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Bataille y Deleuze:

las series heterogéneas en Historia del Ojo


Emiliano Rodríguez Cassigoli

—¿Ves el ojo?
—¿Y qué?
—Es un huevo, concluyó con absoluta simpleza.
—Pero, insistí muy turbado, ¿adónde quieres llegar?
—Quiero jugar con el ojo. 1

Que su padre era sifilítico y ciego; que se orinaba encima, paralizado, en el sillón; que sus ojos
blancos, como dos perlas, miraban al vacío mientras orinaba, y lo asaltaba una sonrisa a la vez
idiota y beata: con estas imágenes relata Bataille, en la segunda parte de la Historia del Ojo,
cómo es que lo invadieron, como en un trance, los símbolos que habrían de construir la novela.
El capítulo en cuestión se titula “coincidencias”, y el término no es aleatorio. Se trata de
la similitud que sólo se desprende de la diferencia, de la repentina contigüidad entre los
elementos que nace del azar, de la espontaneidad, de la súbita conjunción de los símbolos, pero
sin mediación predeterminada, sin idea, sin concepto: coincidencia. Los símbolos que inspiran la
obra no emergen de la congruencia de datos aleatorios que de pronto se asemejan en el juego de
una mecánica panteísta, sino de un encuentro que sólo responde a los dados de Dionisio; puro
azar, confluencia, sincronía que emerge sólo para disolverse en un instante.
No sólo azar de la mecánica, sino azar del gesto: la gesticulación, el mimo, la mueca o el
ademán del parecido, que no obstante es impostor, imitador, simulacro. ¿Y no resulta a la postre
perfecto que el hermano de Bataille, Martial, se dedicara a negar sistemáticamente la historia
reproducida por el autor, señalando una y otra vez que su padre no habría sido sifilítico, ni ciego,
que nada de parálisis, ni de orina, ni de miradas perdidas en el vacío? ¿no tornaba el propio
Bataille en falsificadora a su propia figura de autor? Y de todos modos, ¿no lo había hecho ya, al
publicar la primera edición a nombre de Lord Auch, literalmente, “señor a la mierda”?
La cuestión aquí reproducida no es una frivolidad de corte vanguardista, no una
curiosidad literaria. Es, casi por cruel antonomasia, la pesadilla que prevía ya Platón hacia el
final de Fedro: la escritura como simulación, como “cosa muerta” que engaña, que disuelve la
presencia viva del Logos-Padre. La letra mata el aliento, pero aún más, mata la memoria, pues
sólo se recuerda desde la interioridad del Logos vivo, no desde la exterioridad pura de la letra

1
Bataille, George, Historia del Ojo, Ediciones Coyoacán, México, 1994, p. 68
impostora. ¿Qué ley, desde la superficie pura de la escritura donde se disuelve el rostro del autor,
es capaz de castigar ahora a Bataille? ¿Quién imita y quién dice la verdad?
Permito que esta tesis, formulada de modo negativo, me sirva como hilo conductor. En
efecto, se trata de una impostura, de una falsificación del Logos-padre, sustituido por la
artificialidad de la escritura: imposible decir aquí cuál es la similitud verdadera, el filum
aristocrático; imposible ahora discernir entre la mierda de Lord Auch, y la prístina sustancialidad
del autor real. Salvo que aquí precisamente no se trata de Logos, ni de padres, ni de similitudes.
Se trata de la diferencia, y del modo en que esta se despliega en la escritura.
La tesis es por ahora una débil afirmación, y sólo puedo atenerme a ella. La pregunta
subyace: ¿Cómo pensar sin Logos ordenador? ¿Cuál es la posibilidad de generar pensamiento de
la diferencia, del puro simulacro, de la coincidencia o el azar, más allá de la semejanza que
categoriza todo buen sentido? La respuesta está ya presupuesta en el ejemplo inicial: tiene que
ver, en primera lugar, con la escritura, con la exterioridad y la superficie; en segundo lugar, con
el tiempo, en tanto devenir que deshaga la identidad del Logos; y por último, con la destrucción
de la sustancia, la evanescencia en la distancia de los cuerpos, y la entrada de los fantasmas y los
simulacros, los imitadores y los falsificadores que se pueden decir solamente como extra-seres,
como vapores, como incorporales: sentido, acontecimiento.
La tesis es deleuziana. Muy pronto en Lógica del Sentido establece Deleuze la oposición,
no dialéctica, entre lo que se predica como fenómeno corporal-sustancial, y el puro
acontecimiento como sentido, como evanescencia que sucede como efecto de los cuerpos: “La
primera gran dualidad era la de las causas y los efectos, de las cosas corporales y los
acontecimientos incorporales”. No obstante, no se trata de una discusión circunscrita al terreno
del análisis epistemológico. Que se trata de una cuestión lingüística es algo que Deleuze
presupone desde un inicio, pues la discusión no está entre la materialidad bruta del fenómeno y
su evanescencia espiritual, sino entre el cuerpo y el lenguaje, entre el cuerpo y la incapacidad de
la proposición de subsumirlo: “(...) en la medida en que los acontecimientos-efectos no existen
fuera de las proposiciones que los expresan, esta dualidad se prolonga en la de las cosas y las
proposiciones, los cuerpos y el lenguaje.”2 La oposición es, pues, entre los incorporales y los
fantasmas; entre comer y hablar.

