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Ética de la agricultura Prof.

Pablo Martínez Becerra

UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE


FACULTAD DE FILOSOFÍA

TEXTOS:
«ÉTICA DE LA AGRICULTURA»
(Comp. Prof. Pablo Martínez Becerra)

Santiago de Chile
2014

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

A. Marco ético general

1. Ética y moral. Aclaraciones terminológicas: moral y/o ética.

(Adela Cortina-Emilio Martínez Navarro, Ética, Akal, Madrid, 1998)

I.I. LA ÉTICA COMO FILOSOFÍA MORAL


Este libro trata de la Ética entendida como aquella parte de la Filosofía que se dedica a la
reflexión sobre la moral. Como parte de la Filosofía, la Ética es un tipo de saber que
intenta construirse racionalmente, utilizando para ello el rigor conceptual y los métodos
de análisis y explicación propios de la Filosofía. Como reflexión sobre las cuestiones
morales, la Ética pretende desplegar los conceptos y los argumentos que permitan
comprender la dimensión moral de la persona humana en cuanto tal dimensión moral, es
decir, sin reducirla a sus componentes psicológicos, sociológicos, económicos o de
cualquier otro tipo (aunque, por supuesto, la Ética no ignora que tales factores
condicionan de hecho el mundo moral).
Una vez desplegados los conceptos y argumentos pertinentes, se puede decir que la Ética,
la Filosofía moral, habrá conseguido dar razón del fenómeno moral, dar cuenta
racionalmente de la dimensión moral humana, de modo que habremos crecido en saber
acerca de nosotros mismos, y, por tanto, habremos alcanzado un mayor grado de libertad.
En definitiva, filosofamos para encontrar sentido a lo que somos y hacemos; y buscamos
sentido para colmar nuestras ansias de libertad, dado que la falta de sentido la
experimentamos como cierto tipo de esclavitud.

l.l.l. La Ética es indirectamente normativa


Desde sus orígenes entre los filósofos de la antigua Grecia, la Ética es un tipo de saber
normativo, esto es, un saber que pretende orientar las acciones de los seres humanos.
También la moral es un saber que ofrece orientaciones para la acción, pero mientras esta
última propone acciones concretas en casos concretos, la Ética —como Filosofía moral—
se remonta a la reflexión sobre las distintas morales y sobre los distintos modos de
justificar racionalmente la vida moral, de modo que su manera de orientar la acción es
indirecta: a lo sumo puede señalar qué concepción moral es más razonable para que, a
partir de ella, podamos orientar nuestros comportamientos.
Por tanto, en principio, la Filosofía moral o Ética no tiene por qué tener una incidencia
inmediata en la vida cotidiana, dado que su objetivo último es el de esclarecer
reflexivamente el campo de lo moral, pero semejante esclarecimiento sí puede servir de
modo indirecto como orientación moral para quienes pretendan obrar racionalmente en
el conjunto de la vida entera.
[Por ejemplo: supongamos que alguien nos pide que elaboremos un «juicio ético» sobre el
problema del paro [cesantía], o sobre la guerra, o sobre el aborto, o sobre cualquier otra
cuestión moral de las que están en discusión en nuestra sociedad; para empezar,
tendríamos que aclarar, que en realidad se nos está pidiendo un juicio moral, es decir, una

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opinión suficientemente meditada acerca de la bondad o malicia de las intenciones, actos


y consecuencias que están implicados en cada uno de esos problemas. A continuación,
deberíamos aclarar que un juicio moral se hace siempre a partir de alguna concepción
moral determinada, y una vez que hayamos anunciado cuál de ellas consideramos válida,
podemos proceder a formular, desde ella, el juicio moral que nos reclamaban. Para hacer
un juicio moral correcto acerca de alguno de los asuntos morales cotidianos no es preciso
ser experto en Filosofía moral. Basta con tener cierta habilidad de raciocinio, conocer los
principios básicos de la doctrina moral que consideramos válida, y estar informados de los
pormenores del asunto en cuestión. Sin embargo, el juicio ético propiamente dicho sería
el que nos condujo a aceptar como válida aquella concepción moral que nos sirvió de
referencia para nuestro juicio moral anterior. Ese juicio ético estará correctamente
formulado si es la conclusión de una serie de argumentos filosóficos, sólidamente
construidos, que muestren buenas razones para preferir la doctrina moral escogida. En
general, tal juicio ético está al alcance de los especialistas en Filosofía Moral, pero a veces
también puede manifestarse con cierto grado de calidad entre las personas que cultivan la
afición a pensar, siempre que hayan hecho el esfuerzo de pensar los problemas «hasta el
final».

l. I.2 Los saberes prácticos


Para comprender mejor qué tipo de saber constituye la Ética hemos de recordar la
distinción aristotélica entre los saberes teóricos, poiéticos y prácticos. Los saberes teóricos
(del griego theorein: ver, contemplar) se ocupan de averiguar qué son las cosas, qué
ocurre de hecho en el mundo y cuáles son las causas objetivas de los acontecimientos. Son
saberes descriptivos: nos muestran lo que hay, lo que es, lo que sucede. Las distintas
ciencias de la naturaleza (Física, Química, Biología, Astronomía, etc.) son saberes teóricos
en la medida en que lo que buscan es, sencillamente mostrarnos cómo es el mundo.
Aristóteles decía que los saberes teóricos versan sobre «lo que no puede ser de otra
manera», es decir, lo que es así porque así lo encontramos en el mundo, no porque lo
haya dispuesto nuestra voluntad: el sol calienta, los animales respiran, el agua se evapora,
las plantas crecen... todo eso es así y no lo podemos cambiar a capricho nuestro; podemos
tratar de impedir que una cosa concreta sea calentada por el sol utilizando para ello
cualesquiera medios que tengamos a nuestro alcance, pero que el sol caliente o no
caliente no depende de nuestra voluntad: pertenece al tipo de cosas que «no pueden ser
de otra manera».
En cambio, los saberes poiéticos y prácticos versan, según Aristóteles, sobre «lo que
puede ser de otra manera», es decir, sobre lo que podemos controlar a voluntad. Los
saberes poiéticos (del griego poiein: hacer, fabricar, producir) son aquéllos que nos sirven
de guía para la elaboración de algún producto, de alguna obra, ya sea algún artefacto útil
(como construir una rueda o tejer una manta) o simplemente un objeto bello (como una
escultura, una pintura o un poema). Las técnicas y las artes son saberes de ese tipo. Lo
que hoy llamamos «tecnologías» son igualmente saberes que abarcan tanto la mera
técnica — basada en conocimientos teóricos— como la producción artística. Los saberes
poiéticos, a diferencia de los saberes teóricos, no describen Io que hay, sino que tratan de
establecer normas, cánones y orientaciones sobre cómo se debe actuar para conseguir el

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fin deseado (es decir, una rueda o una manta bien hechas, una escultura, o pintura, o
poema bellos).
Los saberes poiéticos son normativos, pero no pretenden servir de referencia para toda
nuestra vida, sino únicamente para la obtención de ciertos resultados que se supone que
buscamos.
En cambio, los saberes prácticos (del griego praxis: quehacer, tarea, negocio), que
también son normativos, son aquéllos que tratan de orientarnos sobre qué debemos
hacer para conducir nuestra vida de un modo bueno y justo, cómo debemos actuar, qué
decisión es la más correcta en cada caso concreto para que la propia vida sea buena en su
conjunto.
Tratan sobre lo que debe haber, sobre lo que debería ser (aunque todavía no sea), sobre
lo que sería bueno que sucediera (conforme a alguna concepción del bien humano).
Intentan mostrarnos cómo obrar bien, cómo conducirnos adecuadamente en el conjunto
de nuestra vida.
En la clasificación aristotélica, los saberes prácticos se agrupaban bajo el rótulo de
«filosofía práctica» rótulo que abarcaba no sólo la Ética (saber práctico encaminado a
orientar la toma de decisiones prudentes que nos conduzcan a conseguir una vida buena),
sino también la Economía 1 (saber práctico encargado de la buena administración de los
bienes de la casa y de la ciudad) y la Política (saber práctico que tiene por objeto el buen
gobierno de la polis):

Ahora bien, la clasificación aristotélica que acabamos de exponer puede ser completada
con algunas consideraciones en torno al ámbito de la Filosofía práctica que, a nuestro
juicio, son necesarias para entender el alcance y los límites del saber práctico:
1ª) No cabe duda de que la Ética, entendida al modo aristotélico como saber orientado al
esclarecimiento de la vida buena, con la mirada puesta en la realización de la felicidad
individual y comunitaria, sigue formando parte de la Filosofía práctica, aunque, como

1
En la actualidad, muchos economistas distinguen entre la «Economía normativa» y la «Economía positiva»:
mientras que la primera incluye orientaciones para la toma de decisiones sobre la base de ciertas opciones
morales que la propia Economía no puede justificar, la segunda trata de limitarse a la pura y simple
descripción de los hechos económicos (véase Samuelson, P. A. y Nordhaus, W..D., Economía, Madrid,
McGraw.Hill, 1993, 14ª edición, p.11. No cabe duda de que la llamada «Economía normativa» es en realidad
un capítulo de la Ética, concretamente un asunto de «Ética aplicada», a saber, el capítulo que trata de la
cuestión de qué valores han de ser fomentados con los recursos disponibles y de cómo han de disponerse
las estructuras económicas para servir a los intereses generales.

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veremos, la cuestión de la felicidad ha dejado de ser el centro de la reflexión para muchas


de las teorías éticas modernas, cuya preocupación se centra más bien en el concepto de
justicia. Si la pregunta ética para Aristóteles era «¿qué virtudes morales hemos de
practicar para lograr una vida feliz, tanto individual como comunitariamente?» en la
Modernidad, en cambio, la pregunta ética sería más bien esta otra: «¿qué deberes
morales básicos deberían regir la vida de los hombres para que sea posible una
convivencia justa, en paz y en libertad, dado el pluralismo existente en cuanto a los modos
de ser feliz?».
2ª) La Filosofía política sigue formando parte de la Filosofía práctica por derecho propio.
Sus preguntas principales se refieren a la legitimidad del poder político y a los criterios que
nos pudieran orientar para el diseño de modelos de organización política cada vez
«mejores» (esto es: moralmente deseables y técnicamente viables).
3ª) La Filosofía del Derecho se ha desarrollado enormemente en los siglos posteriores a
Aristóteles, hasta el punto de que podemos considerarla como una disciplina del ámbito
práctico relativamente independiente de la Ética y de la Filosofía política. Su interés
primordial es la reflexión sobre las cuestiones relacionadas con las normas jurídicas: las
condiciones de validez de las mismas, la posibilidad de sistematizarlas formando un código
coherente, etc.
4ª) A las disciplinas recién mencionadas (Ética, Filosofía jurídica, Filosofía política) hoy
habría que añadir, a nuestro juicio, la reflexión filosófica sobre la religión. A pesar de que
todavía se sigue clasificando a la Filosofía de la Religión como una parte de la filosofía
teórica o especulativa, creemos que existen buenas razones para que el fenómeno
religioso sea analizado desde la perspectiva práctica en lugar de hacerlo desde la
perspectiva teórica. En efecto, hubo un tiempo en que la existencia de Dios era un tema
de investigación «científica»: era cuestión de averiguar si en el conjunto de lo real se
encuentra «el Ser Supremo», y en caso afirmativo intentar indagar sus propiedades
específicas. Sin embargo, a partir de la Modernidad, y especialmente a partir de Kant, la
cuestión de la existencia de Dios ha dejado de ser una cuestión propia del ámbito
«científico» para pasar a ser una cuestión de «fe racional» que se justifica a partir de
argumentos exclusivamente morales. En cualquier caso, la toma de posición ante la
existencia de Dios, sea para afirmarla, sea para negarla, o sea para suspender el juicio
acerca de ella, se plantea hoy en día mucho más como una cuestión vinculada a lo moral,
al problema de la injusticia y del sufrimiento humano, que al problema de la explicación
del origen del mundo (aunque todavía hay personas empeñadas en continuar esta última
línea de investigación).

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(El problema del relativismo moral)

(Antonio Millán-Puelles, Ética y realismo, Rialp, Madrid, 1999)

Tesis contemporáneas del relativismo moral

Yendo ya más concretamente al relativismo ético, se han dado varias clasificaciones de él:
la del norteamericano R.B. Brandt 2 o la del alemán G.Patzig3. Y se pueden hacer más,
aunque éstas están muy bien hechas.

a) La clasificación de Brandt

Este autor se refiere, en primer lugar, al relativismo meramente cultural. Eso no plantea
problemas filosóficos; no es más que el reconocimiento del hecho de que hay diversidad
de códigos morales según las distintas culturas, pero no pretende negar el valor absoluto
de los preceptos morales: simplemente consigna un hecho, sin pretender siquiera
explicarlo. Es cierto que algunos salvajes, al menos durante mucho tiempo, al llegar los
padres a cierta edad, los mataban y se los comían. No parece que sea éste el código moral
en Occidente, pero es verdad que entre esos salvajes se procedía de ese modo. Entonces,
el relativismo llamado «cultural» no es ninguna propuesta; es una especie de consignación
notarial de que hay códigos diversos, pero nada más.
Luego habla Brandt también de un relativismo metaético, que tampoco se pronuncia
sobre la posibilidad misma de valores absolutos. Lo que hace es negar que haya
propiamente juicios de valor ético que tengan consistencia racional: todos los juicios de
valor ético son emotivos. Es el llamado emotivismo (por ejemplo, el del norteamericano
Stevenson), que reduce todos los problemas de la ética a problemas cuya solución viene
determinada por la emoción concreta que en cada caso una persona siente; lo único que
harían los juicios de valor ético es dar un informe sobre el estado emocional de una
persona. Por tanto, quien dice «el asesinato es malo» está informando de que él
experimenta una emoción de repugnancia ante el asesinato; no está diciendo
propiamente, de ninguna manera, que el asesinato en verdad sea malo, sino simplemente
quiere decir que le molesta mucho, que le irrita. Como dice Patzig —y el propio Brandt
también, porque el hecho de consignar esta postura no significa que la comparta— ésa no
es la reflexión que una persona normal hace sobre lo que son los juicios éticos.
Cuando una persona dice que una injusticia es una canallada no está queriendo
simplemente decir que le irrita —como podría decir que le irrita gravemente un mosquito

2
Vid. el artículo de este autor sobre el relativismo ético en Encyclopedia of Philosophy, London-New york,
MacMillan, 1961 , vol. I.
3
Ethik ohne Metaphysik, Göttingen, Vandenhoeck & Ruprecht, 1971.

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que se le ha metido en un ojo—, o que le «cae gordo» el asesinato, o que las injusticias le
son completamente antipáticas.
No es cuestión de que le sean antipáticas o no. Hasta le pueden ser simpáticas. Este
relativismo metaético pretende desracionalizar los juicios de valor ético y reducirlo todo a
un informe sobre emociones. Pues bien, aún desde el punto de vista de la conciencia
psicológica común es falso, porque cuando yo digo que tal cosa es una canallada no
pretendo simplemente informar al prójimo. ¿A quién informo yo cuando en mi fuero
interno, sin que nadie me oiga, pienso que es una canallada tal injusticia? No estoy
informando a nadie. Yo ya lo sé; no necesito informarme de eso. No tiene un valor de
informe ni nada similar. —¿Implica una reacción subjetiva? —Naturalmente. Quien no se
indigna ante una injusticia no es noble, podríamos decir completando aquello de
Aristóteles de que quien no se alegra en el cumplimiento de la acción virtuosa, honesta,
no es noble. Pues yo diría: no es noble —es innoble— quien no se indigna ante la
injusticia... Pero la maldad o no maldad ética de la injusticia no consiste en que yo me
indigne o deje de indignarme ante ella. A lo mejor yo no me indigno porque soy el que
comete la injusticia, y encima me alegro. Y, sin embargo, sigue siendo moralmente mala.
Esa indignación puede sentirse, o a lo peor no sentirse. La conciencia puede estar
embotada, lo cual no quiere decir que el acto juzgado carezca del valor —o contravalor—
correspondiente.
También menciona Brandt el llamado relativismo normativo. Es un relativismo
extraordinariamente cínico, pero que se ha popularizado en cierto modo. Los códigos
morales dependerían de las etnias. Un nazi pensará que tiene derecho a torturar a un
judío. Y no solamente eso, sino que tiene también el deber ético de hacerlo. La norma es
relativa, en este caso, a su condición de nazi.
En tanto que es nazi, tiene como norma ética la de torturar a un judío en la primera
ocasión que se le presente.

b) La clasificación de Patzig

Patzig distingue, no tan complejamente como Brandt, entre relativismo descriptivo y


relativismo normativo. Por relativismo normativo entiende el último al que me he referido
en la enumeración de Brandt. Y el relativismo descriptivo señala el primero al que hice
alusión siguiendo a Brandt, el llamado relativismo cultural, el que se limita a consignar
hechos culturales.
En relación a este último, a finales del siglo pasado y comienzos del XX, la tesis relativista
de que no hay valores absolutos de carácter ético, ni deberes —como tales, si son
deberes, han de tener carácter absoluto— se atribuía especialmente a los etnólogos y
sociólogos en referencia a la misma cultura que registraban como hecho. Ya no se trataba
simplemente de decir: hay el hecho de distintos códigos morales, sino que incluso se
pretendía sacar la consecuencia de que en realidad los valores morales y los deberes no
eran de suyo absolutos, no eran objetivos, independientemente de lo que aconteciera o
dejara de acontecer. Pues bien, la decoración ha cambiado. Hay un número entero de una
revista de Antropología, preparado, entre otros, por C. Klukhohn, en el que tanto los

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psicólogos, los antropólogos culturales, los etnólogos, sociólogos, etc., muestran haber
cambiado de parecer casi por completo en los últimos tiempos. Llegan a la conclusión de
que realmente no son distintos los códigos morales; son los mismos en todas las culturas,
si por códigos morales se entiende la colección de los principios, no el conjunto formado
por los principios morales y las aplicaciones de esos principios morales4. Un código moral,
propiamente dicho, no es un código de las aplicaciones, sino un código de los principios.
Dicho de otra manera: lo que hoy se mantiene, incluso como resultado no ya de una
investigación filosófica sino sociológica, antropológica —es decir, científico-positiva de la
sociedad humana— es esto, a saber, que los principios morales son fundamentalmente los
mismos, todas las culturas, que 1o que varían son las aplicaciones.
Veamos algunos ejemplos. El que quizá impresione más es el de los salvajes que antes
mencioné: llegados los padres a cierta edad en que comienzan a declinar, se los engullen.
Dirán ustedes: —¡Pues vaya un principio moral! ¡Vaya una manera bestial de honrar padre
y madre! — Manera bestial, pero manera de honrar a los padres.
Lo que han descubierto los antropólogos en cuestión es que lo que estos señores creen —
pero eso ya no es un error moral, sino un error teórico— es que comiéndose a sus padres
evitan que se mueran, porque al ser introducidos en ellos participan de la vida que ellos
tienen y no mueren del todo.
Esos padres, si no los matan, se los comerán en su día las cucarachas y los ratones. Así, se
los comen sus hijos, que no son cucarachas ni ratones. Pero aparte de eso, es que al
comérselos, lo que hacen es revivificarlos, porque entran en el torrente circulatorio de su
propia sangre, es decir, continúan viviendo; es una especie de transmigración del padre al
hijo, y así honran a los padres, y el que no lo hace les parece que es un impío. El principio
moral es el mismo, lo que pasa es que efectivamente es un modo «bestial» de honrar
padre y madre: yo no quiero que mis hijos me honren así.
Pero la estricta verdad es que la bestialidad no viene por el lado moral. Se trata de una
aberración teórica, la cual consiste en creer que comiéndose a un ser humano, ese ser
humano continúa viviendo en uno, y de ese modo, cada ser humano sería una especie de
colonia superpoblada de antepasados. Ése es el disparate, esa es la barbaridad. Pero no es
una barbaridad moral sensu stricto, la que se refiere a los principios morales: es
barbaridad moral en un sentido amplio.
Todo razonamiento moral, dice Aristóteles, tiene dos premisas5 una premisa prescriptiva
—lo diré en la terminología en que lo expresa la filosofía analítica actual, los mejores
analíticos, los que han logrado superar la fase positivista— y otra descriptiva. Con un
ejemplo muy elemental.
Premisa prescriptiva: debo honrar padre y madre. Premisa descriptiva: esta mujer es mi
madre. Conclusión: debo honrar a esta mujer. Todo comportamiento ético implica, en el
juego de la mente humana —aunque no se dé en la mente formalmente así— la
combinación de dos premisas: un principio normativo y una proposición descriptiva, en

4
Vid. C. Kluckhohn, «Ethical Relativity: sic et non», en The Journal of Phitosophy, LII:23, November, 1955.
5
El del incontinente tiene tres (siendo cuatro en total, las proposiciones, si a las premisas se añade la
conclusión), porque el incontinente es el que sabe que hace mal y sin embargo lo hace.

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este caso la descripción «esta señora es mi madre». Yo puedo equivocarme, si doy a otra
señora el regalo correspondiente al del cumpleaños de mi madre. Yo he cometido un
error, pero no es un error moral, sino de otro tipo, a saber, el de pensar que esa señora es
mi madre, siendo así que realmente no lo es. Es un ejemplo muy elemental, pero se
pueden poner otros todo lo complejos que se desee. Max Scheler, refiriéndose a los
sacrificios que en bastantes pueblos se han hecho de gente joven a los dioses, dice que en
ellos no hay ninguna falta moral, ninguna falta a los principios morales, que es de lo que
se trata en el relativismo, no de las aplicaciones. Por ejemplo, cuando los españoles llegan
a Méjico se encuentran con este espectáculo: los indígenas escogen gente joven para
sacarles el corazón y ofrecérselo al dios solar; gente joven, digamos, excepcional física y
moralmente: auténticos ejemplares de la raza azteca —ejemplares no sólo en el sentido
físico-racial, sino en el sentido moral— y se les hace con ello el honor (que les va a llevar a
una vida superior a la que tienen) de que su corazón sirva para alimentar al dios del sol,
dios de todas las abundancias, de todas las bendiciones. ¿Es eso una aberración moral? —
No, dice Scheler: eso no es un asesinato. Lo que se pretende en el asesinato es quitar la
vida, suprimir, aniquilar al asesinado. En el sacrificio en cuestión no se pretende eso; se
pretende honrar al dios y al joven. Quien no entiende esto no entiende lo que es un
sacrificio, ni en la antigüedad ni ahora. Naturalmente que eso es una aberración, pero no
una aberración en los principios morales. Honrar a Dios y querer una vida más alta para
unos jóvenes no es ninguna aberración moral. La aberración está en pensar que eso se
logre de tan bestial manera, pareja a la de los salvajes que se comen a sus progenitores.
Las aberraciones vienen por el lado descriptivo, son errores teóricos. De manera que,
frente a la costumbre de creer que la moral era una cosa muy frágil, muy versátil, mientras
que la teoría no, resulta que es al revés: que los valores teóricos son los más versátiles, en
lo que se refiere a las costumbres, etc., en la medida que intervienen en premisas
menores de silogismos morales, y, en cambio, los principios morales fundamentales, los
primeros principios de la ley natural, como dice Santo Tomás —aunque los antropólogos
que escriben en esa revista no conocen seguramente quién fue Santo Tomás, si bien están
diciendo lo mismo de otra manera— esos son válidos, permanentes y están respetados.
Distingamos, pues, entre principios morales y aplicaciones, y echemos la culpa de las
aberraciones a la aplicación, no a la premisa mayor, sino a la premisa menor, no a los
principios morales sino a las interpretaciones teóricas de cómo se vive mejor o peor, de
cómo se mantiene la vida de los padres o se la deja de mantener, etc.
Merecía la pena este detenimiento, porque hay mucha confusión en este asunto. Ha
estado mucho tiempo de moda decir que los principios morales son culturales, relativos.
Los ladrones, entre ellos, procuran guardar la justicia, conmutativa y distributiva. Las
bandas de ladrones no se pueden organizar de manera que ellos se ladroneen entre sí:
tienen que respetar unos comportamientos de equidad. Hay casos verdaderamente
curiosos, como el de Rinconete y Cortadillo que cuenta Cervantes hablando del famoso
patio del Monipodio, donde hasta rezan el Rosario, incluso pidiendo a la Virgen Santísima
que les dé ocasión de robar en la plaza del Salvador... Está muy bien rezar a la Virgen
María; la aberración estriba en que lo apliquen a que la Virgen les dé ocasión de quedarse
con la bolsa ajena. Entre ellos, los ladrones se respetan... Los valores morales, hasta en
ese ambiente tienen que ser estimados. Puede haber —dice Santo Tomás—un

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oscurecimiento de los segundos principios de la ley natural. Pero los principios más
generales de la ley natural, los primarios, los más básicos, son incorruptibles.
Cuando Ortega afirma: «Lady Hamilton tiene menos sindéresis 6 que una corza», dice una
frase de gran belleza literaria, la cual supone, no obstante, un desliz filosófico, porque la
sindéresis es inextinguible; no cabe tenerla en mayor o en menor medida. La tiene igual
Salomón que Perico el de los palotes; y lady Hamilton tiene igual sindéresis que Hamilton
y que lord Byron.

3. Modelos clásicos de fundamentación en ética.

3.1. Ética de la virtud y la felicidad. Esencialismo-naturalista (Aristóteles).

(René Le Senne, Tratado de moral general).

a. Naturalismo esencialista

En cuanto la felicidad depende de nosotros, la alcanzaremos por la virtud. De estas


primeras consideraciones, resulta ya que la moral de Aristóteles es una moral de la
actividad. Lo mismo que hay una función de cada instrumento, que es una disposición con
vistas a una forma que tiene que recibir, y lo mismo que un viviente tiende hacia su acto
que es la estructura y la vida del adulto, así el hombre está fundamentalmente concebido
como una actividad en relación con la cual la forma es su ejercicio normal y perfecto. La
moral está por ello ligada a la experiencia de nuestra existencia misma; en nuestra
existencia es donde tiene que hallar su fin y su verificación. No hay ninguna condenación
inmanente a la vida, ninguna necesidad de huida hacia otras cosas. La moralidad no será
ni podrá ser más que vida en su punto más alto de perfección.
Para determinarlo no tenemos más que preguntarnos: “¿Cuál es la actividad del hombre,
en cuanto hombre?”. La única manera de responder a esta pregunta es el análisis de la
naturaleza humana. El hombre está compuesto de cuerpo y de alma.
Por los grados inferiores de su alma, a saber, que el alma vegetativa y el alma sensitiva,
instintiva, el hombre no se distingue de los animales. Lo que él hace, por tanto, como
propio, como acto original es el alma racional. Podemos consecuentemente concluir: “La
función propia del hombre es el acto conforme a la razón, o al menos el acto del alma que
no puede cumplirse sin la razón”. Porque lo que nosotros llamamos vivir es vivir bien, lo
mismo que para todo el mundo la obra del músico es la obra del buen músico, puesto que
una obra no es lo que es más que en cuanto que es lo que debe ser para ser perfecta.

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«Juicio habitual especulativo-práctico que recae sobre los principios de la moralidad» [Nota del prof.].

