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CUADERNILLO DE LECTURAS

LITERATURA V
CUADERNO I

PROFESOR: LENCINA, JOSÉ LUIS

ESTUDIANTE:
Lecturas:

 La madre de Ernesto (A. Castillo)


 Fermín (A Castillo)
 Parábola del trueque (J. J. Arreola)
 Diablo (A. Dolina)
 Un señor muy viejo con unas alas enormes (G. García Márquez)
 Algo muy grave va a pasar en este pueblo (G. García Márquez)
 Cuando me muera quiero que toquen cumbia (C. Alarcón) Frag.
 La chica del pelo verde (P. Ramos)
 Los rabiosos (J. D. Incardona)
 Ciudad de pobres corazones; La ciudad de la furia (Gustavo Cerati); En la ribera (Bersuit Vergarabat)
 Gente común- Retirada (T. Cardozo)
DIABLO
A. Dolina

Todos sabemos que el túnel que pasa bajo las vías en la estación de Flores es una de las entradas del infierno.

Cierta noche de otoño, el ruso Salzman, uno de los tahúres más prometedores del barrio, estaba haciendo un
solitario en uno de los bares mugrientos que existen por allí. Vino a interrumpirlo un individuo alto y flaco,
vestido con ropas elegantes, pero un poco sucias.

- Buenas noches, señor, soy el Diablo.

Salzman saludó tímidamente. Estaba seguro de haber visto al Diablo otras veces, pero le pareció inadecuado
mencionarlo. El hombre se acomodó en una silla y sonrió con dientes verdosos.

- Un solitario es poca cosa para un jugador como usted. Sepa que le está hablando el dueño de todas las
fichas del mundo... Conozco de memoria todas las jugadas que se han repartido en la historia de los naipes.
También conozco las que se repartirán en el futuro. Los dados y las ruletas me obedecen... Mi cara está en
todas las barajas... Poseo la cifra secreta y fatal que han de sumar todas las generalas cuando llegue el fin de
su vida...

Salzman no podía soportar aquella clase de discursos. Para ver si se callaba, lo invitó a jugar al chinchón.

- No comprende, amigo. Le estoy ofreciendo el triunfo perpetuo. Puedo hacer de sus pálpitos leyes de acero.
Pero el precio de su alma - una bicoca, si me permite - le haré ganar fortunas.

- No puedo aceptar - dijo Salzman en el mismo momento en que se le trababa el solitario.

-¿Acaso le gusta perder?

- Me gusta jugar.

- Usted es un imbécil... Tiene ganado el cielo. En fin, disculpe la molestia. Si no es su alma, será cualquier otra.

Salzman sintió la tentación de humillarlo.

-¿Quiere un consejo? Váyase por donde vino... Aquí no conseguirá nada.

El hombre alto lo miró sobrándolo.

- Olvida con quién está hablando. Siempre consigo lo que me propongo.

- Vea, supongo que lo que usted pretende es corromper un alma pura. Por aquí hay muy pocas. Y además,
éste es el barrio de la mala suerte. Todo sale mal.

- Hagamos una apuesta. Si consigo un alma antes del amanecer, me llevaré también la suya. Si pierdo, usted
podrá pedirme lo que quiera.

Salzman juntó las cartas desparramadas.

- Usted sabe que lo que me propone es inaceptable... Pero acepto. Desde luego, tendré que acompañarlo para
asegurarme de que no haga trampa.

Los dos personajes caminaron juntos por la oscuridad. Anduvieron por la plaza desierta. En la avenida se
cruzaron con algunos paseantes que no sirvieron de nada porque ya estaban condenados.

Salzman estaba un poco perturbado: es que su acompañante matizaba el paseo con pequeñas crueldades. En
la calle Yerbal le quitó la gorra a un pobre viejo, y en Bacacay le dio una feroz patada a un perrito negro. Cada
tanto, cantaba un estribillo con voz de barítono.
- Almas, quién me vende el alma...

Caminaron hacia el norte y en Aranguren se encontraron con una prostituta de increíble hermosura. Era muy
joven, casi una niña. Salzman estaba asombrado.

- Mire...

- Esto será fácil. La chica tiene hambre y aunque usted no lo crea, ésta es su primera noche. Puedo asegurarle
que seré su primer cliente.

- Si usted lo dice... Pero recuerde que en este barrio todo sale mal.

El hombre alto dejó a Salzman esperando en la esquina y se acercó a la chica. Después se metieron en un
oscuro zaguán.

- Me llamo Lilí - dijo ella -. Tráteme bien. Tengo mucho miedo.

Pasaron largas horas. La chica se derrumbó, extenuada y sonriente.

- Ya no tengo miedo.

Al rato salieron los dos abrazados. En medio de la calle, el hombre sacó la billetera. Salzman escuchaba
escondido detrás de un árbol.

- Fue maravilloso. Este dinero es tuyo.

- No quiero nada. Lo hice por amor.

El sujeto dio media vuelta y con paso indignado se acercó a Salzman.

- Apúrese que es tarde.

Anduvieron por el Odeón, por Tío Fritz y por la Perla de Flores, donde un grupo de racionalistas les explicó que
el pecado no existía, que el verdadero demonio es el que todos llevamos dentro y que en realidad no hay
hombres malvados sino psicóticos, perversos, sádicos, fóbicos o histéricos. Al salir, el hombre rompió la
vidriera de un ladrillazo. Después volvió a cantar.

- Almas, quién me vende el alma...

En la puerta de Bamboche vieron a Jorge Allen, el poeta, que por fin había encontrado la pena de amor
definitiva. Salzman indicó que se trataba de un amigo y pidió que no se lo molestara con la condenación eterna.
EL hombre se rió a carcajadas.

