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Caracas sin agua

Publicado: 27 agosto 2010 en Gabriel García Márquez


Etiquetas:Realismo mágico, Samuel Burkart, Sequía, Venezuela
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Después de escuchar el boletín radial de las 7 de la mañana, Samuel Burkart, un ingeniero
alemán que vivía solo en un pent-house de la avenida Caracas, en San Bernardino, fue al abasto
de la esquina a comprar una botella de agua mineral para afeitarse. Era el 6 de junio de 1958. Al
contrario de lo que ocurría siempre desde cuando Samuel Burkart llegó a Caracas, 10 años
antes, aquella mañana de lunes parecía mortalmente tranquila. De la cercana avenida Urdaneta
no llegaba el ruido de los automóviles ni el estampido de las motonetas. Caracas parecía una
ciudad fantasma. El calor abrasante de los últimos días había cedido un poco, pero en el cielo
alto, de un azul denso, no se movía una sola nube. En los jardines de las quintas, en el islote de
la Plaza de la Estrella, los arbustos estaban muertos. Los árboles de las avenidas, de ordinario
cubiertos de flores rojas y amarillas en esa época del año, extendían hacia el cielo sus
ramazones peladas.

Samuel Burkart tuvo que hacer cola en el abasto para ser atendido por los dos comerciantes
portugueses que hablaban con la clientela de un mismo tema, el tema único de los últimos
cuarenta días que esa mañana había estallado en la radio y en los periódicos como una
explosión dramática: el agua se había agotado en Caracas. La noche anterior se habían
anunciado las drásticas restricciones impuestas por el INOS a los últimos 100.000 metros
cúbicos almacenados en el dique de La Mariposa. A partir de esa mañana, como consecuencia
del verano más intenso que había padecido Caracas después de 79 años, había sido suspendido
el suministro de agua. Las últimas reservas se destinaban a los servicios estrictamente
esenciales. El gobierno estaba tomando desde hacía 24 horas disposiciones de extrema urgencia
para evitar que la población pereciera víctima de la sed. Para garantizar el orden público se
habían tomado medidas de emergencia que las brigadas cívicas constituidas por estudiantes y
profesionales se encargarían de hacer cumplir.

Las ediciones de los periódicos reducidas a cuatro páginas, estaban destinadas a divulgar las
instrucciones oficiales a la población civil sobre la manera como debía proceder para superar la
crisis y evitar el pánico.
A Burkart no se le había ocurrido una cosa: sus vecinos tuvieron que preparar el café con agua
mineral, le anunció que la venta de jugos de frutas y gaseosas estaba racionada por orden de las
autoridades. Cada cliente tenía derecho a una cuota límite de una lata de jugo de fruta y una
gaseosa por día, hasta nueva orden. Burkart compró una lata de jugo de naranja y se decidió por
una botella de limonada para afeitarse. Sólo cuando fue a hacerlo descubrió que la limonada
corta el jabón y no produce espuma. De manera que declaró definitivamente el estado de
emergencia y se afeitó con jugo de duraznos.

Primer anuncio de cataclismo: Una señora riega el jardín

Con su cerebro alemán perfectamente cuadriculado y sus experiencias de guerra, Samuel


Burkart sabía calcular con la debida anticipación el alcance de una noticia. Eso era lo que había
hecho, tres meses antes, exactamente el 26 de marzo, cuando leyó en un periódico la siguiente
información: “En La Mariposa sólo queda agua para 16 días”.

La capacidad normal del dique de La Mariposa, que surte de agua a Caracas es de 9.500.000
metros cúbicos. En esa fecha a pesar de las reiteradas recomendaciones del INOS para que se
economizara el agua, las reservas estaban reducidas a 5.221.854 metros cúbicos. Un
meteorólogo declaró a la prensa, en una entrevista no oficial que no llovería antes de junio.
Pocas semanas después el suministro de agua se redujo a una cuota que era ya inquietante, a
pesar de que la población no le dio la debida importancia: 130.000 metros cúbicos diarios.

Al dirigirse a su trabajo, Samuel Burkart saludaba a una vecina que se sentaba en su jardín
desde las 8 de la mañana a regar la hierba. En cierta ocasión le habló de la necesidad de
economizar agua. Ella, embutida en una bata de seda con flores rojas, se encogió de hombros.
“Son mentiras de los periódicos para meter miedo —replicó—. Mientras haya agua yo regaré
mis flores.” El alemán pensó que debía dar cuenta a la policía, como lo hubiera hecho en su
país, pero no se atrevió porque pensaba que la mentalidad de los venezolanos era
completamente distinta de la suya. A él también le había llamado la atención que las monedas
en Venezuela son las únicas que no tienen escrito su valor y pensaba que aquello podía
obedecer a una lógica inaccesible para un alemán. Se convenció de eso cuando advirtió que
algunas fuentes públicas, aunque no las más importantes, seguían funcionando cuando los
periódicos anunciaron, en abril, que las reservas de agua descendían a razón de 150.000 metros
cúbicos cada 24 horas. Una semana después se anunció que se estaban produciendo chaparrones
artificiales en las cabeceras del Tuy —la fuente vital de Caracas— y que eso había ocasionado
un cierto optimismo en las autoridades. Pero a fines de abril no había llovido. Los barrios
pobres quedaron sin agua. En los barrios residenciales se restringió el agua a una hora por día.
En su oficina, como no tenía nada que hacer, Samuel Burkart utilizó su regla de cálculo para
descubrir que si las cosas seguían como hasta entonces habría agua hasta el 22 de mayo. Se
equivocó, tal vez por un error en los datos publicados en los periódicos. A fines de mayo el
agua seguía restringida, pero algunas amas de casa insistían en regar sus matas. Incluso en un
jardín, escondido entre los arbustos, vio una fuente minúscula, abierta durante la hora en que se
suministraba el agua. En el mismo edificio donde él vivía, una señora se vanagloriaba de no
haber prescindido de su baño diario en ningún momento. Todas las mañanas recogía agua en
todos los recipientes disponibles. Ahora, intempestivamente, a pesar de que había sido
anunciada con la debida anticipación, la noticia estallaba a todo lo ancho de los periódicos. Las
reservas de La Mariposa alcanzaban para 24 horas. Burkart que tenía el complejo de la afeitada
diaria, no pudo lavarse ni siquiera los dientes. Se dirigió a la oficina, pensando que tal vez en
ningún momento de la guerra, ni aun cuando participó en la retirada del Africa Korp, en pleno
desierto, se había sentido de tal modo amenazado por la sed.

En las calles, las ratas mueren de sed. El gobierno pide serenidad

Por primera vez en 10 años, Burkart se dirigió a pie a su oficina, situada a pocos pasos del
Ministerio de Comunicaciones. No se atrevió a utilizar su automóvil por temor a que se
recalentara. No todos los habitantes de Caracas fueron tan precavidos. En la primera bomba de
gasolina que encontró había una cola de automóviles y un grupo de conductores vociferantes,
discutiendo con el propietario. Habían llenado sus tanques de gasolina con la esperanza que se
les suministrara agua como en los tiempos normales. Pero no había nada que hacer.
Sencillamente no había agua para los automóviles. La avenida Urdaneta estaba desconocida: no
más de 10 vehículos a las 9 de la mañana. En el centro de la calle, había unos automóviles
recalentados, abandonados por los propietarios. Los bares y restaurantes no abrieron sus
puertas. Colgaron un letrero en las cortinas metálicas: “Cerrado por falta de agua”. Esa mañana
se había anunciado que los autobuses prestarían un servicio regular en las horas de mayor
congestión. En los paraderos, las colas tenían varias cuadras desde las 7 de la mañana. El resto
de la avenida un aspecto normal, con sus aceras, pero en los edificios no se trabajaba: todo el
mundo estaba en las ventanas. Burkart preguntó a un compañero de oficina, venezolano, qué
hacía toda la gente en las ventanas, y él le respondió:

—Están viendo la falta de agua.

A las 12, el calor se desplomó sobre Caracas. Sólo entonces empezó la inquietud. Durante toda
la mañana, camiones del INOS con capacidad hasta para 20.000 litros repartieron agua en los
barrios residenciales. Con el acondicionamiento de los camiones cisternas de las companías
petroleras, se dispuso de 300 vehículos para transportar agua hasta la capital. Cada uno de ellos,
según cálculos oficiales, podía hacer hasta 7 viajes al día. Pero un inconveniente imprevisto
obstaculizó los proyectos: las vías de acceso se congestionaron desde las 10 de la mañana. La
población sedienta, especialmente en los barrios pobres, se precipitó sobre los vehículos
cisternas y fue preciso la intervención de la fuerza pública para restablecer el orden. Los
habitantes de los cerros, desesperados, seguros de que los camiones de abastecimiento no
podían llegar hasta sus casas, descendieron en busca de agua. Las camionetas de las brigadas
universitarias, provistas de altoparlantes, lograron evitar el agua. A las 12.30 el Presidente de la
Junta de Gobierno, a través de la Radio Nacional, la única cuyos programas no habían sido
limitados, pidió serenidad a la población, en un discurso de 4 minutos. En seguida, en
intervenciones muy breves, hablaron los dirigentes políticos, un representante del Frente
Universitario y el Presidente de la Junta Patriótica. Burkart, que había presenciado la revolución
popular contra Pérez Jiménez, cinco meses antes, tenía una experiencia: el pueblo de Caracas es
notablemente disciplinado. Sobre todo, es muy sensible a las campañas coordinadas de radio,
prensa, televisión y volantes. No le cabía la menor duda de que ese pueblo sabría responder
también a aquella emergencia. Por eso lo único que le preocupaba en ese momento era su sed.
Descendió por las escaleras del viejo edificio donde estaba situada su oficina y en el descanso
encontró una rata muerta. No le dio ninguna importancia. Pero esa tarde cuando subió al balcón
de su casa a tomar fresco después de haber consumido un litro de agua que le suministró el
camión cisterna que pasó por su casa a las 2, vio un tumulto en la Plaza de la Estrella. Los
curiosos asistían a un espectáculo terrible: de todas las casas, salían animales enloquecidos por
la sed. Gatos, perros, ratones, salían a la calle en busca de alivio para sus gargantas resecas. Esa
noche a las 10, se impuso el toque de queda. En el silencio de la noche ardiente sólo se
escuchaba el ruido de los camiones del aseo, prestando un servicio extraordinario: primero en
las cali y luego en el interior de las casas, se recogían los cadáver de los animales muertos de
sed.

