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Hannah Arendt
Autor: Julia Urabayen
El pensamiento de Hannah Arendt nace en un contexto histórico sumamente convulso,
el totalitarismo, y lleva la huella de su vivencia personal. A pesar de eso, no queda
encerrado en su situación, sino que se plantea preguntas que siguen preocupando al
hombre actual. La vigencia de sus ideas se hace patente por la gran cantidad de estudios
que se han publicado y siguen publicándose sobre ella. La filósofa formada en la
fenomenología de Heidegger y el pensar existencial de Jaspers busca la creación y
mantenimiento de un espacio público de aparición que garantice el derecho a tener
derechos.
En esta voz se presentará someramente su biografía y más ampliamente algunos de
los temas centrales de su obra. De ahí que se aborde el estudio de la tradición oculta y
de los orígenes del totalitarismo, la distinción entre vida activa y vida contemplativa; las
diferentes actividades de la vida activa; su noción de política y sus condiciones: la
pluralidad y la libertad; la revolución como acto fundacional junto con el problema del
mantenimiento del novus ordosaeculorum; y, por último, la vida del espíritu: el papel de la
filosofía y del juicio.
Índice
1. Biografía
2. La tradición oculta y el estudio de los orígenes del totalitarismo
2.1. El paria, el advenedizo y el apátrida
2.2. Naturaleza y orígenes del totalitarismo
2.3. Racismo y totalitarismo
3. La vida activa: labor, trabajo y acción
4. Las condiciones del espacio político: libertad y pluralidad
5. Fundación y mantenimiento del espacio político: el poder frente a la violencia
6. La responsabilidad del pensar: el juicio y la relación de la filosofía y la política
7. Bibliografía
7.1. Obras de Arendt en español
7.2. Obras sobre Arendt
7.3. Links recomendados
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1. Biografía
Hannah Arendt nació el 14 de octubre de 1906 en Hannover en el seno de una familia
hebrea asimilada y pasó su infancia en Königsberg, la ciudad de Kant, en donde fue
criada por su madre. De una inteligencia clara y precoz, Arendt lee a Kant y a Jaspers a
los catorce años, y se apasiona por el estudio del griego y por Kierkegaard, a quien lee a
los diecisiete años. En 1924 asiste en Marburgo a las clases de Heidegger, y en 1925 en
Friburgo acude a las lecciones de Husserl y conoce a Jaspers, quien dirigió su tesis
(obtenida en 1928 y publicada en 1929: El concepto de amor en San Agustín) y con
quien mantuvo una profunda amistad y relación de intercambio intelectual durante toda
su vida. Desde esta época de juventud, la mayor influencia filosófica en la obra de Arendt
es el pensamiento de Heidegger. Ésta leyó muy pronto Ser y tiempo, obra que dejó una
huella profunda en su pensamiento, especialmente en su libro más conocido: La
condición humana. A pesar de ello, la filosofía arendtiana sigue un curso propio que le
llevará, como se verá en el apartado cuatro, a planteamientos alejados de los del
pensador del olvido del ser. Tras años de separación, maestro y discípula se
reencontraron y reanudaron su relación personal e intelectual (Arendt se ocupó de la
publicación de las obras de Heidegger en lengua inglesa). Aunque la filósofa hebrea
conservó su admiración por el pensamiento de Heidegger y leyó sus nuevos trabajos con
interés, la influencia de éstos es menor que la de la gran obra de 1927.
El reconocimiento y el interés por su identidad judía son más bien tardíos, pero se
acentúan a lo largo de 1932 y 1933, cuando debe abandonar su Alemania natal. A partir
de este momento pasa a un primer plano el trabajo práctico, la necesidad de defenderse
y resistir como judía colaborando con diversas organizaciones. En París, primera parada
larga de apátrida (le fue retirada la nacionalidad alemana en 1937 y hasta 1951 no
obtuvo la nacionalidad estadounidense), acude a los cursos de Kojève sobre Hegel,
conoce a Brecht, a Koyré y a Benjamin, cuya obra Tesis sobre la filosofía de la
historia logra llevar consigo en su huida a Nueva York. En esa ciudad trabaja como
periodista y desde el diario de lengua alemana en el que escribe pide la formación de un
ejército judío para combatir el nazismo y hacer surgir, de este modo, una conciencia
política en ese pueblo —el suyo— que carece de tal. En años posteriores se opone a la
idea del Estado de Israel de David Ben Gurión y propone una federación binacional en la
que ni los judíos ni los árabes gozarían de un estatuto mayoritario. Sin embargo, su
modelo de Estado no es bien recibido y queda como una postura marginal y solitaria.
Tras la Segunda Guerra Mundial, ya instalada en Estados Unidos, Arendt se consagra
a la reflexión sobre la filosofía política, lo que se plasma en sus obras más
importantes: Los orígenes del totalitarismo (1951), La condición humana (1958), Entre el
pasado y el futuro: ocho ensayos sobre el pensamiento político (1961), Eichmann en
Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal y Sobre la revolución (1963), Hombres
en tiempos de oscuridad (1968) y Sobre la violencia (1970). A partir de finales de los
años sesenta, se interesa especialmente por la crisis política que está viviendo Estados
Unidos, lo que queda reflejado en su libro Crisis de la República (1972). En sus últimos
años de vida, vuelve a la preocupación inicial de su reflexión: la propia filosofía. Su
muerte en 1975 deja inacabada su última obra: La vida del espíritu (1978). Pero, gracias
al material de sus clases y a algunas notas de lecturas que Arendt había preparado, en
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1982 se pudo publicar Conferencias sobre la filosofía política de Kant, texto que deja
entrever las líneas fundamentales de lo que hubiera sido el tercer libro de su obra
inacabada. En los últimos años se han publicado diversos textos que permiten hacerse
cargo de un modo más adecuado de la totalidad de su pensamiento. Entre estas obras
destacan Diario filosófico 19501975 (2002), Ensayos de comprensión 1930
1954 (2005), Responsabilidad y juicio (2003), Una revisión de la historia judía y otros
ensayos (2004) y La tradición oculta (2004). También ha sido editada su correspondencia
con su marido y con varios de sus amigos: Heidegger, Jaspers y Mary McCarthy, entre
otros.
La dura experiencia personal de esta filósofa le conduce a un cuestionamiento de los
modos de pensar tradicionales y a una reflexión sobre la política entendida como
aparición en el espacio público. Por todo ello se dedicó a reflexionar sobre su tiempo,
sobre la historia del siglo XX. El aspecto existencial que mayor vinculación tiene con su
teoría política es, como ya se ha señalado, la vivencia personal de su ser judía. Arendt se
ha convertido conscientemente en una paria, en una judía que ha perdido la tradición en
la que insertarse y en una alemana que ha sido expulsada de su país. De ahí que, por
otra parte, jueguen en su pensamiento un papel clave sus raíces alemanas a las que
nunca quiso renunciar, y que la vinculan no solo con su lengua materna, sino también
con algunas de las corrientes filosóficas más importantes del siglo XX: la fenomenología
y, en menor medida, la filosofía existencial germana. Estas dos dimensiones de su
identidad, conducen a una misma conclusión: la necesidad de garantizar el espacio
público y de entender la política como diálogo o espacio de aparición basado en dos
rasgos de la condición humana: la mundaneidad y la pluralidad.
2. La tradición oculta y el estudio de los orígenes
del totalitarismo
2.1. El paria, el advenedizo y el apátrida
Las primeras obras de la pensadora alemana, dejando de lado su tesis dedicada a
San Agustín, se centran en reflexiones sobre lo que podría denominarse temática
judía: Rahel Varnhagen: la vida de una judía (comenzada en Alemania en 1929,
terminada en Estados Unidos y publicada por primera vez en Londres en 1958); dos
escritos de 1932 y 1945, junto a otros textos publicados por primera vez en 1948, que
fueron recopilados y editados en 1976 bajo el título La tradición oculta, así como la obra
publicada en 1978 The Jew as a Pariah: Jewish Identity and Politics in Modern Age, que
es una colección de artículos escritos entre 1942 y 1966. Sin olvidar la polémica obra de
1963, Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal.
Esta investigación está, en gran parte, motivada por el expreso deseo de Arendt de
responder como judía al ser atacada como tal. A pesar de ello, en todas sus obras busca
el sentido político y las dimensiones universalizables, no lo particular. Por ello se mueve
en el ámbito de los ensayos políticos, como en otros textos de temática no judía. Arendt,
por tanto, apela a la tradición oculta buscando sus posibles aportaciones a la teoría
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política. En su estudio destacó dos categorías tomadas de Weber y de Lazare: el paria y
su oposición al advenedizo; así como el apátrida, que es una de las figuras que mayor
importancia adquiere tras la Primera Guerra Mundial. Éstas son las categorías que ha
aportado el pueblo judío, que ha sido siempre un pueblo excluido del seno de los pueblos
de Europa. Han sido los judíos los que han creado la idea de un tipo humano peculiar y
dotado de un papel relevante en el mundo moderno: el paria. Este tipo humano ha
adoptado diversas formas, que Arendt simboliza en cuatro: el “Schlemihl” (término yiddish
que designa a una persona con intervenciones desafortunadas o que es víctima de la
mala suerte) de Heine, el paria consciente de Lazare, el sospechoso de Chaplin y el
hombre de buena voluntad de Kafka.