- No está en mis manos condenar a ese muchacho. Los enamorados hallan en el cielo o el infierno en el objeto
de su amor.

- Tiene razón - dijo el poeta sonriendo.

Salzman los presentó.

- Jorge Allen... el Demonio.

- Ya nos conocemos, pero ya que está: ¿por qué no compra mi alma? Sólo pido el amor de la mujer que me
enloquece. Se llama Laura.

- Ya lo sé. Se la entregué hace un tiempo a otro fulano. Por eso no lo ama.

- Con razón, con razón...


- Puedo darle el amor de cualquiera otra.

- Ya lo tengo, gracias.

Allen se fue sin saludar. El hombre le mostró el culo a una vieja que pasaba.

Cerca de las cinco de la mañana, hartos de caminar, fueron a dar al Quitapenas de Nazca y Rivadavia. El
hombre alto estaba deprimido por los fracasos de aquella noche. Se tomó cuatro cañas y empezó a contar
chistes puercos.

- ¿Conoce el del japonés que va al infierno?

Salzman estaba a punto de regalarle el alma para que se callara.

Apareció un hombre con una guitarra. Se largó con un paso de milonga en mi menor y al rato se puso a
improvisar un canto.

- Al ver a toda esta gente


en esta amable reunión
convoco a mi inspiración
con carácter de urgente.
Si entre el público presente
se encontrara un payador,
lo desafío, señor,
a tratar cualquier asunto,
en versos de contrapunto
para ver quién es mejor.

El hombre alto le quitó la guitarra y contestó en la menor.

- Soy el diablo y por lo tanto


acepto su desafío,
sepa que este canto mío
ya ha vencido al viejo Santos.
Pero yo gratis no canto,
quiero una apuesta ambiciosa.
Pregúnteme cualquier cosa,
mas, si yo contesto, le digo:
llevaré su alma conmigo
a la región Tenebrosa.

El payador no se achicó.

- Por mi alma yo se lo aceto


o si no por una copa,
no me asusta Juan Sin Ropa
pues ya ni al diablo respeto.
Pero seamos concretos,
el tema será profundo:
diga de un modo rotundo
qué siente usté en el amor
y si no invite, señor,
la vuelta pa' todo el mundo.

El diablo hizo una mueca de asco y pagó la vuelta.

A las seis en punto, pasó por el lugar Manuel Mandeb. Con aliento de azufre, el hombre alto le habló al oído.

- Le compro el alma, jefe.


- Vea, no hay nada en el mundo que me interese, salvo tener un alma. De modo que estamos ante una
paradoja.

Empezó a amanecer.

- Oiga, Salzman... De hombre a hombre se lo digo... Esto no es justo: todas esas personas que hemos visto
son cien veces más perversas que usted y yo juntos. Quizá sea hora de retirarme de este estúpido negocio.

- No se desespere, amigo.

- No me consuele. No olvide quién soy. Pídame lo que quiera.

Salieron de Nazca y vieron venir por la vereda a Lilí, la joven prostituta. Las luces del día la hacían todavía más
hermosa. El hombre se peinó las cejas con escupida.

- De sólo verla se me encienden los siete fuegos del infierno. Tal vez no me lleve ningún alma, pero le juro que
no perderé esta noche.

Salió corriendo y la encaró junto a un portón.

- Creo que estuve un poco brusco hace un rato y por eso he resuelto compensarla.

Ella lo miró con frialdad.

- ¿A qué se refiere?

- Le daré poder. Poder sobre mí.

Ahora ella miraba un cartel lejano.

- Perdón, creo que no entiendo.

- Vea, no acostumbro hacer estas cosas. Pero debo reconocer que estoy excepcionalmente impresionado por
usted. Antes la traté como a todas. Ahora me gustaría tratarla como a ninguna.

La chica empezó a caminar.

- No tengo nada que ver con todo eso.

- No se vaya. Quiero estar con usted. ¿Puede entender eso?

- Sí lo entiendo, pero... Lo llamaré otro día.

- Lilí, soy yo... el del zaguán. Y para mí el único día de la eternidad es hoy.

- Pero para mí no.

- Está bien. Quizás ahora no. Digamos mañana.

- Creo que no. Estoy un poco confundida. Necesito tiempo.

El hombre encendió los ojos.

- ¿Tiempo? ¿A mí me hablas de tiempo? ¿Acaso te olvidas de quién soy?

- No sé... si no me lo explica.

- No estoy acostumbrado a dar explicaciones. Mi identidad es ostensible. Has estado conmigo y no te has dado
cuenta...
- No.

- Soy Satanás, el Señor de las Tinieblas, el Príncipe de las Naciones, Lucifer, El Portador de Luz, el Adversario,
el Tentador, Moloch, Belcebú, Mefistófeles, Ahrimán, Iblis... ¿Entiendes? ¡Soy el Diablo!

Hubo un trueno que hizo temblar la barriada. Ella lo apartó y lo miró con desprecio.

- Cállate de una vez, miserable gusano enamorado. ¿No ves que te estás humillando ante mí? ¿No
comprendes que podría llevarte a donde yo quisiera? ¿No comprendes que podría hacerte mi esclavo, que
podría obligarte a adorarme?... ¿Y sabes por qué?... Porque el Demonio, el verdadero Demonio... soy yo.

Lilí se fue canturreando una milonguita.

- Almas, quién me vende el alma...

Salzman se acercó al hombre alto.

- ¿Un cigarrillo, maestro?

- Gracias... A propósito... ¿Le debo algo?

- Por favor... Vaya con Dios.

