, acércate a él y dile que

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GRAVES, Robert (1985) “Los mitos griegos I” Alianza editorial, Madrid, España

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Ariadna, la hija de Minos, quiere saludarlo. Cuando el guerrero estuvo frente Ariadna, los tres
jóvenes se retiraron discretamente a un rincón. Entonces la muchacha se presentó y habló de
esta manera:
-Desde el momento en que te ví, tu actitud y tu gallardía me han impresionado. Si
aceptas mis consejos, saldrás victorioso de laberinto; pero a cambio, deberás prometerme algo:
tras matar al minotauro, te casarás conmigo y los dos huiremos de Creta para evitar la ira de mi
padre.
-Señora –respondió el joven, sorprendido-, tu bondad hacía a mi será recompensada
mucho más de lo que imaginas. No solo me casare contigo gustoso, sino que, por ser mi esposa,
algún día llegarás hacer reina de los atenienses. Pues yo soy Teseo, hijo del rey Egeo, y he venido
voluntariamente a Creta para matar al monstruo y liberar a mi pueblo del terrible tributo que
debe de pagar cada nueve años. Ariadna mostró una gran alegría tras escuchar las palabras del
muchacho. Acto seguido, dijo a los dos jóvenes que la esperasen un momento y se ausentó. A
su regreso, Ariadna llevaba un ovillo de lana en la mano y, dándoselo a Teseo, le develó la única
manera se salir vivo del laberinto:
-Escucha atentamente, Teseo, pues de esta conversación depende de tu vida…
Teseo siguió, paso a paso, las instrucciones de Ariadna. Cuando llegó al acceso del
laberinto, ató al muro uno de los extremos del ovillo y, mientras se adentraba en el edificio a
través de los numerosos pasillos y recodos, lo fue desenrollando. Mientras tanto, Ariadna y su
amiga esperaban, ansiosas, el regreso del joven. Se habían sentado junto a la entrada el
laberinto y cuidaban de que nadie desatara el hilo del muro. La hija de Minos no podía ocultar
su preocupación y, de vez en cuando, miraba si el hilo de lana seguía tenso y continuaba
moviéndose, pues esa era la muestra de que su amado conservaba la vida.
Teseo llego hasta el espacio central de donde se encontraba el minotauro. Siguiendo las
indicaciones de Ariadna, concentro todos los golpes en la cabeza del monstruo y, gracias a su
fuerza y valentía, en pocos minutos acabó con su vida.
Sin perder ni un segundo, Teseo comenzó a enrollar el hilo de ovillo y fue así,
desandando el camino, como pudo encontrar el laberinto sin dificultad la salida del laberinto.
Cuando Ariadna vio nuevamente al muchacho, no pudo reprimir un grito de alegría y
ambos se abrazaron con fuerza.
-Nos perdamos tiempo –dijo la joven, de pronto, soltándose de los brazos de su amado-
. Mi padre no tardara en enterarse de tu hazaña… y de mi deslealtad, y ordenara a sus hombres
que nos apresen. Solo podremos celebrar la victoria cundo estemos navegando, sanos y salvos,
hacia las costas griegas.
Los tres jóvenes tomaron el camino que conducía al puerto donde estaba atracado el
barco donde había llegado Teseo.
Mientras caminaba, Ariadna iba mirando fijamente el paisaje, como si intentara grabarlo
en su mente. Sabía que había emprendido un camino sin retorno y que jamás volvería a ver
aquellos bosques. Contempló por última vez las magníficas construcciones de su ciudad natal;
nunca, hasta que aquellos momentos, había percibido que fuera tan hermosas.
Ariadna decidió no dejarse arrastrar por la nostalgia y tomo a su amado de la mano para
sentir su fuerza y valentía y contagiarse de ellas. Antes de embarcar, Teseo agujeró los casos de
las naves de la flota cretense; así, Minos no podría perseguirlos cuando zarparan. Ariadna se
despidió, llorando, de su amiga y subió a la barca junto con su amado. Teseo ordenó izar las
velas y levar anclas a toda velocidad, pues los saldados cretenses ya se acercaban a ellos.
Con la prisa, olvidaron arriar las velas negras y sustituirlas por otras blancas. Este
descuido le costó muy caro a Teseo pues, antes de salir de Grecia, había acordado con su padre
que, si lograba derrotar al minotauro y Salir vivo de esta gran aventura, izaría las velas blancas
para anunciar su victoria.
Cuando Egeo vio acercarse el barco de su hijo navegando con las velas negras, entendió
que Teseo había muerto. No pudo soportar el dolor de perderlo y decidió quitarse la vida. El

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viejo rey se tiró por un acantilado al agua. Desde entonces, esas aguas se conocen como mar
Egeo.
3PERSÉFONE

Perséfone era hija de Démeter, la diosa de la Tierra y la agricultura. Siempre solía correr
por los bosques, en compañía de ninfas como ella, para recoger todo tipo de flores y cuidar de
ellas, tal y como le había enseñado su madre. Ella era muy feliz viviendo de esa manera y le
encantaba caminar bajo el sol.

Pero sucedió que un día Hades, que era el dios de la tierra de los muertos o Inframundo,
se encontraba paseando fuera de sus terrenos y se internó en lo más profundo del bosque,
donde habitaban las ninfas.

Allí fue donde vió por primera vez a Perséfone, quien bailaba con tanta gracia y alegria,
que el dios inmediatemente quedó prendado de ella.

Fue así que comenzó a urdir un plan para casarse con la muchacha. Encantó una de las
flores en el bosque y en cuanto Perséfone acudió a recogerla, observó la tierra abrirse bajo sus
pies, conduciéndola hasta los confines del Inframundo. Y desde entonces no se volvió a saber
de ella.

Démeter, desesperada ante la desaparición de su hija, la buscó por nueve días y nueve
noches, hasta que el Sol le contó lo que había presenciado, intuyendo que la ninfa se hallaba
con Hades.

Llena de furia, Démeter bajo a sus dominios abandonando la Tierra, que sin sus cuidados
se quedó estéril y dejo de dar frutos. La diosa estaba dispuesta a regresar en compañía de su
hija pero era demasiado tarde. Ella se había casado con Hades y comido la semillas de una
granada, que era la fruta del Inframundo. Por lo que le estaba prohibido regresar.

Pero Zeus intercediendo por Démeter, llegó a un acuerdo con Hades. Perséfone pasaría
la mitad del año con él y la otra con su madre. Y así fue. Y cada vez que la ninfa regresaba a la
Tierra, traía consigo la Primavera y todo se llenaba de flores.

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VARIOS AUTORES, (2005) “Mitos clasificados I” Cántaro editores, Buenos Aires, Argentina

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HERACLES4
Hijo de Zeus y de Alcmena, esposa de Anfitrión, fue concebido en una triple noche, sin
que por ello se alterase el orden de los tiempos, ya que las noches siguientes fueron mas cortas.
Se dice que el día de su nacimiento resonó el trueno en Tebas con furioso estrépito, y
otros muchos presagios anunciaron la gloria del hijo del dueño y señor del Olimpo. Alcmena dio
a luz dos mellizos, Heracles e Ificles. Anfitrión deseando saber cuál de los dos era su hijo, envió
dos serpientes que se aproximaron a la cuna de los mellizos. El terror se apoderó de Ificles, quien
quiso huir, pero Heracles despedazó a las serpientes y mostró ya entonces, que era digno hijo
de Zeus.
Por otro lado, Hera, movida por los celos, resolvió eliminar al recién nacido enviando
contra él a dos terribles dragones para que le despedazasen. El niño, sin el menor espanto, los
trituró e hizo pedazos.
Palas logró que se apaciguara la cólera de Hera hasta el extremo de que la reina de los
dioses consintió en darle de mamar de su pecho al hijo de Almena. Se cuenta que Heracles,
abandonando el pecho, dejó caer algunas gotas de leche que se derramaron sobre el cielo,
formándose de esta singular manera la vía láctea o camino de Santiago.
Los maestros más hábiles se encargaron de la educación de Heracles, Autólico le enseñó
la lucha y la conducción de carros; Eurito, rey de Elia, el manejo del arco: Eumolpo, el canto;
Cástor y Pólux, la gimnasia; Elio, le enseñaba a tocar la lira y el centauro Quirón, la astronomía y
medicina.
Su desarrollo físico fue extraordinario y su fuerza portentosa. Heracles era un gran
bebedor, y su jarro era tan enorme que se necesitaba la fuerza de dos hombres para levantarlo.
Ya mozo, Heracles se retiró a un lugar apartado para pensar a que género de vida se
habría de dedicar. En esta oportunidad se le aparecieron dos mujeres de elevada estatura, una
de las cuales, la Virtud, era hermosa, tenía un rostro majestuoso y lleno de dignidad, el pudor
en sus ojos, la modestia grabada en sus facciones y vestía de blanco. La otra llamada,
Afeminación o Voluptuosidad, de líneas onduladas y color rosado, miradas encendidas y
llamativo vestido, manifestaba claramente sus inclinaciones.
Cada una de las dos procuró ganarlo para sí con promesas, decidiéndose Heracles por la
Virtud. Abrazó así el héroe por su propia voluntad un género de vida duro y trabajoso.
Cuando Heracles creció, Hera vertió en su copa un veneno que lo enloqueció y esta
locura hizo que Heracles matara a su mujer y a sus propios hijos confundiéndolos con enemigos.
Como castigo fue enviado con el primo de Hera, Euristeo, para servirle por 12 años. Euristeo,
estimulado por Hera, siempre vengativa, le encomendó las empresas mas duras y difíciles, las
cuales se llamaron los doce trabajos de Heracles. Estas fueron: El león de Nemea, la hidra de
Lerna, el jabalí de Erimanto, las aves de Stinfálidas, la cierva de Artemisa, el toro de Creta, los
establos de Augías, robar los caballos de Diomedes, robar las manzanas de las Hespérides,
arrebatar el cinturón de Hipólita, dar muerte al monstruo Gerión, y arrastrar a Cerbero fuera de
los infiernos.
De todos ellos salió victorioso el héroe y son otros muchos los que asimismo se le
atribuyen, pues casi todas las ciudades de Grecia se vanagloriaban de haber sido teatro de algún
hecho maravilloso de Heracles. Exterminó a los centauros, mató a Busilis, Anteo, Hipocoón,
Laomedonte, Caco y a otros muchos tiranos; libró a Hesione del monstruo que iba a devorarla,
y a Prometeo del águila que le comía el hígado, separó los dos montes llamados más tarde
columnas de Heracles, etc.
El amor, pese a las numerosas hazañas realizadas por el héroe, ocupó intensamente el
espíritu y el cuerpo de Heracles. Tuvo muchas mujeres y gran número de amantes. Las más
conocidas son Megara, Onfalia, Augea, Deyanira y la joven Hebe, con la cual se casó en el cielo,
sin olvidar las cincuenta hijas de Testio, a las cuales hizo madres en una noche.

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El odio del centauro Neso, unido a los celos de Deyanira, fueron la causa de la muerte
del héroe. Sabedora esta princesa de los nuevos amores de su esposo, le envió una túnica teñida
con la sangre del centauro, creyendo que con ello impediría que amara a otras mujeres. Pero
apenas se la puso el veneno del que estaba impregnada hizo sentir su funesto efecto, y
penetrando a través de la piel, llegó en un momento hasta los huesos. En vano procuró
arrancarla de sus espaldas; la túnica fatal estaba tan pegada a la piel que sus pedazos arrastraban
tiras de carne.
Las más espantosas imprecaciones contra la perfidia de su esposa brotaron de los labios
del héroe, y comprendiendo que se acercaba su última hora, constituyó una pira en el monte
Oeta, extendió sobre ella su piel de león, y echándose encima mandó a Flictetes que prendiera
fuego y cuidase sus cenizas.
En el mismo instante en que comenzó a arder la pira, se dice que cayó un rayo sobre ella
para purificar lo que pudiera quedar de mortal en Heracles. Zeus lo subió al Olimpo y lo colocó
entre los semidioses.

Los Doce Trabajos


1. EL LEÓN DE NEMEA
Nemea, una localidad entre Argos y Corinto, estaba siendo debastada por un león
monstruoso con una piel que lo protegía de las heridas por metales, piedras o armas de madera.
Después de seguir a la fiera hasta un paraje desolado e intentar acabar con ella usando sus
armas, Heracles decidió luchar cuerpo a cuerpo y estrangularla usando sus propias manos.
Después llevó el cadáver a Micenas, intimidando a Euristeo. Desde entonces no se le permitió
entrar en la cuidad y tuvo que esperar las órdenes del rey junto a la muralla. Mientras Euristeo
pensaba en su propia seguridad y ordenaba que le hiciesen una vasija de bronce para ocultarse,
Heracles desolló al animal y desde entonces siempre llevó su piel sobre los hombros, lo que le
hacía invulnerable, mientras la cabeza le servía de casco. Así se le ha representado en
innumerables ocasiones.

2. LA HIDRA DE LERNA
Herecles recibió instrucciones de Euristeo para matar a la Hidra de Lerna, una serpiente
acuática que vivía en un pantano cerca de Lerna, junto a Argos, en el Peloponeso. La Hidra tenía
nueve cabezas, aunque algunas fuentes aseguran que eran más aún. Era una criatura
extremadamente venenosa e incluso su aliento era mortal. Con la ayuda de Atenea, Heracles
encontró la guarida del monstruo y empezó a luchar contra él. Cada vez que le cortaba una
cabeza, brotaban dos o tres en su lugar. Además Heracles se vio también atacado por un
cangrejo o una langosta gigante que Hera había enviado para ayudar a la Hidra. El héroe,
acorralado, apeló a su primo Iolaos, que le había conducido hasta Lerna. Mientras Heracles se
deshacía de la langosta, Iolaos prendía fuego a varios árboles. Con las ramas encendidas prendía
fuego a las heridas causadas por Heracles cada vez que cortaba una cabeza. Así consiguieron
acabar con la serpiente, pero antes de abandonar el pantano, Heracles empapó las puntas de
sus flechas con la sangre venenosa del monstruo para disponer desde entonces de un arma
mortífera. La Hidra y la langosta, que al final le ayudarían, ascendieron al firmamento gracias a
Atenea y dieron lugar a las constelaciones de Hidra, la Serpiente, y Cáncer, el Cangrejo.
Debido a la ayuda de Iolaos, Euristeo rechazó que la muerte de la Hidra hubiese sido un
trabajo completamente realizado por Heracles. Algunas fuentes aseguran que los trabajos eran
diez al principio, imponiendo los dos últimos a causa de la negligencia del propio héroe.

3. LA CIERVA CERINEA
Para este Tercer Trabajo, Heracles debía atrapar a la cierva sagrada de Artemisa y
llevarla viva hasta Micenas. El animal tenía pezuñas de bronce y cuernos de oro, y había
conseguido escapar de Artemisa, tras lo cual había ido a parar a la colina Cerinea, al norte del

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Peloponeso. Heracles siguió a la rápida cierva durante un año, desde Arcadia hasta la península
de Istria en el punto más septentrional del mar Adriático. Finalmente, Heracles atrapó a la
criatura sin hacerle ningún daño y la llevó hasta Micenas sobre sus hombros. La diosa Artemisa
se enfadó al principio, pero entendió sus motivos y le perdonó cuando le dijo que cumplía las
órdenes que le había dado Euristeo.

4. EL VERRACO ERIMANTIANO
Una vez más, Heracles debía llevar un animal vivo a Micenas. Esta vez se trataba de un
jabalí salvaje, criatura fiera que sembraba el terror en la zona del monte Enmanto al norte de
Arcadia.
De camino a aquel lugar, Heracles tuvo ocasión de alojarse con el centauro Folo {ver
Centauros, Los), y enfrentarse a los otros centauros, que no querían que se le sirviese vino en la
jarra que Dioniso les había regalado. Muchos centauros murieron en la disputa con Heracles,
que utilizó sus flechas envenenadas, una de las cuales hirió a Quirón de manera accidental. Dado
que este centauro sabio era inmortal, el veneno no acabó con su vida, pero le hizo sufrir un dolor
muy agudo que desesperó a Heracles. Después decidió regalarle su inmortalidad a Prometeo
(ver Quirón).
Heracles atrapó al jabalí tras perseguirlo por la nieve y conseguir atar sus patas. Cuando
llegó a Micenas con el terrorífico animal, Euristeo huyó para ocultarse en la vasija de bronce que
había ordenado que le construyesen.
Tras completar esta tarea, Heracles se unió a Jasón y los Argonautas para ir a Colchis en
busca del Vellocino de Oro (ver Argonautas, Los).
Heracles jugó un papel muy importante en la expedición, pero regresó a Grecia antes de
que el barco alcanzase Colchis.

5. LOS ESTABLOS ÁUGEOS


Áugeo, rey de Elis en el Peloponeso e hijo de Helios, poseía el mejor ganado de toda la
comarca. Pero nadie había limpiado los excrementos de los establos durante años y el olor era
tan pestilente que llegaba a diversos rincones del Peloponeso. Heracles tuvo que acabar con
este problema por orden de Euristeo. Así, debió limpiar todos los establos en un día y como
compensación por esta tarea tan sucia y humillante, el héroe pidió llevarse una décima parte
del ganado de Áugeo. En lugar de llevar los cubos de un lado para otro, Heracles pensó en una
solución más drástica. Entonces hizo agujeros en las paredes del establo y cambió el curso de
los ríos Alfeo y Peneo para que llegase hasta allí y limpiasen toda la suciedad. No obstante, Áugeo
rechazó pagar a Heracles con la excusa de que actuaba por orden de Euristeo y éste a su vez no
reconoció la limpieza de los establos, dado que se suponía que Heracles era entonces un
empleado de Áugeo.
Con su marcado sentido de la justicia, Heracles nunca olvidó la traición de Áugeo.

6. LAS AVES DE ESTÍNFALO


Heracles realizó otra labor en el Peloponeso al llevarse a las aves depredadoras que
vivían en la ribera del lago Estínfalo en Arcadia. Estos pájaros con plumas acabadas en puntas
metálicas atacaban a los humanos y estropeaban sus cosechas con sus excrementos. Heracles
los expulsó aterrorizándolos con una carraca de metal realizada por Hefesto y regalada por
Atenea. Con sus flechas mató a varios de ellos mientras huían atemorizados.

7. EL TORO DE CRETA
Euristeo envió después a Heracles a Creta, donde un toro estaba devastando la isla. Este
animal debía ser sacrificado en honor de Poseidón bajo el auspicio del rey Minos, que no tenía
valor para hacerlo. Su esposa, Pasifae, se había enamorado del toro y había hecho el amor con
él, tras lo cual quedó embarazada del Minotauro. Heracles atrapó al toro y lo llevó vivo a Micenas

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y Tiryns para liberarlo posteriormente. El toro entonces sembró el terror cerca de Maratón, en
las afueras de Atenas, donde finalmente lo mató Teseo.

8. LAS YEGUAS DE DIOMEDES


En la lejana Tracia, Heracles tuvo que atrapar a las yeguas de Diomedes, que solía
alimentar a sus caballos con la carne de las visitas confiadas.
Mientras viajaba por Tesalea, Heracles visitó a su amigo el rety Admeto de Ferae. Pronto
descubrió que la mujer del rey, Alcestis (ver Alcestis), se había propuesto morir en lugar de su
marido. Heracles intervino de inmediato para hacerla luchar contra Tánatos, el dios de la
muerte.
A su llegada a Tracia, Heracles capturó a los caballos y los subió a bordo de su
embarcación. Cuando Diomedes y sus hombres le atacaron, les derrotó sin problemas y alimentó
a las yeguas con ellos. Heracles domó a los animales y los llevó hasta Micenas, donde los dejó
libres, siendo devorados poco después por otros animales cerca del Olimpo.

9. LA CORAZA DE LA AMAZONA HIPÓLITA


Admete, hija de Euristeo, deseaba un regalo especial y su padre pensó enviar a Heracles
para que cogiese la coraza de Hipólita, reina de las Amazonas que vivían en la costa norte de
Asia Menor (ver Amazonas, Las). Acompañado por Teseo, Telamón y otros hombres, Heracles
viajó hacia el noreste, teniendo muchas aventuras en el camino. Así, tuvo que sitiar la ciudad de
Paros cuando el rey local, hijo de Minos, perdió a dos de sus hombres.
La guerrera Hipólita pronto se fijó en Heracles y mostró su disposición a entregarle la
coraza que le había dado Ares. Esto no era del agrado de Hera y la diosa se transformó en
Amazona para poner a Hipólita contra Heracles. Cuando el héroe se vio atacado, pensó que la
reina le había traicionado y la mató, haciéndose con su coraza y sus armas. Después acabó con
otras Amazonas.
En el viaje de regreso las aventuras no fueron menos espectaculares. Heracles acudió en
ayuda del rey de Troya Laomedón, que debía hacer frente a los ataques de un monstruo marino
que le había enviado Poseidón por no pagarle a él y a Apolo la construcción de la muralla de la
ciudad. Heracles rescató a Hesione, hija del rey, y mató al monstruo con la ayuda de Atenea.
Laomedón fue desleal al salvador de su hija e incumplió la promesa de darle los caballos que le
había regalado Zeus.
Una vez en Tracia, Heracles mató a Sarpedón, hermano del rey local Poltis. También
conquistó la isla de Tasos. De regreso al reino de Euristeo, el rey depositó el cinturón de Hipólita
en el templo de Hera en Argos.

