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PATRONES
septiembre 05, 2014
CARLO GOLDONI
EL SERVIDOR
DE DOS PATRONES
PERSONAJES
CLARISA, Novia
TRUFALDINO, Arlequín
CRIADO
ACTO I
ESCENA I
SILVIO.— (A Clarice, tendiéndole la mano) He aquí mi mano, con ella va todo mi corazón.
CLARICE.— Sí, querido Silvio, he aquí mi mano. Juro que seré su esposa.
DOCTOR.— ¡Bravísimos! También esto está hecho. Ahora nadie puede echarse atrás.
SMERALDINA.— (Para si) ¡Oh qué hermosura! ¡Yo tengo tantas ganas!
DOCTOR.— A mi hijo no les gustan las apariencias. Tie¬ne buen corazón, ama a su hija y
no piensa en otra cosa.
SILVIO.— Tengo suerte, por cierto. ¿Puede decir lo mismo la señorita Clarice?
CLARICE.— Querido Silvio, no sea injusto. Sabe que lo amo; me habría casado con el
señor de Turín sólo por obediencia a mi padre, pero mi corazón fue siempre suyo.
PANTALÓN.— En Turín.
BRIGHELLA.— ¡Pobre hombre! Lo lamento mucho.
BRIGHELLA.— Sí, claro. Viví tres años en Turín y co¬nocí también a su hermana, una
muchacha de agallas y co¬razón. Vestía de hombre, iba a caballo y él la quería
muchí¬simo. ¡Quién lo hubiera dicho!
PANTALÓN.— Bueno, suceden muchas desgracias, pero basta de melancolía. ¿Sabe qué
voy a decirle querido Brighella? Sé que le gusta cocinar, ¿por qué no nos prepara un par
de platos de su especialidad?
PANTALÓN.— Bravo. Pero, que tenga caldo, para que pueda mojar un poco de pan.
(Llaman). ¡Oh! Están llaman¬do. Ve a ver quién es, Smeraldina.
PANTALÓN.— ¿Adonde?
PANTALÓN.— No señor, quédate aquí. (Al Doctor en voz baja) ¡Estos prometidos! No ven
la hora de quedarse solos.
ESCENA II
TRUFFALDINO.— Me inclino humildemente ante to¬dos estos señores. ¡Oh qué hermosa
compañía! ¡Oh qué hermosa reunión!
PANTALÓN.— Es mi hija.
TRUFFALDINO.— ¡Felicitaciones!
SMERALDINA.— (A Truffaldino) Ella está comprome¬tida.
PANTALÓN.— Vamos amigo, basta de cumplidos. ¿Qué quieres de mí? ¿Quién eres?
¿Quién te manda?
TRUFFALDINO.— Despacio y con buena letra. Tres preguntas de un solo saque son
demasiado para un pobre diablo.
PANTALÓN.— (En voz baja al Doctor) Me parece que el pobre diablo es él.
TRUFFALDINO.— (A Pantalón) Si quiere saber quién soy, se lo digo con dos palabras:
soy el Servidor de mi pa¬trón. (Dándose vuelta a Smeraldina) Me decía que...
TRUFFALDINO.— Si quiere saber quién soy yo, soy Truffaldino Batocchio, del valle de
Bérgamo.
PANTALÓN.— ¡No me importa saber quien eres! Quie¬ro que me repitas quién es tu
patrón, porque no oí bien.
TRUFFALDINO.— (Para sí) ¡Diablos! ¿Mi patrón ha muerto? Acabo de dejarlo abajo y
estaba vivo. (A Pantalón) ¿Lo dice en serio que ha muerto?
CLARICE.— Si fuese cierto que él está aquí, para mí sería una mala noticia.
PANTALÓN.— (A Clarice) ¡Qué disparates! ¿No viste las cartas también tú?
SILVIO.— Aunque estuviese vivo, aunque estuviese aquí, habría llegado demasiado
tarde.
TRUFFALDINO.— (De regreso) Me asombra que uste¬des. .. ¡No se trata así a la pobre
gente! No se engaña así a los forasteros. No son acciones de caballeros y me rendi¬rán
cuenta.
PANTALÓN.— (Para sí) Cuidado, está loco. (A Truffaldino) ¿Qué sucede? ¿Qué te
hicieron?
TRUFFALDINO.— Decirme que el señor Federico Rasponi ha muerto...
PANTALÓN.— ¿Cómo?
TRUFFALDINO.— ¡Cómo! Está aquí, vivo, sano, agu¬do y brillante; y quiere saludarlo si se
lo permite.
PANTALÓN.— ¿Rasponi?
TRUFFALDINO.— Rasponi.
TRUFFALDINO.— De Turín.
DOCTOR.— Quieto, señor Pantalón. Dígale que haga entrar a ese señor que él cree que
es Federico Rasponi.
SMERALDINA.— (Para sí) Sin embargo ese morocho no tiene cara de mentiroso. Voy a
ver si logro... (A todos) Con permiso. (Sale).
ESCENA III
BRIGHELLA.— (Para sí) ¿Qué estoy viendo? ¿Qué lío es éste? El no es Federico, es su
hermana, la señorita Bea¬triz. Tengo que descubrir el porqué de esta simulación.
PANTALÓN.— Estoy asombrado... Me llena de dicha saber que está sano y vivo.. .
Habíamos recibido malas no¬ticias sobre usted. (En voz baja al Doctor) Todavía no le
creo.
BEATRIZ.— Lo sé. Se dijo que yo había muerto. Gra¬cias a Dios sólo recibí una herida y,
apenas sané, vine a Venecia, como habíamos concertado antes.
BEATRIZ.— Su duda es razonable; sé que debo alegar pruebas. He aquí cuatro cartas de
sus corresponsales y ami¬gos; una de ella del director de nuestro banco. Puede
reco¬nocer las firmas y comprobar quién soy. (Entrega las cartas a Pantalón el cual las
lee).
BEATRIZ.— (Para si, viendo a Brighella) ¡Ay de mí! Ese es Brighella. ¿Qué diablo lo trajo
aquí? Seguramente me reconocerá y no quiero que me delate. (Fuerte a Bri¬ghella)
Amigo, me parece que nos conocemos.
BRIGHELLA.— Sí señor. Fue en Turín. ¿No se acuerda de Brighella Cavicchio?
BRIGHELLA.— (Id a Beatriz) No tema.( (Fuerte) Tengo una posada, estoy a sus órdenes.
BRIGHELLA.— Será un gusto recibirlo. (Para sí) Tiene algo que ocultar sin dudas.
PANTALÓN.— Leí las cartas. Las debe entregar el señor Federico Rasponi; y si usted las
entrega quiere decir que usted es él, como dicen las cartas.
BEATRIZ.— Si aún le quedan dudas, está aquí el señor Brighella que me conoce y que
puede decirle quién soy.
CLARICE.— (En voz baja a Silvio) ¡Ay de mí! ¿Qué será de nosotros?
PANTALÓN.— Sí señor, la misma. (Para sí) Ahora es¬toy metido en un buen lío.
DOCTOR.— (En voz baja a Silvio) ¡Bravo! No te ami¬lanes. Haz valer tus razones, pero sin
precipitarte.
SILVIO.— Pero el señor Federico no aceptará por es¬posa a alguien que concedió su
mano a otro hombre.
SILVIO.— Señor, usted ha llegado tarde. La señorita Clarice será mía, no espere que yo
se la ceda. Si el señor Pantalón faltara a su palabra, sabré vengarme; y quien quie¬ra
quitarme a Clarice deberá luchar con esta espada. (Sale).