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LA CHICA DEL PELO VERDE

P. Ramos
Era una mañana helada… Esta sería la manera en la cual debería empezar esta historia, y no por donde
voy a empezarla. Las historias no deberían estar precedidas de una aclaración. Al menos eso es lo que yo
pienso, lo que digo siempre. Pero esa regla no me importa demasiado ahora, y menos tratándose de una
historia verdadera, de algo que me pasó tal y cual voy a contarlo, y que me dejó el recuerdo imborrable y fugaz
de la chica del pelo verde.
Yo tenía menos de veintiún años y por ese entonces, en Argentina, eso significaba ser menor. Yo no era
nada menor, hacía mucho tiempo ya que había entendido que la juventud es una palabra que quiere decir
cualquier cosa menos tener una edad determinada, y que a los hijos de familias pobres no nos estaba
reservada ninguna juventud, apenas una infancia más o menos normal, los que tuvimos suerte (yo la tuve, a
pesar de todo), y a la mayoría (a más de la mitad de mis amigos) ni siquiera eso. Pero viene a cuento esto de
que era menor porque por eso me tomaron en un trabajo que a los mayores de edad no les convenía. Yo era
mensajero en bicicleta de tres boliches bailables. Mensajero entre boliches, se entiende. Tres boliches que
eran de un mismo dueño, al cual yo no conocía pero que sabía bien quién era: el caudillo más importante, aún
innombrable aunque ya desaparecido, de aquel feudo en el cual nací: Avellaneda.
Mis mensajes eran paquetes relativamente pequeños y sé que casi siempre llevé órdenes que no se
podían dar por teléfono (en esa época no había celulares), dinero, armas y, sobre todo, drogas. Los paquetes
casi siempre me entraban adentro del pantalón a propósito holgado que usaba, en la bolas para ser más
exacto. Y así podía usar mi morral de carnada, por si me robaban o me paraba la policía. Pero la verdad yo
nunca pensé mucho en los riesgos. De hecho no pensé ni un poco: no pensé. Ganaba bien y me había podido
comprar un walkman a casete Sony, el más moderno, y sólo quería calzarme los auriculares, meter Pescado
Rabioso al palo y pedalear rápido para sacarme la carga de encima. Tenía el objetivo de un Fender
Stratocaster y un Marshall valvular. Nada más, pero nada menos. En aquella época, para un pibe como yo, esa
era una meta bastante alta.
Igualmente no eran más de tres o cuatro entregas por noche, y después hacer la guardia en la barra o al
lado del disc-jockey. Una sola vez tomé consciencia de que la cosa podía volverse ingobernable. Fue cuando
llevé una caja grande, muy grande, imposible de esconder en mis pantalones, atada atrás en el canasto de la
bicicleta. Había en la caja, perfectamente cerrada y recerrada con cintas y precintos, algo bastante pesado,
algo que estaba suelto y se movía y golpeaba con cada envión o frenada que yo daba en la bici. Era,
evidentemente, algo esférico. A veces pienso que lo que llevé ese día fue la cabeza de un desgraciado.
Además fue la única vez en que “entregué el fardo” en una casa particular y no en otro de los boliches. La
verdad no puedo asegurar que había una cabeza ahí adentro, sólo sé que esa caja tenía un peso raro, un peso
diferente, un peso que excedía la masa del objeto: un peso de maldad, un peso de muerte. Pero la mayoría de
las veces, repito, fueron paquetes de cocaína o anfetas que envolvían sin problemas frente a mí, los “Invisibles”
(así llamaban a los secuaces del caudillo porque casi nunca se mostraban o si se mostraban los demás
ignoraban quiénes eran, o sobre todo, y lo que es peor, ignoraban lo peligrosos que eran). Por eso sé de
algunas otras drogas también, más pesadas, más específicas, destinadas a cosas peores que la diversión
estúpida de los que podían jactarse de su loca juventud.
Otra aclaración que debo hacer es casi en tono de confesión, y hasta me da un poco de vergüenza, pero
es verdad: nunca me dio la más mínima pena la gente que consume drogas y termina dando lástima o muerta
en los boliches bailables. Me parecieron siempre estúpidos en masa que van a buscar lo que terminaban
encontrando. Y puede ser Avellaneda, Palermo o Punta del Este, da lo mismo. Tal vez la vida me hizo
demasiado duro muy temprano, o será que siempre entendí la sensibilidad de otra manera. No sé, pero conocí
muchos pibes y muchas minas en ese “trabajo”, y vi a tantos darse vuelta o dejarse por varios en un baño o en
el reservado del boliche con tal de una dosis más, que el dolor se convirtió paulatinamente en asco, y luego en
odio. Casi ninguna persona me dio lástima ni me importó hacer algo por ellas, hasta que me pasó lo que me
pasó con la chica del pelo verde y me di cuenta de que estaba equivocado, de que esa insensibilidad era un
error enorme, era un prejuicio. Es que nadie sabe en dónde se esconde un ser de luz, una persona valiosa,
nadie al menos puede asegurar que en tal o cual lugar no. Eso es imposible, es absurdo. La chica del pelo
verde fue una estrella fugaz que vino a caer en ese basural no por propia voluntad, si no porque la vida es
insoportablemente injusta y a veces da mucho palo, mucho más palo del que se puede soportar. Y cuando
pasa eso surge la verdadera esencia de la gente, se sabe de qué clase es cada uno. Porque están los que
lloran, suplican y venden hasta a la madre, o los siguen de pie en silencio, pero también están, lo que como
ella, se tiran de cabeza en la cueva del lobo. La chica del pelo verde me hizo entender que a veces hay que
mirar a la muerte de cerca, apretarla contra el pecho, regalarle una sonrisa y correr hacia ella como un toro
hacia la estocada final. Me lo hizo saber con una pistola calibre cuatro y medio apretada al centro de su pecho.
Era una mañana helada, entonces. Pero no era de mañana por lo temprano, era de mañana porque se
había hecho tarde. Estaba preparado para irme cuando el Tata, el más peligroso de los Invisibles, me pidió que
esperara, que quería mostrarme algo. El tipo, con la nariz empolvada de blanco, parecía un payaso de la
muerte. Estaba durísimo y eso no me gustó. Mala señal, pensé, porque esa era la peor hora: la hora de las
tragedias, me iba a decir más delante un amigo. No podía elegir, más vale. Y además yo no estaba en nada
raro, no me quedaba con nada y en esa época no consumía ni siquiera alcohol.
─Vení, pendejo, que te voy a mostrar la verdad de la milanesa ─me dijo el Tata, pero no era necesario
porque yo ya lo seguía.
Habíamos pasado por una puerta al costado del Underground I, así se llamaba uno boliche (cómo se
llamaban los otros dos lo pueden suponer, a estos tipos la imaginación no les fue dada) y caminamos por un
pasillo angosto y eterno. El pasillo terminaba en una oficina que tenía salida por la otra calle, una salida que se
había reforzado con paredes de hierro y unas mirillas y unos agujeros que les permitían a los supuestos
tiradores disparar con cierta seguridad. Antes de llegar, una mina que de casualidad pasaría los veinte años, en
minifalda, venía corriendo y riendo como una trastornada.