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Incluso esto no es por un éxito excepcional, por una casualidad afortunada, sino una
“continuidad de acciones que la razón acompaña"; “porque "una golondrina no hace
primavera, lo mismo que tampoco la hace un día hermoso" (E. Nic., I, VII, 13-16).
A esta perfección de la actividad le conviene el nombre de virtud. Nos vemos por tanto
abocados a la pregunta de qué es la virtud. El alma es susceptible o capaz de tres clases de
determinaciones: la pasión (πάϑος), la potencia o facultad (δύναμις), y finalmente la
disposición, la manera de ser habitual (ἕξις). La pasión, como la alegría o el temor, la
envidia o la cólera, es una afección del alma por la que ésta recibe placer o pena: no
puede proporcionarnos ni elogio ni censura porque la pasión no depende de nuestra
elección. La potencia €es nuestra capacidad de experimentar esta pasión, por ejemplo, la
de encolerizarnos; define nuestra relación con las pasiones; pero no, es todavía sobre ella
sobre quien recae el juicio moral, ya que lo que depende de nosotros es la manera como,
por decido así, conducimos al acto esas provocaciones externas y nuestras virtualidades;
ahí es donde interviene nuestra voluntad, en cuanto que constituye las acciones y sobre
todo los hábitos, que serán las virtudes o los vicios (ll, VI). Uno se hace virtuoso realizando
actos de virtud, y vicioso entregándose de forma repetida a hábitos perversos. En la virtud
se pueden distinguir inmediatamente dos especies o mejor dos grados (dejando aparte
todas las virtudes políticas): por un por lado, las virtudes que se requieren en la práctica
de la vida a la cual se refiere la moral: y éstas son las virtudes éticas; por otro lado las que
interesan al ejercicio de la más pura potencia del alma, la inteligencia; y éstas son las
virtudes dianoéticas. Y así pertenecen a un grupo la templanza y el valor, y al otro la
prudencia o el discernimiento.

b. La virtud

(Ángel Rodríguez Luño, Ética general).

ARISTÓTELES puede ser considerado sin duda como el más significativo representante del
punto de vista "antiguo" sobre la vida feliz. Seguiremos por ello las grandes líneas de su
teoría de la felicidad (eudaimonía), expuesta en el libro I y en los últimos capítulos del
libro X de la Ética a Nicómaco, sin detenernos en los particulares problemas exegéticos
que presentan esos textos.
Ya sabemos que el punto de vista en el que surge y tiene sentido el problema de la
felicidad es el de la acción humana, pero vista "desde dentro" del sujeto agente, y por
tanto en su interno dinamismo intencional. Lo que Aristóteles advierte es que todo arte,
toda elección y toda acción mira siempre a algún bien que nos parece digno de ser
alcanzado o realizado. Entre los bienes que nos proponemos, unos tienen innegablemente
carácter instrumental y subordinado, otros son bienes exteriores al hombre o constituyen
el objetivo de una actividad humana particular, como la medicina o el arte escultórica, y
otros que son queridos por sí mismos, como el juego, no son lo suficientemente serios
como para definir el sentido de la existencia humana. Surge entonces la pregunta de si
existe un bien que sea para la vida humana en cuanto tal, un fin como lo es la salud para la
actividad medica o la escultura para la actividad escultórica. Si existiese un bien tal, si

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existiese una obra propia del hombre en cuanto tal, su realización seria lo que
comúnmente se llama felicidad.
Aristóteles concibe la felicidad no como un estado o una posibilidad de gozar el placer,
sino como una actividad perfecta buscada y realizada por sí misma. La felicidad es la vida
feliz, la mejor, la más bella y la más agradable. Es preciso tener aquí bien presente su
teoría de la acción inmanente que es en si misma fin o posesiva del fin. La felicidad no es
el producto de una actividad ni la consecuencia de una acción, ni tampoco la conformidad
de la acción con un criterio normativo externo. La felicidad es la íntima esencia de un tipo
de vida, la vida feliz, que es concebida como posesión del bien humano, como actividad
perfecta, ininterrumpida y autosuficiente dentro de lo posible. De modo más completo, es
vista como una vida que comprende esa actividad perfecta, y que incluye además los ocios
del hombre libre, la facilidad de las condiciones materiales de existencia, la tranquilidad
del alma y las amistades convenientes Queda por precisar cuál es ese tipo de actividad y
de vida.
De modo todavía algo genérico, podemos decir que Aristóteles considera que la vida feliz,
en la medida en que depende de nosotros, es la vida virtuosa, la vida conforme a la virtud.
Su razonamiento se basa en un análisis del ser humano: vivir es una actividad común al
hombre y a las plantas; la sensibilidad —conocimiento y deseo sensible— es poseída
también por los animales; luego lo propio del hombre será la vida racional.
Como “sería absurdo no elegir la vida de uno mismo, sino la de otro” se deberá concluir
que la vida que todos buscan, la vida feliz consiste "en una actividad del alma según la
razón o no desprovista de razón". Puesto que lo que se llama vivir es vivir bien así como la
obra del músico es la del buen músico, el bien humano y la vida feliz están en la perfección
de la actividad según la razón, que es lo que significa virtud, “y si las virtudes son varias,
según la mejor y la más perfecta”. A partir de este momento, nos parece que la ética
aristotélica no consigue resolver plenamente la duplicidad de planos introducida por la
distinción entre virtudes intelectuales (dianoéticas) y virtudes morales. Veámoslo con más
detalle.
Por una parte. Aristóteles sostiene con gran riqueza de argumentos que la felicidad
perfecta es una actividad contemplativa la contemplación de las cosas "bellas y divinas".
Así es la actividad de los dioses, que sin obrar (práttein) ni producir (poieín) poseen la
máxima bienaventuranza con la sola contemplación (teoría). "De modo que la actividad
divina, que a todas aventaja en beatitud, será contemplativa. Señal de ello es también el
hecho de que los demás animales no participan de la felicidad por estar completamente
privados de tal clase de actividad, Así la vida de los dioses es toda feliz, la de los hombres,
lo es en la medida en que tienen cierta semejanza de la actividad divina; y de los demás
seres vivos ninguno tiene a felicidad porque no participan en modo alguno de la
contemplación. Por consiguiente, hasta donde se extiende la contemplación se extiende
también la felicidad, y los que tienen la facultad de contemplar mas son también los más
felices, no por accidente, sino en razón de la contemplación, pues ésta de por sí es
preciosa. De modo que la felicidad consistirá en contemplación. La contemplación es
además el acto cuya continuidad podemos sostener mejor, que lleva consigo un elevado
placer, y que depende en medida menor de los bienes exteriores.

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Pero, por otra parte, Aristóteles reconoce que la vida contemplativa “sería demasiado
excelente para el hombre. En cuanto hombre, en efecto, no vivirá de esta manera, sino en
cuanto hay en él algo divino, y en la medida en que ese algo es superior al compuesto
humano, en esa medida lo es también su actividad a la de las otras virtudes. Si, por tanto,
la mente es divina respecto del hombre, también la vida según ella es divina respecto de la
vida humana". Aristóteles exhorta a cultivar ese elemento divino, y a aspirar a
inmortalizarnos, pero pasa enseguida a hablar de un tipo de vida feliz de "segunda clase",
que es la vida según las virtudes morales. “Las actividades que a éstas corresponden son
humanas, puesto que la justicia, la fortaleza y las demás virtudes las practicamos los unos
respecto los otros en contratos, servicios y acciones de todas clases (...) y es evidente que
todas estas cosas son humanas”. Esta segunda es, pues, una felicidad a medida humana,
aunque Aristóteles piensa que tampoco son muchos los que pueden alcanzarla, ya que "la
mayor parte de los hombres viven a merced de sus pasiones (...) y de lo que es hermoso y
verdaderamente agradable ni siquiera tienen noción”. Esto nos hace ver que la vida
contemplativa, la felicidad del sabio filósofo, incluye y presupone la vida virtuosa, la
felicidad ética, porque sólo mediante la regulación ética de las pasiones es posible afianzar
en la vida humana el predominio del intelecto, según el cual le corresponde al hombre
tener la felicidad contemplativa como bien propio.
Hemos dicho antes que la vida feliz se alcanza mediante la virtud, pero sólo en la medida
en que tener esa vida depende de nosotros. Con ello dejábamos la puerta abierta a lo que
señalamos a continuación. Y es que Aristóteles parece pensar que la vida feliz contiene
también elementos que no dependen enteramente de la buena conducta del sujeto
agente. La vida feliz es también un óptimo ajuste entre hombre y mundo, comprendiendo
éste a las demás personas y a Dios. Son precisos los bienes exteriores, la amistad y una
actitud benévola de la divinidad hacia los hombres, así como la disponibilidad de éstos
para acoger ese don. “Pues si alguna otra cosa es un don de los dioses a los hombres, es
razonable que también lo sea la felicidad, y tanto más cuanto que es la mejor de las cosas
Humanas”. Aunque Aristóteles no estaba en grado de desarrollar más esta perspectiva, es
claro que queda abierta la posibilidad de entender la vida feliz en un marco de relaciones
personales que obedecen a la lógica de la benevolencia y del amor. “De este modo la
felicidad humana queda estructuralmente abierta a una comunicación personal de Dios
mediante una revelación y una gracia sobrenatural como las que son enseñadas por el
Cristianismo”. Pero antes de seguir adelante, vamos a resumir lo que de la ética
aristotélica hemos de retener en orden a las reflexiones que habremos de hacer más
adelante.
El tema ético de la felicidad o fin último surge en la perspectiva de la finalidad
intencional, es decir, de los fines de la voluntad, como bien completo querido por sí y no
en virtud de otra cosa (fin último). Es un punto de vista necesariamente ligado a las
exigencias del estudio de la acción humana en cuanto tal, que ha de ser vista —ya lo
hemos dicho— desde el proyecto deliberativo personal (razonamiento práctico y decisión)
que la origina. Como se dice hoy día, la ética aristotélica está elaborada desde el punto de
vista de la primera persona.
El concepto de fin (télos) genera el de virtud, porque el fin no es una meta externa y
ajena, un resultado exterior que se obtiene una vez terminada la actividad, sino la

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actividad y la vida mejor, el conocimiento y el amor más perfectos. Esa perfección de la


vida y de la actividad humana o, si se prefiere, la vida y la actividad perfecta y excelente,
es lo que se llama virtud (con mayor rigor, esa vida y actividad perfecta es hecha posible
por la virtud).
Todo esto lo podemos sintetizar diciendo que la eudaimonía no es para Aristóteles un
objetivo de carácter extra-ético en relación al cual todo lo demás, incluidas las acciones
morales, serían un medio instrumental, cuya valoración dependería únicamente de la
utilidad que aquí y ahora tengan para la consecución del objetivo. La eudaimonia o vida
feliz es la perfección de la vida del ser racional. Con palabras de Spaemann, la felicidad es
para Aristóteles la "ínfima esencia de la praxis ética, es decir según la recta razón". La
eudaimonia es por sí misma un concepto impregnado de contenido ético: es la plenitud de
sentido de la condición humana, y no un "un fin" que podría ser definido de cualquier
manera, independientemente de los medios necesarios para su consecución, como si
después la elección de los medios pudiera ser derivable de él de un modo meramente
funcional (Zielfunktion). Consecuencia de ello es que el orden moral no puede ser
estructurado según los parámetros típicos de la racionalidad instrumental, pues las
acciones morales y las virtudes no son medios subordinados instrumentalmente sino
“elementos constitutivos de la totalidad de una 'vida justa'”, de la vida feliz. Aplicando
aquí lo que dijimos acerca de la finalidad interna, la vida feliz no puede ser definida
independientemente de las acciones y las virtudes (intelectuales y morales) que forman
parte de ella.
La aprehensión de la vida feliz como fin del obrar es una realidad práctica a la que, en
el orden especulativo, corresponde algo que puede ser resumido, según MacIntyre, en un
esquema triple, en el cual “la naturaleza humana-tal-como-es (naturaleza humana en su
estado ineducado) es inicialmente discrepante y discordante con respecto a los preceptos
de la ética, y necesita ser transformada por la instrucción de la razón práctica y de la
experiencia en la-naturaleza-humana-tal-como-podría-ser-sí-realizara-su-telos”. Cada uno
de los tres elementos del esquema: estado inicial de la naturaleza humana, preceptos de
la razón práctica y telos (fin) ha de ser referido a los otros dos para que su situación y su
función sean inteligibles.

c. La prudencia

(Leonardo Rodríguez Duplá, Ética).

Páginas atrás, al considerar la naturaleza general de las virtudes morales y más en


particular la doctrina del justo medio, advertíamos que la virtud no consiste únicamente
en la moderación de un sentimiento o deseo (ira, miedo, avaricia, etc.), sino que comporta
además la capacidad para sopesar las circunstancias y discernir la acción apropiada en
cada caso. Por ejemplo, quien ha logrado moderar su apego al dinero todavía tiene ante si
la tarea de determinar cómo ha de proceder en cada situación concreta, ya que entre la
cicatería y la prodigalidad todavía se extiende un amplio abanico de posibilidades. La
virtud no puede ser interpretada como una simple tendencia a reaccionar de manera

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rutinaria y previsible ante ciertos estímulos, sino que contiene siempre un factor de
sensibilidad al contexto y de clarividencia a la hora de elegir.
Este factor no es otro que la prudencia (phrónesis), virtud intelectual —¡pero
práctica!— que siempre completa a la virtud moral, a tal punto que una no se da sin la
otra. Tan estrecho es este lazo que la prudencia es mencionada expresamente en la
definición técnica de la virtud moral: «La virtud es un hábito electivo que consiste en un
término medio relativo a nosotros y determinado por un criterio racional (a saber, el
criterio con el que lo determinaría el hombre prudente!)” .
Merced al hábito de la prudencia, el hombre virtuoso —que previamente ha
moderado sus apetitos rehuyendo el exceso y el defecto— es capaz de atinar con la acción
adecuada. Dado que nos movemos en el contexto de una doctrina eudemonista, la
«acción adecuada» será la que conduzca o contribuya en mayor medida a la felicidad del
propio sujeto. Esto requiere algún comentario:
En primer lugar, ya hemos observado en alguna ocasión anterior que esta
referencia al bien del propio sujeto no implica egoísmo, toda vez que el hombre prudente
reconoce que no hay vida buena sin acciones nobles, y éstas repercuten a menudo en
beneficio de los demás. Leónidas, por ejemplo demostró ser hombre prudente
(phrónimos) en la jornada de las Termópilas, pues comprendió que la situación de su
patria exigía que él y sus hombres «salieran a medirse con la misma muerte», es decir, con
un ejército persa muy superior en fuerzas. Perdió la vida, pero encontró una muerte digna
de recuerdo. Otro menos prudente se hubiera rendido y quizá con ello hubiera salvado la
vida, pero al precio de vivir el resto de sus días con el rostro cubierto de vergüenza .
En segundo lugar, debemos aclarar en qué consiste más exactamente la
contribución del juicio prudencial al proyecto de la felicidad. Tradicionalmente se había
venido sosteniendo que la prudencia aristotélica se ocupa únicamente de la identificación
de los medios instrumentales que permiten alcanzar la felicidad, la cual es extrema esos
medios y se define con independencia de ellos. Frente a esta interpretación, hoy se abre
paso con fuerza la idea de que la prudencia no sólo entiende de medios, sino que es
competencia suya la deliberación sobre los contenidos de la eudaimonía, fin último de la
conducta. De hecho Aristóteles, tras definir la prudencia como el «hábito racional
verdadero y práctico respecto de lo que es bueno y malo para el hombre»  , no tarda en
aclarar que lo bueno y lo malo han de tomarse aquí «no en un sentido parcial, por ejemplo
para la salud, para la tuerza, sino para vivir bien en general». El hombre prudente no es
el experto en salud o en negocios —estos fines son objetos de sendas artes—, sino más
bien el que sabe, por ejemplo, hasta dónde es sensato desatender la propia salud en la
persecución de riquezas. Lo característico del prudente, por tanto, es saber jerarquizar los
fines parciales de la vida humana, priorizando unos y relegando otros hasta formar un
todo armónico.


ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1106b35-1107a2.

Cf. HERÓDOTO. Histories, VII (Les Belles Lettres, Paris, 1951) 7204-7239.

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1140b4-5.

Ibid.. 1140a26-27.

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Nuestra mentalidad moderna es refractaria a la tesis aristotélica de que el hombre


prudente es canon y medida de la verdad en cuanto se refiere a lo bueno  y a lo
placentero. Y es que estamos habituados a identificar la objetividad con los
procedimientos heurísticos impersonales: aceptamos una teoría científica si los
experimentos que la avalan son replicables por cualquier investigador en su laboratorio:
aprobamos una decisión moral o jurídica si nos parecen justos los principios que la
inspiran. En uno y otro caso es el carácter impersonal o público del proceso de
justificación lo que garantiza su imparcialidad y. con ello, su verdad. ¿Cómo entender que
Aristóteles tome el camino opuesto, haciendo depender la verdad practica del juicio del
hombre prudente?
La solución a esta paradoja estriba en el hecho de que la prudencia es un saber que
no puede reducirse a principios. Entiéndase bien esto. No es que no haya principios
morales que ayuden al prudente a decidirse. Claro que los hay, pero esos principios, por
ser abstractos, sólo proporcionan una orientación aproximada, siendo incapaces, en
cambio, de hacerse cargo de los matices diferenciales de cada situación concreta. El
prudente es sensible a esos matices y posee la clarividencia que le permite acomodar el
principio abstracto al caso concreto. Por eso Aristóteles compara la prudencia a la regla
de plomo utilizada por los arquitectos lesbios. que por ser flexible se ajusta perfectamente
al relieve de las superficies que en cada caso se trata de medir .
Por lo mismo que la verdad referida a la acción no es reducible sin resto a
principios universales, tampoco es enseñable al modo de un cuerpo de conocimiento ya
organizado, digamos la geometría o la gramática. La prudencia sólo se adquiere con la
larga práctica que va desarrollando un sexto sentido sensible a las diferencias íntimas
siempre variables, de cada situación. Por eso escribe Aristóteles que «no se debe hacer
menos caso de los dichos y opiniones de los experimentados, ancianos y prudentes, que
de las demostraciones, pues la experiencia les ha dado vista, y por eso ven rectamente» .
Y en otros lugares compara la lucidez del prudente con la pericia del médico o del timonel,
adquirida gracias a su larga experiencia con los casos y situaciones más variados.

3.1.1. “Especismo”

A este sesgo en favor de la propia especie se le ha denominado «especismo» y se ha considerado


moralmente equivalente al sexismo y al racismo.
Con la popularización de la cuestión de la liberación animal, la discriminación basada en la especie ha
pasado a ser sinónima de fanatismo. Esta es una simplificación peligrosa. La discriminación no siempre es
injusta y, de hecho, en algunos casos puede ser decisiva. Como ha señalado Mary Midgley «nunca es verdad
que, para conocer cómo tratar a un ser humano, hay que averiguar primero a qué raza pertenece... Pero con
un animal es absolutamente esencial conocer la especie» (Midgley, 1983, pag. 9S). La diferencia entre un


Cf. Ibid., 1113al3-b2.

Cf.Ibid., 1176al6-30.

La prioridad moral de lo particular es subrayada repetidamente en la Ética a Nicómaco: «Tampoco versa la
prudencia exclusivamente sobre lo universal, sino que tiene que conocer también lo particular, porque es práctica y la
acción tiene que ver con lo particular» (1141bl4-161). Cf. También, entre otros lugares, 1142a25; 1143a26; 1143b2-3.

Cf. ARISTÓTELES. Ética a Nicómaco. o.c., 1137b29-3 1.

Ibid., 1143bl0-13.

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africano y un leopardo no es la misma que la diferencia entre un africano y un esquimal. Flaco servicio
hacemos a los animales incluyéndolos en nuestro ámbito de interés moral si con ello pasamos por alto sus
enormes y maravillosas diferencias respecto de nosotros, algunas de las cuales pueden ser relevantes en la
deliberación moral.

3.2. La ética del deber y la autonomía (Kant)

(Gustavo Schujman, Formación ética).

«Opuesta a la ética de fines, hallamos la teoría ética del filósofo alemán lmmanuel Kant.
Para Kant los seres humanos somos, a la vez, seres naturales y racionales. Por ser
naturales, nos regimos por leyes de la naturaleza: debemos alimentarnos, dormir, beber
agua, crecemos, envejecemos y morimos. Pero, por ser racionales, nos regimos por la ley
moral. La ley moral está en nuestra razón y es la misma para todos los seres humanos.
Esta ley es válida para todas las personas en todas las épocas y en cualquier situación.
¿Qué dice la ley moral? Dice que, cuando nos proponemos hacer algo, debemos
asegurarnos de que desearíamos que todos los demás hicieran lo mismo si se encontrasen
en la misma situación. Es decir, lo que creo que vale para mí, debe valer también para
todos los demás, cuando actuamos bien, no tenemos dificultad en concebir que lo que nos
proponemos hacer valga como ley universal, si me propongo salvar a alguien que se
encuentra en peligro, puedo querer que todos hagan lo mismo si se encuentran en la
misma situación.
Así, compruebo que intentar salvar a los demás cuando se encuentran en peligro es un
deber moral. En cambio, si me propongo mentir, no puedo querer que todos mientan,
porque si todos mintieran nadie creería en la palabra de los demás, con lo cual la palabra
misma dejaría de tener sentido. Por eso, cuando actuamos mal, no queremos que lo que
nos proponemos hacer se convierta en ley universal. Cuando actuamos mal pretendemos
ser la excepción. El mentiroso quiere mentir pero no quiere que le mientan, se considera a
sí mismo una excepción, se cree autorizado a mentir, pero niega tal autorización a los
demás.
Kant se opone a toda ética que valore los actos por sus fines. Lo que importa no es el fin
de los actos ni los resultados concretos. Lo único que importa es el querer, es decir, la
intención del acto. Y la única intención que hace que un acto sea bueno es la intención de
cumplir el deber. Sólo es buena la conducta que se realiza por deber.
No importa la utilidad de esa conducta o si logra algún resultado. Sólo importa que haya
sido realizado con buenas intenciones. La razón no nos manda realizar ciertos actos para
ser felices.
La felicidad no es el fin de los actos morales. La razón nos manda ser buenos, más allá, de
que esa bondad produzca placer o felicidad. Los actos buenos son los que se realizan por
deber, por conciencia del deber. Actúa bien quien lo hace por obligación moral, sin tener
en cuenta si esa acción le conviene o Io perjudica. Por ejemplo, una persona que en un
juicio dice la verdad, aunque ha sido amenazada de muerte, dice la verdad porque sabe
que ese es su deber aunque corra riesgo su vida.
En cambio, si una persona actúa correctamente pero Io hace por conveniencia o interés,
ese acto no puede ser considerado bueno.
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Por ejemplo: una persona que ofrece información a un juez para cobrar una recompensa.
No actúa porque sienta el deber de decir la verdad sino por interés en la recompensa. Su
acción no es mala, pues dice la verdad, pero tampoco es buena, pues no actúa por
conciencia del deber.
Así, Kant distingue entre legalidad y moralidad. Un acto es legal cuando coincide con el
deber. Pero puede no ser moral si se realiza por interés, por conveniencia, por miedo, y no
por conciencia del deber. Por eso, una persona correcta puede no ser una buena persona.
Puede actuar correctamente porque tiene miedo de hacer algo que sea visto como malo
por los demás, porque tiene miedo al "qué dirán". La persona moralmente buena hace el
bien por deber, no por interés.
Kant ofrece ejemplos de conductas que son realizadas sin tener en cuenta el deber. Kant
señala que la ley moral que hay en nosotros nos dice: "cuando actúes, trata a la
humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un
fin y nunca sólo como un medio". El ser humano es un fin en sí mismo. Los seres humanos
son personas porque son fines en sí mismos. En su lugar no puede ponerse ningún otro fin
para el que ellos deban servir como medios. Cuando hacemos una promesa falsa, estamos
usando al otro como medio para nuestros fines, aprovechándonos de él para lograr
nuestros propósitos. Cada uno debe tratarse a sí mismo y a todos los demás como un fin
en sí mismo, y nunca sólo como medios.
El ser humano se halla por encima de todo precio, no puede ser cambiado por nada
equivalente, vale por sí mismo, tiene dignidad. Las personas tienen un valor intrínseco, no
relativo. Son por eso insustituibles». (Gustavo Schujman, Formación ética).

Onora O’Neill, «Ética kantiana» en Compendio de Ética (Ed. Peter Singer), Alianza, Madrid, 2000, p.p.254-
265: La ética de Kant: el contexto crítico

La ética de Kant está recogida en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), la Crítica de
la razón práctica (1787), La metafísica de las costumbres (1797) (cuyas dos partes Los elementos metafísicos
del derecho y La doctrina de la virtud a menudo se publican por separado) así como en su Religión dentro de
los límites de la mera razón (1793) y un gran número de ensayos sobre temas políticos, históricos y
religiosos. Sin embargo, las posiciones fundamentales que determinan la forma de esta obra se examinan a
fondo en la obra maestra de Kant, La crítica de la razón pura (1781), y una exposición de su ética ha de
situarse en el contexto más amplio de la «filosofía crítica» que allí desarrolla.
Esta filosofía es ante todo crítica en sentido negativo. Kant argumenta en contra de la mayoría de las tesis
metafísicas de sus precursores racionalistas, y en particular contra sus supuestas pruebas de la existencia de
Dios. De acuerdo con su concepción, nuestra reflexión ha de partir de una óptica humana, y no podemos
pretender el conocimiento de ninguna realidad trascendente a la cual no tenemos acceso. Las pretensiones
de conocimiento que podemos afirmar deben ser por lo tanto acerca de una realidad que satisfaga la
condición de ser objeto de experiencia para nosotros. De aquí que la indagación de la estructura de nuestras
capacidades cognitivas proporciona una guía a los aspectos de esa realidad empírica que podemos conocer
sin referirnos a experiencias particulares. Kant argumenta que podemos conocer a priori que habitamos en
un mundo natural de objetos situados en el espacio y el tiempo que están causalmente relacionados.
Kant se caracteriza por su insistencia en que este orden causal y nuestras pretensiones de conocimiento se
limitan al mundo natural, pero que no tenemos razón para pensar que el mundo natural cognoscible es todo
cuanto existe. Por el contrario, tenemos y no podemos prescindir de una concepción de nosotros mismos

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como agentes y seres morales, lo cual solo tiene sentido sobre la suposición de que tenemos una voluntad
libre. Kant afirma que la libre voluntad y la causalidad natural son compatibles, siempre que no se considere
la libertad humana —la capacidad de obrar de forma autónoma— como un aspecto del mundo natural, la
causalidad y la libertad se dan en ámbitos independientes; el conocimiento se limita a la primera y la
moralidad a la última. La solución de Kant del problema de la libertad y el determinismo es el rasgo más
controvertido y fundamental de su filosofía moral, y el que supone la mayor diferencia entre su
pensamiento y el de casi toda la literatura ética del siglo XX, incluida la mayor parte de la que se considera
«ética kantiana».
La cuestión central en torno a la cual dispone Kant su doctrina ética es la de «¿qué debo hacer?». Kant
intenta identificar las máximas, o los principios fundamentales de acción, que debemos adoptar. Su
respuesta se formula sin referencia alguna a una concepción supuestamente objetiva del bien para el
hombre, como las propuestas por las concepciones perfeccionistas asociadas a Platón, Aristóteles y a gran
parte de la ética cristiana.
Tampoco basa su posición en pretensión alguna sobre una concepción subjetiva del bien, los deseos, las
preferencias o las creencias morales comúnmente compartidas que podamos tener, tal y como hacen los
utilitaristas y comunitaristas. Al igual que en su metafísica, en su ética no introduce pretensión alguna sobre
una realidad moral que vaya más allá de la experiencia ni otorga un peso moral a las creencias reales.
Rechaza tanto el marco realista como el teológico en que se habían formulado la teoría del derecho natural
y la doctrina de la virtud, así como la apelación aun consenso contingente de sentimientos o creencias como
el que defienden muchos pensadores del siglo XVIII (y también del XX).