Heine presenta al paria como un príncipe que por el maleficio de una bruja se ha
convertido en un perro que los viernes por la noche y durante un día deja de ser ese
animal para vivir el Sabat, que es la verdadera existencia judía. El poeta del pueblo, por
otra parte, muestra en sus canciones otra imagen del judío: el que queda fuera de las
instituciones y no tiene intención de integrarse. La existencia del verdadero paria se basa
en la risa y en la creencia en la igualdad de todos, ya que el sol brilla para todo el mundo;
así como en el cinismo ante las jerarquías e instituciones que los seres humanos se han
afanado por introducir artificialmente en el mundo. La libertad humana reside en la
distancia respecto a toda obra humana. Sin embargo, Heine logró una verdadera
amalgama del pensamiento alemán y el judío e introdujo en la lengua alemana muchas
palabras hebreas, por lo que «es el único alemán que hubiera realmente podido decir de
sí mismo que era alemán y judío, ambas cosas a la vez» [La tradición oculta: 56].
Para Lazare, el judío emancipado debía convertirse en un paria consciente: un rebelde
o un representante de un pueblo oprimido que une su lucha a la de todos los demás
pueblos parias. Tanto para el francés como para la alemana es necesario oponerse a la
asimilación y enfrentarse al judío advenedizo, ya que éste hace tanto daño al judío como
el que no lo acepta. Hay que resistir a la opresión e intervenir políticamente en el mundo
de los seres humanos y quien no lo haga es responsable de su situación. Pero su intento
de lucha política se enfrentó con la oposición del paria, que no deseaba ser un rebelde y
prefería seguir como estaba, a pesar del alto coste que debía pagar por ello. Con
Chaplin, el pueblo más impopular ha creado la figura más popular: el encantador
pequeño hombre del pueblo. Este paria es un hombre fuera de la sociedad que choca
constantemente con la ley y el orden, y solo se salva por su ingenio o por la bondad de
alguien que le ayuda. Es un hombre siempre sospechoso para la sociedad, pero es
simpático porque resulta humano e inocente. Esta figura del paria representa a cualquier
ser humano.
La última versión del paria la encuentra Arendt en las obras de Kafka como el hombre
de buena voluntad que no es nadie para la sociedad y, por ello, ve negada su propia
realidad. Sus héroes se enfrentan a la sociedad de un modo consciente y deliberado, y
muestran cómo les fue a los que trataron de asimilarse al pueblo y exigieron sus
derechos como seres humanos, señalando que solo los aceptarían de este modo:
recibieron como respuesta el desprecio y el miedo del pueblo. Por ello, Kafka opta por el
sionismo que pretende acabar con el carácter excepcional del judío para convertirlo en
un pueblo normal, un pueblo como los demás. Para la pensadora judía la existencia del
paria tiene algo que le ennoblece y le hace grandioso, ya que, a pesar de su “inutilidad
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política” vive en libertad y su existencia no es absurda. O no lo era hasta el cataclismo
acontecido en el siglo XX.
La experiencia del totalitarismo generó, a su vez, un enorme movimiento de población,
lo que hizo que la cuestión de la ciudadanía y su pérdida (el apátrida) adquiriera una
relevancia hasta entonces desconocida. El ser humano que está en “tierra de nadie”
pierde su derecho a tener derechos y queda totalmente desasistido. Por ello solo la
recuperación de ese espacio público, de la ciudadanía, permitirá garantizar el derecho
mínimo a todas las personas. Arendt reflexiona sobre la experiencia de la pérdida de la
ciudadanía, de los refugiados apátridas que han tenido que salir de su país y perder sus
derechos civiles y políticos. Según la definición de la Sociedad de Naciones en 1921,
estos son personas que han tenido que pedir «protección a un país extranjero porque
eran perseguidas en sus propios países a causa de sus ideas o de su actitud política».
Pero esta definición ha quedado caduca cuando existe un grupo de personas que ha sido
obligado a salir de su país por ser quienes son, por su identidad, y no por sus actos. Para
Arendt estas cuestiones que han surgido principalmente del estudio del pueblo judío, han
de pasar a la teoría política, pues lo que ha descubierto la dura experiencia del nazismo
es que esto mismo puede llegar a pasarle a cualquier pueblo y así el pueblo judío ha
perdido la exclusividad de ser el pueblo paria.
2.2. Naturaleza y orígenes del totalitarismo
Estas reflexiones sobre la cuestión judía se completan, en parte, con la primera gran
obra de Hannah Arendt: Los orígenes del totalitarismo. Este libro, que es ya un clásico,
ha recibido diversas críticas [Benhabib 1990], pero continúa siendo no solo un texto de
referencia para abordar esa temática, sino también el escrito en el que aparecen muchas
de las cuestiones que la pensadora política abordará en sus trabajos posteriores. La obra
está formada por tres partes: Antisemitismo, Imperialismo y Totalitarismo; y fue retocada,
ampliada y reeditada en dos ocasiones. Este estudio tiene como objetivo principal
rastrear esos orígenes, esas corrientes subterráneas que han confluido en la aparición de
un fenómeno sin precedentes y totalmente novedoso en la historia: el totalitarismo. De
ahí que Arendt no hable de causas, lo que carece de sentido al abordar la historia, sino
de cristalización de elementos. El totalitarismo, lo mismo que la historia, ha de ser
comprendido y no explicado causalmente. En su intento de comprensión de este
fenómeno, la alemana destaca dos aspectos importantes. En primer lugar, que no se
puede pensar con categorías tradicionales, sino que demanda unas nuevas porque su
originalidad es radical y sus acciones han destruido las categorías tradicionales de juicio.
En segundo lugar, que el verdadero sentido de la política, que es lo que ha faltado en el
totalitarismo, es el discurso, ya que la violencia es siempre muda.
El totalitarismo es un concepto poco definido y más bien vaporoso, que había sido
estudiado por varios autores con anterioridad a Arendt, pensadores a los que ella tuvo en
cuenta, con la intención de ir más allá, precisamente tratando de ofrecer una delimitación
más certera de qué sea el totalitarismo. Considera que es una forma política moderna
que no se parece en nada a las formas de gobierno tradicionales. Se basa en el poder de
la organización que es capaz de destruir el poder de la realidad y reposa sobre la masa
humana, que ha sido atomizada e indeterminada. El rasgo específico del totalitarismo es
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el protagonismo de las masas, identificadas con el puro número y absolutamente
indiferenciadas. En este régimen, todo se convierte en política y todas las cosas se
vuelven públicas. Para Arendt, la experiencia de la que nace el totalitarismo es la soledad
o ausencia de identidad, que solo es posible en la relación con los otros seres humanos.
Por ello atacará aquello de lo que carece. Es, por tanto, un individualismo gregario.
El totalitarismo pretende aplicar directamente las leyes de la naturaleza o de la historia
a la especie humana, no fundarse en la voluntad arbitraria o caprichosa, sin ley, que es el
rasgo propio de la tiranía. Además, la dominación total busca abolir la diferencia entre
privado y público. De este modo, anula el verdadero sentido de la política y hace inviable
la aparición y la creación de la identidad. El medio del que se sirve para lograr su objetivo
es la destrucción de la pluralidad, que se lleva a cabo de un modo gradual. Primero se
niegan los derechos de ciertos colectivos y luego se procede a una destrucción de la
persona moral por lo que se corrompe toda solidaridad humana. Por último se niega la
identidad propia mediante los campos de concentración. En este espacio se produce lo
que el filósofo italiano Giorgio Agamben denomina la “nuda vida”, en la que los seres
humanos son encerrados en su soledad y anulados en el olvido, en los pozos del olvido.
Por ello la comprensión de este acontecimiento requiere renovar toda la teoría política: es
la experiencia del mal radical, de que todo es posible y los seres humanos son
superfluos.
La pensadora hebrea considera fundamental investigar los orígenes de este
acontecimiento histórico que ha asolado a Europa. En su estudio indicó que una de sus
raíces es el antisemitismo y la otra el imperialismo. Solo en los siglos XIX y XX, tras la
emancipación y el aumento de la asimilación, desempeñó el antisemitismo un papel en la
conservación del pueblo hebreo, puesto que entonces los judíos aspiraban a ser
admitidos en la sociedad no judía. Es decir, para Arendt no es el antisemitismo lo que
dota de unidad e identidad al pueblo hebreo. Éste es solo uno de los elementos que ha
constituido el suelo nutricio del totalitarismo. El antisemitismo, por tanto, fue
ideológicamente utilizado por el totalitarismo, pero se ha de romper con el mito de que el
judío solo toma conciencia de su identidad desde el no judío y más concretamente desde
el antisemitismo.