Huyendo hacia Los Teques. Una multitud muere de insolación

48 horas después de que la sequía llegó a su puntó culminante, la ciudad quedó completamente
paralizada. El gobierno de los Estados Unidos envió, desde Panamá, un convoy de aviones
cargados con tambores de agua. Las Fuerzas Aéreas Venezolanas y las compañías comerciales,
que prestan servicio en el país, sustituyeron sus actividades normales por un servicio
extraordinario de transporte de agua. Los aeródromos de Maiquetía y La Carlota fueron
cerrados al tráfico internacional y destinados exclusivamente a esa operación de emergencia.
Pero cuando se logró organizar la distribución urbana, el 30% del agua transportada se había
evaporado a causa del calor intenso. En las Mercedes y en Sabana Grande, la policía incautó, el
7 de junio en la noche, varios camiones piratas, que llegaron a vender clandestinamente el litro
de agua hasta a 20 bolívares. En San Agustín del Sur, el pueblo dio cuenta de otros dos
camiones piratas, y repartió su contenido, dentro de un orden ejemplar, entre la población
infantil. Gracias a la disciplina y el sentido de solidaridad del pueblo, en la noche del 8 de junio
no se había registrado ninguna víctima de la sed. Pero desde el atardecer, un olor penetrante
invadió las calles de la ciudad. Al anochecer, el olor se había hecho insoportable. Samuel
Burkart descendió a la esquina con la botella vacía, a las 8 de la noche, e hizo una ordenada cola
de media hora para recibir su litro de agua de un camión sisterna conducido por boy-scouts.
Observó un detalle: sus vecinos, que hasta entonces habían tomado las cosas un poco a la ligera,
que habían procurado convertir la crisis en una especie de carnaval, empezaban a alarmarse
seriamente. En especial a causa de los rumores. A partir de mediodía, al mismo tiempo que el
mal olor, una ola de rumores alarmistas se habían extendido por todo el sector. Se decía que a
causa de la terrible sequedad, los cerros vecinos, los parques de Caracas, comenzaban a
incendiarse. No habría nada que hacer cuando se desencadenara el fuego. El cuerpo de
bomberos no dispondría de medios para combatirlo. Al día siguiente, según anuncio de la Radio
Nacional, no circularían periódicos. Como las emisoras de radio habían suspendido sus
emisiones y sólo podían escucharse tres boletines diarios de la Radio Nacional, la ciudad estaba,
en cierta manera, a merced de los rumores. Se transmitían por teléfono y en la mayoría de los
casos eran mensajes anónimos.
Burkart había oído decir esa tarde que familias enteras estaban abandonando a Caracas. Como
no habían medios de transporte el éxodo se intentaba a pie, en especial hacia Maracay. Un
rumor aseguraba que esa tarde, en la vieja carretera de Los Teques, una muchedumbre
empavorecida que trataba de huir de Caracas había sucumbido a la insolación. Los cadáveres
expuestos al aire libre, se decía, eran el origen del mal olor. Burkart encontraba exagerada
equella explicación, pero advirtió que, por lo menos en su sector, había un principio de pánico.

Una camioneta del Frente Estudiantil se detuvo junto al camión cisterna. Los curiosos se
precipitaron hacia ella, ansiosos de confirmar los rumores. Un estudiante subió a la capota y
ofreció responder, por turnos, a todas las preguntas. Según él, la noticia de la muchedumbre
muerta en la carretera de Los Teques era absolutamente falsa. Además, era absurdo pensar que
ese fuera el origen de los malos olores. Los cadáveres no podían descomponerse hasta ese grado
en cuatro o cinco horas. Se aseguró que los bosques y parques estaban colaborando en una
forma heroica y que dentro de pocas horas llegaría a Caracas, procedente de todo el país, una
cantidad de agua suficiente para garantizar la higiene. Se rogó transmitir por teléfono estas
noticias, con la advertencia de que los rumores alarmantes eran sembrados por elementos
perezjimenistas.

En el silencio total, falta un minuto para la hora cero

Samuel Burkart regresó a su casa con un litro de agua a las 6.45, con el propósito de escuchar el
boletín de la Radio Nacional, a las 7. Encontró en su camino a la vecina que, en abril, aún
regaba las flores de su jardín. Estaba indignada contra el INOS, por no haber previsto aquella
situación. Burkart pensó que la irresponsabilidad de su vecina no tenía límites.

—La culpa es de la gente como usted, dijo, indignado. El INOS pidió a tiempo que se
economizara el agua. Usted no hizo caso. Ahora estamos pagando las consecuencias.

El boletín de la Radio Nacional se limitó a repetir las informaciones suministradas por los
estudiantes. Burkart comprendió que la situación estaba llegando a su punto crítico. A pesar de
que las autoridades trataban de evitar la desmoralización, era evidente que el estado de cosas no
era tan tranquilizador como lo presentaban las autoridades. Se ignoraba un aspecto importante:
la economía. La ciudad estaba totalmente paralizada. El abastecimiento había sido limitado y en
las próximas horas faltarían los alimentos. Sorprendida por la crisis, la población no disponía de
dinero efectivo. Los almacenes, las empresas, los bancos, estaban cerrados. Los abastos de los
barrios empezaban a cerrar sus puertas a falta de surtido: las existencias habían sido agotadas.
Cuando Burkart cerró el radio comprendió que Caracas estaba llegando a su hora cero.

En el silencio mortal de las 9 de la noche, el calor subió a un grado insoportable, Burkart abrió
puertas y ventanas pero se sintió asfixiado por la sequedad de la atmósfera y por el olor, cada
vez más penetrante. Calculó minuciosamente su litro de agua y reservó cinco centímetros
cúbicos para afeitarse el día siguiente. Para él, ese era el problema más importante: la afeitada
diaria. La sed producida por los alimentos secos empezaba a hacer estragos en su organismo.
Había prescindido, por recomendación de la Radio Nacional de los alimentos salados. Pero
estaba seguro de que el día siguiente su organismo empezaría a dar síntomas de
desfallecimiento. Se desnudó por completo, tomó un sorbo de agua y se acostó boca abajo en la
cama ardiente, sintiendo en los oídos la profunda palpitación del silencio. A veces, muy remota,
la sirena de una ambulancia rasgaba el sopor del toque de queda. Burkart cerró los ojos y soñó
que entraba en el puerto de Hamburgo, en un barco negro, con una franja blanca pintada en la
borda, con pintura luminosa. Cuando el barco atracaba, oyó, lejana, la gritería de los muelles.
Entonces despertó sobresaltado. Sintió, en todos los pisos del edificio, un tropel humano que se
precipitaba hacia la calle. Una ráfaga cargada de agua tibia y pura, penetró por su ventana.
Necesitó varios segundos para darse cuenta de lo que pasaba: llovía a chorros.

El último hombre muere primero


Publicado: 19 julio 2010 en Juan Villoro
Etiquetas:Alemania, Etiqueta Negra, Fútbol, Robert Enke
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El 10 de noviembre de 2009, Robert Enke, portero de la selección alemana de fútbol, hizo su
última salida al campo. Le dijo a su esposa que iba a entrenar, subió a su Mercedes 4×4 y se
dirigió a un pequeño poblado cuyo nombre quizá le pareció significativo: Himmelreich, Reino
del Cielo. Cerca de allí hay un descampado por el que corren las vías del tren. El guardameta
dejó su cartera y sus llaves en el asiento del vehículo y no se molestó en cerrar la puerta.
Caminó a la intemperie, como tantas veces lo había hecho para defender el arco del CZ Jena, el
Borussia Mönchengladbach, el Benfica, el Barcelona, el Fenerbahçe, el Tenerife o el Hannover
96.
A doscientos metros de ahí, como a unas dos canchas de distancia, estaba enterrada su hija Lara,
muerta a los dos años.

Un portero ejemplar, Albert Camus, dejó los terregales de Argelia para dedicarse a la literatura.
Acostumbrado a ser fusilado en los penaltis, escribió un encendido ensayo contra la pena de
muerte. Su primer aprendizaje moral ocurrió jugando al fútbol. Años después, escribiría: «No
hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio». Morir a plazos es la especialidad
de los porteros. Sin embargo, muy pocos pasan de la muerte simbólica que representa un gol a
la aniquilación de la propia vida. Enke fue más lejos que la mayoría de sus colegas. Su muerte,
de por sí dolorosa, llegó con un enigma adicional: estaba en plenitud de su carrera y podía
defender la portería de su país en el Mundial de Sudáfrica.

