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LA SUBSIDIARIDAD de la iglesia

Cada persona tiene libre albedrío de sus derechos y el deber hacer su propio
desarrollo con la ayuda de los demás

El fundamento del principio de subsidiariedad se encuentra en la centralidad del


hombre en la sociedad, se procura en establecer unas condiciones de vida que
permitan a cada hombre y a cada mujer un desarrollo integral, en todos los ámbitos
posibles, fomentando y estimulando las iniciativas personales respetuosas del Bien
Común.
Parece que la primera argumentación en orden a la utilización de este principio en la
Iglesia fue propuesta por Gustav Grundlach, quien era un colaborador de la
encíclica Quadragesimo anno. En un artículo sobre la sociología de la parroquia,
publicado tres años después de Quadragesimo anno en 1934, acude a su contenido
afirmando que a nivel parroquial debía aplicarse la "ley sociológica de las pequeñas
esferas sociales que excluyen una innecesaria centralización y supresión del
autogobierno y que favorece la construcción de la sociedad desde abajo. El cual tenía
un verdadero sentido cooperativo de que cada uno de los partícipes el mismo que
debe despertarse en la parroquia; debe dar más espacio para el movimiento y cada
miembro de la Iglesia debe sentir que no es solo un objeto, esta reflexión aplicada a
la Iglesia tuvo repercusión en 1946, en una alocución de Pío XII.

El romano pontífice introduce esta reflexión eclesiológica dentro de un contexto


histórico-civil más amplio. La Iglesia está llamada a formar y educar a este hombre
"completo en la armonía de su vida natural y sobrenatural" que es, al mismo tiempo,
"el origen y la finalidad de la vida social y así como también el principio de su
equilibrio".

Sobre estos principios de orden teológico-antropológico Pío XII encuentra el camino


allanado para afirmar la vigencia del principio de subsidiariedad en el ámbito
eclesiológico: "Nuestro predecesor de feliz memoria, Pío XI, en su encíclica sobre el
orden social, Quadragesimo anno, sacaba una conclusión práctica de este mismo
pensamiento, mientras enunciaba un principio de validez universal, es decir: lo que
los individuos pueden hacer por sí mismos y con sus propias fuerzas, no se les debe
quitar para dárselo a la comunidad: principio que vale igualmente para las
comunidades más reducidas e inferiores respecto a las más amplias y superiores.

La asamblea sinodal reconoció la aplicabilidad de este principio de subsidiariedad


dentro de la Iglesia no solo en numerosas intervenciones de los padres sinodales,
sino también en los mismos textos oficiales puestos a discusión de la asamblea. Estos
partían del presupuesto de que su aplicación a la Iglesia estaba sujeta a ciertas
limitaciones. La discusión en el aula y en los grupos lingüísticos dio por resultado un
consenso muy nutrido a favor de "la aplicación del principio de subsidiariedad,
completado con el de solidaridad, al ejercicio ordenado del poder y de la acción
pastoral en la Iglesia. Al mismo tiempo concuerdan comúnmente todos los grupos en
que dada la naturaleza específica de la Iglesia, la aplicación del principio de
subsidiariedad en el campo eclesiológico se mueve en el orden de sola analogía con
las respectivas ciencias sociológicas". El resultado de la votación sobre la aplicación
de este principio al campo de las relaciones de las competencias de los obispos
diocesanos en relación con el sucesor de Pedro y con las conferencias episcopales,
salvos los derechos de este y de aquellos, fue también de una aceptación muy
calificada.

En la homilía durante la celebración eucarística de apertura del Sínodo, Pablo VI hizo


mención expresa de la subsidiariedad de sus iglesias particulares en relación con
otras instancias jerárquicas superiores. "Un tal propósito que corresponsabilidad más
solidaria, no será frenado ni interrumpido, si la aplicación del principio de
subsidiariedad, hacia la que se orienta, se ve moderada con una humilde y sabia
prudencia, de manera que el bien común de la Iglesia no quede comprometido por
múltiples y excesivas autonomías particulares que dañan a la unidad y la caridad”. y
práctica, pero que sin duda aceptamos en su concepción fundamental".

