1.

Introducción

Todo interrogante -y la religión es uno de ellos, tal vez el más significa-

tivo- que se proponga dilucidar cuáles son las razones últimas del vivir y del
morir de los humanos no puede reducirse enteramente al contexto en el que
se formula, pero sí que es importante tener en cuenta que las dimensiones
políticas, religiosas, sociales y emocionales de un determinado contexto in-
ciden afectiva y ifectívamente en las respuestas que se dan y, por consiguiente,
en los comportanüentos, sueños despiertos (Bloch) y sentinüentos de los in-
dividuos y grupos humanos que habitan en él. Por consiguiente: nunca hay
preguntas «en sÍ», descontextualizadas, «apáticas», sino que sin cesar los inte-
rrogantes surgen determinados y coloreados, por un lado, por las peripecias
de todo tipo de la biografia personal de quien los plantea y, por el otro, por la
«atmósfera» social y política que impera en el lugar preciso en donde se en-
cuentra ubicado el interrogador. «Biografía personal» y «biografía colectiva»,
con las consiguientes coimplicaciones y memorias (y olvidos) de todo tipo, son
ingredientes que, por acción o por reacción, no tan sólo son inevitables sino,
incluso, fundamentales para cualquier forma de pensamiento y actividad del
ser humano.
Además de lo que acabarnos de exponer es importante tener en cuenta
algo que muy a menudo la mentalidad en exceso pragmática y relativista de
nuestro tiempo no suele considerar de in>portancia. Nos referimos a la predis-
posición de todo ser humano -en otros tiempos se acostumbraba a presentar
este extremo bajo el epígrafe del <<a priori religioso» inherente a la condición
humana- a superar los límites de lo establecido y socialmente sancionado.
Creemos que es congruente afirmar que un ser finito y contingente cual es
el hombre -en ocasiones, consciente de ello riflexívamente y, en ocasiones, en
la semiconsciencia, sólo riflejamente-, constitutiva y estructuralmente, tiende, en la
variedad de espacios y tiempos, a la superación de su finitud y contingencia
mediante las motivaciones y exigencias -en términos convencionalmente re-
ligiosos o en términos cuya religiosidad puede ser calibrada de «irreligiosa»
por el propio sujeto o por los individuos de su entorno- de aquel deseo jamás
desarrollado y ponderado del todo, pero que constituye una suerte de prede-
terminación estructural de lo humano como tal, que es -al contrario de lo
que harto frecuentemente pretendió la crítica clásica de la religión- inmune

215
a las ambigüedades propias del «trabajo» de la historia, aunque necesariamente
tenga que concretarse -siempre de forma deficiente e incluso causando gra-
ves daños morales- a lo largo y ancho de la existencia humana por tnedio de
aquellas articulaciones lingüísticas e históricas que son propias de una deter-
minada cultura.
Estamos completamente de acuerdo con Julia Kristeva cuando afirma que,
por regla general, en la experiencia cotidiana de nuestros contemporáneos,
se da una profunda reducción de la vida interior a causa sobre todo de una
especie de desbordamiento incontrolado hacia el exterior, lo cual implica
que ahora mismo «no tenemos ni el tiempo ni el espacio para conseguir un
alma. Atrincherado en su reserva, el hombre moderno es un narcisista, quizá
doloroso, pero sin remordimientos. Cuando se queja, es para complacerse
mejor en la queja que desea que no tenga salida». Más adelante prosigue así:
en la actualidad, «el aumento de interés por las religiones procede de una
búsqueda o bien, por el contrario, de una pobreza psíquica que demanda a la
fe una prótesis de alma para una subjetividad amputada» 1 • Eso significa que,
de manera inevitable, los cambios que han tenido lugar en nuestra sociedad
en estas últimas décadas, los nuevos horizontes abiertos por la investigación
científica, el clima emocional que impera en estas primeras décadas del siglo
XXI, las perspectivas positivas ante el futuro o, por el contrario, la falta de sa-
lida profesional o familiar, etc., intervendrán de una manera u otra, tal como
ha sucedido en todos los tiempos, no sólo en las respuestas a la pregunta ¿qué
es religión?, sino en todos los interrogantes que continuamente asedian a los
seres humanos.
Una de las características del «proyecto ilustrado» era que, inflexiblemen-
te, mantenía la creencia de que sólo existía una única respuesta racional y
humanizadora a cualquier demanda del ser humano. Eso suponía que sólo
existía una forma de representación correcta, que en caso de descubrirla nos
proporcionaría los medios para alcanzar completamente y sin fisuras las finali-
dades de la Ilustración, que no eran otras que la plena realización del hombre.
Sin embargo, con la progresiva afirmación de la mentalidad romántica, sobre
todo con posterioridad a 1848, la idea de que había una sola forma posible de
representación de la realidad empezó a tambalearse y declinar irreparablemen-
te2. Cada vez más, las categorías fijas y unívocas que pretendían imponer las
herencias de la Ilustración fueron reemplazadas por variadas formas y fórmulas
de representación, que a menudo se encontraban en franca competencia en-
tre sí. Una de las características más notables de nuestro momento histórico
es que no es posible adoptar un solo punto de vista sobre un problema, una
tesis exclusiva y omniexplicativa que dé razón exhaustivamente de toda la
problemática sin que, al mismo tiempo, se consideren y ponderen las razones
de la posición contraria. Vivimos en un tiempo caracterizado por la vigencia
«de esto y también de eso otro» (Hohn), que suele comportar una enorme
216
fragmentación de la existencia humana, sobre todo de lo que tiene algo q~e
ver con la conciencia personal de los individuos, provocando una ahenaoon,
una pérdida de sustancia, una disolución de lo personal en lo grupaP. J?e esta
un era se confirma una intuición de Max Weber, que en los pnmeros anos del
n b . .
siglo xx subrayaba con un cierto pesimism_o qu~ en un ~uturo astante p_roxt-
1110 «retornarían los antiguos dioses», es deor, se nnpondna un ampho polleen-
trismo («politeísmo») de los valores, que m.ercantilmente se pondrían a la venta
en el gigantesco hipermercado en que se han convertido las sociedades de las
primeras décadas del siglo XXI •
4
. . _ . .
En la hora presente, individuos, acontecumentos, mstttucwnes disponen
de una identidad «flexible» y «múltiple», sometida a evoluciones contrapuestas
fluidas, obligada a soportar la coexistencia de factores y «puntos de vista»
yque a priori parece que son irreconciliables e inc~mpati"bles entre. si;• ~~ ter-
•
minos religiosos: hoy son plenamente contemporaneos la «seculanzanon de
la cultura» y el «retorno de lo religioso», tal vez -al menos ésta es nuestra
opinión- porque no son posibles ni la secularizació~ de la exist~ncia humana
ni la extinción de lo religioso 5 • Esta contemporaneidad se m.amfiesta, por un
lado, a través de la indiferencia, el aburrimiento y el tedio que suelen generar
las tradiciones consolidadas o, tal vez mejor, cosificadas, las estructuras ecle-
siásticas y los «sistemas religiosos» establecidos; sin embargo, por el otro, es
innegable la irrupción de formas, sensibilidades y modas «religiosas» en los
lugares más insospechados y supuestamente más «laicos». H_oy: es_ adecuado re-
ferirse a la religión como un amplio e inacabable proceso dtalectico de «acabar
y volver a empezar», de llegar al final y reanudar la marcha, de extin~ión y de
nueva floración. Quizá sí que, en la sociedad occidental, se ha produodo aquel
amplio y generalizado «desencantamiento del mundo» a que se refería Max
Weber a principios del siglo XX, pero también resulta incontestable que «lo
desencantado» -quizá profundamente modificado, vivido y expresado muy
diferentemente, de alguna manera «desconstruido»- no ha desaparecido sin
dejar rastro, sino que muestra su presencia a través de mil fisonomía~, a me-
nudo extrañas, inquietantes y pasmosas, sobre todo para aquellos miembros
de nuestra sociedad que, desde posiciones teístas o no teístas, a pies juntillas,
aceptaron como algo indiscutible los pronósticos de una c_ierta conci~ncia
ilustrada sobre la definitiva defunción de la religión en las sooedades ocoden-
tales. Parece como si aquella optimista y festiva afirmación de la inmanencia
como la única realidad verdaderamente hmnana y reconciliadora, proclamada
con vehemencia por la Ilustración y su herencia, provocase en la actualidad no
sólo numerosas y profundas sospechas, sino que, por parte de muchos, mcluso
da lugar a un rotundo rechazo en toda regla. En la actualidad,_ desde dts~mtos
puntos de vista, se puede hablar de una verdadera crisis de la mmanen_oa, sm
que ello signifique que ahora se esté produciendo un retorno stgmficattvo a la
6
«trascendencia» en sentido tradicional .
217
 Como apunta Daniele Hervieu-Léger7 , entre los años sesenta y setenta del
siglo XX se produjo una inflexión religiosa, sobre todo entre las clases Inedias
y medias altas; cambio de tendencia que con anterioridad ya se había iniciado
en los Estados Unidos 8 • Los movimientos de juventud, la contracultura, el des-
cubrimiento y valoración de los grupos religiosos marginales, la búsqueda de
una «nueva conciencia», la ecología, los «nuevos cultos», fueron algunas de las
señales más evidentes de la «ebullición» religiosa que se estaba produciendo en
Europa; «ebullición» que presentaba algunos paralelismos con los tradicionales
movimientos de reviva! americanos, aunque no deba olvidarse que la tradición
continental europea, tanto religiosa como cultural, posee puntos de referencia
bastante diferentes de los que imperan en Norteamérica.
Según la ilustre socióloga francesa 9 , cuatro son los factores que en estos
últimos años han determinado el profundo cambio de la «tendencia religiosa»
de nuestra sociedad: 1) el rápido crecimiento de grupos evangelistas y pente-
costales, tanto en la Iglesia católica como en las Iglesias protestantes; 2) el cre-
ciente atractivo que Oriente y lo oriental ejercen en amplios sectores de nuestra
sociedad, en muchos casos desengañados por las promesas no cumplidas de la
ideología del progreso que se había impuesto como una «buena nueva» («evan-
gelio») en amplísimos sectores de las sociedades occidentales; 3) la proliferación
de grupos y grupúsculos como la cienciología, la meditación trascendental, la
práctica del zen, etc., que pretenden promocionar el «potencial humanO» con la
ayuda de medios exclusivamente «racionales», a fin de desarrollar las capacidades
ocultas de la mente humana. Las vulgarizaciones psicológicas (pop psychology) se
suelen presentar unidas a técnicas meditacionales y contemplativas procedentes
de las sabidurías orientales. Por ello resulta adecuado hablar de un sincretismo
psicooriental, cuyas manifestaciones son innumerables y a menudo en flagrante
oposición las unas con las otras. Además, debe advertirse que en muchos casos
estos fenómenos también han entrado en la tradicional dinámica occidental del
«mercado»; 4) la proliferación de sectas y cultos autoritarios, centrados casi siem-
pre en el jefe o líder carismático de turno, que es aceptado incondicionalmente
por los adeptos de los grupos y rechazado también incondicionalmente por el
resto de la sociedad10 •
Los numerosos movimientos, tendencias y sensibilidades de los años sesenta
y setenta del siglo XX tuvieron como característica fundamental el afán por
establecer una sociedad más humana y fraternal. Por eso salta a la vista que en
aquellos años «lo social», versus «lo comunitario», se erigió en el centro de las
propuestas religiosas, sociales, sindicales y políticas que se formularon. Se insistía
en que el compromiso y la militancia eran los dos pilares del planteamiento global
y alternativo que debía imponerse para que la convivencia de los ciudadanos
fuera democrática y cristiana. Se admitía con amplio consenso que la historia,
interpretada laica o cristianamente, era una historia salutis, en la cual debía des-
plegarse un mesianismo superador de desigualdades, marginaciones y despotis-
218
mos, cuyo n10delo eran los grandes profetas de la tradición judeocristiana. En
y a través de la historia, el compromiso abnegado de los militantes conseguiría,
para hablar como Ernst Bloch, que el «reino de la necesidad» fuera sustituido
por el «reino de la libertad».