10. LOS BUEYES DE GERIÓN


Su siguiente trabajo le llevó aún más lejos de casa, hasta la mítica isla de Eritea, en el
punto más occidental pasada la península Ibérica. Los bueyes de Gerión, rey de Tarteso, en
España, pastaban en aquella isla. Gerión era descendiente de Medusa, según algunas versiones,
aunque otras afirmaban que venía del titán Océano. Se trataba de un gigante con tres cabezas,
tres troncos y seis brazos. Su fuerza era extraordinaria y su ganado estaba atendido por su pastor
Euritión y su perro de dos cabezas Orto.
En su largo viaje hacia el oeste, Heracles no sólo mató a diversas criaturas, sino que a
ambos lados del estrecho de Gibraltar erigió las Columnas de Hércules. Después, irritado por el
calor, Heracles apuntó con su arco hacia Helios que, de buena fe, dejó a su disposición su bote
de oro para que cruzase el océano hasta Eritea. Una vez en la isla, mató al pastor y al perro,
poniendo todo el ganado en la barca. Alarmado, Gerión partió en su busca, pero Heracles le
mató con una sola flecha que atravesó sus tres cuerpos. Según algunas versiones, Hera acudió a
ayudar al gigante, pero fue también herida por una ñecha en su pecho derecho.
El camino de vuelta al Peloponeso fue bastante azaroso. Llevó al ganado a través de
Italia y la Galia. Entre los muchos atacantes que encontró estaban los ligures, a los que Zeus

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eliminó con una lluvia de piedras, y el pastor de tres cabezas Caco, que vivía en una cueva cerca
de Roma y se dedicaba a saquear la zona. Una noche, Caco le robó parte del ganado a Heracles,
pero éste le siguió hasta su cueva y, tras desbloquear la entrada, mató al ladrón. Junto al rey
local Evander, que le había dado una cálida bienvenida, Heracles construyó un altar en honor a
Zeus para ayudar en la fundación de su propio culto en Roma. Se dice que Heracles fudó otras
ciudades en Italia, como Pompeya y Herculano, que después quedarían supultadas bajo la lava
y la ceniza del Vesuvio en el 79 d.C. Sólo siglos más tarde se descubrieron los restos.
En Sicilia, Heracles tuvo que competir contra Erix, extraordinario luchador que se había
hecho con un toro huido de la manada. Heracles derrotó y mató a este agresivo personaje en
un combate de tres asaltos. El gigante Alcioneo pensó en frustar el plan de Heracles y le arrojó
una piedra, tras lo cual el héroe lo apaleó hasta la muerte.
Después de que Hera disgregase al ganado con un abejorro, muy cerca ya de su hogar,
Heracles pudo llegar sano y salvo a Micenas. Euristeo, sorprendido por el regreso del héroe,
sacrificó todo el ganado en honor a Hera.

11. LAS MANZANAS DE LAS HESPÉRIDES


Hasta ahora había llevado a cabo Diez Trabajos en ocho años, pero como Euristeo
pensaba que la muerte de la Hidra y la limpieza de los establos de Áugeo no habían seguido sus
reglas, envió al héroe a realizar un nuevo trabajo. Ahora debía viajar hasta los confines del
mundo conocido para traerle las manzanas de oro de las Hespérides o «damas de la noche»,
que eran las hijas del titán Atlas, el cual vivía en el límite occidental del mundo y sostenía sobre
sus hombros la bóveda celeste (ver Atlas y Hespérides, Las). Todas ellas vivían cerca de su padre,
en un jardín guardado por un dragón de 100 cabezas llamado Ladón. Allí estaban las manzanas
que Hera había recibido de Gaya como regalo de boda.
Heracles no sabía dónde estaba el jardín y estuvo vagando por el lugar un tiempo.
Aconsejado por dos ninfas, consultó al dios marino Nereo, que podía adoptar cualquier forma
cuando huía de un enemigo. Tras sucumbir a la presión de los brazos de Heracles y pasar por
todas sus formas posibles, el dios se rindió y le dijo dónde se encontraba el jardín de las
Hespérides.
Finalmente llegó al jardín después de otra serie de aventuras. Estuvo en las montañas
del Cáucaso, donde liberó al titán Prometeo, que había sido castigado por Zeus tras haber
abatido al águila que le picaba el hígado permanentemente (ver Prometeo). En Libia, Heracles
se batió a muerte en un combate con el gigante Anteo, hijo de Gaya. Tan pronto como tocaba
la tierra, su madre le renovaba sus poderes y Heracles tuvo que levantarle del suelo para
estrangularle.
En Egipto, Heracles se enfrentó a la hospitalidad traicionera del rey Busiris, que en cierta
ocasión había pedido consejo a un adivino griego para combatir la sequía que causaba hambruna
en su tierra. Frasio, el adivino, le había dicho que la hambruna terminaría si el rey sacrificaba
cada año a un extraño en honor a Zeus.
Busiris siguió el consejo e hizo que sus sacerdotes matasen a Frasio. Muchos visitantes
ingenuos sufrieron el mismo castigo, hasta que el propio Heracles llegó al altar de los sacerdotes
de Busiris. Cuando el rey alzó el hacha de los sacrificios, el mango se rompió y mató al propio
rey, a su hijo y a todos los sacerdotes presentes.
Cuando finalmente llegó al jardín, Heracles le pidió ayuda a Atlas, que gustosamente fue
a por las manzanas mientras el héroe sostenía momentáneamente la bóveda celeste. Pronto
regresó con las manzanas de sus hijas y, como no le gustaba sostener el firmamento sobre sus
hombros, se ofreció a regresar a Micenas y entregar personalmente las manzanas a Euristeo tras
el fatigoso viaje. Pero Heracles no perdió la cabeza y alabó la iniciativa de Atlas, tras lo cual le
pidió que le pusiese bien la bóveda sobre los hombros con un cojín para no hacerse daño. Atlas
accedió a su deseo y sujetó la bóveda, momento que aprovechó Heracles para coger las
manzanas y despedirse del gigante iniciando el camino de regreso a Micenas, donde le presentó
las manzanas al rey.

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Hay otra versión de la historia que asegura que Heracles tomó las manzanas por sí
mismo y mató al dragón Ladón que guardaba el jardín.
Euristeo no se atrevió a mantener las manzanas sagradas en su poder y se las devolvió
a Heracles, que las ofreció a Atenea. La diosa se aseguró después de que volviesen a sus primeras
propietarias.

12. LA CAPTURA DE CERBERO


La última y más difícil tarea de Heracles le llevó más allá del mundo de los vivos. Euristeo
quiso que le llevase a Cerbero, el perro de Hades que guardaba la puerta del Averno. Su objetivo
era deshacerse del héroe para siempre (ver Cerbero y Hades). Antes de emprender el viaje,
acudió a los Misterios Eleusianos, ceremonia secreta en honor de Deméter y Perséfone (ver
Deméter) en la que expió pecados como la matanza de centauros, condición sin la cual no podía
entrar en el Averno.
Heracles comenzó el descenso al mundo de los muertos en el cabo Tenaro, en el punto
más meridional del Peloponeso. Atenea y Hermes, guía de los muertos en su último viaje, le
acompañaron. El barquero Caronte tenía miedo de Hércules y le llevó a través de la laguna
Estigia sin protestar, acto por el que posteriormente Hades le castigaría.
En el Averno, Heracles se encontró con muchas almas, como la de Teseo, cuya salida de
este mundo negoció él mismo, la repulsiva Medusa y Meleagro, uno de los Argonautas y asesino
del jabalí Calidonio (ver Atalanta y Moiras, Las). Heracles quedó tan impresionado con la historia
de su muerte que le prometió casarse con su hermana Deianeira. Después siguió su viaje por el
mundo de la oscuridad y, tras degollar el ganado de Hades para que las almas pudiesen probar
la sangre, Perséfone le pidió que tuviese más cuidado en adelante.
Al dios Hades no le gustaba la idea de que Heracles se llevase su perro y, según algunas
versiones, se enfrentó al héroe y debió ser curado después en el Olimpo. En cualquier caso,
finalmente tuvo que permitir que Cerbero se marchase con Heracles, siempre y cuando fuese
capaz de controlarle con sus manos, cosa que hizo al instante agarrándole de sus tres gargantas
y asiéndole con tal fuerza que el animal tuvo que dejarse llevar. Ovidio narró el viaje de Heracles
y Cerbero de la siguiente manera: «… movido por la furia, llenaba el aire con sus ladridos,
derramando espuma por su boca que contaminaba los verdes campos. Sobre la espuma se
sentaron y allí se alimentaron recibiendo poderes dañinos; inmediatamente después brotó una
planta venenosa sobre el suelo pedregoso a la que los agricultores llamaron “acónito”.
A la llegada a Micenas, Euristeo se escondió en su jarra, muerto de miedo tras ver al
animal. Finalmente tuvo que liberar a Heracles y así pudo llevar a Cerbero de vuelta al Averno.

La vida de Heracles tras los Doce Trabajos


Una vez cumplida su penitencia, Heracles no tenía ya que obedecer los caprichos del
malvado y cobarde Euristeo. Su existencia terrenal aún dio de sí para mu-chas más aventuras.
En primer lugar se divorció de su espo-sa Megara y se la entregó a su leal primo Iolaos.
Después tomó parte en una competición de arquería organizada por Eurito, rey de Escalia, en
Tesalea. Como premio, el rey ofrecía a su hija Ilie, pero aunque obtuvo la victoria, Eurito no le
quiso entregar a su hija visto el fracaso de su primer matrimonio. El héroe montó en cólera sin
que hubiese esta vez intervención de Hera, y como resultado mató de una pedrada a ífito, hijo
del rey, que además le admiraba y había estado de su lado.
Una vez más, Heracles tenía que cumplir penitencia. Fue rechazado por un rey aliado de
Eurito, y Pitia, sacerdotisa del Oráculo le expulsó, lo que le hizo encolerizar de nuevo, robando
las herramientas de la sacerdotisa y amenazando con destruir el Oráculo. Entonces intervino
Apolo, enojado, iniciándose una pelea que sólo se detuvo cuando Zeus envió uno de sus rayos.
Entonces se decidió que Heracles debería ser vendido como esclavo. Así llegó a
propiedad de la reina Onfale de Lidia, en Asia Menor. Según algunos, tuvo que vestirse de mujer,
sentarse entre las damas sirvientas de la reina y aprender a coser y tejer, tareas puramente

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femeninas. Como broma, Onfale a veces se disfrazaba con una piel de león, un cayado y un arco.
No obstante, también se dice que Heracles la ayudó deshaciéndose de muchos de sus enemigos
y dándole un hijo.
Después de la penitencia con Onfale y recuperada la cordura, Heracles se tomó la
revancha con todos aquellos que le habían tratado injustamente. Regresó a Troya, aún
gobernada por el rey Laomedón, el hombre que no había cumplido su palabra después de que
el héroe salvase a su hija Hesione, y cercó la ciudad que no tardó en caer gracias a la ayuda de
Telamón, hermano de Peleo. Heracles quería hacer el trabajo solo y se enfadó con Telamón, que
atemorizado construyó un altar en su honor. Laomedón y casi todos sus hijos murieron, mientras
Hesione se convertía en esposa de Telamón. Podarces, único hijo superviviente que luego se
llamó Príamo. se hizo con el trono y la ciudad floreció.
Desafortunadamente, él también tuvo que ver con la caída de la ciudad en la guerra
contra los griegos cuando ya era anciano (ver Príamo).
Después tuvo una aventura en la isla de Cos, a la que llegó tras una tormenta
desencadenada por Hera. Zeus estaba tan enojado que decidió encadenar a su esposa en el
Olimpo y sujetar sus tobillos con yunques. Heracles emprendió entonces una nueva tarea
ayudando a los dioses en su lucha contra los gigantes.
Su siguiente objetivo fue Áugeo, rey de Elis, que había roto su promesa cuando Heracles
le limpió los establos (el Quinto Trabajo). Dado que Áugeo tenía el apoyo de ciertos aliados
poderosos, Heracles tardó algún tiempo en deshacerse de él. Finalmente conquistó Elis, mató a
Áugeo y proclamó a su hijo Fileo rey del lugar. Heracles le agradeció a Zeus, su padre, la ayuda
prestada instaurando los Juegos Olímpicos.
Tras haberse vengado de muchos viejos enemigos, Heracles recordó la promesa hecha
al alma de Meleagro para casarse con su hermana Deyanira. Viajó hasta Calidón, en Etolia, la
parte occidental del centro de Grecia, donde vivía la muchacha junto a su padre el rey Eneo,
aunque su verdadero padre era Dioniso, que había reparado el daño regalándole al rey el don
de la viticultura (la palabra Eneo se parece a oinos, «vino» en griego). Deyanira era una joven
bella, atlética y fuerte, diestra con la cuadriga y las armas, por lo que Heracles no era su único
pretendiente. Su principal rival era Aquelo, dios del río al que Heracles había insultado y retado
a un combate. En el duelo, el dios, que habitualmente tenía forma humana con cabeza de toro,
se transformó primero en una serpiente para escurrirse entre las manos de Heracles y después
en un toro. Hasta que el héroe no le partió el cuerno derecho no admitió su derrota.
Heracles se casó con Deyanira y juntos tuvieron un hijo llamado Hilo y una hija llamada
Macaría. Pronto debieron salir de Calidón, ya que, en otro ataque de furia, Heracles había
aplastado a un muchacho. Emprendieron camino hacia el este hasta llegar a Trachis. En el río
Eveno se encon-traron con el centauro Neso, que se ofreció a cruzar a Deyanira por un pequeño
importe. Heracles, agradecido, le dio el dinero y tan pronto como lo tuvo en su poder huyó con
su esposa e intentó violarla. Ella gritó y Heracles tomó su arco para abatir al centauro con sus
flechas envenenadas. Mientras agonizaba le susurró a Deyanira sus últimas palabras, en las que
le aconsejaba qué hacer si su marido perdía el interés por ella. Así tomó parte de la sangre de
sus heridas para rociar con ella la vestimenta de Heracles si sospechaba de alguna relación
adúltera. Con ello se aseguraría de que nunca más le sería infiel. Deyanira guardó un frasco con
la sangre y lo puso a buen recaudo.
A su llegada a Trachis, Heracles acudió en ayuda del rey Ceix, aplastando a sus enemigos.
Tiempo después viajó a Tesalea, donde mantuvo un duelo con Cieno, hijo de Ares y responsable
del asesinato y robó a una serie de peregrinos de camino a Delfos (no se debe confundir a este
Cieno con el hijo de Poseidón, (ver Poseidón, o con el amigo de Faetón, ver Faeton). Cieno contó
con la ayuda de su padre, pero cuando llegó Heracles asistido por Atenea, el dios de la guerra
resultó herido, lo que llevó a Zeus a intervenir con uno de sus rayos.
Uno de los que más injustamente le había tratado y a quien todavía no había castigado
era el rey Eurito de Escalia. El rey se había negado a entregarle a su hija Iole como premio tras
el concurso de tiro con arco. Heracles dejó a Deyanira en Trachis y con un ejército de aliados

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desencadenó ana batalla en Escalia contra Eurito y sus hombres. Heracles mató al rey y a todos
sus hijos. Iole trató de poner fin a su vida arrojándose al vacío desde la muralla de la ciudad,
pero se salvó gracias a que su túnica hizo de paracaídas y a que Heracles estaba allí para
recogerla. Después de pasar la noche con ella, la envió a Trachis con el resto de prisioneros y le
pidió a Deianeria que le llevase una túnica limpia para hacer un sacrificio por Zeus en el cabo
Ceráneo, en el noroeste de Euboa. Cuando Deyanira, que ya no era joven entonces, vio a la bella
Iole, no pudo reprimir sus celos y, temiendo que su marido hubiese dejado de quererla, roció la
túnica con la sangre de Neso que había quedado y le entregó la prenda a su ayudante.
Poco después, Heracles se puso la túnica y el veneno de la Hidra mezclado con el de
Neso empezó a hacer efecto, con una terrible quemazón en la piel del héroe. Aunque se quitó
la túnica, no pudo evitar que la piel se le cayese a tiras. Así fue trasladado en barco a Trachis,
donde Delaneira se dio cuenta del engaño del centauro y se suicidó.
Heracles supo enseguida lo que le estaba ocurriendo y consultó al Oráculo de Delfos,
que le advirtió que se construyese una pira funeraria en el monte Eta de Tesalea. Hilo preparó
la pira, a la que se subió Heracles, pero nadie se atrevía a encenderla. Solo Filoctetes, hijo de
Poeas, un pastor que pasaba por allí, se prestó a hacerlo. Como pago recibió el arco y las flechas
del héroe.
Tan pronto como prendió el fuego y las llamas cubrieron el cuerpo de Heracles, se vio
un rayo tras el cual desapareció el héroe; su padre se lo había llevado al Olimpo en una nube y
allí le fue concedida la inmortalidad. Heracles firmó la paz con Hera y eligió a la bella Hebe como
compa-ñera para la eternidad. Resulta curioso que, según Homero, el alma de Heracles vagaba
ya por el mundo de los muertos a pesar de su inmortalidad. Odiseo, que ha-bía conseguido
información sobre cómo transcurriría su viaje de regreso a casa a través del Hades, se encontró
con él allí.
El héroe inmortal viajó de nuevo a la tierra con Hebe para ayudar a Iolaos en defensa de
los hijos de Heracles contra Euristeo. Se supone que se apareció a Filoctetes en forma divina
para hacerle luchar con los griegos en Troya. Su arco jugaría un papel fundamental, pues con él
se dio muerte a Paris, instigador de la guerra.
Heracles fue honrado más allá del mundo griego. En Roma su nombre era Hércules y se
igualó con el dios semítico Melqart, adorado en Fenicia y Cartago. Heracles aparece con
frecuencia en la literatura clásica. Los grandes dramaturgos atenienses le dedicaron algunas de
sus obras. Eurípides escribió el drama Alcestis -una tragedia ligera sobre la salvación de ésta, en
la que Heracles aparece como un personaje valiente y rudo-, Las Heráclides, acerca de la batalla
de los hijos del héroe contra Euristeo y Heracles, en la que el héroe mata a su esposa y a su hijo
en un ataque de locura provocado por Hera. La obra Trachiniae de Sófocles, que significa
«mujeres de Trachis» o «la muerte de Heracles», presta atención a la trágica contribución de
Deyanira en el desarrollo de los acontecimientos que trajeron la muerte de Heracles.
La importancia de su figura en la Antigüedad se entiende mejor a través del
comportamiento del emperador romano Cómodo (161-192), que se hacía retratar y adorar a sí
mismo como si fuese Hércules. Se trataba de un personaje con problemas mentales, pero su
obsesión por la «fuerza hercúlea» ha llegado hasta nuestros días.

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ARGONAUTAS5
Introducción
La expedición de los griegos al Cólquide, bajo el liderazgo de Jasón, es una de las más
importantes operaciones de los tiempos mitológicos dado que en ella participaron los guerreros
más selectos de Grecia.
Poetas líricos como Píndaro, se inspiraron en el mito de los Argonautas. Los tres grandes
poetas trágicos escribieron también inspirándose en la expedición de los Argonautas. Esquilo,
escribió las tragedias “Atamas”, “Ipsipili”, “Argo” y “Caviro”. Sófocles escribió las tragedias
“Atamas”, “Cólquides”, Squite” y “Rimotomoi”. De todas estas obras no se conservó ninguna.
De las obras de Eurípides sólo se salvó la renombrada “Medea”.

Frixo y Hele
Hijos de Nefeli y Atamante que reinama en Orcómeno en Beocia. Atamante, dejándose
llevar por las insinuaciones de Ino (deseosa de echar a Nefeli y de casarse con él) cedió a sus
deseos, convirtiendo a Ino en su esposa y en una mala madrastra para los niños. Su odio hacia
ellos, la llevó a diseñar un plan: convenció a las mujeres del lugar para que hornearan las semillas
que se almacenaban para la siembra. Tales semillas, como era de esperar, luego de plantadas,
no dieron fruto y cayó gran pobreza en la región.
Atamante envió a sus emisarios a Delfos para consultar el oráculo y que los dioses
decidieran lo que debían hacer. Ino interceptando y sobornando a los enviados, debían
comunicar el siguiente augurio: que para que la tierra volviera a dar frutos, era necesario el
sacrificio de Frixo, al dios Zeus. Entonces el pueblo se sublevó y pidió al rey que cumpliera con
el oráculo. Atamante cedió a la presión popular y Frixo se dirigía al altar de sacrificios cuando su
madre, Nefeli, les envió un cordero de dorado vellón.
Frixo y Hele montaron en el lomo del animal que los llevó muy lejos de allí. Pasando por
la península trácica Hele se agachó para mirar algo, se mareó y cayó en las aguas del Ponto, que
desde entonces se llamó Helesponto (el mar de Ponto). Frixo llegó solo a Cólquide, donde
reinaba el rey Eeetes, hijo de Helios y de la oceánide Perse, y hermano de la maga Circe. En este
sitio sacrificó al carnero en acción de gracias a Zeus y pidió la protección de Eetes. El rey de
Cólquide le casó con su hija y Frixo le regaló el vellocino de oro (la piel del cordero). El rey lo
colgó de un roble en el bosque ofrendado al dios Ares y puso un dragón y una enorme serpiente
que nunca dormía para vigilarlo día y noche.