El número 1 de Alemania suele ejercer un inflexible liderazgo. Sepp Maier, Harald


Schumacher, Oliver Kahn y Jens Lehmann se han ubicado entre los tres palos con seguridad de
decanos de la custodia. Los porteros alemanes envejecen como si la jubilación no existiera y los
años brindaran energías. A los treinta y dos años, Enke pasaba por un buen momento deportivo.
Sin embargo, carecía de la condición esencial de los grandes porteros alemanes. Era un hombre
de la retaguardia, que rehuía la publicidad, hablaba muy poco de sí mismo y atesoraba secretos
que casi nadie conocía.

Tal vez la posibilidad de éxito contribuyó a su tensión nerviosa. El puesto definitivo parecía al
alcance y comportaba nuevos retos. En la extraña ruleta interior a la que se sometía Enke, un
fracaso habría sido preferible. Odiaba la presión, pero desde los ocho años, cuando entró a las
fuerzas inferiores del CZ Jena, sólo pensaba en atajar balones. Casi siempre, los niños desean
ser goleadores. Corresponde a los gordos, los muy altos, los lentos o los raros resignarse al
puesto que obliga a tirarse y maltratar la ropa en el patio del colegio. El número 1 es el último
en un equipo. El recurso final.

Sólo en sitios que valoran mucho la resistencia se convierte en favorito. En Alemania, incluso la
academia ha tenido que ver con las heridas. Max Weber ostentaba con orgullo la cicatriz que le
había dejado un duelo con un miembro de una fraternidad estudiantil enemiga. El niño que opta
por ser guardameta tiene las rodillas raspadas y se ensucia con el lodo del sacrificio. En el país
donde Sepp Maier fabricaba guantes blancos para enfrentar un destino oscuro, Enke quiso ser
portero.

El fútbol profesional puede invadir un organismo en forma absoluta. Para los que crecen en ese
entorno, la realidad es lo que se recorre en autobús entre un partido y otro. En su mente no hay
otra cosa que pasto, balones, lances fugitivos. Se concede poca importancia a algo decisivo: la
forma en que un sujeto se vacía de todo lo demás para convertirse en futbolista integral. La
paradoja es que los jugadores más completos son los que conservan otras aficiones, ya sean los
tallarines que preparan sus mamás, los números privados de las top models o el gusto por el
rock o la samba.

Enke era un fundamentalista del fútbol, un puritano que no pensaba en nada más y prefería
vestirse de negro, como los porteros de antes, que cada domingo emulaban a los sacerdotes.
Defender el destino de Alemania en el Mundial de 2010 podía llevarlo a la gloria. Sin esa
oportunidad decisiva, Enke habría estado más sereno.

Sus verdaderos problemas profesionales habían ocurrido tiempo atrás. Debutó con el CZ Jena
en 1995, donde sólo estuvo una temporada. Después de varios años de regularidad con el
Borussia Mönchengladbach, dio el anhelado salto a un club grande de Europa, el Benfica de
Portugal. Aunque cautivó a la afición, llegó en una época turbulenta; tuvo tres entrenadores en
un año y decidió aceptar un puesto más tentador, sin saber que sería el peor de su vida:
«Ninguna posición en el fútbol es tan exigente como la de portero del Barcelona», diría
después. En la sufrida era del tiránico Louis van Gaal, Enke fue el frágil defensor de la portería
barcelonista. Aún se le culpa de la eliminación ante una escuadra de tercera división en un
partido de la Copa del Rey.

Barcelona consagra o aniquila. Fue ahí donde Maradona se entregó a la cocaína; fue ahí donde
Ronaldinho triunfó y quiso superar las presiones del éxito con la variante brasileña del
psicoanálisis: las discotecas. Fue ahí donde Enke padeció sus más severas depresiones. Con
resignación, el emigrado alemán aceptó defender la puerta del Fenerbahçe, en Turquía, y de ahí
pasó a una discreta isla europea: fue guardameta del Tenerife, en segunda división. Cuando el
borrador de su biografía trazaba un fracaso, recibió la oportunidad de regresar a Alemania con
el Hannover 96. La experiencia es la gran aliada de los porteros y Robert Enke demostró que
merecía un segundo acto. La revista Kicker lo nombró mejor guardameta de Alemania. Ciertos
jugadores sólo se enteran de que no están hechos para salir de su país cuando una cancha
extranjera se mueve bajo sus pies. Enke necesitaba el suelo de Alemania. De vuelta en su
ambiente, recuperó la regularidad y los ánimos.

Entonces, la vida privada le presentó severos desafíos: su hija de dos años, Lara, murió a causa
de una deficiencia cardíaca. Su mujer y él adoptaron a otra niña, Leila. La seguridad del portero
había aumentado, pero su paranoia encontró otra salida: temía que se conociera su estado
depresivo y le quitaran la custodia de su hija. Obviamente se trataba de una fantasía
autodestructiva.

El pecado de estar triste

Con frecuencia, el número 1 había sufrido depresiones. No le faltaba apoyo. Su mujer se había
convertido en una mezcla de enfermera y orientadora sentimental, y su padre, Dirk Enke, es
psicoterapeuta. El Dr. Enke trató de rebajar la importancia que su hijo concedía al fútbol.
Continuamente le enviaba mensajes de texto para preguntarle por su estado y le repetía que el
bienestar personal es más importante que el triunfo deportivo. Pero ya era tarde para una
pedagogía paterna. La auténtica educación de Robert Enke había ocurrido en las canchas. El
fútbol de alto rendimiento está sometido a una exigencia extrema. En ese entorno, cuando
alguien se siente mal, se informa que no podrá jugar porque lo atacó un «virus». No se habla de
asuntos personales: sólo los débiles los padecen.

Es posible que Alemania haya inventado la Aspirina como una paradoja para recordar que nada
es tan importante como soportar el dolor. En el Colegio Alemán, uno de mis maestros iba al
dentista y se hacía atender sin anestesia. Nos lo contaba como si se tratara de un triunfo ético.

A siete partidos de su retiro, Harald Schumacher, ex guardameta de la selección alemana, un


hombre con pinta de mosquetero que adquirió triste celebridad por despojar de varios dientes al
francés Battiston en el Mundial de España, dio una entrevista a André Müller para el semanario
Die Zeit. El resultado fue una confesión digna de un monólogo teatral. Para entonces, el portero
jugaba en Turquía y había sido expulsado de la selección por sus declaraciones sobre la
corrupción y el uso de drogas en la Bundesliga. En su último lamento como cancerbero, dijo:
«La gente cree que soy frío porque soporto el dolor. Una vez le pedí a mi esposa que me
apagara un cigarrillo en el antebrazo y sufrí tanto como ella. Todavía tengo la cicatriz. Quería
demostrar que uno puede soportar lo que se propone. No soy un bloque de mármol. Soy
vulnerable como cualquier otro. Sólo soy brutal conmigo mismo. No soy un genio como
Beckenbauer. No he heredado nada. Estamos en el purgatorio. Cuando deje de sentir dolor,
estaré muerto». El área chica de Alemania es un purgatorio al aire libre.

En 1897, Émile Durkheim publicó su monumental investigación sociológica El suicidio. Una de


sus aportaciones fue vincular la tendencia de ciertas personas a quitarse la vida con la anomia
que padece la sociedad entera. El malestar colectivo influye en forma difusa pero decisiva en la
reiteración de tragedias individuales. En otras palabras: las causas del suicidio siempre son
particulares, pero al final del año se cumple una cuota fijada por la sociedad. ¿Qué país tiene
más tendencia al suicidio? «De todos los pueblos germánicos, sólo hay uno que esté de una
manera general fuertemente inclinado al suicidio: los alemanes», responde Durkheim.

Sería simplista pensar en Enke como parte de una tendencia nacional, pero sin duda vivió en un
entorno de severa exigencia donde las excusas no podían tener lugar. No cumplió con un código
de honor samurái, que pudiera ser celebrado por los suyos. En la ceremonia luctuosa que tuvo
lugar en el estadio del Hannover 96, el sufrimiento embargó a todo el fútbol alemán y acaso se
convirtió en estímulo para futuros triunfos. Convertir el calvario en éxito ha sido una
especialidad alemana en los mundiales.

Portento de la entrega y la disciplina, la nación que ha conquistado tres veces la Copa del
Mundo y ha sido cuatro veces subcampeona suele estar integrada por neuróticos que no se
hablan en el vestuario pero son aliados inquebrantables en el césped. «El portero de la selección
nacional es el símbolo de la fortaleza física», escribió Der Spiegel a propósito de Enke: «Debe
ser impecable. Controlado. Seguro de sí mismo. No hay empleo más duro en el fútbol, y Enke
lo había obtenido». Su círculo más próximo de amigos y familiares estaba al tanto de la
severidad con que se juzgaba y la fragilidad con que reaccionaba. «No podía gozar nada», ha
dicho su padre, el terapeuta Enke. No hay forma de sanar el alma de un portero. De nada sirve
saber que estás bien: la pifia decisiva puede ocurrir el próximo domingo.
Cuando el último hombre del equipo pierde la concentración, sella su destino. Moacyr Barbosa
fue el primer portero negro de la selección brasileña y tuvo una carrera admirable, pero todo
mundo lo recordará por su error en la final de Maracaná, en 1950, impidiendo que Brasil alzara
la Copa Jules Rimet. La responsabilidad del portero es absoluta. Hay rematadores que necesitan
diez oportunidades para acertar y salen orgullosos del campo. El hombre de los guantes no
puede distraerse. Su puesto se define por el error posible. «Quisiera ser una máquina», dice
Schumacher. «Me odio cuando cometo errores. ¿Cómo podría combatir si me importara un
carajo el resultado? Vivimos en una enorme fábrica. Cuando no funcionas, el siguiente te
reemplaza. Supongo que sólo la muerte cura las depresiones». Estas declaraciones de
Schumacher prefiguran el exigente destino que uno de sus sucesores tendría casi veinte años
después.