3. La ética de Kant: la ley universal y la concepción del deber

El propósito central de Kant es concebir los principios de la ética según procedimientos racionales. Aunque
al comienzo de su Fundamentación (una obra breve, muy conocida y difícil) identifica a la «buena voluntad»
como único bien incondicional, niega que los principios de la buena voluntad puedan determinarse por
referencia a un bien objetivo o telos al cual tiendan. En vez de suponer una formulación determinada del
bien, y de utilizarla como base para determinar lo que debemos hacer, utiliza una formulación de los
principios éticos para determinar en qué consiste tener una buena voluntad. Sólo se plantea una cuestión
más bien mínima, a saber, ¿qué máximas o principios fundamentales podría adoptar una pluralidad de
agentes sin suponer nada específico sobre los deseos de los agentes o sus relaciones sociales? Han de
rechazarse los principios que no puedan servir para una pluralidad de agentes: la idea es que el principio
moral tiene que ser un principio para todos. La moralidad comienza con el rechazo de los principios no
universalizables. Esta idea se formula como una exigencia, que Kant denomina «el imperativo categórico», o
en términos más generales la Ley moral. Su versión más conocida dice así: «obra sólo según la máxima que
al mismo tiempo puedas querer se convierta una ley universal». Esta es la clave de la ética de Kant, y se
utiliza para clasificar las máximas que pueden adoptar los agentes.
Un ejemplo de uso de imperativo categórico sería este: un agente que adopta la máxima de prometer en
falso no podría «querer esto como ley universal». Pues si quisiese (hipotéticamente) hacerlo se
comprometería con el resultado predictible de una quiebra tal de la confianza que no podría obrar a partir
de su máxima inicial de prometer en falso. Este experimento intelectual revela que la máxima de prometer
en falso no es universalizable, y por lo tanto no puede incluirse entre los principios comunes de ninguna
pluralidad de seres. La máxima de rechazar la promesa en falso es una exigencia moral; la máxima de
prometer en falso está moralmente prohibida. Es importante señalar que Kant no considera mala la
promesa en falso en razón de sus efectos presuntamente desagradables (como harían los utilitaristas) sino
porque no puede quererse como principio universal.
El rechazo de la máxima de prometer en falso, o de cualquier otra máxima no universalizable, es compatible
con una gran variedad de cursos de acción. Kant distingue dos tipos de valoración ética. En primer lugar
podemos evaluar las máximas que adoptan los agentes. Si pudiésemos conocerlas podríamos distinguir
entre las que rechazan principios no universalizables (y tienen así principios moralmente valiosos) y las que
adoptan principios no universalizables (y tienen así principios moralmente no valiosos). Kant se refiere a
aquellos que suscriben principios moralmente validos como a personas que obran «por deber». Sin

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embargo Kant también afirma que no tenemos un conocimiento cierto ni de nuestras máximas ni de las de
los demás. Normalmente deducimos las máximas o principios subyacentes de los agentes a partir de su
pauta de acción, pero ninguna pauta sigue una máxima única. Por ejemplo, la actividad del tendero
verdaderamente honrado puede no diferir de la del tendero honrado a regañadientes, que comercia
equitativamente sólo por deseo de una buena reputación comercial y que engañaría si tuviese una
oportunidad segura de hacerlo. De aquí que, para los fines ordinarios, a menudo no podemos hacer más
que preocuparnos por la conformidad externa con las máximas del deber, en vez de por la exigencia de
haber realizado un acto a partir de una máxima semejante. Kant habla de la acción que tendría que hacer
alguien que tuviese una máxima moralmente válida como una acción «de conformidad con el deber». Esta
acción es obligatoria y su omisión está prohibida. Evidentemente, muchos actos concuerdan con el deber
aunque no fueron realizados por máximas de deber. Sin embargo, incluso esta noción de deber externo se
ha definido como indispensable en una situación dada para alguien que tiene el principio subyacente de
actuar por deber. Esto contrasta notablemente con las formulaciones actuales del deber que lo identifican
con pautas de acción externa. Así, la pregunta de Kant «¿Qué debo hacer?» tiene una doble respuesta. En el
mejor de los casos debo basar mi vida y acción en el rechazo de máximas no-universalizables, y llevar así una
vida moralmente válida cuyos actos se realizan por deber; pero incluso si dejo de hacer esto al menos debo
asegurarme de realizar cualesquiera actos que serían indispensables si tuviese semejante máxima
moralmente válida.
La exposición más detallada de Kant acerca del deber introduce (versiones de) determinadas distinciones
tradicionales. Así, contrapone los deberes para con uno mismo y para con los demás y en cada uno de estos
tipos distingue entre deberes perfectos e imperfectos. Los deberes perfectos son completos en el sentido de
que valen para todos los agentes en todas sus acciones con otras personas. Además de abstenerse de
prometer en falso, otros ejemplos de principios de deberes perfectos para con los demás son abstenerse de
la coerción y la violencia; se trata de obligaciones que pueden satisfacerse respecto a todos los demás (a los
cuales pueden corresponder derechos de libertad negativa). Kant deduce los principios de la obligación
imperfecta introduciendo un supuesto adicional: supone que no sólo tenemos que tratar con una pluralidad
de agentes racionales que comparten un mundo, sino que estos agentes no son autosuficientes, y por lo
tanto son mutuamente vulnerables. Estos agentes —afirma— no podrían querer racionalmente que se
adoptase de manera universal un principio de negarse a ayudar a los demás o de descuidar el desarrollo del
propio potencial: como saben que no son autosuficientes, saben que querer un mundo así seria despegarse
(irracionalmente) de medios indispensables al menos para algunos de sus propios fines. Sin embargo, los
principios de no dejar de ayudar a los necesitados o de desarrollar el potencial propio son principios de
obligación menos completos (y por lo tanto imperfectos). Pues no podemos ayudar a todos los demás de
todas las maneras necesarias, ni podemos desplegar todos los talentos posibles en nosotros. Por ello estas
obligaciones son no sólo necesariamente selectivas sino también indeterminadas. Carecen de derechos
como contrapartida y son la base de deberes imperfectos. Las implicaciones de esta formulación de los
deberes se desarrollan de forma detallada en La metafísica de las costumbres, cuya primera parte trata
acerca de los principios de la justicia que son objeto de obligación perfecta y cuya segunda parte trata
acerca de los principios de la virtud que son objeto de obligación imperfecta.

4. La ética, de Kant: el respeto a las personas

Kant despliega las líneas básicas de su pensamiento a lo largo de varios tramos paralelos (que considera
equivalentes). Así, formula el imperativo categórico de varias maneras, sorprendentemente diferentes. La
formulación antes presentada se conoce como «la fórmula de la ley universal» y se considera la «más
estricta». La que ha tenido mayor influencia cultural es la llamada «fórmula del fin en sí mismo», que exige
tratar a la humanidad en tu propia persona o en la persona de cualquier otro nunca simplemente como un
medio sino siempre al mismo tiempo como un fin. Este principio de segundo orden constituye una vez más
una limitación a las máximas que adoptemos; es una versión muy solemnemente expresada de la exigencia
de respeto a las personas. En vez de exigir que comprobemos que todos puedan adoptar las mismas
máximas, exige de manera menos directa que al actuar siempre respetemos, es decir, no menoscabemos, la
capacidad de actuar de los demás (y de este modo, de hecho, les permitamos obrar según las máximas que

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adoptaríamos nosotros mismos). La formula del fin en sí también se utiliza para distinguir dos tipos de falta
moral. Utilizar a otro es tratarle como cosa o instrumento y no como agente. Según la formulación de Kant,
el utilizar a otro no es simplemente cuestión de hacer algo que el otro en realidad no quiere o consiente,
sino de hacer algo a lo cual el otro no puede dar su consentimiento. Por ejemplo, quien engaña hace
imposible que sus víctimas consientan en la intención del engañador. Al contrario que la mayoría de las
demás apelaciones al consentimiento como criterio de acción legítima (o justa). Kant (de acuerdo con su
posición filosófica básica) no apela ni a un consentimiento hipotético de seres racionales ideales, ni al
consentimiento históricamente contingente de seres reales. Se pregunta qué es preciso para hacer posible
que los demás disientan o den su consentimiento. Esto no significa que pueda anularse a la fuerza el disenso
real en razón de que el consenso al menos ha sido posible —pues el acto mismo de anular el disenso real
será el mismo forzoso, y por lo tanto hará imposible el consentimiento. La tesis de Kant es que los principios
que debemos adoptar para no utilizar a los demás serán los principios mismos de justicia que se
identificaron al considerar que principios son universalizables para los seres racionales.
Por consiguiente, Kant interpreta la falta moral de no tratar a los demás como «fines» como una base
alternativa para una doctrina de las virtudes. Tratar a los demás como seres específicamente humanos en su
finitud —por lo tanto vulnerables y necesitados— como «fines» exige nuestro apoyo a las (frágiles)
capacidades de obrar, de adoptar máximas y de perseguir los fines particulares de los demás. Por eso exige
al menos cierto apoyo a los proyectos y propósitos de los demás. Kant afirma que esto exigirá una
beneficencia al menos limitada. Aunque no establece la obligación ilimitada de la beneficencia, como hacen
los utilitaristas, argumenta en favor de la obligación de rechazar la política de denegar la ayuda necesitada.
También afirma que la falta sistemática en desplegar el propio potencial equivale a la falta de respeto a la
humanidad y sus capacidades de acción racional (en la propia persona). La falta de consideración a los
demás o a uno mismo como fines se considera una vez más como una falta de virtud u obligación
imperfecta. Las obligaciones imperfectas no pueden prescribir un cumplimiento universal: no podemos ni
ayudar a todas las personas necesitadas, ni desplegar todos los talentos posibles. Sin embargo, podemos
rechazar que la indiferencia de cualquiera de ambos tipos sea básica en nuestra vida —y podemos hallar
que el rechazo de la indiferencia por principio exige mucho. Incluso un compromiso de esta naturaleza,
tomado en serio, exigirá mucho. Si lo cumplimos, según la concepción de Kant habremos mostrado respeto
hacia las personas y en especial a la dignidad humana.
Las restantes formulaciones del imperativo categórico reúnen las perspectivas de quien busca obrar según
principios que puedan compartir todos los demás y de quien busca obrar según principios que respeten la
capacidad de obrar de los demás. Kant hace uso de la retórica cristiana tradicional y de la concepción del
contrato social de Rousseau para pergeñar [preparar] la imagen de un «Reino de los fines» en el que cada
persona es a la vez legisladora y está sujeta a la ley, en el que cada cual es autónomo (lo que quiere decir
literalmente: que se legisla a sí mismo) con la condición de que lo legislado respete el estatus igual de los
demás como «legisladores». Para Kant, igual que para Rousseau, ser autónomo no significa voluntariedad o
independencia de los demás y de las convenciones sociales; consiste en tener el tipo de autocontrol que
tiene en cuenta el igual estatus moral de los demás. Ser autónomo en sentido kantiano es obrar
moralmente.

5. La ética de Kant: los problemas de la libertad, la religión y la historia

Esta estructura básica de pensamiento se desarrolla en muchas direcciones diferentes. Kant presenta
argumentos que sugieren por qué hemos de considerar el imperativo categórico como un principio de razón
vinculante para todos nosotros. Así, analiza lo que supone pasar de un principio a su aplicación concreta a
situaciones reales. También examina la relación entre los principios morales y nuestros deseos e
inclinaciones reales. Desarrolla entonces las implicaciones políticas del imperativo categórico, que incluyen
una constitución republicana y el respeto a la libertad, especialmente la libertad religiosa y de expresión.
También esboza un programa todavía influyente para conseguir la paz internacional. Y asimismo analiza de
qué forma su sistema de pensamiento moral esta vinculado a nociones religiosas tradicionales. Se han
planteado muchas objeciones de principio y de detalle; algunas de las objeciones menos fundamentales

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pueden examinarse en el apartado de la «ética de Kant». Sin embargo, la objeción más central exige un
examen independiente.
Esta objeción es que el marco básico de Kant es incoherente. Su teoría del conocimiento lleva a una
concepción del ser humano como parte de la naturaleza, cuyos deseos, inclinaciones y actos son
susceptibles de explicación causal ordinaria. Pero su noción de la libertad humana exige la consideración de
los agentes humanos como seres capaces de autodeterminación, y en especial de determinación de acuerdo
con los principios del deber. Al parecer Kant se ve llevado a una concepción dual del ser humano: somos a la
vez seres fenoménicos (naturales, determinados causalmente) y seres nouménicos (es decir, no naturales y
autodeterminados). Muchos de los críticos de Kant han afirmado que este doble aspecto del ser humano es
en última instancia incoherente.
En la Crítica de la razón práctica Kant aborda la dificultad afirmando que siempre que aceptemos
determinados «postulados» podemos dar sentido a la idea de seres que forman parte tanto del orden
natural como del orden moral. La idea es que si postulamos un Dios benévolo, la virtud moral a que pueden
aspirar los agentes libres puede ser compatible con —y, en efecto, proporcionada a— la felicidad a que
aspiran los seres naturales. Kant denomina bien supremo a esta perfecta coordinación de virtud moral y
felicidad. El procurar el bien supremo supone mucho tiempo; por ello hemos de postular tanto un alma
inmortal como la providencia de Dios. Esta imagen ha sido satirizada una y otra vez. Heine describió a Kant
como un osado revolucionario que mató al deísmo: a continuación admitió tímidamente que, después de
todo, la razón práctica podía «probar» la existencia de Dios. Menos amablemente, Nietzsche le iguala a un
zorro que se escapa para luego volver a caer en la jaula del teísmo.
En los últimos escritos Kant desechó tanto la idea de una coordinación garantizada de virtud y recompensa
de la felicidad (pensó que esto podía socavar la verdadera virtud) y la exigencia de postular la inmortalidad,
entendida como una vida eterna (véase El fin de todas las cosas). Ofrece diversas versiones históricas de la
idea de que podemos entender nuestro estatus de seres libres que forman parte de la naturaleza sólo si
adoptamos determinados postulados. Por ejemplo sugiere que al menos debemos esperar la posibilidad de
progreso moral en la historia humana y ello para una coordinación intramundana de los fines morales y
naturales de la humanidad. Las diversas formulaciones históricas que ofrece de los postulados de la razón
práctica son aspectos y precursores de una noción intramundana del destino humano que asociamos a la
tradición revolucionaria, y en especial a Marx. Sin embargo Kant no renunció a una interpretación religiosa
de las nociones de los orígenes y destino humanos. En su obra tardía La religión dentro de los límites de la
mera razón describe las escrituras cristianas como una narrativa temporal que puede entenderse como
«símbolo de la moralidad». La interpretación de esta obra, que trajo a Kant problemas con los censores
prusianos, plantea muchos problemas. Sin embargo, al menos está claro que no se introduce nociones
teológicas que sirvan de fundamento de la moralidad, sino que más bien utiliza su teoría moral como óptica
para leer las escrituras.
Si bien Kant no volvió a su original rechazo del fundamento teológico, sigue siendo problemática una
comprensión de la vinculación que establece entre naturaleza y moralidad. Una forma de comprenderla
puede ser basándose en la idea, que utiliza en la Fundamentación, de que naturaleza y libertad no
pertenecen a dos mundos o realidades metafísicas independientes, sino que más bien constituyen dos
«puntos de vista». Hemos de concebirnos a nosotros mismos tanto como parte del mundo natural y como
agentes libres. No podemos prescindir sin incoherencia de ninguno de estos puntos de vista, aunque
tampoco podemos integrarlos, y no podemos hacer más que comprender que son compatibles. De acuerdo
con esta interpretación, no podemos tener idea de la «mecánica» de la libertad humana, pero podemos
entender que sin la libertad en la actividad del conocimiento, que subyace a nuestra misma pretensión de
conocimiento, nos sería desconocido un mundo ordenado causalmente. De aquí que nos sea imposible
desterrar la idea de libertad. Para fines prácticos esto puede bastar: para éstos no tenemos que probar la
libertad humana.
Sin embargo, tenemos que intentar conceptualizar el vínculo entre el orden natural y la libertad humana, y
también hemos de comprometernos a una versión de los «postulados» o «esperanzas» que vinculan a
ambos. Al menos un compromiso a obrar moralmente en el mundo depende de suponer (postular, esperar)
que el orden natural no sea totalmente incompatible con las intenciones morales.

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6. La «ética de Kant»

Muchas otras críticas de la ética de Kant resurgen tan a menudo que han cobrado vida independiente como
elementos de la «ética de Kant». Algunos afirman que estas críticas no son de aplicación a la ética de Kant, y
otros que son razones decisivas para rechazar la posición de Kant.
1) Formalismo. La acusación más común contra la ética de Kant consiste en decir que el imperativo
categórico está vacío, es trivial o puramente formal y no identifica principios de deber. Esta acusación la han
formulado Hegel, J.S. Mill y muchos otros autores contemporáneos. Según la concepción de Kant, la
exigencia de máximas universalizables equivale a la exigencia de que nuestros principios fundamentales
puedan ser adoptados por todos. Esta condición puede parecer carente de lugar: ¿acaso no puede
prescribirse por un principio universal cualquier descripción de acto bien formada? ¿Son universalizables
principios como el de «roba cuando puedas» o «mata cuando puedas hacerlo sin riesgo»? Esta reducción al
absurdo de la universalizabilidad se consigue sustituyendo el imperativo categórico de Kant por un principio
diferente. La fórmula de la ley universal exige no sólo que formulemos un principio universal que incorpore
una descripción del acto válida para un acto determinado. Exige que la máxima, o principio fundamental, de
un agente sea tal que éste pueda «quererla como ley universal». La prueba exige comprometerse con las
consecuencias normales y predictibles de principios a los que se compromete el agente así como a los
estándares normales de la racionalidad instrumental. Cuando las máximas no son universalizables ello es
normalmente porque el compromiso con las consecuencias de su adopción universal sería incompatible con
el compromiso con los medios para obrar según ellas (por ejemplo, no podemos comprometernos tanto a
los resultados de la promesa en falso universal y a mantener los medios para prometer, por lo tanto para
prometer en falso).
La concepción kantiana de la universalizabilidad difiere de principios afines (el prescriptivismo universal, la
Regla de Oro) en dos aspectos importantes. En primer lugar, no alude a lo que se desea o prefiere, y ni
siquiera a lo que se desea o prefiere que se haga de manera universal. En segundo lugar es un
procedimiento sólo para escoger las máximas que deben rechazarse para que los principios fundamentales
de una vida o sociedad sean universalizables. Identifica los principios no universalizables para descubrir las
limitaciones colaterales a los principios más específicos que puedan adoptar los agentes. Estas limitaciones
colaterales nos permiten identificar principios de obligación más específicos pero todavía indeterminados.
2) Rigorismo. Esta es la crítica de que la ética de Kant, lejos de estar vacía y ser formalista, conduce a
normas rígidamente insensibles y por ello no se pueden tener en cuenta las diferencias entre los casos. Sin
embargo, los principios universales no tienen que exigir un trato uniforme; en realidad imponen un trato
diferenciado. Principios como «la imposición debe ser proporcional a la capacidad de pagar» o «el castigo
debe ser proporcionado al delito» tienen un alcance universal pero exigen un trato diferenciado. Incluso
principios que no impongan específicamente un trato diferenciado serán indeterminados, por lo que dejan
lugar a una aplicación diferenciada.
3) Abstracción. Quienes aceptan que los argumentos de Kant identifican algunos principios del deber, pero
no imponen una uniformidad rígida, a menudo presentan una versión adicional de la acusación de
formalismo. Dicen que Kant identifica los principios éticos, pero que estos principios son «demasiado
abstractos» para orientar la acción, y por ello que su teoría no sirve como guía de la acción. Los principios
del deber de Kant son ciertamente abstractos, y Kant no proporciona un conjunto de instrucciones detallado
para seguirlo. No ofrece un algoritmo moral del tipo de los que podría proporcionar el utilitarismo si
tuviésemos una información suficiente sobre todas las opciones. Kant subraya que la aplicación de
principios a casos supone juicio y deliberación. También afirma que los principios son y deben ser
abstractos; son limitaciones colaterales (no algoritmos) y sólo pueden guiar (no tomar) las decisiones. La
vida moral es cuestión de encontrar formas de actuar que satisfagan todas las obligaciones y no violen las
prohibiciones morales. No existe un procedimiento automático para identificar estas acciones, o todas estas
acciones. Sin embargo, para la práctica moral empezamos por asegurarnos de que los actos específicos que
tenemos pensados no son incompatibles con los actos de conformidad con las máximas del deber.
4) Fundamentos de obligación contradictorios. Esta crítica señala que la ética de Kant identifica un conjunto
de principios que pueden entrar en conflicto. Las exigencias de fidelidad y de ayuda, por ejemplo, pueden
chocar. Esta crítica vale tanto para la ética de Kant como para cualquier ética de principios. Dado que la
teoría no contempla las «negociaciones» entre diferentes obligaciones, carece de un procedimiento de

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rutina para resolver los conflictos. Por otra parte, como la teoría no es más que un conjunto de limitaciones
colaterales a la acción, la exigencia central consiste en hallar una acción que satisfaga todas las limitaciones.
Sólo cuando no puede hallarse semejante acción se plantea el problema de los fundamentos múltiples de la
obligación. Kant no dice nada muy esclarecedor sobre estos casos; la acusación planteada por los
defensores de la ética de la virtud (por ejemplo, Bernard Williams, Martha Nussbaum) de que no dice lo
suficiente sobre los casos en que inevitablemente ha de violarse o abandonarse un compromiso moral, es
pertinente.
5) Lugar de las inclinaciones. En la literatura secundaria se ha presentado un grupo de críticas serias de la
psicología moral de Kant. En particular se dice que Kant exige que actuemos «motivados por el deber» y no
por inclinación, lo que le lleva a afirmar que la acción que gozamos no puede ser moralmente valiosa. Esta
severa interpretación, quizás sugerida por vez primera por Schiller, supone numerosas cuestiones difíciles.
Por obrar «motivado por el deber», Kant quiere decir solo que obremos de acuerdo con la máxima del
deber y que experimentemos la sensación de «respeto por la ley». Este respeto es una respuesta y no la
fuente del valor moral. Es compatible con que la acción concuerde con nuestras inclinaciones naturales y sea
objeto de disfrute. De acuerdo con una interpretación, el conflicto aparente entre deber e inclinación sólo
es de orden epistemológico; no podemos saber con seguridad que obramos sólo por deber si falta la
inclinación. Según otras interpretaciones, la cuestión es más profunda, y conduce a la más grave acusación
de que Kant no puede explicar la mala acción.
6) Falta de explicación de la mala acción. Esta acusación es que Kant sólo contempla la acción libre que es
totalmente autónoma —es decir, que se hace de acuerdo con un principio que satisface la limitación de que
todos los demás puedan hacer igualmente— y la acción que refleja sólo deseos naturales e inclinaciones. De
ahí que no puede explicar la acción libre e imputable pero mala. Está claro que Kant piensa que puede
ofrecer una explicación de la mala acción, pues con frecuencia ofrece ejemplos de malas acciones
imputables. Probablemente esta acusación refleja una falta de separación entre la tesis de que los agentes
libres deben ser capaces de actuar de manera autónoma (en el sentido rousseauniano o kantiano que
vincula la autonomía con la moralidad) con la tesis de que los agentes libres siempre obran de manera
autónoma. La imputabilidad exige la capacidad de obrar autónomamente, pero esta capacidad puede no
ejercitarse siempre. Los malos actos realmente no son autónomos, pero son elegidos en vez de
determinados de forma mecánica por nuestros deseos o inclinaciones.
7. La ética kantiana

La ética de Kant y la imagen de su ética que a menudo sustituyen a aquella en los debates modernos no
agotan la ética kantiana. Actualmente este término se utiliza a menudo para designar a toda una serie de
posiciones o compromisos éticos cuasi-kantianos. En ocasiones, el uso es muy amplio. Algunos autores
hablarán de ética kantiana cuando tengan en mente teorías de los derechos, o más en general un
pensamiento moral basado en la acción más que en el resultado, o bien cualquier posición que considere lo
correcto como algo previo a lo bueno. En estos casos los puntos de parecido con la ética de Kant son
bastante generales (por ejemplo, el interés por principios universales y por el respeto a las personas, o más
específicamente por los derechos humanos). En otros casos puede identificarse un parecido más estructural
—por ejemplo, un compromiso con un único principio moral supremo no utilitario, o bien con la concepción
de que la ética se basa en la razón. La comprensión específica de la ética kantiana varía mucho de uno a otro
contexto.
El programa ético reciente más definidamente kantiano ha sido el de John Rawls, quien ha denominado a
una etapa del desarrollo de su teoría «constructivismo kantiano». Muchos de los rasgos de la obra de Rawls
son claramente kantianos, sobre todo su concepción de principios éticos determinados por limitaciones a
los principios elegidos por agentes racionales. Sin embargo, el constructivismo de Rawls supone una noción
bastante diferente de la racionalidad con respecto a la de Kant. Rawls identifica los principios que elegirían
seres instrumentalmente racionales a los cuales atribuye ciertos fines escasamente especificados —y no los
principios que podrían elegirse siempre independientemente de los fines particulares. Esto determina
importantes diferencias entre la obra de Rawls, incluso en sus momentos más kantianos, y la ética de Kant.
Otros que utilizan la denominación «kantiano» en ética tienen una relación con Kant aun más libre —por
ejemplo, muchos de ellos no ofrecen concepción alguna de las virtudes, o incluso niegan que sea posible
semejante concepción; muchos consideran que lo fundamental son los derechos más que las obligaciones;

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casi todos se basan en un teoría de la acción basada en la preferencia y en una concepción instrumental de
la racionalidad, todo lo cual es incompatible con la ética de Kant.

8. El legado kantiano

La ética de Kant sigue siendo el intento paradigmático y más influyente por afirmar principios morales
universales sin referencia a las preferencias o a un marco teológico. La esperanza de identificar principios
universales, tan patente en las concepciones de la justicia y en el movimiento de derechos humanos, se ve
constantemente desafiada por la insistencia comunitarista e historicista en que no podemos apelar a algo
que vaya más allá del discurso y de las tradiciones de sociedades particulares, y por la insistencia de los
utilitaristas en que los principios derivan de preferencias. Para quienes no consideran convincente ninguno
de estos caminos, el eslogan neo-kantiano de «vuelta a Kant» sigue siendo un desafío que deben analizar o
refutar.

3.3. La ética de la utilidad y el placer (S. Mill)

(Gustavo Schujman, Formación ética).