DOCTOR.— Señor, usted llegó tarde. La señorita Clari¬ce se casará con mi hijo. La ley lo
dice claramente: Prior in tempore, potior in iure. (Sale)
BEATRIZ.— Deténgase, señor Pantalón; la comprendo. No hace falta tratarla mal. Espero
merecer su benevolencia con el tiempo. En tanto examinaremos nuestras cuentas, que
es el segundo de los motivos que me han traído a Venecia.
PANTALÓN.— Está todo en orden. Le mostraré los li¬bros. Hay mucho dinero y haremos
el saldo a su gusto.
PANTALÓN.— Le serviré con gusto. En este momento no está el cajero. Apenas viene le
mandaré el dinero. ¿Se alojará en la posada de mi compadre Brighella?
BEATRIZ.— Sí. Luego le mandaré a mi servidor, es de confianza; se le puede
encomendar cualquier cosa.
PANTALÓN.— Muy bien, haré lo que usted manda y si quiere almorzar con nosotros, nos
dará un gusto.
SERVIDOR.— No sé... está esperando ahí... (en voz baja a Pantalón) Hay problemas.
(Sale)
PANTALÓN.— Debo irme. (Para si) No quiero que sur¬ja algún lío. (Sale)
ESCENA V
BEATRIZ y BRIGHELLA
BRIGHELLA.— ¿Puedo saber, señorita Beatriz?...
BRIGHELLA.— Está bien, pero no quiero que por mi culpa el señor Pantalón, en buena fe,
pague al contado y quede burlado.
BRIGHELLA.— Señorita, en verdad, usted fue siempre un poco rara. Deje todo en mis
manos, confíe en mí y la serviré bien.
BRIGHELLA.— ¡Ah! Es una gran cosa la fidelidad. Va¬mos ahora. ¡Cuántas cosas hace
hacer el amor!
BRIGHELLA.— ¡Qué buen comienzo! Pues vamos, su¬ceda lo que sucediere. (Sale)
ESCENA VI
TRUFFALDINO.— Estoy harto de esperar. No aguanto más. Con este patrón se come
poco y ese poco me lo hace desear. Hace media hora que tocaron las doce en esta
ciu¬dad y el mediodía de mi estómago hace dos horas que tocó. Si por lo menos
supiera dónde nos alojaremos. Los otros apenas llegan a una ciudad buscan una
posada; éste no, deja el equipaje en la diligencia y se va, de visita, y se olvida de su pobre
servidor. Dicen que hay que servir con amor a los amos; habría que decirles a ellos que
tengan un poco de caridad con la servidumbre. Aquí hay una posada, casi casi voy a ver
si encuentro algo con que entretener a los dientes. ¿Y si el patrón me busca? ¡Que se
jorobe y aprenda a ser más discreto! Yo voy; pero, ahora que lo pienso, hay otra pequeña
dificultad, que se me había pasado: no tengo ni un centavo. ¡Oh pobre Truffaldino! Por
todos los demo¬nios, en cambio del servidor, quiero hacer..., ¿qué cosa? Por gracia de
Dios, yo no sé hacer nada...
ESCENA VII
CHANGADOR.— Le digo que no puedo más. Este baúl pesa demasiado y me está
matando.
FLORINDO.— He ahí una hostería o posada. ¿Ni si¬quiera puedes llegar hasta ahí?
FLORINDO.— Te dije que no ibas a poder. Estás muy débil, te faltan fuerzas. (Sostiene el
baúl sobre el hombro del changador)
TRUFFALDINO.— (Para si, observando al changador) Tal vez pueda ganarme unas
monedas. (A Florindo) Señor, ¿le sirve algo? ¿En qué puedo ayudar?
FLORINDO.— ¡Bravo!
CHANGADOR.— Hago lo que puedo. Soy Changador por desgracia. Mi padre era una
persona de bien.
FLORINDO.— (Para sí, disponiéndose a entrar en la po¬sada) Este hombre está loco, no
hay dudas.
FLORINDO.— ¿Pagarte por diez pasos? La diligencia está ahí. (Indica algo entre
bambalinas)
ESCENA VIII
FLORINDO.— Hay de todo en la viña del Señor. Estaba esperando que lo tratase mal.
Bueno, veamos qué tipo dé albergue es éste...
TRUFFALDINO.— Usted lo ve, estoy aquí sin patrón. (Para sí) Aquí el patrón no está, no
estoy mintiendo.
TRUFFALDINO.— ¿Servirle? ¿Por qué no? (Para sí) Si me paga mejor, cambio de casaca.
TRUFFALDINO.— Si sólo quiere informaciones sobre mí, vaya a Bérgamo, allí todo el
mundo me conoce.
FLORINDO.— Ante todo, quiero saber si en el Correo hay cartas para mí. Toma este
medio escudo, ve al Correo de Turín y pregunta si hay cartas para Florindo Aretusi. Si las
hay tómalas y tráemelas en seguida. Yo te espero aquí.
TRUFFALDINO.— Mientras tanto ordene la comida.
ESCENA IX
TRUFFALDINO.— Una moneda chica diaria de más, son treinta cobres. Tampoco es
cierto que el otro patrón me daba un' felipe. Me daba sólo diez monedas romanas. Es
po¬sible que diez monedas valgan un felipe, pero no lo sé. Ade¬más a ese señor turinés
no lo veo más. Está chiflado. Es un joven que no tiene ni barba ni juicio. Es mejor dejarlo
e ir al Correo por este señor. .. (Se prepara a partir y se topa con Beatriz).
BEATRIZ.— ¿Y por qué me estás esperando aquí y no en la calle que te indiqué? Es una
casualidad que te haya encontrado.
BEATRIZ.— Toma, irás también al Correo de Turín y pregunta si hay cartas para mí. No,
mejor pregunta si hay cartas para Federico Rasponi o para Beatriz Rasponi. Tenía que
venir conmigo también mi hermana; por una indisposición tuvo que quedarse en la villa.
Podría escribirle algún amigo. Averigua si hay cartas para ella o para mí.
TRUFFALDINO.— (Para sí) No sé qué hacer. Soy el hombre más confundido de este
mundo.
BRIGHELLA.— (En voz baja a Beatriz) ¿Cómo puede esperar cartas con su nombre
verdadero y con el falso, si partió secretamente?
BEATRIZ.— (Id. a Brighella) Le ordené que me escriba a un fiel servidor mío, que
administra mi casa. No sé con qué nombre me dirigirá las cartas. Pero vamos, luego se
lo contaré todo. (A Truffaldino) Apúrate, ve al Correo y a la Posta. Retira las cartas y
ordena que manden el baúl a la posada. Te espero. (Entra en la posada)
ESCENA X
TRUFFALDINO.— Señor.
SILVIO.— Ve en seguida y dile que quiero hablarle. Si es un hombre de honor que baje, yo
lo espero.
ESCENA XI
SILVIO.— No, no puede ser cierto que yo deba aguan¬tar a un rival. Si Federico salvó su
vida una vez, no tendrá siempre la misma suerte. O renuncia a Clarice o deberá
vér¬selas conmigo... Sale otra gente de la posada. No quiero que alguien interfiera. (Se
retira al lado opuesto)
TRUFFALDINO.— (A Florindo mientras señala a Sil¬vio) He ahí el señor que echa fuego
por las narices.
TRUFFALDINO.— No lo sé. Voy a buscar las cartas, con su permiso. (Para sí) No quiero
líos. (Sale)
FLORINDO.— (Id.) Quiero aclarar esto. (A Silvio) Se¬ñor, ¿usted me mandó llamar?