El portero es el jugador que tiene más tiempo para reflexionar. No es casual que se trate de
alguien muy preocupado. Algunos guardametas tratan de aliviar los nervios con supersticiones
(escupen en la línea de cal, colocan a su mascota de la suerte junto a las redes, rezan de rodillas,
usan los guantes raídos que les dio una novia que no se casó con ellos pero les trajo suerte).
Otros buscan vencer la preocupación con altanería, considerando que un gol en contra no vale
nada. Pero es raro que no tengan un alma en crisis. Schumacher convirtió esa tensión en
dramaturgia: «A veces me concentro con el odio y provoco al público. No sólo juego contra los
otros once. Soy más fuerte rodeado de enemigos. Cuando la mierda me llega hasta arriba, sé que
puedo resistir. Un atleta no se hace creativo con amor sino con odio». Enke nunca tuvo esta
claridad para revertir en méritos emociones negativas, pero heredó la cabaña de Schumacher y
sus redes tensadas por la furia.

Cada posición futbolística determina una psicología. El portero es el hombre amenazado. En


ningún otro oficio la paranoia resulta tan útil. El número 1 es un profesional del recelo y la
desconfianza: en todo momento el balón puede avanzar en su contra. La gran paradoja de este
atleta crispado es que debe tranquilizar a los demás. En su ensayo Una vida entre tres palos y
tres líneas, escribe Andoni Zubizarreta: «Cuando me preguntan cuál debe ser la mayor virtud
del portero, contesto sin dudarlo que la de generar confianza en el resto de los jugadores». El
equipo debe ir hacia delante, sin pensar en quién le cuida la espalda. «Claro está que, para no
transmitir dudas, es fundamental no tenerlas», añade Zubizarreta: «El portero no puede ser de
carácter inseguro». Inquilino del desconcierto, el guardameta vive para no aparentarlo. Es el
pararrayos, el fusible que se calcina para impedir daños mayores.

Peter Handke narró una trama existencial con un título que alude al hombre fusilado: El miedo
del portero al penalty. La novela no trata de fútbol sino de los predicamentos sufridos por
alguien que lo practicó. La situación límite del portero es el penalti. En ese sentido, el título de
Handke es exacto; sin embargo, la verdadera angustia del último hombre no viene de ahí. El
disparo a once metros es un ajusticiamiento con exiguas opciones de supervivencia. Si el
arquero impide el gol, se trata de un milagro. Schumacher comenta al respecto: «Ante un penal
sólo puedo ganar. Es el tirador quien tiene miedo. Porque cada penalti es un gol al cien por
ciento. Matemáticamente, el portero no tiene chance. Si el balón entra, no tengo nada que
reprocharme. Si lo atrapo, soy el rey».

Algunos custodios han sido maravillosamente irresponsables, bufones capaces de convertir el


peligro en un placer extraño. El argentino Hugo Orlando Gatti y el colombiano René Higuita
transformaron su imprudencia en diversión. A ambos les gustaba salir del área y enfrentar
oponentes en un solitario mano a mano. Gatti nunca era tan feliz como cuando hacía «el Cristo»
ante un delantero que trataba de sortearlo. Higuita se atrevió a despejar un tiro en la línea de gol
usando sus pies como el aguijón de un alacrán. Esta cabriola de fantasía no ocurrió en un
entrenamiento sino en el estadio de Wembley, santuario del balompié.

Los porteros alemanes no son de ese tipo. Se trata de hombres que sólo dejan de ser excéntricos
cuando de plano están locos, pero analizan la cancha como la Crítica de la razón pura. Esto no
los lleva a la sobriedad sino al sacrificio. El romanticismo alemán tiene que ver menos con
declarar amor que con beber arsénico por amor. Otra vez Schumacher: «Cuando me arrojo a los
pies del contrario, no pienso que pueda sacarme un ojo de una patada. He jugado con los dedos
rotos, con el tabique roto, con las costillas rotas, con los riñones deshechos. Tengo desgarrados
los ligamentos. Me extirparon los meniscos. Tengo una artrosis terrible. Me acuesto con dolores
y me levanto con dolores». ¿Se trata de una queja? Por supuesto que no. Con la misma felicidad
con que Heinrich von Kleist compartió el pacto suicida con su amada y se voló la tapa de los
sesos después de dispararle a ella en el corazón, Schumacher explica que todo eso ha valido la
pena: «Para llegar a la cima hay que ser fanático. Tal vez la tortura me sirva de distracción. Para
no preocuparme voy al gimnasio y le pego a un costal de arena hasta que me sangran las
manos».

Robert Enke tenía una extraña sed de serenidad. No quería asumir la postura de artista del dolor
del inimitable Schumacher. Pero, como su padre señala con agudeza, «no fue suficientemente
fuerte para aceptar sus debilidades». Prefirió ocultarse, negar su sufrimiento, como un alumno
del colegio que teme ser castigado.

Los ángeles caídos se levantan

En sus años de Cambridge, Vladimir Nabokov destacó como portero. Además de los placeres
de detener balones, disfrutaba el prestigio donjuanesco que entre los latinos y los eslavos tiene
el puesto de guardameta. En ciertos países, el número 1 representa la estética en el césped y liga
más que los centrodelanteros.

Lev Yashin, la Araña Negra, fue perfecto emblema del portero ruso: elegante, de una seguridad
casi mística, insondable, de policía secreto o pope de la Iglesia Ortodoxa. Sus equivalentes
latinos podrían ser Dino Zoff o Gianluigi Buffon, atletas poco afectos a moverse, que practican
una eficaz vigilancia de capos de mafia, supervisando el trabajo duro de los demás y
limitándose a proteger la rendija esencial. Al arquetipo latino también pertenece el portero que
se ve de maravilla cuando le anotan. El portugués Vítor Baía perfeccionó el arte de la caída
carismática.

El portero alemán es un comandante en jefe de la defensa. «Grito sin parar», dijo Schumacher:
«El grito es mi manera de estar al cien por ciento en el partido. Debo mantenerme en tensión.
En un principio me programaba; pensaba: “tengo que gritar, tengo que hacer algo para no
dormirme”. Ahora lo llevo en la sangre. Te puedes entrenar para esto como te entrenas para un
disparo difícil». El controlado Sepp Maier solía bajar la vista a sus manos durante las charlas en
el vestidor, como si quisiera perfeccionar los guantes que vendía en el mundo entero. Pero en
los raros momentos en que alzaba la vista, era el único capaz de oponerse al líder de opinión,
Franz Beckenbauer. La tendencia al alejamiento de los guardametas convirtió a Jens Lehmann
en un ermitaño. El portero del Bayern Múnich vive en una aldea y todos los días viaja en
helicóptero para entrenar. Es más fácil que se lesione con una turbulencia que con una patada.
Oliver Kahn sólo hablaba para elogiarse y sólo usaba los oídos para escuchar rock ultrapesado.
Toni Schumacher fue el «héroe de la retirada», como llama Hans Magnus Enzensberger a los
líderes que claudican y desmontan todo lo que han hecho: en su libro Anpfiff (Silbatazo inicial),
Schumacher denunció suficientes lacras del fútbol para ser expulsado de la selección.

No hay gente común en la puerta de Alemania. Sin embargo, esos célebres hombres raros
comparten un credo: no pueden fallar. Han sido entrenados para una resistencia que no conoce
los pretextos. «Si me atendiera en una clínica psiquiátrica, tendría que abandonar el fútbol», dijo
Enke unos días antes de morir. La tristeza no puede decir su nombre en un estadio.

En Cultura y melancolía, Roger Bartra explica que durante siglos la melancolía fue vista como
una dolencia judía, «un mal de frontera, de pueblos desplazados, de migrantes, asociada a la
vida frágil, de gente que ha sufrido conversiones forzadas y ha enfrentado la amenaza de
grandes reformas y mutaciones de los principios religiosos y morales que los orientaban». En
términos futbolísticos, el portero es el hombre fronterizo, condenado a una situación limítrofe,
el que no debe abandonar su área, el raro que usa las manos. Si el dios del fútbol es el balón, el
arquero es el apóstata que busca detenerlo.

El cuadro más célebre del arte alemán es el retrato secreto de un portero derrotado. En
Melancolía I, Durero dibuja a un ángel en la actitud de meditar bajo el nefasto influjo de
Saturno. Después de un gol, todo portero es el ángel de la melancolía. Sentado en el césped, con
las manos sobre las rodillas o la cabeza apoyada en un puño, el cancerbero vencido simboliza el
fin de los tiempos, la sinrazón, la pura nada.

La última jugada

¿Qué hacen los alemanes ante la depresión? «Las mujeres buscan ayuda, los hombres mueren»,
responde el Dr. Georg Fiedler, quien dirige el Centro de Terapia para Tendencias Suicidas de la
Clínica Universitaria de Eppendorf, en Hamburgo. Para él, Enke pertenece a una clara tendencia
social. Aunque el diagnóstico de depresión es dos veces más alto en las mujeres, la tasa de
suicidios es tres veces más alta en los hombres.
La prueba más ardua que padeció Enke fue la muerte de su hija Lara. Él dormía a su lado en el
hospital. Después de un entrenamiento estaba tan agotado que no se despertó cuando las
enfermeras luchaban por mantener a su hija con vida. Enke no se perdonó que ella muriera
mientras él dormía. Aunque no podía hacer nada, el guardameta había nacido para la
responsabilidad y la culpa.