John Stuart Mill, filósofo inglés del siglo XIX, elaboró la teoría ética conocida como
«utilitarismo». Para el utilitarismo lo bueno es lo útil y lo útil es lo placentero o lo que nos
lleva hacia el placer. Como Aristóteles, Mill consideró que todas las personas buscan ser
felices. Y relacionó la felicidad con el placer. Las acciones son buenas si tienden a
promover la felicidad y son malas si producen lo contrario de la felicidad, es decir, el dolor.
La felicidad es el placer y la ausencia del dolor; la infelicidad es el dolor y la ausencia del
placer.
Todo lo que deseamos lo deseamos porque es placentero o porque es un medio para
eliminar el dolor y producir placer. Pero no todo placer es deseable. Hay placeres fugaces
que terminan produciéndonos dolor, por ejemplo, un placer que perjudica la salud. La
salud es un placer duradero y es preferible a placeres momentáneos e intensos que nos la
quitan.
Para Stuart Mill, los placeres se pueden diferenciar según su calidad: hay placeres bajos y
placeres elevados. Los placeres bajos son, en general, los placeres corporales. Los placeres
elevados están referidos a nuestras capacidades creativas e intelectuales. Los placeres
suscitados por el estudio, la lectura, el ejercicio del pensamiento, la investigación, la
creación o la contemplación de una obra de arte son placeres duraderos y estables que
producen una satisfacción más plena que la producida por los placeres fugaces e
inestables.
Frente a los que opinan que la felicidad es inalcanzable, Mill responde que es alcanzable
siempre que no se la considere como una vida en continuo éxtasis, sino como una vida
con momentos de exaltación, con pocos y transitorios dolores y muchos y variados
placeres. Además, la utilidad como principio no sólo incluye la búsqueda de la felicidad,
sino también la prevención o mitigación de la desgracia.

Desde este punto de vista, la medicina es buena en sentido moral pues ayuda a prevenir el
dolor o a mitigarlo. La posición de Stuart Mill da lugar a la defensa de la lucha contra
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calamidades que son fuentes de sufrimiento físico y mental, como la pobreza, la


enfermedad o la malignidad.

Hasta aquí parece que el utilitarismo propone que cada uno busque su felicidad sin
importarle lo que suceda con los demás. Sin embargo, el principio utilitarista propone que
toda persona se ocupe al mismo tiempo, tanto de la promoción de su felicidad particular
como del incremento del bienestar general de todos los seres humanos, contribuyendo así
a la producción de la mayor felicidad total. Según la teoría utilitarista, debemos actuar
procurando lograr la mayor felicidad posible para la mayor cantidad de gente posible. Por
eso, Mill pone énfasis en la necesidad de que la política y la educación nivelen las
desigualdades y generen en cada individuo un sentimiento de unidad con todo el resto, es
decir, que no se piense en el beneficio personal sin incluir a los otros en ese beneficio. En
otras palabras, que se subordine la felicidad individual a la felicidad general, pues la
felicidad general garantiza la individual.

Por eso, el utilitarista no descarta el sacrificio de la felicidad personal en pos de una


felicidad más amplia. El sacrificio es noble si tiene como fin promover la felicidad de los
demás, pero no tiene sentido el sacrificio que no tenga en cuenta este fin. El sacrificio no
vale por sí mismo, no es un fin en sí mismo. El mártir o el héroe se sacrifican en aras de
algo que aprecian más que su felicidad personal; ese algo es la felicidad de los demás. No
se sacrificarían si creyeran que ese renunciamiento produciría en el prójimo una suerte
igual a la suya. Merecen honores quienes renuncian a la felicidad personal para aumentar
la felicidad del mundo pero no merecen honores quienes se retiran del mundo para vivir
una vida sacrificada (como los ascetas) pues ese sacrificio no tiene ningún sentido. Un
sacrificio que no aumenta ni tiende a aumentar la suma total de la felicidad es un
desperdicio.

¿Qué se debe tener en cuenta para determinar si un acto es bueno o malo? Para la
postura utilitarista, fundamentalmente se deben medir las consecuencias concretas de
ese acto. No interesan los motivos del acto sino sus resultados. Si alguien salva a una
persona que se ahoga, ese acto es bueno, aun si la persona que lo realizó lo hizo para
cobrar una recompensa. Por esta razón, hay actos que habitualmente podrían
considerarse como malos pero que, en determinadas situaciones pueden ser buenos. Por
ejemplo, mentir suele ser un acto malo pero la mentira piadosa puede ser buena. Si se
miente para conseguir algún fin útil para nosotros o para los demás, por ejemplo, si se
miente para salvar la propia vida o para salvar de una desgracia a otros o para no dar
noticias malas a una persona gravemente enferma, ese acto puede ser considerado
bueno. Por supuesto, el cultivo de la veracidad es lo que más puede servirnos a nosotros y
a la comunidad. Pero esta regla, como cualquier otra, admite excepciones. Lo que es justo
en casos ordinarios, no es justo en un caso particular. En determinadas circunstancias, la
mentira puede producir más beneficios que daños. En ese caso, la mentira no sería
condenable sino recomendable.

¿Cómo sabemos cómo actuar en cada situación particular? Es cierto que cada situación es

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única pero también es cierto que existen situaciones similares que nosotros hemos vivido
o que han vivido otros antes que nosotros. Las experiencias de nuestros antepasados nos
han ido mostrando las posibles consecuencias de las acciones. Conocemos los efectos que
tienen los actos humanos porque hemos podido ver esos efectos en acciones realizadas
por otros. Por eso, no es preciso en cada situación particular calcular los efectos de
nuestra acción. Ya sabemos, aproximadamente, cómo debemos actuar.

¿Siempre los actos se miden por sus consecuencias? ¿No existen actos que valgan por sí
mismos? ¿Siempre todo lo que hacemos lo hacemos en pos de un fin superior, como la
felicidad? Aquí puede haber una confusión. La felicidad tiene partes o ingredientes: cada
parte es deseable por sí misma. La salud, por ejemplo, es una parte de la felicidad. La
salud es un fin en sí mismo, no es medio para otro fin. El placer de escuchar música o de
conversar con un amigo son partes de la felicidad. Son actos deseables por sí mismos pues
nos hacen felices; no son medios para alcanzar la felicidad. También ser una buena
persona es parte de la felicidad. No buscamos ser buenos para lograr otra cosa; la bondad
de nuestra conducta nos proporciona placer. Nos sentimos bien ayudando a otros yeso
vale por sí mismo. Actuar mal, por el contrario, nos genera dolor o insatisfacción.
Sentimos culpa o la reprobación de quienes nos rodean. Por eso, actuar mal no nos
conduce a la felicidad.

(Leonardo Rodríguez Duplá, Ética).

El descrédito del utilitarismo

Que el utilitarismo está reñido con nuestras convicciones más arraigadas se advierte con
especial claridad cuando atendemos al modo como el utilitarismo concibe la idea de
justicia en sus distintas manifestaciones. La justicia política entendida al modo utilitarista
no excluya por principio un sistema social discriminatorio (trátese de segregación racial,
clientelismo político, régimen feudal, si sistema de castas o incluso de la esclavitud). No
sólo no lo excluye, sino que lo recomienda paro los casos en los que este tipo de
instituciones se revelen instrumentos eficaces para la maximización del bienestar
colectivo. Y no es más satisfactorio el tratamiento utilitarista de la justicia distributiva.
Dado que el objetivo declarado de la conducta moral es, según el utilitarismo, la
satisfacción del mayor número de preferencias o intereses individuales, desde el punto de
vista de esta doctrina resulta indiferente como esté distribuida socialmente la satisfacción.
Supuesto que el total de satisfacción se mantenga invariable, tan justo es que unos pocos
agraciados concentren en sus manos todas las ventajas, mientras los demás llevan una
existencia miserable, como que las ventajas estén distribuidas sin grandes diferencias.
Consideremos por último la justicia penal. El utilitarismo justifica el derecho de la sociedad
a castigar alegando la eficacia disuasiva de las penas: la aplicación de castigos hace
disminuir el número de delitos (es decir, de acciones contrarias al interés colectivo) y con
ello hace crecer el grado de satisfacción social. Pero dado que esta es la única finalidad del
castigo, un utilitarista consecuente no se opondría a que se impusiera una pena a un

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inocente, incluso la pena de muerte, siempre y cuando las consecuencias de esta acción
fueran lo suficientemente buenas como para compensar el sacrificio de una vida humana.
Los ejemplos que se acaban de proponer muestran a las claras que el utilitarismo
coherente se ve empujado por la fuerza de sus principios a defender ideas que ofenden al
más elemental sentido de la justicia. No es de extrañar que esta teoría goce cada día de
menos crédito.
Por lo demás, no es difícil sacar a la luz la debilidad de algunos de los principales
argumentos con los que el utilitarismo ha procurado hacerse verosímil. Nos limitaremos a
considerar tres de ellos.
1. El utilitarismo funda su pretensión de ser una teoría estrictamente racional en el hecho
de que el principio de utilidad se inspira en un modelo de deliberación cuya racionalidad
nadie pone en duda: el modelo propio de la deliberación prudencial. Todo el mundo
aprueba, en efecto, la sagacidad del hombre prudente que, en vez de perseguir el placer
inmediato, calcula las consecuencias de sus decisiones y es capaz de realizar sacrificios
que a la larga le reportaran beneficios mayores. El utilitarismo sostiene que idéntica
sagacidad deberíamos mostrar cuando están implicados los intereses de varias personas.
«Si es racional para mi elegir el dolor de una visita al dentista para así evitar el dolor de
muelas, ¿por qué no es racional que elija un dolor para Fulano similar al de mi visita al
dentista, si este es el único modo de evitar un dolor, igual al de mi dolor de muelas, para
Mengano?». La respuesta correcta es: porque Fulano y Mengano son dos personas
diferentes. No son mercancías que hayamos de gestionar según criterios de optimización,
sino individuos irrepetibles dotados de una dignidad que nos prohíbe rebajarlos a la
condición de medios para la satisfacción de intereses ajenos, por importantes que estos
sean.
Pocos datos como éste que se acaba de invocar de la dignidad humana invitan con tanta
urgencia a pensar en la relación entre ética y religión, rebasando así los limites
metodológicos que voluntariamente nos hemos impuesto desde un principio.
Mencionemos aquí únicamente que ninguna antropología naturalista puede explicar
satisfactoriamente el dato de la dignidad de la persona. Después de todo, si el ser humano
no es más que un fruto azaroso de la evolución natural, la cual bien pudiera haber tomado
otro camino, entonces nada habría en el merecedor de respeto incondicionado, y Hamlet
tendría toda la razón al referirse al hombre como «the quintessene of dust».
2. En sus variantes más extendidas, el utilitarismo se presenta como la doctrina
humanitaria que, rebelándose contra los prejuicios tradicionales, declara la felicidad del
mayor número criterio único de la moralidad. A su vez, el deontologismo es presentado
como doctrina despiadada o supersticiosa, dispuesta a sacrificar la felicidad de hombres
de carne y hueso en el altar de una norma abstracta. En la polémica entre utilitaristas y
deontologistas serían estos últimos quienes deben cargar con el peso de la prueba,
explicando las razones por las que, como afirman, en ocasiones es inmoral aumentar la
felicidad de nuestros prójimos.
Por sinceras que sean estas declaraciones —un ejemplo de las cuales se encuentra al
comienzo del citado trabajo de Smart—, su fuerza no pasa de ser retórica. Para empezar,
el interés benevolente por el prójimo no es un rasgo peculiar del utilitarismo, sino que
está en el corazón mismo de toda teoría ética que merezca este nombre. Además,

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nuestras recientes consideraciones sobre e i modo como el utilitarismo entiende el deber


de justicia han puesto de manifiesto, si falta hacia, que el verdadero amor a la humanidad
se expresa en el respeto innegociable a cada individuo en tanto que tal, no menos que en
la promoción de los intereses colectivos. ¡Curiosa vocación humanitaria la de quien, sin
siquiera consultar a la víctima inocente, está dispuesto a inmolarla en aras de una felicidad
que solo podrán disfrutar los otros!
3. Recordemos, por último, que el utilitarismo se jacta de haber reducido a principios —
mejor aún, a un único principio— el caos de la moral espontánea, seducida por un sinfín
de reglas y consideraciones de inspiración deontologista. Dejando ahora a un lado el
hecho palpable de que esta simplificación de la teoría se ha logrado al precio de
tergiversar el sentido mismo de la moralidad que se trataba de explicar, conviene aclarar
que el mérito alegado es más aparente que real. Es verdad que el utilitarismo se remite a
un único principio, el de la mayor felicidad. Pero como esta felicidad hay que entenderla
en el sentido de la satisfacción del mayor número de preferencias individuales, y como
estas preferencias varían ilimitadamente, la tarea de calcular qué acción tiene las mejores
consecuencias, lejos de ser extremadamente sencilla, se complica hasta hacerse
irresoluble.

Utilitarismo y saber moral espontáneo

Queda una grave cuestión pendiente. En el primer apartado de este capítulo narramos
como el utilitarismo nació con la intención de corregir al saber moral espontáneo,
expurgándolo de su culto fanático de normas de conducta irracionales tomadas de la
tradición. Sin embargo, a la hora de criticar al utilitarismo, hemos apelado precisamente a
las convicciones tradicionales características de ese saber espontáneo, mostrando su
incompatibilidad con el espíritu del utilitarismo. Y ahora se plantea la duda de si no
habremos recurrido al más inadecuado de los testigos al invocar la moral tradicional en
defensa del deontologismo, pues el punto en discusión es justamente este: si la moral
tradicional es fiable o si, como sostiene el utilitarismo, está necesitada de profunda
reforma.
Miradas las cosas más de cerca, la cuestión no es si la moral espontánea necesita
ser criticada, pues esta pregunta ya la ha contestado afirmativamente todo el que dedica
su tiempo a la ética, sino hasta que punto pueda y deba ser criticada. Este problema
decisivo ya fue abordado en nuestro primer capítulo, donde sostuvimos que el saber
moral espontáneo constituye un referente imprescindible para la teoría ética, la cual está
llamada a purificarlo de contradicciones, lagunas y prejuicios, pero no a sustituirlo por un
sistema esencialmente distinto. El saber moral espontáneo no es un yugo que impida a la
ética filosófica ejercer de manera libérrima y soberana su vocación crítica. Antes bien, es
lo que hace posible esa vocación: privada de este contraste, la ética filosófica quedaría
reducida al silencio, pues no sería capaz de criticar ni siquiera las más arbitrarias doctrinas
morales, con tal de que estuvieran formuladas con coherencia lógica.
El utilitarismo es una de esas doctrinas arbitrarias, y lo es precisamente por
desentenderse de muchos elementos irrenunciables de la moral espontánea. La ética que
degrada a los seres humanos a la condición de meros medios, a la condición de peones de

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ajedrez hábilmente manejados por el ingeniero social encargado de promover la felicidad


colectiva, esa ética no es la reformando la moral recibida, sino sustituyéndola por una
enteramente nueva. Esto la vuelve incontrolable y, por ello mismo, inmoral.
Los partidarios del utilitarismo replicarán que la continuidad de su doctrina con el saber
moral espontáneo está garantizada por el hecho de ser la benevolencia el núcleo de la
ética utilitarista, lo cual explica que tantos hombres de buena voluntad se hayan adherido
a esta causa desde que fuera formulada sistemáticamente por Bentham. Pero esta réplica
sólo sirve para hacer más patente la debilidad teórica del utilitarismo. Al apelar a la
certeza intuitiva propia del saber moral espontáneo, el cual nos da a conocer la
importancia del amor al prójimo, el utilitarismo se somete voluntariamente a una
instancia normativa que termina por desautorizar esta doctrina. Y es que es del todo
incoherente apelar a uno de los principios del saber moral espontáneo (el de la
benevolencia universal) al tiempo que se rechazan otros (por ejemplo, los que afirman los
derechos inalienables de cada individuo humano), siendo así que todos esos principios
están garantizados por una misma evidencia intuitiva.

3.3.1. “Principalismo”

Principalismo*: «El principialismo defiende que existen algunos principios generales descubiertos en el
ámbito de la ética biomédica y que deben ser respetados cuando se plantean conflictos éticos en la
investigación o en la práctica clínica. Diego Gracia ha hecho una magistral exposición de la historia de estos
principios desde la antigüedad clásica hasta la actualidad». (Juan Carlos Siurana, “Ética de los profesionales
de la salud” en Mauricio Correa- Pablo Martínez, La riqueza ética de las profesiones, Ril, 2010).
«De todos los procedimientos de análisis de problemas éticos que la bioética ha puesto a punto, el
principialismo es el que más éxito ha tenido. El principialismo dice que los conflictos éticos pueden
desentrañarse mejor si se analizan a la luz de unos cuantos principios morales básicos. El origen del
principialismo se encuentra en el Informe Belmont. Este informe fue el resultado de cuatro años de trabajo
de la National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research (en
adelante la National Commission), creada en 1974 por el Gobierno estadounidense como respuesta a la
crisis en que se encontraba sumida la investigación médica norteamericana en aquellas fechas, como
consecuencia de los escándalos descubiertos en años anteriores —Tirskegee, Willowbrook, etc—. Los
miembros de la National Commision recibieron, entre otros, el mandato explícito de identificar los principios
éticos básicos que deben subyacer en la investigación. Tras intensos debates internos, en 1978 publicaron el
llamado Informe Belmont, que trataba de dar respuesta a esa demanda». (Pablo Simón-Inés Mᵃ Barrio,
«Medicina y enfermería» en 10 palabras clave en Ética de las profesiones)
«Entendemos por principialismo la aplicación de las teorías morales basadas en principios para resolver
conflictos de valores en la ética médica, tal como iniciaron Beauchamp y Childress. No podemos negar su
valor pedagógico ni negar la dificultad de la jerarquización de principios.
Por esto no podemos decir que tengan una aceptación universal, ni por parte de los médicos que se han
preocupado de la relación de los profesionales de la salud con el enfermo, ni por parte de algunos
reconocidos filósofos morales. Baruch Brody, por ejemplo, manifiesta que los cuatro principios son de nivel
intermedio y que, por tanto, necesitan la justificación racional y una fundamentación más firme en alguna
de las grandes tradiciones morales. Holmes y Mclntyre manifiestan la insuficiencia de la ética filosófica y
piden sabiduría moral. Gustafson, en la misma línea, considera que cualquier doctrina filosófica es un
instrumento inadecuado para hacer frente a los problemas de la ética médica, y pide que se incorporen al
discurso moral otros elementos: proféticos, narrativos y también consideraciones de políticas sanitarias. Con
otras palabras, creo que los principios de la bioética son un buen instrumento para la docencia de la bioética
clínica pero se han de saber reconocer sus límites, como en todo instrumento. No hay duda de que como

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

instrumento de trabajo han representado una buena ayuda en los aspectos de una bioética de
procedimiento en la toma de decisiones».

3.3.2 El dolor y la sensibilidad como fundamento moral

MARTHA C. NUSSBAUM, Las fronteras de la justicia. Consideraciones sobre la exclusión, Paidós,


Barcelona, 2007.

Casi todos los enfoques éticos de los derechos de los animales sostienen la existencia de distinciones
moralmente relevantes entre formas de vida diferentes. Matar un mosquito no supone el mismo daño
que matar a un chimpancé. Pero la pregunta que cabe hacerse entonces es ¿qué diferencias son
relevantes en lo que concierne a la justicia básica? Singer, siguiendo la línea de Bentham, hace girar la
cuestión en torno a la sensibilidad. Muchas clases de animales pueden sufrir dolor corporal, y causar
dolor a un ser sensible es algo que siempre está mal. Si existen los animales sin (o sin apenas)
sensibilidad —y, por lo que parece, los crustáceos y los moluscos, además de las esponjas y de otras
criaturas que Aristóteles llamaba «animales estacionarios», son animales de ese tipo—, matándolos no
se ocasiona daño alguno (o éste es sencillamente irrelevante). Entre las criaturas sensibles, por otra
parte, hay algunas que pueden sufrir daños adicionales debido a su capacidad cognitiva: ciertos
animales pueden prever y preocuparse por su propia muerte, mientras que otros tienen un interés
consciente y sensible por seguir viviendo que se ve frustrado si se pone fin a su vida. La muerte
indolora de un animal que no prevé su propia muerte ni se interesa conscientemente por la
continuación de su vida no es mala, según Singer y Bentham, puesto que toda maldad pasa por que
exista una frustración de intereses, entendidos éstos como formas de sentimiento consciente. Singer
no dice, pues, que algunos animales sean inherentemente más merecedores de estima que otros; lo
único que da a entender es que, si estamos de acuerdo con él en que todo daño exige la presencia de
sensibilidad, la forma de vida de la criatura limita las condiciones en las que puede sufrir realmente un
daño.
Tom Regan, que propugna una perspectiva de los derechos de los animales basada precisamente en
derechos, se niega a admitir diferencias de valor intrínsecas entre el grupo de animales por él
considerados, que incluye a todos los mamíferos que hayan alcanzado un año de edad. Todos ellos,
según sostiene, tienen valor intrínseco y éste no es susceptible de gradación. Aun así, también él
reserva al sentimiento consciente un importante lugar en su descripción del valor intrínseco; en su
argumento de que todos los mamíferos que hayan llegado al año de edad tienen esa facultad se basa
buena parte de su apoyo a la idea de su valor intrínseco.
James Rachels, cuyo enfoque tiene elementos tanto de utilitarismo como de aristotelismo, sostiene, al
igual que Singer, que la complejidad y el nivel de la forma de vida de una criatura importan a la hora de
valorar qué clase de trato es permisible y cuál no. Pero no todos los daños que él contempla descansan
sobre la sensibilidad, como ocurre en el caso de Singer; de ahí la disposición de Rachels a aceptar que
ciertas formas de restricción a la libertad de movimientos (por ejemplo) son dañinas, tanto si el animal
en cuestión es consciente de lo malas o limitadoras que son como si no, y tanto si tiene un interés
consciente por el libre movimiento como si no. Pero coincide con Singer en la explicación más general
de en qué sentido importa la complejidad de las formas de vida. No se trata de que algunas criaturas
sean más maravillosas o admirables en sí (es decir, contempladas desde un punto de vista desapegado
cualquiera en algún lugar del universo) como, posiblemente, creía Aristóteles, sino que el nivel de
complejidad de una criatura influye en lo que puede constituir un daño para ella y lo que no. Así, lo que
es relevante para el daño producido por el dolor es la sensibilidad; lo que es relevante para el dolor de
un determinado tipo es ese tipo específico de sensibilidad (por ejemplo, la capacidad de imaginarse su
propia muerte). Lo relevante para que exista un daño por disminución de la libertad es la existencia de
la capacidad de libertad o de autonomía. Sería absurdo quejarse de que se prive de autonomía a un
gusano o de que se le niegue a un conejo el derecho de voto.

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En resumidas cuentas, el individualismo moral del estilo del que propugnan Singer y Rachels formula
dos afirmaciones que debemos valorar: en primer lugar, que las diferencias de capacidad influyen en
los derechos no porque creen una jerarquía de mérito o de valor, sino, simplemente, porque inciden en
lo que puede ser un bien o un daño para cada criatura determinada; en segundo lugar, que la
pertenencia a una especie no es significante por sí sola para influir en lo que puede ser un bien o un
daño para una criatura, ya que las únicas que cuentan son las capacidades del individuo.

4. Modelos contemporáneos de fundamentación ética. (A partir de clasificación)

1 Éticas descriptivas y éticas normativas


2 Éticas naturalistas y no naturalistas
3 Éticas no cognitivistas y cognitivistas
4. Éticas materiales y formales
5. Éticas de bienes (materiales)
a. Éticas de fines
b. Éticas de móviles
6. Éticas teleológicas y deontológicas
a. Consecuencialismo
b. La prioridad de lo justo o de lo bueno
7. Éticas sustancialistas y procedimentales
8. Éticas de la convicción y de la responsabilidad
9. Moralidad y eticidad.
a. Liberalismo y comunitarismo
b. Universalismo y comunitarismo
(Fuente: Adela Cortina)

4.2 Ética del diálogo (K.-O. Apel)

[Para una visión general vid. http://www.ldiogenes.buap.mx/revistas/10/39.pdf]

Tras la crisis de legitimación que hace imposible encontrar «lo correcto» (válido
universalmente) y, mucho menos, «lo bueno», surge la ética del discurso, también,
llamada «ética del diálogo» (dialógica o discursiva).
La ética del discurso quiere hacer frente a la crisis de legitimación y de fundamento, que
se gesta cuando la razón se vuelve incapaz de encontrar lo común —una norma o una ley
incondicionada que todos podrían querer—, pues, al parecer, nos encontramos ante
posiciones éticas inconmensurables.
A juicio de Apel y Habermas, la razón que se haya en crisis no es toda razón, sino la razón
lógica que fue el eje del movimiento Ilustrado y la Modernidad. Al entender de la ética del
discurso, hay una razón dialógico-moral que nos permite alcanzar acuerdos
intersubjetivos.

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Habermas y Apel deben probar que existe esta “razón moral” capaz de encontrar una
norma legítima y vinculante, frente a la fuerte crítica del ámbito moral que había hecho
Max Weber. Para este último, sólo hay “razón instrumental” (la que permite el dominio de
la naturaleza) y “razón estratégica” (que me permite relacionarme con los otros sujetos en
términos de “aventajar”, pero no en términos morales) y a, su entender, todo lo que se
refiere a lo moral pertenece al ámbito religioso y de las creencias. Para Weber, la razón
permite sólo dominar la naturaleza y, en el ámbito intersubjetivo, aventajar
estratégicamente. Por tanto, son imposibles los acuerdos y los consensos morales: solo
hay relaciones de dominación de no mediar la religión.
Frente a Weber, los representantes de la ética del discurso van decir que sí existe una
razón moral que se despliega en el diálogo y que es posible porque los hombres son
personas, es decir, son seres que poseen “competencia comunicativa”. Como decimos, la
razón es intersubjetiva no en el plano de la conciencia, sino del lenguaje. Pues, sucede
que, al nivel de la conciencia, la razón es monológica y, por lo mismo, permanece
encerrada en el sujeto (solipsista).
Podríamos sostener que, así como Kant encuentra el momento incondicionado en la
conciencia del sujeto, el deber (ley), la ética del discurso lo va a encontrar en el lenguaje.
Es decir, la razón moral que permite el acuerdo se encuentra en el momento a priori de la
acción comunicativa lingüística. La fundamentación de la norma no parte del “yo”
(conciencia), sino de un “nosotros” dado en el lenguaje. El que argumenta es el “nosotros”
y no el “yo”. Ese a priori ya no es el deber presente en la razón de un sujeto, sino las
pretensiones de toda acción comunicativa. Estas pretensiones o “presupuestos
pragmáticos del lenguaje” son aquellas condiciones irrebasables del diálogo. Dicho de otra
manera, son esos presupuestos que sin depender de una voluntad, ni de la experiencia,
están presentes toda vez que me comunico.
Ahora bien, ¿cuáles son éstos presupuestos irrebasables? la pretensión de
“inteligibilidad”, “corrección”, “verdad” y “sinceridad”. El diálogo, que no es un “diálogo
de sordos”, pretende ser inteligible, es decir, el que habla pretende que lo dicho tenga
sentido al punto de ser entendido y que interlocutor lo ha de entender. A la par, pretende
ser correcto, es decir, sujeto a normas intersubjetivas. A su vez, pretende ser verdadero,
es decir, procura estar sujeto a hechos objetivos. Finalmente, pretende ser sincero, es
decir, lo que se está diciendo pretende ser un fiel reflejo de lo que se piensa.
Con esto hemos descubierto que los presupuestos de toda acción comunicativa, incluso
de la acción comunicativa estratégica, son morales. En consecuencia: ¡hay razón moral! y
son posibles los acuerdos intersubjetivos, porque la razón en el lenguaje tiene un
referente “contrafáctico” que es incondicionado (inteligibilidad, corrección, etc.). La razón
nos permite consensos más allá de la dominación: puedo encontrar lo que todos
podríamos querer, pues el lenguaje rebasa las pretensiones individuales y egoístas.
La ética del discurso luego de dar con esta razón moral dialógica, se afana en la tarea de
encontrar un procedimiento de universalización que supere a Kant. Este procedimiento
será, según lo expone Adela Cortina: “una norma sólo será correcta si todos los afectados
por ella están dispuestos a darle su consentimiento tras un diálogo, celebrado en
condiciones de simetría, porque les convence las razones que se aportan en el seno
mismo del diálogo”. (Prof. Pablo Martínez Becerra)

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

* Una ética así será fundamental en los diversos ámbitos de la ética aplicada, para hacer
frente a los problemas de bioética o bien para legitimar un código deontológico
profesional.