─Acá tenés las mejores piernas de Punta del Este ¿no?, decile, pelotuda ─le dijo el Tata y la agarró de los
pelos.
─Nunca beses en al boca a estas chupapijas ─dijo mirándome a mí, y le metió dos dedos en la boca a la
mina hasta atragantarla. Ella contuvo el vómito y me miró.
─Sí ─dijo─, me lo dijeron en un yate.
─Lo de chupapijas te habrán dicho, ¿no, puta? ─dijo el Tata y soltó una carcajada de bestia infernal.
La piba se rió y salió corriendo hacia el lado por donde nosotros habíamos entrado.
─Si después querés te la garchás ─me dijo el Tata─, por un saque.
─No ─dije, y agregué una mentira─ tengo novia.
El Tata me miró desconcertado
─Qué, ¿sos pelotudo o sos un Jesucristo? Vos no tenés novia, pero puto no sos. Sos un Jesucristo, eso
sos. Vení que te voy a mostrar la crucifixión moderna.
Llegamos al final del pasillo y entramos. A esa oficina le decían el Full-Full y era algo así como el VIP de la
perversión. Ahí adentro se reunían los Invisibles. Había seis, pero yo conocía sólo a dos. Nadie dijo nada
cuando me vieron entrar detrás del Tata. Percibí que estaba todo bien, conmigo. Y percibí también que estaba
todo mal con el tipo que tenían atado a una mesa de trabajo, una mesa con dos morsas de carpintero. No lo
tenían atado en realidad, lo tenían asegurado con unos ocho sargentos de hierro y con las muñecas en las
morsas. Aparte de destrozarlo a golpes, tanto que la cara estaba redonda, perfectamente esférica, como una
pelota de fútbol muy inflada, lo habían usado de cenicero. Literalmente le había apagado decenas de cigarrillos
en todos el torso desnudo, los cigarrillos seguían ahí, incrustados, el tipo parecía una macabra escultura
surrealista. Detrás de él, sentada en un rincón, atada a una silla, estaba ella: la chica del pelo verde. Me
pareció que no la habían tocado, todavía.
─¿Vos te pensás que vamos a matar a este hijo de puta, Jesucristo? ─me dijo el Tata y alguno que otro
sonrió. En un escritorio había tres armas cortas y una cantidad de herramientas de carpintero, alguna
manchada levemente de sangre.
─Carpintero ─dijo el Tata, y un tipo enorme, que estaba sentado al lado de la chica del pelo verde,
sobándole con los dedos la cara, se paró─, mostrale a este cómo hacés un encastre fino.
Yo supe enseguida que no tenía que cerrar los ojos, que tenía que mirar. Tenía que salir de ahí entero y
había empezado a hacer funcionar a mil mi cabeza. Trataba de ver detrás de la pelota de fútbol al tipo, que
ahora había empezado a gemir, y trataba de encontrar mi relación él y con todo eso. Pero ¿qué relación?,
hacía menos de seis meses que me la pasaba en bici de acá para allá y ni una vez me había agarrado la
policía, ni una vez me habían mexicaneado, nada, venía invicto y eso era bastante raro en los tiempos aquellos
en un trabajo como ese. Tal vez eso, tal vez el Tata estaba pensando que hacía la mía, o que era buchón y por
eso no me había pasado nada. Ya me lo había dicho una vez, me había felicitado, me dijo que yo había
duplicado el record de todos los Chasquis (así nos llamaba él porque era santiagueño) de la historia de los
Undenground. En el momento en que me lo dijo yo no lo tomé a mal, pero bueno, ahora sé que las cosas que
te dicen estos tipos se tiene que tomar siempre a mal, aunque suenen buenas, o se toman a mal o no se
toman, no existe algo contrario al mal, a menos que eso sea “mal mayor”, nada más.
No había mucha luz pero se veía lo que había que ver más que perfectamente. La chica del pelo verde
estaba tranquila, y no parecía drogada. Yo contuve la respiración en la primera envestida del Carpintero. Duró
una nada. El Carpintero se retiró de la boca del hombre pelota.
─Se desmayó el hijo de puta ─dijo, mirando al Tata.
─Si me vas a seguir mostrando esta mierda dejame tomar un saque ─dijo, clarito como el agua, la chica
del pelo verde.
Tenía la voz serena, bastante más grave de lo que hubiera imaginado. Entera, sin temblequeos, aunque
supongo que sabía la que se le venía.
─Mirá la guacha esta, con ese pelo de puta ─dijo el Tata─, dale un poco, pero de la de ella. Y soltala, son
seis boludos armados, supongo que es suficiente contención, ¿no? Y vos sentate ─me dijo a mí.
Me tomó del hombro y me empujó hacia abajo. Caí en un sillón verde de una sola plaza que ni siquiera me
había dado cuenta de que estaba detrás de mí. Enseguida sentí el fierro en el culo. Inconfundible. Si era de
uno de ellos se iban a dar cuenta, si era de cara de pelota tal vez me había sentado arriba de un salvavidas.
No voy a contar detalles de lo que le hicieron. Sólo que lo despertaron y siguieron torturándolo hasta
hacerlo desmayar, cinco veces lo mismo, casi una hora de tortura. No lo mataron, no sé cómo, y algo que hiela
la sangre es que nunca le preguntaron nada. O sea, que lo hicieron por placer, o por venganza que, supongo,
en esta gente son la misma cosa.
No vomité, ni me impresioné demasiado. Estaba tan nervioso pensando en que después podía ser mi
turno que de alguna manera el miedo superó todo lo que yo conocía o había experimentado, desde la parálisis
hasta las ganas de llorar pasando por las de hacerme encima, como si le hubiera dado la vuelta al
cuentakilómetros del miedo. Quiero decir que estaba normal, o mejor dicho: anormalmente normal.
Aparentemente igual que siempre pero ido. Mentalmente ahí pero físicamente lejos, no sé bien dónde, tan lejos
como lo puede estar el espectador de una película de terror. Sufriendo en la butaca a la vez que come
pochoclos.
Cuando terminaron el Tata me miró:
─Ahora viene el Tordo ─me dijo─, este se salva pero hijos no va a tener. A vos te toca esperar acá. Esto
te lo vamos apagar aparte. Acá podés llegar lejos, ¿entendés Jesucristo? Una vez que el Tordo llegue te vas.
Confiamos en vos, pero en este también confiábamos. ¿Te queda claro?
Dije que sí no me acuerdo cómo, si con la voz o con la cabeza. O si lo dijo el otro por mí, el que ocupaba
mi cuerpo. El Tata se acercó al cara de pelota y le dijo al oído pero bien fuerte:
─Ahora nos vamos al terraplén con tu novia, a estás se las coje en las vías, entre los yuyos y las ratas.
La chica del pelo verde iba por la decima raya de cocaína. Decirle raya es una metáfora, parecía la senda
peatonal de la Nueve de Julio lo que ella aspiraba cada vez. Pensé en decir: “ella no hizo nada”, pero no lo dije,
más vale, apenas podía respirar. Uno de ellos salió primero llevándola del brazo. Y como ella se resistió le
pegó un revés con la mano que casi la tira al suelo. Algo se infló en mí, un gas de odio, de indignación y fue
entonces que descubrí quién soy, o cómo soy, porque sentí que explotaba, me sentí mierda, basura,
inmundicia; si no hacía algo por ella no iba a poder vivir en paz. Fue ese el día en que me di cuenta de que no
estoy hecho para evitar los problemas a cualquier precio.
Por fin salieron todos y me dejaron solo con el cara de pelota. Como pude me levanté (ahora sí, como el
miedo había bajado algunos decibeles, agarrotado). Vi el arma, negra, de calibre alto, y la agarré. No sabía si
estaba cargada, no sabía tampoco si tenía el seguro puesto ni cómo debía usarla.