Seis días más tarde, defendió la portería de su equipo. «Alemania admiró a este Robert Enke»,
escribió Der Spiegel: «Admiró la calma. La claridad de todo lo que decía, y más aún de lo que
hacía. Era infalible». La obligación de actuar sin faltas fue el castigo y la pasión del extraño
Enke. No podía dejar aquello que lo tiranizaba. Sin duda, esto tiene que ver con una disciplina
que privilegia la obtención de resultados sobre el placer de obtenerlos, y que es incapaz de
ofrecer una formación integral, más allá de los deberes en la cancha.

El mundo del fútbol parece ser demasiado importante y poderoso como para que los destinos
individuales cuenten. El joven Werther se mató por una decepción amorosa del mismo modo en
que el poeta Kleist se mató por el cumplimiento de su amor. Enke ofreció otra muerte ejemplar
en la atribulada Alemania. Si todo portero es un suicida tímido, que enfrenta la metralla
lanzándose al aire, él dio un paso más.

El 10 de noviembre de 2009, Robert Enke caminó por la hierba crecida, bajo un cielo
encapotado. En su tipología del suicidio, Durkheim no incluyó a los que se lanzan bajo las vías
del tren. Ese acabamiento se reserva a Ana Karenina y al portero de Alemania. A las seis de la
tarde con diecisiete minutos, el exprés 4427, que hacía la ruta Hannover-Bremen, pasó con
acostumbrada puntualidad. El torturado Enke se lanzó ante la locomotora con la certeza de
quien, por vez primera, no tiene nada que detener.

Un almuerzo en el Celler (el mejor restaurante del mundo)


Publicado: 11 diciembre 2014 en Martín Caparrós
Etiquetas:Cocina, El Celler de Can Roca, España, Soho
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—Esto del número uno es una tontería, una verdadera tontería.

Dice Joan Roca, enfático y risueño, y no lo dice por despecho: hace tres meses, su restaurante,
El Celler de Can Roca, fue proclamado el mejor del mundo por el ranking que todos repiten y/o
respetan. Joan Roca tiene las primeras canas, las manos cuidadas, la sonrisa fácil, el gesto fácil,
ese brillo en los ojos. Un día de estos va a cumplir 50 años.

—Tiene razón mi madre. Ella es la primera que nos dice que esto es una tontería. ¿A quién se le
ocurre hacer un orden de los mejores restaurantes del mundo? Un despropósito. Si fuéramos
coches de Fórmula 1, hay uno que llega primero y gana, es indiscutible; pero la comida es la
cosa más subjetiva: ¿cómo decir que tal restaurante es mejor que tal otro? Lo acepto: una serie
de gente se pone de acuerdo y vota. Vale, okay. Pero que nadie se lo crea demasiado ni se lo
tome demasiado en serio y menos el que está ahí…

Hay poca gente que lo logra: en un momento, Joan Roca te hace sentir como si te conociera
desde siempre y, más, como si le gustara hablar contigo. Entonces le digo que cuando te dicen
que eres el mejor debe ser difícil no tomarse en serio.

—No. Esto es un barrio obrero de una pequeña ciudad del norte de España y sus vecinos son
nuestros vecinos y nosotros vamos cada día a comer al restaurante de nuestros padres el menú
de diez euros, y ahí te topas con la realidad, con tus orígenes. Eso es un buen antídoto.

—Pero el veneno es poderoso, supongo.

—Sí, lo es. Pero te pilla en un momento de la vida, ya maduro, en que es más fácil. Si te pilla a
los 30, te puede dar la vuelta y te lo crees, y te vuelves gilipollas. Ahora espero que no.

Es raro esperar el primer plato del mejor restaurante del mundo: ese temblor. Ahora, en El
Celler, el primer plato no es un plato sino un gran taco de madera que ofrece cinco cosas: cinco
objetos comestibles no muy identificados, según la mejor tradición contemporánea. El primer
plato-taco se llama Países: México es una gran gota con sus sabores de guacamole, semilla de
tomate, agua de tomate y cilantro; Japón es una bola con un núcleo de miso, dashi de nata y
tempura de nyinyonyaki; China es un cucurucho crocante, dulce, con verduras encurtidas con
crema de ciruelas; Perú es una esfera llena de caldo de cebiche; Marruecos es masa fila con
almendra, miel, rosa, azafrán, ras el hanout, yogur de cabra.
Cada una —cada preparación compleja, razonada, trabajada— es un bocado único: el alivio de
no tener que componer el trozo, que decidir —decisiones que se hacen sin pensarlas— cortar
ese trozo de carne de manera que incluya algo de grasa y agregarle una pizca de mostaza y,
quién sabe, un trocito de tomate. Aquí —por ahora— todo viene compuesto, el comensal come
como le dicen. Y pasea: cada bocado, un mundo; todos juntos, el mundo.

Para, enseguida, volver a las raíces: nos traen un olivo bonsái del que cuelgan sus aceitunas
caramelizadas rellenas con anchoas. Un gusto fuerte, rudo, casa. Y, ya en casa, más tapas: un
pétalo de flor de higo chumbo sobre una espuma de blanco de limón y, al lado, un bombón de
chocolate negro relleno de vermut Carpano con pomelo y sésamo negro. El recuerdo de
cualquier aperitivo en la barra de un bar, un jueves a la salida del trabajo, una explosión de
sabor y memoria en un bocado.

En 1964, cuando nació Joan Roca, sus padres todavía no habían abierto su fonda en ese paraje
que llaman Taialá, en las afueras de Gerona.

—Yo recuerdo cuando no teníamos para comer todos los días. La otra vez, mi hijo me dice:
“Tienes que ir a ver esa película Pan negro, que habla de aquellas cosas de la guerra”, y yo le
digo: “Pero pa’ qué, si yo tanto tiempo no lo he comido blanco. Yo ya no quiero ver pan negro”.

Dice ahora la señora Roca, la mamá Monserrat, y se ríe: la señora Roca se ríe, cuenta, se
divierte. La señora Roca está encantada.

—Por eso, cuando nacieron mis hijos, yo quería que hiciéramos algo para que no tuvieran que
salir a buscar la faena, para que tuvieran algo en casa. Porque yo hice de todo, a los 13 años ya
me iba a trabajar al campo, a coger aceitunas, a segar el trigo. Y luego ya me empleé en un hotel
y allí aprendí a trabajar, pero a trabajar: desde las ocho de la mañana hasta las once de la noche.

Y se casó a los 20 y su marido, el señor Roca, quería cambiar, salir del pueblo, ser su propio
patrón. El señor tenía veintitantos y conducía un autobús suburbano que daba vueltas por los
alrededores de Gerona. Un día le llamó la atención el cartel de Se vende en un local medio bar
medio barbería junto a un campo de trigo; habló con su señora —cocinera probada—,
consiguieron un pequeño préstamo familiar y se lanzaron. Lo llamaron Can Roca: la casa de los
Roca. Sus clientes eran los inmigrantes andaluces que se habían instalado en ese peladal para
trabajar en los campos y talleres de los alrededores.

—Y los míos me decían: “Pero cómo vais a vivir allí, cómo se os ocurre”. Y yo les decía:
“Pero, bueno, allá habrá gente igual que aquí. ¿Que hablarán castellano? Vale, pero yo ya lo sé
hablar, no pasa nada”.

Dice ahora la señora, feliz.

El comedor de El Celler de Can Roca es como un claustro aéreo: vidrio y luz y mucho espacio
alrededor de un pequeño jardín de invierno triangular, también vidriado, con sus pequeños
árboles. Las mesas son sobrias, los manteles planchados con denuedo, todo blanco; en el centro
de cada mesa hay tres rocas: Joan, Josep y Jordi Roca, tres hermanos que lo hacen todo juntos.

—La gran suerte que hemos tenido de que los tres nos entendamos y estemos de acuerdo y
trabajemos bien juntos, eso sí que es raro de cojones. Y para colmo, los tres vivimos de la
misma manera, con la misma pasión. Y como no ganamos mucho dinero, no tenemos el
problema de quién se lo lleva, y como ninguno de los tres quiere tener un Ferrari sino un
restaurante mejor, pues no hay peleas. Si algún día ganamos mucho, esto puede complicarse…

Dirá Joan. Pero ahora el camarero —joven, sonriente, como todos ellos, vestido de negro, como
todos ellos— nos muestra una bandeja para que elijamos unos panes.

—¿Pan?

Le pregunto.

—Pan.

Me contesta, firme, porque siempre es grato asegurar lo obvio. Pero lo obvio es sorprendente:
en restaurantes mucho menos encumbrados que El Celler, cocineros privan a sus clientes del
pan, so pretexto de que interfiere con sus creaciones. Aquí, ahora, pienso que debe ser una
forma de reafirmar las tradiciones, porque Joan me había dicho que era uno de sus puntos:
—La cocina catalana es la cocina de una sociedad bastante rica y muy curiosa, que comparte la
mesa, que festeja comiendo, que tiene una gran cultura gastronómica y productos de mucha
calidad. Y sí, se puede decir que nuestra cocina tiene un origen bien local, siempre que aceptes
que la cocina catalana también es la fusión de tantas otras, griega, romana, árabe, los productos
que llegaron de América. Y nosotros seguimos con ese proceso de fusión: vamos a Perú y nos
llevamos la esencia de un cebiche, vamos a México y nos llevamos la idea del mole, de Corea
nos llevamos la forma de fermentar las verduras… De todos lados nos llevamos cosas y las
hacemos nuestras. La cocina tiene que ser local y global al mismo tiempo, glocal. La nuestra es
una cocina que, siendo catalana, no quiere ser fundamentalista.