Por una serie de razones que hemos analizado en otro lugar, es algo incon-
trovertible que, a partir de la mitad de la década de los ochenta del siglo pasado,
el «imaginario colectivo» ha experimentado nmtaciones muy significativas, de
tal manera que el «retorno de la religión» o de «lo sagrado» o de «los magos», el
deseo de conseguir una «nueva conciencia religiosa>>, la búsqueda afanosa de una
<mueva inmediatez>>, la confianza, a menudo enfermiza y marcada por el estignu
de la desesperación, en supuestos «maestros espirituales», en gurús y echadores
de cartas, e incluso en dietas y medicinas «tradicionales», constituyen fenómenos
y actitudes que, de acuerdo con las prenlisas de la «razón ilustrada», no podían
suceder11 . Fueron muchos los que creyeron que era posible la superación de la
religión como expresión idónea de la contingencia del ser humano. Creyeron
que el progreso -y su correlato, el éxito-, como determinación racional de premi-
sas y metas para alcanzar en un futuro más o menos próximo, y la total huma-
nización del hombre ocuparían el espacio que tradicionalmente había ocupado
el interrogante religioso como expresión de la angustia del ser humano ante las
incertezas de su destino y los constantes abusos del poder constituido. Por ello,
por parte de muchos se creyó ingenuamente que la pregunta religiosa se había
anulado en sí nlisma: ya no era necesaria porque finalmente se había encon-
trado el camino seguro que conducía a la plena realización del ser humano con
los medios ideológicos y técnicos que había puesto a su disposición la razón.
En la actualidad, sin embargo, las nuevas fisonomías de la pregunta religiosa -a
menudo planteada en términos convencionalmente no religiosos- constituye
una señal evidente de un profundo cambio epocal: el optimismo de hace unas
pocas décadas ha sido sustituido por el interrogante que, desde siempre y con
más eficacia, ha puesto de manifiesto la incurable contingencia del ser humano,
el religioso.
No cabe duda de que, en estos últimos siglos, la aplicación de las mediacíones
históricas a la vida cotidiana que han llevado a cabo las Iglesias establecidas ha
dejado mucho que desear. En la modernidad, el contencioso que la sociedad
civil ha mantenido con las Iglesias establecidas, en nuestro caso particular con
el catolicismo hispánico, ha dado lugar, por ambos lados, a consecuencias muy
negativas. Contra lo que se pensaba hace un par de décadas, creemos que en la
modernidad se han puesto de manifiesto con especial virulencia la exigencia
religiosa de la política y las apetencias políticas de las religiones. La división del
mundo en dos esferas (religión y política) autónomas, tal como pretendieron
los ideólogos de la Ilustración y de la Revolución Francesa, se nos antoja irreal
y, por encima de todo, en flagrante oposición a lo que ha sido la actitud históri-
ca más frecuente de la «Iglesia» y del «Estado» en estos últimos ciento cincuenta
219
at1os. Por ambas partes se deseó, con pareja intensidad, alcanzar el dominio actual de la problemática en torno a la religión, o lo que es lo mismo, a la con-
simultáneo de los bienes materiales de la tierra y de los resortes espirituales del figuración de «lo religioso» en estos comienzos del siglo XXI. Cambios con-
ser humano. textuales que, a través de los periplos históricos a los que sin cesar, a gusto o a
A menudo se ha set1alado que uno de los aspectos más destacados de la disgusto, se hallan sometidos los humanos, no hacen sino poner de nunifiesto
sociedad actual es que «parece» que funciona sin legitimación religiosa, que tan- que, por paradójico y sorprendente que pueda parecer a primera vista, las con-
ta importancia tuvo en las sociedades premodernas, aunque, vistas las cosas tinuidades de lo humano tienen con1o conditío sine qua non las discontinuidades,
más detenidamente, se observa que múltiples factores, tal vez desconocidos los cambios, esto es, las peripecias históricas, las perplejidades producidas por el
en el pasado, actúan como equivalentes funcionales de la religión y ejercen fluir, casi siernpre descontrolado y angustiante, de los tiempos y las biografias de
una indiscutible misión de legitimación. Jean Ladriere ha set1alado oportu- individuos y grupos humanos.
namente que un rasgo muy importante de la modernidad, y por lo tanto del
cristianismo moderno, es «el proceso de problematización de la relación con
la tradicióm 12 . De esa manera se origina el pluralismo de valores y la posi-
bilidad de cosmovisiones diferentes e incluso opuestas en el mismo ámbito
histórico-culturaP 3 • Por ello, creemos, es posible hablar de una «época poscris-
tiana», pero en ningún caso de una «época posreligiosa». Tal vez tenga razón
Mircea Eliade cuando afirma que «es posible la abolición del chrístianus, pero
no la del religiosus; no existe, no puede existir una sociedad arreligiosa» 14 . Por-
que, continúa Eliade, «la creatividad religiosa de Occidente no debe buscarse
exclusivamente en la teología o en la historia de la Iglesia, sino también en las
corrientes subterráneas, "ocultas", en la mitología de las sociedades secretas,
en la alquimia del Renacimiento, en las geografias míticas de la Edad Media
y del Barroco>> 15 . No se trata por consiguiente de un «eclipse de Dios», como
en su día propuso Martin Buber para explicar la situación del mundo con-
temporáneo16, sino, siguiendo a Thomas Luckmann y Peter L. Berger, de una
recomposición del campo religioso que, harto a menudo, tiene como objeto una
«religión invisible» 17 .
En épocas de claro signo antirreligioso o, mejor, antieclesiástico -como su-
cedió en nuestro país hace algunas décadas en las que frecuentemente la «crítica
de la religión» de procedencia ilustrada, marxista, anarquista o freudiana a me-
nudo quería imponerse con la misma «regulación ortodoxa» utilizada por las
Iglesias, se cometieron excesos execrables en nombre o en contra de la religión. En
la actualidad, la religión que retorna -más bien diríamos que se vuelve a des-
cubrir bajo apariencias irreligiosas o arreligiosas- también posee claros matices
antieclesiásticos o, por lo menos, ignora olímpicamente todo lo que, dogmática
y moralmente, se relaciona con la institución eclesiástica.
Repetidamente hemos insistido en la importancia de los cambios contex-
tuales para la comprensión, aquí y ahora, de lo humano, para que lo que per-
manece se manifieste a través de lo transitorio y espaciotemporalmente deter-
minado, para que lo invisible irrumpa a través de lo visible. Es obvio que esta
premisa posee una especial relevancia en relación con la religión. Por eso, a con-
tinuación, nos dedicaremos a exponer brevemente el alcance y sentido de tres
cambios contextuales que poseen una especial incidencia en el planteamiento

220 221
 2. La desconfesionalización
2.1. Introducción: el punto de partida
El siglo XVI no sólo es la época de las Reformas protestantes y de la Contra-
rreforma católica, sino que también es el momento en que en Europa se orga-
nizan unos ámbitos políticos muy específicos, con formas religiosas, culturales,
económicas y políticas bastante diferenciadas y a menudo francamente opuestas
18
entre sÍ . Es cierto que la división confesional que se produjo en aquel siglo
había sido precedida, por lo menos desde comienzos del siglo XV, por un pro-
gresivo cambio de la centralidad intelectual, económica y social que, posterior-
mente en los siglos XVI-XVIII (sobre todo por obra y gracia de la Ilustración),
se afianzará de una manera mucho más rotunda en la Europa protestante. Este
cambio de centralidad -designado por Ernst Troeltsch (1897) con el término
«secularización»- significaba que el centro, el punto neurálgico de las referen-
cias culturales, políticas y religiosas de la cultura occidental y el lugar del pro-
greso, la inventiva y la previsión del futuro, se había trasladado del Mediterráneo
al amplio espacio económico-cultural constituido por la horizontal del mar del
Norte y la vertical del valle del Rin 19 •
En ocasiones se ha sefíalado la importancia excepcional que tuvieron los
<<nominalismos)) en la configuración de las distintas Reformas protestantes
como precedentes ideológicos de singular importancia20 , pero, sin negar su
contribución a su articulación, no puede olvidarse que otros factores como,
por ejemplo, las grandes místicas centroeuropeas, la devotio moderna, la pérdida
de importancia del campo a favor de la vida urbana, el deseo de los príncipes
alemanes de independizarse económica y teológicamente del papado romano y
la desastrosa situación teológico-política de aquel tiempo, también tuvieron un
papel muy relevante. Y, además, creemos que la recepción de la herencia agus-
tiniana, especialmente por parte de Lutero y Calvino, ejerció una enorme in-
fluencia -tal vez, la más decisiva- en la configuración ideológica (teológica) de
los movimientos de reforma de aquel tiempo. La nueva carta política, religiosa y
cultural de Europa que se impuso a partir del siglo XVI poseía unas indudables
dimensiones religioso-políticas, ya que tanto las Reformas protestantes como
la Contrarreforma católica eran al mismo tiempo y de una manera a menudo
indistinguible asuntos religiosos, políticos, económicos, estéticos y jurídicos,
222
que se encontraban íntimamente coimplicados entre sí de tal manera que todo
lo que acontecía en uno de ellos tenía profundas repercusiones en todos los
demás.
En este contexto creen10s que es oportuno no perder de vista que, sobre
todo desde una perspectiva protestante, se suele considerar que las Reformas
protestantes son claros exponentes de una nueva época -la modernidad euro-
pea- que impetuosamente se abría paso en los territorios que las adoptaron 21 .
Creetnos que conviene matizar este juicio para no precipitarse en visiones ses-
gadas de lo que ha sido la cultura occidental moderna. Es indudable que los
grandes protagonistas de las Reformas -Lutero y Calvino, en especial, pero no
sólo ellos- introdujeron en la vida político-religiosa de su tiempo factores de
una indudable modernidad, corno son la interpretación personal de la Biblia y
la preeminencia del sujeto humano, frente a su interpretación eclesiástica que
continuó imponiendo la Iglesia romana a sus fieles con el acompafíamiento del
«Índice de libros prohibidos)); también la declaración del sacerdocio universal de
todos los fieles aboliendo, al menos teóricamente, el sistema de castas de la anti-
gua Iglesia, así cmno la drástica reducción de lo sacramental que, todo hay que
decirlo, en algunos casos significó una grave -en ocasiones, mortal- lesión de la
constitución simbólica del ser humano, la cual, a pesar de todo, se mantuvo en
tierra protestante gracias a la presencia y el auge de los denostados pietismos del
siglo XVII, que, en el fondo, no eran sino formas tnás o menos encubiertas de
las prácticas tradicionales del catolicismo. Tampoco puede pasarse por alto la vi-
rulenta posición del Reformador a favor de los príncipes territoriales alemanes
en las guerras campesinas22 . En 1919, con un cierto pathos antiprotestántico, pero
también con una visión muy lúcida de la problemática, Hugo Ball escribía que,
en tiempos de Lutero, se llevó a cabo la alianza de la burguesía alemana con el
feudalismo, una alianza que ha sobrevivido a todas las revoluciones europeas
[... ]. Gracias a su toma de posición en la cuestión de las indulgencias, unió fra-
ternalmente a los consejos municipales, los príncipes y los magistrados. Desde
el mmnento en que colocó la conciencia bajo la protección de los príncipes
mundanos ayudó a crear ese fariseísmo estatal que tiene como símbolos la mi-
sericordia divina, la dependencia querida por Dios y la frase del «cristianismo
práctico))23 .