SILVIO.— Seguramente entendió mal. Le dije que que¬ría hablar con su patrón.
SILVIO.— Pues perdóneme. O su servidor se parece mucho a otro que conocí esta
mañana o él sirve también a al¬guna otra persona.
SILVIO.— Por una palabra del padre, pretende quitarme la novia con la cual me
comprometí esta mañana.
SILVIO.— Sí, todos creían que estuviese muerto, pero esta mañana llegó sano y salvo a
Venecia, para mi desgracia y desesperación.
SILVIO.— El señor Pantalón del Bisognosi, padre de la muchacha, hizo todas las
diligencias necesarias para cercio¬rarse de la verdad y posee pruebas seguras de que
es él en persona.
SILVIO.— El o yo, uno de los dos debe renunciar al amor de Clarice o a la vida.
FLORINDO.— (Para si) ¿Federico está aquí? Huí de la justicia para encontrarme cara a
cara con mi enemigo.
SILVIO.— ¿Hace mucho que usted no le ve? Debía alo¬jarse en esta posada.
FLORINDO.— (Para si) No quiero que lo sepa. (A Sil¬vio) Horacio Ardenti, a sus órdenes.
ESCENA XII
FLORINDO solo.
FLORINDO.— ¿Cómo es posible que una estocada que le entró en los riñones no lo haya
matado? Con mis propios ojos lo vi tendido en el suelo, en un lago de sangre. Oí decir
que murió al instante. Sin embargo es posible que no estu¬viese muerto. Tal vez el
estoque no tocó ninguna parte vi¬tal. En la confusión todo el mundo debe haberse
engañado. El haber huido de Turín en seguida después del hecho, que me fue atribuido
por nuestra enemistad, no me permitió descubrir la verdad. Si no está muerto, es mejor
que regrese a Turín y vaya a consolar a mi adorada Beatriz, que sufre y llora por mi
ausencia.
ESCENA XIII
TRUFFALDINO.— ¿Cuándo?
TRUFFALDINO.— Sí señor.
TRUFFALDINO.— En seguida las encuentro. (Saca tres cartas de un bolsillo. Para sí)
¡Demonios! Mezclé las cartas de los dos patrones. ¿Qué hago para saber cuáles son las
su¬yas? Yo no sé leer.
TRUFFALDINO.— En seguida señor. (Para sí) Estoy en un lío. (A Florindo) Vea señor,
estas tres cartas no son todas suyas. Me topé con un servidor que me conoce, con el
cual estuvimos sirviendo juntos en Bérgamo; le dije que iba al Correo y me pidió que
preguntase si había cartas para su patrón. Creo que había una, pero no la reconozco, no
sé cuál es.
FLORINDO.— (Para sí) ¿Es posible? ¿Una carta dirigi¬da a Beatriz Rasponi? ¡A Beatriz
Rasponi en Venecia!
TRUFFALDINO.— Naturalmente. (Para sí) Esta madeja se enreda cada vez más.
TRUFFALDINO.— No lo recuerdo.
FLORINDO.— ¿Cómo?
TRUFFALDINO.— ¡No lo haga, señor! Usted sabe que está penado por la ley abrir las
cartas de los otros.
FLORINDO.— No me importa. Tengo mucho interés en esta carta. Está dirigida a una
persona que en cierto mo¬do me pertenece. Puedo abrirla sin escrúpulos. (La abre)
TRUFFALDINO.— (Para sí) ¡Qué educación tiene! ¡Leer las cartas de los otros!
FLORINDO.— (Para sí) ¿Qué es eso? ¿Qué he leído? ¿Beatriz abandonó su casa?
¿Vestida de hombre? ¿Para buscarme? Ella me sigue amando. Quiera Dios que la
en¬cuentre en Venecia. (A Truffaldino) Ve, querido Truffaldino, usa todos los medios,
pero encuentra a Pascual; pre¬gúntale quién es su patrón, si es hombre o mujer.
Averigua donde se aloja y, si puedes, tráemelo. Les daré a los dos una generosa propina.
ESCENA XIV
ESCENA XV
BEATRIZ.— No me fastidies.
TRUFFALDINO.— Sí señor.
TRUFFALDINO.— Yo no sé nada.
BEATRIZ.— (Para sí) No quisiera que me engañase. (Lee la carta en voz baja)
TRUFFALDINO.— (Para sí) También de ésta me salvé.
ESCENA XVI
TRUFFALDINO.— También esta vez me fue bien; a pedir de boca. No me falta habilidad;
estimo que valgo cien escudos más que antes.
TRUFFALDINO.— Tampoco.
ESCENA XVII
TRUFFALDINO.— Toma, escucha y ni siquiera me dijo a cuál de los dos debo entregar la
bolsa.
TRUFFALDINO.— Vamos nomás. Menos mal que esta vez no me equivoqué. Entregué la
bolsa a quien tenía que dársela. (Entra en la posada)
ESCENA XVIII
CLARICE.— Lo odio.
CLARICE.— ¿Cómo?
PANTALÓN.— (Para sí) En verdad me da pena. (A Clarice) Hay que hacer de tripas
corazón.
SMERALDINA.— ¿Qué tiene patroncita? ¿Llora? No tiene porqué hacerlo. ¿No vio qué
bello es el señor Federi¬co? Si me tocase a mí en suerte no lloraría, no. Me reiría con
una boca así (sale).
ESCENA XIX
BEATRIZ.— Yo no.
BEATRIZ.— (Id. a Pantalón) Señor Pantalón, déjeme un momento solo con ella, veré si
puedo consolarla.
PANTALÓN.— Está bien, salgo y vuelvo en seguida. (Pa¬ra sí) Probemos también esto.
(A Clarice) Hija, espérame un momento; regreso en seguida. (En voz baja a Beatriz)
Tenga juicio. (Sale)
ESCENA XX
BEATRIZ y CLARICE
BEATRIZ.— Escuche señorita Clarice...
BEATRIZ.— Por cierto no puedo ofrecerle lo mismo que Silvio, pero puedo ayudarle a ser
feliz.
CLARICE.— Ya es mucho señor. Aunque le hable de un modo tan áspero, usted sigue
atormentándome.
BEATRIZ.— (Para si) Esta pobre joven me inspira pie¬dad. No soporto más verla sufrir.
BEATRIZ.— ¿Teme que yo no sea una mujer? Le daré pruebas evidentes de la verdad.
BEATRIZ.— Bueno, debo irme. Un apretón de mano para sellar nuestra amistad y
fidelidad.
ESCENA XXI
PANTALÓN y dichas.
PANTALÓN.— ¡Bien! Me da muchísimo gusto. (En voz baja a Clarice) Hija mía, el enojo
se te pasó muy pronto.
PANTALÓN.— ¡Qué pero y pero! Eso se acabó. Servi¬dor, señores. (Quiere irse)
BEATRIZ y CLARICE
BEATRIZ.— Tenga paciencia. Puede suceder cualquier cosa, menos que nos casemos.
ESCENA I
SILVIO.— Porque quiero que mantenga la palabra que me dio o que me rinda cuentas de
su afrenta.
DOCTOR.— Pero no es conveniente hacerlo en la casa del señor Pantalón. Estás loco si
te dejas llevar por la cólera.
SILVIO.— Está bien, obedeceré. Pero si el señor Panta¬lón no te hace caso, se las verá
conmigo. (Sale)
ESCENA II
DOCTOR.— ¡Pobre hijo mío! ¡Cuánto lo compadezco! El señor Pantalón no debió darle
tanta seguridad, antes de cerciorarse de la muerte del turinés. Quisiera verlo
apaci¬guado. Ojalá la cólera no lo haga proceder mal.