En la primera parte de la obra reflexiona sobre el antisemitismo de los siglos XVIII y
XIX. La pensadora alemana mantiene que la relación de los judíos con la NaciónEstado
en los diversos países europeos explica el surgimiento del antisemitismo, visto como
origen del totalitarismo, ya que en las décadas que precedieron a la Primera Guerra
Mundial los judíos perdieron todo papel en las relaciones con los Estados, puesto que no
habían entrado a formar parte del proceso imperialista y capitalista, y a la vez se
encontraron asimilados y desgajados de su propia tradición. Por ello fueron vistos como
seres con una gran cantidad de dinero que no ofrecían ninguna utilidad pues carecían de
poder.
La otra cara, la asimilación, es estudiada en el segundo capítulo de esta primera parte.
Allí, Arendt afirma que, provenientes de una tradición que carece de conciencia política,
los judíos no supieron ver la tensión creciente entre el Estado y la sociedad, ni ser
conscientes de las circunstancias que les iban a convertir en el centro del conflicto. La
discriminación social destacó la diferencia de los judíos justo en el momento en que se
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trató de establecer la igualdad de todos los ciudadanos. La sociedad no admitió a los
judíos, sino a las excepciones del pueblo judío, lo que hizo que éstos se dividieran entre
parias y advenedizos. Lo verdaderamente demoledor es que en este lento proceso de
asimilación se perdió el sentido del judaísmo y apareció la “judeidad”. Ante el fuerte
antisemitismo de las últimas décadas del siglo XIX, la respuesta judía fue el sionismo
(expresado en el libro de 1896 de Theodor Herzl: El estado judío) o la asimilación que
implica la negación de sí mismo. Arendt rechaza con ironía y a veces duro sarcasmo a
quienes consideraba unos advenedizos. Por eso la verdadera respuesta para esta
pensadora no es ni el sionismo político, que, al pretender instaurar un Estado, reproduce
el modelo de la NaciónEstado en un momento en el que tal idea ha mostrado su
decadencia; ni la asimilación. Se encuentra en una idea que extrajo de un consejo de su
madre: «si te atacan como judío debes responder como judío», es decir: hay que
recuperar el sentido de la identidad judía.
La otra raíz del totalitarismo, tal como la ve Arendt, es el imperialismo, que establece
la diferencia entre razas superiores y razas inferiores, uniendo la voluntad de obtener
beneficio a cualquier precio y la búsqueda de la felicidad, lo que conduce a la expansión
por la expansión. El imperialismo, que surgió de una unión peculiar del capital y la
chusma (las sobras de todas las clases sociales), se convirtió en un instrumento de
conquista y exterminio de otros pueblos. En este sentido es uno de los detonadores más
netos del totalitarismo cuando surge el imperialismo continental y los panmovimientos.
Arendt señala que la definición de la realidad política desde el concepto de raza ataca de
pleno la idea de democracia ya que dificulta seriamente el principio de igualdad. Además,
la chusma, sumida en la irresponsabilidad y carente de rasgos distintivos, puede
fácilmente generar un fuerte despotismo.
El desarrollo del imperialismo lleva a la idea de que el valor del ser humano es el
precio que pone el comprador; el poder es el dominio acumulado sobre la opinión pública
y lo que permite fijar los precios, convirtiéndose así en el deseo fundamental de todo ser
humano. Esto da lugar a una filosofía política que sostiene que todos los seres humanos
son iguales en su aspiración al poder porque todos son igualmente capaces de matar al
otro. Así el Estado aparece por la delegación del poder y detenta el monopolio de la
capacidad de matar, lo que ofrece la seguridad de la ley. El individuo, en cambio, se
centra en su vida privada y se relaciona con los otros mediante la competencia, de la que
quedan excluidos los desgraciados y fracasados, que no tienen que ver nada con la
sociedad ni con el Estado, que no se ocupa ya de ellos. Esta noción del poder y la
política supone una ruptura con la tradición occidental que consideraba fundamentales el
derecho y la libertad, y los sustituye por la relación de poder, que es siempre inestable y
da lugar a una progresión infinita: “la expansión lo es todo”. Así pues, la teoría del
progreso está profundamente vinculada al imperialismo. Ya desde el siglo XIX se percibe,
según Arendt, la decadencia del género humano que tal doctrina acaba por hacer
realidad, pues la aniquilación es la forma más radical de dominio y poder.
2.3. Racismo y totalitarismo
Dejando de lado un análisis más detallado y crítico del sentido y los elementos del
imperialismo, tal como lo presenta Arendt, lo más destacado es que supone una
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comprensión de los seres humanos en función de la categoría de raza y esto hace
inviable la política en sentido propio: «políticamente hablando, la raza es —digan lo que
digan los eruditos de las facultades científicas e históricas— no el comienzo, sino el final
de la humanidad; no el origen del pueblo, sino su decadencia; no el nacimiento natural
del ser humano, sino su muerte antinatural» [La tradición oculta: 34]. El suelo nutricio del
totalitarismo fue, por tanto, el racismo. A lo que su unió la burocracia. En cambio, el
totalitarismo, a diferencia del imperialismo, dejó de lado el aspecto utilitario y se convirtió
en una ideología capaz de realizar actos contra la economía propia. Se basó en la idea
de elegido y estableció una diferencia entre dos grupos de seres humanos. Al hacerlo,
tuvieron que enfrentarse al pueblo judío que se entendía a sí mismo como el pueblo
elegido. Esto se convirtió en un motor de fanatismo y se fortaleció en una Europa que
estaba asistiendo, tras la Primera Guerra Mundial, a la caída de las NacionesEstado, al
problema de las minorías dentro de las NacionesEstados surgidas tras la desaparición
del Imperio Austrohúngaro, y al aumento de los apátridas, que junto a la abolición del
derecho de asilo por parte de algunos países, dejó en la ilegalidad a multitud de
personas. Este proceso dio lugar a la pérdida del hogar propio y a la imposibilidad de
encontrar uno nuevo, así como a la pérdida de la protección ofrecida por la ciudadanía: la
perplejidad de los derechos del hombre. La situación de completa ilegalidad de muchas
personas fue la antesala para que se diera el paso a negar su derecho a la vida. Pero
para esta filósofa alemana ninguno de estos elementos es totalitario en sí mismo: se
convierten en tal al ser unidos en una síntesis nueva que es contingente, no necesaria.
En la tercera parte del libro sobre los orígenes del totalitarismo, Arendt desea ofrecer
una reflexión sobre de los elementos que lo conforman: la alianza entre el populacho y
las élites, el papel de la propaganda, el tipo de organización del totalitarismo, y la
importancia de la policía secreta; todo lo cual da lugar a la dominación total y al terror,
que es la esencia del totalitarismo. En esta parte final, se encuentra, por tanto, el análisis
del totalitarismo como una especie de modelo que habría adoptado dos plasmaciones
históricas concretas: el nazismo y el estalinismo. Debido a ello, el libro —como ha
señalado Canovan— pierde coherencia o unidad y muestra una clara debilidad o
deficiencia: los orígenes del totalitarismo, el antisemitismo y el imperialismo, no sirven
para explicar el estalinismo [Canovan 1992]. La propia autora fue consciente de esta
carencia y trató de subsanarla realizando un posterior estudio del pensamiento de Marx
como culminación de la tradición filosófica y raíz ideológica del estalinismo. Sin embargo,
no pudo completar ese proyecto, del que han quedado algunos textos que han sido
publicados con el título Marx y la tradición del pensamiento político occidental (2007).
El estudio del totalitarismo como forma de gobierno comienza con la destrucción de las
clases convertidas en masa y con la alianza entre el populacho y la élite; lo cual conduce
a una sociedad marcada por la carencia de intereses comunes, la atomización, el
fanatismo y la manipulación por medio de la propaganda. La organización totalitaria, una
vez establecida en el poder, adquirió la forma de una cebolla llena de capas cuyo rasgo
característico es la multiplicación de organismos. El objetivo buscado fue la eliminación
de la espontaneidad humana y el establecimiento de una ideología racial. Junto a la
espontaneidad, el totalitarismo elimina la responsabilidad. El lugar para experimentar
estas ideas fueron los campos de concentración. En ellos, los hombres dejan de
pertenecer al reino de los vivos y pasan, por el terror, al olvido. Esto es la aparición del
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mal radical. La dominación total, como ya se ha señalado, produce la muerte del hombre
en diferentes pasos: la muerte de la persona jurídica; el asesinato de la persona moral
haciendo imposible el martirio, convirtiendo la muerte en anónima y diluyendo la línea
entre el asesino y la víctima; y la muerte de la individualidad, ya que mediante el
sufrimiento físico destruye la espontaneidad, la capacidad de comenzar algo nuevo a
partir de sus propios recursos.