Entonces supongo que dar pan es una forma de reanudar lazos con esas tradiciones pero más
tarde, cuando se lo pregunte, me explicará que no es un homenaje a la tradición sino al sentido
común.

—Siempre había algún cliente que lo pedía. ¿Y quién soy yo para negárselo?

El rasgo proverbial de Cataluña es el seny, el sentido común. Ferrán Adriá, en El Bulli, se lo


pasó gloriosamente por el gorro; los Roca lo recuperaron. Ya hablaremos de vanguardia amable.

El bar del señor y la señora Roca abría todos los días a las seis de la mañana para servir el café
o el carajillo a los vecinos que salían a trabajar; a la mañana les daba desayuno; al mediodía, de
comer; a la tarde, cafelitos y cervezas y unas tapas, más comida a la noche. La señora cocinaba
estupendo; su marido atendía el bar; sus dos hijos jugaban y estudiaban en la sala.

—Joan y Josep eran pequeños, se pasaban aquí todo el día. Imagínese, el comedor era su casa.
Y después, como doce años después, llegó Jordi. Se ve que hacía falta pa’ los postres.

Dice ahora la señora. Y que Joan no había cumplido 10 años cuando le regaló una chaqueta de
cocinero chiquitita: el chico se pasaba horas jugando a ser como ella. Veía que las personas se
iban contentas y pensaba que quería hacer eso. Una de las dos escuelas gastronómicas oficiales
de España estaba en Gerona; Joan anunció que cuando terminara el ciclo básico quería hacerla.
—Mis profesores intentaron disuadirme, me decían que yo era una persona inteligente, que
tenía buenas notas, que por qué me iba a desperdiciar en eso. Y ahora resulta que los cocineros
somos como estrellas. Eso sí que es muy raro.

Joan empezó la escuela; su hermano Josep, dos años menor, lo siguió en su momento. A Josep
todos le decían —le dicen— Pitu, y la cocina le gustaba menos; sus padres lo recuerdan pelando
cebollas —bolsas y bolsas de cebollas— en el fondo de la fonda con snorkel y máscara de buzo
para no llorar. En cambio, cuando chico, nada le divertía más que rellenar las jarras con el vino
a granel del Ampurdán: también estaba dibujando su destino.

Joan terminó la escuela, cumplió 20, se marchó al servicio militar, fue cocinero de un capitán
general, perdió casi dos años, se volvió. Josep lo esperaba para empezar algo: pegada a Can
Roca había una casita que sus padres habían comprado para que vivieran los chicos cuando
fueran grandes. Joan y Josep les pidieron que les dejaran instalar allí su propio restaurante: no
querían cambiar el de sus padres, pero tampoco querían pasarse la vida cocinando arroz a la
cubana los lunes, canelones los martes, calamares los viernes.

—Os pegaréis un tortazo.

Dice Joan que les dijo su padre —pero los ayudó. En agosto de 1986 abrieron un lugar muy
pequeño, decorado a los ponchazos, con una cocina diminuta, que se llamaba El Celler —la
bodega— de Can Roca, y prometía “comida gastronómica”.

Todo está en ese punto. El punto puede ser, digamos, untuoso, espeso, rojo oscuro. El punto
puede ser casi líquido y estar, por ejemplo, en medio de una pequeña teja de maíz y aún allí, en
medio de una pequeña teja de maíz, parecer muy chiquito. El punto sabe parecer muy chiquito:
es uno de sus trucos más vulgares. Pero el punto es el resultado de varias manos, horas de
trabajo, ideas, instrumentos: cocineros que pelaron y prepararon gambas, las mezclaron con
verduras y especias, las cocieron durante vaya a saber cuánto en quién sabe qué máquinas, a
dios sabe qué temperaturas hasta llegar a esta reducción, esta concentración extrema del sabor
de una gamba convertido en un punto que te llena la boca y todo el resto. Como el punto, cada
ingrediente, cada bocado de los cientos de bocados que forman esta comida son un proceso y un
esfuerzo, el resultado de una ética del trabajo a ultranza. En el punto está la diferencia: la razón
por la cual El Celler de Can Roca es, dicen, el mejor del mundo.

Los platos de aquel primer Celler eran derivados de la cocina francesa más clásica, la que se
enseñaba en las escuelas —y que, en esos años, nadie en Gerona hacía. Joan los preparaba con
pocos instrumentos y menos ayudantes; el entusiasmo sin fisuras. De a poco fueron haciéndose
una fama: cada vez más clientes del centro se atrevieron a cruzar la frontera simbólica y
aventurarse a comer en ese barrio obrero. En 1989, Joan se pasó unas semanas trabajando —
aprendiendo— en el vecino Bulli, que apenas empezaba a ser lo que sería. En 1991, los dos
hermanos se lanzaron a una gira por algunos de los mejores restaurantes de Francia —y fue una
revelación: los platos tenían otro nivel de elaboración, la sala otra elegancia, el servicio otro
garbo. Los hermanos tenían un objetivo y se dedicaron a tratar de cumplirlo. Contrataron alguna
gente más, mejoraron los equipos, se apiñaron en su cocinita como sardinas industriosas. Ya
preparaban cosas raras. Su abuela Angeleta, que también era cocinera, se sorprendía, los miraba
con cariño y desconfianza, y preguntaba:

—¿Y tus clientes salen contentos?

Cuatro años más tarde, El Celler conseguiría su primera estrella de la famosa guía Michelin.
Pero lo que realmente los haría conocidos en su ciudad fue que algún funcionario de la Casa
Real decidió contratarlos para que cocinaran en la boda de la infanta Elena de Borbón. Eso sí
era llegar a lo más alto.

O este bombón de trufa negra con esta brioche de trufa blanca, la gloria del sabor perfecto. Y
después, para seguir el orden de las cosas, sopas. El consomé vegetal a baja temperatura de
brotes, flores, hojas y frutas es la versión Roca de una sopa de verduras: clara pero untuosa, los
aromas del huerto, las esferitas de guisante y menta. Y después llega otra: la infusión de saúco
con cerezas al amaretto, cerezas al jengibre, cerezas heladas y anguila ahumada es una cumbre.
Un líquido translúcido sobre un fondo de dorado agrietado, un gusto que no existía en ninguna
parte, un plato puro sueño, recuerdo de lo que nunca sucedió.

—Son nuestras concesiones poéticas.


Dirá Joan y nos explicará que descubrieron que, en estos días, el saúco daba flor en la montaña
y frutos en el llano, y que querían combinar esa anomalía, usar la flor y las semillas en un
mismo plato: es el estilo de sus búsquedas, obsesiones botánicas de Pitu Roca que se convierten
en bocados deslumbrantes.

Y, enseguida, un plato que remite a un recuerdo auténtico: un helado de espárragos blancos y


trufa negra, pura delicia, presentado en un bloque blanco y negro igual que unos helados que
llamaban contessa y que aquí, parece, todos comieron cuando chicos. Es la opción más íntima
de la cocina Roca: huellas de la memoria.

—A la hora de cocinar, nos gusta recuperar nuestra memoria personal, experiencias vividas,
para servirlas en un plato. Y utilizamos los recuerdos como punto de partida de ciertas recetas.
No te olvides de que crecimos en un restaurante…

En 1997, el triángulo Roca se completó con el tercer hermano. Jordi había llegado un poco
tarde: doce años menor que Joan, fue el hijo consentido y despistado que se pasó la
adolescencia sin saber qué hacer. No quería estudiar, no tenía más vocación que salir y
divertirse. Pero a los 18 empezó a trabajar de camarero en El Celler: salía a las tres de la
mañana después de recoger los últimos platos y manteles. Y veía que, en cambio, en la cocina,
la gente se iba poco después de medianoche: decidió que eso sería lo suyo. Aquel año,
ayudando a un maestro pastelero galés, entendió que los postres serían su territorio. En los años
siguientes, Jordi Roca desarrollaría varias líneas que nadie había intentado antes; la más original
son los postres que remedan perfumes. El primero: con crema de vainilla, gelatina de agua de
azahar, gelatina de jarabe de arce, salsa de albahaca, granizado de mandarina y helado de
bergamota armó en el plato el aroma del Eternity de Calvin Klein. O, con una máquina que
inventó para sacar el humo de un habano, creó el Puro helado de Partagás. O, muchos años
después, el famoso Gol de Messi.

—Sí, ese plato era una de esas cosas que están en esa línea delgadísima entre lo genial y lo
freaky.

Dirá ahora Joan. El Gol de Messi es, quizá, el mejor ejemplo de la irrupción actual en la cocina
de un elemento que nunca había formado parte de ella: el humor.
—Un día, Jordi apuntó en la pizarra donde vamos dejando nuestras ideas “¿A qué sabe un gol
de Messi”. Era una idea loca, como muchas, y ahí quedó. Nosotros le dijimos: “Tío, olvídate, no
bebas más de eso”. Y entonces él se picó y siguió, le encargó a un diseñador industrial amigo un
plato que tuviera forma de medio balón reglamentario con una cavidad para encajar un bol
donde se construía el postre, y alrededor le puso césped con aceite esencial de césped recién
cortado para que oliera a césped. Y en el bol, el diseñador hizo como un zigzag, como un
regate, donde había tres puntos para poner tres merengues. Cuando el postre llegaba a la mesa,
escuchabas la retransmisión de ese gol que le marcó Messi al Getafe, el gol maradoniano, y a
cada regate te tenías que comer un merengue y al último, cuando ya escuchabas el gol, cogías el
balón, que era un helado de dulce de leche, y lo tirabas sobre una red de azúcar y clara que
estaba sobre la portería y la rompía, y estallaba sobre todo lo que había allí, petapetas, cremas,
cítricos, balsámicos, sabores y aromas que relacionamos con la alegría. Fue un postre que se
vendió muchísimo pero nunca estuvo en la carta, para evitar que algún merengue se lo tomara a
mal, los malos rollos.