PANTALÓN.— Siervo suyo, señor Doctor. Justamente deseaba hablar con usted y con su
hijo.
DOCTOR.— ¿Sí? Bravo. ¿Me imagino que nos busca para asegurarnos que la señorita
Clarice se casará con Silvio?
DOCTOR.— Sé lo que quiere decirme. A primera vista lo prometido al turinés parecía sin
solución, indisoluble, habiendo sido estipulado con un contrato. Pero era un con¬trato
entre usted y él. En cambio el nuestro ha sido confir¬mado por la novia.
PANTALÓN.— ¿Terminó?
DOCTOR.— Terminé.
PANTALÓN.— Quiero decirle que su doctrina es muy hermosa, pero esta vez no nos
sirve.
PANTALÓN.— Yo había dado mi palabra y no podía zafarme del asunto. Mi hija está
conforme, ¿qué dificultad puedo tener? Iba en busca de usted y de su hijo, el señor
Silvio, para comunicárselo. Lo lamento mucho, pero no hay otra salida.
DOCTOR.— Su hija no me asombra, ¡pero usted! ¿Có¬mo puede tratarme de ese modo?
Si no estaba seguro de la muerte del señor Federico, no debía empeñar su palabra con
mi hijo; y si lo hizo, debe mantenerla a cualquier pre¬cio. La noticia de la muerte de
Federico justificaba suficien¬temente y también ante él su nueva decisión. Nadie podía
reprocharle nada, ni exigirle ningún tipo de satisfacción. El compromiso contraído esta
mañana entre la señorita Clarice y mi hijo coram testibus no puede ser disuelto sólo por
una palabra, que usted le dio a otro. Las razones que tiene mi hijo anulan todo nuevo
contrato y obligan a su hija a casar¬se con él; pero yo me avergonzaría de tener en mi
casa a una nuera de tan poca reputación, a la hija de un hombre sin palabra como es
usted, señor Pantalón. No olvide que me ha ofendido a mí, a la casa Lombardi. Tal vez
llegue el momento en que me las pagará. Sí: omnia tempus habent. (Sale)
ESCENA III
SILVIO.— Las hermosas palabras de mi padre no sirven para nada. Ayúdate que Dios te
ayuda.
SILVIO.— ¿Entonces está fijada la boda de la señorita dance con el señor Federico?
SILVIO.— Me asombra que usted se atreva a decírmelo. ¡Hombre sin palabra y sin honor!
PANTALÓN.— ¿Qué está usted diciendo? ¿Se trata así a una persona mayor como yo?
BEATRIZ.— No es ésta la primera vez que me bato. No le tengo miedo, señor. (Presenta
el arma a Silvio)
(Sale corriendo hacia la calle. Beatriz y Silvio se baten. Silvio resbala, cae al suelo y se le
escapa el espadín de la ma¬no. Beatriz pone la punta de su espada sobre el pecho de
Silvio)
ESCENA V
CLARICE y dichos.
BEATRIZ.— Bella Clarice, por usted le perdono la vida, en cambio usted no se olvide del
juramento. (Sale)
ESCENA VI
SILVIO y CLARICE
CLARICE.— A Federico.
SMERALDINA y dichos.
SMERALDINA.— ¡Deténgase! ¿Qué diablos hace? (Le quita la espada a Clarice. A Silvio)
Y usted, perro renegado, ¿la habría dejado morir? ¿Qué corazón tiene? ¿De tigre, de león,
de diablo? Mírenlo ahí al hermoso sujeto por el cual las mujeres deberían destriparse.
Usted es muy buena, patroncita. ¿Acaso no la quiere más? Quien no la quiere no la
merece. ¡Que se vaya al infierno este sicario! Venga us¬ted conmigo, no faltan hombres.
Le juro que antes de ano¬checer le encuentro una docena. (Arroja la espada al suelo y
Silvio la levanta)
CLARICE.— (Llorando) ¡Ingrato! ¿Ni siquiera un sus¬piro por mi muerte? Sí, me matará el
dolor; moriré y estará contento; pero algún día descubrirá mi inocencia y arrepentido por
no haberme creído, ya tarde, llorará mi desgracia y su propia crueldad. (Sale)
ESCENA VIII
SILVIO y SMERALDINA
SMERALDINA.— No puedo comprenderle. Una mucha¬cha está por matarse y usted se
queda observando tranquila¬mente, como si se tratase de una escena de teatro.
SMERALDINA.— Sí, claro, si fuéramos como los hom¬bres. Dice un proverbio: nosotros
tenemos las voces y uste¬des las nueces. Las mujeres tienen fama de ser infieles y los
hombres cometen las infidelidades. De las mujeres se habla mucho, de los hombres no
se dice nada. A nosotras las crí¬ticas, a ustedes el perdón. ¿Sabe por qué? Porque las
leyes las hacen los hombres; si las hicieran las mujeres, todo sería al revés. Si yo
mandara, ordenaría que cada hombre infiel llevare en la mano una rama de árbol y por
cierto las ciuda¬des se transformarían en bosques. (Sale)
ESCENA IX
SILVIO solo.
SILVIO.— Sí, Clarice me es infiel y con la excusa de un juramento oculta la verdad. Es
pérfida y simuló el acto de quererse herir para engañarme, para que yo me apiadé de
ella. Pero, aunque la mala suerte me haya hecho caer ante mi rival, no dejaré de
vengarme. Morirá ese indigno y la in¬grata Clarice verá en su sangre el fruto de su
propio amor. (Sale)
ESCENA X
Sala en la posada, con dos puertas al foro y dos laterales. TRUFFALDINO, luego
FLORINDO.
TRUFFALDINO.— ¡Qué desdichado soy! Ninguno de mis dos patrones aún viene para
almorzar. Hace dos horas que tocó mediodía y no se ve a nadie. Luego vendrán los dos
juntos y quedaré atrapado. No podré servir a los dos al mis¬mo tiempo y se descubrirá
el asunto. Calla, calla, esté lle-gando uno de ellos. ¡Qué suerte!
FLORINDO.— Aún no tengo ganas de comer. (Para sí) Quiero volver al Correo, quiero ir
yo mismo, tal vez averi¬güe algo.
TRUFFALDINO.— ¿Sabe, señor, que en esta ciudad hay que comer, de lo contrario uno se
enferma?
FLORINDO.— Debo salir para un asunto urgente. Si vuelve para el almuerzo, bien; si no
vuelvo, comeré a la noche. Tú, si quieres, pide de comer.
FLORINDO.— Esta bolsa de dinero me pesa. Tómala, ponía en mi baúl. He aquí las
llaves. (Le da la bolsa de los cien ducados y las llaves)
FLORINDO.— No, no hace falta. Me las darás luego, no quiero perder tiempo. Si no
vuelvo para el almuerzo, ve a la plaza; espero con impaciencia que encuentres a
Pascual. (Sale)
ESCENA XI
BEATRIZ.— ¿El señor Pantalón dei Bisognosi no te dio una bolsa con cien ducados?
TRUFFALDINO.— Usted.
TRUFFALDINO.— (Id.) Me había equivocado con la bolsa, pero lo arreglé. ¿Qué dirá el
otro patrón? Si no era suya no va a decir nada.
BEATRIZ.— Dile que invité a un amigo a almorzar y que rápidamente aumente los platos
con lo que tiene.