El totalitarismo no busca la dominación de los hombres, sino que éstos sean
superfluos, pues no puede soportar su imprevisibilidad, su creatividad. El totalitarismo es
una ideología que quiere, mediante el terror, eliminar la pluralidad y por ello promueve el
aislamiento y la soledad: la destrucción de la esfera política de la vida humana y la
desaparición de la vida privada. Así ser superfluo significa no pertenecer en absoluto al
mundo. Frente al totalitarismo, el espacio político que anhela Arendt es justo el contrario:
la apertura del espacio de aparición, que está garantizado por la natalidad, ya que «con
cada nacimiento nace un nuevo comienzo, surge a la existencia potencialmente un nuevo
mundo» [Los orígenes del totalitarismo: 565].
Por tanto, su análisis del totalitarismo conduce a la necesidad de una reflexión política
que restaure la idea de poder como diferente de la violencia. Para ella, el fenómeno
fundamental del poder es la formación de una voluntad común orientada al
entendimiento. Es decir, el poder no es ejercer violencia, sino que se deriva de la
capacidad humana de actuar en común. Una democracia pide un espacio político en el
que el poder no sea violencia, sino acción concertada. El poder es, así, la coacción no
coactiva gracias a la cual se imponen las ideas reguladas por un elemento institucional
reconocido. Por tanto, hay que restablecer un espacio público que asegure la relación
adecuada entre lo privado y lo público, garantice la igualdad política de todos, así como
los derechos civiles, los derechos de las minorías y de los refugiados, y el derecho a
disentir. Para ello tendrá que favorecer los debates, la asociación de los ciudadanos y
toda forma de acción en común.
3. La vida activa: labor, trabajo y acción
Años después de la publicación de su primera gran obra, apareció el libro en el que
Arendt estableció el marco conceptual de su filosofía política, así como las dicotomías y
distinciones más características de la misma. Como han destacado Villa, Benhabib y
Passerin d’Entrèves, a partir de lo que aprendió de Aristóteles gracias a las lecciones de
Heidegger, la pensadora política se dirigió a explorar la vida activa, que es la que había
sido dejada de lado por la filosofía [Villa 1996; Benhabib 1990; Passerin d’Entrèves
1994]. En primer lugar, estableció una diferencia entre vida activa y vida contemplativa, y
afirmó que tradicionalmente se ha dado una preeminencia a la última, a pesar de que la
vida activa es ineludible y se presenta como condición de la contemplación. El enfoque
tradicional ha dado lugar a una falta de reflexión sobre la vida activa y sus sentidos.
Arendt trata de solucionar esta carencia y, al pensar la vida activa, destaca que engloba
tres actividades: labor, trabajo y acción, que son fundamentales, pues «cada una
corresponde a una de las condiciones básicas bajo las que se ha dado al hombre la vida
en la tierra» [La condición humana: 21]. A la labor, actividad que está vinculada al
proceso biológico del cuerpo humano, le corresponde la condición de la vida. Al trabajo,
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que está unido a lo nonatural y a la producción artificial, le corresponde la mundaneidad.
A la acción, que es la única actividad que se realiza entre los hombres sin la mediación
de las cosas, le corresponde la pluralidad. Todo ello está, a su vez, íntimamente
relacionado con la condición más amplia de la existencia propia de los hombres: el
nacimiento y la muerte.
La pensadora hebrea comienza destacando que el ser humano es siempre un ser
condicionado, no determinado, debido a que todas las cosas se convierten en condición
de su existencia al tomar contacto con ellas. La existencia humana no es posible sin
cosas y éstas sin el hombre, al no estar relacionadas, serían un nomundo. Es decir,
Arendt acepta la idea heideggeriana de que el mundo es un plexo o conjunto de
relaciones establecidas por el ser humano. Pero esto —la condición humana— no es la
naturaleza humana, por lo que no define esencialmente a los seres humanos, que
podrían seguir siendo humanos y establecer nuevas condiciones de existencia.
Por otro lado, señala que el factor clave que explica, en parte, la falta de estudio de la
vida activa y de sus dimensiones está vinculado a la distinción entre privado y público,
pues algunas de las actividades de la vida activa forman parte de lo privado, de lo no
público. Arendt destaca que en el ámbito griego el mundo privado supone una privación,
pues todo lo que se realiza en él carece de significado y consecuencia para los demás,
pero es una esfera necesaria y que coexiste con la otra. A veces se ha considerado que
la pensadora hebrea posee una visión peyorativa de lo privado, pero no es así, ya que
para ella esta actividad es muy importante: tiene que ver con el nacimiento, el amor y la
muerte. Ahora bien, para la filósofa alemana hay que tener en cuenta que, como lo
privado representa lo que no es accesible a los ojos del conocimiento, no se ha
constituido en objeto de reflexión filosófica. Pero la comprensión de su sentido es clave.
Así pues, Arendt decide realizar ese estudio necesario y urgente de la actividad no
política del hombre y establece una distinción entre la labor y el trabajo. La labor trata de
cubrir o satisfacer las necesidades naturales y primarias de la vida. Es una actividad que
implica incomodidades, fatigas y dolores, y que, a pesar de ello, al final retorna al círculo
de los procesos naturales, pues es el metabolismo que el ser humano comparte con los
otros organismos vivos: es el ciclo productividadconsumo. Esta actividad se rige por el
signo de la necesidad, de la supervivencia, y, a pesar de eso, posee una productividad,
que reside en el superávit de la fuerza humana que no se agota en lo producido para
cubrir su necesidad. Los bienes de consumo sucumben rápidamente al ciclo natural, pero
el poder de la labor del hombre supera a sus necesidades.
En cambio, el trabajo tiene un comienzo y un fin, y da lugar a una creación autónoma y
objetiva que puede ser utilizada para fines que no son los inmediatos de la vida. Crea un
mundo que tiene sentido y protege al hombre de la naturaleza y le da confianza ante su
propia inestabilidad y mortalidad. Aunque su carácter no es eterno, pues estos objetos
forman parte de la vida y vuelven a ella, tienen una objetividad e independencia respecto
a su productor, lo que hace que resistan a las necesidades de éste. El hombre usa, pero
no consume esos objetos, que por su objetividad, se resisten al ser humano. A esto lo
denomina Arendt “reificación”, lo que supone el proceso por el que el material natural ha
sido sacado de su lugar natural por la mano del hombre, lo que, a su vez, implica una
destrucción, más o menos intensa, de la naturaleza.
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Dejando de lado la interesante cuestión del límite que ha de haber en la actuación del
hombre sobre la naturaleza, lo que destaca Arendt es que estas dos actividades marcan
sendas formas de estar en el mundo y de entender la relación del hombre con la
naturaleza. La labor inserta al hombre en los ciclos naturales y lo sumerge en la
necesidad, pero tiene un papel propio por el que se logra un equilibrio entre el gasto y la
regeneración, siempre y cuando esta actividad no colonice el espacio de otras,
especialmente el del trabajo. Sin embargo, lo que introduce permanencia, estabilidad y
objetividad en el mundo es el trabajo, y esto es fundamental, pues el hombre es un ser
mundano, que tiene necesidad de una estancia estable o permanente. En este punto ha
de tenerse en cuenta que Arendt diferencia entre tierra y mundo. Por tierra entiende el
entorno natural en el que vive el ser humano; en cambio, el mundo es siempre
compartido, es un espacio artificial y es especialmente un espacio existencial o entre
personas: inter est.
Pero esto no cubre todos los aspectos de la vida humana. El hombre qua hombre se
expresa en la acción y el discurso. Si alguien renunciara a esto estaría renunciando eo
ipso a vivir una vida humana. La inserción en el mundo humano es fruto de la iniciativa y
es una especie de segundo nacimiento, es el comienzo de un alguien. Estos seres recién
nacidos se presentan o hacen su aparición en el mundo humano por su acción y su
discurso con y para otros. Lo más característico de la acción es la iniciativa, el comenzar
o poner algo en movimiento que se realiza en un ámbito caracterizado por la pluralidad,
por el vivir entre iguales.
El término acción, señala Arendt, tiene en griego y latín dos formas: archein (agere),
que abarca los ámbitos semánticos de empezar, guiar y mandar, y muestra una
experiencia en la que ser libre y empezar algo nuevo coinciden; y prattein (gerere), que
designa la acción de atravesar, realizar, y acabar como la conclusión de algo. Para la
alemana, la acción se expresa principalmente en el momento de iniciativa o archein, que
luego perdió este significado en favor de su acepción de gobierno. Ése es el sentido que
vincula la acción a la natalidad, en cambio el otro, prattein, lo vincula a la pluralidad, al
momento en que son muchos los que terminan lo iniciado. La acción como iniciativa
permite, por otra parte, la revelación del sujeto, la manifestación de su identidad y su
aparición en el mundo, pues en la esfera de los asuntos humanos ser y apariencia
coinciden. Lo que revela de sí mismo el sujeto de la acción es el quién, su singularidad,
mientras que su qué o naturaleza es lo que comparte con otros. Es decir, lo que muestra
es una biografía, que requiere el juicio de los espectadores. Se trata, por tanto, de una
identidad narrativa, en la que el sujeto de la acción es el actor, pero no el autor.