(Diego Gracia, Fundamentos de bioética). «No puedo acabar este epígrafe sin referirme a
las variaciones introducidas en el anterior método por ciertos autores, en particular K.O.
Apel y J. Habermas, pero también J. Rawls y H.T. Engelhardt. Todos ellos han intentado
superar las fundamentaciones de la moralidad puramente convencionalistas del
racionalismo crítico y la filosofía de la ciencia (de las que hablaremos en el próximo
epígrafe), mediante el recurso al transcendentalismo kantiano. Todos estos sistemas
posconvencionales, de tanta vigencia en la actualidad, procuran rescatar dicho
transcendentalismo, pero partiendo de los datos de la ciencia actual, y no de la física de
Galileo y Newton, como Kant hubo de hacer. Esto les obliga a introducir grandes
modificaciones en puntos esenciales del sistema. Así, Apel piensa que el desarrollo de la
semiótica permite hoy reelaborar la teoría kantiana del conocimiento a un nivel
completamente nuevo, en el que el hecho primario y radical no es la conciencia sino el
lenguaje.
De este modo la teoría crítica del conocimiento se nos transforma en teoría crítica del
sentido. El principio básico de esta teoría es que en todo conocimiento, además de sujeto
y objeto hay signos, y que estos son los que abren el conocimiento a la intersubjetividad,
evitando la trampa del solipsismo. Por tanto, frente a lo puramente objetivo y lo
puramente subjetivo está lo intersubjetivo, que es máximamente transcendental. Lo
intersubjetivo media de tal forma entre lo subjetivo y lo objetivo, que sin ello, sin la
mediación hermenéutica o de sentido, no es posible y carece de validez cualquier
referencia a la objetividad. Por eso dice Apel que se trata de una condición “irrebasable”,
esto es, transcendental. Lo cual permite plantear de forma nueva el tema de la razón
kantiana, tanto pura (idea de la totalidad, carácter regulador, etc., que ahora se nos
manifiestan en forma de coherencia lingüística o comunicativa) como práctica (porque el
Faktum der Vernunft [hecho de la razón; lo dado primariamente en la razón], el hecho
primario de la razón práctica, adquiere ahora la forma de hecho lingüístico intersubjetivo,
es decir, de unidad de interpretación). Esto le permite a Apel formular una versión
dialógica del imperativo categórico, de tal forma que defina lo que él llama la «comunidad
ideal de argumentación». Hela aquí: Quien argumenta ha testificado in actu y, por lo
tanto, ha aceptado que la razón es práctica, es decir, responsable del obrar humano, lo
cual significa que las pretensiones éticas de validez de la razón, del mismo modo que esas
pretensiones de verdad, pueden y deben resolverse mediante argumentos; es decir, que
las reglas ideales de la argumentación en una comunidad de comunicación, ilimitada en
principio, de personas que se reconocen recíprocamente como teniendo los mismos
derechos, constituyen las condiciones normativas de posibilidad a la hora de decidir sobre
las pretensiones éticas de validez mediante la formación del consenso; y que, por lo tanto,
en principio, puede producirse un consenso sobre todas las cuestiones éticas relevantes

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

de la praxis vital, en un discurso sometido a las reglas de la argumentación de la


comunidad ideal de comunicación.
Tal es la nueva formulación del imperativo, aunque no tenga forma de imperativo. De
todos modos, Apel, como Kant, no da una sola versión del imperativo, sino varias. He aquí
otra más sencilla: Todos los seres capaces de comunicación lingüística deben ser
reconocidos como personas, puesto que en todas sus acciones y expresiones son
interlocutores virtuales, y la justificación ilimitada del pensamiento no puede renunciar a
ningún interlocutor y a ninguna de sus aportaciones virtuales a la discusión.
Esta fórmula se parece algo a la llamada tercera versión de Kant, que expresa el hecho de
que los hombres son fines en sí mismos y por tanto personas. Lo que sucede es que en
Apel el concepto de persona es inseparable del de comunidad de personas, del mismo
modo que en Kant la idea de fin en sí mismo conduce a la de reino de los fines. Como
síntesis de las dos fórmulas apelianas citadas, valga esta otra, que propone Adela Cortina:
Que todos los miembros de la comunidad se reconozcan recíprocamente como
interlocutores con los mismos derechos y que se obliguen, por tanto, a exponer sus
propios argumentos, a escuchar los ajenos, y a cumplir normas básicas en la lógica de la
argumentación, como es la exclusión de la mentira.
Esta reformulación del imperativo categórico obliga también, naturalmente, a modificar el
método kantiano de deducción de consecuencias a partir del procedimiento de
universalización del contenido de las máximas. En tal sentido, Habermas ha propuesto el
siguiente principio procedimental de universalización de normas (U): (U) Cualquier norma
válida tiene que satisfacer la condición de que las consecuencias y subconsecuencias, que
resulten previsiblemente de su seguimiento universal para satisfacer los-intereses de cada
individuo, puedan ser aceptadas sin coacción por todos los afectados.
Mediante este principio es fácil la validación o legitimación pública de normas, pero no
resulta tan claro que sirva para la toma de decisiones individuales. Apel pone a este
respecto un típico ejemplo de bioética: si yo como individuo tengo una obligación moral
frente a un tío enfermo y senil, que ya no puede hablar, y en caso de que la tenga, en qué
consiste esa obligación. Para resolver este problema, Apel se ve obligado a reformular el
principio procedimental (u) en los siguientes términos:
Obra sólo según una máxima, de la que puedas suponer en un experimento mental que
las consecuencias y subconsecuencias, que resultaran previsiblemente de su seguimiento
universal para la satisfacción de los intereses de cada uno de los afectados, pueden ser
aceptadas sin coacción por todos los afectados en un discurso real.
Así formulado el principio, Apel piensa que ya no existe dificultad inicial para aplicarlo al
caso del tío anciano, aunque no dice cuál es en su opinión el resultado.
Parece deducirse del contexto que él se inclina por la existencia de una obligación moral
de cuidado. Esto le plantea otro problema, y o el de hasta dónde puede llegar tal
obligación. Sería quimérico pensar que es absoluta, y que por tanto alguien pueda estar
obligado a satisfacer sin más todas las necesidades de los hombres.
Toda obligación tiene que fundamentarse racionalmente, y por tanto sólo puede afectar a
“las necesidades que cabe justificar como exigencias en una situación concreta mediante
argumentos consensuables, es decir, en consonancia con los recursos y exigencias de
todos los demás". No puede haber obligación de cuidar a una persona con recursos o

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

exigencias mayores de los que se pueden justificar mediante argumentos consensuables.


Esta sería la definición apeliana de medios extraordinarios. Hay, pues, obligación de
cuidado hacia el tío anciano y enfermo (en virtud de lo que Apel llama exigencias
justificables a priori), pero sólo hasta un cierto límite que no puede fijarse a priori, ya que
depende de tas necesidades y los recursos (es decir, de lo que Apel llama necesidades en
general, que sólo son determinables a posteriori. Aquí se incluye también el tema del
desenmascaramiento de las “falsas necesidades” y, en el caso de la medicina, de “los
discursos terapéuticos"). La obligación moral concreta surge, pues, del contraste entre las
“exigencias justificables a priori”, y las “necesidades y los recursos justificables a
posteriori”. Si no cumple con los dos criterios, la acción no es obligatoria. Lo cual no quiere
decir, prosigue Apel, que no se pueda ir más allá en el celo por los semejantes
necesitados, en especial los que dependen de uno, por motivos tales como la “amistad”, la
“bondad”, el “amor”, la “caridad”, la “compasión”, el "agradecimiento” o la
“generosidad”.
De lo expuesto en el párrafo anterior se deduce que los juicios de obligación surgen del
contraste entre unas normas ideales, las normas (U) que definen la situación ideal de
habla o la comunidad ideal de comunicación, y las condiciones reales, históricas y
contingentes de la situación real de habla o comunidad real de comunicación. A las
primeras las hemos denominado “exigencias justificables a priori”, y a las segundas
(“recursos y necesidades justificables a posteriori). En las comunidades históricas, por
tanto reales y no ideales, ambos criterios no coincidirán probablemente nunca; hay, pues,
una “diferencia” que rebaja los niveles de obligatoriedad de las normas (U). Pero el haber
aceptado los principios ideales como normas éticamente obligatorias, obliga al que
argumenta a aceptar también necesariamente la obligación moral de ayudar a la
superación de esa diferencia, haciendo lo posible por transformar las relaciones reales.
Pues bien, uniendo estos dos aspectos del tema de la “diferencia” (la existencia, por un
lado, de condiciones empíricas e históricas, sólo determinables a posteriori, que limitan la
aplicación de las normas ideales; y por otro la obligación de colaborar para que la
diferencia de las condiciones reales a las ideales sea siempre la mínima posible), Apel ha
formulado el que llama “principio de complementación” (C), especie de máxima formal
que obliga a: colaborar en la realización de las condiciones de aplicación de (U), teniendo
en cuenta las condiciones situacionales y contingentes.
De este modo resulta que el juicio moral concreto surge como resultado de deontológico
(U), y el principio de complementación (C), que es teleológico y cuyo contenido sólo
puede verificarse empíricamente, a posteriori.

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

(Alberto Revenga, «Hacia una ética dialógica en la empresa», en Ética, economía y


empresa, Ramón Alcoberro (Coord.), Gedisa, 2007):

Introducción

Hoy el concepto de ética recorre todo tipo de discursos y con mucha frecuencia el discurso
económico. ¿Su recurrencia es meramente retórica? El mundo empresarial ha acelerado la
constitución de protocolos normativos de naturaleza moral. ¿Se trata de una pantalla para
maquillar actuaciones inconfesables en sus pretensiones? ¿Se trata por el contrario, de
reconocer la necesidad de un cambio de rumbo en la naturaleza de sus relaciones y en sus
diferentes órdenes? ¿Es, pues, una estrategia o una finalidad? Si la ética es un objetivo,
¿de qué manera es congruente o compatible con el objetivo preferente no tanto de
servicio como de rentabilidad o ganancia progresiva que pretende la empresa actual?
¿Qué plus aporta la ética a la dinámica de las organizaciones? ¿Qué orientación ética se
articula mejor con las nuevas formas de organización y gestión empresarial? ¿Es mejor
una ética utilitarista o una de corte dialógico? Estas y otras cuestiones constituyen el
núcleo de la breve reflexión que ofrecemos, que por su propia naturaleza es abierta, en
tránsito, con lagunas y no pocas dudas. Así es también nuestra realidad, y de ahí la
necesidad de la confrontación, del diálogo, en el que nos constituimos como sujetos y a
través del cual configuramos un modo racional de comportamiento práctico.

Posibilidad de la ética: el reconocimiento y la confianza

La ética no cae del cielo ni surge de la chistera. Constituye una segunda naturaleza que
todo ser humano ha de incorporar si desea consolidar su dignidad. Somos esa dignidad
cuando nuestro actuar se ajusta a una racionalidad moral. La racionalidad no es, en sí
misma, necesariamente moral. Puede servir estratégica o instrumentalmente a fines
egoístas o injustos. Cualquier modo de actuar racional no nos enseña, pues, a vivir
éticamente, si entendemos por ello una determinada sabiduría para estar en armonía con
todo lo que nos rodea. La racionalidad de la acción moral, como señala Cortina, apunta al
aprendizaje de las decisiones prudentes, así como al aprendizaje de las decisiones
moralmente justas. Ahora bien, la justicia y la prudencia no brotan espontáneamente de
nuestro interior, sino que necesitan ser incorporadas a través de la educación y, en su
defecto, mediante las medidas persuasivas o coactivas que las sociedades democráticas
estimen convenientes.
Convertir la moralidad en espontaneidad representa un supremo esfuerzo si tenemos en
cuenta que los comportamientos morales llevan aparejados ciertas renuncias del querer

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

en beneficio del deber. La ética, la más fantástica de las construcciones de la inteligencia


humana7, no se deja conquistar fácilmente. Más aún, su conquista nunca es definitiva.
Jamás podemos bajar la guardia o crear fáciles automatismos cuando se trata de arbitrar
intereses. Hay profundas y poderosas tendencias que diariamente nos ponen a prueba y
que requieren que efectuemos esfuerzos considerables para mantener nuestros valores y
decisiones justos. La ética necesita, por tanto, del compromiso, del esfuerzo, de la
convicción, de la renuncia, de la responsabilidad... A cambio nos ofrece dignidad, es decir,
reconocimiento de nuestra humanidad libre y responsable.
¿Qué hace que la ética sea posible? ¿Ésta se puede producir en situaciones de coacción,
dominio, servidumbre o dependencia? No, no hay ética si no hay simetría, reciprocidad,
liberad, reconocimiento y responsabilidad. No hay ética sin asentar relaciones de
confianza como tampoco hay confianza sin reconocimiento ni reciprocidad. La ética funda
el deseo más profundo de lo humano: el reconocimiento. Las relaciones de violencia, de
explotación o de dominio establecen una jerarquía ontológica en el ámbito humano que
impiden el ejercicio de la libertad, de la responsabilidad y de la justicia. Frustran el hecho
de que nos reconozcan como personas, como sujetos creadores, libres, capaces de pensar,
de deliberar, de sentir, de estimar, de ayudar, de entender al otro, de colaborar con él, de
compadecerlo. Imposibilita, también, que nos acepten como sujeto, y no como
instrumentos o coartada, como individuos competentes en la planificación de la propia
vida, en la recreación de nuestro mundo ideal, de nuestros proyectos mundanos, de
nuestros afanes, que nos reconozcan en la asunción de la responsabilidad que se deriva
del ejercicio de una subjetividad autónoma, que nos acepten, finalmente, en el seno de lo
humano sin temor a la marginación, a la ilegalidad, a la ilegitimidad, a la exclusión,
etcétera.
La ética sanciona el fin de la violencia en el reconocimiento del otro como otro yo. Las
relaciones de enfrentamiento, de sometimiento al otro, de instrumentalización, fundadas
en la búsqueda del interés particular y egoísta sin consideración de las consecuencias
negativas o perversas, son un grave obstáculo para su desarrollo. Hay que superar, pues,
tanto en lo individual como en lo asociativo la bella imagen hegeliana de la lucha de las
conciencias, ese combate del amo y el esclavo8, mediante una síntesis dialéctica que
rompa la jerarquía ontológica, posibilite la colaboración y anime a la emergencia de la
confianza en el reconocimiento, la libertad y una autonomía sujeta a valores.

7
Marina, J. A. (2001). El vuelo de la inteligencia, Barcelona, Ed. de Bolsillo.
8
Hegel, F. (1973). Fenomenología del espíritu, México, Fondo de cultura Económica, p. 19.

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¿Las organizaciones son un entorno libre de normatividad moral?

¿Es posible superar la dialéctica del enfrentamiento en el entorno de las organizaciones


empresariales? ¿Es posible un funcionamiento interno y sujeto a normatividad moral? Por
el contrario, ¿tienen las organizaciones patente de corso para ejercer un interés privado
libre de responsabilidad moral? El funcionamiento del modelo neoliberal y la adaptación
de los comportamientos empresariales a las condiciones de ese modelo nos ofrecen un
cúmulo de evidencias que no invitan al optimismo. Metáforas como «los negocios son los
negocios» o «el mercado es la selva» son más que claras para poner en guardia al
optimismo de la conciencia ingenua. Sin embargo hoy contemplamos una abundante
narrativa que, sobrevolando el nivel fáctico, reflexiona sobre cierta connaturalidad o,
cuando menos, sobre una relación intrínseca, no menor entre los intereses económicos de
las empresas y la moralidad de sus prácticas. Hoy hablamos de que la empresa tiene una
responsabilidad social asociada a sus fines económicos. Pero ¿hasta qué punto es posible
armonizar el interés material con la responsabilidad social? ¿Está hoy la empresa
dispuesta a asumir esa responsabilidad social rebasando las limitaciones que derivan del
imperativo jurídico y asumiendo los compromisos que exige una práctica de naturaleza
moral? Si volvemos a la práctica observamos que en general la responsabilidad moral de
las empresas no es una práctica generalizada. No son pocos los que afirman que el
mercado es «canalla» y que este carácter determina las reglas del juego. La
deslocalización es un caso cada vez más frecuente de incumplimiento de los compromisos
sociales y morales de las grandes corporaciones. Los flujos de capital y la ingeniería
financiera para evadir responsabilidades fiscales no son otra cosa que más de lo mismo.
Hoy la búsqueda de ámbitos de legalidad blandos que favorecen prácticas productivas no
respetuosas con la moralidad y el medio natural es una conducta estratégica que se
generaliza de forma acelerada.
Esto ha hecho que Le Moüel (1992) 9 afirme la instrumentalización de la ética por parte de
grandes empresas. La ética cumpliría, a su juicio, el papel subsidiario de adornar una
realidad que en su lógica interna desmentiría aquello que ofrece en su presentación
externa. Hoy el mundo global de la empresa expresa en toda su crudeza una ostensible
falta de escrúpulos ante el drama humano que producen unas prácticas que no es
menester explicitar por su evidencia. Y estas imágenes desgarradoras, esta realidad
concreta, deben ser el punto de partida de una reflexión sobre el estado de la ética en
este ámbito de la experiencia, más allá de los análisis excesivamente racionalistas (aunque
no por ello menos necesarios) que a veces presentan como real lo que de momento
todavía pertenece al ámbito del deseo. Si en verdad es cierto lo que sostiene A. Cortina,

9
Le Moüel (1992). Crítica de la eficacia, Barcelona, Paidós.

39
Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

No hay organizaciones amorales, no hay organizaciones situadas más allá del bien y del mal, sino
que se encuentran necesariamente en algún nivel de moralidad entre la desmoralización y la
plenitud moral10.

entonces no tenemos más remedio que sostener que la moralidad del modelo neoliberal
es de muy baja intensidad y que no apreciamos, por el momento, signos claros de
reflotación más allá de la propaganda al uso.
Ahora bien, desde nuestro punto de vista el problema no es tanto la compatiilidad o no de
ética y actividad empresarial o si existe una relación de necesidad entre una y otra. La
cuestión es si el modelo económico que ilumina o determina la actividad empresarial
concibe la idea de aplicar la ética a sus prácticas. Los motivos pueden ser varios, tanto a
favor como en contra, pero queremos dejar claro que la apuesta ética es un acto de la
voluntad, racionalmente fundado e inducido por un estado de conciencia. En este sentido
entendemos a quienes sostienen que la ética es rentable; pero en otro nivel de conciencia
moral, más básico en el esquema de Kohlberg, también comprendemos, aunque no
justificamos sino más bien criticamos, a aquellos que entienden la empresa como un
instrumento de enriquecimiento sin escrúpulos, buscando para ello mecanismos
compensadores de la posible falta de confianza que sus prácticas abiertas provocarían,
precisamente porque cuentan con un historial más amplio.
Sin embargo, y teniendo en cuenta que la ética se expresa en el deber ser, existe una
reflexión que concilia empresa y moralidad, productividad y respeto. Ahora bien, ¿es
posible esta conciliación sin desvirtuar ambos términos de la relación?

La acción teleológica y la acción comunicativa: cuadrar el círculo

La actividad empresarial es una actividad social. Habermas, en su Teoría de la acción


comunicativa, diferencia la acción teleológica de la acción comunicativa. Dentro de la
primera establece una doble distinción: a) acción instrumental, en donde un sujeto se
sirve de un objeto para un fin; y b) acción estratégica, en donde los sujetos se consideran
medios para fines, es decir, los sujetos se instrumentalizan recíprocamente para alcanzar
con éxito un objetivo. En las acciones estratégicas las personas pretendemos obtener
beneficios máximos con costes mínimos. Para conseguirlo es necesario prever las acciones
de los demás, porque comprender su sentido nos permite instrumentalizarlas en beneficio
propio. La acción comunicativa, por el contrario, pretende el entendimiento entre
individuos, más allá de las metas que cada uno persiga, porque sabemos que ese
entendimiento nos facilitará la mutua colaboración con el fin de que todos consigan sus

10
Cortina, A. (1998). Ética de la empresa, op. cit.

40
Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

propios propósitos en la medida de lo moralmente posible. El entendimiento y el éxito se


obtienen cuando los interlocutores, en sus mutuas emisiones, respetan lo que Habermas
denomina los «a priori de la comunicación» o pretensiones de validez del discurso. Ahora
bien, ¿la acción comunicativa abocada al entendimiento y fundamentada en las
pretensiones de validez (verdad, veracidad, coherencia e inteligibilidad) es extensible a la
empresa donde rige la acción teleológica?
¿Cómo cabe entender la relación entre medios y fines? Lo que caracteriza a la empresa
moderna es, como ya dijimos, la búsqueda y optimización del beneficio en tanto que
ofrece un servicio social. Su acción es manifiestamente instrumental por cuanto se sirve
de los sujetos en la busca del objetivo ganancial. En este sentido, en sí misma la acción
estratégica no está informada por la moral ya que, a juicio de Kant, utiliza al otro como
medio en beneficio propio sin tenerlo en cuenta. Para Mclntyre tratar al otro como un fin
en sí mismo es ofrecerle lo que yo estimo buenas razones para actuar de una forma en vez
de otra, pero dejándole evaluar esas razones. Es, por tanto, no querer influir en el otro
excepto por razones que el otro considere buenas. Sin embargo, en una situación no libre
de dominio o coacción, uno puede considerar que las razones del otro sean buenas por
motivos diferentes (necesidad extrema, seguridad) sin que, de hecho, sean buenas.
Podemos considerar que éstas son estratégicamente buenas para el otro, pero no buenas
en sí mismas. De ahí la necesidad de apelar a criterios impersonales de validez que cada
agente, libre de presiones, deberá someter a su propio juicio.
¿Es posible llegar a la empresa moral? ¿La acción estratégica puede ser informada
moralmente sin desdibujar su propia naturaleza? ¿Es posible la instrumentalización de un
sujeto y al mismo tiempo el reconocimiento de su dignidad en el sentido kantiano? No son
pocos los que sostienen que encajar estos dos conceptos a partir de las evidencias
cotidianas es como empecinarse en buscar la cuadratura del círculo. No obstante, hay
posicionamientos más optimistas que relacionan empresa y moralidad a partir de los
juicios morales que establecemos en relación con los comportamientos de la empresa:

La perspectiva ética aplicada a la empresa significa considerar la empresa como un sistema recíproco de
11
obligaciones y expectativas .

La empresa ha de asumir responsabilidades respecto a las personas y generar expectativas


respecto al comportamiento de los otros para con ella12. Entre estas obligaciones, la más
fundamental es la consideración de las personas en su dignidad y, posteriormente, en

11
Cortina, A., op. cit., p.92.
12
Asumir obligaciones y generar expectativas solamente será posible con el fondo de confianza que genera
el reconocimiento mutuo y los valores que le acompañan, así como con el mantenimiento de la coherencia
con los compromisos.

41
Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

relación con las funciones que realizan Esto impediría la mera objetualización o
instrumentalización del otro. Esta priorización del componente moral sobre el
instrumental constituye el fondo a partir del cual, siguiendo a García-Marzá, establecemos
valoraciones y exigencias éticas sobre el comportamiento de las empresas (justicia,
respeto, credibilidad, legitimidad...). El componente moral está implícito, pero además
emerge en cada una de las acciones y decisiones que estimulan el juicio moral. Si
establecemos juicios de valor moral sobre los comportamientos empresariales, estamos
evidenciando a priori el reconocimiento del componente moral en su naturaleza. Cuando
nos rebelamos contra ciertos comportamientos empresariales lo hacemos desde
presupuestos éticos, es decir, desde la denuncia de que tal entidad traiciona, en sus
prácticas, ese componente moral que debe acompañar a toda acción social. Como afirma
Cortina:

No hay organizaciones amorales, no hay organizaciones situadas más allá, del bien y del mal, sino que todas
se encuentran necesariamente en algún nivel de moralidad entre la desmoralización y la plenitud moral 13.

Sin embargo, del reconocimiento del carácter moral de las organizaciones empresariales
no se sigue necesariamente el deber ser moral de sus prácticas. Existe una escisión entre
el ser (tal como la realidad empírica nos muestra respecto al comportamiento
generalizado del mundo de la empresa) y el deber ser (como añoranza del ideal humano
de la dignidad). Convertir en rentable o situar a la moralidad en el terreno de la
rentabilidad empresarial no deja de ser una frivolidad tanto económica como intelectual,
sencillamente porque sitúa la ética en una dimensión instrumental que la desnaturaliza.
La praxis empresarial rebaja las pretensiones del deber ser en la consideración facultativa
de la ética dentro del ámbito económico. La acción facultativa es discrecional, voluntaria,
pero en ningún caso necesaria. Puede que sea prudente y conveniente pero no
obligatorio. Desde el punto de vista teórico se debería exigir coherencia entre los
principios (sabemos que hoy en día está de moda la formulación de códigos deontológicos
cuya credibilidad salta a la vista) y las acciones que los iluminan y concretan. Hoy es
comprometido defender teóricamente la empresa moral cuando la propia empresa se
esfuerza en desmentir ese principio.
Nos movemos, pues, en el terreno de la especulación. Pero ésta tiene el deber de aceptar
lo que la realidad empírica nos muestra como evidencias incontestables, y tales evidencias
concretan el drama humano que genera el comportamiento del modelo económico que
gobierna nuestras vidas.
Así pues, a la pregunta de si la empresa es o no amoral, hemos de contestar que ésta no
nos ofrece una imagen en la que las personas sean consideradas primero como seres

13
Cortina, A. (1993). Ética pública y sociedad civil, Madrid, Taurus, p. 125.

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humanos y a renglón seguido como directores, empleados, proveedores o clientes. El


carácter humano de estas categorías queda desdibujado, diluido, hasta casi desaparecer,
o desaparecer por completo según el contexto de que se trate.