En las asambleas sinodales generales de obispos, celebradas entre estas dos


extraordinarias de 1969 y 1985, se ha invocado frecuentemente el principio de
subsidiariedad, cuando se ha tratado de las relaciones entre las iglesias particulares
y la Sede Apostólica, entre los obispos diocesanos y el sucesor de Pedro y, finalmente,
entre la unidad y la pluriformidad en la Iglesia de Cristo.

De su aplicación esperaban contrarrestar el centralismo romano y reforzar la


autonomía de las Iglesias locales como así también una mejor articulación de las
competencias de las conferencias episcopales y mayor participación de los laicos en
los varios ámbitos en que se realiza la misión de la Iglesia. Por los datos que hay
publicados consta que ocho padres sinodales aludieron en sus intervenciones orales
o escritas favorablemente a este principio con notable convergencia en los
argumentos aducidos. No es fácilmente explicable por qué el Relator, el cardenal G.
Danneels, después de haber silenciado en su relación introductoria los testimonios
de un buen número de conferencias favorables a la aplicación del principio de
subsidiariedad, en su respuesta a las intervenciones orales y escritas de los padres
pasara sin más a cuestionar la aplicabilidad misma de este principio a la Iglesia: "Para
esta comunión humana o, para decirlo más estrictamente, para esta comunidad o
sociedad humana, sigue vigente, entre otras cosas, el principio de subsidiariedad. La
cuestión es si este principio vale también en la Iglesia, considerada en cuanto que es
una realidad humana. Puesto que la comunión eclesial, tomada en sentido estricto y
teológico, está fundada sacramentalmente".

Aunque solo en un grupo lingüístico se cuestionó la aplicabilidad misma del principio


de subsidiariedad a la Iglesia, ya que la indecisión de los padres sinodales se refería
al alcance y a las formas concretas de su aplicación, la "Relación final" de la asamblea
sinodal cuestionó ambos aspectos, la aplicabilidad y el grado de aplicación, mientras
paradójicamente aludió a la afirmación de Pío XII ya citada.

Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI han reconocido explícitamente la aplicabilidad del
principio de subsidiariedad, hechas las debidas delimitaciones, al campo de las
relaciones vigentes entre las diversas instancias de autoridad jerárquica, así como
también entre estas y los individuos y asociaciones dentro de la Iglesia. No obstante
el reconocimiento de la vigencia de dicho principio dentro de la Iglesia, su aplicación
concreta para que sea "sin perjuicio de la autoridad jerárquica", como exigió Pío XII
al apelar por primera vez a él en el ámbito eclesiológico, plantea problemas muy
complejos en la teoría y en la práctica.

DISCUSIONES RECIENTES

Aunque representan una minoría, son varios y significativos los autores que se
oponen, por diversos motivos, a la aplicación de este principio a la realidad eclesial.
Entre ellos pueden citarse al cardenal J. Hamer, J. Beyer (8), G. Mucci (9), E. Corecco
,etc. En la sesión plenaria del Colegio de cardenales, el 21 de octubre de 1985, el
cardenal J. Hamer pronunció un discurso sobre las relaciones entre la curia romana
y los obispos las conferencias episcopales. En un apéndice expuso en forma
esquemática su posición sobre la aplicabilidad del principio de subsidiariedad en la
Iglesia, situándolo en el contexto más amplio del cometido que tiene el ministerio
petrino en la Iglesia y de las relaciones entre la Iglesia universal y las iglesias
particulares a la luz de la eclesiología del Vaticano II. En su argumentación, que a
más de uno puede parecer no suficientemente matizada el principio de subsidiariedad
en la Iglesia.

Para Oswald von Nell-Breuning algunas de las sospechas sobre la aplicación de este
principio se deben a una incorrecta interpretación de la subsidiariedad, atribuyendo
en su nombre a la instancia superior en la sociedad el solo papel de suplir la
insuficiencia de la instancia inferior.

Continuando el razonamiento de Nell-Breuning, W. Kasper recuerda que mediante el


bautismo, que funda la pertenencia a la Iglesia, no se opaca la dignidad del individuo,
sino que, por el contrario, la gracia de la filiación lleva tal dignidad a su plenitud.