Por su parte, hace ya algunos afíos, el historiador británico Hugh Trevor-
Roper manifestó que
los grandes doctores de la Reforma, tal como los de la Contrarreforma, y sus
numerosos esbirros clericales, eran esencialmente conservadores y conservan
muchos más elementos de la tradición medieval de lo que estaban dispuestos a
admitir [... ].Bajo la «purificación)) de una disciplina eclesiástica y su doctrina
223
 eclesiástica, los reformadores mantenían Íntegra la infraestructura filosófica del
catolicismo escolástico24 •
Hay un aspecto muy significativo en los protestantismos tanto de signo lu-
terano como calvinista que resulta francamente medieval o, si se prefiere, anti-
moderno. Se trata simplemente de las cuestiones relacionadas con el ejercicio y
la administración del poder, que en términos luteranos se resume en la teología de
los «dos reinos», sin ningún género de duda una de las causas más decisivas del
tradicional atraso político de Alemania hasta prácticamente la finalización de la
Segunda Guerra Mundial (1945). La herencia agustiniana de la doctrina de las dos
ciudades y su consecuente pesimismo antropológico se mantienen íntegramen-
te en el pensamiento teológico de Lutero y Calvino, porque no cabe la menor
duda de que, infinitamente más que seguidores de Guillermo de Ockham, que lo
son, son discípulos -diría incondicionales- de Agustín de Hipona, seguramente
los más adictos, relevantes e influyentes de todos los tiempos, junto al católico
Jansenio.
En el siglo XVI se inicia la época de la confesionalización del conjunto
de la vida europea, la cual encontró una expresión muy significativa de esa
nueva situación político-religiosa en el aforismo «cuius regio, eius religio»,
que fue el criterio decisivo sobre todo a partir de la paz de Westfalia (1648)
para el inicio del cese de las hostilidades de la sangrienta guerra de religión
de los Treinta Años (1618-1648) y para la instauración de un statu quo que
se mantendría hasta la Revolución Francesa e incluso, por lo menos en la
Europa central, hasta la finalización de la Primera Guerra Mundial (1918).
La firma de esta paz por parte de los contendientes católicos y protestantes
sirvió para consolidar las confesiones cristianas como religiones del y para el
Estado o, lo que es lo mismo, como legitimación del uso de lo sagrado como
forma política. Con el cese de las hostilidades, el nuevo orden confesional se
convertiría en un elemento capital para establecer no sólo la ordenación re-
ligiosa, social y jurídica de cada territorio europeo en función de la concreta
confesión cristiana de su príncipe, sino también para determinar la posición
estratégica de cada uno de ellos por medio de unas relaciones que, decisionístí-
camente, es decir, en función de los «intereses» y «estrategias» de cada príncipe,
podían ser amicales o, por el contrario, beligerantes. Conviene señalar que,
con posterioridad al cese de las hostilidades y la consiguiente paz de Westfalia,
las divisiones confesionales y la beligerancia entre los Estados europeos se ex-
presaron de forma distinta: en manos de los príncipes, el mercado se constituye
en el artefacto idóneo para proseguir la guerra con otros medios. A partir
del siglo XVII, la «confesionalizacióm del mercado, realizada por las distintas
Compañías de Indias, es un ingrediente de suma importancia para compren-
der la «politicoteología» no sólo de aquel tiempo, sino por lo menos hasta los
comienzos del siglo XX.
224
Resulta interesante señalar que, de alguna manera, con la paz de Westfalia
no sólo se puso punto final a la Guerra de los Treinta Años, sino que con ella
también se cerró simbólicamente un ciclo histórico, el cual se había concretado
mediante <<Una>> forma muy precisa de alianza entre el poder político y la reli-
gión cristiana. En efecto, sobre todo en los países protestantes, se ponía punto
final al largo período que se había iniciado el año 313 con el Edicto de Milán
del en1perador Constantino y se iniciaba «otro» ciclo que, en los territorios lu-
teranos, por ejemplo, se concretaría por medio de la «doctrina de los dos reinos»
y el establecimiento de las llamadas Iglesias territoriales (Landeskirchen), y en
los territorios católicos, la propaganda oficial de los príncipes se resumiría en
términos barrocos y teatrales. Para decirlo con brevedad: al margen del asenti-
miento de fe de los individuos concretos, en el ámbito europeo del siglo XVII,
la confesión religiosa se convierte, mediante la utilización de lo sagrado como
forma política, en un ingrediente esencial para establecer y consolidar la identi-
dad individual y colectiva de los habitantes de los distintos territorios europeos.
Con modificaciones más o menos importantes, se mantuvo una forma u
otra de confesionalización en los territorios de la Europa occidental hasta la
finalización de la Primera Guerra Mundial (1918) 25 • Con la derrota de los lla-
mados «Imperios Centrales» (Alemania y Austria-Hungría) se confirmó, tanto
en los territorios de confesión protestante cotno, aunque quizá de una mane-
ra no tan contundente, en los católicos, el conlÍenzo de la disolución de una
ideología -al mismo tiempo política, religiosa y cultural- que, a partir del siglo
XVI, había sido decisiva para la configuración del espacio religioso y político
europeo.
2.2. La Primera Guerra Mundial (1914-1918)
En estas últimas décadas, la desconfesionalización que experimentan las
confesiones cristianas (católica y protestantes) de Europa ha alcanzado unas
cotas que parecían inalcanzables hace tan sólo cuarenta o cincuenta años. Este
hecho no sólo puede observarse a nivel estrictan1ente teológico y doctrinal,
sino que también ha tenido lugar un giro que puede calificarse de copernica-
no en relación con la «visión del numdo» ( T#:ltanschauung) del «hombre de la
calle», lo cual significa que se han producido profundos cambios de perspectiva
en el ámbito de aquella «sensibilidad» y «religiosidad popular» que, tradicional-
mente, habían servido, de manera a menudo un tanto irreflexiva y nebulosa,
para la configuración de los protestantism.os y del catolicismo como formas
de vida más que como articulaciones dogmático-institucionales distintas de la
religión cristiana. Teológicamente parece bastante evidente que las doctrinas
fundamentales (sobre todo, la creación en el catolicismo, la justificación en el lu-
teranismo, la predestinación en el calvinismo) que antaño, tanto ideológica como
225
prácticamente, habían establecido, con innegables pretensiones de exclusivismo,
las diferencias confesionales, es decir, el propríum de las distintas confesiones
cristianas, esto es, la ortodoxia y sus límites (la heterodoxia), ya hace mucho
tiempo que, para una mayoría -evidentemente, no todos- de teólogos, son
interpretadas «ecuménicamente». En realidad, este estado de cosas significa con-
siderarlas como expresiones diferentes y contextualmente determinadas, y hasta
cierto punto opcionales de una misma fe, sin que ninguna de ellas (y las inter-
pretaciones diversas de que históricamente ha sido objeto cada una de ellas)
pueda reclamar una mayor «exigencia» de absolutez a causa de su mayor «cali-
dad» cristiana. Popularmente, es decir, en relación con la «visión del mundo» de
los individuos que viven en territorios católicos o protestantes, las diferencias
confesionales, en otro tiempo tan efectivas a nivel religioso, político, cultural
y, por encima de todo, emocional, han dejado de ser activas, y con mucha fre-
cuencia se han visto reducidas a una mera sigla («catolicismo», «protestantismo>>)
casi sin ningún tipo de contenido y, por consiguiente, se han transformado en
irrelevantes para la vida cotidiana de individuos y colectividades, dando lugar a
una profunda indiferencia religiosa de un número creciente de habitantes de la
vieja Europa.
Según nos parece, la desconfesionalización como superación religiosa y po-
lítica de las tradicionales «diferencias confesionales» ha sido posible porque, en
estos últimos cuarenta o cincuenta años, el contexto de la cultura occidental
ha experimentado numerosas y profundas mutaciones en su articulación social
y política; mutaciones que han afectado en profundidad a las expresiones doc-
trinales y axiológicas que, desde el siglo XVI hasta la Primera Guerra Mundial
(1914-1918), sin alteraciones importantes, habían servido a individuos y grupos
humanos para establecer el marco de sus relaciones con ellos mismos, con los
otros, con la naturaleza y con Dios. Mucho más profundamente que en las
confesiones protestantes y como consecuencia de concepciones eclesiológicas
distintas, desde una perspectiva propiamente católica, hay que recordar que
el innegable proceso de desconfesionalización ha acostumbrado a presentar la
fisonomía de una «deseclesiastización» porque, a partir especialmente del lla-
mado «restauracionismo católico» del siglo XIX y de las primeras décadas del
XX, se había producido un fortísimo proceso de «eclesiastización del cristia-
nismo» («politización de lo religioso» y «utilización de lo sagrado como forma
política»), por mediación del cual, de buena o de mala fe, se intentaba la total
reducción de la religión cristiana y el mensaje evangélico a las dimensiones de
la «<glesia visible» y a su administración del poder espiritual y temporaF6 • Los
principales objetivos que se proponían los procesos de «eclesiastización» del
siglo XIX y primeras décadas del XX eran: 1) para hacer frente a las exigencias
del Estado liberal («la Iglesia a la sacristÍa»), se proponía la integración de la re-
ligión cristiana -en este caso, del catolicismo- en un cuerpo religioso-político,
coherente y piramidal, que de hecho constituía el factor constituyente de la
226
estructura jerárquica de una Iglesia que, siguiendo el ejemplo del Estado libe-
ral, buscaba con ahínco la total centralización de sus estructuras de poder en
manos del papado; 2) sacralización («teologización») de las estructuras organi-
zativas de la Iglesia como si se tratase de verdades reveladas, las cuales se pre-
sentaban como si se encontrasen en relación directa e inmediata con el mismo
acto de fe; 3) formación de un pueblo católico separado, desde un punto de
vista político, religioso, institucional y social, del resto de la sociedad: eso es lo
que Franz-Xaver Kaufmann designa con la expresión «subcultura católica» 27 •
2.3. El punto de llegada
En 1993, en una carta a un amigo, el teólogo católico suizo Peter Eicher ex-
presaba muy claramente el desmantelamiento confesional que, en nuestros días,
está teniendo lugar en el seno de las confesiones cristianas de la vieja Europa, y
en especial del catolicismo:
Nuestros hijos ya no comparten nuestros problemas con la Iglesia. Con-
sideran que la mala relación entre el Evangelio y la Iglesia es tan natural que
van tirando sin problemas sin una Iglesia en el sentido de una corporación de
derecho público y sin una Iglesia en el sentido de una praxis vital controlada
eclesiásticamente. Realmente tienen otros problemas, que comunicativatnente
se intercambian de una manera muy diferente a como lo hacemos nosotros.