Pelías y Jasón
En Yolco reinaba Pelías, hijo de Poseidón y de Tiro, que astutamente había destronado
a su hermanastro Esón. Esón, temeroso de que su malvado hermanastro asesinase a su hijo
Jasón, que era el verdadero heredero del trono, le buscó refugio en la cueva del centauro
Quirón, en el monte Pelión y le confió su crianza y formación. El sabio Quirón lo instruyó en las
letras y en las artes de su época y llegado a una edad adecuada, le envió a Yolco a reclamar sus
legítimos derechos al trono.
El apuesto joven, al cruzar el río Anauro perdió una de sus sandalias al ser arrrastrada
por la corriente. Cuando Jasón se presentó en Yolco con una sandalia, el rey Pelías quedó muy
desconcertado, pues un antiguo augurio del oráculo le había advertido que alguien con una sola
sandalia, que bajaría del monte, le destronaría y mataría.
Cuando el sobrino de Esón pretendió la corona que le pertenecía por derecho legítimo,
el astuto Pelías afirmó entonces haber visto en sueños a Frixo, que clamaba volver a su lugar de
origen y pedía lo mismo para el vellocino de oro, que estaban el Cólquide, en el reino de Eetes.
Rogó al joven Jasón que cumpliera con este vaticinio y dispuso la construcción de una nave para
emprender el viaje. Jasón debía organizar la expedición con el fin de aliviar el alma de Frixo y

5
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cumplir su deseo. Pelías prometió y juró por los dioses que a la vuelta de Jasón a Yalco, con el
vellocino de oro, le devolvería su derecho al trono.

Los preparativos de los Argonautas


Jasón aceptó la propuesta de Pelias y empezó a prepararse para el viaje. Ordenó a Argo,
arquitecto y constructor de navíos, la fabricación de una nave de cincuenta remos. La
embarcación resultó espléndida como ninguna otra de la época. Gracias a un trozo de madera
procedente del roble sagrado del oráculo de Dodona, regalo de la diosa Atenea, el navío podía
hablar y tenía el don de la profecía. Era un barco muy veloz y por eso se llamó Argo
(Argos=rápido). Mientras se dotaba la nave, el centauro Quirón aconsejó a Jasón que enviara
heraldos por toda Grecia para invitar a los jóvenes más valientes y valerosos de aquellos tiempos
a participar en este largo viaje. Y así sudió, la tripulación de Argo, los llamados Argonautas eran
todos héroes e incluso hijos de dioses. Entre ellos estaban Tifis, el timonero de Argo, Orfeo, el
músico, los adivinos Idmón y Mopso, Heracles, Hilas, Idas, Cástor y Plideuces, Periclímeno, hijo
de Neleo, y Peleo, hermano de Telamón y muchos otros, que constituían la flor de la hombría y
el heroísmo juntos.

El viaje del Argo


Tras haber realizado un sacrificio en honor de Apolo, los Argonautas embarcaron en la
costa de Págasas, y se pusieron en marcha con favorables presagios.
Su primera escala tuvo lugar en la isla de Limnnos, habitadas sólo por mujeres, pues
todos los hombres habían muerto. Los Argonautos se unieron a las mujeres en espera a que ésas
concibieran hijos varones y luego partieron. Después de pasar por Samotracia, entraron en el
Helesponto y llegaron al reino de Cício, a la tierra de los Doliones, donde el rey y sus súbditos
los acogieron con hospitalidad. Se hicieron a la mar, pero los vientos les regeresaron al mismo
lugar.
Por un fatal malentendido, los Doliones no reconocieron a los Argonautas, estos
tampoco a los Doliones, y así se enfrentaron en una lucha sangrienta, resultando muertos el rey
Cícico y su corte. Cuando los Argonautas se dieron cuenta del error era ya demasiado tarde. Los
hombres de los dos frentes, arrepentidos, honraron a los caídos.
En las costas de Mísia, donde llegaron los Argonautas, las ninfas se apoderaron de Hilas,
el querido amigo de Heracles. Heracles y Polifemo fueron en su ayuda y el viaje siguió sin ellos.
Al pasar por la tierra del adivino ciego Fineo, lo liberaron de las temibles Harpías, y él en
agradecimiento les advirtió del peligro de las rocas Cianeas. Eran esas unas rocas que al pasar
entre ellas, chocaban entre sí convirtiendo en pedazos a las naves que las cruzaban. Fineo les
aconsejó que para saber si podían pasar o no, soltaran una paloma; si ésta conseguía pasar el
escollo, ellos también lo harían, de lo contrario, que no se atrevieran. Al llegar a los escollos, los
Argonautas lanzaron uina paloma, que logró pasar perdiendo únicamente las plumas de la cola;
así cruzó también Argo, sufriendo sólo ligeros daños en la popa.
Después de muchas peripecias, Argo y su tripulación llegaron a las tierras del rey Eetes.

En las tierras de Cólquide


Apenas llegado a Cólquide, Jasón visitó al rey Eetes y le habló de la orden recibida por
Pelías. Eetes aceptó entregarle el vellocino de oro, a cambio de que, primero, puesiera un yugo,
sin ayuda alguna, a dos toros de pezuñas de bronce que despedían fuego por los ollares, que
habían sido regalo de Hefesto y que después arase el campo y sembrase algunos dientes de
dragón que le entregaría.
Medea, la hechicera, hija de Eetes, se enamoró locamente de Jasón, y se ofreció a
ayudarle, si Jasón la tomaba por esposa. Le entregó un unguento mágico para cubrise el cuerpo
y su escudo antes de que se enfrentara a los toros. Este bálsamo lo haría invulnerable por un
día, al fuego y al hierro. Le advirtió además que los dientes del dragón apenas sembrados se
convertirían en soldados armados listos para acabar con él. Le aconsejó que lanzara una piedra

20
sin ser visto y de este modo por un malentendido sin saber nadie quién había lanzado la piedra
al otro, se matarían entre ellos.
Con el auxilio de Medea, Jasón logró vencer los obstáculos. Pero Eetes no cumplió con
su palabra, antes bien trató de poner fuego a Argo y de liquidar a los Argonautas. Entonces Jasón,
contando siempre con el apoyo de Medea, durmió al dragón guardián, y después de apoderarse,
sin ser visto, del vellocino de oro, se dieron a la fuga a toda prisa. Apenas el rey Eetes descubrió
la fuga de Jasón y Medea y el hurto del vellocino de oro, se lanzó a la persecución del Argo.
Medea, para retrasarlo, dio muerte a Apsirto, su hermano, que viajaba con ella, y empezó a tirar
al mar, uno a uno sus miembros. El infeliz Eetes, perdió un tiempo precioso tratando de recoger
las partes del cuerpo de su amado hijo, y de este modo los fugitivos lograron alejarse
definitivamente.

El trayecto del Argo


Mientras Eetes había anclado en alguna playa del Ponto Euxino para dar sepultura a su
hijo, el Argo siguió su camino. Pasó por el Danubio, que entonces unía, se dice, el Ponto con el
Mar Adreiático, subió por el Eridano (el Po) y por el Ródano, junto a las tierras donde moraban
los Ligures y los Celtas, se adentró de nuevo en el Mediterráneo y cruzó cerca de la isla de las
Sirenas. Desde muy lejos se oía el canto embrujador de las Sirenas. En ese momento, Orfeo,
músico de Tracia, con su melodiosa lira y su carismática voz, se puso a cantar de tan bello modo,
que ninguno de los Argonautas se animó a corresponder a la llamada de las Sirenas. Las
nostálgicas melodías de Orefeo les hablaban del hogar, de los seres queridos que les esperaban
en la patria y sembró en sus corazones el deseo del retorno.
Los Argonautas después de una larga travesía, pasando por el reino de Circe, por los
estrechos de Caribdis y Escila, por la isla de Feacos y por las costas de Libia, llegaron a Creta,
donde tuvieron que enfrentarse al gigante Talo, el robot que había creado Hefesto. La astucia y
los hechizos de Medea neutralizaron las fuerzas de Talo, puesto por el rey Minos para defender
la isla e impedir las incursiones de forasteros.

La vuelta a Yolco
Siguiendo su ruta por el Mar de Creta y tras enormes dificultades, cruzaron el Efeo y
llegaron al fin a Yolco, trayendo consigo el codiciado vellocino de oro. Había llegado el momento
en que Jasón debía reclamar al rey Pelías su legítimo derecho al trono. Pelías, que mientras faltó
Jasón había asesinado a todos los parientes de éste, se negó a cederle el trono. Así Jasón decidió
refugiarse una vez más en los mágicos poderes y en la habilidad de su mujer. Medea logró
introducirse en el palacio y convencer a las hijas de Pelías para que participaran en el asesinato
de su padre creyendo que de este modo le devolvería la juventud perdida. A partir de este punto,
son muchas las variantes que existen. Una de ellas narra que Jasón y Medea reinaron en Yolco
y años más tarde concibieron un vástago, confiándole su educación al Centauro Quirón. Otra
variante dice que se marcharon a vivir en Corinto, dejando el trono de Yolco a Acasto, el único
hijo varón de Pelías.

Interpretación del mito de los Argonautas


Según los hechos de la remota época a la que se refieren, se llega a la conclusión de que
hábiles marinos griegos hicieron una serie de proezas al mismo tiempo que describían el mundo
con sus viajes, completando así sus conocimientos geográficos. El importante descubrimiento
del Ponto Euxino, que hasta entonces se creía que era un mar (pontos=mar) y la difusión del
helenismo en las regiones que éste bañaba, es lo que se deduce de los relatos del viaje y el
itinerario del Argos.

21
PROMETEO Y PANDORA
Mito de Prometeo6
Cielo y tierra habían sido creados; el mar se mecía en sus orillas y en su seno jugueteaban
los peces; en el aire cantaban, aladas, las aves; pululaban en el suelo los animales. Pero faltaba
aún la criatura en cuyo cuerpo pudiera dignamente morar el espíritu y dominar desde allí todo
el mundo terreno. Apareció entonces en la Tierra Prometeo, vástago de la vieja estirpe de los
dioses que Zeus destronara, hijo de Japeto, que lo era de Urano, nacido de la Tierra, dotado de
gran ingenio. Bien sabía éste que en el suelo dormitaba la semilla del Cielo; por eso tomó arcilla,
la humedeció con agua del río, la amasó y modeló con ella un ser a imagen de los dioses, señores
del Mundo. Para animar este amasijo obra de sus manos, pidió a las almas de todos los animales
cualidades, buenas y malas, y las encerró en el pecho del hombre. Entre los Olímpicos tenía una
amiga, Atenea, diosa de la sabiduría, quien, admirada de la obra del hijo del Titán, infundió en
la figura semianimada el espíritu, el hálito divino.
Así nacieron los primeros hombres, y no tardaron en multiplicarse y llenar la Tierra.
Durante largo tiempo, sin embargo, no supieron cómo servirse de sus nobles miembros y de la
divina chispa que recibieran. Miraban en vano, sin ver; oían sin oír. Vagaban como fantasmas,
sin poder ayudarse de lo creado. Desconocían el arte de excavar las piedras y trabajarlas, de
cocer ladrillos con barro, con los troncos caídos del bosque tallar maderos, y con todas estas
cosas construirse viviendas. Pululaban bajo el suelo, en cavernas donde jamás penetraba el sol,
como inquietas hormigas. No conocían las señales seguras anunciadoras del invierno, de la
primavera con sus flores, del verano con su riqueza de frutos. Cuanto hacían era sin plan ni
concierto.
Y he aquí que en Prometeo se despertó el interés por sus criaturas. Les enseñó a
observar la salida y la puesta de los astros, las inició en el arte de contar, en el de la escritura;
les enseñó a reducir a los animales al yugo y a utilizarlos como compañeros de trabajo;
acostumbró los corceles a la brida y al carro, inventó barcas y velas para navegar. Se preocupó
igualmente de los demás aspectos de la vida de los humanos. Antes no sabían éstos emplear
remedios en sus enfermedades, desconocían los ungüentos que mitigan el dolor y no
practicaban para cada dolencia una dieta apropiada; por falta de medicinas, los pacientes
sucumbían miserablemente. Por eso, Prometeo les enseñó a mezclar medicamentos con que
combatir toda suerte de enfermedades. Les enseñó luego el arte de la predicción, revelándoles
los significados de señales y sueños, del vuelo de las aves y de los aruspicios. Además, les hizo
dirigir la mirada al interior de la tierra y descubrir así los minerales metálicos: el hierro, la plata
y el oro. En una palabra, les inició en todos los regalos y las artes de la existencia.
No hacía mucho que reinaba en el Cielo, junto con sus hijos, Zeus, que había destronado
a su padre Cronos y a la antigua raza de dioses de la que también descendía Prometeo.
Y he aquí que los nuevos dioses fijaron su atención en el linaje de hombres que acababa
de nacer. Le exigieron les rindiera homenaje, a cambio de la protección que pensaban
dispensarle. Se celebró en Mekone (Sición), Grecia, ura asamblea de mortales e inmortales, y en
ella se estipularon los derechos y deberes de los hombres. Como abogado de sus humanas
criaturas se presentó en la asamblea Prometeo, con objeto de velar para que los dioses no
impusiesen excesivas cargas a los mortales en pago de la protección otorgada. Pero su listeza
incitó al hijo de los Titanes a engañar a los dioses. En nombre de sus criaturas sacrificó un gran
toro, del cual los Olímpicos debían escoger la parte que desearan. Una vez despedazado, había
hecho dos montones con el cuerpo del animal propiciatorio: de un lado puso la carne y las
entrañas, con abundante grasa, atado todo ello en la piel del animal, y puso el estómago encima;
del otro lado colocó los huesos mondos, envueltos hábilmente en el sebo de la víctima. Y este
montón era el más voluminoso. Pero Zeus, el padre de los dioses, el omnisciente, vio el engaño
y dijo: «Hijo de Japeto, rey ilustre, buen amigo, ¡qué desiguales has hecho las partes!». Creyó

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22
entonces Prometeo haberle engañado y, sonriendo para sus adentros, dijo: «Ilustre Zeus, el más
grande de los dioses eternos, escoge la parte que el corazón en tu pecho te aconseje». Zeus
sintió la indignación en su alma, pero cogió adrede con ambas manos el blanco sebo y,
habiéndolo apretado y viendo los pelados huesos, simuló que hasta aquel momento no se daba
cuenta de la superchería e, irritado, exclamó: «¡Bien veo, amigo Japetónida, que no has olvidado
todavía el arte del fraude!»
Resolvió Zeus vengarse de Prometeo por su engaño, y negó a los mortales el último don
que necesitaban para alcanzar la plena civilización: el fuego. Más, también aquí supo
componérselas el astuto hijo de Japeto. Cogiendo el largo tallo del jugoso hinojo gigante, se
acercó con él al carro del Sol que pasaba y prendió fuego a la planta. Provisto de aquella antorcha
bajó a la Tierra y pronto la primera hoguera flameó hacia el Cielo. Fue el Tonante quien más se
sintió dolido en el fondo del alma, cuando divisó a lo lejos el resplandor del fuego elevándose
de entre los hombres. Inmediatamente, y para reemplazar el uso del fuego, que no podía ya
arrebatar a los mortales, ideó para ellos un nuevo mal: Hefesto, dios del fuego, famoso por sus
habilidades, formaría la estatua de una hermosa doncella. La propia Atenea que, celosa de
Prometeo, se había trocado en su enemiga, echó sobre la imagen una vestidura blanca y
reluciente, le aplicó sobre el rostro un velo que la virgen mantenía separado con las manos, la
coronó de frescas flores y la ciñó el talle con un cinturón de oro, artística obra que Hefesto
ofrendara también a su padre, adornada maravillosamente con policromas figuras de animales.
Hermes, el mensajero de los dioses, otorgaría el habla a la bella imagen, y Afrodita le daría todo
su encanto amoroso. De este modo Zeus, bajo la apariencia de un bien, había creado un
engañoso mal, al que llamó Pandora, es decir, la omnidotada; pues cada uno de los Inmortales
había conferido a la doncella algún nefasto obsequio para los hombres. Condujo entonces a la
virgen a la Tierra, donde los mortales vagaban mezclados con los dioses, y unos y otros se
pasmaron ante la figura incomparable. Pero ella se dirigió hacia Epimeteo, el ingenio hermano
de Prometeo (1), llevándole el regalo de Zeus. En vano aquél había advertido a su hermano que
nunca aceptase un obsequio venido del olímpico Zeus, para no ocasionar con ello un daño a los
hombres; debía rechazarlo inmediatamente. Epimeteo se olvido de aquellas palabras, acogió
gozoso a la hermosa doncella y no se dio cuenta del mal hasta que ya lo tuvo. Pues hasta
entonces las familias de los hombres, aconsejadas por su hermano, habían vivido libres del mal,
no sujetos a un trabajo gravoso, exentos de la torturante enfermedad. Pero la mujer llevaba en
las manos su regalo, una gran caja provista de una tapadera. Apenas llegada junto a Epimeteo
abrió la tapa y en seguida volaron del recipiente innumerables males que se desparramaron por
la Tierra con la velocidad del rayo. Oculto en el fondo de la caja había un único bien: la esperanza;
pero, siguiendo el consejo del padre de los dioses, Pandora dejó caer la cubierta antes de que
aquélla pudiera echar a volar, encerrándola para siempre en el arca. Entretanto, la desgracia
llenaba, bajo todas las formas, tierra, mar y aire. Las enfermedades se deslizaban día y noche
por entre los humanos, solapadas y silenciosas, pues Zeus no les había dado la voz. Un tropel de
fiebres sitiaba la Tierra, y la muerte, antes remisa en sorprender a los hombres, precipitó su
paso.
Después, Zeus dirigió su venganza contra Prometeo. Entregó al culpable a Hefesto y sus
criados, Cratos y Bia (la coerción y la violencia), quienes hubieron de arrastrarle a las soledades
de Escitia, y allí, sobre un espantoso precipicio, encadenarle con cadenas indestructibles al muro
de roca del Cáucaso. Hefesto cumplió con desgano el mandato de su padre, pues amaba en el
hijo de los Titanes al consanguíneo descendiente de su abuelo Urano, a un vastago de los dioses
de tan alta alcurnia como Zeus. Con palabras llenas de piedad y bajo los improperios de sus
brutales servidores, mandó a estos a que efectuaran el cruel trabajo.
Y así hubo de permanecer Prometeo suspendido de la desolada peña, de pie, insomne,
sin nunca poder doblar la cansada rodilla. «Exhalarás muchas inútiles quejas y suspiros —le díjo
Hefesto—, pues la voluntad de Zeus es inexorable, y todos aquellos que llevan poco tiempo
disfrutando de un poder usurpado son duros de corazón (2)». En realidad, el tormento del
cautivo debía durar eternamente, o por lo menos treinta mil años. Aunque suspirando y

23
quejándose a voces, aunque llamando, como testigos de su dolor, a los vientos y a los ríos, a las
fuentes y a las olas del mar, a la madre Tierra y a los astros del Zodíaco que todo lo ven, su.
ánimo no se doblegó. «Debe soportar la decisión del Destino —dijo— todo aquel que sabe
comprender la fuerza invencible ce la necesidad». Tampoco se dejó mover por las amenazas de
Zeus a descifrar la oscura profecía de que un nuevo lazo matrimonial (3) depararía al soberano
de los dioses la perdición y la caída. Zeus cumplió su palabra: envió al prisionero un águila que,
huésped diario, se nutría de su hígado, el cual, consumido, se regeneraba constantemente.
Aquel tormento no habría de cesar hasta que se presentase un redentor que, aceptando
voluntariamente la muerte, se aviniese en cierto modo a reemplazarle.
Finalmente llegó para el infeliz el día de la liberación. Después de haber permanecido
por espacio de siglos suspendido de la roca y sufriendo torturas espantosas, acertó a pasar
Hércules camino de las Hespérides y en busca de sus manzanas. Al ver colgando en el Cáucaso
al nieto de los dioses y con la esperanza de poder aprovecharse de su buen consejo, se apiadó
de su destino al ver cómo el águila, posada sobre las rodillas de Prometeo, devoraba el hígado
del infeliz. Dejando entonces la maza y la piel de león, tendió su arco y disparó la flecha,
ahuyentando al ave cruel de la entraña del atormentado. Acto seguido desató sus ligaduras y se
alejó con el redimido. No obstante, para que se cumpliese la condición del rey de los dioses,
puso en su lugar al centauro Quirón, quien se declaró presto a morir en aquel sitio, pues que
antes era inmortal (3). Mas para que no quedase incumplida la sentencia de Zeus, que
condenaba a Prometeo a permanecer desterrado en la roca durante un tiempo mucho más
prolongado, tuvo éste que llevar en adelante un anillo de hierro en pie que, se encontraba una
piedrecita arrancada de las peñas del Cáucaso. De este modo, Zeus pudo jactarse de continuar
teniendo a su enemigo cautivo a la montaña.

1. Prometeo significa «el previsor»; Epimeteo, «que reflexiona después del hecho».
2. Zeus había derrocado a Cronos (Saturno) y con él a la antigua dinastía de dioses, apoderándose por la
fuerza del Olimpo. Japeto y Cronos eran hermanos; Prometeo y Zeus hijos de hermanos.
3. Con Tetis. (Pues a ésta se le había vaticinado que tendría un hijo que sería más fuerte que su propio padre.
Por eso más tarde Zeus la casó con el héroe mortal Peleo, de quien tuvo Aquiles.)
4. Ver Hércules: «Trabajos cuarto al sexto».