Razones de una sensibilización moral de la empresa en el crepúsculo del deber

¿Son irreductibles la acción estratégica y la acción comunicativa? Lipovetsky14 y García-


Marzá15, apoyan la naturaleza facultativa de la ética en el entorno empresarial. Es decir,
dichas acciones no son irreductibles aunque en principio los propios fines de una y otra se
encuentren muy alejados. De ahí que frente a la actitud de aquellos que consideran que la
incorporación de la ética al entorno empresarial el algo que sólo «maquilla», se impone la
realidad de una verdadera preocupación empresarial por las exigencias de la ética. Ahora
bien, este incremento de sensibilidad no surge de la propia empresa, sino que está
determinado desde fuera. Hoy la propia sociedad está experimentando una necesidad de
moral, precisamente cuando desde hace tiempo oímos hablar del crepúsculo del deber. La
posmodernidad, según Lipovetsky ha decretado una auténtica liberación de los valores
clave que se imponían desde un sujeto trascendental y que el sujeto —en particular—
incorporaba como exigencia de un deber ineludible. Eran valores que exigían abnegación,
sacrificio, renuncia y dolor. Pero la posmodernidad no ha decretado la supresión de la
moral. Asistimos, pues, a una metamorfosis de los valores y a un cambio en su jerarquía,
en el que los valores del sacrificio han sido desplazados por otros más hedonistas,
individualistas, que se alejan del deber y subrayan los derechos:

Desde los años cincuenta y sesenta, nuestra vida cotidiana ya no está dominada por los grandes imperativos
del deber difícil y sacrificial, sino por la dicha, el éxito, los derechos del individuo y ya no sus deberes16.

Pero volvamos a la cuestión que nos ocupa. ¿Por qué deberíamos convertir lo facultativo
(moral) en conveniente y rentable? La respuesta que nos ofrece Lipovetsky es «por
imperativo social». La exigencia social de moralidad empresarial es sólida y contundente:

Nuestra época contempla cómo se multiplican los interrogantes éticos, los comités bioéticos, la lucha contra
la corrupción, la ética de los negocios, el voluntariado y las acciones humanitarias17.

¿Cómo compaginar el individualismo radical con esta nueva sensibilidad por lo social en
una época posmoralista, como Lipovetsky define la nuestra? Aquí tenemos una auténtica

14
Lipovetsky, G. (2003). Metamorfosis de la cultura libetad, Barcelona, Anagrama, p.85.
15
García-Marzá,D., op. cit. Véase la bibliografía del capítulo 7.
16
Lipovetsky G. Metamorfosis de la cultura liberal, op. cit., p. 39.
17
Id.,p.33.

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

paradoja. Sin embargo, este pensador apunta una raz6n que está relacionada con el
miedo.
El individuo, hoy desligado de todo compromiso con la idea de lo colectivo, alejado de
toda ideología universalista, se encuentra, dentro de su aislamiento, cada vez más
inseguro y dominado por la inquietud.
Siente verdadero pavor por los riesgos que entrañan el progreso descontrolado y la dura
competitividad de los mercados. Las empresas descuidan la seguridad para obtener los
mayores beneficios. La cultura neoindividualista, sostiene Lipovetsky, se ha vuelto
polífoba. El miedo se contagia y tenemos motivos de sobra para justificarlo. Miedo a lo
que comemos, a lo que bebemos, a los accidentes, a la contaminación, a las ondas de la
telefonía móvil, al cambio climático, etcétera.
Los individuos empiezan a apostar por aquellas empresas que les ofrecen mayor confianza
y penalizan aquellas otras que cometen negligencias, que no respetan la legislación, que
cometen fraudes, etcétera.
Compramos, pues, lo que nos ofrece confianza, lo que nos ofrece seguridad:

Es una época de riesgo cero, de protección total de las vidas y de la salud, una época que impulsa a la gente
a exigir una prudencia preventiva que en la actualidad denominamos principio de precaución18.

Pero todavía hay dos factores más que presionan a la empresa para que asuma
compromisos éticos:

a) el consumo selectivo. En la época del narcisismo desaforado, de la exclusividad,


etcétera, hay muchas personas que afirman su personalidad, a través del consumo
selectivo:

Vemos cómo aquí y allá se multiplican los productos de sentido que permiten expresar opciones de
19
sociedad, valores, una visión del mundo o una identidad individual y elegida .

b) los planes de ahorro y de inversión éticos. El sujeto que contrata un plan de ahorro no lo
hace al azar, sino que valora a la empresa en función del respeto al medio ambiente, de la
política social de la organización, de la relación con el Tercer Mundo, de ia sostenibilidad
financiera de la firma, etcétera.
Éstos y otros factores ejercen presión sobre la empresa en un sentido moral. Y las
empresas responden, o empiezan a responder, precisamente por estas presiones sociales.
Así pues, podríamos hablar del carácter instrumental de la ética. Esto no es malo, y
precisamente por ello hemos de apoyar esta instrumentalización si sus efector son,

18
Id., p.75.
19
Id., p.78.

44
Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

progresivamente, más positivos. Ahora bien, si la ética de la empresa tiene un sentido, no


puede limitarse a la mera observancia de la ley, sino que los códigos éticos han de
imponer reglas y normas más elevada, que el derecho positivo, y que acaben influyendo
en la orientación de los fines y en la organización de los medios de la empresa:

A una gestión tecnocrática le debe suceder una gestión del reconocimiento (sistemas de recompensa,
negociación correctiva, información, respeto por los compromisos tomados por la dirección, sanción de los
abusos y otros acosos morales, valorización de los roles profesionales, desarrollo de las competencias,
20
etcétera) .

Pero estos compromisos éticos no se pueden imponer sino que han de surgir procesos de
pensamiento y deliberación colectivos. Por tanto, la empresa necesita ejercer el diálogo,
pero un diálogo con todos los agentes implicados de una u otra manera, ya sean internos
o externos.

Ética dialógica y empresa

La exigencia de un discurso moral en el entorno empresarial deja al descubierto la quiebra


de un uso exclusivo de la razón pragmática. ¿Podríamos pensar que esta quiebra,
consecuencia de la desconfianza ciudadana ante determinadas prácticas empresariales,
está facilitando la incorporación del discurso moral? En cierta manera sí. Hoy la presión
moral que la sociedad ejerce sobre determinadas prácticas empresariales está facilitando
su apertura al diálogo en su dimensión moral porque la voluntad de los sujetos de una
vida digna y de una sociedad justa (telos) está en cuestión. Ésta voluntad (telos) y su
concreción en la acción moral (asunción de normas) entran en conflicto con el
pragmatismo ciego de no pocas prácticas empresariales. Hoy nadie duda de la legitimidad
de este discurso en el ámbito que nos ocupa, ni tampoco de la extensión de los juicios
morales a todas las actividades humanas donde las personas estén, de una u otra manera,
afectadas. Por lo tanto, la empresa es un ámbito de aplicación de la moral. Otra cuestión
será dilucidar cuál es la naturaleza de esa orientación moral, la relación entre la actividad
empresarial que es estratégica y el universo moral que busca alcanzar el entendimiento y,
a través de él, la realidad de una vida digna.
¿Es la ética un elemento corrector ajeno a la empresa? ¿Es la ética connatural a la
actividad empresarial, de manera que toda actividad incorpora un componente ético
autorregulador de la misma? ¿Es la ética una realidad que se autoconstituye
dialógicamente en la propia acción, mediante la intervención de los agentes afectados por

20
Id., p.93.

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

la misma? Veamos tres posicionamientos que hoy están en discusión y que recogen,
precisamente, este interés social por todo aquello que compromete al telos ya citado:

a) Relación externa, entre ética y empresa

Hay quienes defienden la independencia de ambos entornos. Sus objetivos ron diferentes
y por lo tanto no hay un ámbito de participación común que interpele necesariamente a
los dos. Entre ética y empresa se establece un dualismo, una separación en cuanto a fines
y naturaleza, una escisión entre la racionalidad instrumental y otra que apela al
entendimiento. La ética interviene desde fuera cuando los comportamientos
empresariales requieren ser corregidos por los excesos de su pragmatismo. La ética es
convocada para reorientar la acción con el fin de resolver el conflicto. Esta intervención se
propondría establecer o redefinir los valores, objetivos y formas de acción para conquistar
o recuperar una imagen que proporcione confianza social. Para ser efectiva, esta
declaración moral de intenciones se ha de incorporar a los comportamientos de los
distintos agentes que configuran la organización. Es decir, no se puede reducir a una mera
afirmación de intenciones. Por tanto se observa, entre el universo moral y este ámbito
particular de aplicación, cierto platonismo al establecerse una dualidad entre el orden de
los principios (moralidad) y el de la praxis empresarial, así como una aplicación correctora
de los principios a las desviaciones de los comportamientos.
Algunos critican esta relación que no acepta dicha trascendencia de lo moral, ya que
consideran que la ética no es algo separado que viene de fuera, sino un elemento
constitutivo de la acción humana, sea cual fuere el contexto y la naturaleza de la misma.

b) Relación interna entre ética y empresa

¿Hay una ética propia y connatural a cada praxis social, una ética intrínseca y peculiar a
cada tipo de acción? Afirmarlo supone reconocer la ausencia de la necesidad de
establecer procedimientos normativos, y menos aún que éstos sean de carácter universal.
En esta posición lo que prima es la racionalidad estratégica, es decir, la utilidad, y en ella el
componente moral sólo es un mero instrumento para garantizar dicha utilidad. El
utilitarismo es un claro ejemplo de esta relación. La moralidad de la acción radica en que
produzca igual o mayor felicidad al mayor número de personas que una acción alternativa.
La bondad dependerá de las consecuencias que esa acción provoca. Así pues, la
interpretación de las consecuencias de la acción por parte de los sujetos que toman las
decisiones es lo que determina la bondad o no de una acción.
La moralidad emerge, por tanto, de la propia acción y está condicionada por ella, por su
finalidad. Plantear de este modo la moralidad, como intrínseca a la acción, reduce la

46
Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

capacidad del sujeto de comportarse como actor crítico y autónomo, a partir de valores
que van más allá de lo empíricamente deseable. El referente del deber queda reducido en
beneficio de fines concretos que se miden por sus consecuencias. El elemento
deontológico (universalizador, racionalista) se pierde, así como la posibilidad del ejercicio
de la libertad por parte del sujeto moral.
Hoy la ética aplicada a la empresa requiere una visión superadora tanto de la posición
correctiva (trascendente) como de la posición justificativa de naturaleza teleológica
(inmanente). Es decir, sería una ética que tuviese vocación universal, racional y formal.

c) Relación dialógica entre ética y empresa

¿Qué tipo de enfoque ético permite que los conflictos humanos puedan resolverse
mediante el entendimiento de las diferentes partes? ¿Existe un principio ético universal
capaz de orientar y legitimar los valores, las normas y prácticas de la empresa? ¿Podemos
encontrar criterios de validez moral y criterios normativos que las empresas estén
dispuestas a respetar? ¿Podemos superar los criterios estrictamente pragmáticos por
criterios normativos de naturaleza moral, compatibles con los primeros?
No se trata de alcanzar una solución de compromiso, un equilibrio entre intereses
particulares, sino un acuerdo o consenso general en relación con las normas y en el que
todos se identifiquen. Se busca, pues, una validez universal para todos los grupos en todos
los contextos. Para ello será necesario superar los planteamientos morales estrictamente
inmanentes y trascendentes en beneficio de una moral que, recogiendo lo positivo de
ambas, haga compatible lo particular y contextual con lo universal y formal.
Habermas21 defiende que el discurso es el procedimiento que nos permite la creación del
juicio moral. A través del discurso como procedimiento, los sujetos tratamos de establecer
la validez que acompaña a nuestras máximas (pautas de acción). Para el pensador alemán,
la razón práctica es la capacidad cognitiva que poseemos los humanos y que nos permite
entendernos mediante el diálogo intersubjetivo.
Normalmente los humanos actuamos siguiendo de manera casi mecánica determinadas
pautas de acción. No obstante, sucede que cuando éstas se cuestionan es necesario pasar
de la acción (conducta) al discurso para examinarlas razones que las sostienen y justifican.
La problematización de las pautas de acción desencadena, pues, un proceso discursivo
que permitirá que los sujetos argumenten las pretensiones de validez de tales pautas. Así
cuando las pautas de acción del uso instrumental-calculador (empresa) de la razón
práctica son cuestionadas, es necesario —o al menos conveniente— desencadenar un
proceso discursivo.

21
Habermas, J. (2000). Aclaraciones sobre la ética del discurso, Madrid, Trotta.

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La ética discursiva defiende que las normas son válidas si los afectados por ellas muestran
su acuerdo (consenso). ¿Se puede trasladar este planteamiento al entorno empresarial?
Ello supondría establecer el diálogo intersubjetivo entre los que se vean directamente
afectados pero respetando los principios de la acción comunicativa22, con la intención de
llegar a un acuerdo que afectaría tanto a la dimensión deontológica como a las
consecuencias que la norma produce. La ética discursiva no trata de que determinados
colectivos superen sus diferencias respecto a sus intereses. Es decir, no resuelve
particularidades. Va más allá. Su dimensión universalista trata de hacer compatible lo que
es vigente para un contexto empresarial con lo que es moralmente válido. Es decir, el
interés universal engloba al particular. Sin embargo, los intereses particulares de las
empresas no se identifican con las normas morales.

La ética dialógica es universal, racional y formal

Hay una tendencia o vocación universalista en la moral que se debe expresar de manera
formal si quiere englobar los diferentes y particulares proyectos y superar la tentación
relativista. Pero al mismo tiempo la responsabilidad que acompaña a la acción moral exige
que se revisen las consecuencias de la aplicación de las normas. La ética dialógica es, al
mismo tiempo, una ética del deber y de la responsabilidad. ¿Cómo podemos saber que los
códigos deontológicos no son una pantalla para ejecutar prácticas fraudulentas? La
voluntad responsable es el indicador de la asunción sincera de las normas morales.
Contamos con múltiples experiencias de códigos deontológicos fracasados cuando la
responsabilidad no acompaña a su formulación. Por ejemplo, es banal prohibir
expresamente el acoso psicológico o físico, si no se establecen medidas concretas para
impedirlo o erradicarlo. De ahí la necesidad de acompañar el contenido deontológico con
exigencias o responsabilidades de naturaleza jurídica. La coacción jurídica es necesaria
cuando el sujeto es un elemento moral fracasado, incapaz de superar el nivel
convencional de la moral por falta de sensibilidad, inteligencia o educación. Pero no sólo
fracasan los sujetos sino que también fracasan moralmente las organizaciones cuando
soslayan sus propósitos por los motivos que sean.
La ética dialógica aplicada a la empresa no se pregunta únicamente qué es bueno para
esta empresa o aquélla, no Plantea un ideal de felicidad en exclusiva o restringido a su
propio proyecto. Su naturaleza formal y universal le permite sobrevolar una órbita más
elevada y preguntarse: ¿qué es lo mejor para todos? O si preferimos: ¿qué es lo más

22
Los principios de la acción comunicativa, en todo acto orientado al acuerdo que pretende validez son:
verdad, veracidad y rectitud. véase Habermas, J. (1989) Teoría de la acción cornunicathta. Complementos y
estadios previos, Madrid, Cátedra.

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justo? Por lo tanto, su dimensión no es un ámbito de aplicación restringido, concreto. Su


verdadera dimensión es el mercado, es decir, todo el tejido de sus relaciones donde la
dignidad de lo humano entre en juego.
Ahora bien, lo global reclama una conceptualización general, abstracta, que integre al
conjunto de los comportamientos bajo una fundamentación común (adikia). No se trata
de no reconocer las diferencias (intereses particulares) sino de integrarlas, superándolas
en un marco de racionalidad más elevado. Alcanzar este marco exige un principio de
determinación de la voluntad, porque es evidente que las normas cobran sentido
precisamente cuando todos las respetan. La autodeterminación de la voluntad se produce
cuando el sujeto ha adquirido la mayoría de edad moral (estado posconvencional)23 y
respeta la norma sin sentir la amenaza del aparato jurídico cuando no lo haga. Esto sucede
cuando la autodeterminación moral excluye el hecho jurídico porque el sujeto ha
interiorizado de manera racional la necesidad de la norma moral constituyéndose en juez
de sí mismo y considerando que la norma es el máximo referente de sus juicios prácticos.
Justamente en este punto lo universal y lo individual acaban ajustándose de manera que
lo que quiero para mí también lo quiero para todos o donde esa querencia universal
coincide con mi querer particular. Sin embargo para ello es inevitable vacíar de
sustancialidad o contenido la moral de la ética. Así, a la racionalidad y la universalidad
hemos de añadir la formalidad como característica básica de la ética dialógica. Frente a
Rawls, Habermas no propone una ética con contenidos sino un procedimiento con ciertos
presupuestos24 para lograr la imparcialidad en el juicio práctico, es decir, para analizar la
validez de las normas existentes.
La ética dialógica aplicada al mundo de la empresa presenta la necesidad de acercar el
nivel de los principios (moralidad) a las prácticas cotidianas (deber ser y ser) y para ello
son necesarios, a juicio de Habermas, principios de adecuación capaces de traducir los
principios éticos en deberes concretos. El proceso subsiguiente será la argumentación en
donde se respeten sus condiciones pragmáticas.

4.3. Ética de la responsabilidad (H. Jonas)

23
Kohlberg, L. (1992). Psicología del desarrollo moral, Bilbao, Desclée de Brouwer.
24
Habermas, J. (1991). Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona, Península.

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Enunciación del principio de responsabilidad

Han Jonas, El principio de responsabilidad: V. Viejos y nuevos imperativos: 1. El imperativo


categórico de Kant decía: “Obra de tal modo que puedas querer también que tu máxima se
convierta en ley universal”. El “puedas” aquí invocado es el de la razón y su concordancia consigo
misma. Presupuesta la existencia de una sociedad de actores humanos (seres racionales actuantes),
la acción tiene que ser tal que pueda ser pensada sin autocontradicción como práctica universal
de esa comunidad. Obsérvese que aquí la reflexión fundamental de la moral no es ella misma
moral, sino lógica; el «poder querer» o «no poder querer» expresa autocompatibilidad o
autoincompatibilidad lógica, no aprobación o desaprobación moral. Pero no hay
autocontradicción en la idea de que la humanidad deje un día de existir y tampoco la hay, por
consiguiente, en la idea de que la felicidad de las generaciones presentes y próximas se obtenga a
costa de la infelicidad o incluso de la inexistencia de generaciones posteriores; finalmente,
tampoco implica autocontradicción lo contrario: que la existencia y la felicidad de las generaciones
posteriores se obtengan a costa de la infelicidad y aun, el exterminio parcial de las presentes. El
sacrificio del futuro en aras del presente no es lógicamente más atacable que el sacrificio del
presente en aras del futuro. La diferencia consiste sólo en que en un caso la serie continúa y en el
otro no. Pero de la regla de autoconcordancia dentro de la serie—por larga o corta que ésta sea-
no cabe deducir que deba continuar, prescindiendo del reparto de felicidad e infelicidad o el
predominio de la infelicidad sobre la felicidad o incluso de la inmoralidad sobre la moral; se trata
de un mandamiento completamente diferente, que se encuentra fuera de la serie y la precede y
que, a la postre, sólo puede ser justificado metafísicamente.
2. Un imperativo que se adecuara al nuevo tipo de acciones humanas y estuviera dirigido al
nuevo tipo de sujetos de la acción diría algo así como: «Obra de tal modo que los efectos de
tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténti ca en la Tierra»;
o, expresado negativamente: «Obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean
destructivos para la futura posibilidad de esa vida»; o, simplemente: «No pongas en peligro las
condiciones de la continuidad indefinida de la Humanidad en la Tierra»; o, formulado, una vez
más positivamente: «Incluye en tu elección presente, como objeto también de tu querer, la
futura integridad del hombre».
3. Es evidente sin más que la violación de esta clase de imperativos no implica contradicción
racional alguna. Puedo querer el bien actual sacrificando el bien futuro. De igual manera que
puedo querer mi propio final, así también puedo querer el de la humanidad. Sin incurrir en
contradicción alguna conmigo mismo puedo prefe rir tanto para mí como para la humanidad
un fugaz relámpago de extrema plenitud al tedio de una infinita permanencia en la
mediocridad.
Pero el nuevo imperativo dice precisamente que nos es lícito, en efecto, arriesgar nuestra
vida, pero que no nos es lícito arriesgar la vida de la humanidad; que Aquiles tenía sin duda
derecho a elegir para sí una efímera vida de hazañas gloriosas antes que una larga vida
segura y sin fama (con la suposición tácita, claro está, de que habrá una posteridad que sabrá
contar sus hazañas), pero que nosotros no tenemos derecho a elegir y ni siquiera a arriesgar
el no ser de las generaciones futuras por causa del ser de la actual. Por qué carecemos de ese
derecho, por qué, al contrario, tenemos una obligación para con aquello que todavía no es en
absoluto y que tampoco tiene «en sí» por qué ser —que, en cualquier caso, en cuanto no
existente, no tiene ningún derecho a exigir existencia—, eso no es algo fácil de justificar
teóricamente y es quizás imposible de justificar sin la religión. Nuestro imperativo lo toma por
el momento, sin justificarlo, como un axioma.

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4. Es evidente, por otra parte, que el nuevo imperativo se dirige más a la política pública que
al comportamiento privado, pues éste no constituye la dimensión causal en la que tal
imperativo es aplicable. El imperativo categórico de Kant estaba dirigido al individuo y su
criterio era instantáneo. Nos invitaba a cada uno de nosotros a considerar qué es lo que
sucedería si la máxima de nuestra acción actual se convirtiera en principio de una legislación
universal, o bien si lo fuera ya en ese instante; la autoconcordancia o no concordancia de tal
universalización hipotética es convertida en prueba de mi elección privada. Pero en esta reflexión
racional no tenía parte alguna el que hubiese alguna probabilidad de que mi elección privada se
convirtiese de hecho en ley universal o de que solamente contribuyese a tal universalización. De
hecho las consecuencias reales no son contempladas en absoluto y el principio no es el principio
de la responsabilidad objetiva, sino el de la condición subjetiva de mi autodeterminación. El
nuevo imperativo apela a otro tipo de concordancia; no a la del acto consigo mismo, sino a la
concordancia de sus efectos últimos con la continuidad de la actividad humana en el futuro. Y la
universalización que contempla no es de ningún modo hipotética, es decir, no, es la mera
transferencia lógica del «yo» individual a un «todo» imaginario y sin ningún vínculo causal con ello
(«si todos obraran así»). Antes al contrario, las acciones sometidas al nuevo imperativo -acciones
del Todo colectivo- tienen su referencia universal en la medida real de su eficacia; se «totalizan» a
sí mismas en el progreso de su impulso y no pueden sino desembocar en la configuración del
estado universal de las cosas. Esto añade al cálculo moral el horizonte temporal que falta en la
operación lógica instantánea del imperativo kantiano: si este último remite a un orden siempre
presente de compatibilidad abstracta, nuestro imperativo remite a un futuro real previsible
como dimensión abierta de nuestra responsabilidad.

5. El giro aplicado de la ética contemporánea

(Monique Canto-Sperber, Diccionario de ética y filosofía moral, FCE, México, 2001)


Ética aplicada: «Las relaciones entre la filosofía moral y la ética aplicada». Las relaciones
entre la filosofía moral y la ética aplicada constituyen una cuestión totalmente
contemporánea, ya que la expresión misma de "ética aplicada'; aparece en los Estados
Unidos en la décadas de 1960 con la explosión de nuevos campos de cuestionamiento
ético en el seno de la sociedad. En la década de 1970, algunos de estos campos se
estabilizaron y polarizaron en "bioética", "ética ambiental", "ética empresarial" y “ética
profesional". Estos sectores, reunidos bajo el vocablo de "ética aplicada'', adquirieron
progresivamente cartas de naturalización y ahora se imparten y practican en
universidades, empresas, hospitales e instancias gubernamentales e internacionales. Sin
embargo, podemos cuestionarnos sobre los vínculos que mantienen estas prácticas y
estos discursos con la larga tradición de pensamiento en filosofía moral. ¿Se trata de una
faceta contemporánea del debate acerca de la relación entre teoría y práctica? ¿O
también de la creación de una disciplina particular de la filosofía? ¿O incluso de una
etiqueta o de un mal empleo lingüístico?

(Emilio Martínez Navarro, Ética para el desarrollo de los pueblos, Trotta, Madrid, 2000):
*…+ hemos de aclarar primero cómo entendemos aquí la distinción entre la Ética —a
secas—, como discurso general acerca de lo bueno, lo justo, lo deseable, lo correcto —

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

siempre desde el punto de vista de la conciencia moral, que no siempre coincide con lo
legal o socialmente establecido—, y la Ética aplicada, que sería aquel otro discurso
específico que trata de establecer los principios, valores y orientaciones que convienen a
un ámbito de acción determinado. Ética médica, Ética educativa, Ética empresarial, Ética
periodística y la propia EpD [Ética del desarrollo] son algunos ejemplos de Éticas aplicadas
correspondientes a otros tantos ámbitos concretos de la actividad humana. Cada “Ética
aplicada" hunde sus raíces en un doble suelo: por un lado, en los principios éticos
generales que trazan el marco de convivencia y cooperación que sirve de base a la
sociedad en su conjunto, y por otro lado, los principios éticos específicos que los propios
protagonistas y afectados de cada ámbito han ido apuntando como relevantes a lo largo
de una dilatada práctica histórica (Cortina y Martínez, 1996,158- 165).
El estatuto epistemológico de las Éticas aplicadas está sometido a una amplia discusión
académica. Se han propuesto varios métodos alternativos que conducen a otras tantas
concepciones de su tarea y modo de relación con las otras partes de la Ética y con las
disciplinas no filosóficas (Cortina y Martínez, 1996, 757 ss.), pero lo que casi nadie duda es
que cada vez más se necesita contar con un discurso elaborado, riguroso y razonable, que
ayude a orientarse a los agentes morales, enfrentados como estamos a retos cada vez más
difíciles y complejos.

(Julio de Zan, La ética, los derechos y la justicia, Fundación Konrad-Adenauer, Montevideo,


2004).

En las últimas décadas se han desarrollado en el campo de la ética algunas nuevas


especialidades con el nombre éticas aplicadas, como la bioética y, en especial, la ética de las
decisiones clínicas en medicina, la ética de la economía y de la empresa, la ética de la
investigación científica, etc. La denominación “ética aplicada” no es muy feliz por cuanto
reproduce la diferencia corriente entre ciencia teórica, o ciencia básica, y ciencia aplicada, o
tecnología. Aunque es corriente hablar hoy de “teorías éticas”, la ética no es en ninguna de
sus partes una ciencia teórica sino que, como ya lo había determinado claramente Aristóteles,
y lo reiteran los grandes filósofos modernos como Kant y Hegel, es parte de la filosofía
práctica. En tal sentido, toda ética es ya siempre “aplicada” y tiene como fin la realización o la
praxis de lo que ella estudia. La terminología se halla de todos modos impuesta. “La ética
aplicada debe ser vista como una actividad interdisciplinaria en la que se procura resolver
racionalmente problemas profesionales” que se plantean en situaciones complejas, en las que
intervienen diferentes ciencias. Esta modalidad del trabajo interdisciplinario entre filósofos
eticistas y científicos es el que ha dado lugar a desarrollos interesantes en los campos
especiales mencionados y en algunos otros. En la llamada ética judicial, hasta donde llega mi
conocimiento, esta apertura a la cooperación interdisciplinaria entre las ciencias jurídicas y la
filosofía es menos frecuente. Cabe mencionar el Simposio sobre Ética de las Profesiones
Jurídicas de la Universidad de Comillas, del año 2001. A. Hortal Alonso, editor de las
ponencias, remarca en su conferencia inaugural el carácter interdisciplinario del evento: “La
justicia puede ser precisamente el punto de encuentro tanto de nuestros quehaceres

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

profesionales como de nuestras pesquisas intelectuales entre juristas y filósofos. Será bueno
que intentemos encontrar un lenguaje común capaz de hacer entender las diferencias y, al
mismo tiempo, las estrechas relaciones entre la ética y el derecho, entre la justicia [como
idea] y la Justicia [como institución], entre lo que la ética filosófica tiene que decir sobre la
justicia, y su relación con el conjunto de las instituciones y las prácticas jurídicas”.