El cara de pelota gemía y blasfemaba pero parecía inconsciente. Tomé una botella de whisky del piso, le
quedaba un cuarto litro más o menos. Le vacié una buena dosis en la boca, al menos en una de las aberturas
que más se parecía a una boca. Ahí me di cuenta de que no había sangre en su cara, me pareció extraño.
Tomé un trago yo también, fue el primer trago de whisky que tomé en mi vida.
─Sorete ─le dije─, no insultes más a la Virgen. Decime cómo uso esto. Respondé como puedas pero sólo
si es un “sí”.
El tipo se quejó. Supuse que aceptaba. Le puse el arma frente a los ojos.
─¿Es tuya? ─el tipo se quejó.
─¿Está cargada? ─el tipo se quejó.
─¿Está con seguro? ─el tipo no dijo nada.
─¿Aprieto acá y listo? ─el tipo se quejó.
─¿Tengo al menos siete tiros? ─el tipo se quejó
─Sos un hijo de puta, ¿sabés? un hombre no mete a su mujer en el medio ─el tipo se quejó.
Salí con el arma en la cintura por si me encontraba con el tordo. En la calle estaba mi bici y supe
enseguida a donde de ir: el puente de hierro, ahí era fácil subir, ahí me habían llevado una vez una morochita
con cara de mono a la que le mentí que tenía merca y le di de tomar un poco de cal raspada de la pared a
cambio de una chupada.
Llegué y vi el auto. Tiré la bici y subí por el terraplén, por el lado difícil, por el lado que seguro no habían
subido ellos. Apenas estuve arriba los vi a los seis, sin pantalones pero con todo lo de arriba puesto, hasta el
saco. Las armas podían estar en las sobaqueras, pero para sacarlas de ahí hacían falta varios movimientos.
Tenía que estar atento. Los tenía de espaldas, cuatro de ellos parados y dos violando a la chica del pelo verde
a la que habían atado a los durmientes de la vía. El Tata miraba todo. Ella se quejaba y cada tanto insultaba y
arengaba a que la violen más. Les decía de todo. Los trataba de maricones, de eunucos y de muchas cosas
más. Ellos se reían. Hasta que el Tata dijo:
─Vamos a reventarla y que se ponga verde como el pelo.
Y lo hice. Sin aviso pero no fríamente, temblando tanto que ni sé cómo fue que lo hice. Disparé al aire
primero y luego a uno de ellos. Apunté bajo pero le pegué en la parte de arriba del hombro izquierdo, le
arranqué un pedazo de hombro, lo vi, yo vi saltar el pedazo de hombro hasta el cielo. El tipo se fue al suelo y a
mí se me durmió la mano.
─¿Qué hacés? ¿Estás loco, pendejo? ─gritó el Tata.
Y me le fui al humo y le puse el arma en el pecho, se la apreté todo lo que pude y le dije que se diera
vuelta y se arrodillara. Lo hizo, lentamente, ahí le apreté bien fuerte el cañón contra la nuca.
─Soltá los fierros, que todos suelten los fierros y váyanse a la mierda. Ella no hizo nada ─dije.
Los tipos miraron al Tata, supongo que se la jugaban a que yo no iba a saber dominar el arma y que,
nervioso, podía disparar aún sin querer.
─Tiren los fierros y abajo, boca abajo ─gritó el Tata
─Que uno la desate ─dije─, con una mano atrás, que la desate con una sola mano.
La chica del pelo verde se reía como una loca. La desató un gordo y ella le pegó tremenda patada en las
bolas. Lo dobló y después le zapateó un malambo en la cara. Y más vale que le pegó unas buenas patadas a
cada uno de los que estaban en el piso. La dejé, la esperé.
─Que me dejen la merca, pichón ─me dijo.
Hice que se le dejaran, un montón. Conté los fierros y ella los metió en un bolso azul que habían traído
ellos. Bajaron de a uno mientras yo seguía apretando la nuca del Tata con el arma. Bajaron, puteando, el que
más puteaba era el que se iba con medio hombro menos. Solté al Tata.
─No me jurés nada ─le dije─, me banco la que sea.
El tata bajó rápido y en silencio.
Me moví rápido. La chica del pelo verde ya se había vestido, en realidad, se bajó la pollera que le habían
levantado y listo. Tenía sangre en las piernas.
─Vamos por la vía ─grité─, no nos van a seguir ahora, van a esperar.
─No, no vamos a ningún lado ─me dijo─, vas a venir acá, y me la vas a meter.
No me respondió enseguida, porque estaba aspirando merca como el dibujito del Oso hormiguero
aspiraba hormigas.
─¿Estás loca?, deben tener más armas en el auto.
─Vos lo dijiste, no van a subir ahora, van a esperar otro día, ni imaginan que nos quedamos acá.
─Lo dije pero no estoy seguro.
─Vení, tengo un lugar ─me dijo.
Caminamos hasta el otro lado de la vía, y por los durmientes empezamos a cruzar la avenida Mitre. Entre
los durmientes hubiéramos caído veinte metros al vacío. Se veía bien abajo y el auto no estaba, mi bicicleta sí.
Llegamos al otro lado y bajamos a un hueco entre el cemento del andén y las vías, y nos metimos en algo así
como una especie de fosa donde entramos sentados perfectamente. En ese momento se largó a llover con
todo
─Acá estamos seguros, ¿cuántos años tenés?
─Voy a cumplir veinte.
─Yo tengo treinta y uno, así que haceme caso a mí.
Y le hice caso. Me pidió que la abrace y la abracé. Me saqué la remera y le limpié la sangre de las piernas.
Luego me pidió que me bajara el cierre de la bragueta y me lo bajé. Que le mostrara mi pito, así dijo “pito” y lo
hice. Me la chupó, despacio, y yo disfruté. Ella era hermosa y era segura, era más, mucho más que yo. Me hizo
acabar en su boca y pese a mi pudor se tragó todo lo que salió de mí.
─Esto no se lo hice nunca a nadie, pichón. Voluntariamente, que te obliguen no significa nada para una
mujer. Lo que pasó hoy no significa nada.
─¿Te duele?
─Sí, en todos lados.
─Pero yo te salvé, ¿no? ─dije, no sé con qué intensión.
─De milagro no nos mataste a los dos.
─No entiendo ─dije.
─Vení. ¿Es la 45 de Federico, no?
─No sé, no conozco de armas, pero creo que es la de tu novio.
─Ese imbécil no es nada mío. Pero dejá, ¿Sabés que cometiste un error fatal?
─Sí, meterme en este quilombo.
─Otro error fatal, nunca le aprietes a nadie una 45 contra el cuerpo, se ahoga, se traba la corredera. Mirá.
Tomó el arma del piso y se puso el cañón entre los senos. Tenía la camisa puesta y unos senos perfectos se
marcaron cuando el arma la apretó.
─Dispará ─me dijo.
─¿Estás loca?
─Dispará, si lo hago yo aflojo y capaz que se me mato. Dispará.
─No.
─Dispará o me pego un tiro ─dijo.
Puse la mano en la empuñadura y el dedo en el gatillo. Ella se apretó más contra el arma. La camisa se le
bajó, y era tan hermosa, así, drogada, lastimada, con el arma ahí, dándole al corazón y el pelo verde más claro
ahora por la luz de la mañana nublada y gris. Casi me largo a llorar.
No me di cuenta cuando, haciendo caso a su orden, apreté el gatillo. La corredera se trabó y el martillo
quedó arriba. No pasó nada.
─La cuatro cinco se traba cuando la ahogás, acordate de eso pichón ─me dijo.
─Sos valiente o estás loca, no lo sé.
─Cuál es la diferencia, pichón ─me dijo, y sonrió. Y tomó más y más droga.
Le pedí un saque pero no me lo dio. Me sacó el arma y me pidió que me fuera.
─¿Sabés lo que más me jode? ─dijo─ Que estos putos me hicieron tomar de la mía. Chau, pichón, y no
salves a nadie que no pida socorro.
Se levantó y antes de que pudiera vestirme ya se había ido, para siempre, de mi vida. Para siempre.