Mito de Pandora7
Según el mito hesiódico, Pandora es la primera mujer, como Eva en la religión
judeocristiana. Hefesto (dios del fuego) la modeló a imagen y semejanza de las inmortales, y
obtuvo la ayuda de Palas Atenea (diosa de la sabiduría). Zeus ordena su creación para castigar a
la raza humana, porque Prometeo se había robado el fuego divino para dárselo a los hombres.
Cada dios le otorgó a Pandora una cualidad como la belleza, la gracia, la persuasión, y la
habilidad manual, entre otras; pero Hermes (mensajero de los dioses, e intérprete de la voluntad
divina) puso en su corazón la mentira y la falacia.
Según Los Trabajos y Los Días de Hesíodo, había una jarra que contenía todos los males.
Pandora apenas la vio, la abrió y dejó que los males inundaran la tierra. Para cuando logró cerrar
la jarra, lo único que quedaba adentro era la esperanza, por lo que los humanos no la recibieron.
De este mito proviene la expresión ‘abrir la caja de Pandora’. En esta tradición, Pandora
representa la perdición de la humanidad al igual que Eva.
De acuerdo con otra tradición, la jarra contenía más bien todos los bienes y Zeus se la
entrega a Pandora, para que se la regale a Epimeteo el día de su boda, pero ella la abrió
imprudentemente, y todos los bienes se escaparon y volvieron al Olimpo (lugar donde viven los
dioses), dejando a los hombres afligidos por todos los males, con el único consuelo de la
esperanza.
Epimeteo era hermano de Prometeo, Atlante y Menecio, hijo de Japeto y Clímene. Es un
titán (primera generación de dioses, descendientes de Gea y Urano). Cuando Prometeo engañó

7
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a Zeus y le robó por fin el fuego sagrado, estaba seguro que debía esperar un castigo. Por esto,
le prohíbe a su hermano que reciba regalos de Zeus, pero Epimeteo al ver la belleza de Pandora
no pudo contenerse. Epimeteo, entonces es el culpable de las desgracias de la raza humana.

8DÁNAE Y PERSEO
El rey de Argos, Acrisio, que tenía una hija única, Dánae, emprendió el largo viaje hacia
Delfos para interrogar a la pitonisa. Esta vieja mujer, con la ayuda de los dioses, podía, a veces,
leer el futuro. El rey le hizo la única pregunta que le interesaba:
—¿Tendré algún día un hijo varón?
La respuesta de la pitonisa fue terrible e inesperada:
—No, Acrisio, nunca. En cambio, tu nieto te matará... ¡y te reemplazará en el trono de
Argos!
—¡Cómo! ¿Qué dices?
Pero la pitonisa no repetía nunca sus profecías. El rey de Argos estaba consternado.
Regresó a su patria repitiendo:
—Dánae... ¡es necesario que Dánae no tenga hijos!
Ella lo recibió cuando volvió al palacio. Preguntó enseguida:
—¿Y bien, padre? ¿Qué ha dicho el oráculo?
El rey sintió que su corazón daba un vuelco. ¿Cómo evitar la profecía de los dioses sin
matar a Dánae?
—Guardias —ordenó—, que encierren a mi hija en una prisión sin puerta ni ventanas.
¡De ahora en más, nadie podrá acercársele!
Dánae no comprendió por qué la llevaban a un amplio calabozo forrado de bronce. El
pesado techo que cerraron encima de ella no tenía más que algunas ranuras angostas a través
de las cuales, cada día, le bajaban la comida con una cuerda.
Privada de aire puro, de luz y de compañía, Dánae creyó que no tardaría en morir de
pena.
Pero en el Olimpo, Zeus se apiadó de la prisionera. Conmovido por su tristeza y, también,
seducido por su belleza, resolvió acudir en su ayuda.
Una noche, a Dánae la despertó una violenta tormenta que tronaba encima de su
cabeza. Extrañas gotas de fuego caían sobre ella.
—Parece increíble, pero... ¡es oro! —exclamó levantándose.
Enseguida, la lluvia luminosa cobró forma. Dánae estuvo a punto de desfallecer al ver
que se corporizaba ante ella un hombre bello como un dios.
—¡No temas, Dánae! —dijo—. Te ofrezco la manera de huir...
Esta promesa era algo inesperado, y Dánae sucumbió rápidamente al encanto de Zeus.
Cuando el alba la despertó, Dánae creyó que había soñado. ¡Pero pronto comprendió
que estaba embarazada! Y tiempo después, dio a luz a un bebé de una belleza y de una fuerza
excepcionales.
—¡Lo llamaré Perseo! —decidió.

Un día, al atravesar las cárceles del palacio, Acrisio creyó oír los gritos de un niño de
pecho. Ordenó que se abrieran las puertas de las prisiones. ¡Grande fue su estupefacción al
descubrir a su hija con un magnífico recién nacido en brazos!
—Padre, ¡sálvanos! —suplicó Dánae.
El rey realizó una investigación e interrogó a los guardias. Finalmente, debió rendirse a
la evidencia: ¡sólo un dios había podido entrar en ese calabozo!

8
VARIOS AUTORES, (2005) “Mitos clasificados I” Cántaro editores, Buenos Aires, Argentina

25
Si eliminaba a su hija y al niño, Acrisio cometería un crimen imperdonable.
Entonces, el rey vio un gran baúl de madera en la sala del trono.
—¡Dánae, entra en ese cofre con tu hijo!
Temblando de miedo, la joven obedeció. Acrisio hizo cerrar la caja y sellarla. Luego,
llamó al capitán de su galera personal.
—Carga este cofre en tu navío. ¡Y cuando estés lejos de toda tierra habitada, ordena a
tus hombres que lo arrojen al mar!
El capitán partió; después de tres días de navegación, el cofre fue lanzado por la borda.
De nuevo prisionera, Dánae intentaba calmar los gritos del pequeño Perseo. Durante
mucho tiempo, el cofre de madera flotó en el mar, a merced de las olas...
Una mañana, mientras acercaba su embarcación a la arena, un pescador sintió intriga
por esa enorme caja que la marea había acercado a la playa. Abrió el candado esperando
encontrar en ella un tesoro. No podía creer lo que veía cuando, en su interior, halló inconscientes
a una mujer y a un niño.
—Son bellos como dioses... ¡Los desdichados parecen estar al límite de sus fuerzas!
¿Desde hace cuánto tiempo andarán a la deriva?
El pescador, Dictis, era un hombre muy bueno. Condujo a Dánae y a Perseo a su cabaña
y los cuidó lo mejor que pudo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Dánae cuando se despertó.
—En una de las islas de las Cícladas: Sérifos. La gobierna mi hermano, el tirano
Polidectes. Pero no temas, estarás segura en mi casa.
Pasaron los meses y los años. Perseo se volvió un muchacho robusto y valiente. Todos
los días, acompañaba a Dictis a pescar. En cuanto a Dánae, se ocupaba de la casa y de la cocina,
bendiciendo cada día la bondad de su salvador.
Una mañana, una soberbia comitiva se detuvo ante la cabaña de Dictis. Era el rey
Polidectes que venía a visitar a su hermano. Al ver a Dánae ante la puerta, le impresionó la
belleza y la nobleza de esta desconocida. En cuanto apareció Dictis, el rey dijo, intrigado:
—Dime, hermano, ¿se trata de tu esposa o de una princesa?
—Oh, ni una cosa ni la otra, Polidectes. Es, simplemente, una náufraga que he rescatado.
—¡Tienes suerte de haber pescado una perla tan bella! Esta joya es demasiado preciosa
para un pobre pescador. Ven, dime tu nombre.
—Dánae, señor, para servirlo —dijo la muchacha haciendo una reverencia.
—¿Servirme? De acuerdo. Bien, te conduzco a mi palacio. ¡Después de todo, lo que llega
a las orillas de mi isla es de mi propiedad!
Muda de espanto, Dánae se dio vuelta hacia Dictis: no quería cambiar su cabaña por un
palacio ni a su bienhechor por un rey.
—Ay —le murmuró Dictis—, me temo que debes obedecer.
—¡Ah, señor! —suplicó Dánae—. Tengo un hijo. Al menos, permite que me acompañe y
no nos separes.
—¡De acuerdo! —dijo Polidectes—. Ve a buscar a tu hijo.
Pero cuando el rey vio a Perseo, se reprochó su bondad. Ese muchacho semejante a un
príncipe podía convertirse en su rival...
En cuanto Dánae llegó al palacio, Polidectes le destinó las más bellas habitaciones.
Enamorado de la hija de Acrisio, la cortejaba asiduamente. En cambio, odiaba a Perseo, pero,
para congraciarse con Dánae, convocó a los mejores preceptores, quienes le enseñaron al
muchacho todas las artes. Dánae no dejaba de agradecer al rey por sus buenas acciones y, cada
día, le costaba más rechazar sus propuestas.
—Mañana —le anunció un día con tristeza a su hijo—, Polidectes organiza un gran
banquete para anunciar nuestro compromiso.
—¿Cómo? —preguntó Perseo con violencia—. ¿Te vas a casar con el rey?
—Ya no puedo oponerme por mucho más tiempo. Te lo suplico, Perseo, intenta
comportarte correctamente durante la ceremonia.

26
La fiesta fue suntuosa: Polidectes había hecho preparar las comidas más exquisitas. Cada
invitado había traído un regalo al amo de los dominios, tal como lo exigía la costumbre.
—Y bien, Perseo —preguntó de golpe Polidectes—, ¿qué piensas de todos estos regalos?
¿Te parecen dignos de nosotros?
—Señor —respondió Perseo con una mueca de despecho—, sólo veo allí cosas muy
ordinarias: copas de oro, caballos, arneses.
—¡Pretencioso! ¿Qué cosa tan original, pues, querías que me trajeran?
—No sé... ¡la cabeza de Medusa, por ejemplo!
Un murmullo de temor circuló entre los invitados: Medusa era, de las tres gorgonas, la
de mayor tamaño y la más peligrosa. Se ignoraba dónde vivían esas tres hermanas monstruosas,
¡pero se sabía que su cabellera estaba hecha de serpientes venenosas y, sobre todo, que su
mirada petrificaba en el instante a todo aquel que se atreviera a mirarlas!
—A propósito —dijo Polidectes—, tú, Perseo, ¿qué regalo nos has hecho?
El muchacho bajó la cabeza refunfuñando: ¿qué habría podido traer a su anfitrión?
—¡Y bien, te tomo la palabra! —decretó Polidectes—. Te ordeno que me traigas la
cabeza de Medusa. No regreses al palacio sin ella.
A la noche, Dánae, desesperada, le suplicó que no la dejara. Pero no contó con el orgullo
de Perseo, que exclamó:
—No. Polidectes me lanzó un desafío. Y le debo lo que reclama a cambio de su
hospitalidad.

Al día siguiente, Perseo erró a lo largo de la costa de Sérifos buscando alguna idea:
abandonaría la isla, de acuerdo. ¿Pero adónde ir?
Fue entonces cuando aterrizó delante de él Hermes, el de pies alados. Ante su
estupefacción, el dios de los viajes estalló en una carcajada:
—¡Te veo en problemas, joven audaz! Ignoro dónde se esconden las gorgonas, pero sus
otras tres hermanas, las grayas, lo saben. Además, poseen tres objetos sin los cuales no podrás
realizar tu misión.
—Y... ¿cómo hallaré a las tres grayas? —preguntó Perseo.
—Eso no es problema. Sube a mis espaldas, ¡te llevo!
Perseo trepó sobre los hombros de Hermes, que se echó enseguida a volar. El dios voló
durante mucho tiempo hacia el poniente antes de detenerse en una región árida y sombría. Le
murmuró a Perseo:
—Ten cuidado. ¡Estas viejas brujas no te darán esos datos y esos objetos por propia
voluntad! ¡Deberás hacerles trampa!
Al acercarse a las tres hermanas, Perseo hizo un movimiento de rechazo: eran de una
fealdad repugnante. Sus bocas no tenían dientes, las órbitas de sus ojos estaban vacías. Parecían
agitadas y estar en medio de una gran conversación. Una y otra vez, se pasaban entre sí... ¡un
ojo y un diente! Perseo reprimió una exclamación.
—¡Y sí! —explicó Hermes—. No tienen más que un ojo y un diente para las tres. ¡Deben,
por tanto, prestárselos sin parar!
Enseguida, Perseo tuvo una idea. Se acercó a las tres grayas; en el momento en
que la primera tendía el ojo y el diente a la segunda, ¡se apoderó de ellos! Las viejas
aullaron a ciegas:
—¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¡Devuélvenos nuestro ojo y nuestro diente!
—Con dos condiciones: ¡que me indiquen dónde encontraré a sus hermanas gorgonas y
que me den los tres objetos que me permitirán enfrentarlas!
Enloquecidas por tanta audacia, las tres grayas se pelearon y se lamentaron un
momento. ¡Pero ni siquiera tenían ya su único ojo para llorar! Por último, una de ellas suspiró:

27
—Bien. Encontrarás a Esteno, Euríale y Medusa en los confines del mundo, en una
caverna, más allá del territorio del gigante Atlante.
—Aquí están las sandalias aladas que te permitirán llegar, una alforja mágica y el casco
de Hades.
—¡El casco de Hades! ¿Para qué me servirá?
—Aquel que lo lleva se vuelve invisible. ¡Ahora, devuélvenos nuestro bien!
Perseo les entregó el ojo y el diente. Luego fue a reunirse con Hermes.
—¡Mira! —le dijo alegremente—. ¡Poseo unas sandalias parecidas a las tuyas! ¿Me
acompañarás?
—De ninguna manera —contestó Hermes—. Tengo mucho que hacer. De ahora en más,
puedes arreglarte solo. Pero cuídate de no mirar nunca a Medusa ni a sus hermanas: ¡te
convertirías en piedra! Ah, toma, te confío mi hoz de oro, te será útil.
Perseo se deshizo en agradecimientos. Se puso las sandalias y se echó a volar con una
torpeza que hizo sonreír a Hermes. El dios de los voladores le hizo una seña:
—No sacudas los pies tan rápidamente... el vuelo es una cuestión de entrenamiento...
¡Aprenderás enseguida!
Perseo, lleno de alegría, se dirigió hacia el poniente: ¡gracias a los dioses que velaban
por él, ya no dudaba de que vencería a Medusa!
Atravesando bosques y ríos, se encontró con las ninfas, jóvenes divinidades de las
forestas y de las aguas. Encantadas por el coraje y por el andar de ese joven héroe, le indicaron
la guarida de las gorgonas.
Cuando Perseo llegó al medio de un desierto y descubrió la entrada de la caverna,
tembló de terror: alrededor, no había más que estatuas de piedra. Allí estaban todos lo que
habían enfrentado a las gorgonas y que habían sido petrificados por su mirada. Hasta aquí,
Perseo no había medido la dificultad de su tarea: ¿cómo decapitar a Medusa sin dirigir su mirada
hacia ella?
Sin embargo, se arriesgó en el antro oscuro, revoloteando. Penetró en el corazón de la
caverna donde resonaban ronquillos. Luego, vio un nudo de serpientes que se contorsionaban
levantando hacia él sus cabezas que silbaban. Enseguida, desvió la mirada y murmuró, con el
corazón palpitante:
—Las gorgonas están adormecidas... ¡Los reptiles que tienen por cabellera van a
revelarles mi presencia! No puedo de ningún modo matar a Medusa con los ojos cerrados. ¡Ah!,
Atenea —suspiró—, diosa de la inteligencia, ven en mi ayuda, ¡inspírame!
Una luz iluminó la gruta... y apareció Atenea, vestida con su coraza, y armada. Su mirada
era de bondad.
—Estoy conmovida por tu valor, Perseo. Toma, te confío mi escudo. ¡Enfrenta a Medusa
sirviéndote de su reflejo!
Perseo se dio vuelta y comprendió de inmediato. Ahora, podía avanzar hacia los tres
monstruos: extendía delante de sus ojos el escudo de la diosa, ¡tan liso y pulido como un espejo!
Las tres gorgonas ya se agitaban en su sueño. Con su cuerpo cubierto de escamas y con
sus largos colmillos puntiagudos que erizaban sus fauces, eran en verdad horribles. Perseo ubicó
rápidamente a Medusa, en el centro; era la más joven y la más venenosa de las tres.
Retrocediendo siempre y guiándose por el reflejo del escudo, llegó hasta la gorgona en el
momento en que ésta se despertaba. ¡Entonces, dando media vuelta, blandió la hoz que le había
prestado Hermes y la decapitó! La enorme cabeza comenzó a moverse y a saltar por el suelo.
Durante un instante, Perseo no supo qué hacer. Luego, tomó la alforja que le habían dado las
grayas.
—Ay, ¡es demasiado pequeña! No importa, probemos...
Conteniendo su repugnancia, recogió la cabeza. Milagrosamente, la bolsa se agrandó lo
suficiente como para que Perseo pudiera guardar en ella su botín. Después de lo cual, la alforja
recobró su tamaño.

28
El héroe no tuvo tiempo de saborear su victoria: un ruido insólito lo alertó. Vio la sangre
que brotaba a grandes chorros del cuerpo decapitado de Medusa. De aquella efervescencia
rojiza surgieron dos seres fabulosos. Primero, apareció un gigante con una espada dorada en la
mano. Como Perseo retrocedía, el otro lo tranquilizó:
—Gracias por haberme hecho nacer, Perseo. ¡Mi nombre es Crisaor!
De la sangre de Medusa se desprendía, poco a poco, otra criatura, aún más
extraordinaria: un caballo alado, de una blancura resplandeciente...
—Y he aquí Pegaso —le dijo Crisaor—. ¡Ah... ten cuidado! ¡Las hermanas de Medusa se
han despertado! ¡Están bloqueando el paso! ¡No... sobre todo, no te des vuelta!
Rápidamente, Perseo se colocó el casco de Hades. Se volvió invisible de inmediato.
Desconcertadas, las gorgonas se pusieron a buscar a su adversario. Y Perseo, con los ojos
protegidos detrás del escudo de Atenea, pudo entonces escurrirse hasta la salida.

En cuanto se quitó el casco, las hermanas de Medusa comprendieron que habían sido
engañadas. Salieron de la caverna y se lanzaron en su búsqueda. Perseo estaba listo para echar
vuelo con sus sandalias cuando Pegaso, a su vez, salió de la gruta relinchando.
De un salto, el héroe subió al caballo alado que voló por los aires. Con el rostro azotado
por el viento, Perseo estaba radiante de felicidad, ¡había vencido a Medusa y estaba montando
el más fabuloso de los caballos! De la bolsa que llevaba en la mano, se escapaban numerosas
gotas de sangre. Cada una de ellas, al caer al suelo, se transformaba en serpiente. Esta es la
razón por la cual hoy hay tantas en el desierto.

A la noche siguiente, Hermes se le apareció a Perseo. El héroe agradeció al dios por sus
consejos y por su ayuda; le devolvió la hoz y le pidió que restituyera a las tres grayas el casco de
Hades y las sandalias aladas; pero, desde luego, se guardó la bolsa con lo que contenía...
Una noche, en el camino de regreso y mientras atravesaba una región árida y escarpada,
Perseo decidió hacer un alto. Poco después, llegó un gigante. Esta vez, se trataba de un coloso
tan grande como un volcán, y mantenía curiosamente los dos brazos alzados.
—¿Qué haces aquí, extranjero? —gruñó—. ¿Sabes que estás muy cerca del jardín de las
hespérides? ¡Rápido, vete!
—¡Estoy agotado! —explicó Perseo—. Déjame dormir aquí esta noche.
—De ninguna manera. ¡Mi trabajo no soporta la presencia de nadie!
Perseo no comprendía. Quiso defenderse.
—¿Cómo te atreves a insistir? —refunfuñó el gigante adelantando un pie amenazador—
. ¡Pequeña larva, haré de ti un bocado!
Entonces, el héroe sacó de la bolsa la cabeza de la gorgona cuyo poder, lo sabía, seguía
intacto. ¡Se la extendió al gigante qué quedó... pasmado! En un segundo, su cuerpo se había
transformado en una montaña de piedra. Perseo exclamó:
—¡Era Atlante! ¡He petrificado al que cargaba el cielo sobre sus hombros!
Desde ese día, el gigante se vio liberado de su carga. Y el peso del cielo es soportado por
la montaña que lleva su nombre.
Cuando Perseo llegó a la isla de Sérifos, corrió hasta el palacio a presentarse ante el rey
Polidectes. Al no ver a su madre, se preocupó. El soberano, furioso, le lanzó:
—¡Dánae se escapó! Se niega a casarse conmigo. Se ha refugiado en un templo con mi
hermano Dictis, el pescador. Esperan la protección de los dioses. Estoy sitiando su guarida, no
aguantará n mucho tiempo más. Y tú, ¿de dónde vienes?

29
—Señor —respondió Perseo—, he cumplido con lo que usted me pidió: le traigo la
cabeza de Medusa.
Incrédulo, Polidectes estalló en malvadas carcajadas.
—¡Cómo! ¿Y entra en esa pequeña bolsa? ¿Pretendes haber timado a la gorgona?
¿Cómo te atreves a burlarte así de mí?
—Esta bolsa es mágica —dijo Perseo, que disimulaba mal su cólera—. Crece y se achica
en función de lo que se mete adentro.
—¿La cabeza de Medusa allí adentro? —se burló el rey—. ¡Me gustaría ver eso!
—A sus órdenes, señor: hela aquí.
El héroe tomó la cabeza de Medusa y la blandió frente a Polidectes. El rey no tuvo tiempo
de responder ni de asombrarse: se transformó en piedra en su trono. Y cuando los soldados y
los cortesanos reunidos iban a arrojarse sobre él, Perseo les extendió la cabeza de la gorgona,
¡al punto, quedaron todos petrificados, en ese mismo instante!
Perseo corrió a liberar a su madre y a Dictis, su fiel protector. Salvados del tirano, los
habitantes de la isla de Sérifos quisieron que Perseo reinara en su lugar.
—No —les respondió—. El único trono legítimo que tengo el derecho de reivindicar es
el de Argos, mi patria. Allí regresaré.
El rumor de las hazañas del hijo de Dánae había llegado hasta Acrisio: ¡entonces su hija
y su nieto habían sobrevivido! Para escapar de la profecía, Acrisio huyó y se exilió en la ciudad
de Larisa; le importaba menos su trono que su vida.
Fue entonces cuando Perseo llegó a Argos y, en ausencia de su abuelo, reinó. Una noche,
se le apareció Atenea. El héroe se inclinó ante la diosa, le devolvió su escudo y la bolsa.
—Contiene la cabeza de Medusa. ¿Quién mejor que tú podría usarla, ya que eres a la
vez la diosa de la guerra y de la sabiduría?
—Acepto tu regalo, Perseo, y te lo agradezco.
Atenea tomó la cabellera de serpientes y la aplicó sobre el escudo que había permitido
engañar a la gorgona.
Desde entonces, la cabeza de Medusa adorna el escudo Atenea.