A partir de esta argumentación debe considerarse como insuficiente la postura de


aquellos que, para negar la validez de la utilización de este principio en la eclesiología,
afirman que el derecho canónico se distingue esencialmente del derecho de las
sociedades civiles.

Naturalmente que dicha influencia recíproca en los conceptos reclama un atento


discernimiento. Una asunción indiferenciada e indiscriminada de categorías
sociofilosóficas es teológicamente incorrecto y, a partir de la naturaleza misma de la
Iglesia, erróneo. Ella no se origina y se constituye por la voluntad libre de sus
miembros; ella es más bien el fruto de la voluntad salvífica de Dios realizada en Cristo
y reunida por el Espíritu en la fe común, en la estructura sacramental y bajo la
conducción del ministerio querido por Jesucristo. Por todo esto la Iglesia se distingue
esencialmente de toda otra comunidad humana. De allí que todo principio
sociofilosófico universalmente válido debe aplicarse de una manera analógica, es
decir, conforme a su estructura esencial. En términos escolásticos, el princeps
analogatum es la constitución esencial de la Iglesia.

La Iglesia "está establecida y organizada como una sociedad". Por tanto, el concilio
habla de la Iglesia no solo como "misterio", sino también como "sociedad". La
indicación decisiva la da el mismo texto al comparar ambas realidades, la Iglesia y
Cristo mismo. Así como para Jesucristo se habla de una relación de las naturalezas
"sin confusión ni separación", de modo análogo debe hablarse de la relación entre el
carácter social y mistérico de la Iglesia.

Los campos de aplicación práctica de este principio son múltiples:

En primer lugar la subsidiariedad reclama el respeto de la dignidad y de la libertad


del individuo en la Iglesia. Ella debe ser un lugar y una institución de la libertad
cristiana, el cristiano tiene derecho, con un adecuado discernimiento, a que se
reconozcan sus cualidades y carismas, a elegir su estado de vida, a formar grupos,
comunidades o instituciones. Esto vale no solo para los individuos sino también para
los carismas institucionales, las congregaciones, órdenes, movimientos, etc., incluso
para la decisión sobre el estilo y modo de vida, sus constituciones internas, etc.;
naturalmente en el marco de las reglas generales de la Iglesia referidas a la fe y al
orden jurídico. El principio tiene una aplicación concreta e importante para los fieles
cristianos laicos en su misión específica en la Iglesia y el mundo. Precisamente en
una situación en la cual las relaciones sociales se vuelven progresivamente más
complejas y plurales, es cada vez más difícil (y menos posible) para el ministerio
eclesial formular orientaciones para casos concretos. De allí que en muchas
situaciones deban ellos mismos decidir conforme a sus conciencias formadas. El
Vaticano II ha reconocido explícitamente la libertad y la autonomía de las realidades
temporales.

El principio de subsidiariedad encuentra otro campo peculiar de aplicación en la


relación entre Iglesias locales e Iglesia universal, incluso porque no se refiere al
hombre abstracto sino al que existe en situaciones históricas concretas
caracterizadas por costumbres propias, por tradiciones, forma de pensamiento, etc.
Estas pertenecen a la identidad del hombre que la Iglesia universal debe respetar,
más aún, ayudar a proteger. Desde el Vaticano II esta problemática se discute bajo
el concepto de "inculturación".

El principio de subsidiariedad permite formular criterios para la conducta de los


miembros de la Iglesia: Las decisiones y las realizaciones deben ser asumidas con
la mayor participación posible del Pueblo de Dios Las decisiones se toman lo más
próximo posible a las comunidades y a las personas afectadas, lo más cerca posible
de donde han de ejecutarse las decisiones. La subsidiariedad supone un determinado
tipo de liderazgo teniendo claro quién es el responsable final de las acciones de una
comunidad, ejerce la conducción sin coartar, más aún, motivando la iniciativa de su
gente; un tipo de liderazgo con sentido de trabajo en equipo, que busca
continuamente el diálogo y se somete a los cambios justos que él reclama, que
estimula el crecimiento de los integrantes de su comunidad y propicia la creatividad
y el compromiso, que favorece la creación de ambientes de confianza donde hay un
amplio lugar a las diversas opiniones; finalmente, desemboca en decisiones
transparentes.

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