Por ello, tras destacar el papel que juega la acción dentro de la vida activa, Arendt
aborda su rasgo más característico: la fragilidad, su rápido paso sometido a la posibilidad
de caer en el olvido; que se plasma en la irreversibilidad, pues las acciones no pueden
ser deshechas; y en su carácter impredecible, ya que la acción no se deduce de nada
previo sino que surge de la libertad y se desarrolla en el marco de las relaciones
humanas, lo que hace que su resultado final quede fuera del control del actor y sea un
proceso sin fin. Todos estos aspectos de la acción humana hicieron que la filosofía se
olvidara de ella en favor de la vida contemplativa buscando eludir esa fragilidad. La
solución que Arendt encuentra a este rasgo de la acción reside en las potencialidades
mismas de la acción. La fragilidad de la acción se supera gracias a los relatos, a las
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historias que conservan el recuerdo de las acciones gloriosas, lo que reclama un
narrador y unos espectadores. Aquello que remedia la irreversibilidad es la facultad de
perdonar, lo que no supone la impunidad porque una cosa es el perdón y otra el perdón
judicial. El carácter impredecible, por su parte, es remediado por la facultad de hacer y
mantener promesas, que asienta la estabilidad y permanencia en los acuerdos. El perdón
y el poder de la promesa están constituidos desde la misma acción, pues ambos
suponen la expresión lingüística, la presencia de otros y una conexión con la
temporalidad.
De todo lo expuesto se siguen dos rasgos propios de la acción o de la política. De las
relaciones entre los seres humanos por medio de la acción aparece un espacio entre
ellos (inbetween). Por todo ello, según Arendt, la sentencia aristotélica “el hombre es un
animal político” no es válida: supone que la política es parte de la esencia del ser
humano, cuando en realidad es un espacio de relación, algo que está entre los
humanos. La acción es, por otra parte, lo verdaderamente público, pues a diferencia de la
labor y el trabajo requiere como condición la pluralidad. Ello significa que esta pensadora
alemana está tomando de los griegos y más concretamente de Aristóteles la diferencia
entre privado y público como la distinción entre la necesidad y la libertad. De ahí que
rechace toda confusión de lo público con lo social y toda intromisión, sea del tipo que
sea, de lo social en lo político. La distinción entre lo político y lo social para Arendt es
absoluta, la política no debe ocuparse de lo social. Al separar las necesidades sociales
de la política, Arendt excluye la existencia de una justicia social. De ahí que se le haya
criticado por no comprender ni la necesidad ni la complejidad de las relaciones que hay
entre lo político y lo social. Para ella la política no ha de ocuparse de las cuestiones
sociales porque no son debatibles, sino asunto de expertos y, por ello, pertenecen al
ámbito de la certeza, no al de lo opinable, que es el ámbito de la política.
4. Las condiciones del espacio político: libertad y
pluralidad
La filosofía de Arendt es, por tanto, un intento de pensar la política como un «estar los
unos con los otros los diversos» [¿Qué es la política?: 45]. Con esta expresión que
recoge la importancia de la pluralidad, la pensadora hebrea procede, por una parte, a una
revisión del serenelmundo heideggeriano, que es visto, de este modo, como serenel
mundoconotros, incidiendo en que el ser con otros no es una existencia inauténtica,
sino un rasgo característico de la condición humana. El punto de partida del análisis del
mundo y de la mundaneidad para Arendt es, pues, el de su maestro, pero las
correcciones que le hará serán tan importantes que pondrán de relieve que el paso de la
ontología a la política exige una ruptura radical con uno de los presupuestos básicos de
la noción de serenelmundo, entendido por Heidegger como un existenciario. Arendt
señala como el punto de separación la comprensión heideggeriana del sujeto de la
cotidianidad como existencia inauténtica y cifra la condición de la política en la pluralidad.
Para Arendt el análisis del serenelmundo de Heidegger había desvelado un
concepto fundamental para el estudio de lo político, el mundo, aunque este pensador no
hubiera sido capaz de romper con el antiguo prejuicio de los filósofos frente a la política.
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Le faltaba para ser capaz de dar ese paso una correcta noción de acción y de pluralidad.
El gran maestro alemán no entendió que la verdadera condición humana es la pluralidad
y que ésta es la condición de toda vida política, ya que es una noción central para
entender el espacio público y gracias a él la ciudadanía y la democracia. Es decir, en
cuanto se ve que la pluralidad es un rasgo esencial del ser humano, se entiende que la
política no es una actividad secundaria para este ser que es per se ser con otros.
Heidegger se centra en su análisis de ese primer existenciario en los aspectos que
inciden en la mundaneidad del ser humano y en cómo ese ser en el mundo es
primariamente un estar, o ser, práxicovital, y no un conocimiento o relación noesis
noema. La categoría central de su pensamiento ya no es la intuición eidética, sino el
cuidado del mundo, que implica una relación precognoscitiva con éste, un estar
cotidiano en el mundo respecto al cual el conocimiento es derivado. Es decir, lo que
busca el profesor alemán es precisamente una corrección de la filosofía de su maestro y
creador de la fenomenología: Husserl. Al acusar a su mentor de intelectualismo y de
haber olvidado la inserción existencial, Heidegger está realizando el paso de la
fenomenología hacia el pensar existencial y está modificando de raíz la noción de
filosofía de su maestro: lejos de ser una ciencia rigurosa es una actividad que tiene que
ver más con la prudencia o phronesis que con la razón teórica o nous. La discípula de
Heidegger, por su parte, al realizar una rectificación en la noción de mundo, está a su vez
dando origen a una nueva comprensión de la filosofía como reflexión sobre la vita
activa y especialmente sobre la política, entendida como espacio público.
Para Arendt, la comprensión adecuada del mundo requiere un estudio detenido de la
vida activa, que es precisamente lo que no realizó Heidegger, y lo que le impidió pasar de
la mundaneidad a la pluralidad. Por ello su pensamiento político se funda en una
exploración de las formas de actividad humana que destaca que la actividad
específicamente humana es la acción política o la iniciativa y el debate con otras
personas que surge de la libertad. Solo tras un estudio detenido de la vida activa se
puede recuperar la pluralidad y ver que el estar en el mundo con otros se realiza a través
de la acción y el discurso. El sercon o mundo compartido que ha sido ganado desde el
análisis del mundo, o más concretamente, del serenelmundo, solo puede dar lugar a lo
político si se estudia desde la pluralidad, que es la condición de la acción. Únicamente la
pluralidad o reconocimiento de lo común o lo público hace viable la pluralidad de
perspectivas del juicio y con ello lo político en sentido propio. La pluralidad hace posible
el mundo como espacio de aparición, como espacio configurado por actores y
espectadores. La política tiene que ver con la acción, ya que ésta presupone una
pluralidad que aparece en un espacio público, en el que la acción se convierte en palabra
que no expone un saber, sino una opinión formada por la prudencia y el sentido común.
El otro rasgo característico de la acción humana es la libertad, que es comienzo e
iniciativa. Pocas frases aparecen tantas veces y en tantas obras de Arendt como la que
toma de Agustín de Hipona, a quien dedicó su tesis: «para que hubiera un comienzo fue
creado el hombre». Al establecer la diferencia entre principium (mundo)
e initium (hombre), San Agustín destaca que el inicio del hombre es el inicio de alguien,
que es a su vez capaz de iniciar por sí mismo nuevos cursos de acción. La noción
arendtiana de libertad como comienzo, iniciativa o natalidad está íntimamente vinculada
con la contingencia, con el hecho de que la acción humana es capaz de iniciar algo
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nuevo, algo imprevisible que una vez acontecido es irreversible. La alemana vincula la
política con la libertad: «el sentido de la política es la libertad» [¿Qué es la política?: 61
62]. En primer lugar, Arendt considera que Agustín de Hipona es quien mejor ha
señalado este rasgo porque es el filósofo que vivió el nacimiento de un nuevo orden
secular. Para esta pensadora, influida por la lectura heideggeriana de Agustín como un
“tribuno de la plebe”, éste es un filósofo romano, que debería ser considerado el primer
filósofo de la voluntad. La cuestión que más le interesa a Arendt del pensamiento
agustiniano es su tratamiento de la voluntad como capacidad de iniciar algo nuevo, como
capacidad de comenzar espontáneamente una serie de acciones en el tiempo. Esta
visión de la acción como iniciativa es, por tanto, una crítica de Arendt a la voluntad como
facultad de elección, libre arbitrio, o autodeterminación. Lo que la filosofía ha olvidado es
que la experiencia humana de la libertad es la política y no la libertad interior, que surge
de un alejamiento respecto al mundo. La libertad no es un sentimiento interior, sino una
manifestación exterior.