Mientras tanto, en Larisa, el rey de la ciudad acababa de organizar juegos. Aun en el


exilio, Acrisio, el padre de Dánae, concurrió a las arenas para asistir a ellos. Se sentó en la primera
fila. Enseguida se sintió intrigado por un joven atleta que, antes de lanzar un disco, quería a toda
costa retroceder hasta fondo del estadio.
—¿Qué teme? —preguntó Acrisio encogiéndose de hombros.
—Teme lanzar el disco demasiado lejos —le explicó su vecino— y lastimar así a algún
espectador.
Acrisio sonrió ante la pretensión del atleta.
—¿Quién es para creerse tan fuerte?
—Es el nieto del antiguo rey de Argos. Su nombre es Perseo.
Con sorpresa y espanto, Acrisio se levantó de su grada. Pero allá, en el otro extremo del
estadio, el atleta acababa de lanzar disco... El proyectil voló hasta las primeras filas; se abatió
sobre la cabeza de Acrisio, que cayó muerto instantáneamente.
Así el héroe Perseo mató a su abuelo, por accidente.
Sin consuelo por su acto, fue reconfortado por Dánae.
—Hijo mío —afirmó—, tú no eres responsable. Nadie escapa a su destino. El tuyo es
glorioso. ¿Y quién sabe si tus hijos no realizarán hazañas aún más espectaculares que las tuyas?
Dánae no se equivocaba: con la bella Andrómeda, su esposa, Perseo habría de tener una
numerosa descendencia. Una de sus nietas, Alcmena, sería incluso, como Dánae, amante de
Zeus. Y de esa unión de una mortal y de un dios habría de nacer entontes el mayor y más célebre
de los héroes: Hércules.

30
31
MITO DE LAS EDADES
Edades míticas con nombres de metales9
Para explicar la decadencia del mundo —que culmina en su tiempo y época— cuenta
Hesíodo, en Trabajos y días, el Mito de las Edades, marcadas por una progresiva decadencia y
designadas por nombres de metales: Edad de Oro, Edad de Plata, Edad de Bronce, Edad de los
Héroes y Edad de Hierro se han sucedido. El mito está tomado de un mito oriental, cada vez el
mundo humano ha ido empeorando y alejándose más de los dioses. Lo característico de Hesíodo
es haber intercalado la Edad de los Héroes entre la de Bronce y la de Hierro, para dar cabida así
en su esquema a una época de famoso esplendor, la que celebran los poetas épicos como
Homero, aun a riesgo de quebrar así la línea regular de los títulos metálicos, Como señaló J. P,
Vernant en un agudo análisis del mito, ahí se suceden por parejas los períodos de deterioro del
mundo. Falta aún, en esa progresiva decadencia, advierte el poeta beocio, una última edad, la
sexta, aún anónima, en la que ya no habrá ni justicia ni sentido de la decencia entre los humanos
y éstos se destrozarán entre sí como fieras.
Al Mito de las Edades, que explica por qué el mundo es tan penoso y está tan deteriorada
la convivencia humana, como si se hubiera ido gastando y pervirtiendo la raza humana desde la
época inicial áurea, en que vivía en la vecindad de lo divino, se le opone luego la creencia opuesta
—no sé si podemos llamarla «mito»—, en el Progreso. Esta aparece ya en un pensador griego
del siglo VI a. de C., en el ilustrado Jenófanes de Colofón, que en sus versos proclama que: «No
todo desde un principio lo mostraron los dioses a los humanos, sino que en el tiempo en su
búsqueda ellos van encontrando lo mejor».
Sin embargo, un mito como el de Prometeo —al menos tal como es visto por Esquilo—
supone de modo cierto esa creencia en un mundo que los humanos mejoran constantemente
mediante el dominio de las artes y los saberes, de la tecnología y la política.

Las cinco edades del hombre10

a. Algunos niegan que Prometeo creara a los hombres, o que al-gún hombre brotara de
los dientes de una serpiente. Dicen que la Tierra los produjo espontáneamente, como el mejor
de sus frutos, especialmente en la región del Ática , y que Alalcomeneo fue el primer hombre
que apareció, junto al lago Copáis en Beocia, in-cluso antes que existiera la Luna. Actuó como
consejero de Zeus, con ocasión de su querella con Hera, y como tutor de Atenea cuando ésta
era todavía una muchacha .
b. Estos hombres constituían la llamada raza de oro; eran súbdi-tos de Crono, vivían sin
preocupaciones ni trabajo, comían sola-mente bellotas, frutos silvestres y la miel que destilaban
los árbo-les, bebían leche de oveja y cabra, nunca envejecían, bailaban y reían mucho; para ellos
la muerte no era más terrible que el sueño. Todos ellos han desaparecido, pero sus espíritus
sobreviven como genios de los felices lugares de retiro rústicos, donantes de buena fortuna y
mantenedores de la justicia.
c. Luego vino una raza de plata, comedora de pan, también de creación divina. Los
hombres estaban completamente sometidos a sus madres y no se atrevían a desobedecerlas,
aunque podían vivir hasta los cien años de edad. Eran pendencieros e ignorantes y nunca
ofrecían sacrificios a los dioses, pero al menos no se hacían mutuamente la guerra. Zeus los
destruyó a todos.
d. A continuación vino una raza de bronce, hombres que caye-ron como frutos de los
fresnos y estaban armados con armas de bronce. Comían carne y pan, y les complacía la guerra,
pues eran insolentes y crueles. La peste terminó con todos.

9
GARCÍA GUAL, Carlos(2003) “Diccionario de mitos” Siglo XXI de España editores, Madrid, España
10
GRAVES, Robert (1985) “Los mitos griegos I” Alianza editorial, Madrid, España

32
e. La cuarta raza de hombres era también de bronce, pero más noble y generosa, pues
la engendraron los dioses en madres morta-les. Pelearon gloriosamente en el sitio de Tebas, la
expedición de los argonautas y la guerra de Troya. Se convirtieron en héroes y habitan en los
Campos Elíseos.
f. La quinta raza es la actual de hierro, indignos descendientes de la cuarta. Son
degenerados, crueles, injustos, maliciosos, libidino-sos, malos hijos y traicioneros .

1. Aunque el mito de la Edad de Oro se remonta finalmente a una tradición de


subordinación tribal a la diosa Abeja, la barbarie de su reinado en la época pre-agrícola había
sido olvidada en tiempos de Hesíodo y lo único que quedaba era una convicción idealista de que
en otro tiempo los hombres habían convivido en armonía mutua como las abejas (véase 2.2).
Hesíodo era un pequeño agricultor y la vida dura que vivía le hacía malhumorado y pesimista. El
mito de la raza de plata también deja constancia de las condiciones matriarcales, como las que
sobrevivían en la época clásica entre los pictos, los moesinoequianos del Mar Negro (véase
151.e) y algunas tribus de las Baleares, Galicia y el golfo de Sirte, bajo las cuales los hombres
seguían siendo un sexo despreciado, aunque se había introducido la agricultura y las guerras no
eran frecuentes. La plata es el metal de la diosa Luna. Los miembros de la tercera raza eran los
invasores helenos primitivos; pastores de la Edad de Bronce que adoptaron el culto del fresno
de la diosa y su hijo Posidón (véase 6.4 y 57.1). La cuarta raza era la de los reyes guerreros de la
época micénica. La quinta la constituían los dorios del siglo XII a. de C., quienes empleaban armas
de hierro y destruyeron la civilización micénica.
Alalcomeneo («guardián») es un personaje ficticio, una forma mascu-lina de
Alalcomenia, título de Atenea (Ilíada, iv.8) como guardiana de Beocia. Sirve al dogma patriarcal
de que ninguna mujer, ni siquiera una diosa, puede ser sabia sin instrucción masculina, y de que
la diosa Luna y la Luna misma fueron creaciones posteriores de Zeus.

El mito de la edades en Hesíodo11


El mito de las edades aparece en la obra de Hesíodo “Los trabajos y los días”, situado
tras el mito de Prometeo y Pandora, y antes de la fábula del halcón y el ruiseñor. Esto no hay
que considerar como una simple concatenación de narraciones míticas, sino que, podemos ver
una cierta unidad en la obra de Hesíodo. Trabajos y días trata el tema del trabajo y la justicia;
Hesíodo expone primeros dos temas, luego el lazo que une a ambos, para probar después por
medio de mitos la verdad de cada una de sus máximas fundamentales. Y es precisamente el mito
de las edades el medio de que se sirve Hesíodo para justificar y explicar el trabajo humano;
desde una edad dorada, donde no era preciso el trabajo físico, hasta la dureza de la época
contemporánea de Hesíodo.

Edad de oro
Es la generación de los primeros tiempos. En esta época los hombres vivían como dioses,
sin ningún tip0 de preocupaciones, no envejecían y, además, morían como sumidos en el sueño.
La edad de oro, cuyas huellas detectamos en otras culturas y mitologías, se sitúa siempre en una
época originaria. Época en que el espíritu humano, acosado por los enigmas, condiciones y
necesidades de la vida, ha fabricado una imagen ideal del mundo en el que todos los problemas
y dificultades aparecen resueltos. En esta edad no se alude a ninguna destrucción ni castigo,
como en el caso de los Oráculos Sibilinos, ya que el hombre no hace ningún mal “ellos contentos

11
NIETO IBÁÑEZ, Jesús María (1988) “El mito de las edades: de Hesíodo a los 0ráculos sibilinos”, Jornadas
de Filología Clásica de las Universidades de Castilla y León, Valladolid, España recuperado de
https://ddd.uab.cat/pub/faventia/02107570v14n2/02107570v14n2p19.pdf

33
y tranquilos alteraban sus faenas con numerosos deleites”. Al final de esta era, sin destrucción
ni castigo, Hesíodo simplemente dice “y ya luego, desde que la tierra hubo sepultado esta raza,
aquéllos son, por voluntad de Zeus, los seres benignos, terrenales y protectores de los mortales”.

Edad de plata
Es ésta una segunda raza peor que la anterior. Durante cien años son niños, y cuando se
hacen hombres viven poco tiempo a causa de su ignorancia y de no dar culto a los dioses. Es en
este caso la primera vez que vemos el castigo divino, aunque en cierto modo mitigado. Zeus
acabar con esta raza impía, pero a sus hombres los convertirá en divinidades subterráneas de
rango inferior.

Edad de bronce
Raza de hombres soberbios y guerreros, marcados por las luchas con armas de bronce,
que morirán víctimas de sus propias manos e irán al Hades.
Hesíodo la define como la raza de hombres de “aguerrido corazón de metal”.

Edad de los héroes


La inclusión de esta edad en el ciclo cósmico significa una alteración del proceso de
degeneración que experimenta la raza humana, y es precisamente en este punto donde radica
la originalidad de Hesíodo y el medio de que se sirve para encuadrar a 10s héroes homéricos en
su concepción del mundo.
Esta raza es considerada como “más justa y virtuosa” que la anterior, y sus hombres
como “semidioses”. Es la generación de los famosos héroes de las guerras de Troya, Tebas, etc.
Unos murieron en estas míticas guerras y otros viven aún en las islas de los Bienaventurados.

Edad de hierro
Llegamos así a la peor generación, la época en que vive el propio Hesíodo. El autor
describe esta edad de forma muy pesimista, enumerando los típicos males de los últimos
tiempos, tal y como 10s vamos a encontrar repetidamente en los Oráculos Sibilinos: desprecio
entre padres e hijos, constantes fatigas, envidia, injusticia, etc.
Es el panorama de una humanidad destinada a un desenlace fatal e irreversible. Hesíodo
finaliza esta narración sin dejar un resquicio de esperanza: “entonces Aidós y Némesis irán desde
la tierra al Olimpo, abandonando a los hombres. A los mortales sólo les quedaran amargos
sufrimientos”. No obstante, al intentar explicar las palabras de Hesíodo: “luego, ya no hubiera
querido estar yo entre los hombres de la quinta generación, sino haber muerto antes o haber
nacido después”, observamos que es posible que Hesíodo confíe en la sucesión de un segundo
ciclo, al terminar el primero en que vive, justificado por la visión cíclica propia del hombre
arcaico. En el relato de las edades del mundo está presente el mito del eterno retorno. Es lo que
significa el deseo del poeta de haber nacido en la época de los héroes o en la posterior a él, pues
será el comienzo de un nuevo ciclo. Las edades, en su degeneración, vuelven al caos primordial
para regenerar las fuerzas vitales del cosmos y empezar un nuevo proceso.
Son muchas las explicaciones que se han dado sobre este mito. Sin querer entrar en el
problema de su significación y sentido, consideramos que son la Dike y la Hybris los elementos
que regulan las oposiciones y afinidades entre las diferentes razas. La tensión entre ambas es la
que ordena la construcción del mito en su conjunto. Aquí reside la originalidad profunda de
Hesíodo, que hace de 61 un verdadero reformador.

34
CUENTOS

35
LA CASA DE ASTERIÓN12

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales
acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi
casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y
noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas
mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo,
hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto
hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra
especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada,
añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de
la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas
y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño
y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se
prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban
piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo
confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros
hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Loas
enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande;
jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha
consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por
las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la
vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta
ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la
respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día
cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo
que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora
volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te
gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano
se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las partes
de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un
abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la
casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios
con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de
las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también
son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero
dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo,
Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal.
Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La

12 BORGES, Jorge Luis (1949) “El Aleph”. Editorial Losada. Buenos Aires, Argentina.

36
ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos.
Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro
quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría
mi redentor, Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se
levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos.
Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me
pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como
yo?

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de


sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

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CENTAURO13
El caballo se detuvo. Los cascos sin herraduras se afirmaron en las piedras redondas y
resbaladizas que cubrían el fondo casi seco del río. El hombre apartó con las manos,
cautelosamente, las ramas espinosas que le tapaban la visión hacia el lado de la planicie.
Amanecía ya. A lo lejos, donde las tierras subían, primero en suave pendiente, como creía
recordar, sí eran allí iguales al paso por donde había descendido muy al norte, después
abruptamente cortadas por un espinazo basáltico que se convertía en muralla vertical, había
unas casas a aquella distancia bajísimas, rastreras, y unas luces que parecían estrellas. Sobre la
montaña, que cerraba todo el horizonte por aquel lado, se veía una línea luminosa, como si una
pincelada sutil hubiese recorrido las cimas y, húmeda, poco a poco se derramase por la
vertiente. Por allí saldría el sol. El hombre soltó las ramas con un movimiento descuidado y se
arañó: soltó un ronquido inarticulado y se llevó el dedo a la boca para chupar la sangre. El caballo
reculó golpeando las patas, barrió con la cola las hierbas altas que absorbían los restos de la
humedad aún conservada en la orilla del río por el abrigo que las ramas pendientes formaban
una cortina negra a aquella hora. El río estaba reducido al hilo de agua que corría en la parte
más honda del lecho, entre piedras, de trecho en trecho formando charcos donde sobrevivían
ansiosos peces. Había en el aire una humedad que anunciaba lluvia, tempestad, seguramente
no ese día, sino al siguiente, o pasados tres soles, o en la próxima luna. Muy lentamente el cielo
aclaraba. Era hora de buscar un escondrijo, para descansar y dormir. El caballo tenía sed. Se
aproximó a la corriente de agua que estaba detenida bajo la plancha de la noche y, cuando las
patas delanteras sintieron la frescura líquida, se echó en el suelo, de lado. El hombre, con el
hombro apoyado en la arena áspera, bebió largamente, aunque no tuviese sed. Por encima del
hombre y del caballo, la parte aún oscura del cielo rodaba despacio, arrastrando detrás de sí una
luz pálida, apenas por el momento amarillenta, primero y, si no se conoce, engañador anuncio
del carmín y del rojo que después explotarían por encima de la montaña, como en tantas otras
montañas de tan diferentes lugares había visto ocurrir o en lo llano de las planicies. El caballo y
el hombre se levantaron. Enfrente estaba la espesa barrera de los árboles, con defensas de
zarzas entre los troncos. En lo alto de las ramas ya piaban los pájaros. El caballo atravesó el lecho
del río con un trote inseguro y quiso entrar por la fuerza en lo enmarañado vegetal, pero el
hombre prefería un paso más fácil. Con el tiempo, y había tenido mucho mucho tiempo para
eso, había aprendido las maneras de moderar la impaciencia animal, algunas veces oponiéndose
a ella con una violencia que explotaba y continuaba toda en su cerebro, o quizá en un punto
cualquiera del cuerpo donde entrechocaban las órdenes que del mismo cerebro partían y los
instintos oscuros alimentados tal vez entre los flancos, donde la piel era negra; otras veces cedía,
desatento, a pensar en otras cosas, cosas que sí eran de este mundo físico en el que estaba, pero
no de este tiempo. El cansancio había convertido al caballo en nervioso: la piel se estremecía
como si quisiese sacudir un tábano frenético y sediento de sangre, y los movimientos de las
patas se multiplicaban innecesarios y aún más fatigosos. Habría sido una imprudencia intentar
abrir camino a través de lo entrelazado de las zarzas. Había demasiadas cicatrices en el pelo
blanco del caballo. Una de ellas, muy antigua, trazaba en la grupa un rastro largo, oblicuo.
Cuando el sol golpeaba fuerte, a plomo, o cuando, al contrario, el frío sacudía y erizaba el pelo,
era como si allí, faja sensible y desprotegida, se asentase incandescente el filo de una espada. A
pesar de saber muy bien que no iba a encontrar nada, a no ser una cicatriz mayor que las otras,
el hombre, en esas ocasiones, torcía el tronco y miraba hacia atrás, como hacia el fin del
mundo.A corta distancia, hacia la desembocadura, la orilla del río se recogía hacia el inte rior del
campo: había sin duda allí una albufera, o sería un afluente, igual de seco o aún más. El fondo
era lodoso, tenía pocas piedras. Alrededor de esta especie de bolsa, al final simple brazo del río
que se henchía y desaguaba con él, había árboles altos, negros, bajo la oscuridad que sólo

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SARAMAGO, José (1998) “Casi un objeto” traducción de Eduardo Naval. Editorial Alfaguara. Ciudad de México,
México.