B. Ética de la profesión

* Como dijimos en su momento el “principalismo” va a ser un referente no sólo de la “bioética”, sino de la


“ética aplicada” en general.

1. ¿Qué es una “profesión”?

(Ana Hirsch Adler, Profesión y ética profesional)

Profesión
Para conceptuar la ética profesional es importante plantear qué se entiende por
“profesión”. De las múltiples definiciones que hay, se retoman tres.
Para Adela Cortina profesión es:
Una actividad social cooperativa, cuya meta interna consiste en proporcionar a la
sociedad un bien específico e indispensable para su supervivencia como sociedad humana,
para lo cual se precisa el concurso de la comunidad de profesionales que como tales se
identifican ante la sociedad (Cortina, 2000,15).
Para Augusto Hortal, profesiones son:

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Aquellas actividades ocupacionales: a) en las que de forma institucionalizada se presta


un servicio específico a la sociedad, b) por parte de un conjunto de personas (los
profesionales) que se dedican a ella de forma estable, obteniendo de ellas su medio de
vida, c) formando con los otros profesionales (colegas) un colectivo que obtiene o trata de
obtener el control monopolístico sobre el ejercicio de la profesión y d) acceden a ella tras
un largo proceso de capacitación teórica y práctica, de la cual depende la acreditación o
licencia para ejercer dicha profesión (Hortal, 2002, 51).
Juan Manuel Cobo considera que en el concepto moderno de profesión debe
incluirse la ética. Por profesión se entiende:
Una actividad que ocupa de forma estable a un grupo de personas en la producción de
bienes o servicios necesarios o convenientes para la sociedad (las profesiones entrañan
una función social), con cuyo desempeño obtienen esas personas su forma de vida. Una
actividad que se desarrolla mediante unos conocimientos teóricos y prácticos,
competencias y destrezas propios de ella misma, que requieren una formación específica
(inicial y continua), regulada por lo general social o legalmente y que deben utilizarse con
ética profesional, esto es, con un uso adecuado *…+, responsable, respetuoso con los
derechos humanos y acorde con la justicia (Cobo, 2003, 3).
Las definiciones de estos tres profesores universitarios españoles coinciden en
elementos comunes, como son: se trata de una actividad social institucionalizada, las
profesiones proporcionan bienes y servicios necesarios para la sociedad, se requiere de
una formación especializada y reconocida para ejercerla y existen colectivos profesionales,
que definen normas aceptables para el ejercicio de la profesión, generalmente a través de
códigos éticos.
A las definiciones hay que agregar un hecho significativo, que consiste en
reconocer que ninguna profesión es homogénea. La diversidad de campos y de personas
en cada una de ellas permite comprender la riqueza de este campo en estudio. También
hay que señalar que aunque las profesiones comparten elementos comunes y las pautas
de cooperación son fundamentales, dentro y entre las profesiones se producen relaciones
competitivas. Estas se acentúan por la proliferación de profesiones, el creciente número
de profesionales, el avance en los procesos de especialización y la formación de campos
de frontera interdisciplinarios. La lucha por los espacios de actuación se vincula
estrechamente con un tema importante como lo es el de identidad profesional.
Para Francisco Bermejo (2002), una profesión puede ser definida desde el punto de
vista subjetivo, es decir la perspectiva de quien la practica y objetivo, que se refiere al
ámbito en donde se desarrollan sus actividades. En el primer caso, además de que le
permite al profesional ganarse la vida, quienes la ejercen van transformando algunas de
sus disposiciones personales y consolidando, a través de su trabajo, un nuevo modo de
vinculación con la sociedad. Contribuye tanto a su maduración personal como a la
construcción de la sociedad en la que vive. Realizar de manera satisfactoria o
insatisfactoria el trabajo es decisivo para el mayor o menor éxito de nuestro plan global de
vida. Además, el ingreso en una actividad y en una comunidad profesional dota al
profesional de una peculiar identidad y sentido de pertenencia.

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

En el sentido objetivo se refiere a la necesidad de una larga preparación, para


adquirir competencias, grados académicos y ciertos rasgos como son: identidad
profesional, dedicación exclusiva, monopolio de la actividad profesional, reconocimiento
social y autonomía profesional. Se presupone el continuo enriquecimiento de los saberes,
habilidades y competencias.
Las profesiones tienen un carácter histórico y son cambiantes. Se han ido
modificando sus metas, formas de ejercicio y relaciones entre colegas y con destinatarios
de la actividad, principalmente por la generación de conocimientos y el aumento de la
capacidad técnica y humana. Cada una de ellas busca el reconocimiento social,
especialmente las disciplinas y áreas difusas. Se fortalecen algunas de las antiguas
profesiones, surgen nuevas y se generan y desarrollan los campos interdisciplinarios.

Ética profesional

Para José Luis Fernández, la ética profesional es:


La indagación sistemática acerca del modo de mejorar cualitativamente y elevar el grado
de humanización de la vida social e individual, mediante el ejercicio de la profesión.
Entendida como el correcto desempeño de la propia actividad en el contexto social en que
se desarrolla, debería ofrecer pautas concretas de actuación y valores que habrían de ser
potenciados. En el ejercicio de su profesión, es donde el hombre encuentra los medios con
que contribuir a elevar el grado de humanización de la vida personal y social (Fernández y
Hortal, 1994: 91).
Con una visión menos centrada en el bienestar de la sociedad, pero que resalta
fuertemente los valores, encontramos otra definición:
Conjunto de aquellas actitudes, normas éticas específicas y maneras de juzgar las
conductas morales, que la caracteriza como grupo sociológico. Fomenta, tanto la adhesión
de sus miembros a determinados valores éticos, como la conformación progresiva a una
tradición valorativa de las conductas profesionalmente correctas. Es simultáneamente, el
conjunto de las actitudes vividas por los profesionales y la tradición propia de
interpretación de cuál es la forma correcta de comportarse en la relación profesional con
las personas (Franca – Tarragó, en: Pérez, 1999, 51).
Como se observa fácilmente, las definiciones acerca de profesión y las que se
refieren de modo directo a la ética profesional están estrechamente articuladas.
Freidson (2003) introduce una idea interesante, al afirmar que hay un ataque a la
credibilidad de la ideología profesional. Considera que se produce con el fin de debilitar la
voz de los profesionales que buscan influir en el cambio social, para evitar que tengan una
opinión moral independiente al evaluar las políticas sociales. Los considera como una
“tercera voz”, frente al poder del Estado y del capital (15). Para ello es necesario
revitalizar las asociaciones profesionales, en contra del corporativismo y los problemas de
mala actuación profesional (16).

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Para este autor, las tres principales críticas que se hacen a las profesiones y a sus
grupos organizados son por el monopolio que tiene cada una de las profesiones de ejercer
socialmente un tipo de trabajo específico; el credencialismo, ya que la competencia
profesional se acredita por medio de credenciales educativas especiales y el elitismo.
Frente a estos cuestionamientos, considera que los colectivos profesionales que funcionan
bien, organizan y hacen avanzar las disciplinas, mediante el control de la formación, de las
acreditaciones y de la práctica. Afirma que el objetivo es asegurar y mantener la calidad
del trabajo. El desarrollo de un cuerpo especializado de conocimientos y habilidades
formales requiere de un grupo de personas con ideas afines que lo aprendan y practiquen,
se identifiquen con él, lo distingan de otras disciplinas, se reconozcan como colegas en
virtud de la formación común y de su experiencia con un conjunto similar de tareas,
técnicas, conceptos y problemas laborales. Los grupos así formados son exclusivos y
también inclusivos. El establecimiento de jurisdicciones exclusivas permite a los miembros
concentrarse en ese marco común. El saber experto se basa en la investigación y en la
acumulación de experiencia y los profesionales son depositarios de un conocimiento
socialmente importante destinado a contribuir al bien público.
Los profesionales se sienten en la obligación de realizar su trabajo al máximo de
sus competencias. Se presupone una identificación con las pautas ideales de la profesión y
un alto grado de autocontrol de la conducta mediante un código ético interiorizado. Esto
puede lograrse, principalmente, a través de un fuerte proceso de socialización en los
valores de la profesión y en menor grado por el control externo ejercido por instituciones,
asociaciones y colegios.

Principios de la ética profesional

Para Augusto Hortal (2002), cada ética profesional genera, en su propio ámbito,
una clasificación de situaciones, asuntos, conflictos y modos de abordarlos y resolverlos,
que permiten analizar lo que está en juego en la toma de decisiones. Los nuevos casos son
juzgados, en primera instancia, con base en los elementos conocidos.
Los principios son imperativos de tipo general, que orientan acerca de lo que es
bueno hacer y lo que debe evitarse. Se distinguen de las normas por ser más genéricos.
Señalan grandes temas y valores de referencia, que hay que tomar en cuenta a la hora de
decidir y de enfrentar casos problemáticos. Las normas aplican los principios a situaciones
más o menos concretas.
Para este autor, los principios pueden ser el punto de partida o de llegada de una
actuación. El “razonamiento moral descendente” va de los principios generales a otros
más específicos, paulatinamente, hasta llegar a las decisiones singulares. Para poder ser
aplicados, deben ser revisados e interpretados con respecto al contexto en que se
producen y a las situaciones y casos que se busca resolver. El “razonamiento moral
ascendente” parte de las actuaciones y decisiones singulares en situaciones concretas. De
ahí se van generando criterios de actuación, hasta llegar al nivel más general de los
principios. Ambos procesos se combinan.

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En la ética profesional están implícitos al menos tres principios (17).

1. Beneficio o Beneficencia
“La palabra beneficencia está compuesta de dos vocablos de origen latino, bene y
facere, que podrían traducirse como hacer el bien. Hace referencia a la consecución de
determinados bienes específicos de la práctica profesional correspondiente” (Bermejo,
2002,75).
Cada profesión se plantea y legitima frente a los demás la consecución de ciertos
bienes y servicios. Para ser buenos profesionales, los individuos deben conocerlos y buscar
su cumplimiento, tanto con respecto a los usuarios que reclaman un trabajo bien hecho,
como de la sociedad en su conjunto, que pretende resolver problemas prioritarios con la
contribución de los profesionales (Bermejo, 2002).
En este campo de investigación, lo primero que hay que plantearse es la finalidad
de cada profesión. Se puede partir de generar y responder preguntas básicas como son:
¿qué bienes y/o servicios produce?, ¿Para quién?, ¿De qué manera? En la evaluación de
los profesionales, se consideran no sólo los directamente beneficiados por su actividad,
sino también los individuos y grupos que se relacionan con las acciones desarrolladas.
La ideología del profesionalismo (Freidson 2003) enfatiza el uso del conocimiento y
habilidades disciplinarias para el bien público. Aunque algunas disciplinas proporcionan
directamente un bien específico a personas, grupos e instituciones, los bienes y servicios
que se generan son siempre valorados con respecto a un bien común más amplio. Los
profesionales y sus asociaciones tienen la obligación de valorar lo que hacen con esa
perspectiva. Es evidente que para ello se requiere competencia profesional, que se
adquiere por una formación inicial y continuamente actualizada de conocimientos y
habilidades, de carácter teórico y práctico, para saber qué hacer y cómo hacerlo.
Augusto Hortal (2002) retoma de Alasdair MacIntyre la distinción entre bienes
intrínsecos y extrínsecos. Los primeros están ligados a la adecuada realización de la
práctica profesional y los segundos se refieren a las recompensas económicas, de poder y
de prestigio que se asocian a ella. Es evidente que los bienes intrínsecos son los
prioritarios y que se tergiversan las actividades profesionales cuando los esfuerzos están
dirigidos únicamente al logro de beneficios personales.
Freidson (2003) considera que existe una larga tradición de estudiosos que
defienden que los profesionales buscan el bien del cliente, del público o el desarrollo de
una profesión, por encima de su propio interés económico. No puede haber una
justificación ética para los profesionales que sólo buscan el beneficio personal, por sobre
la obligación de hacer un buen trabajo para el que lo necesite. El fortalecimiento de la
legitimidad del profesionalismo requiere un claro reconocimiento de las implicaciones
éticas del privilegio profesional y una fuerte resistencia a los acuerdos institucionales que
enfatizan exclusivamente los incentivos económicos.

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Detrás del secreto profesional (y de las patentes) se oculta, muchas veces, la


apropiación y el monopolio sobre una parcela del conocimiento, que de ser manejada
bajo principios éticos, ayudaría a resolver importantes problemas sociales.
Ejemplos de lo planteado hay muchos a nivel mundial. Uno de ellos, señalado por
el Dr. Daniel Ramón Vidal (18), Catedrático de Tecnología de Alimentos de la Universidad
de Valencia, consiste en la dificultad que hay de generar y distribuir alimentos básicos,
desarrollados transgénicamente, a poblaciones y países que lo requieren con urgencia,
debido a las patentes de las grandes compañías transnacionales. Lo mismo sucede con la
producción de medicamentos que pueden combatir enfermedades contagiosas y
pandémicas.
Aunque el principio de Beneficio o Beneficencia se plantea en general para todas
las profesiones, es importante reflexionar en las diferencias que se producen entre ellas.
Así, para cierto tipo de ciencias, como las exactas y naturales, podremos encontrar más
fácilmente la reflexión sobre la ética profesional en la ética de la ciencia y de la
investigación científica, mientras que en otro tipo de disciplinas, como las sociales y
humanísticas y principalmente en aquellas que tienen una eminente labor asistencial, la
relación directa con los beneficiarios de la actividad profesional ocupa un lugar
predominante. Esto no exime, por supuesto, a ninguna profesión de la evaluación de las
consecuencias que se producen por la toma de decisiones y el uso que se hace de sus
resultados.

2. Autonomía
“La palabra autonomía procede del griego: autos (sí mismo) y nomos (ley) y hace
referencia a la capacidad que tiene cada cual de darse a sí mismo sus propias normas,
procurando construir la propia vida a partir de ellas” (Bermejo, 2002,105).
En este segundo principio hay dos acepciones. Una de ellas se centra en el profesional,
que requiere independencia y libertad para poder realizar adecuada y éticamente su
trabajo y la otra se centra en el beneficiario, que posee derechos que deben ser
respetados. Ambas posturas se plantean a continuación:
1.a. Autonomía del profesional
Se basa en el valor de la libertad (Etxeberria, 2002). Se refiere a la capacidad personal de
tomar decisiones en el ejercicio de la profesión. Por este principio, se condena la presión
extra - profesional, tanto de individuos, como de instituciones públicas y privadas en la
toma de decisiones relevantes, que puede orillar a que se dejen de lado los
comportamientos éticos.
Lo más importante de la ideología profesional (Freidson 2003) es que está vinculada a
valores trascendentes que le dan sentido y justifican su independencia. Los profesionales
reclaman el derecho de evaluar las peticiones de empleadores o patrones y las leyes del
Estado. Su revisión está basada en razones profesionales, que llevan a la convicción de
que se está tergiversando el valor o propósito fundamental de una profesión. Los

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

profesionales tienen que ser capaces de equilibrar el bien público con las necesidades más
inmediatas de los clientes y empleadores.
2.b. Autonomía del beneficiario
En el segundo caso, que es la propuesta de Augusto Hortal (2002) y del grupo que
trabaja este tema de manera sistemática en los Centros Universitarios de la Compañía de
Jesús en España, el principio de autonomía busca corregir la falta de simetría entre quien
ofrece el servicio y el beneficiario de la actividad.
El profesional por su preparación, acreditación y dedicación tiene un ascendente sobre
sus clientes y usuarios. La desigualdad entre ambas partes puede producir abusos. Para
evitarlos, es necesario que esté siempre en funcionamiento el principio de autonomía.
Consiste en considerar que el receptor de los servicios (individual y colectivo) no es un
ente pasivo, sino un sujeto protagonista. De ahí se deriva la obligación de garantizar a
todos los individuos involucrados, el derecho de ser informados, de que se respeten sus
derechos y de consentir antes de que se tomen decisiones con respecto a ellos;
protegiendo de manera especial a los que no pueden decidir por sí mismos. “El usuario
tiene el derecho y la obligación de colaborar en la resolución de sus problemas” (Bermejo,
2002,105).
Cuando se respeta este principio, se establece una relación de carácter profesional,
en la que se desarrollan ciertos acuerdos y estrategias conjuntas entre los profesionales y
sus beneficiarios. En el caso de la universidad, por ejemplo, es necesario reconocer que los
estudiantes pueden ejercer por sí mismos su autonomía, en plenitud de derechos,
capacidades y responsabilidades.
Para Francisco Bermejo (2002) existen ciertos requisitos para que pueda darse una
decisión autónoma. Son de dos tipos, los de carácter social y cultural, que implican que el
contexto debe contar con condiciones propicias para ello y los de carácter personal, es
decir, que los clientes y usuarios actúen con iniciativa y capacidad.
Sintetiza los requisitos en “querer”, “saber” y “poder”. En el primero, los clientes y
usuarios deben contar con motivación para demandar al profesional el tipo de bienes y
servicios que requieren. En el segundo, requieren de información, que incluye conocer
otras opciones disponibles y las consecuencias que acarrea cada una de ellas. El tercero
implica que sí se quiere algo y se sabe cómo realizarlo, es necesario poder llevarlo a cabo.
En todo proceso de decisión, el papel del profesional es apoyar, mediante sus recursos
profesionales, la competencia e información de sus clientes y usuarios.
El autor retoma de Diego Gracia que la autonomía no es bipolar, sino un continuo
entre dos extremos: la “acción completamente autónoma” y la “acción completamente no
autónoma”. Los dos polos no se dan en la realidad, así que puede aspirarse a que las
decisiones sean “sustancialmente autónomas”.
En algunas situaciones el principio de autonomía puede restringirse (Bermejo,
2002), aunque la decisión debe hacerla el profesional en cada caso. Los límites pueden
suscitarse cuando: a) El usuario no tiene la competencia o los recursos personales para
decidir, b) Puede producirse un daño grave para terceras personas, c) La conducta del

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

usuario supone una infracción de la legalidad o una grave amenaza para las personas y las
instituciones y d) El usuario se perjudica a sí mismo o sus decisiones no le benefician.
En relación con el consentimiento informado, Francisco Bermejo (2002) considera
que el profesional debe obtener la autorización del usuario (individual y colectivo) para
iniciar con él cualquier tipo de intervención, después de haberle explicado con claridad
todas las condiciones. También hay circunstancias que producen excepciones a esa regla.
Estas son: falta de responsabilidad del cliente, posibles daños a terceros y limitaciones
derivadas de la incapacidad del cliente (por dificultades de comprensión, falta de
capacidad o falta de libertad).
Loewenberg y Dolgoff (en Bermejo, 2002) señalan que el consentimiento
informado incluye tres criterios básicos: conocimiento, voluntad y competencia. Sobre el
primero, una persona puede ser considerada como suficientemente informada para dar su
consentimiento si conoce lo que ocurrirá durante la intervención, lo que sucederá si no da
su consentimiento y las posibles opciones alternativas. La voluntad y la competencia se
limitan en el caso de niños y ancianos y en personas privadas de libertad o con
capacidades mentales disminuidas.

Justicia

La ética profesional queda incompleta si no se enmarca en la perspectiva de una ética


social, que permita entender en qué contribuye o puede contribuir el trabajo de cada
profesión a mejorar la sociedad. Los profesionales son las personas y grupos más
competentes y mejor ubicados socialmente para promover una distribución más racional
y justa de los recursos, que son siempre escasos y que se requieren para conseguir
múltiples y variados fines. Las preguntas básicas son: ¿Qué es lo justo? y ¿Qué es
prioritario cuando no hay recursos para satisfacer las demandas de todos?
Para Hortal (2002), este principio tiene que ver con:
El sentido social de la profesión. El colectivo profesional se hace responsable ante la
sociedad de los bienes y servicios que busca promover. Se traduce en un compromiso a
favor del bien público y con los problemas sociales que se refieren a temas del propio
ámbito profesional. Los colectivos profesionales deben estar vinculados con las
necesidades sociales.
El significado de los bienes y servicios que proporciona cada profesión en el
contexto social en que se llevan a cabo, referidas al tema de la justicia, como son, por
ejemplo, tareas de voluntariado y lucha contra la pobreza.
El desempeño profesional en espacios públicos y privados. Tiene que ver con el
asunto de quién puede o no puede pagar por el servicio profesional que se requiere.
Un buen profesional tiene, o debería tener, siempre presente el contexto social de
referencia y las obligaciones de justicia. La ética profesional permite reflexionar sobre si la
función social que desempeña una profesión es la misma que la que la sociedad necesita
de ella.
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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

Con el principio de justicia (Bermejo, 2002) se hacen presenten tres protagonistas:


los usuarios que reclaman determinados bienes y servicios, el profesional que requiere de
medios para ofrecerlos y los responsables públicos, que representan al conjunto de la
sociedad y buscan conseguir un cierto equilibrio entre las necesidades, exigencias y
expectativas de todos. Es importante que los clientes y usuarios sean conscientes de que
también dependen de la capacidad de las instituciones de responder a sus demandas y de
su propia adaptabilidad a lo que éstas pueden proporcionar.
Freidson (2003) considera que sería apropiado declarar como profesionalmente
inmorales las políticas sociales que nieguen un acceso igualitario a servicios tales como
salud, educación y defensa jurídica. Afirma que deben ser juzgadas las instituciones en
que ejercen profesionales que no cuentan con las condiciones de trabajo necesarias para
realizar un correcto ejercicio. También es necesario cuando las instituciones sólo buscan
maximizar sus ganancias, a costa de la calidad del trabajo y de limitar aún más la
distribución de los beneficios.

Otros Principios

Podríamos considerar los tres principios mencionados como los básicos. Hay
autores que toman en consideración otros principios (19), como son:
Evitar el daño. Consiste en no actuar de manera que se ponga en riesgo o se lastime a
las personas. Equivale, en términos de los principios clásicos generados por la bioética, al
principio de “no maleficencia”. El evitar el daño a los hombres y a la naturaleza, se vuelve
muy importante, especialmente, en el caso de las ciencias y la tecnología, que cuando se
utilizan inadecuadamente tienen un enorme potencial destructivo. Para la inmensa
mayoría de las personas, la ética de las ciencias se centra en la preocupación por los
peligros del uso de la ciencia y la tecnología (no de éstas en sí) y por los límites que
conviene establecer.
Fidelidad. El profesional hace promesas justas y cumple con sus acuerdos a aquellos a
quienes presta el servicio. Es un derecho del cliente o usuario elegir al profesional y es un
derecho de este último, aceptar o no la relación. Pero cuando ambas partes deciden
iniciarla, se entabla un acuerdo sobre la base de las expectativas previamente conocidas o
formuladas. Los códigos conceden que hay una promesa explícita de cumplir el acuerdo.
Veracidad. Cuando se entabla la relación: profesional – beneficiario, se establece un
acuerdo implícito de que la comunicación se basará en la verdad.
Confidencialidad. Es el derecho que tiene cada persona de controlar la información
referente a sí misma, cuando la comunica bajo la promesa – explícita o implícita – de que
será mantenida en secreto. Se refiere a un criterio general de conducta que obliga al
profesional a no discutir información acerca de los beneficiarios con otros. Obliga a
guardar los secretos que uno conoce en razón del ejercicio profesional y a respetar la
intimidad de las personas implicadas. En la práctica hay situaciones en que el profesional
puede verse obligado a revelar, sin el consentimiento del cliente o usuario, alguno de los

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

detalles recibidos confidencialmente (Bermejo, 2002). Estos casos buscan: beneficiar de


algún modo al cliente o protegerlo de algún mal que pudiera ocasionarse a sí mismo,
proteger a terceros de algún perjuicio que pudiera ser ocasionado por parte del cliente,
poner en común ciertos datos con otros colegas y profesionales y respetar la orden de
alguna autoridad administrativa o judicial. El problema ético, en estos casos, radica en
decidir acerca de la necesidad de contravenir el principio de confidencialidad. De todos
modos, el usuario tiene derecho a que se le comunique, desde el inicio de la relación
profesional, el tratamiento que se va a dar a la información, la obligatoriedad de la
confidencialidad en general y las excepciones que pueden generarse. Todos los códigos
deontológicos señalan la obligación que tienen los profesionales de mantener en secreto
la información que han recibido con carácter confidencial. Si los beneficiarios no tienen
esta seguridad no pueden expresarse con libertad. El profesional al garantizar la relación
confidencial, manifiesta respeto por sus clientes y usuarios y por su libertad para tomar
decisiones, incluyendo aquella de si quiere o no manifestar información públicamente.
Honestidad. Aunque este principio/valor se menciona escasamente, es importante para
el correcto ejercicio profesional.
Juan Manuel Cobo (2003) propone unos principios éticos válidos para todas las
profesiones. Unos provienen de la ética general, como son: dignidad, libertad, igualdad y
derechos humanos, de los directamente beneficiados por el ejercicio profesional y de los
indirectamente relacionados. Otros son propios de la ética profesional: beneficencia,
autonomía, justicia, confidencialidad y responsabilidad profesional.
Acerca de los genetistas alemanes, Kerstin Wüestner (Hirsch y López, 2003)
sintetiza los siete principios éticos centrales de la Sociedad para la Genética Humana:
dignidad humana, derecho a la autodeterminación (la sociedad debe garantizar las
condiciones básicas que permitan a las personas conocer todas las opciones y protegerlas
de las desventajas económicas y sociales), igualdad, confidencialidad y secreto
profesional, información completa, consentimiento informado y espontaneidad (la
consulta y diagnóstico genético deben estar libres de toda presión).
Como puede verse, el tema de los principios de la ética profesional, es un asunto
ineludible en la investigación de este campo. Son un punto de referencia, con los cuales
contrastar el comportamiento real de los profesionales en sus lugares de trabajo y un
elemento básico en la formación de los profesores y estudiantes universitarios.