A mediados de los noventa, los hermanos Roca se compraron un caserón antiguo a pocos
metros de Can Roca para hacer, alguna vez, el restaurante que siempre habían soñado. Lo
pagaron con un crédito que les costó mucho devolver.

—Por eso decidimos no reformarlo mientras no tuviéramos todo el dinero, no queríamos que
hubiera bancos de por medio. Entonces todavía no sabíamos todo lo malos que podían ser, pero
algo sospechábamos.

Se esforzaban: de lunes a viernes trabajaban en su viejo local, los sábados y domingos usaban el
nuevo para bodas y banquetes; en diez años sin francos juntaron lo que necesitaban. En 2006,
justo antes de que empezara la crisis española, iniciaron las obras. Y lo abrieron en 2007,
cuando todo estaba a punto de caerse. En los meses siguientes hubo momentos de terror, en que
creyeron que no resistirían.

—Recuerdo aquel mes de enero que empezó a haber menos gente… Y este comedor si no está
lleno se ve mucho. Nos dio un ataque de pánico.
Pero los críticos siguieron mimándolos, y el negocio se recuperó. Estaban por llegar: pasar
desde una fonda de suburbio al mejor restaurante del mundo también es el recorrido de España
desde el fondo del franquismo al centro de Europa, al dizque Primer Mundo.

—Esta explosión de la gastronomía española está ligada a la libertad, al comienzo de la


democracia en España: un momento en que todo se mueve, en que empiezan a pasar cosas en
todos los ámbitos, y también en las cocinas.

Dice Joan Roca, y que este lugar es un sueño realizado.

—Nos pasamos 20 años trabajando en condiciones difíciles, espacios más pequeños, menos
organizados, y todo el tiempo pensando cómo sería el lugar ideal. Tardamos tanto en poner este
que cuando lo pusimos ya teníamos la experiencia, ya sabíamos perfectamente qué era lo
queríamos. Y aquí lo tenemos.

Joan Roca nos lo muestra con el orgullo con que se muestra un hijo o una obra:

—Nuestro gran objetivo era tener este restaurante. Todo lo que venga después está de más. Que
si Michelin, que si número dos, que si número uno del mundo, está de más. Todo eso cuando no
lo tengamos no lo echaremos en falta, porque no era el objetivo.

—Optimista te veo.

—No, de verdad. Eso no importa. Lo que nos importa es poder hacer esto tanto tiempo como
queramos. Aunque uno nunca sabe, claro…

Esta mañana, cuando llegamos al Celler, el aire olía a sardina asada. No es lo que uno espera del
mejor del mundo, pero ahora, en el plato, la cuestión se aclara: unas “cocochas de sardinas”
yacen en una salsa verde basada en aquellas sardinas hechas en la parrilla.

—Nos importa no seguir ese escepticismo que te da la técnica moderna a ultranza, donde harías
unas sardinas a la plancha que estarían bien pero no tendrían el punto del humo, de la brasa.
Hay mucha gente que tiene en la memoria las sardinas a la parrilla. Por eso para nosotros es
muy importante combinar la supertecnología y la tradición. Estamos convencidos de que los
canelones, las croquetas de jamón y el gazpacho pueden convivir con la esferificación y los
artificios miméticos.

Es la hora del mar: después de todo, la sucesión aparentemente caprichosa de los 18 platos del
menú —160 euros— es la reproducción más o menos velada del orden más tradicional: entradas
frías y calientes, sopas, pescados, carnes, postres. Aunque algunos platos sean sueños
imposibles: la “anémona” es una composición que imita a esos animales-flor que viven en el
fondo de los mares, hilos de vaya a saber qué sobre un bol de metal muy repujado. Una ilusión:
en un mundo tan lleno de certezas-chasco, es bueno no saber lo que uno, en general, supone que
sabe: qué estoy comiendo ahora. Después me explicarán que son ortiguillas, navajas, espardeñas
y algas escabechadas y, al fondo, una cocción de auténticas anémonas. No quiero entender,
salvo un detalle: la anémona es un alarde, el intento de hacer comestible lo que no lo es. Para
completar el movimiento: hacer lo que no es, deshacer lo que es.

Por eso la gamba a la brasa con sus patas deshidratadas fritas y su cabeza en un jugo con algas:
la disección completa de un animal conocido para comerlo de formas que no conocías y que te
hacen decir ah, este era el gusto. Seguramente no lo es —es el gusto del animal más una docena
de otras cosas más horas de trabajo más años de experiencia—, pero resulta una ficción
perfectamente convincente.

Y la cigala al vapor de vino amontillado, velouté de bisque y caramelo de Jerez, donde la cigala
está en una rejilla sobre un bol lleno de piedras muy calientes, y cuando el camarero echa el
amontillado sobre las piedras, su vapor se huele y llena el aire e impregna la cigala, que uno
come amontillada antes de completarla con ese velouté y, por fin, otro punto: un caramelo
concentradísimo oloroso de Jerez. Y el lenguado a la brasa con ajo negro fermentado, ajo
blanco, jugo de perejil y limón, y el bacalao bajo un aire de pimienta blanca con miso y
garbanzos y avellanas, con sus dos garbanzos crocantes como dos avellanas, sus dos avellanas
tiernas como dos garbanzos —y su sabor a mandarina y maravilla. Y tal.

Más tarde, Joan Roca nos dirá cómo inventan: cómo una película o un libro o una charla o un
paseo pueden darle una idea, cómo conversa con sus dos hermanos en cualquier rincón del
restaurante o de sus casas y ahí, dice: “Es cuando más inventamos, casi sin querer”. O que otras
veces son más deliberados y exploran todas las posibilidades de un producto —esa cigala, dice,
una alcachofa— hasta que de pronto les descubren un uso, una preparación que nadie había
pensado.

—Claro, para eso necesitas tiempo y equipo: aquí hay gente liberada del servicio diario para
colaborar en esas búsquedas, les vamos lanzando ideas, prueba esto, mira esto otro. Y ahí es
donde empieza todo.

—¿Y cómo sabes que un plato ya está listo?

—Esa es la clave: cuando a los tres nos gusta. Y no es fácil, somos muy exigentes. No solo con
el sabor sino también con el concepto, con la idea, con que tenga un discurso, con que lo
podamos defender ante una reunión de mil cocineros. Las cosas ya no solo tienen que estar
buenas; también tienen que identificarse con tus valores, tus principios, tu manera de entender
la cocina. Todo tiene que tener un discurso, un porqué. No se vale poner esto porque queda
bonito.

—¿Es nuevo que se le exija a un plato que encaje en un discurso?

—Ya lleva unos años. En la cocina, como en casi todas partes, hay épocas en que se reproduce
lo anterior y momentos de ruptura. Ahora estamos en un momento de ruptura, donde los
cocineros piensan por sí mismos, rompen los esquemas. Entonces cuando haces algo nuevo
tiene que ser muy bueno y estar muy bien defendido.

Dirá Joan Roca, y que “el Bulli representó una revolución técnica, también conceptual, aunque
a veces quizá era más un Cirque du Soleil, un papapá, pasaban cosas, la necesidad de
demostrar… pero fue importantísimo para romper, para mostrar que era posible hacer una
cocina con libertad”.

—Luego hubo esa etapa de Noma, de valorar el kilómetro cero, el producto local, lo verde. Si
El Bulli fue la revolución tecnológica y Noma fue la revolución verde, nosotros quizá
representamos la revolución emocional, en el sentido de que la gente quiere sentir, emocionarse,
jugando con la memoria, con todo lo hecho hasta ahora. Nosotros aglutinamos esos aportes de
El Bulli, de Noma y de todos los demás en un momento en que importa la hospitalidad, la
generosidad. Y, sobre todo, dando muchísima importancia al sabor. Para esta revolución
emocional, el sabor tiene la mayor importancia, incluso por encima de la estética. Ha habido
momentos en que parecía que la estética era todo, y es importante, pero nosotros volvemos a
darles muchísima importancia a las esencias del sabor.

Se diría que los Roca usaron la revolución Bulli, la aparición de técnicas y máquinas
completamente nuevas, para recuperar una forma de comer más parecida a la tradicional, sin
serlo en absoluto. No es una restauración de las viejas maneras; es el momento de realizar
ganancias, consolidar lo novedoso.

La tercera estrella Michelin les llegó en 2009; al otro día, al caer la tarde, docenas de vecinos se
juntaron en la puerta de El Celler para aplaudir a los hermanos: Joan dice que nunca recibió un
homenaje más bonito. En el ranking de la revista Restaurant estaban cuartos; dos años después
llegarían al segundo puesto. Ya entonces las mesas se reservaban con varios meses de
anticipación. Pero la locura llegó con el número uno.

—El problema que tenemos ahora es que hay demasiada gente que quiere venir, así que con la
prensa casi que intentamos decir no, no nos saques, calla. Pero somos el secreto peor guardado
del mundo. Entonces generamos frustración tras frustración, porque a la gente que llama para
reservar ahora le tenemos que decir mire, llame este primero de septiembre que se abrirán las
reservas del mes de agosto de 2014. Pero ya hemos visto cómo es: después resulta que el
primero llaman y colapsan los teléfonos y a las cuatro de la tarde ya no queda más sitio,
entonces la gente se frustra más y nos insulta y nos mandan correos y…

—Adriá me decía una vez que él se había metido en esto para dar de comer y de pronto lo que
más hacía era decir que no.