Hablan -también con nosotros- sobre lo que nosotros habíamos aprendido a
callar. Me parece que se encuentran más allá de nuestro universo intraeclesiás-
tico, siguiendo aquel camino que, bíblicamente hablando, conduce a la vida, al
arraigo y a la solidaridad a través de tantos y tantos rodeos, de tantas y tantas
crisis y con una enorme dosis de coraje. Ante todo eso no puedo sino maravi-
llarme. La pregunta de mis hijos -cinco, que se encuentran entre los diecinueve
y los veintisiete años- es: ¿Cómo aún puedes ser católico? 28
La conclusión que extrae Peter Eicher de este estado de cosas y que noso-
tros compartimos sin restricciones es que, de manera cada vez más acelerada,
«los tiempos de la identidad confesional se han acabado» 29 • La articulación re-
ligiosa, política y social del espacio europeo iniciada en el siglo XVI se muestra
cada vez más como una reliquia histórica bastante insignificante para la vida
concreta de los habitantes de la vieja Europa. En este sentido, la «musealización»
de las diversas variantes confesionales de lo que hasta hace poco ha sido la «re-
ligión de Europa» (la versión occidental del cristianismo) es una constatación
que se puede verificar muy fácilmente en cualquier lugar de nuestro continen-
te30. Pero acto seguido, para no ofrecer visiones excesivamente unilaterales, es
conveniente añadir que, en Europa, esa <<tnusealización» no se ha limitado a la
227
religión, sino que puede detectarse en casi todos los demás ámbitos de la vida
de las sociedades europeas. La «musealizacióm es la celebración entre festiva y
nostálgica de lo que ha sido pero que ya no es, de lo que anta!lo era vivo pero
que, aquí y ahora, ha asumido una condición no enteramente muerta, sino
con acentuadas características letárgicas y apáticas, porque tal vez aún contenga
valencias en sus profundidades más íntimas para posibles resurrecciones y con-
textualizaciones futuras. No deberíamos olvidar la sabia advertencia de Ernst
Bloch: «En el pasado hay presente y futuro».
Este hecho, que nos parece incuestionable y ampliamente presente en la geo-
grafia europea, sin embargo no significa en modo alguno, tal como lo ha puesto
de manifiesto la experiencia humana de todos los tiempos, que haya tenido
lugar la extinción definitiva de la pregunta religiosa en el ser humano como
creyó una gran mayoría de representantes de la crítica clásica de la religión 31 .
No puede olvidarse que el final de «un» mundo, por más doloroso y traumático
que pueda ser para sus habitantes, es la premisa imprescindible para la irrupción
y la creatividad de un «nuevo mundo»; de un «mundo nuevo» que, irremedia-
bleinente, un día también se convertirá en un mundo «viejo>> y caduco. En el
fondo, la desconfesionalización que se experimenta en los territorios europeos
tanto de tradición católica como protestante pone claramente de manifiesto
que, en la actualidad, se está produciendo una profundísima «reorganización del
campo religioso» que corre pareja con la «reorganización del campo económi-
co y político», o, lo que es lo mismo, está teniendo lugar una nueva contextua-
lización de lo religioso promovida e impulsada, por un lado, por el insaciable
anhelo de plenitud y reconciliación que se halla estructuralmente presente y
activo en todo ser humano y, por el otro, por la insuperable condición histórica
(finita y en la provisionalidad) del ser humano, que le obliga, lo quiera o no, a
mantenerse en constante situación de éxodo, esto es, de dependencia respecto
a la contingencia que, en realidad, es su verdadero «estado natural».
228
3. La crisis de la razón
Hace unos pocos a!los, el filósofo Peter Koslowski apuntaba que
la signatura de la modernidad es tanto la divinización de la razón como la des-
confianza en la razón. El irracionalismo y la huida hacia mitos poderosos siguen
a la dictadura de la razón como su sombra y su hermano enemigo. La crítica de
Nietzsche a la historia de la razón occidental y su invocación de lo dionisíaco
pertenecen con el 1nismo derecho a la modernidad que el mito del siglo XX
y el neopaganismo de la emancipación germánica propia del próximo pasado
alemán con respecto aljudeocristianisnw 32 .
3 .1. Razón y centralidad
del sujeto humano
A pesar de los inconvenientes que se apuntan en la cita precedente, para el
pensamiento occidental, se ha convertido en un tópico aceptado casi unáni-
memente que la misión primordial de la filosofia es la «cosa de la razóm 33 , o,
con palabras de Peter Koslowski, «la respuesta al cuidado (Sorge) del yo por él
mismo» 34 • Es una obviedad afirmar que el ejercicio de la razón de los huma-
nos tiene lugar en contextos históricos concretos; lo protagonizan individuos
con biografias muy peculiares y a menudo incluso extra!las y sorprendentes;
se expresa por mediación de innumerables «lógicas», cada una de ellas con sus
«intereses creados», porque no debería olvidarse que toda lógica es, en el fondo,
una conservatio sui. Eso significa que la razón es una categoría social e histórica:
presupone que los hombres hablan, pero han de acotarse a continuación, con
lenguajes distintos, para conseguir objetivos desiguales y desde perspectivas muy
diferentes. Como se!lala Jacob Taubes, «los procesos lógicos co¡no todas las for-
mas posibles de juicio son mediados por la existencia histórica del hombre» 35 .
La razón, que tanto por parte de algunos espíritus marginales del siglo XIX
(Nietzsche, Baudelaire) como en la actualidad ha entrado en crisis, es la que
plasmaron, a partir de puntos de vista bastante diferentes, las diversas Ilustracio-
nes europeas, cuyo propósito primordial era
229
 instaurar la razón en contra de la tradición, a saber, de las ideas filosóficas, cien-
tíficas, morales y políticas recibidas por la tradición. [... ] [Con la Ilustración]
empieza a surgir el concepto de razón moderna, subjetiva, como capacidad de
todo sujeto humano, pero no como contrapartida a una supuesta razón objetiva,
sino como razón autónoma, determinante, legisladora, cimentadora, donadora
de sentido, cuya finalidad no es solamente encontrar, sino también hacer la ver-
dad, construir el conocimiento 36 •
La razón moderna (ilustrada) se caracteriza fundamentalmente por su ca-
rácter «sujetocéntrico», desgajada -o al menos eso es lo que se pretendía- de
cualquier tipo de fundamentación extraempírica o «sobre-natural». Ahora bien,
quizá por eso mismo se encuentra privada de un fundamento estable, dando
lugar en muchas ocasiones a una especie de «dodecafonía racional» que genera
perplejidad, angustia y dudas, y por eso mismo suele dar lugar en las llamadas
sociedades modernas a posicionamientos y actuaciones con características fun-
damentalistas y totalitarias, que hacen de la exclusión religiosa, política, sexual,
económica o cultural la razón de ser de su propia existencia. Además, cabe aña-
dir que en la concepción de la razón moderna se impone el imperio del cálculo,
de la «matematización», por mediación de la «razón instrumental», de todos
los aspectos de la existencia humana, del experimentum en contra de cualquier
forma de experiencia, la cual frecuentemente se considera que ha sido el ámbito
propio de las antiguas y degradantes supersticiones -hoy totalmente superadas-
que redujeron al ser humano a la esclavitud material y moral. La «sujetocen-
trismo» de la razón de origen ilustrado se sustentaba sobre una peculiar con-
cepción del propio sujeto humano. Éste era, por lo general, un ente «apasional»,
sin sentimientos ni vida personal, insistentemente acuciado por la búsqueda de
lo general y de lo, presuntamente, válido sin restricciones de espacio, tiempo
y biografia. En el fondo se trataba de un esfuerzo encaminado a ofrecer una
imagen del hombre que, justamente a causa de su presunta universalidad, no
tenía ningún tipo de validez ni presencia en la cotidianidad individualizada de
la inmensa mayoría de hombres y mujeres. Además, hay que añadir que la ima-
gen del sujeto humano de procedencia ilustrada se caracterizaba por basarse en
un ilimitado y, en el fondo, «mítico» optimismo antropológico que, en verdad,
no era sino una simple ficción totalmente desprovista de realidad empírica y
sustancia humana.
3.2. La cns1s de la razón subjetivamente centrada
En el momento presente, sin embargo, a diferencia de lo que acontecía en
tiempos no muy lejanos, la situación de la razón en el seno de nuestra cultura
es tan problemática como precaria. Actualmente, los «universales» que se insti-
230
tuyeron en los siglos XVIII y XIX, entre los que una detenninada comprensión
de la razón ocupaba el lugar de máxima dignidad porque se creía que era de-
terminante para todos los otros, se encuentran sometidos a un descrédito muy
generalizado y que, como reacción, puede dar lugar a actitudes smnamente
aberrantes y peligrosas. Hace ya algunos años,Wolfgang Welsch, en relación con
la situación de la razón en nuestros días, escribía:
En el orden del día no hay razón, sino crítica de la razón. Y esta crítica es ri-
gurosa y lo alcanza todo. Se acusa a la razón de poseer rasgos represivos y efectos
destructores. Es represiva -eso se ha afirmado desde hace tiempo- ante lo que
es individual; es destructora -eso se afirma muy especiahnente hoy en día- ante
la naturaleza. Además, se dice, es eurocéntrica, falocéntrica y constitutivamente
ciega para su otro lfür ihr Anderes) [... ].En realidad, nuestra civilización, detenni-
nada por la razón, lleva a término diariamente una guerra civil contra la especie
«hombre» (Mensch) 37 •
Paradójicamente si se quiere, no es infrecuente que en la actualidad se hagan
a la razón los misn1os reproches que hace unas cuantas décadas se hacían a la
religión, la tradición o el mito. Eso implica que aquella razón ante cuyo tribu-
nal, de acuerdo con el díctum kantiano, todo debía someterse, se encuentra hoy
muy a menudo en el banco de los acusados. Las acusaciones son múltiples y
poseen intensidades muy diversas: destrucción del medio natural y del mundo
interior del ser humano, fagocitación del progreso moral por parte del progreso
material (tecnología), destrucción (o por lo menos profunda subversión) del
espacio y del tiempo humanos, reducción de todas las facetas de la existencia
humana a «lo económico», colaboración muy eficiente en la construcción de
los infiernos tecnológicos y burocratizados del siglo XX (los campos de exter-
minio), brutales refinamientos desconocidos en el pasado para el control fisico
y, sobre todo, psicológico de los seres humanos, etc. En el frenético proceso de
racionalización que la modernidad occidental intentó imponer en todas las
esferas de la existencia humana han intervenido de una manera desconcertante
y absolutamente imprevisible para la mentalidad ilustrada las feroces dentelladas
de «lo irracional» y, sobre todo, de «lo inhumano», es decir, de todo aquello que
expresamente se encontraba (o parecía que se encontraba) en las antípodas de
los «sueños despiertos» de los ilustrados. Frecuentemente con una cierta in-
genuidad, algunos ilustrados, a menudo dando muestras de unos inequívocos
comportamientos elitistas, habían identificado simplemente «lo irracional» y
«lo inhumano» con la religión, a la que acusaban de haber provocado entre el
pueblo todo un acervo de supersticiones, actitudes serviles e injusticias.
