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LÍMITES DE LA MODERNIDAD.

La Insurrección Tupamarista: Historias e Historiografías

Sergio Serulnikov
Universidad de San Andrés

Se analizan las interpretaciones históricas del levantamiento de los pueblos andinos que ocurrió a finales
del siglo xviii. El autor desentraña los fines políticos que configuraron las distintas narrativas históricas del
movimiento, desde los primeros años de la república peruana y la boliviana hasta el siglo XX.

Empecemos por recordar algunos hechos. No hay posiblemente ningún evento que haya
conmovido los cimientos del orden colonial en Hispanoamérica como el masivo levantamiento
de los pueblos andinos del Perú a comienzos de la década de 1780. En el curso de más de dos
años se organizaron verdaderos ejércitos insurgentes desde el Cuzco hasta el norte de los
futuros territorios de Chile y Argentina. Algunas de las ciudades más antiguas y populosas de la
región -Cuzco, Arequipa, La Paz, Chuquisaca, Oruro, Puno- fueron sitiadas, asediadas u
ocupadas. Vastas áreas rurales en Charcas, el altiplano paceño y la sierra sur peruana quedaron
bajo completo control de las fuerzas rebeldes. Y estas fuerzas contaron en ocasiones con el
apoyo explícito, o la expectante mirada, de significativos sectores criollos y mestizos que
habitaban los pueblos y centros urbanos.

En esta coronación, la Virgen María es representada


como el Cerro de Potosí, haciendo referencia a la
extraordinaria riqueza que aporta al mundo, y que
las autoridades religiosas y civiles agradecen. Por
otro lado, su representación como montaña hace
alusión a Pachamama; en el mismo sentido, la
presencia del Sol y de la Luna refiere a las
divinidades andinas. Es, por lo tanto, señal del
sincretismo entre las culturas española e inca.
Anónimo, Virgen del Cerro, siglo XVIII. Óleo sobre
tela, 175 x 135 cm (con marco), 140 x 107 cm (sin
marco). Casa Nacional de Moneda, Potosí, Bolivia.
La región afectada representaba el corazón del Imperio español en Sudamérica. Era un gran
espacio económico atravesado por la ruta que unía a las capitales de los virreinatos del Perú y
el Río de la Plata, Lima y Buenos Aires, y que estaba articulado alrededor de Potosí, uno de los
mayores productores mundiales de plata, el principal bien de exportación americano y el motor
del desarrollo regional. Comprendía, asimismo, otras ciudades mineras como Puno y Oruro;
áreas productoras de granos, azúcar, coca, vino y aguardiente como Cochabamba,
Arequipa, Ollantaytambo, las Yungas y Abancay; centros ganaderos como Azángaro; y zonas de
concentración de obrajes textiles como las provincias aledañas al Cuzco.

Eran territorios habitados mayoritariamente por poblaciones de habla aymara y quechua, los
descendientes de las grandes entidades políticas precolombinas: las Confederaciones Charka-
Karakara en Charcas, los Reinos Aymaras en la región del lago Titicaca y, por supuesto, el
Incanato, un Imperio que de su núcleo originario en el Cuzco había llegado a dominar para la
época de la Conquista española toda el área andina. Si bien muchos indígenas eran trabajadores
mineros y urbanos o arrendatarios de haciendas, la mayoría estaba integrada a comunidades
que poseían la tierra colectivamente y tenían sus propias estructuras de Gobierno: los famosos
caciques y otras autoridades étnicas menores. De estas comunidades, la Corona extraía su
fuente más estable de recursos fiscales, el tributo, y la minería extraía su fuente más estable de
trabajo forzado, la mita, antigua institución colonial que obligaba a cada pueblo andino ubicado
entre el Cuzco y el sur del Alto Perú a despachar cada año al Cerro Rico de Potosí y otros centros
mineros una séptima parte de su población. Fueron estas comunidades las que constituyeron el
núcleo del alzamiento.

La magnitud del acontecimiento desbordó por completo a las milicias y destacamentos locales.
Regimientos del ejército regular debieron ser despachados desde las distantes capitales
virreinales. Solamente contra las fuerzas de Túpac Amaru en el Cuzco fueron movilizados más
de 17 000 soldados. Otro signo de los tiempos: la Corona no se había visto compelida a movilizar
sus armas desde los remotos tiempos de la Conquista, cuando las huestes de los Pizarros y los
Almagros se despedazaron por el dominio de nuevos territorios y nuevas poblaciones. Es difícil
establecer el número total de muertos. Algunas estimaciones hablan de 100 000 indios y más
de 10 000 personas de origen hispánico (peninsulares, criollos y mestizos). Puede que las cifras
sean algo exageradas. Pero en una sociedad que no llegaba al millón y medio de habitantes no
hay duda de que el porcentaje de víctimas fue muy elevado.