—Puede parecer un chiste, pero de verdad es frustrante. Es maravilloso, pero muy frustrante.

Los rankings son una enfermedad moderna: públicos amplios, levemente ignorantes, que ya no
quieren que les digan qué es bueno o malo sino qué es mejor o peor: que requieren la claridad
del número. Y el ranking organizado por la revista inglesa Restaurant y el agua italiana San
Pellegrino —y votado por los mejores críticos— es, como todos, opinable: entre los 15
primeros lugares no hay ningún francés, entre los 50 no hay ningún cultor tradicional de aquella
gran cocina ni de cocinas nacionales clásicas —china, india, mexicana. El ranking es una puesta
en orden y en valor de la cocina pos-Bulli: formas de la modernidad que, pasado su momento de
ruptura, vuelven sobre sus bases para buscar un equilibrio.

—Ahora el restaurante de mis padres también tiene cola. Y los periodistas le dicen a mi madre
que por qué no sube el precio, que 10 euros por día es muy barato, que podría sacar bastante
más. Y ella les dice: “¿Qué culpa tienen mis clientes de que mis hijos se hayan hecho famosos”.
Ella tiene a la gente del barrio, el pintor, el carpintero, el mecánico que van a comer cada día.

Y también los cincuenta y tantos cocineros y camareros de El Celler que van en procesión cada
mañana a las 12 en punto a almorzar a lo de la señora Roca.

—¿Y te cobra?

—Pues desde hace tres años le pagamos. Hemos estado más de 20 años sin pagarle, pero ya no
se podía, ¿no?

—¿Y usted está muy orgullosa?

—Claro. Esto es demasiado. Cuando estábamos segundos ya era bastante. Pero esto de estar
arriba de todo… más arriba de aquí no se sube. De aquí solo queda bajar, ¿no?

Dice la señora Roca, cortando cerdo en su cocina. El señor sigue abriendo cada mañana poco
antes de las seis; la señora sigue guisando cada mediodía.

La comida tradicional está hecha para que el comensal, al cabo de un par de bocados de lo
mismo, se distraiga, se dedique a otra cosa. La comida pos-Bulli es exigente: ir a comer a un
restaurante como este no es ir a charlar con los amigos ni a cerrar un negocio ni a levantarse una
señora o un señor; es ir a comer, con todos los sentidos y la concentración más absoluta,
bocados que casi nunca son lo conocido y nunca se repiten.
Y ahora son las carnes: una ventresca de cordero y mollejas de cordero sobre berenjena a la
brasa de regaliz, que llega al rojo y sigue perfumándola en la mesa. A veces, el trabajo de los
Roca consiste en descubrirte que nada es del todo como lo suponías; otras, en convencerte de
que si el mundo fuera perfecto, el cordero —lenguado, gamba, cigala, trufa, espárrago—
debería tener el sabor que tiene aquí. O, peor, confirmarte que el mundo no es perfecto, que
vivimos extrañamente equivocados: esto se parece tanto a lo que cené ayer en casa —yo ceno
bien en casa— como una paja de apuro en el baño de la estación de buses se parece a esa gran
noche al fin con ella.

Y eso por no hablar del parfait de pichón con nueces caramelizadas al curry, enebro, piel de
naranja y hierbas. Serían solo palabras. La fiesta sigue; las palabras no alcanzan, los sentidos se
alborotan. Llevamos más de tres horas comiendo, descubriendo. Pero esto no es una comida; es
un relato, una obra de teatro portentosa. Y esto no es comer: es construir una memoria. Sé, por
experiencia alborozada, que no me voy a olvidar de esta comida, de este día. Y sé, por
experiencia triste, que hay pocas cosas de las que pueda decir eso.

En la cocina de El Celler son muchos y casi todos hombres y todos muy jóvenes y cada cual
trabaja en lo suyo, como si no necesitara interactuar: como si ya tuviera muy claro qué debe
hacer, cómo, en qué momento. No se ven corridas, gritos, desplantes; Nacho, el jefe de cocina,
dirige el tráfico discreto, sus pinzas de médico en la mano: ajusta un trozo aquí, saca una mota
allá, corrige un error que nadie ve. La eficiencia es extrema, pero los hermanos quieren darle un
tono familiar: lo dicen, se dice que lo hacen. Anoche, por ejemplo, una camarera cumplía años y
a medianoche en punto apareció Jordi en la cocina con un dulce, y Josep y Joan, con una botella
de cava y la abrazaron y brindaron.

—Nosotros entendemos esto como una forma de vivir, como mucha gente entiende un hobby.
Para nosotros la línea es tan delgada entre hobby y trabajo que, de la misma manera que
podríamos comprarnos un barco y navegar, nos compramos un restaurante para disfrutar de él.

—Cuando dijiste hobby, pensé obra.

—Bueno, es una manera de vivir, una forma de vida.


—Pero es como una obra en el sentido en que un artista produce una obra.

—Nosotros nos resistimos a considerarnos artistas. Pensamos que somos artesanos, o más bien
orfebres, unos artesanos de calidad, pero no artistas. El arte es otra cosa… Es muy bonito, es
muy halagador cuando alguien sale de comer y te dice esto es arte. Pero un artista es otra cosa.

Joan Roca se pasa el día de un lado para otro. Tiene reuniones, llamados, clientes que lo buscan,
fotos por sacarse, conferencias por dar, publicidades por filmar, entrevistas por responder,
propuestas de todas formas y colores.

—Tienes que intentar ser feliz en este camino, porque las metas pasan muy rápido. Te dan una
estrella y al día siguiente tienes que ir a trabajar. Te dan la segunda y es lo mismo, te dan la
tercera y es igual. La vida sigue.

Joan Roca vive aquí mismo, encima de su restaurante, con su mujer y sus dos hijos. Cada día
entra a trabajar a las nueve de la mañana y se va a las dos y media o tres de la mañana siguiente.
En el medio corta un rato, de seis y media a ocho y media para cenar con su familia; los
domingos, lunes y martes al mediodía cierran. Cada noche, cuando todos se han ido, Joan Roca
da su última vuelta por la cocina apagando alguna placa que quedó caliente, una luz encendida.

—Siempre algo hay. Claro, si quedara no pasaría nada, pero…

Dice, como quien sabe y se disculpa.

Con las tapas bebimos un cava del Penedés; con las sopas un blanco de Tarragona, con el
Contessa un blanco del Mosela, con los pescados un blanco de Borgoña, con las carnes un tinto
del Priorato: algunos de ellos se mezclaban tan bien con la comida que parecía milagro —y era,
en realidad, la elegancia del hermano Pitu, el sommelier y sus 40.000 botellas. Y ahora el
primer postre es un helado de masa madre con pulpa de cacao, liches y macarrones de vinagre
balsámico. La definición, como suele pasar, define poco: el primer postre es un raro corazón
blanco que respira en su fuente, un alien que, si no fuera tan dulce, podría ser de terror. Y
después una esfera de canela y violetas con coco y toffee de miel, y otro que se llama Violetas y
que es, en realidad, una construcción complejísima hecha para recordar a un perfume famoso, el
Shalimar de Guerlain. Con un alarde: después de comerlo, hay que oler en un cartón el
verdadero Shalimar, comparar, darse por convencido.

—Pero nosotros también debemos usar esta nueva posición en la sociedad para lanzar mensajes
que sean realmente útiles: ser más solidarios que nunca, ayudar, devolver a la sociedad lo que te
ha dado. Esto lo deberíamos tener todos muy presente. Y tratar de incidir en cómo come la
gente, qué va a comer y qué no, qué es bueno para la sostenibilidad del planeta y qué no. Dar
ejemplo para que la gente entienda estos mensajes.

Dice Joan Roca. Alrededor, clientes ahítos vienen a despedirse, a agradecer, a hacerse fotos.

—¿Tú miras las caras de tus clientes cuando se van?

—Siempre, a todos.

—Debes ser una de las personas que ve más caras de felicidad…

—Sí. Felicidad y agradecimiento: una de las mejores cosas de este oficio es que el retorno de
nuestro esfuerzo es directo, inmediato.

Dice Joan Roca, y yo le digo que a veces, cuando la vida no me parece lo suficientemente
amable, me voy un rato a un aeropuerto —que es el lugar en que uno ve más gente que se
quiere, se abraza, se besa, se jura cosas raras.

—Pero quizá me resulte mejor venir a pararme aquí a tu puerta.

—Cuando quieras.

Hace unos días, uno de los mejores críticos gastronómicos, A.A.Gill, del Sunday Times, supo
sintetizar lo que yo no: “¿Este es el mejor almuerzo del mundo? Quién sabe, pero sí sé que no
hay otro que hubiera preferido comer hoy”.
Son las cinco y media de la tarde: llevamos más de seis horas en El Celler y habría que empezar
a irse. Joan Roca parece tan tranquilo, tan contento, que intento un tiro tonto:

—¿Qué no te gusta de ser cocinero?

—En otras épocas te hubiera dicho las largas jornadas, que tus amigos te esperan para salir y tú
llegas tarde, cuando ya no queda más juego. Hay un momento de tu vida en que dices uy pero
qué mierda, qué rollo este, y vas perdiendo a tus amigos por el camino. Pero ahora mismo no te
sabría decir, no veo nada que no me guste. Estamos viviendo un momento mágico, dulce,
increíble, donde tengo la suerte de haber construido un mundo muy a medida. Cuando llegas a
este punto culminante y además, sin tú buscarlo, resulta que hay gente que dice que tienes el
mejor restaurante del mundo, ¿qué más quieres, no? ¿Qué puedes encontrar de negativo en todo
esto?

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