No cabe duda de que la Ilustración contribuyó a la crisis y, con algunas limi-
taciones, al desmantelamiento de los «sistemas político-religiosos» del Antiguo
Régimen, lo cual, vistas las cosas desde el momento presente, ha tenido algunos
231
 viej~s dioses» (die alten víelen Gotter), a los que se refería Max Weber hace ya casi
resultados francamente positivos para el conjunto de la existencia humana y,
un siglo, los cuales, en forma de fuerzas impersonales (in Gestalt unpersonlícher
aún más, para la misma religión. Pero tampoco debe olvidarse que aquella mo-
Machte), mediante una rara y sorprendente mezcla de Jacta y de fleta, vuelven a
dernidad que seguramente fue el factor decisivo en la crisis del cristianismo
salir de sus tumbas y, sorprendentemente para los actuales espíritus ilustrados,
histórico de los siglos XVIII-XX se encuentra también actualmente en una si-
encuentran legiones de nuevos y devotos adoradores. Todo eso no haría sino
tuación muy precaria, de características semejantes a la que experimentó el
confirmar el fracaso del «monoteísmo» político-religioso tan característico de
sistema religioso entonces vigente. Así como la crítica a los sistemas religiosos
la cultura occidental y que la Ilustración, en su lucha sin cuartel a favor de la
de aquel tiempo fue un factor importante que ayudó a desencadenar su colapso,
univocidad sígnica en contra de la equivocidad simbólica, contribuyó decisiva-
la desconfianza en la razón de origen ilustrado está siendo ahora misnw uno de
mente a fomentar aunque fuese con propósitos antirreligiosos 39 .
los más vigorosos desencadenantes de múltiples sospechas respecto a la moder-
En los años cuarenta del siglo pasado, en su obra imprescindible Dialéctica
nidad de origen ilustrado. Es muy probable que uno de los promotores -cons-
de la Ilustración, redactada con referencias inmediatas a los regímenes totali-
ciente o inconscientemente más activos- de la actual crisis de la razón haya sido
tarios de Hitler y Stalin, Max Horkheimer y Theodor W Adorno ponían en
el pavoroso desmentido que han sufrido sus supuestos beneficios y bondades
cuestión el optünismo de la Ilustración e, incluso, mantenían la opinión de
por medio de su colaboración activa o pasiva en la construcción y administra-
que la lógica de la racionalidad ilustrada, fundamentada en una concepción
ción de los infiernos, de la gramática y la arquitectura de lo inhumano, del siglo
indifere?ciada y totalitaria de la realidad (y del discurso sobre la realidad), era
XX (los «campos de exterminio» y los genocidios del siglo XXI, por ejemplo).
una lógica de dorninación y opresión 40 . Según David Harvey, el pensamiento
ilustrado resolvió muy defectuosamente la relación entre medios y finalidades,
El mito de la razón del siglo XVIII fue el último mito productivo de Europa,
de tal manera que «las nlÍsmas finalidades nunca pudieron especificarse con
y su desvanecimiento -para emplear una comparación más adecuada a nuestro
precisión, salvo hacerlo en un cierto plan utópico que a menudo resultaba
tema-, su conversión en humo y cenizas, nos ha condenado a una orfandad
opresivo para algunos -la gran mayoría- y liberador para los otros» 41 • No cabe
psíquica y espirituaP8 .
duda de que, en medio de un caos notable, algunos movimientos surgidos
entre las postrimerías del siglo XIX y el comienzo del siglo XX significaron
un distanciamiento respecto al «nlonocentrismo» elitista de la Ilustración el
3.3. Nueva comprensión de la razón
cual, a partir de un supuesto proceso lógico, ahistórico, universal y aséptico,
daba por supuesto que había una sola y única representación y solución para
Sin embargo, hay que tener presente que las raíces más o menos remotas
cada problema que se planteaba el ser hununo. Los ilustrados pensaban que se
de la crisis de la razón que actualmente se experimenta con tanta fuerza en los
podría establecer la marcha del nmndo y del mismo ser humano si se llegaba
diversos ámbitos de la vida cotidiana de las sociedades occidentales es algo que
a conocer el «proceso lógico» correcto que, con sorprendentes similitudes con
ya se detectó en los últimos años del siglo XIX y a comienzos del siglo XX. Ya
el dogmatisnw escolástico que ellos ferozmente criticaban, también propug-
por aquel entonces fueron numerosos los espíritus (por ejemplo, Baudelaire,
naba una comprensión unívoca de la realidad, la cual, a su modo de entender,
Nietzsche, Rilke, Klimt, Schi:inberg, Simmel, etc.) que, ciertamente con matices
e_ra la comprensión, y de ese modo se abolían -por innecesarios- todos los po-
y modalidades distintos, manifestaron actitudes decididamente antiilustradas.
sibles procesos de interpretación y todas las posiciones alternativas a su férreo
Frente a la constitución jerárquica y piramidal del saber y del poder, por ejem-
dognutismo epistemológico y nwral. Sin embargo Harvey apunta que esta
plo~ procedían a la afirmación del fragmento, la «descentralización», la provisio-
manera de ver las cosas empezó a cambiar drásticamente después de 1848: «Las
nahdad, el retal. El poeta W B. Yeats lo expresaba así:
categorías fijas del pensamiento de la Ilustración fueron reemplazadas por una
insistencia cada vez mayor en sistemas divergentes de representacióm 42 .
Las cosas se fragmentan; el centro no sujeta;
En la actualidad se necesita con urgencia una eficiente ilustración de la Ilus-
La pura anarquía recorre el mundo.
tración, con el fin de alcanzar una nueva determinación de lo que debería ser
en nuestro momento histórico un uso realmente humano y humanizador de la
Y en la obra de arte, actuando a menudo como «religión de sustitución»
razón. La concepción de la razón que pusieron en movimiento las diversas Ilus-
(Ersatzrelígion), Paul Klee, y con él todo el modernismo, pretendía descubrir
traciones europeas solía tener un rasgo muy significativo y que, en realidad, fue
«el carácter esencial de lo que es accidental». Tal vez la actual crisis de la razón
el principal causante del posterior uso perverso y pervertidor de la capacidad
(ilustrada) no sea sino la sorprendente e imprevista «epifanía» de los «numerosos
233
232
parlante del ser humano: el reduccionismo lingüístico. Con esta expresión. quere-
mos poner de relieve un hecho que, desde nuestra perspectiva, ha provocado -y
provoca- en la historia de nuestra cultura las más grandes aberraciones en el
orden religioso, político, social, de convivencia entre los sexos, etc. Nos referi-
mos a la reducción del polifacetismo de la realidad a un monolingüismo intelectual,
axiológico y emocional que frecuentemente se ha identificado lisa y llanamente
con «lo económico». Nuestro punto de partida intelectual y ético es: «sola ra-
tione numqua1n sola>>.
No cabe duda de que la actual crisis de la razón también afecta a la articula-
ción de la «pregunta religiosa hoy>>.Y lo hace por lo menos en dos sentidos nmy
importantes a tener en cuenta:
Por un lado, la actual situación de la razón viene a oponerse frontalmente a una
tendencia que en Europa inicialmente ya se detecta desde las postrimerías del si-
glo XVII: la progresiva afirmación de la racionalidad ilustrada en todos los ámbitos
de la vida cotidiana de los europeos; racionalidad que, a pesar de sus múltiples
fisonomías en los distintos territorios europeos, se empeña con denuedo en la
superación de las «supersticione9> de todo tipo patrocinadas por los intereses -a
menudo inconfesables- de la jerarquía eclesiástica. Como consecuencia de este
nuevo estado de cosas, se sigue para los unos la configuración de una religión sen-
cilla, racional y sin figuras núticas (la llamada <<religión natural»), y para los otros se
da por supuesta la total supresión (por evolución de lo simple a lo compuesto, de
lo supersticioso a lo racional, de lo primitivo a lo civilizado) de las «necesidades re-
ligiosas» del ser humano, las cuales -se afirmaba desde esta perspectiva- eran me-
ramente «productos» artificiales segregados por la precariedad histórica, lingüística
y cultural en que se encontraban los «primitivos», totalmente incapaces como eran
de servirse con habilidad de la razón. No es ilusorio afirmar que, en el momento
presente, la invalidación total o parcial de los pronósticos sobre la religión que ha-
bía propuesto la Ilustración debería dar lugar a un replanteamiento de una de las
temáticas más saludables para la misma religión: la crítica de la religión.
Por el otro, la crisis de la razón de origen ilustrado comporta un «cierto re-
torno» a la situación religiosa de antes de la Ilustración que, de alguna manera,
corre en paralelo con una especie de «reencantamiento del mundo» que puede
observarse en amplios sectores del momento actual. Sería de enorme impor-
tancia hacer una exposición pormenorizada de las dimensiones concretas de
este «cierto retorno», el cual, cmno todo lo que se relaciona con el ser humano
(y muy especialmente con su religión) se encuentra frontalmente determinado
por la ambigüedad. Por otro lado, nos parece harto evidente que este «cierto re-
torno» de la religión, en clara oposición a los postulados de la conciencia crítica
de origen ilustrado, se efectúa en una situación de «romantizacióm generalizada
de los resortes sociales, en la que, a la inversa de lo que acontecía hace sólo unas
pocas décadas, se acentúa la activa presencia de las emociones, los sentimientos
y las «nocturnidades» en la vida cotidiana actv"l.
234
En lo que a la religión se refiere, creemos que la actual crisis de la razón
debería impulsarnos a plantear de nuevo las relaciones históricas entre 1nythos y
logos, o lo que prácticamente es lo mismo: volver a discernir en nuestro aquí y
ahora la situación de la relaci01wlidad humana, esto es, logomítica, en el orden del
pensamiento, la acción y los sentimientos en estas primeras décadas del siglo
XXI. Eso equivaldría a reinstaurar -o, al menos, a intentarlo- una nueva relación
creadora, éticamente significativa y emocionalmente pacificadora entre Ilustra-
dón y Romanticismo, entre imagen y concepto, entre imaginación y abstracción,
entre las continuidades y el cambio 43 .
Es conocida la afirmación de Jürgen Habermas según la cual la modernidad
occidental es un proyecto incompleto e inacabado 44 • A partir de la premisa
antropológica fundamental de la que partimos en este estudio, según la cual el
«lugar natural» del ser humano -de todo ser humano, «ilustrado» o <<románti-
co»- es la contingencia, ¿puede darse realmente en la historia -a través de las
«historias» de unos y otros- un proyecto humano completo, plenamente reali-
zado, definitivo? ¿No habrá sido quizá una desastrosa «ilusióm de los «ilustra-
dos» la suposición gratuita de que la razón humana pueda ser «pura», afectada
siempre como se encuentra por las «historias» de los individuos concretos, re-
sultando por tanto «impura» y en ocasiones «patológica»? A nuestra manera de
entender, la actual crisis de la razón, entre muchas otras cosas, no es nada más
que un síntoma muy claro de la situación real del ser humano en este mundo.
En efecto, se trata de la situación de alguien que, a causa de su inevitable deter-
minación espaciotemporal, debe llevar a cabo continuados empalabramientos de
la realidad, de tal manera que sólo en la provisionalidad de espacios y tiempos
(en la superación provisional de la contingencia, por lo tanto) es capaz de intuir
las «razones» que tiene (que va teniendo) para vivir y para morir (Kierkegaard).