Como con todo movimiento revolucionario de envergadura, iban a surgir figuras carismáticas
cuyos nombres resonarían a lo largo y ancho del continente, y más allá aún. Dejaron tras de sí
mitos portentosos que han impregnado, y lo continúan haciendo hoy con asombrosa intensidad,
la conciencia histórica y el imaginario político de los pueblos de la región: José Gabriel
Condorcanqui, un cacique de la provincia de Canas y Canchis, en la sierra sur peruana, que se
llamó a sí mismo “Túpac Amaru II” para indicar su parentesco con Túpac Amaru I, el último inca
ajusticiado en 1572 en la ciudad de Cuzco por el virrey Francisco de Toledo; Tomás Katari, un
indio del común del norte de Potosí que se convertiría en el emblema de la resistencia a los
poderes coloniales en la zona de Charcas; y Julián Apaza, Túpac Katari, un pequeño mercader de
una comunidad de la provincia de Sicasica, que lideró el sitio de La Paz y quiso simbolizar con su
nombre la continuidad de los eventos que estaban ocurriendo al norte y al sur del altiplano
paceño.
Bajo el liderazgo de Túpac Katari, los indígenas sitiaron la ciudad de La Paz por varios meses. Florentino Olivares, El
cerco de La Paz, 1781. Óleo sobre tela, 142 x 186 cm. Museo Casa de Murillo, Bolivia. Patrimonio material de los
Museos Municipales de la Ciudad de La Paz, dependientes de la Dirección de Espacios Culturales Municipales de la
Oficialía Mayor de Culturas del Gobierno Autónomo Municipal de La Paz.

Detrás de estos hombres y estos hechos se advierten los contornos de una idea. Una idea
suficientemente difusa y maleable como para albergar expectativas de cambio muy diversas y,
en ocasiones, muy contradictorias entre sí. Pero, finalmente, una idea cuyo mensaje esencial a
nadie pudo escapar: restituir el Gobierno a los antiguos dueños de esas tierras.

Pasemos ahora a la memoria de los hechos. Como sostiene la célebre máxima de Ernest Renan:
“Malinterpretar su propia historia es parte de ser una nación”. Los dramáticos eventos de 1780
constituyen un momento insoslayable en la historia de los países andinos y, como tales, tuvieron
muchas y variadas encarnaciones a lo largo del tiempo. En los años formativos de las repúblicas
que emergieron de la disolución del Imperio español, tales eventos quedaron sumidos en el
olvido o reducidos a un episodio aislado, si bien espectacular, del ocaso de la sociedad colonial.
¿Cómo conciliar las numerosas matanzas de hombres, mujeres y niños en el interior de las
iglesias, o el devastador sitio de la ciudad de La Paz, con la marcha hacia el progreso y la adopción
de modelos sociales europeos? ¿Cómo conciliar la sujeción política de los indígenas a los nuevos
gobernantes criollos con las grandes aspiraciones monárquicas de Túpac Amaru y sus cientos de
miles de seguidores? Por cierto, las nuevas elites peruanas y bolivianas no fueron ciegas a las
herencias culturales de las poblaciones que gobernaban. La civilización incaica fue en ocasiones
integrada en el árbol genealógico de la nación. Importantes figuras como Andrés de Santa Cruz,
el presidente de la fallida Confederación Peruano-Boliviana, o su pertinaz enemigo, el poderoso
caudillo cuzqueño Agustín Gamarra, hicieron los primeros esfuerzos en esta dirección. Sin
embargo, el exaltar las virtudes de los andinos del pasado no fue un óbice para condenar el
atraso de los andinos del presente (y así justificar los regímenes de trabajo forzado y la condición
de inferioridad jurídica que continuaba abatiéndose sobre ellos como en tiempo de los virreyes).
“Incas sí, indios no” es el lema que mejor parece capturar el espíritu de la época. 1 La Revolución
tupamarista era demasiado revulsiva (y demasiado reciente) para ser domesticada, despojada
de sus inquietantes connotaciones anticoloniales, folklorizada y procesada en la memoria
colectiva de los nuevos Estados nacionales.