Lo demás salió en los diarios. Fue la masacre del boliche. Cerraron los tres Underground y yo seguí mi
camino. Muchas veces pensé en ella: en la chica del pelo verde, y siento ahora que podría haber hecho más,
que podría haberla corrido cuando me di cuenta de que se había llevado todas las armas y que era claro lo que
iba a hacer. Pero la verdad no lo sé, no puedo ni voy a poder saber por qué una mujer tan bella y tan inteligente
había sido destinada a vivir en ese mundo. Iluminando sí, pero iluminando qué. No hay luz que puedo iluminar
ese mundo. Y ahí entro yo, supongo, pero tampoco me cierra, no valgo ese sacrificio, no puedo valerlo ni
llegando a ser la mejor expresión de todas mis posibilidades.
Ella se los cargó a todos, a casi todos en realidad. El único que se salvó ese día fue el Carpintero. Pero yo
lo iba a volver a ver, y me iba a enterar de que ese apodo se lo había ganado trabajado para la dictadura de
Videla en los campos de concentración. Fue veinte años después, en una reunión de Narcóticos Anónimos, en
una iglesia de Flores. Cerca de la mitad de la reunión entró un tipo enorme y se sentó sin decir nada. Le dieron
la palabra y se presentó como un recién llegado. En cuanto le oí la voz lo reconocí al instante. El no se dio
cuenta, claro, los veinte años me habían trasformado más a mí. Le explicaron todo lo que le explican al recién
nacido y le preguntaron si quería hablar. Dijo que sí, que necesitaba soltar algo muy pesado que lo hacía
consumir. Y ahí contó lo de la tortura, lo de él como torturador, diciendo una y otra vez la frase “maldita
cocaína” Asegurando que la droga lo había llevado a hacer lo que había hecho y que ahora estaba arrepentido
de todo. Y fue que pasó algo muy raro, algo que nunca antes ni nunca después, tengo entendido, pasó en una
reunión de esa confraternidad: todos los compañeros y compañeras se pararon y se retiraron del salón. En
silencio, sin juicio, pero sin piedad. Todos menos yo. El Carpintero esperó que todos salieran, hizo algún que
otro gesto de incomprensión. Le pedí que continuara y terminé de escucharlo.
─Gracias por quedarte, por no juzgarme como los demás ─me dijo.
Me levanté y caminé hasta ponerme a su lado.
─Levantate ─le dije.
El tipo se levantó: me llevaba dos cabezas, era impresionante pero no me dio miedo, ningún miedo. Por el
contrario, nunca antes en la vida me había sentido tan poderoso, tan invencible.
─¿No me conocés? ─le dije, y él no contestó pero algo había cambiado en su mirada en su mirada─. Soy
yo: Jesucristo, y yo te conozco Carpintero, te conozco bien. Me quedé para darte el consejo de una amiga. Una
piba a la que violaste en el terraplén de Crucecita, hace unos veinte años, a la que mataste adentro del boliche
y por la que no pagaste ni un año de cárcel. El consejo es este: si te vas a pegar un tiro con una 45, no la
aprietes mucho contra la sien porque se ahoga. Le dije esto y salí, dejándolo sólo.
A los seis meses me enteré de que se había ahorcado en un rancho de la villa del bajo Flores.