La existencia humana como conjunto, sin embargo, siempre será un proyecto
inacabado, pendiente de realización, que exigirá sin cesar inacabables contex-
tualizaciones, aproximaciones e interpretaciones lingüísticas, con constantes re-
caídas y resurrecciones. De hecho al referirnos a «pro-yecto», ya nos estamos
refiriendo a algo que, ahora tnismo, nos resulta indisponible e inalcanzable,
que se muestra activo y eficaz en la medida en que se mantiene «lanzado hacia
delante», y que es consecuente con la dinámica que es propia de la «disposi-
ción adverbial» del ser humano, que se trata, por consiguiente, de una meta
móvil proyectada en función de nuestro deseo, de aquel auténtico deseo que
lo es porque permanece siempre deseo. Nos parece normal que actualmente,
después de algunos años en los que se mostró operativo y con auténticos ca-
racteres imperialistas un irrealismo excesivamente optimista en relación con
las posibilidades y atributos de la razón humana -de la interpretación que la
mentalidad ilustrada hacía de ella-, se considere que su situación real es crítica
e incluso ilusoria porque siempre se mantendrá en el marco de las representacio-
nes, aunque anhele con todas sus fuerzas alcanzar la presencia.
235
 4. La crisis de la historia
Le présent n' est jamais notre fin; le passé
et le présent sont nos moyens; le seul avenir
est notre fin.
Blaise Pascal, Pensées, 172
4.1. Introducción
Desde diversas perspectivas y con intereses a menudo encontrados se ha
puesto de relieve que, en el momento presente, nos enfrentamos a un cambio
estructural en las formas que tenemos de vivir y percibir la temporalidad,
unas formas que contrastan claramente con el imaginario dominante en ple-
no siglo XXI acerca de los futuros utópicos, de la liberación y de la emanci-
pación45. Desde antiguo, pero de manera todavía mucho más penetrante en
los tiempos modernos, el pensamiento occidental ha tenido como obsesión
predominante la historia (Lowith). Es un lugar común la afirmación de que
la historia -o, quizá mejor, «ciertas» interpretaciones de la historia- ha sido
uno de los artefactos culturales, religiosos y políticos más poderosos que, en
la cultura occidental moderna, se han utilizado para articular algunas de las
formas de pensamiento, acción y organización más importantes 46 . Como se-
ñala Reinhart Koselleck, a partir del siglo XVIII, «"la historia" se convirtió en
un concepto regulativo para todas las experiencias hechas o que aún se tenían
que hacer. [... ] Donde antes uno se refería al derecho, al castigo, al poder, a
la fuerza, a la providencia o a la casualidad, a Dios o al destino, desde finales
del siglo XVIII, se refiere a la historia» 47 . En relación explícita con la tradición
cristiana, el teólogo Wolfhart Pannenberg, con algunas indudables reminiscen-
cias hegelianas y en oposición al pensamiento teológico de RudolfBultmann,
llega a afirmar que «la historia es el horizonte más complexivo de la teología
cristiana. Todas las cuestiones y respuestas teológicas sólo tienen sentido en
el interior del marco de la historia que mantiene Dios con la humanidad y, a
través de ella, con toda su creaciÓn>> 48 . En otro lugar, aún con más contunden-
cia, subraya que «el tema "historia" ha acompañado al pensamiento cristiano
desde sus inicios» 49 .
236
Actualmente constituye casi un lugar común la afinnación de que, después
de «la poderosa inflación de los valores históricos que había conocido el siglo
XIX» (Marro u), la historia, de manera muy parecida a lo que le sucede a la ra-
zón, experimenta una crisis muy penetrante en las sociedades occidentales, que
se pone de manifiesto a través de la profunda desconfianza en la función reli-
giosa y 1o laica de los despliegues históricos como tales, esto es, en las narrativas
religiosas y seculares que contribuyeron poderosamente a las configuraciones
teóricas y prácticas de nuestra cultura y de su religión 50 • O, para decirlo de una
manera más correcta y realista: es la concepción de la razón y la historia que se
ha impuesto en la cultura occidental en estos últimos dos siglos la que, ahora
mismo, es el objeto de numerosas y acerbas críticas, y son muchos los que acu-
san a las modernas articulaciones de la razón y la historia de falta de capacidad e
incidencia orientativas en la existencia concreta de individuos y grupos huma-
nos. Por su parte, Hans Blumenberg ha señalado que en la actualidad estamos
inmersos en un tiempo profundamente pesimista y antiescatológico, que contrasta
vivamente con el optimismo histórico de hace unas cuantas décadas 51 . N o cabe
la menor duda de que, con las excepciones de rigor, la conciencia antiescato-
lógica que se detecta en la actualidad también suele manifestarse en forma de
espíritu antiutópico. De alguna manera, «antiescatológico» y «antiutópico» son
términos sinónimos que, entre otras muchas cosas, han servido para poner de
manifiesto la inaceptabilidad de cualquier momento presente.
Quizá la condición más íntima y fundamental de la historia -de cualquier
concepción e interpretación de la historia- es su permanente situación de
crisis, justamente porque el actor de la historia, es decir, el ser humano concreto,
incesantemente, a causa de su insuprimible condicionalidad espaciotemporal,
siempre se encuentra (o se debería encontrar) en busca de criterios para poder
establecer -eso sí, siempre provisionalmente- su lugar en el mundo. En un tra-
bajo anterior, ya pusimos de manifiesto cómo la pluriforme presencia del mito
que se detecta en nuestra sociedad constituye un síntoma muy importante de la
actual crisis de la razón y de la historia (también, de la «filosofía de la historia»
como equivalente funcional de las antiguas teodiceas) 52 . Es un hecho harto re-
conocido que la «conciencia histórica» aumenta a medida que, por indiferencia
o por ignorancia, disminuye el valor que una determinada sociedad atribuye
a la tradición. La actual visibilidad y ubicuidad del mito -no creemos que en
otros tiempos, como ingenuamente creyó una determinada mentalidad «ilustra-
da», hubiese emigrado o se hubiera esfumado, sino que más bien se mantenía
invisible, de incógnito, pero ciertamente activo y omnipresente- constituye tal
vez la confirmación más contundente de la pérdida de relevancia de la «con-
ciencia histórica», esto es, de la reducción exclusiva de lo humano a sus inne-
gables componentes histórico-culturales. Eso que afirmamos en relación con lo
mítico es aplicable también a lo religioso. Creen10s que hablar de un «retorna»
actual de lo religioso es un craso contrasentido, una clarísima evidencia del des-
237
conocinüento total de lo que es el ser humano en su constitución más íntima
y decisiva.
4.2. Las herencias semita y griega
La tradición semita, en franca oposición a la tradición griega, constituye
uno de los pilares fundamentales de la cultura occidental. Esta tradición subraya
con fuerza, por un lado, los despliegues históricos como «lugares sucesivos», en
incesante marcha hacia delante, en donde va manifestándose la acción salvadora de
Dios a favor de su Pueblo y, por el otro, la respuesta ética de éste, que constituye
su complemento indispensable 53 . «La Biblia», escribe Abraham Heschel, «no es
únicamente un sistema de normas; es, además, la relación que hay entre los he-
chos que han hecho irrupción en la historia [ ... ]. El judaísmo es una religión
de la historia, una religión del tiempo» 54 . Por ello, algunos mantienen la opinión
de que la fe de Israel se basa esencialmente en una teología de la historia. Israel,
contrariamente a los pueblos de su entorno, no centra su actividad cultual en
la repetición anual del atemporal mito cosmogónico, sino en el acontecimiento
histórico del éxodo de Egipto, el cual es, en realidad, el que hace posible la alian-
za, como un «dar crédito a», entre Yahvé y su Pueblo; alianza que, fundamentada
intrínsecamente en la corifianza, es la «carta fundacional» del Pueblo como tal;
alianza, además, que se renovará cada año en el marco de la fiesta de Pascua, que
no es sino la evocación y reactualización rituales (en el plan del acontecimiento
sin poder eludir el nivel ético) de aquella gesta liberadora de Israel de la esclavi-
tud de Egipto y que constituye el fundamento de su identificación político-re-
ligiosa. Esta manera de considerar los acontecimientos históricos que es propia
de los hebreos dio lugar, por otro lado, a una antropología, a una concepción
del ser humano, muy específica.
La noción de hombre como tal, como entidad histórica supraétnica, y de la
historia como un avance único, coherente, del desarrollo humano, se originó
entre los judíos. Pueden ser considerados, por consiguiente, como la verdadera
encarnación de la experiencia esencialmente histórica55 .
Para captar las importantes diferencias que hay entre el pensamiento griego
y el semita, es suficiente con citar dos textos muy significativos de estas dos
tradiciones:
Este cosmos, que se encuentra ante nosotros y que es el n1ismo para todos,
no lo ha hecho ninguno de los dioses ni de los hombres, sino que siempre ha
sido, y es, y será fuego siempre vivo, que llamea según medida y se extingue
según medida (Heráclito, frg. B 30).
238
Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era informe y vacía, y las
tinieblas cubrían la superficie del abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre las
aguas. Dios dijo: Haya luz. Y hubo luz. Y vio Dios que la luz era buena, y separó
la luz de las tinieblas. A la luz llamó día, y a las tinieblas noche; y hubo tarde y
hubo mañana; día primero (Génesis 1, 1-5).
Resulta harto evidente que la tradición semita afirma la primacía absoluta
de la voluntad creadora y «empalabradora» de Dios de una manera que es des-
conocida en el mundo griego, porque la concepción del Absoluto en ambos
universos es completamente divergente. A la inversa de lo que tiene lugar en
el universo griego, en el mundo de la Biblia, la naturaleza -el cosmos- se halla
subordinada a la historia, primariamente y sobre todo a la historia de Dios con
los hombres (especialmente, con su Pueblo) y, secundariamente, al hombre al
que Dios ha convertido en administrador, no en el señor de la naturaleza: «Para
el hebreo bíblico, historia y religión eran uno» 56 . Cmno escribe Momigliano, «la
historia no fue nunca una parte esencial de la vida de los griegos» 57 • Desde una
perspectiva intelectual bastante diferente, pero en último término coincidente
con la de Momigliano, Umberto Galimberti insiste en que los filósofos griegos
piensan el orden histórico-político en función del orden cósmico universal58 , y
es en este sentido en el que pueden ser llamados «cosmopolíticos», porque sus-
tentaban la opinión de que el orden inmutable y divino de la naturaleza (phy-
sis) debía ser también el orden que debía imperar en la ciudad (polís) y en sus
órganos administrativos 59 . En cambio, en la tradición bíblica, después seguida
por la cristiana con algunas modificaciones a causa del impacto de la herencia
griega, no es el orden del cosmos el que impone sus leyes a la ciudad, sino que
es la polís como comunidad de los humanos la que, en la variedad de espacios y
tiempo, define el orden del cosmos.