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

Julio de Zan, Ética, los derechos y la justicia: Con Max Weber se puede explicar el sentido
ético-cultural del origen de las profesiones. Desde un punto de vista histórico sociológico de la
organización social se puede decir en cambio que otro antecedente de la estructura de las
profesiones en la sociedad moderna fueron los gremios o corporaciones medievales, que
tenían sus propios fueros, y que fueron abolidos por la Revolución Francesa junto con los
privilegios y los títulos de la nobleza feudal. Adela Cortina (1999, pp. 42-46) ha detallado los
rasgos que caracterizan a las profesiones sociales en los siguientes puntos, que evocan
inevitablemente aquella figura de las corporaciones medievales: 1) una profesión es una
actividad que, en forma institucionalizada, presta un determinado servicio que responde a una
necesidad permanente de la sociedad; 2) las profesiones implican un especial compromiso
personal con la actividad que se traduce en una forma de vida. A diferencia de otras
ocupaciones como la de un empleado o el operario de un oficio, se espera de un profesional
una dedicación de tipo vocacional que ocupa parte de su tiempo de ocio en la actualización de
sus conocimientos profesionales; 3) los profesionales forman una categoría de personas que
ejercen su actividad de forma estable o permanente como medio de vida a través del cobro de
determinados honorarios; 4) los profesionales constituyen un colectivo que tiene, o busca
obtener, el control monopólico del ejercicio de la profesión, impidiendo su ejercicio a quienes
carecen de la acreditación correspondiente; 5) el acceso a la profesión se realiza a través de
un currículo académico y una capacitación en la práctica profesional que conforman un
proceso extenso y regulado; 6) las profesiones reclaman un ámbito de autonomía para la
regulación del ejercicio de la propia profesión. Como se trata sin embargo de un servicio
social, se debe reconocer a sus destinatarios o consumidores el derecho a plantear exigencias
y a controlar la calidad del servicio. Esta doble exigencia conlleva una tensión que puede
derivar en situaciones de conflicto en las cuales se requiere algún tipo de intervención de los
poderes públicos; 7) el profesional asume ciertas responsabilidades especiales dentro de su
ámbito de competencia. La autonomía y la consiguiente responsabilidad no justifican sin
embargo ciertas tesis y prácticas separatistas, o paternalistas, de retacear el acceso a la
información y al control del servicio profesional de parte de los legos, que son los clientes o
consumidores del servicio. Podríamos agregar que cada profesión tiene un lenguaje, o una
jerga particular, que se aparta del lenguaje ordinario, y se emplea especialmente muchas
veces como estrategia para los fines separatistas.
Los rasgos de las profesiones, que acabo de enunciar, se atribuyen y caracterizan a un tipo de
actividad humana o de práctica social. ¿Cómo se puede definir ahora lo que es una actividad,
o una práctica? Voy a responder a esta pregunta con los análisis de MacIntyre, que me
parecen apropiados para definir estos conceptos, aunque no para definir todo un modelo
comunitarista de sociedad, como él pretendía (cf. J. De Zan, 2002, p. 80). “Por práctica
entendemos cualquier forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa,
socialmente establecida, mediante la cual se realizan los bienes inherentes a la misma y se
intentan lograr modelos de excelencia que son apropiados a esta forma de actividad”25.6 Las
actividades profesionales tienen un fin social objetivo, y en función de esta finalidad se
organiza toda la profesión. Ese fin, que es diferente para cada una de las profesiones, es el
bien inherente a esa práctica, o el contenido objetivo del servicio que justifica la existencia de
una profesión, y consiste en la producción o la preservación de determinadas “cosas” que son

25
Alasdair MacIntyre, After Virtue, New York, 1984; Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987, p. 233.

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valiosas para la sociedad. En términos generales se puede decir que para el médico, por
ejemplo, esto es el cuidado de la salud de la población, para el político la administración del
poder, o la promoción del bien común, para el juez (y para las profesiones jurídicas en
general) la protección de los derechos y su determinación en caso de conflicto, etc.
Pero además de los bienes propios o internos que definen a las prácticas, “toda práctica
conlleva también modelos de excelencia y obediencia a reglas. Ingresar en una práctica es
aceptar la autoridad de esos modelos, y la cortedad de mi propia actuación a la luz de esos
criterios [...] Por supuesto que las prácticas tienen su historia [...] y los propios modelos no son
inmunes a la crítica, pero no podemos iniciarnos en una práctica sin aceptar la autoridad de
los mejores modelos realizado hasta ese momento” (MacIntyre, 1987, p. 236). La “inciciación”
consiste en el aprendizaje de la práctica, y esto se logra imitando modelos, como el
aprendizaje de una lengua. Las reglas son como la gramática de una práctica, y no necesitan
estar escritas, ni tienen que aprenderse como fórmulas conceptuales previas, como no
aprendemos a hablar aprendiendo primero las reglas sintácticas de la lengua. La formulación
de las reglas se produce en rigor siempre después que se ha perfeccionado una práctica, a
partir de la observación y la descripción de la forma de los modelos ya realizados. Las reglas ya
formuladas son útiles, sin embargo, sobre todo para el aprendiz, y en las situaciones de duda
o perplejidad ante situaciones complejas. Estas reglas pueden funcionar también como
patrones de excelencia o medidas de calidad construidas a partir de las pautas del ejercicio
profesional o de “los ideales de perfección comunes a cierta colectividad”, o corporación, e
“interiorizados por los maestros y los virtuosos de la práctica considerada”. El recurso a los
patrones de excelencia de la práctica es el que permite impedir la improvisación o cualquier
interpretación subjetiva del bien en cada uno de los campos de la actividad social. Aquí se
puede hablar también de la virtud, pero en el sentido de Maquiavelo, no de Aristóteles. El
virtuoso en una práctica, como en el caso del piano, del violín o de la política, es el que ejerce
su arte con soberana habilidad y maestría. Es claro que la maestría es mucho más que un
mero conjunto de destrezas técnicas. Un maestro del ajedrez, por ejemplo, se destaca por un
tipo muy especial de memoria y de agudeza analítica, de imaginación y creatividad
estratégica, un gran equilibrio de agresividad y prudencia, etc. Todo esto es mucho más que
técnica, pero no es, en rigor, ética.
Volviendo al punto inicial de los bienes, MacIntyre ha puesto de relieve una distinción
importante entre los bienes internos a una práctica, a los que se orienta su finalidad social
objetiva y la racionalidad de las reglas que la constituyen, y los bienes externos, como los
intereses personales, o motivaciones subjetivas que incentivan a los sujetos que las ejercen, y
que pueden ser muy diversas. Los primeros son los que justifican y legitiman el sentido y la
validez social de una práctica.
Quien se inicia en una práctica no puede darle a la misma la finalidad que a él se le ocurra,
porque esta ya le viene dada por la naturaleza del servicio, y por la tradición de la propia
profesión. La auténtica profesionalidad, o el profesionalismo bien entendido, es el resultado
de haber asumido como un interés propio los bienes internos de una práctica. El secreto de la
excelencia de los modelos y de la obra admirable de los grandes hombres de la historia, en
cualquier campo, del arte, de la ciencia, de la educación, o de la política, es que su interés
personal, elevado a la fuerza de la pasión dominante de su vida, se ha identificado con un
valor objetivo de interés general. (Estos casos no pueden ser, por cierto, la meta de ninguna
profesión; sin embargo, el caso excepcional es el que mejor revela el sentido de la
normalidad). Pero incluso en los héroes, junto al entusiasmo por el valor de la obra a la que

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

consagraron su vida, es posible encontrar siempre en sus acciones también los intereses
particulares o personales (a veces miserables o “demasiado humanos”) del sujeto de la acción.
Estos se hacen más evidentes quizás en la normalidad de la actividad profesional, en la que
está ausente y no se puede pedir ni el pathos heroico ni la iluminación de los genios. Es
natural que el interés de toda persona, al ejercer una profesión, sea el ganar dinero y obtener
una buena posición social, ganar reconocimiento y prestigio, etc., que son, a su vez, formas de
adquirir poder en la sociedad. Estos son intereses legítimos y no reprochables de las personas,
que MacIntyre define como bienes externos a una práctica, tal como ha sido definida. No estoy
tan seguro de que ésta sea una denominación feliz, porque en una sociedad bien ordenada
estos otros bienes deberían ser el resultado proporcional a la calidad de la producción de los
llamados bienes internos, o del servicio profesional.
Es importante no confundir las prácticas, que son formas de actividad de las personas, con las
instituciones a las que estas personas y sus prácticas pueden, o no, estar vinculadas. La
medicina es una práctica, como lo es el ajedrez, el futbol, o la física. Los hospitales donde los
médicos ejercen su práctica profesional, como los clubes o los institutos de física en las
Universidades y sus laboratorios, son instituciones. La práctica judicial y el dictado de la
sentencia es responsabilidad personal de los jueces, no de la institución, aunque en este caso
no se concibe fuera del marco institucional. Las instituciones proveen de medios a las
prácticas para las realizaciones de sus bienes internos, pero están más directamente
relacionadas con los bienes externos a la práctica misma, con la administración de los recursos
que genera la práctica u otras fuentes de financiamiento para la inversión en instrumentos y
equipamiento, etc. “Las instituciones se estructuran en términos de jerarquía y relaciones de
poder, y redistribuyen como recompensa: dinero, jerarquía y poder. No podrían actuar de
otro modo, puesto que deben sostenerse a sí mismas, y sostener también las prácticas a las
que sirven de soporte. Ninguna práctica puede sobrevivir largo tiempo si no se sostiene en
instituciones” (MacIntyre, 1984, p. 241).
Otro aspecto que cabe observar es que los llamados bienes internos de las prácticas
profesionales son sociales, o comunes, y la mayor calidad y cantidad de estos bienes lograda
por medio de la práctica de cada uno de los profesionales benefician en principio a todos,
tanto a los destinatarios del servicio (aunque su distribución puede ser inequitativa) como al
propio cuerpo profesional. A esta propiedad aludía la definición inicial al decir que una
práctica es “una forma de actividad humana cooperativa”, porque es un juego de suma
positiva. Los bienes llamados externos del ejercicio de la profesión (dinero, fama, poder) son,
en cambio, de apropiación individual, y la apetencia de los mismos genera una relación
competitiva entre los miembros de la profesión. “Es característico de los bienes externos que,
si se logran, siempre son propiedad y posesión de un individuo [...] Los bienes externos son
típicamente objetos de una competencia en la que hay perdedores y ganadores. Puede
considerarse que los bienes internos son también resultado de una competencia por la
excelencia, pero lo típico de ellos es que su logro es un bien para toda la comunidad”
(MacIntyre, 1987, p. 237). La propuesta de revalorizar los bienes propios, inmanentes a las
diferentes prácticas, como las profesiones, considerándolos fines y no meros medios para
otros objetivos externos a ellos mismos, como la fama, el poder, el dinero, etc., es sin duda
una buena propuesta, edificante y muy recomendable. Lo que resulta problemático en la
posición de MacIntyre es la determinación de las reglas constitutivas de las prácticas sociales
en general como normas de carácter específicamente moral, y la identificación de la actividad
conforme con estas prácticas con el concepto aristotélico de la virtud moral. “El modelo de

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

sociedad que está en el trasfondo de la concepción de la virtud sostenida por MacIntyre


parece ser el de una organización corporativista en la que los individuos están ligados a
determinados oficios y profesiones, y en el que se tiende a eliminar la movilidad propia de la
sociedad moderna, o se la enjuicia como una deficiencia de identificación de los individuos
con el bien inmanente a las prácticas a las que deben permanecer consagrados (cf. MacIntyre,
1987, pp. 271-272). Se trata en este sentido de una concepción radicalmente antiliberal y
premoderna, que debiera discutirse en el terreno de la teoría política. Podemos admitir por
cierto que cada cual tiene derecho a adherir también a esta propuesta política
neoconservadora; lo que me parece en cambio incluso moralmente objetable es la estrategia
de presentar este partido político como una exigencia ética ligada al concepto mismo de la
virtud” (J. De Zan, 2002, p. 80).
Me parece que la mayoría de las reglas constitutivas de las prácticas profesionales pueden
considerarse como reglas pragmáticas en el sentido de Kant (cf. capítulo 2.1.1). Al mismo
tiempo, estas reglas, tal como las ha definido MacIntyre, en cuanto trasmitidas por una
tradición, asumidas por un colectivo, o colegio profesional institucionalizado, son un tipo de
reglas sociales, legitimadas por las expectativas de comportamiento que la sociedad en su
conjunto, y especialmente los destinatarios o consumidores del servicio tienen puesta sobre la
conducta de estos profesionales. Un problema moral se plantea por cierto en el ejercicio de
las profesiones cuando el profesional comienza a hacer jugar en la práctica los bienes externos
como el fin principal de su actividad y degrada el bien interno a la categoría de un mero medio
subordinado a sus intereses de beneficio individual.
Esta inversión de los fines se manifiesta cuando se hacen mal las cosas, no por error o
impericia profesional, sino para ahorrar costo (o tiempo) a fin de incrementar la ganancia.
Este tipo de estrategia es moralmente reprochable en todas las profesiones, inclusive en la del
empresario cuyo “fin interno” es la producción de bienes económicos, y no el mero beneficio
de la empresa como han sostenidos ciertas versiones de la teoría de la economía política del
liberalismo. Esta inversión de los fines de una práctica es el principio de lo que se debe
denominar corrupción sustancial, en sentido moral. El sentido general de esta palabra, cuyo
uso originario corresponde al campo biológico, es el cambio de naturaleza de la materia
orgánica que se descompone, o se pudre.

La corrupción de las actividades profesionales se produce cuando aquellos que participan en ellas no las
aprecian en sí mismas porque no valoran el bien interno que con ellas se persigue y las realizan solamente
por los bienes externos que con ellas pueden conseguirse. Con lo cual esa actividad, y quienes en ella
cooperan acaban perdiendo su legitimidad social y, con ella, toda credibilidad. Ahora bien, la raíz última de
la corrupción reside en estos casos en la pérdida de la vocación y en la renuncia a la excelencia (A. Cortina,
1999, p. 50).

Xavier Etxeberria: El principio de justicia como vertebrador ético del enfoque social

Como se sabe, ha sido la tradición de la ética aplicada a la biomedicina la que ha ido


generando principios fundamentales que, en medida decisiva, han pasado a ser principios
básicos de la ética del conjunto de las profesiones: el de beneficencia, no maleficencia 26,

26
Este principio tiene un estatus algo confuso respecto a los demás. En una lectura de él es el primer paso del principio
de beneficencia: si has de hacer el bien al usuario o cliente, comienza no haciéndole mal. En otra lectura, es la dimensión

66
Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

autonomía y justicia. Ya resalté en su momento que el principio de autonomía tiene una


conexión decisiva con el pensamiento ilustrado. Es, por tanto, el que se armoniza
plenamente con el modelo liberal de las profesiones: cuando se le hace el referente
último de todo, la perspectiva social queda enormemente debilitada. En cuanto al
principio de beneficencia, hoy en día tiende a interpretársele decisivamente condicionado
al de autonomía: como profesional, tienes que hacer al usuario el bien tal como se
entiende en tu profesión, pero si éste define su bien de otra manera, tienes que
respetado. Esto es, estos dos principios están funcionando hoy marcadamente según el
esquema relacional contractual entre individuos. En realidad, si se contempla la referencia
al bien con un enfoque más aristotélico y de bien común, el principio de acción
benefactora se complejiza y pasa a tener puentes no sólo con la autonomía, sino también
con la justicia social. Dejando aquí, de todos modos, esta posible línea de indagación, en la
conciencia hoy dominante de lo que debe ser la ética profesional el principio que puede
garantizar la orientación social de ésta es, sin duda, el de justicia.
Este principio, en efecto, exige que los profesionales, con su práctica, hagan justicia al
cliente o usuario, pero de modo tal que ello no suponga ninguna injusticia a los demás 27. Y
es desde esta condición desde donde la impregnación social de la ética profesional resulta
manifiesta. He aquí algunos ejemplos: los profesores de una escuela primaria no pueden
centrar sus energías en enseñar a los más capacitados causando con ello la marginación
de los desaventajados; los médicos de un hospital público no pueden utilizar en unos
pocos los recursos disponibles, no teniendo en cuenta al conjunto de la población
necesitada de ellos; los empresarios no pueden dedicarse a la lógica del puro intercambio
—aduciendo como justificación que es libre— si ello supone empujar a una grave
precariedad a las poblaciones que quedan marginadas. EI criterio general que unifica estos
ejemplos es el siguiente: no hagas servicios profesionales que, por su naturaleza o por el
modo como los haces, alimentan la injusticia.
Habrá bastantes que no estén de acuerdo con el último ejemplo. Por supuesto, y
especialmente, los que asumen un enfoque liberal estricto de la ética profesional. Para
ellos la justicia que tiene que ver con bienes y recursos —la que aquí se está
considerando—, es en la práctica sólo la justicia conmutativa, pero no ya buscando
realizar el criterio de paridad de valor entre lo intercambiado, sino guiándose
exclusivamente por el acuerdo de las voluntades intercambiantes. Con este enfoque los
empresarios citados no deben tener ningún complejo de ser injustos (o tendrán aún
menos si confían en la «mano invisible»). Si quieren realizar iniciativas «humanitarias» con
los marginados, será con lógicas morales puramente supererogatorias.

mínima básica de la justicia: lo que se te impone como profesional, ineludiblemente y antes que nada, es no hacer daño
al que atiendes. Dada esta circunstancia, y sin entrar más en el debate, aquí voy a suponerlo incluido en uno u otro
principio.
27
Este criterio puede aplicarse a las tres modalidades de la justicia propuestas por Aristóteles: la correctiva (hoy
diríamos penal), la conmutativa o de intercambio y la distributiva. Aquí voy a tener en consideración especialmente a las
dos últimas. Un ejemplo de aplicación a la primera modalidad del criterio señalado sería éste: como médico, cuando
salve con mi asistencia al que sé que es un potencial asesino, tengo que tratar de hacerlo de forma tal que el asesinato
no se produzca. En las crisis humanitarias a causa de las guerras, este criterio suele ser realmente difícil de llevar a la
práctica, encontrándose el profesional con lo que Ricoeur llama «lo trágico de la ética», porque, haga lo que haga, se
ropa con el mal: el no curar a ciertos heridos es dejarles morir, el curarles es fortalecerles para que sigan cometiendo
atrocidades.

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Ya destaqué en el apartado precedente las razones por las que considero totalmente
insuficiente este enfoque, e injusto cuando se pretende exclusivo. Por eso, entiendo que
la justicia que más decisivamente debe tenerse presente a la hora de hacer realidad el
principio de justicia de la ética de las profesiones tiene que ser la justicia distributiva en su
sentido denso, la que persigue repartir entre todos los ciudadanos, por mediación de las
instituciones públicas en el modo y medida que se precise, bienes y recursos con criterios
de equidad e imparcialidad, de manera tal que se satisfagan sus necesidades básicas,
gracias a lo cual estén en disposición de hacer efectivas sus capacidades. Es la modalidad
de justicia que, por eso precisamente, se llama también justicia social. No entro aquí a
presentar los diversos enfoques de ésta, con sus correspondientes plasmaciones
institucionales políticas y sociales 28. Me limito a señalar que debe tratarse de una justicia
que tenga referencias de este tipo: los derechos humanos indivisibles, incluyendo por
tanto como derechos plenos los derechos sociales, que inspiran lo que debe ser repartido;
el liberalismo igualitario, si es que se quiere abordar esta temática con el enfoque liberal,
en el que, en la versión de Rawls 29, lo que deben distribuirse son los bienes sociales
primarios, con los famosos criterios de igualdad de oportunidades y del principio de la
diferencia; el socialismo democrático, si se quiere tener arraigo en esta corriente, que
enfatiza, sin imposiciones dogmáticas ni totalitarias, el criterio de «a cada uno según sus
necesidades, de cada uno según sus capacidades»30.
De todos modos, en este tema de la justicia no está solamente la variable ideal de los
bienes que deben repartirse y los criterios de reparto; está también la variable real de los
recursos de que dispone la sociedad. Siempre se tratará de recursos limitados. Y es aquí
donde puede aparecer el enfoque utilitarista: dado que es imposible satisfacer a todos,
hagamos que, con imparcialidad, esos recursos redunden en bien de la mayoría, aunque
ello suponga, como precio inevitable, que la minoría se queda sin acceso a ellos.
Considero a este respecto que este enfoque no debe ser asumido como defendible a
priori, genéricamente, porque renuncia a hacer eficaz el referente de la dignidad humana
común. El criterio de justicia exige que se satisfagan las necesidades de todos, sin que
ningún sector de la población funcione como chivo expiatorio para el bien de los demás.
Quizá a los profesionales no les quede más remedio que ser fácticamente utilitaristas en
situaciones de escasez palmaria de recursos. Pero en ese caso el referente tiene que
seguir siendo el universal de los derechos, para reconocer con dolor moral la fragilidad
28
Dentro de la ingente bibliografía sobre teorías de la justicia, he aquí dos que pueden ser útiles al preocupado por la
ética de las profesiones: R. Gargaralla. (1999), Las teorías de la justicia después de Rawls. Barcelona: Paidós; Ch.
Arspergen y Ph. Van Parijs. (2002), Ética económica y social. Teorías de la sociedad justa. Barcelona: Paidós.
29
Recuérdense sus ya clásicas obras: J. Rawls. (1970), Teoría de la justicia. Madrid: FCE; J. Rawls. (1966), El liberalismo
político, Barcelona: Cátedra.
30
Considero, además, que no debe olvidarse el trasfondo o modulación cultural —y por tanto, abierto a la pluralidad—
de las teorías de la justicia, incluso cuando, como es el caso de las inspiradas en los derechos humanos, tienen una
pretensión universal. En este sentido, es importante tener también como referencia la conocida obra de M. Walzer
(1993), Las esferas de la justicia. México: FC, matizada en su relativismo por obras como M. Walzer (1996), Moralidad en
el ámbito local e internacional. Madrid: Alianza. La cultura, con su momento histórico propio, interviene en la definición
tanto de los bienes que deben repartirse como del criterio de reparto. Lo que nos pide alimentar un "círculo virtuoso»
entre lo transcultural universalizable y lo cultural particularizado. He trabajado esta temática en varios textos, entre ellos
en: X. Etxeberria. (1999) "El debate sobre la universalidad de los derechos humanos", en V.V.AA., La Declaración
Universal de Derechos Humanos en su cincuenta aniversario. Un estudio interdisciplinar, Bilbao: Universidad de Deusto,
p.309-399.

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coyuntural de su realización, y empujar a transformar la sociedad que ha obligado a la


excepción a fin de que esa coyuntura —y la correspondiente excepcionalidad—
desaparezca31.
Clarificado de este modo el principio de justicia, estamos en disposición de formular otro
criterio que hace avanzar en lo que supone la perspectiva social de la ética de las
profesiones: debe reconocérsele a este principio prioridad sobre los principios de
autonomía y de beneficencia. Es decir, profesionales e instituciones sólo podrán realizar
aquellas acciones benefactoras, sólo podrán respetar aquellas voluntades autónomas que
no contradigan las exigencias de la justicia social. Hay que advertir, por cierto; que cuando
el usuario, en el ejercicio de su autonomía, pide lo que le corresponde en justicia, se está
situando más propiamente en el principio de justicia que en el de autonomía —tomado
éste con el enfoque liberal, el que de hecho funciona, que apunta a la legitimidad de la
libre autorrealización»—.
Hasta ahora, las consideraciones hechas sobre la justicia las he dirigido directamente a los
profesionales. Pero, por otro lado, he indicado que la justicia distributiva se realiza por
mediación de las instituciones públicas. Distribuir es, en realidad, redistribuir los bienes y
recursos de una sociedad, impulsar las adecuadas medidas jurídicas y políticas en torno a
aquello que los ciudadanos deben aportar y recibir. En este sentido, los primeros
responsables de la realización de la justicia son los que dirigen esas instituciones públicas.
De todos modos, incluso a esta responsabilidad se adhieren los profesionales: en Ia
medida en que es mediada en su efectuación por prácticas profesionales, los implicados
en ellas están llamados a analizarlas críticamente, a colaborar eficazmente con ellas
cuando las ven correctas, a exigir cambios cuando entienden que no reflejan la justicia
debida.
Además de este primer momento público de responsabilidad, los profesionales tienen que
afrontar también como colectivo su cuota de responsabilidad en torno a la justicia. Las
profesiones más significativas se han constituido en Asociaciones o Colegios. No sólo
deben velar por que se haga justicia también con ellos, ni velar sólo por sus intereses
particulares legítimos, deben sentirse también llamados a velar por que se realice la
justicia que depende de la práctica profesional en la que están implicados. Tienen que
constituirse a este respecto en agentes del espacio social, mencionado en el apartado
precedente. Una de las condiciones básicas para ello es que se controle la inclinación al
corporativismo de modo tal que nunca los intereses del cuerpo profesional se pongan por
encima de la justicia debida a los ciudadanos dependientes de él.
Acabando con esta referencia a la responsabilidad social, hay que subrayar, por último,
que los profesionales tienen que asumirla de modo especial en su propia práctica como
profesionales, tanto cuando lo que hacen se enmarca dentro de una institución como
cuando es estricta relación interpersonal.

31
Me gusta aclarar que en nuestra situación actual, a nivel global, no hay escasez sino limitación de recursos. Esto es,
que si los administramos bien nos llega para todos. Para que ello sea una realidad hay que contemplar una justicia que
articule su alcance local con su alcance internacional. He estudiado este tema en: X. Etxeberria. (2002) "Justicia
distributiva internacional", en V.V.A.A., Ética y derechos humanos en la cooperación internacional. Bilbao: Universidad
de Deusto, p.13-37.

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Ética de la agricultura Prof. Pablo Martínez Becerra

Cada circunstancia tiene sus propias exigencias, que deben ser atendidas. En la práctica
profesional mediada institucionalmente la dimensión social de la profesión tiende a
hacerse más evidente. En ella, igualmente, las posibilidades de realización de la justicia se
agrandan. Pero a su vez, las responsabilidades se complejizan, porque la referencia no es
sólo uno mismo, sino también la misión y objetivos que se formula la institución, sus
autoridades, etc., pudiendo surgir tensiones e incoherencias ante las que toca discernir de
acuerdo a los criterios de justicia. Por otro lado, de cara a la aplicación del principio de
justicia, es importante distinguir si la institución en la que se inserta el profesional se sitúa
en el espacio público, social o privado. Si se sitúa en el espacio público o en el social, está
claro que debe tenerse como referencia explícita constante la justicia en su sentido más
universalizable y denso, en la conciencia de que los recursos de que se dispone o son
públicos o, si tienen su origen en donaciones privadas, han sido dados para fines sociales.
Si se sitúa en el espacio propiamente privado, esto es, centrado en intereses legítimos no
generalizables, puede asumirse la lógica contractual que se planteó al presentar el modelo
liberal y que en este apartado lo he replanteado como justicia conmutativa; pero, si se
defiende la concepción de la justicia aquí postulada, una sociedad no puede organizarse
de tal modo o con tales dominancias de este modelo contractual privado que en la
práctica suponga que la población desfavorecida se ve privada de atenciones
profesionales a las que tiene derecho o las tiene en formas inadecuadas (piénsese
especialmente en campos como el de la salud o la educación, pero también en otros como
la defensa legal cuando se es acusado, etc.).
En conclusión, los profesionales, como individuos y como colectivos organizados, no
deben desentenderse, en cuanto profesionales, de la búsqueda de la justicia social. O
dicho en positivo, deben ser expresamente vehículo de su realización 32.

32
Corroborando esta misma idea con palabras de A. Hortal: «La ética profesional que no se enmarca en una ética social
tiende a corporativizarse e ideologizarse. El principio de justicia obliga a situar el ejercicio profesional en el marco de una
ética social. La ética social abre la perspectiva en la que se articulan las múltiples necesidades e intereses de los
diferentes grupos y personas con las posibilidades y recursos disponibles en la sociedad conforme a criterios de justicia.
De esta manera se corrige la tendencia al corporativismo. Las profesiones, y con ellas la ética profesional, corren el
peligro de constituir un espacio segregado, alejado de las necesidades sociales, para crear un mundo plenamente
autónomo, al margen de lo que la sociedad necesita de ellas, de la escasez de recursos con que cuenta para financiar sus
actividades, de las desigualdades sociales que si bien los profesionales no son los únicos que las pueden remediar,
tampoco pueden ignorarlas y contribuir a consolidarlas o agudizarlas». O. c. 155.

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