2
Deleuze, Gilles, Lógica del sentido, Paidós, Barcelona, 2012, p.9
¿Qué significa esta oposición entre comer y hablar? Primero que nada, la diferencia entre
la exterioridad y la profundidad. Comer: interiorizar, casi operación de la conciencia,
fagocitación, inclusión de la materialidad. Hablar: pura superficie, escritura, incorporalidad plana
de la superficie donde solo acontece el efecto sin causa, sin Logos-padre. Alicia y sus obsesiones
alimenticias: “Nos preguntamos qué es más grave, hablar de comida o comerse las palabras.”3
La tesis que aquí subyace es la de “la inconsumibilidad del sentido” contra “la
comestibilidad de las cosas”.4 El sentido, que no puede hallarse ni en la pura proposición del
lenguaje, ni el puro fenómeno del cuerpo, aparece, o mejor dicho, acontece, en la bisagra entre
ambos, en su intersticio o no-lugar: literalmente, un no-ser, nunca una sustancia, pero tampoco
un predicado. Un fantasma, un simulacro: “es siempre efecto, perfecta y bellamente producido
por cuerpos que se entrechocan, se mezclan o se separan; pero este efecto no pertenece nunca al
orden de los cuerpos” 5
El simulacro emprende la conflagración contra la identidad sustancial de la participación
eidética- modelo platónico de la semejanza-, a partir de su disimilitud: “los simulacros están,
como los falsos pretendientes, construidos sobre una disimilitud, y poseen una perversión y una
desviación esenciales.”6 Sin embargo, aún no llegamos a la diferencia. Para ello, es necesario
emerger a la superficie, en tanto que la disimilitud no puede ser consagrada como mera
desviación lógica, dialéctica: está interiorizada, es subterránea. La pretensión del simulacro -su
pretensión de falsificación- es a partir de “(...) una agresión, de una insinuación, de una
subversión, «contra el padre» y sin pasar por la Idea. Pretensión no fundada que recubre una
desemejanza como un desequilibrio interno.”7
En efecto, en el simulacro la desemejanza está interiorizada. No difiere del modelo de la
Idea, como lo hace la copia que sin embargo desea imitar al modelo- sino que incluye en sí
mismo “el punto de vista diferencial”, el modelo de la diferencia misma. Y sin embargo, ¿cómo
llegar a la escritura? ¿en qué sentido puede expresarse la incorporalidad del acontecimiento,
sobre la superficie del lenguaje? Se trata, como en Platón, de series; pero series, en todo caso,
invertidas (la historia completa de la filosofía como inversión del platonismo). No más filogenia,