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lentamente se iba levantando de la tierra. Si la cortina de los troncos y de las ramas caídas fuese
suficientemente densa, podría pasar allí el día, bien escondido, hasta que fuese otra vez de
noche y pudiese continuar su camino. Apartó con las manos las hojas frescas e, impelido por la
fuerza de los jarretes, venció el ribazo en la oscuridad casi total que las copas abundantes de los
árboles defendían en aquel lugar. Inmediatamente a continuación el terreno volvía a descender
hacia una zanja que, más adelante, probablemente, atravesaría el campo al descubierto. Había
encontrado un buen escondrijo para descansar y dormir. Entre el río y la montaña había campos
de cultivo, tierras ro turadas, pero aquella zanja, profunda y estrecha, no mostraba señales de
ser lugar de paso. Dio algunos pasos más, ahora en completo silencio. Los pájaros, asustados,
observaban. Miró hacia arriba: vio iluminadas las puntas altas de las ramas. La luz rasante que
venía de la montaña rozaba ahora la alta franja vegetal. Los pájaros habían empezado a gorjear
otra vez. La luz descendía poco a poco, polvo verdoso que se convertía en rosado y blanco,
neblina sutil e inestable del amanecer. Los troncos negrísimos de los árboles, contra la luz,
parecían tener apenas dos dimensiones, como si hubiesen sido recortados de lo que quedaba
de la noche y pegados sobre la transparencia luminosa que se sumergía en la zanja. El suelo
estaba cubierto de espadañas. Un buen sitio para pasar el día durmiendo, un refugio
tranquilo.Vencido por una fatiga de siglos y milenios, el caballo se arrodilló. Encontrar posición
para dormir que conviniese a ambos era siempre una operación difícil. En general el caballo se
echaba de lado y el hombre reposaba también así. Pero mientras el caballo se podía quedar una
noche entera en esa posición, sin moverse, el hombre, para no mortificar el hombro y todo el
mismo lado del tronco, tenía que vencer la resistencia del gran cuerpo inerte y adormecido para
hacerlo volverse hacia el lado opuesto: era siempre un sueño difícil. En cuanto a dormir de pie,
el caballo podía, pero el hombre no. Y cuando el escondite era demasiado estrecho, el moverse
se volvía imposible y la exigencia se convertía en ansiedad. No era un cuerpo có modo. El hombre
nunca podía echarse de bruces sobre la tierra, cruzar los brazos bajo la mandíbula y quedarse
así viendo las hormigas o los granos de tierra, o contemplando la blancura de un tallo tierno
saliendo del negro humus. Y siempre para ver el cielo había tenido que torcer el cuello, salvo
cuando el caballo se empinaba en las patas traseras y el rostro del hombre, en lo alto, podía
inclinarse un poco más hacia atrás: entonces sí, veía mejor la gran campana nocturna de las
estrellas, el prado horizontal y tumultuoso de las nubes, o la campana azul y el sol, como único
vestigio de la forja original. El caballo se durmió en seguida. Con las patas metidas entre las
espadañas, las crines de la cola extendidas por el suelo, respiraba profundamente, con un ritmo
acompasado. El hombre, medio inclinado, con el hombro derecho apoyado en la pared de la
zanja, arrancó algunas ramas bajas y se cubrió con ellas. Moviéndose soportaba bien el frío y el
calor, aunque no tan bien como el caballo. Pero cuando estaba quieto y dormía, se enfriaba
rápidamente. Ahora, por lo menos mientras el sol no calentase la atmósfera, se sentiría bien
bajo el abrigo del follaje. En la posición en la que estaba podía ver que los árboles no se cerraban
completamente arriba: una franja irregular, ya matinal y azul, se prolongaba hacia delante y, de
vez en cuando, atravesándola de una parte a otra, o siguiéndola en la misma dirección por
instantes, volaban velozmente los pájaros. Los ojos del hombre se cerraron despacio. El olor de
la savia de las ramas arrancadas lo mareaba un poco. Echó por encima del rostro una rama más
llena de hojas y se durmió. Nunca soñaba como sueña un hombre. Tampoco soñaba nunca como
soñaría un caballo. En las horas en las que estaban despiertos, las ocasiones de paz o de simple
conciliación no eran muchas. Pero el sueño de uno y el sueño del otro formaban el sueño del
centauro. Era el último superviviente de la gran y antigua especie de los hombres caballos. Había
estado en la guerra contra los lapitas, su primera y de los suyos gran derrota. Con ellos, vencidos,
se había refugiado en montañas de cuyo nombre ya se había olvidado. Hasta que llegó el día
fatal en el que, con la parcial protección de los dioses, Heracles había diezmado a sus hermanos,
y sólo él había escapado porque la demorada batalla de Heracles y Neso le había dado tiempo
para refugiarse en el bosque. Se habían acabado entonces los centauros. Sin embargo, contra lo
que afirmaban los historiadores y los mitólogos, uno había quedado aún, este mismo que había
visto a Heracles destrozar con un abrazo terrible el tronco de Neso y después arrastrar su

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cadáver por el suelo, como a Héctor iría a hacer Aquiles, mientras se iba alabando a los dioses
por haber vencido y exterminado la prodigiosa raza de los centauros. Quizá pensándolo de
nuevo, los mismo dioses favorecieron entonces al centauro escondido, cegando los ojos y el
entendimiento de Heracles por no se sabía entonces qué designios. Todos los días, en sueños,
luchaba con Heracles y lo vencía. En el centro del círculo de los dioses, cada vez y siempre
reunidos a las órdenes de su sueño, luchaba brazo a brazo, hurtaba la grupa escurridiza al salto
astuto que el enemigo intentaba, esquivaba la cuerda que silbaba entre sus patas y le obligaba
a luchar de frente. Su rostro, los brazos y el tronco sudaban como puede sudar un hombre. El
cuerpo de caballo se cubría de espuma. Este sueño se repetía hacía millares de años, y siempre
en él el desenlace se repetía: pagaba en Heracles la muerte de Neso, llamaba a los brazos y a los
músculos del torso toda su fuerza de hombre y de caballo: asentado en las cuatro patas como si
fuesen estacas enterradas en el suelo, levantaba a Heracles en el aire y apretaba, apretaba, hasta
que oía la primera costilla romperse, después otra y finalmente la espina dorsal que se partía.
Heracles, muerto, se escurría sobre el suelo como un trapo y los dioses aplaudían. No había
ningún premio para el vencedor. Los dioses se levantaban de sus sillas de oro y se iban,
ensanchando cada vez más el círculo hasta desaparecer en el horizonte. Desde la puerta por la
cual Afrodita entraba en el cielo salía siempre y brillaba una gran estrella. Hacía miles de años
que recorría la tierra. Durante mucho tiempo, mientras el mundo se conservó también él
misterioso, pudo andar a la luz del sol. Cuando pasaba, las personas acudían al camino y le
lanzaban flores trenzadas por encima de su lomo de caballo, o hacían con ellas coronas que él
se ponía en la cabeza. Había madres que le daban los hijos para que los levantase en el aire y así
perdiesen el miedo a las alturas. Y en todos los lugares había una ceremonia secreta: en medio
de un círculo de árboles que representaban a los dioses, los hombres impotentes y las mujeres
estériles pasaban por debajo del vientre del caballo: era creencia de todo el mundo que así
florecía la fertilidad y se renovaba la virilidad. En ciertas épocas llevaban una yegua al centauro
y se retiraban al interior de sus casas: pero un día alguien, que por ese sacrilegio se quedó ciego,
vio que el centauro cubría a la yegua como un caballo y que después lloraba como un hombre.
De esas uniones nunca hubo fruto. Entonces llegó el tiempo del rechazo. El mundo transformado
persiguió al centauro, le obligó a esconderse. Y otros seres tuvieron que hacer lo mismo: fue el
caso del unicornio, de las quimeras, de los hombres lobo, de los hombres con pies de cabra, de
aquellas hormigas que eran mayores que zorros, aunque más pequeñas que perros. Durante
diez generaciones humanas, este pueblo diferente vivió reunido en regiones desiertas. Pero, con
el pasar del tiempo, también allí la vida se volvió imposible para ellos y todos se dispersaron.
Unos, como el unicornio, murieron; las quimeras se emparejaron con las musarañas y así
aparecieron los murciélagos; los hombres lobo se introdujeron en las ciudades y en las aldeas y
sólo en noches señaladas viven su destino; los hombres de pies de cabra se extinguieron también
y las hormigas fueron perdiendo tamaño y hoy nadie es capaz de distinguirlas entre aquellas
hermanas suyas que siempre fueron pequeñas. El centauro acabó por quedarse solo. Durante
miles de años, hasta donde el mar lo consintió, recorrió toda la tierra posible. Pero en todos sus
itinerarios pasaba de largo siempre que pre sentía las fronteras de su primer país. El tiempo fue
pasando. Al final ya no le quedaba tierra para vivir con seguridad. Pasó a dormir durante el día
y a caminar de noche. Caminar y dormir. Dormir y caminar. Sin ninguna razón que conociese,
apenas porque tenía patas y sueño. No necesitaba comer. Y el sueño sólo era necesario para
que pudiese soñar. Y el agua apenas porque era agua. Millares de años tenían que ser millares
de aventuras. Millares de aventuras, sin embargo, son demasiadas para valer una sola ver
dadera e inolvidable aventura. Por eso, todas juntas no valieron más que aquélla, ya en este
último milenio, cuando en medio de un descampado árido vio a un hombre con lanza y
armadura, encima de un escuálido caballo, embestir contra un ejército de molinos de viento.
Vio cómo el caballero era lanzado al aire y después otro hombre bajo y gordo acudía, gritando,
montado en un burro. Oyó que hablaban en una lengua que no entendía, y después los vio
alejarse, el hombre delgado maltratado y el hombre gordo lamentándose, el caballo flaco
cojeando y el burro indiferente. Pensó en salirles al camino para ayudarles pero, volviendo a

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mirar los molinos, fue hacia ellos a galope y, apostado delante del primero, decidió vengar al
hombre que había sido tirado del caballo al suelo. En su lengua natal gritó: «Pues aunque mováis
más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.» To dos los molinos quedaron
con las aspas despedazadas y el centauro fue perseguido hasta la frontera de otro país. Atravesó
campos desolados y llegó al mar. Después volvió atrás. Todo el centauro duerme. Duerme todo
su cuerpo. Ya el sueño vino y pasó, y ahora el caballo galopa por dentro de un día antiquísimo
para que el hombre pueda ver desfilar las montañas como si por su pie anduviesen, o por
veredas subir a lo alto y desde allí ver el mar sonoro y las islas esparcidas y negras, reventando
la espuma en torno a ellas como si de la profundidad acabasen de nacer y de allí surgiesen
deslumbradas. Esto no es un sueño. Viene de lejos un olor salino. Las narices del hombre se
dilatan ávidas y los brazos se extienden hacia lo alto, mientras el caballo, excitado, golpea con
los cascos en piedras que son mármol y afloran. Las hojas que cubrían la cara del hombre
escurren, ya marchitas. El sol, alto, cubre al centauro de manchas de luz. No es un rostro
hermoso el del hombre. Joven tampoco, porque no lo podría ser, porque sus años se cuentan
por millares. Pero puede compararse con el de una estatua antigua: el tiempo lo gastó, no tanto
como para apagar las facciones, lo bastante apenas para mostrarlas amenazadas. Una pequeña
laguna luminosa cintila sobre la piel, se desliza muy lentamente hacia la boca, la calienta. El
hombre abre los ojos de repente, como lo haría la estatua. Por medio de las hierbas se aleja
serpenteando una culebra. El hombre se lleva la mano a la boca y siente el sol. En ese mismo
instante la cola del caballo se agita, barre la grupa y sacude un moscardón que exploraba la piel
fina de la gran cicatriz. Rápidamente el caballo se pone de pie y el hombre le acompaña. El día
va mediado, otro tanto falta para que llegue la primera sombra de la noche, pero no hay más
sueño. El mar, que no fue sueño, todavía resuena en los oídos del hombre, o quizá no el ruido
real del mar, tal vez el golpear visto de las olas que los ojos transforman en olas sonoras que
vienen sobre las aguas, su ben por las gargantas rocosas hasta lo alto, hasta el sol y el cielo azul
de otra vez agua. Está cerca. La zanja por donde sigue es apenas un accidente, lleva a cualquier
sitio, es obra de hombres y camino para llegar a los hombres. Sin embargo, apunta en dirección
al sur y es eso lo que cuenta. Avanzará por allí hasta donde le sea posible, incluso siendo de día,
incluso con el sol cubriendo toda la planicie y denunciando todo, hombre y caballo. Una vez más
había vencido a Heracles en el sueño, delante de todos los dioses inmortales, pero, acabado el
combate, Zeus se había retirado hacia el sur y fue después cuando desfilaron las montañas y
desde el punto más alto de ellas, donde había unas columnas blancas, se veían las islas y la
espuma a su alrededor. Está cerca la frontera y Zeus se alejó hacia el sur. Caminando a lo largo
de la zanja estrecha y honda, el hombre puede ver el campo a un lado y a otro. Las tierras
parecen ahora abandonadas. Ya no sabe dónde quedó la población que había visto a la hora del
amanecer. El gran espinazo rocoso ha crecido de al tura o está tal vez más próximo. Las patas
del caballo se hunden en el suelo blando que poco a poco va subiendo. Todo el tronco del
hombre está ya fuera de la zanja, los árboles se vuelven más espaciados y, de súbito, cuando el
campo ha quedado todo abierto, la zanja acaba. El caballo vence con un simple movimiento el
último declive y el centauro aparece entero en la claridad del día. El sol está a mano derecha y
golpea con fuerza en la cicatriz, que, herida, escuece. El hombre mira hacia atrás, según su
costumbre. La atmósfera es sofocante y húmeda. No es por demás que el mar esté tan cerca.
Esta humedad promete lluvia y este brusco soplo de viento también. Al norte se juntan nubes.
El hombre duda. Hace muchos años que no osa caminar al descubierto, sin la protección de la
noche. Pero hoy se siente tan excitado como el caballo. Avanza por el terreno cubierto de
matorrales del que se desprenden olores fuertes de flores silvestres. La planicie ha terminado y
ahora el suelo se levanta en corcovas y limita el horizonte o lo ensancha cada vez más, porque
las elevaciones ya son colinas y más allá se levanta una cortina de montañas. Empiezan a surgir
arbustos y el centauro se siente más protegido. Tiene sed, mucha sed, pero allí no hay señal de
agua. El hombre mira hacia atrás y ve que la mitad del cielo está ya cubierto de nubes. El sol
ilumina el borde nítido de un gran nimbo ceniciento que avanza. En ese momento es cuando se
oye ladrar a un perro. El caballo se estremece de nerviosismo. El centauro se lanza a galope

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entre dos colinas, pero el hombre no pierde el sentido: seguir en dirección al sur. El ladrar está
más cerca y se oye también un tintinear de campanillas y después una voz hablando al ganado.
El centauro se detuvo para orientarse, sin embargo los ecos le engañaron y, de súbito, en un
terreno bajo y húmedo inesperado, se le apareció un rebaño de cabras y al frente de éste un
gran perro. El centauro se quedó inmóvil. Algunas de las cicatrices que le rayaban el cuerpo las
debía a los perros. El pastor dio un grito despavorido y huyó como un loco. Llamaba a grandes
gritos: debía de haber una población allí cerca. El hombre dominó al caballo y avanzó. Arrancó
una rama fuerte de un arbusto para apartar al perro que se estrangulaba ladrando de furia y mie
do. Pero fue la furia la que prevaleció: el perro contorneó rápidamente unas piedras e intentó
coger al centauro de lado, por el vientre. El hombre quiso mirar hacia atrás, ver de dónde venía
el peligro, pero el caballo se anticipó y, girando veloz sobre las patas delanteras, soltó una
violenta coz que alcanzó al perro en el aire. El animal fue a golpearse contra las piedras, muerto.
No era la primera vez que el centauro se defendía de esa manera, pero todas las veces el hombre
se sentía humillado. En su propio cuerpo latía la resaca de la vibración general de los músculos,
la ola de energía que lo inflamaba, oía el golpear sordo de los cascos, pero estaba de espaldas a
la batalla, no era parte de ella, espectador cuando mucho. El sol se había escondido. El calor
desapareció súbitamente del aire y la humedad se volvió palpable. El centauro corrió entre las
colinas, siempre hacia el sur. Al atravesar un pequeño regato vio terrenos cultivados y cuando
procuraba orientarse tropezó con un mu ro. Hacia un lado había algunas casas. Fue entonces
cuando se oyó un tiro. Sintió el cuerpo del caballo crisparse como bajo las picaduras de un
enjambre. Había gente que gritaba y después dispararon otro tiro. A la izquierda estallaron
ramas desgajadas, pero ningún trozo de plomo le alcanzó esta vez. Reculó para ganar impulso y
de un envite saltó el muro. Pasó sobre él, volando, hombre y caballo, centauro, cuatro patas
extendidas o dobladas, dos brazos abiertos hacia el cielo todavía azul en la lejanía. Sonaron más
tiros y después fue el tropel de los hombres que lo perseguían por los campos, dando gritos, y
el ladrar de los perros.
Tenía el cuerpo cubierto de espuma y de sudor. Hubo un momento en el que se detuvo para
buscar el camino. El campo alrededor se volvió también expectante, como si estuviese con el
oído a la escucha. Y entonces cayeron las primeras y pesadas gotas de lluvia. Pero la persecución
continuaba. Los perros seguían un rastro para ellos extraño, pero de mortal enemigo: una
mezcla de hombre y de caballo, unas patas asesinas. El centauro corrió, corrió más, corrió
mucho, hasta que notó que los gritos se habían vuelto diferentes y el ladrar de los perros era ya
de frustración. Miró hacia atrás. A una buena distancia vio a los hombres detenidos, oyó sus
amenazas. Y los perros que habían avanzado volvían hacia sus amos. Pero nadie se adelantaba.
El centauro había vivido tiempo suficiente como para saber que esto era una frontera, un límite.
Los hombres, sujetando a los perros, no osaban dispararle: apenas hubo una detonación, pero
tan lejos que no oyó siquiera caer el plomo. Estaba a salvo, bajo la lluvia que se abatía
torrencialmente y abría regueros rápidos entre las piedras, sobre esa tierra en la que había
nacido. Continuó caminando hacia el sur. El agua le empapaba el pelo blanco, lavaba la espuma,
la sangre y el sudor y toda la suciedad acumulada. Regresaba muy viejo, cubierto de cicatrices,
pero inmaculado. De repente la lluvia cesó. Al momento siguiente el cielo quedó entero barrido
de nubes y el sol cayó de lleno sobre la tierra mojada, donde, ardiendo, hizo levantar nubes de
vapor. El centauro caminaba al paso, como si viajase sobre una nieve imponderable y tibia. No
sabía dónde estaba el mar, pero allí era la montaña. Se sentía fuerte. Había matado la sed con
agua de lluvia, levantando el rostro hacia el cielo, con la boca abierta, bebiendo a largos tragos,
con el torrente deslizándole por el cuello, por el tronco abajo, lustralmente. Y ahora bajaba hacia
el lado sur de la montaña, despacio, rodeando los enormes pedruscos que se amontonaban y
apuntalaban unos a los otros. El hombre apoyaba las manos en las peñas más altas, sintiendo
debajo de los dedos los musgos suaves, los líquenes ásperos, o la rugosidad extremada de la
piedra. Abajo había, de punta a punta, un valle que a aquella distancia parecía estrecho,
engañadoramente. A lo largo de él, a grandes intervalos, veía tres poblaciones, en medio la
mayor, y el sur más allá de ella. Cortando el valle en línea recta tendría que pasar cerca de la

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población. ¿Pasaría? Se acordaba de la persecución, de los gritos, de los tiros, de los otros
hombres del lado de allá de la frontera. Del incomprensible odio. Esta tierra era la suya, pero
¿quiénes eran los hombres que en ella vivían? El centauro continuaba descendiendo. El día aún
estaba lejos de acabar. El caballo, exhausto, apoyaba los cascos con cuidado y el hombre pensó
que le convendría descansar antes de aventurarse a la travesía del valle. Y, siempre pensando,
decidió que esperaría a la noche, que antes dormiría en cualquier refugio que encontrase para
ganar las fuerzas necesarias para la larga caminata que le restaba hacer hasta el mar.
Continuó descendiendo, cada vez más lentamente. Y cuando por fin se disponía a quedarse
entre dos piedras, vio la entrada negra de una caverna, lo bastante alta como para que todo él
pudiese entrar, hombre y caballo. Ayudándose con los brazos, asentando levemente los cascos
heridos por las piedras durísimas, se introdujo en la gruta. No era muy honda, ninguna caverna
se prolongaba por la montaña adentro, pero había espacio suficiente para moverse en ella a
voluntad. El hombre apoyó los antebrazos en la pared rocosa y dejó caer la cabeza sobre ellos.
Respiraba hondo, procurando resistir, no acompañar el jadeo ansioso del caballo. El sudor le
escurría por la cara. Después el caballo dobló las patas de delante y se dejó caer en el suelo
cubierto de arena. Echado, o semierguido como era costumbre, el hombre no podía ver nada
del valle. La boca de la gruta se abría apenas hacia el cielo azul. En cualquier punto, allá en el
fondo, goteaba agua, a largos intervalos regulares, produciendo un eco de cisterna. Una paz
profunda llenaba la gruta. Extendiendo un brazo hacia atrás, el hombre pasó la mano sobre el
pelo del caballo, su propia piel transformada o piel que en sí mismo se había transformado. El
caballo se estremeció de satisfacción, todos sus músculos se distendieron y el sueño ocupó el
gran cuerpo. El hombre dejó caer la mano, que se escurrió y fue a reposar en la arena seca. El
sol, bajando por el cielo, empezó a iluminar la gruta. El centauro no soñó con Heracles ni con los
dioses sentados en círculo. Tampoco se repitió la gran visión de las montañas vueltas hacia el
mar, las islas espumeantes, la infinita extensión líquida y sonora. Apenas una pared oscura, o
apenas sin color, opaca, que no se puede traspasar. Mientras tanto el sol entró hasta el fondo
de la caverna, hizo cintilar todos los cristales de la piedra, transformó cada gota de agua en una
perla roja que se desprendía del techo, pero antes se hinchaba hasta lo inverosímil, y después
caía tres metros de fuego vivo para hundirse en un pequeño pozo ya oscuro. El centauro dormía.
El azul del cielo fue desmayando, se inundó el espacio de mil colores de forja, y el atardecer
arrastró despacio la noche como un cuerpo cansado que a su vez iba a dormirse. La gruta, las
tinieblas, se habían vuelto inmensas, y las gotas de agua caían como piedras redondas en el
borde de una campana.
Era ya noche oscura y la luna nació. El hombre se despertó. Sentía la angustia de no haber
soñado. Por primera vez en millares de años no había soñado. ¿Le había abandonado el sueño
en la hora en que había regresado a la tierra donde había nacido? ¿Por qué? ¿Qué presagio?
¿Qué oráculo sería? El caballo, más lejos, dormía aún, pero ya inquietamente. De vez en cuando
agitaba las patas traseras, como si galopase en sueños, no suyos, que no tenía cerebro, o
solamente prestado, sino de la voluntad que los músculos eran. Echando mano de una piedra
saliente, ayudándose con ella, el hombre levantó el tronco y, como si estuviese en estado de
sonambulismo, el caballo le siguió, sin esfuerzo, con un movimiento fluido en el que parecía no
haber peso. Y el centauro salió a la noche. Toda la luz de luna del espacio se extendía sobre el
valle. Tanta era que no podía ser sólo el de la simple, pequeña luna de la tierra, Selene silenciosa
y fantasmal, sino la de todas las lunas levantadas en la infinita sucesión de las noches en las
cuales otros soles y tierras sin esos ni otro nombre alguno ruedan y brillan. El centauro respiró
hondo por las narices del hombre: el aire era suave, como si pasase por el filtro de una piel
humana, y ha bía en él el perfume de la tierra que había sido mojada y ahora se estaba secando
despacio, entre el laberíntico abrazo de las raíces que sujetan al mundo. Bajó hacia el valle por
un camino fácil, casi remansado, jugando armoniosamente con sus cuatro miembros de caballo,
oscilando sus dos brazos de hombre, paso a paso, sin que ninguna piedra rodase, sin que una
arista viva abriese otro rasguño en la piel. Y fue así como llegó al valle, como si el viaje formase
parte del sueño que no había tenido mientras dormía. Delante había un río largo. Del otro lado,