BEATRIZ.— Sí, ordena tú, muéstrame tu capacidad. Voy a buscar a mi amigo que no está
lejos. Quiero todo lis¬to para cuando vuelvo. (Hace el ademán de salir)
BEATRIZ.— Toma esta hoja, ponla en el baúl. ¡Cuida¬do eh! Es una letra de cambio de
cuatro mil escudos.
TRUFFALDINO.— No tema, la guardaré en seguida.
BEATRIZ.— Cuida de que esté todo listo. (Para sí) Pobre señor Pantalón, tuvo el susto de
su vida. Necesita un poco de alegría. (Sale)
ESCENA XII
TRUFFALDINO.— Ahora debo lucirme. Es la primera vez que este patrón me ordena el
almuerzo. Quiero demos¬trarle que tengo buen gusto. Guardaré esta carta y luego... La
guardaré luego, no hay que perder tiempo. (Hacia las bambalinas) ¡Eh! ¿No hay nadie?
Llame al señor Brighella, dígale que quiero hablarle. Un buen almuerzo no consiste
principalmente en las viandas, sino en el orden con que se presentan. Vale más una
Hermosa disposición que una mon¬taña de platos.
TRUFFALDINO.— (Para sí) El dijo cinco o seis platos, si son ocho no está mal. (A
Brighella) Está bien, ¿qué habrá en los platos?
TRUFFALDINO.— También aquí hay un plato que no conozco, ¿qué es ese. budín?
TRUFFALDINO.— Me parece bien, estoy conforme, ¿pero cómo dispondremos los platos
en la mesa?
BRIGHELLA.— Por ejemplo, se puede disponer aquí la sopa, aquí el frito, aquí el cocido y
aquí el fricando. (Seña¬la ¡a imaginaria disposición)
TRUFFALDINO.— Pero no, así no. Ustedes los posade¬ros saben cocinar, pero no saben
preparar la mesa. Yo le enseñaré. Imagínese que ésta sea la mesa (apoya una rodilla en
el suelo, señala el piso). Observe cómo se distribuyen esos cinco platos; por ejemplo:
aquí, en el medio, la sopa (corta un pedazo de la letra de cambio y lo coloca en el
me¬dio como si fuese el plato); aquí va el cocido (arranca otro pedazo de la letra de
cambio); de este lado el frito (hace lo mismo); aquí la salsa (hace lo mismo) y aquí el
plato que no conozco (hace lo mismo). ¿Qué le parece? ¿No queda muy lindo?
BRIGHELLA.— Está bien, pero la salsa está muy lejos del cocido.
ESCENA XIII
BEATRIZ.— ¡Bribón! ¿Así cuidas mis cosas? ¿Cosas muy importantes? Mereces una
buena tunda. ¿Qué. opina señor Pantalón? ¿Vio alguna vez una necedad mayor que
ésta?
PANTALÓN.— En realidad es para reír. Sería grave si no hubiese arreglo. Yo le haré otra
letra de cambio.
PANTALÓN.— ¿Qué servicio? ¿Qué cinco platos? Más sencillo, más sencillo. Un poco de
arroz, un par de platos y listo. Yo no tengo pretensiones.
(Los Camareros llevan, a la sala indicada por Brighella, lo necesario para preparar la
mesa: platos, vasos, vino, pan, etc.)
PANTALÓN.— En el Canal Grande, frente a las Fábricas de Rialto, hay una posada donde
también se come muy bien. Estuve allí muchas veces con caballeros chapados a la
antigua; y la he pasado tan bien que aún lo recuerdo con agrado. Entre otras cosas se
toma un vino de Borgoña que es una delicia.
BEATRIZ.— (A Truffaldino) Quisiera menos agudeza y más atención. (También ella entra
en la sala)
TRUFFALDINO.— ¡Bah! ¡Qué servicio! Un plato a la vez. Gasta un dineral y no hay nada de
buen gusto. Tal vez hasta la sopa sea desabrida. Vamos a ver. (Saca una cuchara de un
bolsillo y prueba la sopa) Yo llevo siempre las armas conmigo. No está mal, podría ser
peor. (Entra en la. sala)
ESCENA XV
Un CAMARERO trayendo un plato, luego TRUFFALDINO, luego FLORINDO, luego
BEATRIZ y otros CAMAREROS.
TRUFFALDINO.— Vi que estaba llegando por la ven¬tana. (Para sí) Hay que inventar una
excusa.
FLORINDO.— ¿Y traes primero el cocido, en lugar de la sopa?
FLORINDO.— (Para sí, entrando en la otra sala del fo¬ro) ¿A Beatriz no la encontraré
nunca?
CAMARERO.— (Vuelve con una fuente) Hay que espe¬rarlo siempre. (Llama) Truffaldino.
TRUFFALDINO.— ¿Y esto qué es? Debe ser el fricasor (lo prueba). Es bueno, palabra de
caballero. (Lleva el plato a Beatriz)
TRUFFALDINO.— Dámela, se la llevaré yo; ve a pre¬parar lo que sigue para la otra sala.
(Le saca la sopera al ca¬marero y se la lleva a Florindo)
CAMARERO.— Es muy raro este fulano. Quiere servir a éste y a aquéllos. Que lo haga;
total, la propina me corres¬ponde a mí.
TRUFFALDINO.— ¿No oyes que me llama a mí? (Le saca el plato y lo lleva a Florindo)
CAMARERO.— Es extraordinario. Lo quiere hacer todo él. (El 2do. Camarero trae un plato
de albóndigas y lo da al 1er. Camarero, luego sale)
TRUFFALDINO.— ¡Diablos! ¿A quién debo llevarlas? ¿Quién de los dos patrones las
ordenó? Si pregunto en la cocina pueden sospechar; si me equivoco y no las llevo a
quien las ordenó, éste puede reclamar y se descubre el em¬brollo. Haré así... ¡Qué
grande soy! Voy a repartirlas en dos platos y le llevo la mitad a cada uno de ellos, de
modo que quien las ordenó las tendrá (toma otro plato y divide las albóndigas). Cuatro y
cuatro, sobra una, ¿a quién se la doy? No quiero que ninguno de los dos se ofenda. Me la
co¬mo yo (se la come). Está bien así. Llevemos las albóndigas a éste (deja en el suelo
un plato y lleva el otro a Beatriz).
TRUFFALDINO..— ¿Qué diablo es este budín? El olor es bueno, parece polenta. ¡Oh si
fuese polenta! Sería extra¬ordinario. Quiero probarlo. (Saca un tenedor del bolsillo) No
es polenta, pero se le parece. (Come) Es mejor que la polenta. (Come más)
BEATRIZ.— (Lo llama desde la sala) Truffaldino.
TRUFFALDINO.— (Con la boca llena) Aquí estoy. ¡Oh qué rico! Otro poquito y voy. (Sigue
comiendo)
TRUFFALDINO.— En seguida. (Llama) ¡Camarero! ¿Qué más hay? Este budín lo guardo
para mí. (Lo oculta)
ESCENA XVI
Calle con el frente de la posada. SMERALDINA, luego el CAMARERO de la posada.
SMERALDINA.— (Para sí) Me da vergüenza. (Al Cama¬rero) Diga... ¿El señor Federico
Rasponi se aloja en esta posada?
CAMARERO.— ¿Quiere que lo haga salir a la calle? No me parece correcto; además está
con el señor Pantalón dei Bisognosi.
SMERALDINA.— ¿Mi patrón? Peor aún. ¡Oh no! Yo no entro.
CAMARERO.— El mismo.