Esta libertad política como acción con otros es identificada por Arendt principalmente
con el discurso. Los intérpretes de su pensamiento han mostrado que en su obra hay dos
nociones de acción. Por una parte la acción es el hecho o hazaña (debido a la influencia
de Homero) y, por otra, es el discurso (por la influencia de Aristóteles y la idea del
ciudadano deliberativo). La experiencia política de Grecia para la alemana muestra que la
acción política, a diferencia de la prepolítica, es discurso y no violencia. Por ello Arendt
insiste en que la vida política es la relación entre las personas por medio del discurso y el
debate. Como han señalado diversos estudiosos del pensamiento arendtiano,
especialmente Canovan, estas ideas inscriben a Arendt en la tradición del
republicanismo, que considera el espacio público como espacio de libertad política
[Canovan 1992].
5. Fundación y mantenimiento del espacio político:
el poder frente a la violencia
La política es el espacio en el que se tratan los asuntos humanos, que se concretarán
en leyes, constituciones, estatutos e instituciones. La política es, por tanto, un espacio
delimitado por leyes, que es lo que permite la acción y el discurso. Por ello una de las
cuestiones claves para esta pensadora fue la fundación de la ciudad y, profundamente
conectado con esto, las revoluciones modernas, que dan lugar a «la reemergencia de la
auténtica política» [¿Qué es la política?: 164].
El estudio de las revoluciones le permite a Arendt recuperar el tesoro perdido de la
experiencia política de la fundación y del sentido de la felicidad pública. La capacidad de
iniciativa, de dar lugar a algo nuevo se ve, según la alemana, principalmente en los
primeros momentos de las revoluciones y en las experiencias de los consejos populares,
que ella ve como el mejor remedio a la sociedad de masas y como el resultado
espontáneo de todas las revoluciones (Arendt está pensando en este caso no solo en la
revolución francesa y americana, sino también en la húngara). El otro problema es cómo
mantener ese espacio, ese momento fundacional de inicio, creación y comienzo sin que
se deslice hacia una institucionalización de la acción que impida el verdadero ejercicio de
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la política. El acto de fundar un nuevo cuerpo político supone una preocupación por la
estabilidad y durabilidad, pero no puede reducir el espacio de aparición y de toma de
decisiones. Es decir, Arendt es partidaria de una democracia directa frente a una
representativa y, siguiendo a Jefferson, de un sistema federativo.
Éstas son las preocupaciones que vertebran su obra Sobre la revolución, en la que
reflexiona sobre la revolución americana y la revolución francesa. Desde el inicio queda
claro que otorga especial importancia a las revoluciones porque el momento del yano y
el todavíano es el de la acción: «las revoluciones constituyen los únicos acontecimientos
políticos que nos ponen directa e inevitablemente en contacto con el problema del
origen» [Sobre la revolución: 21]. Tras esa fundación, la autoridad (de augere) lo que
hace es aumentar la fundación legada por los mayores, lo que constituye el segundo
problema.
Arendt inicia su estudio de las revoluciones con el acto fundacional y considera que la
cuestión social, la pobreza de la mayoría, no jugó un papel en la revolución americana,
pero fue un aspecto clave en la francesa. Tras haber establecido en obras previas la
diferencia tajante entre lo político y lo social, tratará ahora de poner de relieve que el
verdadero sentido de la revolución es político, por lo que no debe estar mezclado con
aspectos sociales ni dirigirse a la liberación, sino a la libertad: «pero ni la violencia ni el
cambio pueden servir para describir el fenómeno de la revolución; solo cuando el cambio
se produce en el sentido de un nuevo origen, cuando la violencia es utilizada para
constituir una forma completamente diferente de gobierno, para dar lugar a la formación
de un cuerpo político nuevo, cuando la liberación de la opresión conduce, al menos, a la
constitución de la libertad, solo entonces podemos hablar de revolución» [Sobre la
revolución: 36].
Al analizar las dos revoluciones modernas, la americana y la francesa, afirma que solo
la americana ha logrado una institución política sin violencia y con ayuda de una
constitución. Esto fue así precisamente por el papel que la cuestión social tuvo en la
revolución francesa, pues lo social está vinculado a la necesidad y ello desencadenó el
Terror que terminó aniquilando a la misma revolución. Para ella las revoluciones permiten
la reemergencia de la auténtica política, así como vislumbrar la diferencia entre poder y
violencia. Si la cuestión social entra en la revolución genera violencia y, por ello mismo,
hace que desparezca el poder y la política. La pobreza y la miseria dan lugar a la
compasión y la piedad, y éstas no apelan a la discusión, sino que actúan de modo directo
y violento: de ahí la incompatibilidad de la política con los sentimientos y pasiones. Es
decir, la presencia o no de la cuestión social es lo que conduce la revolución francesa y la
americana a resultados totalmente diferentes: el terror, en un caso, y el establecimiento
de una constitución estable y duradera, en el otro.
Como han mostrado, entre otros investigadores, Forti y Sánchez Muñoz, Arendt
idealiza la revolución a partir de la experiencia de la constitución americana, de la lectura
que Tocqueville realiza de la democracia en América, y de su aceptación de la tradición
de pensamiento que ve al hombre como ciudadano (Montesquieu, Maquiavelo y
Montaigne) [Forti 2001; Sánchez Muñoz 2003]. Por otra parte, Arendt ha recibido críticas
por no tener presente la miseria y pobreza existente en Estados Unidos en el momento
de la revolución. Ahora bien, la autora es consciente de que existía pobreza en América,
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aunque, según ella, no miseria; pero la cuestión es que la revolución americana se llevó
a cabo no por un motivo social, sino por uno político: establecer una nueva forma de
gobierno.
La revolución es, por tanto, un acto de libertad y no de liberación; es el establecimiento
de la libertad política y, como tal, la búsqueda de la felicidad pública, que ha de dar lugar
y quedar reflejada en una constitución. A pesar de la importancia del establecimiento de
ese marco constitucional, la política requiere la constante participación mediante la toma
de la palabra de los ciudadanos. Es decir, la revolución no puede considerarse
satisfactoria si únicamente logra establecer una constitución, pero no fomenta ni facilita la
participación ciudadana. Y éste es el aspecto más problemático, aquél en el que hasta la
revolución americana acabó fracasando: «por otra parte, la libertad ha cambiado de
lugar; ya no reside en la esfera pública, sino en la vida privada de los ciudadanos, que
deben ser defendidos frente al poder público. Libertad y poder se han separado, con lo
cual ha comenzado a tener sentido la funesta ecuación de poder y violencia, de política y
gobierno y de gobierno y mal necesario» [Sobre la revolución: 138]. De ahí la crítica de
Habermas en “La historia de las dos revoluciones”, al afirmar que Arendt establece una
diferencia entre una revolución mala, la francesa; y otra, buena, la americana [Habermas
1971]. Sin embargo, Arendt no está ciega ante los problemas políticos de Estados
Unidos, tal y como queda reflejado en su libro La crisis de la república. Y afirma que
incluso la revolución americana presenta serios problemas por lo que terminó
restringiendo el espacio político o de aparición. Es decir, en su reflexión sobre la
revolución, Arendt pretende estudiar las posibilidades que existen para la acción política
en el mundo actual y recuperar una experiencia política perdida.
La constitución americana es, por tanto, según Arendt, la forma de lograr la
permanencia en la novedad, de preservar la libertad pública, pero para que la política
siga siendo lo que es sería necesario, siguiendo a Jefferson, establecer una democracia
directa o de consejos que conservaran la espontaneidad y el espíritu revolucionario. Es
decir, además de la constitución, es necesario que el espíritu revolucionario no
desaparezca (revolución permanente) y tome cuerpo a través de la participación
ciudadana en los consejos (democracia directa). Estos consejos son el núcleo verdadero
de la democracia y juegan un papel similar al de las asambleas constituyentes en las que
se debatió y redactó la constitución por la que el pueblo constituyó un gobierno. Por ello
los hombres de la revolución americana vieron con claridad que el poder reside en el
pueblo y el derecho, la autoridad, en la constitución. De este modo, la revolución
americana entroncó con la experiencia política romana y dio una respuesta diferente a la
francesa al problema de la legitimidad.