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un poco hacia la izquierda, estaba la población mayor, aquella que estaba en el camino del sur.
El centauro avanzó a descubierto, seguido por la sombra singular que no tenía par en el mundo.
Trotó ligeramente por los campos cultivados, pero escogiendo los atajos para no pisar las
plantas. Entre la franja de cultivo y el río había árboles dispersos y señales de ganado. El caballo,
sintiendo el olor, se agitó, pero el centauro siguió hacia delante, hacia el río. Entró
cautelosamente en el agua, tanteando con los cascos. La profundidad fue aumentando hasta
llegar al pecho de hombre. En medio del río, bajo la luz de la luna que era otro río corriendo,
quien mirase vería a un hombre atravesando el vado, con los brazos erguidos, brazos, hombros
y cabeza de hombre, cabellos en vez de crines. Por el interior del agua caminaba un caballo. Los
peces, despertados por la luz de la luna, nadaban en torno de él y le mordisqueaban las patas.
Todo el tronco del hombre salió del agua, después apareció el caballo y el centauro subió a la
orilla. Pasó por debajo de unos árboles y en el umbral de la planicie se detuvo para orientarse.
Se acordó de cómo lo habían perseguido del otro lado de la montaña, se acordó de los perros y
de los tiros, de los hombres gritando, y tuvo miedo. Habría preferido ahora que la noche fuese
oscura, habría preferido caminar bajo una tempestad, como la del día anterior, que hiciese
recogerse a los perros y apartase a las personas hacia sus casas. El hombre pensó que toda la
gente por aquellos alrededores ya debía saber de la existencia del centauro, que sin duda la
noticia había pasado por encima de la frontera. Comprendió que no podía atravesar el campo
en línea recta, a plena luz. Al paso, empezó a seguir la orilla del río, bajo la protección de la
sombra de los árboles. Tal vez más adelante el terreno le fuese más favorable, donde el valle se
estrechaba y acababa encajado entre dos al tas colinas. Continuaba pensando en el mar, en las
columnas blancas, cerraba los ojos y volvía a ver el rastro que Zeus había dejado al alejarse hacia
el sur. Súbitamente oyó un murmullo de agua. Se detuvo, escuchando. El rumor se repetía,
disminuía, volvía. Sobre el suelo cubierto de hierba rastrera los pasos del caballo sonaban tan
apagados que no se distinguían entre la múltiple y templada crepitación de la noche y de la luz
de la luna. El hombre apartó las ramas y miró hacia el río. En la orilla había ropas. Alguien tomaba
un baño. Empujó más las ramas. Y vio a una mujer. Salía del agua, completamente desvestida,
brillaba bajo la luz de la luna, blanca. Muchas otras veces el centauro había visto mujeres, pero
nunca así, en este río, con esta luna. Otras veces había visto senos oscilando, temblor de muslos
al andar, el punto de oscuridad en el centro del cuerpo. Otras veces había visto cabellos cayendo
sobre la espalda, y manos que los lanzaban hacia atrás, gesto tan antiguo. Pero la parte que le
tocaba del mundo en el que las mujeres vivían era sólo la que satisfaría el caballo, tal vez el
centauro, no el hombre. Y fue el hombre quien miró, quien vio a la mujer aproximarse a la ropa,
fue él quien irrumpió entre las ramas, corrió hacia ella con su trote de caballo y después, al
mismo tiempo que ella gritaba, la levantó en brazos. También había hecho eso algunas veces,
tan pocas, en millares de años. Acto inútil, apenas asustador, acto que podría haber dejado
detrás de sí la locura, si eso mismo no llegó a suceder. Pero ésta era su tierra y la primera mujer
que en ella veía. El centauro corrió a lo largo de los árboles y el hombre sabía que más adelante
depositaría a la mujer en el suelo, frustrado él, empavorecida ella, mujer entera, hombre por la
mitad. Ahora un camino largo casi tocaba los árboles y delante el río formaba una curva. La
mujer ya no gritaba, apenas sollozaba y temblaba. Y fue entonces cuando se oyeron otros gritos.
Al to mar la curva, el centauro fue a dar con una pequeña aglomeración de casas bajas que los
árboles escondían. Había gente en el peque ño espacio de delante. El hombre apretó a la mujer
contra el pecho. Sentía sus senos du ros, el pubis en el lugar en el que su cuerpo de hombre se
recogía y se tornaba pectoral de caballo. Algunas personas huyeron, otras se tiraron al suelo y
otras entraron en las casas y salieron con escopetas. El caballo se levantó sobre las patas
traseras, se encabritó hacia las alturas. La mujer, asustada, gritó una vez más. Alguien disparó
un tiro al aire. El hombre comprendió que la mujer lo protegía. Entonces el centauro viró hacia
campo abierto, huyendo de los árboles que podrían entorpecerle los movimientos, y, siempre
con la mujer sujeta, contorneó las casas y se lanzó a galope a campo traviesa, en dirección a las

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dos colinas. Detrás de sí oía gritos. Quizá pensasen en perseguirlo a caballo, pero ningún caballo
podía competir con un centauro, como había sido demostrado durante miles de años de fuga
constante. El hombre miró hacia atrás: los perseguidores venían lejos, muy lejos.
Entonces, sujetando a la mujer por debajo de los brazos, mirándola todo el cuerpo, con toda la
luz de la luna desnudándola, dijo en su vieja lengua, en la lengua de los bosques, de los panales
de miel, de las columnas blancas, del mar sonoro, de la risa sobre las montañas:–No me quieras
mal. Después, despacio, la dejó en el suelo. Pero la mujer no huyó. Le salieron de la boca
palabras que el hombre fue capaz de entender:–Eres un centauro. Existes. Le puso las dos manos
sobre el pecho. Las patas del caballo temblaban. Entonces la mujer se echó y dijo:– Cúbreme. El
hombre la veía desde arriba, abierta en cruz. Avanzó lentamente. Durante un momento la
sombra del caballo cubrió a la mujer. Nada más. Entonces el centauro se apartó hacia un lado y
se lanzó al galope, mientras el hombre gritaba, cerrando los puños en dirección al cielo y a la
luna. Cuando los perseguidores se aproximaron finalmente a la mujer, ella no se movió. Y cuando
se la llevaron, envuelta en una manta, los hombres que la transportaban la oyeron llorar. Aquella
noche todo el país supo de la existencia del centauro. Lo que primero se había creído que era
una historia inventada del otro lado de la frontera con intención de burlarse, tenía ahora testigos
fehacientes, entre los cuales una mujer que temblaba y lloraba. Mientras el centauro atravesaba
esta otra montaña, salía gente de las aldeas y de las ciudades, con redes y cuerdas, también con
armas de fuego, pero sólo para asustar. Es necesario cogerle vivo, se decía. El ejército también
se puso en movimiento. Se esperaba el nacimiento del día para que los helicópteros levantasen
vuelo y recorriesen toda la región. El centauro buscaba los caminos más escondidos, pero oyó
muchas veces ladrar perros y llegó, incluso, bajo la luz de la luna que ya se debilitaba, a ver
grupos de hombres que batían los montes. Toda la noche el centauro caminó, siempre hacia el
sur. Y cuando el sol nació estaba en lo al to de una montaña desde la que vio el mar. Muy a lo
lejos, mar apenas, ninguna isla, y el sonido de una brisa que olía a pinares, no el golpear de las
olas, no el perfume angustioso de la sal. El mundo parecía un desierto suspendido de la palabra
pobladora. No era un desierto. Se oyó de repente un tiro. Y entonces, en un arco de círculo
amplio, salieron hombres de detrás de las piedras, con grandes gritos, pero sin poder disfrazar
el miedo, y avanzaron con redes y cuerdas y lazos y varas. El caballo se levantó hacia el espacio,
agitó las patas de delante y se volvió, frenético, hacia los adversarios. El hombre quiso
retroceder. Lucharon ambos, atrás, adelante. Y en el borde de un precipicio las patas se
escurrieron, se agitaron ansiosas buscando apoyo, y los brazos del hombre, pero el gran cuerpo
resbaló, cayó en el vacío. Veinte metros abajo una lámina de piedra, inclinada en el ángulo
necesario, pulida durante millares de años de frío y de calor, de sol y de lluvia, de viento y nieve
desbastándola, cortó, degolló el cuerpo del centauro en aquel preciso lugar en el que el tronco
del hombre se convertía en tronco de caballo. La caída acabó allí. El hombre quedó echado, por
fin, de espaldas, mirando el cielo. Mar que se convertía en profundo por encima de sus ojos, mar
con pequeñas nubes detenidas que eran islas, vida inmortal. El hombre giró la cabeza hacia un
lado y hacia el otro: otra vez mar sin fin, cielo interminable. Entonces miró su cuerpo. La sangre
corría. Mitad de un hombre. Un hombre. Y vio a los dioses que se aproximaban. Era tiempo de
morir.

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CIRCE14

And one kiss I had of her mouth, as I took the apple from her
hand. But while I bit it, my brain whirled and my foot
stumbled; and I felt my crashing fall through the tangled
boughs beneath her feet, and saw the dead white faces that
welcomed me in the pit.
Dante Gabriel Rossetti
The Orchard-Pit

Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes


entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en el
gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la
cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica de la farmacia -“no
porque yo lo crea, pero si fuese verdad, ¡qué horrible!”- y hasta don Emilio, siempre discreto
como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un resto de pudor,
nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta limpia un aire de rabia
subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un ineficaz estallido de independencia.
No los había querido nunca, sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los
hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera
vez que se repitieron los comentarios. A la de la casa de altos le negó el saludo como si eso
pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara
y acercarse -a veces con caramelos o un libro- a la muchacha que había matado a sus dos novios.

Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo
tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de
vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la
gente. Se lo dijo a Madre Celeste: “La odian porque no es chusma como ustedes, como yo
mismo”, y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara con una toalla. Después
de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los domingos
se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de
Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba reírse adentro, un poco
malvadamente y sin darle esperanzas.

Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales,


seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y
eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las
familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió viéndola dos veces por
semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir a veces, iban juntos a las
confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vio
llegar sin fiestas -todavía estaba de negro- los veintidós.

Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera
preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se
ponía el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario
y los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los domingos

14 CORTÁZAR, Julio (1951) “Bestiario” Editorial Sudamericana. Buenos Aires, Argentina.

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por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había festejado. Madre
Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las persianas. Un gato seguía a
Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario
notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era en el
Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. La madre decía que
Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tenía
poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo -Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro-,
pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que
murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de
madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis
no había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor
se suicidó los vecinos vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre
Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre. Para colmo fractura
del cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba
muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado adentro,
raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de él y fue la
primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas
de haber salido de casa de Delia como todos los sábados.

Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella
estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho),
aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario
se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre una “visita”, y entre
nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar
la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba a veces su mano apretada contra
la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se
acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el domingo de mañana.

Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en
que anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos
Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en
las casas, en los patios. Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas que
Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el zaguán de
los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros
días… La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos agregándose nace
al final el trozo de tapiz -Mario vería a veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio
entraba en su piecita para ganarle la noche.

“Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá.” Un


papelito arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como
un mojón para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro
que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando el aire como si
viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un enigma. Todos los
muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de golpe,
Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetón, de manera que
pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la
de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado,
un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi enseguida el
golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil.

Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo


explicaciones paralelas al ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente

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algo de ella. A veces pensaba si Delia sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los
Mañara eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como si estuviesen
de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional. Cuando Mario se
agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi
transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes. Delia recobraba
ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al ludo; era más dulce
con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o
de bordado. Nunca le decía nada de los postres o los bombones, a Mario le extrañaba, pero lo
atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los Mañara alababan los licores de Delia; una noche
quisieron servirle una copita, pero Delia dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y
que había volcado casi todas las botellas. “A Héctor…”, empezó plañidera su madre, y no dijo
más por no apenar a Mario. Después se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la
evocación de los novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y
quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo,
y lo primero que hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente
la galena del aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que
escuchara cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a
Delia.

-Hiciste mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala. -Y lo miraron salir y
se miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la
señora suspiró desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con un
gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.

Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando
estaba comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer
bombones. Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir
con agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate o moka. Su
mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja perforó uno de
los que le traía Mario para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos demasiado
blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un cirujano pausando un delicado
tiempo quirúrgico. El bombón como una menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa
diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de
abominable repugnancia. “Tire ese bombón”, hubiera querido decirle. “Tírelo lejos, no vaya a
llevárselo a la boca, porque está vivo, es un ratón vivo.” Después le volvió la alegría del ascenso,
oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor de rosa… Hundió los dedos en la caja y comió
dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como burlándose. Él se imaginaba cosas, y fue
temerosamente feliz. “El tercer novio”, pensó raramente. “Decirle así: su tercer novio, pero
vivo.”

Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega
a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos;
parece que él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo ceñía a sus gustos y
a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún recelo que alentara a Delia, y él
compraba las sustancias para los licores, los filtros y embudos que ella recibía con una grave
satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo menos algún olvido de los
muertos.

Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía
sin sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los
chismes, al menos no se hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más
chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso; Mario llegó

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a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta la consideraban de nuevo. Nunca
habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las sobremesas del domingo.
Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras una de otra; la esquina de Rivadavia
y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara
las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que sentía -a veces, a solas- como
íntimamente ajeno y oscuro.

Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes
o de amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían
que era él. En diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja
concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron probarlo,
seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba como transfigurada mientras
Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor quemante. “Me va a
hacer morir de calor, pero está delicioso”, dijo una o dos veces. Delia, que hablaba poco cuando
estaba contenta, observó: “Lo hice para vos”. Los Mañara la miraban como queriendo leerle la
receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.

A Rolo le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Mañara
dichas al pasar cuando Delia no estaba: “Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por
el corazón. El alcohol es malo para el corazón.” Tener un novio tan delicado, Mario comprendía
ahora la liberación que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo
por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si también Delia le hacía licores o postres
a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a ensayar y que se alineaban para secarse en
una repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas maravillosas
con los bombones. Después de pedir muchas veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se
iba cuando Delia le trajo una muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo
saboreaba -algo apenas amargo, con un asomo de menta y nuez moscada mezclándose
raramente-, Delia tenía los ojos bajos y el aire modesto. Se negó a aceptar los elogios, no era
más que un ensayo y aún estaba lejos de lo que se proponía. Pero a la visita siguiente -también
de noche, ya en la sombra de la despedida junto al piano- le permitió probar otro ensayo. Había
que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a
mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban
trocitos crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar
un apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.

Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se
acercaba a lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar.
Los Mañara le dijeron a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las
horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco estaban
contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces pidió a Delia en secreto
una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca antes, le pasó los brazos
por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a menta. Mario cerró los ojos llevado
por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso volvió,
más duro y quejándose.

No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia
en la penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al
otro día. Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara
sospecharon algo, porque vinieron agitando los periódicos y con noticias de un aviador perdido
en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se quedaban a mitad del Atlántico. Alguien
encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le pareció un instante que su gesto
ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca carrera por las paredes. Abría

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y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió como avergonzada, mirando de
reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se sonreía.

Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz
de Delia, el peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde,
el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación de
esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la cercanía de las mariposas y los
gatos, el aura de su respiración a medias en la muerte. Se prometió una caridad sin límites, una
cura de años en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez sin casarse con Delia,
simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella no viese más una tercera muerte
andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.

Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia;
en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban
transando y yéndose, sobre todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi
de noche, y había que cerrar los ojos y definir -con cuántas vacilaciones a veces por la sutilidad
de la materia- el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño milagro en el plato de alpaca.

A cambio de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o
pasear por Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla
el sábado de tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para
oír radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de Delia a irse de la casa
cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las pocas veces que salieron
con los Mañara se alegró más, entonces se divertía de veras en la Exposición Rural, quería
pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza, estudiándolos hasta cansarse. El
aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un andar decidido. Lástima esa vuelta
vespertina al laboratorio, el ensimismamiento interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora
los bombones la absorbían al punto de dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus
hallazgos. A los Mañara nunca; Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran
rehusado probar sabores nuevos; preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja
sobre la mesa, sin invitarlos pero como invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de
antes, y hasta cortaban los bombones para examinar el relleno. A Mario lo divertía el sordo
descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las
novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde
tocando el piano y Delia dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones
nuevos. Cuando encendió la luz, Mario vio el gato dormido en su rincón y las cucarachas que
huían por las baldosas. Se acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo
amarillo en los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente
salado (en lo más lejano del sabor), como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era
idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.

-El pez de color está tan triste -dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y falsas
vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de la
boca. Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado como una
lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.

-Hay que renovarle más seguido el agua -propuso.

-Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.

A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los
primeros tiempos. Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor

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apareciendo de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca -del
velorio de Rolo- sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero.

Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar
el suelo como si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía
querer habituarse y pensar antes de contestarle. Después lo miró brillantemente, irguiéndose
de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como para abrir una
puertecita en el aire, un ademán casi mágico.

-Entonces sos mi novio -dijo-. Qué distinto me parecés, qué cambiado.

Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se
movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y vasitos
de Hesperidina. Mario se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara lo
esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una botella de oporto
y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a la vez más lejano. Perdían la simplicidad de
amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe todo desde la primera infancia.
Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y al abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera querido
decirle que confiaran en él, nuevo soporte del hogar, pero no le venían las palabras. Se notaba
que también los Mañara hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los periódicos
volvieron a su cuarto y Mario se quedó con Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.

Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá
Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel
porque nada podía hacerse contra esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado a
mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en Última Hora y los
párrafos subrayados con tinta azul. “Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo al suicidio,
según declaraciones de los familiares”. Pensó raramente que los familiares de Héctor no habían
aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez en los primeros días. Se acordaba
ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era regalo de la madre de Héctor. Pez de
color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó
el sobre, el recorte, hizo un recuento de sospechosos y se propuso franquearse con Delia,
salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del rezumar intolerable de esos rumores. A los cinco
días (no había hablado con Delia ni con los Mañara), vino el segundo. En la cartulina celeste
había primero una estrellita (no se sabía por qué) y después: “Yo que usted tendría cuidado con
el escalón de la cancel”. Del sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó si
la de la casa de altos usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda
de Madre Celeste y de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia.
Era en diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar a
lo de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con
el calor comían menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas
muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un fino
césped de papel verde claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces miraba
hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al llegar al buzón de Medrano
y Rivadavia, Mario comprendió que también a ella la estaban torturando desde lejos; que
compartían sin decirlo un mismo hostigamiento.

Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de


cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita.
Mario le dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la
nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.

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-Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes
me ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.

-Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?

-Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando…

-Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa… quiero decir que no le hacen
mella. Es más dura de lo que te pensás.

-Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja -atinó a decir indefenso
Mario.

-No es por eso, sabés. -Bebía su cerveza como para que le tapara la voz. -Antes fue igual,
yo la conozco bien.

-¿Antes de qué?

-Antes de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.

Quiso protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto
vago de despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni
siquiera pensar mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio,
frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara.

Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez
los Mañara habían hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que tocara el tema para
ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann, los tangos
de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta que los Mañara llegaron con galletitas y
málaga y encendieron todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse
parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el gato estaba empachado de pelos y
apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban la razón sin opinar, pero no
parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de unas hojas amargas. Optaban
por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo que
el gato se moriría; tal vez el aceite le prolongara la vida un poco más. Oyeron a un diariero en la
esquina y los Mañara corrieron juntos a comprar Última Hora. A una muda consulta de Delia fue
Mario a apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón, manchando de
amarillo viejo la carpeta de bordados futuristas. En torno del piano había una luz velada.

Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que
mayo para el casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto
de miedo a equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su
ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sintió
contraerse poco a poco.

-Mamá va a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama…

Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa
noche, las once y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba
largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco cursis, pero
que a Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los Mañara vinieron a decirles buenas
noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia tenía que velar más

52
que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se fueron, como a disgusto, pero
rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y la ventana de la sala.
Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque Delia quería servírselo y se molestó
un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la ventana, mirando la calle vacía por donde
antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor. Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de
Delia, en el plato de alpaca que Delia guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había
querido pedirle a Mario que probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la
cansaban los reproches de los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la bondad de
Mario pedirle que probara los nuevos bombones -claro que si no tenía ganas, pero nadie le
merecía más confianza, los Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto. Le ofrecía el
bombón como suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo
abarcaba con una claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua
sobre el piano (no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su
lado esperando el veredicto, anhelosa la respiración, como si todo dependiera de eso, sin hablar
pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos -o era la sombra de la sala-, oscilando apenas el
cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca, iba
a morder, bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un placer infinito se sintiera de
pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del bombón, pero no lo miraba,
tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante en la penumbra. Los dedos se
separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en la masa blanquecina de la cucaracha,
el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y alrededor, mezclados con la menta y el
mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo del caparacho triturado.

Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando
en un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los
dedos de Mario se cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror que le subía del
pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por retorcimientos, pero él quería
solamente que se callara y apretaba para que solamente se callara; la de la casa de altos estaría
ya escuchando con miedo y delicia, de modo que había que callarla a toda costa. A su espalda,
desde la cocina donde había encontrado al gato con las astillas clavadas en los ojos, todavía
arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de los Mañara levantados,
escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Mañara habían oído y
estaban ahí contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo él hacía callar a Delia.
Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y negra, pero viva. Oía jadear a los
Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual
que Héctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara, que habían estado
ahí agazapados y esperando que él -por fin alguno- hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar
por fin el llanto de Delia.

53
POEMAS

54
DICE EURÍDICE15
La ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías:
horror de que me vieras así, con este tocado de sombra,
el pelo sin brillo –el pelo, que el sol no se cansaba de dorar.
Terror también de que no fueras el mismo –el que permanecía en mi memoria–
y al mismo tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser vivo.
Hace tanto que nadie venía por aquí,
tanto que nadie se llevaba un alma o un perro,
que cuando oí tus pasos y tu voz llamándome,
cuando por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando a la vida.
Después tu calor me condensó, me secó como una vasija,
y caminé por el sombrío corredor
otra vez con aquella máquina atronadora dentro del pecho
y un carbón encendido en medio de las piernas.
Caminé de tu brazo, imaginando ya la luz,
los árboles junto a los cuales caminábamos,
aquella habitación llena de espejos
donde flotábamos como dos ahogados.
Hasta que de pronto tu paso se hizo nervioso,
tu pensamiento se espantó como un caballo,
y vi que tratabas de desprenderte de mí,
de librarte de la trampa de la materia mortal.
“No te vayas –supliqué– no me dejes aquí,
déjame ver de nuevo las nubes y el sol,
suéltame por el mundo como una potranca tracia.”
Pero tú ya corrías hacia la salida,
y durante siete días y siete noches oí cómo llorabas,
cómo cantabas en la ribera del río infernal
nuestra vieja canción: “Lo lejano, sólo lo más lejano perdura.”

15CASTILLO, Horacio (2005) “Por un poco más de luz. Obra poética 1974-2005” Editorial Brujas, Colección Vital.
Córdoba, Argentina.

55
ÍTACA16
Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Poseidón.
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Los lestrigones y los cíclopes
y el feroz Poseidón no podrán encontrarte
si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,
si tu alma no los conjura ante ti.
Debes rogar que el viaje sea largo,
que sean muchos los días de verano;
que te vean arribar con gozo, alegremente,
a puertos que tú antes ignorabas.
Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,
y comprar unas bellas mercancías:
madreperlas, coral, ébano, y ámbar,
y perfumes placenteros de mil clases.
Acude a muchas ciudades del Egipto
para aprender, y aprender de quienes saben.
Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:
llegar allí, he aquí tu destino.
Mas no hagas con prisas tu camino;
mejor será que dure muchos años,
y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,
rico de cuanto habrás ganado en el camino.
No has de esperar que Ítaca te enriquezca:
Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.
Sin ella, jamás habrías partido;
mas no tiene otra cosa que ofrecerte.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,
sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.

16 KAVÁFIS, Konstantínos (1983) “Poesía Completa” traducción del griego de Pedro Bádenas. Editorial Alianza. Madrid,

España.

56
SELECCIÓN
SAFO
Bajo tierra estarás
Bajo tierra estarás,
nunca de ti,
muerta, memoria habrá

ni añoranza; que a ti
de este rosal
nada las Musas dan;

ignorada también,
tú marcharás
a esa infernal mansión,

y volando errarás,
siempre sin luz,
junto a los muertos tú.
Desde Creta ven, Afrodita
Desde Creta ven, Afrodita, aquí
a este sacro templo, que un bello bosque
de manzanos hay, y el incienso humea
ya en los altares;
suena fresca el agua por los manzanos
y las rosas dan al lugar su sombra,
y un profundo sueño de aquellas hojas
trémulas baja;
pasto de caballos, el prado allí
lleno está de flores de primavera
y las brisas soplan oliendo a miel…
Ven, Chipriota, aquí y, tras tomar guirnaldas,
en doradas copas alegremente
mezclarás el néctar para escanciarlo
con la alegría
De la hermosa luna
De la hermosa luna los astros cercan
hacia atrás ocultan luciente el rostro
cuando aquella brilla del todo llena
sobre la tierra…

A Teóxeno de Ténedo (*)

Hay un tiempo para recolectar amores,


corazón mío, cuando acompaña la edad:
pero aquel que al contemplar los rayos
rutilantes que brotan de los ojos de Teóxeno
no siente el oleaje del deseo, de acero
o de hierro tiene forjado su negro corazón
con fría llama y, perdido el aprecio
de Afrodita, la de vivaz mirada,

57
o violentas fatigas padece por la riqueza,
o se deja arrastrar por la femenina osadía
esclavo de todos sus (...) vaivenes.
Más yo me derrito como cera de sagradas abejas.
por el calor mordida en cuanto pongo mis ojos
en los lozanos miembros de adolescentes mozos.
¡Era cierto que también en Ténedo
Persuasión y Donosura tenían su sede
en el hijo de Hagesilao!
(*) Según la leyenda Teóxeno fue el último amor efébico de Píndaro, y la persona en cuyos
brazos falleció el poeta.
Ístmica IX
Gloriosa es la historia de Éaco, y gloriosa también Egina,
famosa por sus barcos. Con el designio de los dioses
llegó y la colonizó el ejército dorio
de Hilo y de Egimio. Según la ley de éstos, viven
sin transgredir
la ordenación divina ni el derecho
de la hospitalidad. Son por su bravura
como delfines en el mar, y sabios servidores
de las Musas y de lides atléticas.
("Odas", Editorial Gredos, 1984. Traducción de Alfonso Ortega)

OVIDIO
“Amores” (Libro I – IX)
“Soldado es todo enamorado y Cupido tiene su propio campamento;
Ático, créeme, soldado es todo enamorado.
La edad que es adecuada para la guerra, lo es también para el Amor.
Fea cosa es un soldado viejo, fea cosa el amor de un viejo.
Los ánimos que los jefes buscan en un soldado valiente,
son los que busca una bella joven en el hombre que le acompaña.
Hacen vela los dos, en tierra descansan uno y otro,
uno guarda la puerta de su dueña, el otro la de su general.
El deber de un soldado es el largo camino. Envía tú lejos a una joven: el valiente amante la
seguirá al fin del mundo. […]
¿Quién, a no ser un soldado o un amante soportará los fríos de la noche y las nieves mezcladas
con la tupida lluvia?
Se envía a uno a espiar al enemigo; el otro pone en su rival
sus ojos como si fuera un enemigo.
Aquél asedia poderosas ciudades, éste el umbral de la amada altiva, éste rompe puertas, pero
aquél entradas […]
Yo mismo era perezoso y nacido para el indolente ocio;
el lecho y la penumbra habían ablandado mi ánimo;
las cuitas por una hermosa muchacha despertaron al cobarde
y le ordenaron ganarse la soldada en el campamento.
Desde entonces me ves ágil y dispuesto a las luchas nocturnas
¡El que no quiera convertirse en un vago, que ame!”
“Amores” (Libro I – V)
Era el estío; el día brillaba en la mitad de su carrera, y me tendí en el lecho buscando reposar de
mis fatigas. La ventana de mi dormitorio, medio abierta, dejaba penetrar una claridad semejante
a la que reina en las opacas selvas, o como luce el crepúsculo cuando Febo desaparece del cielo,

58
o la noche ha transcurrido sin presentarse el sol todavía; luz tenue que conviene a las
muchachas, pudorosas, cuya timidez busca los sitios retirados. De pronto llega Corina con la,
túnica suelta, cubriendo con sus cabellos por ambos lados la marmórea garganta, cual se dice
que la hermosa Semíramis se acercaba al tálamo nupcial, y Lais acogía a sus innumerables
pretendientes. Le quité la túnica, cuya transparencia apenas ocultaba ninguno de sus encantos;
pero ella pugnó por conservarla, aunque con la flojedad de la que ansía la victoria, y se aviene
de buen grado a caer vencida. Así que apareció a mis ojos enteramente desnuda, confieso que
no vi en todo su cuerpo el más mínimo lunar. ¡Qué espalda!, ¡qué brazos pude ver y tocar!, ¡qué
lindos pechos oprimieron con avidez mis manos! Bajo su seno delicioso, ¡qué vientre tan
recogido!, ¡qué talle tan arrogante y esbelto!, ¡qué pierna tan juvenil y bien formada! ¿A qué
particularizar sus atractivos? Cuanto vi en ella merecía fervorosas alabanzas, y oprimí contra el
mío su desnudo cuerpo. ¿Quién no adivina lo demás? Por fin, agotados, nos entregamos los dos
al descanso. ¡Ay!, ojalá consiga saborear muchos mediodías semejantes.
CATULO
Poema I
¡Oh amores y anhelos,
Y cuántos hombres existáis sensibles a la belleza,
Lamentaos! Ha muerto el gorrión de mi amada,
Su gorrión, deleite de mi niña
Al que cuidaba más que a sus propios ojos.
Era más dulce que la miel y conocía a su dueña
Tan bien como conoce una niña a su propia madre,
Y, sin alejarse jamás de su regazo,
Piaba sin cesar para nadie más que para ella,
Mientras saltaba a su alrededor de acá para allá.
Ahora marcha por un camino de sombras,
Hacia un lugar del que se niega que exista retorno.
Yo os maldigo, siniestras tinieblas del Orco,
Que devoráis todo lo bello:
¡Tan hermoso era aquel que me habéis arrebatado!
¡Oh desdicha! ¡Pobrecillo pájaro!
Ahora lloran por vuestra culpa
Los enrojecidos e hinchados ojos de mi amada.
Vivamos
Vivamos, Lesbia mía, y amémonos.
Que los rumores de los viejos severos
no nos importen.
El sol puede salir y ponerse:
nosotros, cuando acabe nuestra breve luz,
dormiremos una noche eterna.
Dame mil besos, después cien,
luego otros mil, luego otros cien,
después hasta dos mil, después otra vez cien;
luego, cuando lleguemos a muchos miles,
perderemos la cuenta, no la sabremos nosotros
ni el envidioso, y así no podrá maldecirnos
al saber el total de nuestros besos.
VIRGILIO
Andrómaca
Un rumor increíble nos llega en ese punto al oído:

59
que Heleno, hijo de Príamo, señoreaba ciudades griegas,
poseedor de la esposa del eácida Pirro y de su cetro,
y que Andrómaca había pasado de nuevo a un marido
troyano. Me quedo atónito y se me enciende el pecho
con un extraordinario deseo de hablar con aquel hombre
y conocer sucesos tan insólitos. Salgo del puerto,
alejándome de la escuadra y de la ribera.
En un bosque sagrado delante de la ciudad,
a orillas de la onda de un falso Simunte,
Andrómaca ofrecía viandas solemnes y sombríos dones
a la ceniza de Héctor, e invocaba a sus Manes
junto a la tumba que, vacía, había levantado,
y consagrado aras gemelas, para poder llorarlo.
Al darse cuenta de mi llegada y ver armas troyanas
alrededor, fuera de sí, aterrada por tan raro prodigio,
se quedó yerta, con los ojos fijos, sin calor
en los huesos. Se desplomó y, tan sólo después
de un tiempo prolongado, acertó a balbucir:
«¿Es de verdad tu rostro? ¿Eres tú de verdad,
mensajero que ante mí llegas, hijo de diosa?
¿Estás vivo? O, si la luz nutricia te abandonó,
¿dónde está Héctor?» Dijo, y derramó lágrimas
y llenó todo aquel lugar con sus gemidos.
No sabía qué decir yo, turbado como estaba,
a la que tanto había sufrido, y, con entrecortada
voz, respondí: «Estoy vivo, sí, aunque mi vida
no haya sido más que una serie de desastres.
Es, no lo dudes, de verdad lo que estás viendo.
¡Ay! ¿Qué suerte tuviste que soportar, privada
de tan gran marido? ¿O qué fortuna lo bastante digna
de ti te visitó, Andrómaca de Héctor? ¿Eres aún
la esposa de Pirro?» Bajó los ojos y habló así,
con apagada voz: «¡Oh feliz sobre todas las otras
la hija de Príamo, que sobre sepulcro enemigo
y bajo las altas murallas de Troya fue condenada
a morir! Y no tuvo que padecer ningún sorteo
vergonzoso, ni, cautiva, rozó el lecho de su amo
vencedor. Pero yo, en llamas mi querida patria,
arrastrada por mares diversos, dando a luz
en esclavitud, tuve que sufrir el orgullo
del joven e insolente hijo de Aquiles,
quien, luego, interesado en Hermíone
y en un himeneo lacedemonio, me dio esclava
al esclavo Heleno, para que me poseyera.
Pero, inflamado en su inmenso amor por la esposa
raptada y aguijado por las Furias de sus crímenes,
Orestes lo cogió desprevenido y lo degolló
junto a las aras paternas. Al morir Neoptólemo,
una parte de su reino pasó a Heleno,
quien a aquellos campos llamó, del troyano Caón,
caonios, y Caonia al país entero, y en lo más alto
levantó los cimientos de una Pérgamo nueva.

60
Pero a ti, ¿qué rumbo te han dado los vientos
y el destino? ¿O qué dios, sin saberlo tú,
te ha traído a nuestras orillas? ¿Qué es del niño
Ascanio? ¿Vive? ¿Respira todavía? Te nació
cuando Troya... Tan pequeño como es, ¿le duele
haber perdido a su madre? ¿O a la virtud antigua
y al corazón heroico ya lo encaminan su padre
Eneas y su tío Héctor?» Esto dijo llorando,
y se abismaba en un largo torrente de estéril llanto
cuando el hijo de Príamo, el héroe Heleno,
salió de la ciudad con numeroso acompañamiento:
reconoce a los suyos y los invita alegre a palacio,
y mezcla sus palabras con abundantes lágrimas.
Virgilio en Aeneidos III, incluido en Antología de la poesía latina (Alianza editorial, Madrid, 2010, selec. y trad. de
Luis Alberto de Cuenca y Antonio Alvar).
HORACIO
VIII
A LIDIA
Lydia, dic, per omnis…
Por los dioses te pido
Que me confieses, Lidia,
Por qué con insaciables amores apresuras
De Sibaris la ruina.
¿Por qué odia el campo abierto.
Si ante en él gozaba, y polvo y sol sufría?

¿Por qué ya no cabalgaba


en la marcial milicia,
ni a los galicios potros, con el dentado freno
fogosidad les quita?
¿Por qué del padre Tíber
las rojas aguas huye, y al jugo de oliva

teme más que al veneno de la traidora víbora ?


¿Por qué la señal cárdena de las armas no ostenta
su brazo, que solía
arrojar siempre el disco
y el agudo venablo mas allá de la línea?

¿Por qué se oculta como


es fama que lo hacía
antes del lamentable final de Troya el hijo
De Tetis la marina,
Para que no pudiera su varonil atuendo
Llevarle hacia la muerte, contra las tropas Licias?
XI
A LEUCÓNOE
Tu ne quaesieris…
No ivertigues, Leucónoe (verdado está saberlo),
Qué destino los dioses a ti y a mí nos dieron,
Y no de Babilonia consultes los misterios.

61
Vale más, como fuere, aceptar el decreto,
Ya nos concedas Jove contar muchos inviernos
O ya sea en que éste ultimo en que abatirse emos
Contra escollos tenaces las olas del Tirreno.

Sé prudente; buen vino consume de lo añejo,


Y largo afán no entregues a plazo tan pequeño:
Mientras hablamos, huye con la palabra el
Tiempo.
Goza este día!... Nada fíes del venidero
II
A CRISPO SALUSTIO
Nullus argento color…
Nada en el seno de la avara tierra
Brilla la plata, y con razón la tienes
Por la cosa vil, Salustio, si un destinoo
Justo no la embellece.

Porque amó como un padre a sus hermanos


Proculeyo, tendrá vida perenne,
Y volará su nombre, de la fama
En ala nueva siempre.

Dominando al espíritu ambicioso,


Tu imperio extenderás mas que si unieses
Cádiz a Libia y si las dos Cartagos
Te fueran obedientes.

Agrávase el hidrópico cediendo


A su terrible sed, y ésta no cede
Si de las venas el humor no expulsa
Que su sangre envilece.

Vuelto al trono de Ciro, ya Fraates


Es un hombre feliz, según la plebe;
Pero lo niega la Virtud, que al vulgo
Libre de errores quiere.

Ella otorga el poder y diadema


Y corona brillante de laureles
Sólo al que, puesto ante el montón de oro,
Lo mira displicente
XV
CONTRA EL LUJO
Iam pauca aratro…
Palacios opulentos
Casi cubren la tierra cultivable;
Por doquiera se ven más que el Lucrino
Espaciosos estanques,
Y el plátano infecundo
Sustituye a los olmos seculares.

62
Miltros y violetas
Y otras mil flores su perfume esparcen
Por campo que a otros dueños
Ataño enriqueció con olivares;
Y tupidos laureles
Le niega paso al sol con su follaje.

No así la ley del inmortal Quirino


Lo dispuso, ni tales
Fueron las normas de Catón, austero,
Ni la de nuestros venerados padres.

Su fortuna privada era pequeña


Y la de todos grande.
A nadie era posible
En suntuoso pórtico privado
Sombra del cielo y brisas apropiarse.

Ordenaban leyes
No desperdiciar los techos ancestrales;
Pero imponían al común tesoro
La obligación de embellecer cuidades,
Y reservaban las costosas piedras
Para templos y altares.
IV
A SEXTIO
Solvitur acris hiems…
Cede ya el crudo invierno,
Porque Favonio y Promavera vuelven.
Las naves que acogía la ribera
Confíanse a la mar tranquilamente; y ni al ganado alegra ya el establo
Ni al labradir retiene
El llenamente fuego
Ni la escarcha los prados emblanquece.

Ya al asomar la Luna
Guía su coro a Venus Citeres,
Y las ligeras Gracias y las Ninfas,
Acompañando el pie, danzan alegres,
En tanto que Vulcano
Vigila como siempre
Las fatigosas fraguas de los Cíclopes,
En su tarea ardiente.

Ahora nuestro paso tiende.


Y en el umbroso bosque
Al dios del pastoreo hay que ofrecerle
Una cordera blanca
O un cabrito más bien, si él prefiere.

No olvides, feliz Scxtio,

63
Que la palida muerte
Penetra igual que en la cabaña mísera
En el palacio alto de los reyes.
Larga esperanza sustentar nos veda
Con su paso veloz ida tan breve.
Noche sin fin aguarda
Y los Manes solemnes

Y de Plutón el lúgubre recinto;


En donde, así que llegues,
No es de esperar que caprichosos dados
Te hagan <<rey de banquete>>,
Ni que puedas mirar del tierno Lícidas
Las gracias que hoy te ofrece,
Con las que pronto prenderá en doncellas
El amor que en los jóvenes ya enciende

64
BORGES
El sueño
Si el sueño fuera (como dicen) una
tregua, un puro reposo de la mente,
¿por qué, si te despiertan bruscamente,
sientes que te han robado una fortuna?

¿Por qué es tan triste madrugar? La hora


nos despoja de un don inconcebible,
tan íntimo que solo es traducible
en un sopor que la vigilia dora

de sueños, que bien pueden ser reflejos


truncos de los tesoros de la sombra,
de un orbe intemporal que no se nombra

y que el día deforma en sus espejos.


¿Quién serás esta noche en el oscuro
sueño, del otro lado de su muro?

Elogio de la sombra
La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,

65
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.
Arte poética
Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.

Sentir que la vigilia es otro sueño


que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.

Ver en el día o en el año un símbolo


de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,

ver en la muerte el sueño, en el ocaso


un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.

A veces en las tardes una cara


nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,


lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable


que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.

66
Despertar
Entra la luz y asciendo torpemente
de los sueños al sueño compartido
y las cosas recobran su debido
y esperado lugar y en el presente
converge abrumador y vasto el vago
ayer: las seculares migraciones
del pájaro y del hombre, las legiones
que el hierro destrozó, Roma y Cartago.

Vuelve también la cotidiana historia:


mi voz, mi rostro, mi temor, mi suerte.
¡Ah, si aquel otro despertar, la muerte,
me deparara un tiempo sin memoria
de mi nombre y de todo lo que he sido!
¡Ah, si en esa mañana hubiera olvido!
Una llave en Salónica
Abarbanel, Farías o Pinedo,
arrojados de España por impía
persecución, conservan todavía
la llave de una casa de Toledo.

Libres ahora de esperanza y miedo,


miran la llave al declinar el día;
en el bronce hay ayeres, lejanía,
cansado brillo y sufrimiento quedo.

Hoy que su puerta es polvo, el instrumento


es cifra de la diáspora y del viento,
afín a esa otra llave del santuario

que alguien lanzó al azul cuando el romano


acometió con fuego temerario,
y que en el cielo recibió una mano.
H.O
En cierta calle hay cierta firme puerta
con su timbre y su número preciso
y un sabor a perdido paraíso,
que en los atardeceres no está abierta
a mi paso. Cumplida la jornada,
una esperada voz me esperaría
en la disgregación de cada día
y en la paz de la noche enamorada.
Esas cosas no son. Otra es mi suerte:
Las vagas horas, la memoria impura,
el abuso de la literatura
y en el confín la no gustada muerte.
Sólo esa piedra quiero. Sólo pido
las dos abstractas fechas y el olvido.
Ajedrez
I
En su grave rincón, los jugadores

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rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores


las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,


cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.

En el Oriente se encendió esta guerra


cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada


del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero


(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.


¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?

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