El tnito de Prometeo implica una revisión a fondo de la tradicional con-
cepción cíclica del tiempo de los griegos. En ese mito, Prometeo no se limita
a dar el fuego a los hombres para que sean autosuficientes, sino que también
les regala una categoría diferente del tiempo, esto es, el tiempo lineal. Para que la
técnica pueda surgir y afianzarse, es necesaria otra manera distinta de entender
y vivir el tiempo. El tiempo que introduce Prometeo en el tejido de las relacio-
nes y de la industria humanas, al contrario del tiempo cósmico siempre joven
y sin desgaste posible, es un tiempo que envejece porque se halla sometido a la
discrecionalidad de los seres humanos, que son seres pasibles y sometidos a los
imprevistos del destino.
No cabe duda de que, en la cultura occidental, los griegos fueron los pri-
meros que experimentaron el fenómeno del cambio como algo sumamente
inquietante e, incluso, peligroso 60 • La impasibilidad y la «apatía» como carac-
terísticas esenciales, en primer lugar, del kosmos -que para ellos era la «divini-
dad en sÍ»- y, secundariamente, de los dioses constituían el modelo supremo
239
de vida para los humanos. Un modelo que sin embargo era irrealizable en el
mundo del hombre, porque justamente lo que caracterizaba su existencia eran
las mutaciones incesantes e imprevisibles como manifestaciones tangibles de
su radical menesterosidad y finitud. Una perspectiva completatnente diferente
caracterizaba la visión del tiempo que tenían los judíos, los cuales, desde el ini-
cio de su historia (el éxodo de la esclavitud de Egipto), adoptaron la creación,
la inestabilidad y el cambio como referencias obligadas de su existencia con1o
Pueblo ante Yahvé; una existencia concebida, por encima de todo, en términos
de «respuesta (responsabilidad) ética» al Creador, el cual no podía ser difi11ido
«en sÍ» -eso constituía de hecho el supremo pecado de idolatría-, sino que
sólo podía ser «narrado» para ensalzar sus gestas y compromisos (sobre todo,
de su promesa o alianza) a favor de su Pueblo: todo eso instauraba una singular
relación ético-cultual de Yahvé con su Pueblo. La existencia humana era para
los judíos una realidad móvil y fluctuante siempre en «estado de promesa o de
espera» (Kahler), en la que la misma culpa del hombre constituía algo que era
concomitante a su libertad de movimientos: podía ser perdonada por Dios, lo
cual ponía de manifiesto una toma de posición a favor de la libertad (historia)
por cuanto el destino del hombre no se encontraba drásticamente predeter-
minado por la necesidad o el destino -esto es, era libre para pecar y para pedir
perdón- y, al propio tiempo, constituía una impugnación de la necesidad (natu-
raleza, destino) concebida como algo anterior, omnipresente e ineludible a las
respuestas (responsabilidad) de los seres humanos 61 .
Ningún otro pueblo de la Antigüedad concedió un marco tan amplio y
recurrente a los temas históricos como Israel. Gerhard von Rad, ilustre especia-
lista en el estudio del Antiguo Testamento, lo expresa así:
Pasado el período primitivo, Israel tuvo clara conciencia de la potencia or-
ganizadora de la ratío, pero, cuando alcanzó la mayoría de edad, empleó esta
capacidad en una dirección muy diferente de la de los griegos. La utilizó en
continuas reflexiones sobre el significado de los acontecimientos históricos, re-
flexiones que aparecen bajo la forma de interpretaciones ad hor 62 .
El pueblo de Israel, por lo tanto, posee la clara conciencia de encontrar-
se asentado sobre unos acontecimientos históricos, irregulares y directamente
dependientes de la voluntad personal de Yahvé, y no sobre las «regularidades»
impersonales de la naturaleza, y, por eso mismo, sabe que «fue plasmado por
primera vez e incesantemente ha sido modelado por unos hechos en los que ve
la mano operante de Yahvé» 63 . Eso significa que lo que es específico de Israel y
lo diferencia de la casi totalidad de los pueblos de la Antigüedad es que «experi-
menta la realidad de su Dios no en las penumbras de un acontecimiento mítico
arcaico, sino precisamente, y cada vez más decisivamente, en el mismo cambio
histórico» 64 • Como lo expresa Erich Kahler, «con los judíos nace la experiencia
240
y la apreciación de la unicidad del destino único del hOinbre» 65 • Por su parte,
Pannenberg ha subrayado que,
a diferencia de la concepción antropocéntrica de la historia propia de la Moder-
nidad, emancipada ya de sus orígenes en la teología de la historia, la actuación
de Dios es en el Antiguo Testamento constitutiva de la conexión y el sentido
de la sucesión de acontecim.ientos [... ]. En el antiguo Israel no se daba una
contraposición entre naturaleza e historia cotno la que se ha producido en el
pensamiento occidental de la Modernidad. Para atnbos ámbitos era constitutiva
la «actualidad de la acción de Dios» (G. von Rad). También las leyes del mundo
naturales eran entendidas corno disposiciones de Dios y su indestructible firme-
za era relacionada con un acontecimiento histórico (Génesis 8, 22) 66 •
Como no podía ser de otro nwdo, esta concepción y esta constitución «ac-
tivas» de la realidad se fundan'lentaban en una comprensión muy específica del
tiempo. Hay un hecho elemental: la experiencia del espacio y el tiempo -la
espaciotemporalidad- es un elemento decisivo para dilucidar lo que es decisivo
en toda cultura humana y, en realidad, en cada ser humano concreto. En efec-
to, se trata de una experiencia que proporciona el horizonte a partir del cual
resulta comprensible su modo de pensar y articular el sentido concreto de sus
acciones y actitudes. Por eso es harto evidente que los cambios que surgen en la
comprensión del espacio y el tiempo afectan fundamentalmente a las relaciones
humanas que tienen lugar en el interior de los diferentes ámbitos culturales67 .
Hay que distinguir cuidadosamente entre tiempo e historia. Ésta se constituye en
el acto de su narración, que ordena más o n'lenos argun'lentativamente los acon-
tecimientos en una secuencia con sentido, que es una categoría típica y distintiva
de Occidente y que lo diferencia del mundo griego, en el que la categoría del
sentido es inexistente. El hecho de que haya -porque previamente se ha busca-
do- sentido transforma el tiempo en historia, de la misma manera que su des-
trucción disuelve la historia en el fluir «insignificante», meramente cronológico
de los días y las horas. Los griegos no ponían el sentido de la existencia en el
centro de sus búsquedas y de sus intereses porque, como afirma Galimberti, «la
categoría del "sentido" emerge cuando el tiempo se inscribe en un diseño, en
el que al final se realiza lo que se había anunciado al comienzo. Eso es propio
de la visión del mundo judeocristiana y no de la visión griega, basada más bien
en la sucesión cósmica de los ciclos>> 68 . Por su parte, Karl Lowith indica que
«los griegos no se permitieron indagar por el sentido último de la historia del
mundo. Estaban conmovidos por el orden visible y la belleza del cosmos na-
tural, y la ley cósmica del devenir y el perecer fue para ellos el prototipo de su
comprensión de la historia[ ... ]. Los griegos se preguntaron, en primera y últi-
ma instancia, por ellogos del kosmos, no por el seiior de la historia» 69 • Es evidente
que el cristianismo, al menos mayoritariamente, siguió la pauta semita. Incluso
241
procedió a su secularización cuando el Señor trascendente de la historia se
convirtió en un señor inmanente, pero, eso sí, reclamando para sí los atributos y
potestades del antiguo Señor trascendente.
Es indiscutible que el tiempo de los hebreos es un tiempo concreto, existen-
cial, pleno de acciones y respuestas éticas, de tal manera que se identifica con los
acontecimientos con los que se encuentra vinculado el ser humano concreto
o el Pueblo en su conjunto. Por eso Israel era «incapaz de abstraer el tiempo
separándolo de los acontecimientos concretos. En ningún caso podía concebir
un tiempo sm . un hec h o concreto; so1amente conoCla ' " tlempos
. 11enos " »70 . p ara
los judíos, el tiempo de Dios -de hecho, la entrada de Dios en la espaciotem-
poralidad humana- era un ámbito espaciotemporal concreto en el que se des-
plegaban sus acciones concretas a favor de su Pueblo. Por eso puede afirmarse
que el tema dominante de todo el Antiguo Testamento es la acción de Dios en
la historia de Israel (G. von Rad) 71 .André Neher ha puesto de manifiesto que
el tiempo griego, como dimensión metafísica, no puede engendrar nada; no
puede sino reflejarse en imágenes perfectamente parecidas, nüentras que el
tiempo hebreo se recrea por mediación de alumbramientos de futuros im.pre-
visibles: el tiempo-11it1o (temps-e¡ifant) se engendra a partir de tiempo-padres por
el nacimiento, pero tiene su fisonomía y su contenido particulares. El tiempo
hebreo no empieza de nuevo como acontece con el tiempo griego, sino que
engendra 72 .
Por su parte,Arnaldo Momigliano ha subrayado el hecho de que la historio-
grafía judía, al contrario de la griega, se ocupó muy pronto de la narración de la
creación del mundo; una creación cuyo criterio determinante era la verdad de
lo que se narraba y transmitía a la posteridad con una intencionalidad soterio-
lógica y configuradora de la identidad específica de los hebreos, porque
el Dios hebreo es el Dios de la verdad. Ningún Dios griego es llamado alethínós,
verdadero. Si Dios es la verdad, sus seguidores tienen el deber de preservar un re-
cuerdo verdadero de los acontecimientos a través de los cuales Dios ha mostrado
su presencia al Pueblo. Cada generación está obligada a transmitir un relato ver-
dadero de lo que sucedió a la próxima generación. El recuerdo del pasado es un
deber religioso para los judíos que era desconocido por los griegos73 .
No puede olvidarse que, en Israel, a la inversa de lo que sucedía en los pue-
blos de su entorno, en lugar de las distintas teogonías aparece una etnogonía: el
pueblo, mucho más en el tiempo que en el espacio, es engendrado por aquellas
narraciones que concretan las acciones de Dios a favor de su Pueblo junto a las
reacciones de todo tipo de éste a las intervenciones de AquéF 4 • El tiempo de la
narración es el imprescindible principio constituyente que genera la identidad
242
histórica -esto es, en movimiento- del pueblo como tal, y, acto seguido, es el
garante de su salvación, su hermanamiento y su liberación tangible y definitiva,
a pesar de que Israel es el más pequeño e insignificante y el más débil entre to-
dos los pueblos de la tierra (Deuteronomio 6, 8; 10, 15). Estas acciones poderosas
se encuentran grabadas de manera indeleble en la memoria de aquellos israelitas
que aún se encuentran en plena situación de éxodo, esto es, en el «espacio-
tiempo>> de la decisión ética, porque, para los judíos, «el fundamento de la his-
toria es la memoria» 75 . En Israel,
el saber histórico es un acordarse [... ].La memoria supera los límites de la na-
turaleza, que está abocada a la muerte. El hombre construye «en n1.emoria de»,
más allá de la mortalidad. El deseo de inmortalidad se encuentra íntimamente
conectado con la 1nemoria. La n1.emoria arranca los acontecimientos concre-
tos del flujo del tiempo. [... ] Mediante la memoria pasamos a ser conocedores
del hecho de que no existe un término conclusivo (Ablatif) del tiempo, y eso
es posible única y exclusivamente porque en la memoria se supera el tiempo.