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Un señor muy viejo con unas alas enormes


G. García Márquez

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su
patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se
pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una
misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían
convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo
regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se
quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba
tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo
impedían sus enormes alas.

Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole
compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un
callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo
pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto
de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para
siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy
pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en
un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el
inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave
extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las
cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.

- Es un ángel –les dijo-. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.

Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso.
Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de
una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la
tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo
encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda
seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se
sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y
abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el
vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los
huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.

El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya
habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre
el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu
más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras.
Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de
hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había
sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le
abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina
decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre
las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las
impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el
padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de
impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que
visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas
sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su
naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el
gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el
demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó
que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano,
mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo,
para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más
altos.

Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al
cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas
para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto
barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada
para ver al ángel.

Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó
zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de
ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una
pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un
jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba
de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En
medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de
cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos
que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.

El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando
acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de
sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de
acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba,
como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por
ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural
parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los
parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas
sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo
entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar
novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado,
despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un
remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo.
Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de
no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la
de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica,
mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido
la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo
que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un
noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un
acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.

Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al
pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La
entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda
clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera
en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una
doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba
los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un
baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno
pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en
araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la
boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que
derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los
escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no
recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto
de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de
consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel
cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para
siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres
días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.

Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión
de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del
invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció
además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y
Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que
usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no
mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue
por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por
todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se
cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose
a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas
alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los
mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos
contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al
ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que
estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en
aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros
hombres.

Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero.
El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de
un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo
tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada
Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía
comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no
le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la
caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas
delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque
pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles
muertos.

Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se
quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de
diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más
bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se
cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces
cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo,
cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y
sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de
arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que
resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de
descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier
modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió
viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida,
sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

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Algo muy grave va a suceder en este pueblo


G. García Márquez
Nota: En un congreso de escritores, al hablar sobre la diferencia entre contar un cuento o escribirlo, García
Márquez contó lo que sigue, “Para que vean después cómo cambia cuando lo escriba”.
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una
hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le
pasa y ella les responde:

-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.

Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a
jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:

-Te apuesto un peso a que no la haces.

Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si
era una carambola sencilla. Contesta:

-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre
algo grave que va a suceder a este pueblo.

Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una
nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:

-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.

-¿Y por qué es un tonto?

-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá
amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.

Entonces le dice su madre:

-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.