3
Íbid., p. 12
4
Íbid., p. 24
5
Foucault, Michel, Theatrum Philosophicum, Anagrama, Barcelona, 1995, p.14
6
Deleuze, Op. cit., p. 183
7
Ídem.
sino derivación cada vez azarosa, que deviene otra cosa, distinta a si misma (El Sofista contra El
Parménides).
Así pues, las series como estrategia literaria, escriturística, de la diferencia. Series, en
todo caso, anti-platónicas, que generan los patrones alternativos entre la consumibilidad y la
expresión de sentido, a partir de las cadenas de simulacros. La serie como posibilidad literaria de
hacer emerger al sentido como fantasma: la cadena de similares que no obstante no se reducen a
la idea de su similitud, pues su similitud no es exterior, como participación, sino que están
atravesadas por su disimilitud interiorizada. Se trata de una confluencia que acaece únicamente
como similitud general, no reductible; la identidad que nace de la diferencia, sin subsumirla:
“series heterogéneas, hecha la una de animales, seres u objetos consumidores o consumibles,
descritos según sus cualidades físicas, sensibles y sonoras, y la otra hecha de objetos o
personajes eminentemente simbólicos, definidos por atributos lógicos o, a veces, apelaciones de
parentesco, y portadores de acontecimientos, de noticias, mensajes o sentidos” 8
¿Cómo no caer en una homogeneidad de similitudes en la serie? El peligro no es menor,
aún más si se recuerda que es la serialización, pero invertida hacia la identidad, el método que
utiliza Platón para extraer el filum del Eidos en la búsqueda del impostor o el auténtico. Advierte
Deleuze: “Si consideramos solamente la sucesión de los nombres, la serie opera una síntesis de
lo homogéneo. (...) Pero si consideramos, no ya la simple sucesión de nombres, sino lo que se
alterna en esta sucesión, veremos que cada nombre se toma en primer lugar en la designación
que opera, y luego en el sentido que expresa, ya que es este sentido quien sirve de designado para
el otro nombre”9
Así, lo que delimita el terreno del sentido sería lo que “alterna en la sucesión”, la
diferencia en el espacio de la alternancia como oquedad o vacío “entre” (las series de
comestibles y expresables en Silvia y Bruno). La alternancia es esencial, en este punto, para la
heterogeneidad que produce la diferencia: “ (....) la forma serial se realiza necesariamente en la
simultaneidad de dos series por lo menos.”10 Diferencia entre ellas, dos flujos de simulacros
derivados que resaltan por la alternancia, por el espacio vacío o supernumerario en ellas. Por ello
mismo, resulta necesario que, en las series, exista siempre un elemento de convergencia que
asegure la distinción, un aliquid que “asegura el desplazamiento relativo de las dos series y el

8
Íbid., p.26
9
Íbid., p.33
10
Íbid., p.33
exceso de una sobre otra”11; en todo caso, una instancia paradójica, un elemento irreductible a
ambas series, donde estas no convergen en identidad, sino a partir del cual justamente se
establecen como diferentes.
Regreso aquí a Bataille. ¿No es precisamente el huevo, en la Historia del Ojo, este
elemento de convergencia? ¿Y hacía falta que su hermano bastardo, su simulador, el ojo, fuese
necesariamente el que capta la superficie y no la profundidad? En efecto, lo que atraviesa toda la
novela es el tema del ojo no solamente como la instancia en la que se juega el mirar y el ser
mirado, sino de la superficie y la interioridad como puntos que conciernen a vistas distintas.
Mirar no es siempre lo mismo, o mejor aún, mirar no es siempre mirar Lo Mismo. Bataille
apuesta a una superación de la mirada “honesta” que es mero ejercicio visual (la mirada
castrada), sino la mirada fálica, la mirada de lo obsceno: “A muchos el universo les parece
honrado; las gentes honestas tienen los ojos castrados. Por eso temen la obscenidad.”12
Pervertir la mirada, volcarla hacia lo obsceno. Si, pero a través del simulacro; no el ojo
como instrumento, sino como los distintos “ojos” que miran desde y hacia la obscenidad misma:
El ojo como el culo (el protagonista “aprende” a ver cuando descubre el culo de Simona), el ojo
como la vagina, como el falo (el ojo ciclópeo). Se trata de recuperar la mirada erótica -o
pornográfica-, a partir de la descomposición del ojo como unidad sintética que aprehende la
“cosa”; la mirada de Bataille es la que aprehende, ante todo, los fenómenos incorporales, pero
como el erotismo que se juega en el “gesto” de sus simulacros, de sus falsificaciones.
En Historia del Ojo, en efecto, todo trata sobre el simulacro, de los pretendientes y los
fantasmas: Simona, que “(...) pretendía estar absolutamente borracha”13, Marcela, que “(...)
retrocedió como si yo fuera un espectro espantoso que apareciera en una pesadilla”14, la orina,
que “(...) para mí, se asocia profundamente al salitre y a los rayos y no sé por qué a una bacinica
antigua, de tierra porosa, abandonada un día lluvioso de otoño sobre el techo de zinc de una
lavandería de provincia”15.