Encontrándose más allá del tiempo, la memoria puede reconocer el tiempo en
su caducidad. Si no existiese la eternidad, no habría ninguna idea del tiempo 76 •
De acuerdo con la opinión de RudolfBultmann, la experiencia de la histo-
ria propia de Israel se diferencia radicalmente de la de Grecia, ya que los grie-
gos se comprendían ellos mismos como un «Estado» (Staat) político, mientras
que los israelitas se consideraban como una «comunidad humana» (menschliche
Gemeinschaft), en la que cada uno era el prójim.o de todos los demás israelitas77 •
Klaus Koch ha puesto de relieve que, en Israel, los sujetos humanos no actuaban
primariamente valiéndose de sus capacidades políticas, estratégicas o militares,
sino a través de su comportamiento moral negativo o positivo, el cual, en el
transcurso de los tiem.pos, repercutía de manera muy efectiva en el mismo actor
y en su entorno. De hecho, se trata de un «hacer (vivir y morir) a favor del otro»
que el n1.ismo Yahvé promovía y que Él mismo conducía a su perfecto desem-
peño y realización78 •
Por todo eso, para los israelitas, era una evidencia incontestable que, en la base
de su concepción de la realidad como historia, no había la simple convicción de
que Dios era el origen del mundo o el fundamento intelectual de unos <<grandes
principios» abstractos, sino la certeza de que Él era un Dios vivo que constan-
temente propiciaba nuevos nacimientos y estaba llevando a cabo cosas nuevas en
vistas a un plan de salvación, el cual, en y a través de los mismos trayectos históri-
cos, conduciría a la realización final de la historia. Es comprensible a partir de lo
expuesto que la conciencia histórica de Israel se concretara mediante la tensión
entre la promesa de Dios y su cumplimiento definitivo 79 . Una tensión, hay que
añadir, que, en cada /tic et nunc, se compendia por medio del trabajo de la memo-
ria, que es el fundamento decisivo de la historía80 : recordar es vida; olvidar es muerte.
243
 Esencialmente, la historia es para el judío mucho más que el arte dedicado
a la musa Clío; sabe que tiene la obligación de hacer memoria de los aconteci-
mientos pasados hasta que llegue a identificarse completamente con ellos. Esta
identificación conduce a una memoria colectiva extraordinaria, que sin esfuer-
zo supera el tiempo y ellugar81 •
Para el pueblo judío, la historia es la realidad en su totalidad, pero no una
realidad de carácter metafísico, apríorista, sino aposteriorístíca, esto es, como vo-
cación (llamada) y respuesta; una realidad que como tal es un conjunto de
«acontecimientos salvadores» que, desde tiempo inmemorial, son proclamados
al pueblo, aunque a menudo éste hace oídos sordos, por profetas y predicado-
res82. Desde su personal óptica antropológica y teológica, Rudolf Bultmann
subraya que, para Israel,
el sentido de la historia se encuentra en la educación (Erziehrmg) divina o en la
conducción (Fülmmg) hacia una meta. Si aquí hay un interés en el conocimien-
to, sólo puede ser el interés del autoconocimiento (Selbsterkenntnis), y el histo-
riador incita a su pueblo a pasar a ser autoconsciente (Selbstbesimumg) en tanto
que le recuerda las acciones de Dios en el pasado y la conducta del pueblo. Esta
incitación es al mismo tiempo una llamada a la responsabilidad ante el futuro,
que traerá salvación o condena, la bendición de Dios o su castigo. Por ello, la
historiografia [en Israel] no es ningún medio para la educación política, sino una
predicación al pueblo. La mirada retrospectiva significa una comprobación crítica
del pasado y una advertencia para el presente83 .
Después de haber señalado la pertenencia del mundo antiguo al ámbito del
mito y no al de la historia, porque en él poseía una indiscutible preeminencia
religiosa y vital la pregunta por los orígenes (la cuestión «¿de dónde?»), Jacob
Taubes, en relación con la situación de Israel, opina que debido a la elección del
Pueblo por parte de Yahvé tuvo lugar una fractura entre las fuerzas del origen
y la vinculación al territorio; ruptura que, según este pensador, constituye el
síntoma más claro de la singularidad de Israel respecto a los otros pueblos de su
entorno. Por ello,
Israel pudo convertirse en un «pueblo sin espacio» y no extraviarse, ya que sabía
que era el «pueblo del tiempo», sustraído a la estricta vinculación con el territo-
rio. Aquí el tiempo pasa a ser un factor de orientación, se avanza hacia algo que
aún no ha sido, pero que será y que, una vez alcanzado, ya no volverá a perderse.
El mundo como tiempo avanza hacia «un cielo nuevo y una tierra nueva». Lo
que es nuevo supera el ciclo de los orígenes. Lo que es nuevo es el elemento de
la historia. Lo que es nuevo se encuentra en el elemento de la historia. Desde el
punto de vista de la historia, los orígenes se convierten en un inicio, al que siguen
un centro y un fin. La misma historia es el centro entre creación y redención 84 .
244
La concepción de la historia y la historiografía propias de Israel, centrada en
la libertad del tiempo y contrapuesta a la fijación en el espacio («naturaleza»),
contrasta vivamente con la de los griegos, los cuales, como sei'iala Karl Lowith,
se preocuparon fundamentalmente por desentrañar el nlisterio de la impasibili-
dad del cosmos, y muy secundariamente, se ocuparon del universo de los dioses,
el cual estaba completamente subordinado a la majestad inamovible y apasional
del cosmos. Por eso no es sorprendente que, a la inversa de los hebreos y habida
cuenta de su mentalidad cósmica, esto es, antihistórica, no mostrasen curiosidad
por discernir quién era el señor de la historia85 • Para los historiadores griegos,
especiahnente para Herodoto, el «sentido» de los acontecimientos narrados en
ningún caso iba más allá de ellos mismos y no implicaba de ninguna manera
un objetivo futuro que les otorgaría un sentido pleno y una consumación de-
finitiva. Para los griegos era totalmente inimaginable que, en el ámbito de la
transitoriedad y movilidad de la historia, pudiera tener lugar la consecución y
realización de una meta de carácter más o menos trascendente, ni tan siquiera
era posible una intencionalidad simplemente incoada86 • «Los griegos, en cuanto
europeos primogénitos, vieron, descubrieron e inventaron muchas cosas, pero
no la conciencia histórica>P.
Aún desearíamos señalar otro matiz bastante significativo que diferencia la
comprensión griega de la historia de la comprensión semita. Se ha puesto de
relieve que «historia» es una palabra griega que deriva de la raíz indoeuropea
oída, cuyo significado básico es «ver». De esta misma raíz proviene el término
sánscrito veda, que significa «sabiduría», y también el verbo latín video. Por eso,
en el ámbito cultural griego, el ístor es propiamente «el que ve» o, quizás aún
mejor, «aquel que sabe porque ha visto». Émile Benveniste hace notar que la
importancia del historiador como «vidente» viene avalada por la regla de oro
que se enuncia en el escrito indio Satapatha Bráhmana: «Si dos hombres disputan
(tienen un litigio) diciendo el uno: "yo he visto", y el otro: "yo he oído", aquel
que dice "yo he visto" es al que debemos creer» 88 • O sea, que el testimonio de
la vista es irrecusable, el único que posee garantías de plena veracidad. Resulta,
pues, bastante evidente que en Grecia el historiador nace con una vocación de
testigo e incluso de árbitro de la vida pública, como consecuencia de sus dotes
de visionario. Por ello, como subraya Umberto Galimberti 89 , la figura del histo-
riador se encuentra estrechamente vinculada con la de la justicia, díke, término
que procede de la raíz deik-, con el derivado griego deíknymi («mostrar») y el
latín dico. Por eso el iu-dex es el <0uez», aquel que, porque ha visto (ve), «muestra
con autoridad» lo que ha sido y lo que es, el único que está autorizado a dicere
íus («decir o dictar el derecho») 90 • Todas estas aproximaciones ponen de relieve
que el término griego «historia» se encuentra vinculado con el término mucho
más amplio de «visióm: el historiador «sabe» porque ha visto, y por eso mismo
puede ser juez de todos los acontecimientos que se suceden a lo largo y ancho
de la existencia humana 91 .
245
 Si la historia es primordialmente «visión» (oída) en el universo griego, en el la ciencia griega no pensó en dominar la naturaleza y el cosmos por medio de
mundo semita es fundamentalmente «audición», «escucha» (shéma), tal como se unas ciencias naturales matemático-físicas ni en llegar de una manera filosófica-
expresa en uno de los textos capitales de la tradición de Israel: «Escucha, ¡oh nlente asible al cumplimiento del acontecer histórico. Ambas cosas van juntas,
Israel!: el Señor nuestro Dios es el único Señor» (Deuteronomio 6, 4). El hecho por cuanto la era n1oderna hace cada vez más historia poniendo el dominio de
de escuchar expone la historia de los hombres al Otro que habla con autoridad, la naturaleza al servicio de objetivos históricos y considera que es sólo cuestión
no simplemente con poder, y a partir del encuentro de estas dos alteridades tiene de tiempo que el dominio del mundo histórico alcance el nivel de los progresos
lugar la revelación. Entonces, la historia nace no como vivencia humana, sino científicos. Ningún filósofo griego pensó una filosofia de la historia 93 •
como respuesta responsable a la alteridad que previamente se ha dirigido con su
palabra a los humanos. En esta situación, por parte del ser humano, la disposición
a responder es una actitud ética que no se agota en la instantaneidad del mo-
mento, sino que se despliega a lo largo de la secuencia temporal; una secuencia
temporal, hay que añadir, que apunta hacia la realización, el término (éskhaton),
en el que tendrá lugar una recreación -«el cielo nuevo y la tierra nueva» (Apo-
calipsis 21, 1)- que salvará toda la creación -y el hombre en ella-, que había
sido creada mediante la Palabra de Dios y malograda por el olvido (pecado)
por parte del hombre de las responsabilidades que había contraído con Dios en
la Alianza, y sobre todo por la falta de actitud responsorial (responsable) de los
humanos con respecto al otro (Dios y el prójimo).
Uno de los grandes méritos del pensamiento de Karl Li:iwith es haber pues-
to de relieve que, por lo menos en sus orígenes, la filosofía de la historia uni-
versal nace, se nutre y se reafirma en el suelo de la concepción judeocristiana
de la historia:

Los historiadores griegos estudiaban y relataban «historias» que giraban en

torno a los grandes acontecitnientos políticos. A partir de la profecía judía y de
la escatología cristiana los Padres de la Iglesia desarrollaron una teología de la
historia, orientada hacia los sucesos suprahistóricos de la creación, la encarna-
ción, el juicio final y la redención. El hombre moderno imaginó una filosofía de
la historia secularizando los principios teológicos en el sentido de un progreso
en dirección a un cumplimiento y aplicándolos a un número, en permanen-
te crecimiento, de conocimientos empíricos, que ponen en cuestión tanto la
unidad de la historia universal como la del propio progreso. Parecería que las
dos grandes concepciones de la Antigüedad y del cristianismo -el movimiento
cíclico y la orientación escatológica- hubiesen agotado las posibilidades funda-
mentales de la comprensión de la historia. También los ensayos recientes de una
interpretación de la historia no son más que variaciones, o bien una mezcla, de
ambos principios 92 .

De manera aún más rotunda, Karl Li:iwith sustenta la opinión de que la con-
ciencia histórica de la modernidad se halla mucho más íntimamente vinculada
con el cristianismo primitivo que con el helenismo, ya que

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