La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:

-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame dos,
porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:

-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están
preparando y comprando cosas.

Entonces la vieja responde:

-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.

Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la
carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo,
en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde,
hace calor como siempre. Alguien dice:

-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?

-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!

(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban
siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)

-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.

-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.

-Sí, pero no tanto calor como ahora.

Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:

-Hay un pajarito en la plaza.

Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.

-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.

-Sí, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y
no tienen el valor de hacerlo.

-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde
está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:

-Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos.

Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.

Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:

-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros
incendian también sus casas.

Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora
que tuvo el presagio, clamando:

-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
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Ciudad de pobres corazones Un hombre alado extraña la tierra


En esta puta ciudad todo se incendia y se va,
matan a pobres corazones. Me veras volar
En esta sucia ciudad no hay que seguir ni parar, Por la ciudad de la furia
ciudad de locos corazones. Donde nadie sabe de mí
Y yo soy (Parte de todos)
No quiero salir a fumar,
no quiero salir a la calle con vos.
Con la luz del sol
No quiero empezar a pensar
quién puso la yerba en ese viejo cajón. Se derriten mis alas
Solo encuentro en la oscuridad
Buen día lexotanil, Lo que me une con la ciudad de la furia
buen día señora, buen día doctor.
Maldito sea tu amor G. CERATI
tu inmenso reino y tu ansiado dolor.
---------
¿Qué es lo que quieren de mí,
qué es lo que quieren saber? EN LA RIBERA
No me verás arrodillado.
En la ribera
Dicen que ya no soy yo, En la ribera hay hormonas
que estoy más loco que ayer, Hay redoblonas
y matan a pobres corazones.
Negras caderas, que cinturean la miseria
F. PAEZ
En la ribera
------- Cloaca de la historia
Negros de La Boca
LA CIUDAD DE LA FURIA
O Avellaneda
Me verás volar O Laferrere
Por la ciudad de la furia O La Matanza, que todavía duele
Donde nadie sabe de mí Solo se arroja basura
Y yo soy parte de todos Se aspira pimienta blanca
Los corazones supuran
Nada cambiará Y murguean
Con un aviso de curva Danzas guerreras
En sus caras veo el temor Bailan al hambre
Ya no hay fábulas en la ciudad de la furia Cantan a la peste
Cueste lo que cueste
Me verás caer Es el arte la pelea
Como un ave de presa Es una cámara de fotos comida del día
Me verás caer Un auto puede salvarlos un mes más
Sobre terrazas desiertas Como manada acechando a sus presas
Te desnudaré No hay peor delito que dejarte basurear
Por las calles azules En la ribera
Me refugiaré En la ribera se culea
Antes que todos despierten El parapléjico te mueve
Los abuelos te voltean
Me dejarás dormir al amanecer
Y se culea
Entre tus piernas
Rebelión indigente
Entre tus piernas
Regala vida el agujero
Sabrás ocultarme bien y desaparecer
Flores del Riachuelo
Entre la niebla
En la ribera
Entre la niebla
El sexo es barato Él muchacho hace rato que espera. “No va a venir,
Conocí a los quince años no va a venir” piensa. Un minuto después ella
La cara de Dios entra; sonrisa como el mar y una trenza. Esta
preciosa.
En la ribera
Él sale de la sala inmensa, la cabeza como un
El chaperio revienta tren.
Crece más de la cuenta El sueño heroico de la maravilla de dos desde
El indio no desapareció ahora es milagro de a tres. Cruza otra puerta y
En la ribera dice como puede a los que esperan: “ya nació”. Y
Cuelgan de a diez en las tetas se lo tragan los abrazos.
Son las condecoraciones
Último llamado. Junta fuerzas, carga maletas, deja
Que ningún genocida cargó
abrazos. Cada vez le cuesta más volver a irse.
En la ribera
Si no se mueren de hambre La película continua de sus últimos tres años. La
Es que algo queda en la sangre inmensa pequeñez de su cuarto, la pared, las
Que el viento no se llevó marcas
Y cumbiean en la pared, el par de fotos permitidas, el tacho,
la reja, la ventana minúscula ahí arriba
Toda la noche cumbiean y el sol afuera, siempre el sol está afuera. “Mañana
Cuentan historias que viene la vieja a la visita” piensa. Se pone a cantar
bajito.
Ni el más cruel imaginó
Mastican rabia Las horas de las vidas más comunes.
Como en antiguas reducciones Su suerte en el guion universal.
Sin siquiera saber Historias incendiándose en el aire.
De dónde viene su piel Postales que no muestran la ciudad.
La púa es como una antigua lanza guerrera Alguien ríe.
“La nueva” arma del urbano cazador Alguien lloró.
Parece ser que envenenarlos no es violencia Alguien canta.
y es violencia su desesperación. Alguien amó.
En la ribera
Minuto de una vida entre otras vidas.
En la ribera te culean
Un hombre viejo mira un funeral.
El parapléjico te mueve
Una muchacha ríe en la placita.
El abuelo te chorea
Una familia aguanta un temporal.
Y se culea
Rebelión indigente Alguien ríe.
Regala vida el agujero Alguien lloró.
Flores del riachuelo Alguien canta.
En la ribera. Alguien amó.
BERSUIT VERGARABAT Agarrate Catalina

Vidas Comunes

Dos se aman en secreto y a escondidas. No tienen


tiempo, ni fotos, ni tardecitas, ni siquiera planes
pueden tener. Sus caricias son desesperadas
como
las primeras y tristes como las ultimas, hoy sin
embargo no se abrazan. Él no puede elegirla, ella
llora y nadie nunca lo sabe.

Es domingo de tarde. La muchacha le cuenta algo


a su abuelo, se agacha y le dice que lo extraña,
deja las flores contra el mármol y se va. Sola.

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