Esta experiencia política lamentablemente se perdió. La separación entre los hombres
políticos y los hombres de pensamiento, que Arendt ya había señalado en otras obras,
hizo que este tesoro cayera en el olvido y ni siquiera alcanzara una correcta expresión
lingüística. A lo que se unió el hecho de que la revolución fue pensada principalmente a
partir del modelo francés, que no había logrado ni siquiera alcanzar esas experiencias
políticas:
«los hombres de la Revolución Francesa, al no saber distinguir entre
violencia y poder, y convencidos como estaban de que todo poder debe
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proceder del pueblo, abrieron la esfera política a esta fuerza natural y
prepolítica de la multitud y fueron barridos por ella, como anteriormente lo
habían sido el rey y los antiguos poderes. Los hombres de la Revolución
americana, por el contrario, entendieron por poder el polo opuesto a la
violencia natural prepolítica. Para ellos, el poder surgía cuándo y dónde los
hombres actuaban de común acuerdo y se coaligaban mediante promesas,
pactos y compromisos mutuos; solo un poder tal, basado en la reciprocidad
y en la mutualidad, era un poder verdadero y legítimo, en tanto que el
pretendido poder de reyes, príncipes o aristócratas era espurio y usurpado,
porque no se derivaba de la mutualidad, sino que se basaba, en el mejor de
los casos, en el consentimiento» [Sobre la revolución: 187188].
Esta preocupación por el significado de la fundación le acerca, como ya hemos dicho,
a la tradición republicana, especialmente a los romanos y a los revolucionarios. Además,
muestra muy bien su noción de política o poder como algo totalmente contrario a la
violencia. Frente a los que podrían ser considerados los abanderados de la violencia, el
pensamiento de esta judía alemana establece no solo una diferencia neta entre política y
violencia, sino su oposición: la violencia es siempre muda, que no necesariamente
irracional; en cambio, la política, la acción conjunta, es per se lingüística, pues parte de la
pluralidad y se establece gracias al discurso. Además, la política no ha de ser entendida
según la lógica de mediosfines, que es uno de los grandes errores que ha cometido la
filosofía política. Sin embargo, la violencia sigue esa lógica de mediosfines, por lo que no
es extraño que los medios acaben devorando el fin y que las consecuencias de las
acciones humanas escapen a su control Por otra parte, el poder se basa en el número,
pero la violencia, por su apelación a los medios o instrumentos adecuados para su fin, no
necesita el apoyo de la mayoría, e incluso puede adoptar la forma de uno contra todos.
La filosofía política ha utilizado desde su mismo nacimiento nociones y metáforas
inapropiadas que han conducido a la identificación del poder con el dominio y de éste,
según la misma lógica, con el control de la violencia o de los medios violentos. Sin
embargo, si el poder no es el dominio, surge, en primer lugar, la posibilidad de entender
la política como acción (empezar algo nuevo y mantenerlo, lo que implica pluralidad) y,
en segundo, la opción de dar la vuelta a la legitimidad de la violencia: en este caso,
algunas acciones violentas surgidas para derrocar a un gobierno que impide el espacio
público de aparición o incluso el espacio privado de la vida se convierten en medios
justificados. Ésa es una de las perlas que la tradición ha perdido, pero que es
recuperable al abordar la experiencia política, no la filosofía política, de Atenas, de los
romanos y de las revoluciones del XVIII. De hecho, el pensamiento político ha olvidado
las distinciones entre términos, que siendo muy cercanos, son diferentes: poder,
potencia, fuerza, autoridad y violencia. Esta falta de precisión en el uso de las palabras
obedece a una consideración funcionalista: la cuestión es quién gobierna/domina a quién
y desde este punto de vista todos los términos anteriores son igualmente medios de
dominio.
De ahí que para Arendt lo más urgente sea la delimitación del poder y la violencia. El
poder, entendido como gobierno, puede y suele utilizar la violencia, pero no hay ningún
gobierno basado exclusivamente en el uso de medios violentos, pues es necesaria una
base o apoyo y el uso de medios violentos es una opción entre otras: «el poder es, en
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efecto, propio de la esencia de todo gobierno, pero la violencia no. La violencia es por
naturaleza instrumental; como todos los medios, necesita siempre la guía y justificación
por medio del fin que persigue» [On Violence: 51]. Es decir, el poder es un fin en sí
mismo y es lo que permite a un grupo pensar mediante las categorías de mediosfines,
en donde entra la opción de acudir a la violencia. Por ello el poder no necesita
justificación, pero lo que hace sí que necesita legitimidad. La violencia, en cambio, puede
ser justificada, por ser el medio más adecuado para un fin, pero «nunca será legítima»
[On Violence: 52].
6. La responsabilidad del pensar: el juicio y la
relación de la filosofía y la política
La pluralidad propia de la acción es, según Arendt, también un aspecto que está
presente en el pensar. A partir de un momento determinado y tras muchos años
dedicados a la reflexión sobre la vida activa, decide volver a dedicarse a cuestiones
transpolíticas. Éstas son las preocupaciones recogidas en La vida del espíritu, obra que
quedó inconclusa y que debía constar de tres partes: el pensamiento, la voluntad y el
juicio. Como ha mostrado Villa,no existe una ruptura en su filosofía, sino una unidad
profunda marcada por su reflexión sobre la diferencia entre la vida activa y la vida
contemplativa. La situación histórica y el balance que hizo de la filosofía tradicional, le
llevaron a ocuparse en primer lugar de la vida activa, pero no a despreciar ni a olvidar la
vida contemplativa [Villa 1999]. Por eso, cuando en 1971 le dijo a Hans Jonas que quería
ocuparse de asuntos transpolíticos, Arendt deseaba destacar que había llegado el
momento de reflexionar sobre cómo el pensamiento retorna a los acontecimientos y
acepta la responsabilidad de lo que ha sucedido en el siglo XX.
De hecho, la distinción entre soledad y vida solitaria, que será clave para entender el
pensar y su responsabilidad, se encuentra ya en Los orígenes del totalitarismo. El
hombre que piensa lo hace en la vida solitaria, en un diálogo de dos en uno que tiene
presente el mundo de los otros seres humanos, representado en el yo con el que el yo
dialoga. Es más, ese dos en uno del pensamiento necesita a los demás para convertirse
otra vez en uno. El problema, como destaca Arendt, es que la vida solitaria puede
convertirse en soledad. Este paso se produjo en el siglo XIX, cuando los filósofos
comenzaron a decir que nadie les comprendía. La soledad, a diferencia de la vida
solitaria, es la pérdida del yo que no ve confirmada su identidad.
De ahí que cuando establece en La condición humana la distinción entre vida activa y
vida contemplativa, la investigación le lleve a la reflexión sobre el espíritu: ¿qué es ese
diálogo del alma consigo misma, o en palabras de Arendt, ese “no estar menos solo que
cuando se está solo”? Arendt sigue manteniendo la diferencia entre vida solitaria y
soledad, que identifica con la enfermedad profesional de los filósofos. Así pues, como
destacan las lecturas actuales de su pensamiento, la pluralidad es la condición de la
acción y también del pensar. La cuestión es que esta pluralidad del pensar ha de estar
dotada de un doble sentido: interior como diálogo de uno consigo mismo y exterior como
aparición ante los otros. La tarea de la filosofía es, según Arendt, pensar críticamente e
impulsar a todos los seres humanos a pensar por sí mismos. De ahí que el modelo de
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filósofo y ciudadano sea Sócrates, quien con la mayéutica desmontó los prejuicios y los
pseudoconocimientos de sus coetáneos favoreciendo que comenzaran a pensar por sí
mismos y expusieran sus opiniones en el ágora mediante el discurso público.
Una de las preocupaciones centrales de toda la obra de Arendt es la relación entre la
filosofía y la política, entre el pensar y el actuar. La articulación de esta amplia temática
se va centrando en el papel del juicio. Esa reflexión sobre el juicio es constante y crucial
en su obra, pero no es sistemática ni alcanzó una formulación definitiva. Esta filósofa
señala que fueron dos los motivos los que le llevaron a ocuparse de las facultades
cognoscitivas: el juicio a Eichmann y la polémica que generó su obra sobre él; y su deseo
de completar el estudio de la condición humana, pues solo se había ocupado de la vida
activa, pero no de la contemplativa. Los estudiosos del pensamiento arendtiano, como
Beiner y Passerin d’Entrèves, han prestado en los últimos años una atención especial a
estas temáticas y han destacado que la alemana analiza el juicio desde dos ópticas:
desde el punto de vista del actor y desde el espectador [Beiner 1987; Passerin
d’Entrèves 1994]. Igualmente han incidido en que Arendt parte en sus reflexiones sobre
el juicio de la primera parte de la Crítica del juicio, en la que se establece la diferencia
entre el juicio determinante, que engloba un caso concreto bajo una categoría general, y
el juicio reflexionante, que juzga los singulares sin contar con lo general. La alemana
entabla un diálogo con Kant sobre el papel del juicio y en ese debate destaca la
importancia del sentido común, del pensar ampliado, de la imaginación, de la superación
del interés propio y de la adopción del punto de vista del espectador. Algunos intérpretes,
como Dostal, han señalado que Arendt realiza una lectura muy personal de Kant en la
que se insiste en su excentricidad respecto a la filosofía occidental [Dostal 1984], y otros,
como Ingram, ven su lectura de Kant como postmoderna [Ingram 1988].