SMERALDINA.— Llámelo.
ESCENA XVII
SMERALDINA.— Si me ve el patrón ¿qué voy a decir¬le? Que vine a buscarlo. Así está
bien; ¡oh! no me faltan recursos.
TRUFFALDINO.— (Con una botella de vino, un vaso y una servilleta) ¿Quién me llama?
TRUFFALDINO.— Pero no, es un gusto. A decir la ver¬dad, estoy lleno y sus ojazos llegan
a propósito para facili¬tar mi digestión.
TRUFFALDINO.— Se lo daré con gusto, pero sepa que yo también tengo un mensaje para
usted.
SMERALDINA.— Creo haber oído ese nombre, pero no lo recuerdo bien. (Para sí) Debe
ser él.
(Truffaldino sale de la posada, saluda a Smeraldina con una reverencia, le pasa cerca,
suspira y regresa de inmediato a la posada).
SMERALDINA.— ¿A quién?
SMERALDINA.— Por cierto usted, debo confesarlo, tie¬ne algo... Basta no hablo más.
TRUFFALDINO.— No quisiera que esté escrita con enojo y que me haga salir con la cara
rota.
TRUFFALDINO.— Déjelo por mi cuenta. Soy muy há¬bil para eso, nadie se dará cuenta.
SMERALDINA.— Lea.
SMERALDINA.— Re, re, a, rea. No no. Tranquilo, creo que es una m. Mi, mi, a, mía.
ESCENA XVIII
BEATRIZ.— ¡Cómo! ¡Es una carta para mí! ¡Bribón! ¿Abres siempre mis cartas?
TRUFFALDINO.— Yo no.
ESCENA XIX
TRUFFALDINO.— (Para sí) Con tal que no me vea, voy a escabullirme. (Empieza a
alejarse)
BEATRIZ.— ¡Qué Smeraldina! ¡Fuiste tú canalla! Una y una dos. Dos cartas me abriste en
un día. Ven aquí.
ESCENA XX
TRUFFALDINO.— (Cuando Beatriz se fue) ¡Sangre de mi! ¡Cuerpo de mi! ¿Así se trata a
un hombre de mi cla¬se? ¿Bastonearme? A los servidores, si no sirven, se los echa, no
se les pega.
FLORINDO.— (Sale de la posada sin ser visto por Truffaldino) ¿Qué estás haciendo?
TRUFFALDINO.— Ahora sí puedo afirmar que soy el servidor de dos patrones, los dos me
pegaron. (Entra en la posada)
ACTO TERCERO
ESCENA I
TRUFFALDINO.— Con una buena sacudida arrojé lejos todo el dolor de los golpes; pero
comí bien, almorcé bien y esta noche cenaré mejor y mientras pueda quiero servir a dos
patrones, así sacaré dos sueldos. ¿Ahora qué tengo que hacer? El primer patrón está
afuera y el segundo duerme. Justo ahora podría ventilar su ropa, sacarla de los baúles y
asegurarme de que no necesitan nada. Tengo conmigo las llaves, esta sala es
adecuada. Sacaré los baúles y los ordenaré. Necesito ayuda. (Llama) ¡Eh, Camarero!
TRUFFALDINO.— Que me de una mano para sacar los baúles de esas habitaciones y
ventilar la ropa.
CAMARERO.— (A su ayudante) Ve a ayudarle.
TRUFFALDINO.— Vamos y te daré con buena mano una parte del regalo que me dieron
mis patrones. (Entra en una habitación con el ayudante)
CAMARERO.— Parece un buen servidor. Es rápido, pronto, atento; sin embargo debe
tener algún defecto tam¬bién él. Yo serví una vez y sé cómo son estas cosas. Por amor
no se hace nada. Lo hacen para pelar a su patrón o para ganarse su confianza.
CAMARERO.— O es muy educado o es muy astuto. Nunca vi a nadie servir de este modo
a dos patrones. De ve¬ras quiero observarlo atentamente; no me gustaría que un día u
otro, con el pretexto de servir a dos patrones, despo¬jara a los dos.
CAMARERO.— (Al Ayudante) Vete a la cocina. (El Ayudante se va. A Truffaldino) ¿No
necesita nada?
CAMARERO.— ¡Ah! Eres muy fuerte, si duras mu¬cho, merecerás mi estima. (Sale)
TRUFFALDINO.— Hay que hacerlo todo con prolijidad y tranquilidad. Espero que nadie
me moleste. (Saca una lla¬ve del bolsillo) ¿De cuál es ésta llave? ¿Cuál de los dos
baú¬les abre? Hay que probar. (Abre un baúl) Acerté en seguida. Soy el mejor del
mundo. (Saca la otra llave y abre el se¬gundo baúl) Esta abrirá el otro. Están los dos
abiertos. Voy a sacar todo afuera. (Saca los trajes de los dos baúles y los coloca sobre
una mesita, observa que en cada baúl hay un traje negro, libros y hojas escritas, entre
otras cosas) Vamos a ver si hay algo en los bolsillos; a veces uno encuentra con¬fites.
(Inspecciona el traje negro de Beatriz y en un bolsillo encuentra un retrato) ¡Oh! ¡Qué
hermoso retrato! ¡Que hermoso hombre! ¿De quién será este retrato? Me parece
conocerlo, pero no lo recuerdo; se parece un poco a mi otro patrón; pero no, él no usa ni
este traje, ni esta peluca.
ESCENA II
TRUFFALDINO.— (En voz alta) Voy en seguida. (Para sí) Rápido, antes que venga.
Apenas sale de la posada arre¬glaré todo bien. (Coloca la ropa en los dos baúles, al
azar, y los cierra)
TRUFFALDINO.— Señor ¿no me dijo de ventilar los trajes? Estaba aquí, cumpliendo sus
órdenes.
TRUFFALDINO.— Sí señor. Serví un patrón que murió y me dejó unas chucherías que
vendí. Me quedó ese retrato
FLORINDO.— ¡Ay de mí! ¿Cuánto hace que murió ese patrón tuyo?
TRUFFALDINO.— Una semana más o menos. (Para sí) Hay que decir lo primero que se
me ocurra.
FLORINDO.— (Para si) ¡Oh cielo! Temo que se trate de Beatriz. Huyó vestida de hombre...
¡Qué gran desdicha, si es cierto!
FLORINDO.— (Para sí) Cada una de las palabras es una puñalada para mi corazón. (A
Truffaldino) Pero dime, ¿mu¬rió realmente ese joven turinés?
TRUFFALDINO.— (Para sí) Un embrollo más. (A Florindo) No fue sepultado, señor. Otro
servidor, que era su compatriota, obtuvo el permiso de ponerlo en un ataúd y mandarlo
de vuelta a su ciudad.
FLORINDO.— ¿Ese servidor, tal vez, es el mismo que esta mañana te pidió retirar aquella
carta del Correo?
FLORINDO.— (Para sí) No quedan esperanzas. Beatriz está muerta. ¡Pobre Beatriz! Las
molestias del viaje y las pe¬nas del corazón la mataron. ¡Ay de mí! No soporto tanto
dolor. (Entra en su habitación)
ESCENA III
BEATRIZ.— Créame, señor Pantalón, la última remesa de espejos y cera fue duplicada.
PANTALÓN.— Es posible que los muchachos se Hayan equivocado. Haré revisar las
cuentas otra vez por el conta¬dor y encontraremos la verdad.
TRUFFALDINO.— Señor.
TRUFFALDINO.— Lo hice.