11
Ídem.
12
Bataille, Op.cit., p. 43
13
Íbid., p. 13
14
Íbid., p.15
15
Íbid., p.28
Y el huevo, al mismo tiempo, como convergencia de la serie de simulacros: el huevo, un
sol, un ojo de buey16; después, la clara del huevo como lo blanco del ojo17, la yema como la
pupila18; finalmente, el ojo como testículo de toro, como ojo de torero, como el culo que rompe
los huevos, como la vagina desde donde mira el ojo azul de Marcela, y cuyos labios asemejan
párpados19. La Vía Láctea, como un “extraño boquete de esperma astral”20, después como “orina
celeste”21; el cráneo en el pasto que se torna en “bóveda craneana formada por el círculo de las
constelaciones” 22; Marcela muerta, como “un maniquí de cera con peluca rubia”23; las hostias,
como semen24, y el vino blanco, como orina de Cristo.25
La serie, finalmente, expresada en la oposición de los dos personajes femeninos, Simona
y Marcela; una abierta a la mirada obscena, la otra presa de la moral burguesa, que justamente
impide la mirada (el armario, el psiquiátrico). Entre una y otra, la heterogeneidad: “Cosa extraña:
llevaba un liguero blanco y medias blancas mientras que la negra Simona, cuyo culo llenaba mi
mano, vestía un liguero negro y medias negras.”26
Pero sobre todo, el juego de efectos entre los distintos simulacros: el erotismo, como azar
de confluencia, mediado por efectos, por acontecimientos incorporales entre los ojos que se
miran, se interiorizan, se quiebran, los huevos que se rompen, los ojos que se comen: juegos de
resquebrajamiento -“Simona contrajo la manía de quebrar huevos con su culo” 27
-, de inmersión
-“tirar huevos en el depósito del excusado”28-; de interiorización o desaparición del ojo que mira,
o que no debe ser mirado -“quebrar un huevo fresco en el borde del bidé y vaciarlo bajo ella”29-.
Es de nuevo la serie entre lo comestible, lo corporal, y el sentido expresable, como en el
inicio. No es de despreciar, al mismo tiempo, que el primer párrafo de la novela atisbaba ya esta

16
Íbid., p. 35
17
Ídem.
18
Ídem.
19
Íbid., p. 70
20
Íbid., p. 46
21
Ídem.
22
Íbid., p. 42
23
Íbid., p. 46
24
Íbid., p. 63
25
dem.
26
Íbid., p.27
27
Íbid.,p. 11
28
Íbid., p.32
29
Ídem.
relación de parecido lejano, impostor, del simulacro: “Nuestras relaciones se precipitaron porque
nuestras familias guardaban un parentesco lejano”30
Y todo, en suma, como fenómeno o efecto del lenguaje, de su uso paradójico, de su
volatilidad superficial: “Jugaba alegremente con las palabras, por lo que a veces decía quebrar un
ojo o reventar un huevo manejando razonamientos insostenibles.” 31
¿No son los razonamientos
insostenibles, las operaciones paradójicas del sentido -como en los sofistas-, las que hacen
emergen el acontecimiento incorporal?
Ante la disyuntiva inicial, comerse las palabras o hablar de comida, Bataille hace
desaparecer al huevo justamente en la boca, en “la operación de los cuerpos a la superficie del
lenguaje, se hacen subir los cuerpos destituyéndolos de su antigua profundidad” 32 No comerse al
ojo, sino detenerlo en la superficie del lenguaje; no comerse el huevo, sino dejar de hablarlo:
“Así, la palabra huevo fue tachada de nuestro vocabulario”. 33

Bibliografía:

Bataille, George, Historia del Ojo, Ediciones Coyoacán, México, 1994


Foucault, Michel, Theatrum Philosophicum, Anagrama, Barcelona, 1995
Deleuze, Gilles, Lógica del sentido, Paidós, Barcelona, 2012

30
Íbid., p.7
31
Íbid., p.35
32
Íbid., p.22
33
Íbid., p.22

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