Por otra parte, como ella misma estableció, las reflexiones sobre el juicio toman como
referencia central a Eichmann, visto como ejemplo de la incapacidad de pensar.
Eichmann no era estúpido, pero carecía de la capacidad de pensar por sí mismo y de
juzgar; se limitaba a cumplir órdenes. Eso es lo más terrorífico: los seres humanos se
mueven en la irreflexión, eluden su capacidad y necesidad de juzgar, así como su
responsabilidad. De ahí que en los años 50, Arendt se centrara principalmente en el juicio
desde el punto de vista del actor, pero apuntando también al juicio desde el punto de
vista del espectador, el juicio del que juzga sin haber tomado parte activa y que busca
comprender el sentido de lo acontecido y la reconciliación con el pasado. Estas
reflexiones aparecen dispersas en una serie de textos: “Thinking and Moral
Considerations”, “The Crisis in Culture” y “Truth and Politics”; y en la obra póstuma, que
recoge principalmente un curso impartido en 1970, Conferencias sobre la filosofía política
de Kant. En la consideración del juicio desde el punto de vista del actor se incide en que
el juicio juega un papel político; en cambio, en la reflexión sobre el juicio desde el punto
de vista del espectador lo que se destaca más es que éste es un aspecto de la vida del
espíritu.
En las reflexiones arendtianas en torno a la crisis de la cultura, y la relación entre la
verdad y la política aparece un análisis del juicio más centrado en la óptica del actor. Así
visto, el juicio es la facultad que permite que el actor político decida el curso de acción
que va a seguir, así como sus objetivos. Esta capacidad de decisión supone que el actor
sea capaz de adoptar la perspectiva de los otros (pensamiento representativo) que,
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según la alemana, es lo que los griegos denominaron phronesis. Además, este juicio será
expuesto ante los otros en el espacio público mediante la persuasión, que busca alcanzar
un consenso. Esta comunicación, que adopta la forma del debate y la discusión, es
esencial para la formación de la opinión, que no es nunca algo que se realice en la
soledad del pensamiento filosófico, sino en el espacio compartido con otros.
Como en el caso del estudio del juicio desde el punto de vista del espectador, nos
encontramos con un tratamiento fragmentario y no totalmente desarrollado. Hannah
Arendt insiste en que el juicio del actor afronta el futuro, a diferencia del juicio del
espectador, centrado en el pasado. Otro rasgo distintivo de esta capacidad de juicio es
que constituye a quien lo realiza como persona frente al impersonal sujeto burocrático:
«dicho de otra manera: el mayor mal que puede perpetrarse es el cometido por nadie, es
decir, por seres humanos que se niegan a ser personas. Dentro del marco conceptual de
estas consideraciones, podríamos decir que los malhechores que rehúsan pensar por sí
mismos lo que están haciendo y que se niegan también retrospectivamente a pensar en
ello, es decir, a volver atrás y recordar lo que hicieron (que es la teshuvah o
arrepentimiento) no han logrado realmente constituirse en personas. Al empecinarse en
seguir siendo nadie, demuestran no ser capaces de mantener trato con otros que,
buenos, malos o indiferentes, son por lo menos personas» [Responsabilidad y juicio:
124]. En varios textos, Arendt manifiesta su rechazo de la idea de culpa colectiva, ya que
donde todos son culpables, nadie lo es. Para ella, aceptar esa supuesta culpabilidad
colectiva sería conceder una victoria al nazismo. La culpa, como la responsabilidad, es
siempre personal. Por ello, el proceso judicial devolverá a su ser personal al sujeto que
es juzgado y determinará la culpa de cada uno.
En estos escritos en los que aborda el juicio y la responsabilidad, Arendt destaca que,
frente a la mayoría de personas que no realizaron esa actividad de pensar y juzgar, otros
sí lo hicieron. Y son ésos los que nos llevan a preguntarnos por el motivo por el que no
participaron en esos crímenes. La respuesta es la socrática: «lo que realmente dice el
argumento moral que he citado en la forma de proposición socrática es lo siguiente: si yo
hiciera lo que ahora se me pide como precio de mi participación, por mero conformismo o
incluso como la única posibilidad de ejercer una eventual resistencia con éxito, ya no
podría seguir viviendo conmigo mismo; mi vida dejaría de tener valor para mí. Por tanto,
es mucho mejor que padezca la injusticia ahora y pague incluso el precio de una pena de
muerte en el caso de que se me fuerce a participar, antes que obrar mal y tener luego
que convivir con semejante malhechor» [Responsabilidad y juicio: 158].
Cuando aborda el tema del juicio desde el punto de vista del espectador, la alemana
tiene muy presente que el totalitarismo ha dinamitado todos los criterios de juicio y nos ha
dejado sin las categorías morales y políticas tradicionales. La articulación o relación entre
el pensar y el juzgar es uno de los temas claves de La vida del espíritu, donde Arendt
afirma que el pensar prepara el terreno para el juicio, ya que disuelve los hábitos fijos del
pensamiento y las normas aceptadas de conducta, dejando espacio para el juicio de lo
particular sin categorías universales, para el pensar por sí mismo. El pensar crítico es,
por tanto, como una corriente de aire que limpia el lugar en el que se producirá el
ejercicio de la facultad de juzgar. Esta forma de pensar sin contar con categorías previas
suele darse en momentos de crisis, como la que se vive tras el totalitarismo. Pero el
pensar como pensar representativo juega un papel más amplio cuando se entiende como
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“la mentalidad alargada” de Kant, que convierte el juicio de gusto en la capacidad de
pensar en el lugar de cualquier otro.
El espectador que juzga poniéndose en el lugar del otro necesita imaginación y
sentido común. Juzgar sin criterios establecidos que no ordenan ni subsumen apela a la
imaginación. Hay que ser capaz de ponerse en el lugar del otro, mentalidad alargada, y
“entrenarse para ir de visita”, lo que supone no tanto ponerse en el punto de vista del
otro, sino juzgar el propio juicio desde la perspectiva de lo público. La mentalidad
ampliada es, por tanto, ir imaginando cómo enjuiciarían los otros desde sus perspectivas
y compararlos con la nuestra para superar el interés propio. De este modo, el juicio
remite al sensus comunis, a la experiencia de un mundo compartido.
Lo que guía el paso de lo particular a lo general en el juicio del gusto es el sentido
común, que es una capacidad humana que permite la integración en una comunidad:
«sentido común, para Kant, no significaba un sentido común a todos nosotros, sino
estrictamente aquel sentido que nos integra en una comunidad junto a otras personas,
nos hace miembros de ella y nos permite comunicar datos de nuestros cinco sentidos
particulares. Esto lo hace el sentido común con ayuda de otra facultad, la imaginación
(para Kant, la facultad más misteriosa)» [Responsabilidad y juicio: 145]. Para comprender
la realidad, hay que dejar al margen los intereses propios y tener en cuenta las diversas
perspectivas que aportan los demás. Además, según Arendt, la verdad implica un
elemento de coacción, pues supone una validez que está más allá de la discusión,
opinión o consenso. Así pues, desde la perspectiva de la política, la verdad tiene un
carácter despótico y, como tal, antipolítico. Las opiniones nunca son evidentes e implican
un pensamiento discursivo. Arendt acepta que en toda sociedad hay ámbitos de verdad,
pero afirma que sobre ellos la política no ejerce su influencia. El pensar, por tanto,
procedería socráticamente, por medio de las opiniones y la persuasión en una
comunidad plural de hombres, lo que supone que, para la alemana, el juicio del
espectador, que es quien está en mejores condiciones de juzgar porque no toma parte
activa y tiene una visión global, nunca es total, sino que será juzgado por otros.
El intento arendtiano de lograr una comprensión del espacio político que garantice el
derecho a tener un lugar en el mundo y evite que algo como lo acontecido en el
totalitarismo vuelva a suceder mira al pasado, a las perlas perdidas, y las encuentra
principalmente en Sócrates, Montesquieu, Maquiavelo y Montaigne; es decir, en aquellos
pensadores que han concebido al hombre como ciudadano. Por ello su pensar “sin
barandillas” no es un pensar en el vacío, sino una reflexión o ejercicio político realizado
en el siglo XX, en el momento en el que millones de personas fueron expulsadas de sus
hogares, llevadas a campos de concentración y exterminadas. Una vez que el diluvio ha
tenido lugar, Arendt espera que el ser humano sea capaz de encontrar el modo de
comprender y de evitar que esto suceda de nuevo. Para lograrlo es necesario recuperar
la política, que consiste en cuidar del mundo más que de uno mismo: amor mundi.
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