BEATRIZ.— Debe ser. (Lo toma sin observarlo y lo abre) No, no es éste. ¿De quién es
este libro?
BEATRIZ.— (Id.) Aquí hay dos cartas que escribí a Florindo. ¡Ay de mí! Estas notas son
cuentas suyas. Yo sudo, tiemblo, ya no sé en qué mundo vivo.
TRUFFALDINO.— No lo sé.
TRUFFALDINO.— Le pido perdón por haber puesto en su baúl ese libro. Es mío y lo puse
ahí para no perderlo. (Para sí) Me fue bien con el otro, tal vez me vaya bien otra vez.
BEATRIZ.— ¿Este libro es tuyo, no lo reconoces y me lo das en lugar del mío?
TRUFFALDINO.— (Para sí) ¡Oh, éste es más agudo! (A Beatriz) Le confieso que hace
poco que lo tengo y todavía no lo reconozco en seguida.
BEATRIZ.— (Para sí) ¡Ay de mí! (A Truffaldino) ¿Se llamaba Florindo, tu patrón?
TRUFFALDINO.— Segurísimo.
BEATRIZ.— ¡Qué desdichada soy! Florindo está muer¬to; está muerto mi bien, mi única
esperanza. ¿Para qué me sirve esta vida inútil, si está muerto aquél para el cual vivía?
¡Oh vanas lisonjas! ¡Oh cuidados arrojados al viento! ¡In¬felices engaños de amor!
Abandono mi patria, abandono mis parientes, me visto de hombre, enfrento peligros,
arriesgo la vida, todo por Florindo y Florindo está muerto. ¡Desdi¬chada Beatriz! No
bastaba la pérdida de un hermano, ahora la del prometido. El cielo quiso que a la muerte
de Federico le siguiese la de Florindo. Pero si yo soy la causa de la muer¬te de ellos, si
soy la culpable, ¿por qué el cielo no se venga conmigo? Es inútil el llanto, son vanas las
lamentaciones. Florindo está muerto. ¡Ay de mí! El dolor me vence. No veo más la luz.
ídolo mío, querido prometido, te seguiré desesperada. (Nerviosa, entra en su habitación)
PANTALÓN.— ¡Mujer!
TRUFFALDINO.— ¡Hembra!
ESCENA IV
DOCTOR.— Sea quién sea, su hija ha sido vista con él, et hoc sufficit.
ESCENA V
SILVIO.— (Para sí) Ahí está Pantalón: Tengo ganas de meterle la espada en el pecho.
SILVIO.— ¡Pero! ¡Oh cielo! ¿Cómo podré abrazar a quien estuvo conversando largamente
con otro pretendiente?
PANTALÓN.— Vamos a mi casa. Mi hija no sabe nada todavía. Así tendré que contarlo
una sola vez.
PANTALÓN.— Olvídelo, le comprendo. Son efectos del amor. Vamos, hijo mío, venga
conmigo. (Sale)
SILVIO.— ¿Quién es más feliz que yo? ¿Qué corazón es más contento que el mío? (Sale)
ESCENA VI
BEATRIZ.— ¡Florindo!
FLORINDO.— ¡Beatriz!
CAMARERO.— (Para sí) Por lo menos gano esos dos cuchillos. No se los devuelvo más.
(Recoge los cuchillos del suelo y sale)
ESCENA VII
BEATRIZ.— Mi servidor.
FLORINDO.— También el mío me hizo creer que usted estaba muerta y, arrastrado por el
dolor, quería quitarme la vida.
FLORINDO.— Este libro estaba en mi baúl; ¿cómo lle¬gó a sus manos? ¡Ah, sí! Habrá
llegado al igual que mi re¬trato al bolsillo de mi traje; he aquí el retrato que le di en Turín.
BEATRIZ.— Esos canallas de nuestros servidores, sabe el cielo lo que hicieron. Ellos
fueron la causa de nuestro do¬lor y de nuestra desesperación.
FLORINDO.— Busquémoslos para carearlos y saber la verdad. (Llama) ¿Quién está allí?
¿No hay nadie?
BRIGHELLA.— Mande.
BRIGHELLA.— Conozco sólo a uno; hablaré con los camareros, ellos conocerán a los
dos. Me alegro con ustedes por haber tenido tan dulce muerte; y si quieren hacerse
en¬terrar, vayan a otro lugar, aquí no está bien. Siervo suyo. (Sale)
ESCENA VII
FLORINDO y BEATRIZ.
BEATRIZ.— Todos los que creyeron que yo era Federi¬co, cayeron en ese error.
Abandoné Turín vestida de hom¬bre y con este nombre para buscar...
FLORINDO.— Lo sé, para buscarme, querida. Una car¬ta, que le escribió su servidor de
Turín, me lo confirmó.
FLORINDO.— Un servidor, creo el suyo, le pidió al mío que la retirase del Correo. La vi, y
estando dirigida a usted, la abrí.
FLORINDO.— Para averiguarlo nos conviene no tener rigor con ellos. Habrá que tratarlos
con las buenas.
ESCENA VII
FLORINDO.— Bien. Dinos cómo sucedió el cambio del retrato y del libro y por qué tú y el
otro
TRUFFALD1NO.— (Les hace señal a los dos de calmar¬se) ¡Chito! (A Florindo en voz
baja, alejándolo de Beatriz) ¿Me permite una palabra a solas? (A Beatriz, mientras se
aparta para hablar con Florindo) En seguida se lo cuento todo. (A Florindo) Sepa, señor,
que de todo esto no tengo la culpa. El culpable es Pascual, el servidor de esa señora
(cautelosamente señala a Beatriz) Fue él quien confundió las cartas y que puso en un
baúl lo que iba en el otro, sin que yo me diese cuenta. El pobre hombre me ha
recomen¬dado que no lo descubra para que su patrón no lo eche. Yo tengo buen
corazón, me haría matar por mis amigos y tuve que inventar muchas cosas para
remediar el embrollo. ¿Có¬mo podía creer que aquel retrato era suyo y que le apenaría
tanto la muerte de su dueño? Esta es la verdad, palabra de hombre sincero y de fiel
servidor.
BEATRIZ.— (Para si) Qué largo discurso es ése. Quisiera saber qué misterio ocultan.
FLORINDO.— (En voz baja a Truffaldino) ¿Entonces el que te mandó retirar la carta del
Correo fue el servidor de la señorita Beatriz?
FLORINDO.— (En voz baja a Truffaldino) ¿Por qué me ocultaste algo por el cual él te
había buscado con tanto in¬terés?
TRUFFALDINO.— (Para sí) En este caso me tocaría doble ración: la mía y la de Pascual.
BEATRIZ.— ¿Cuándo se acaba ese examen?
TRUFFALDINO.— (En voz baja a Florindo) Por amor de Dios, señor patrón, no descubra a
Pascual; antes dígale que fui yo. Pégueme a mí, si quiere, pero no arruine a Pas¬cual.
BEATRIZ.— (En voz bajá a Truffaldino) ¡Qué largo discurso tuviste con el señor Florindo!
TRUFFALDINO.— (Id. a Beatriz) Sepa que ese señor tiene un servidor de nombre
Pascual, que es el más tonto del mundo. Fue él quien hizo ese zafarrancho con los
baú¬les y como el pobre hombre tiene miedo que lo despidan, yo encontré la excusa del
libro, del patrón muerto, ahogado, etc... También ahora le dije al señor Florindo que la
culpa es mía.
BEATRIZ.— (Id. a Truffaldino) ¿Por qué cargas con una culpa que, según afirmas, no
tienes?
TRUFFALDINO.— (En voz baja a Beatriz) Por el amor de Dios, no mencione a Pascual.
BEATRIZ.— (A Florindo) Muy bien; debo ir a ver al señor Pantalón dei Bisognosi, ¿quiere
acompañarme?
BEATRIZ.— Debo ir en seguida. Le espero en casa del señor Pantalón; no me iré de ahí
hasta que usted no llegue.
TRUFFALDINO.— (En voz baja, a Beatriz) Vaya que en seguida estoy a sus órdenes.
BEATRIZ.— Querido Florindo, cuántas penas he pro¬bado por Usted. (Entra en su
habitación)
ESCENA X
FLORINDO y TRUFFALDINO.
FLORINDO.— (A Beatriz, antes que ella salga) Las mías no son menores.
TRUFFALDINO.— Señor patrón, Pascual no está, la señorita Beatriz no tiene a nadie que
la ayude a vestirse, ¿me permite ir a servirla, en lugar de Pascual?
TRUFFALDINO.— (Para si) Por invención, prontitud y cábalas desafío al mejor ayudante
de cámara. (Entra en la habitación de Beatriz)
ESCENA XI
FLORINDO, luego BEATRIZ y TRUFFALDINO.
FLORINDO.— Estoy impaciente de verla con pollera y corsé. Su belleza no debe estar
totalmente oculta...
BEATRIZ.— Sí, te lo agradeceré. (Para sí) Lo amo más que a mí misma. (Sale)
ESCENA XII
FLORINDO y TRUFFALDINO.
FLORINDO.— ¿Y bien?
TRUFFALDINO.— Si algo anduvo mal, usted sabe que la culpa fue de Pascual.
TRUFFALDINO.— No, no digo eso; pero siendo su ser¬vidor, usted puede decirle una
palabra al señor Pantalón, en mi favor.
PANTALÓN.— Vamos, Clarice, no seas tan obstinada. Silvio está arrepentido y te pide
perdón. Si cometió alguna falta fue por amor. Yo le perdoné y también tú debes
per¬donarle.
SILVIO.— Señorita Clarice, mida mi pena con la suya. El temor de perderla me puso
furioso, pero esto debe darle la seguridad de que la amo. El cielo quiere nuestra
felici¬dad, no sea ingrata con la benevolencia del cielo; no eche a perder el día más
hermoso de nuestra vida con la idea de vengarse.
DOCTOR.— A los ruegos de mi hijo, añado los míos, se¬ñorita Clarice. Querida nuera,
perdónele: el pobre estuvo por volverse loco.
SMERALDINA.— Vamos, patroncita, ¿qué quiere ha¬cer? Los hombres, un poco más un
poco menos, son siem¬pre crueles con nosotros. Pretenden la absoluta fidelidad y a
cada pequeña sospecha nos regañan, nos maltratan, nos quisieran muertas. Con uno o
con otro tiene que casarse. Le diré como se dice a los enfermos: ya que debe tomar la
medicina, tómela de una vez.
SILVIO.— Pero, mi querida Clarice, ¿es posible que de sus labios no salga ni siquiera una
palabra? Sé que merezco un castigo de parte suya; castígueme con sus palabras, pero
no con su silencio. Estoy a sus pies, tenga compasión de mí. (Se arrodilla, a los pies de
Clarice)
CLARICE.— ¡Ingrato!
SILVIO.— ¡Querida!
CLARICE.— ¡Inhumano!
CLARICE.— ¡Perro!
BRIGHELLA y dichos.
PANTALÓN.— Adelante compadre. Adelante señor Brighella. Usted me hizo creer esas
hermosas fábulas; usted me aseguró que ese señor era el señor Federico, ¿no?
BRIGHELLA.— ¿Quién no se habría engañado? Los dos hermanos se parecen como dos
gotas de agua y con ese traje me habría jugado la cabeza que era él.
ESCENA XV
BEATRIZ y dichos.
BEATRIZ.— Señores, estoy aquí para pedirles perdón y si por mi culpa tienen algún
problema...
PANTALÓN.— Señorita Beatriz, por ser mujer y toda¬vía joven, tiene mucho coraje.
SILVIO.— Querido padre, deje que cada uno elija su vi¬da; no busque pleitos. Ahora que
estoy feliz, quisiera que todos lo fuesen. ¿Hay más bodas? ¡Que se hagan!
SMERALDINA.— (Para sí) Tiene miedo de que alguien se lo coma. Le tomó el gusto.
ESCENA XVI
TRUFFALDINO y dichos.
SILVIO.— (Para si) Ese traje de hombre aún me causa cierta impresión.
PANTALÓN.— Señorita Beatriz, por ser mujer y toda¬vía joven, tiene mucho coraje.
SILVIO.— Querido padre, deje que cada uno elija su vi¬da; no busque pleitos. Ahora que
estoy feliz, quisiera que todos lo fuesen. ¿Hay más bodas? ¡Que se hagan!
CLARICE.— No es necesario.
SMERALDINA.— (Para sí) Tiene miedo de que alguien se lo coma. Le tomó el gusto.
ESCENA XVI
TRUFFALDINO y dichos.
TRUFFALDINO.— Saludo a todos.
SMERALDINA.— (En voz baja a Clarice) Yo también soy una pobre muchacha que busca
asegurarse el futuro. El servidor de la señorita Beatriz me quiere; si usted le habla a su
patrona para que le dé el permiso; sería para mí una gran suerte.
CLARICE.— (Id. a Smeraldina) Sí querida Smeraldina, lo haré con gusto. Apenas pueda
hablar a solas con Beatriz se lo diré. (Regresa al lugar de antes)
CLARICE.— ¡Qué curiosidad! Y luego dicen que las mujeres somos curiosas.
ESCENA ULTIMA
PANTALÓN.— (A Beatriz) Después cerraremos las cuen¬tas. Arregle ahora ésta, luego
arreglaremos las nuestras.
SILVIO.— Es cierto.
SILVIO.— Es verdad.
SMERALDINA.— (Para si) ¡Oh! Hay otro que me quie¬re. ¿Quién diablos puede ser? Si por
lo menos lo conocie¬se...
FLORINDO.— Es usted muy atenta; sin embargo, señor Pantalón, considere mi pedido
como no formulado. No ha¬blaré más en favor de mi servidor; más aún le niego el
per¬miso de casarse.
CLARICE.— Si no se casa con el suyo, tampoco se ca¬sará con el otro; así seremos
justos.
TRUFFALDINO.— (Para sí) ¡Pero qué lindo! Ellos se hacen los cumplidos y yo me quedo
sin mujer.
PANTALÓN.— Vamos, señores; hay que ser compren¬sivos: esta pobra muchacha tiene
ganas de casarse; démosle el uno o el otro.
FLORINDO.— Tú lo hiciste.
TRUFFALDINO.— Y usted señorita Clarice, ¿con quién creía que debía casarse
Smeraldina?
CLARICE.— Contigo.
BEATRIZ.— (A Truffaldino) ¿Qué embrollo es éste? (Truffaldino pide perdón con lazzi -
pantomimas)
TRUFFALDINO.— Sí señor. Yo hice esa hazaña. Me metí en ella sin quererlo y luego
quise probar. Duré poco, es cierto, pero por lo menos puedo afirmar que nadie hasta
ahora me habría descubierto, si yo mismo, por amor a esta muchacha, no lo hubiese
hecho. Me costó una gran fatiga; a veces cometí faltas, pero espero que, por ser un caso
ex¬traordinario, ustedes me perdonarán.
FIN DE LA COMEDIA