Habría que esperar más de un siglo para que 1780 pasara de ser una fecha en la historia de la
barbarie a ser una fecha en la historia de la nación. Para mediados del siglo XX, la conjunción de
cambios en los sistemas políticos, el desarrollo de vigorosos movimientos populares y la cada
vez más influyente prédica de intelectuales indigenistas y marxistas de variada inspiración
contribuyeron a la gestación de una nueva narrativa. Al calor del ascenso al poder de gobiernos
populistas y reformistas como el del Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia y el del
general Juan Velasco Alvarado en Perú, se dieron los primeros ensayos de reconocimiento de
los quechuas y aymaras como ciudadanos de pleno derecho, se implementaron programas de
reforma agraria, se establecieron alianzas del Estado con los sindicatos y organizaciones rurales
y se reemplazaron las doctrinas librecambistas por políticas de nacionalismo económico. En este
nuevo clima de ideas, Túpac Amaru encontró un nuevo lugar. El líder cuzqueño aparecía ahora
como la encarnación de la resistencia de los americanos, todos los americanos, a la opresión
colonial. Su figura adquirió las dimensiones de un prócer; su causa, la de una gesta patriótica.
Durante la década de 1960, por ejemplo, el Gobierno militar peruano patrocinó la publicación
de cientos de documentos relativos a la rebelión tupamarista hasta entonces enterrados en los
archivos. Los pesados volúmenes que resultaron de esta iniciativa —una fabulosa herramienta
de trabajo para generaciones de historiadores— han quedado como un monumento de este
esfuerzo ideológico.2

De forma habitual, la genealogía incaica fue integrada dentro de la genealogía hispana y, posteriormente, dentro de
la genealogía de la nación. Anónimo, Efigies de los ingas o reyes del Perú y de los católicos reyes de Castilla y de León
que les han sucedido, Escuela de Cuzco, 1746-1759. Óleo sobre tela. Fotografía de Daniel Giannoni, Perú.
También la historia académica participó de este proceso de reinvención. En las décadas de los
cuarenta y cincuenta, los historiadores polaco-argentino Boleslao Lewin, boliviano Jorge Cornejo
Bouroncle y peruano Daniel Valcárcel escribieron, con base en arduas investigaciones de
archivo, los primeros estudios profesionales sobre el tema. Sus trabajos ofrecieron un relato de
los eventos de 1780 que no sería revisado sino hasta mucho después. La interpretación que
informaba esta narración aparece encapsulada en el título de algunos de sus libros: Túpac
Amaru. La revolución precursora de la emancipación continental (Cornejo Bouroncle); La
rebelión de Túpac Amaru y los orígenes de la emancipación americana (Lewin); Túpac Amaru,
precursor de la independencia (Valcárcel).3 Esta cacofonía revela por sí misma la profunda
creencia de la época en los íntimos vínculos que habrían unido a los movimientos indígenas con
la causa criolla. Convertido en mármol y estatua, Túpac Amaru parecía ahora contemplar
satisfecho desde las plazas de las ciudades su nuevo sitial en el panteón de la patria. El Estado
lo decía; los historiadores lo decían también.

**

En lo que se refiere a los historiadores, no obstante, la vida útil de esta interpretación resultó
mucho más efímera que el relato que le servía de soporte. No hay duda de que en sus
pronunciamientos formales Túpac Amaru (no necesariamente sus pares al sur del lago Titicaca)
apelaba a nociones de patriotismo americano o peruano y de que algunos grupos hispánicos,
resentidos por el cariz que la dominación española había tomado desde mediados del siglo XVIII,
en sus inicios favorecieron, en algunos casos incluso encabezaron, la insurrección. Pero pronto,
muy pronto, se tornaría evidente que, independientemente de las intenciones de Túpac Amaru
y su círculo de colaboradores, los antagonismos sociales desencadenados por el levantamiento
eran tan inadmisibles para los peninsulares como para los criollos. El anticolonialismo tanto de
las masas indígenas como de muchos de sus dirigentes no era en esencia geopolítico sino étnico-
cultural. Tenía también un fuerte componente de clase: a sus ojos, la distinción entre españoles
y criollos tendía a ser irrelevante. Y, además, la movilización autónoma de miles de campesinos,
cualesquiera que fueran sus objetivos manifiestos, propendía irremediablemente a desarticular,
por su propia dinámica, las formas establecidas de autoridad, control económico y deferencia
social. Poco llevó para que los hacendados, mineros, comerciantes y magistrados criollos -los
futuros dirigentes de las jóvenes naciones andinas- se percataran de que el regreso del inca no
portaba buenas noticias. ¿Cómo podría portarlas?

Para las décadas de 1970 y 1980, pues, la Revolución tupamarista encontró una nueva imagen y
un nuevo destino. Mientras las previas generaciones habían caracterizado el movimiento por lo
que lo asemejaba a la causa criolla, ahora se comenzó a caracterizarlo por lo que lo hacía
diferente. Esto es, los eventos de 1780 sólo podían ser explicados por la existencia de una
cosmovisión propiamente andina. En el centro de esta cosmovisión se hallaba una concepción
cíclica del tiempo que permitía concebir el cambio histórico como el resultado de cambios
cosmológicos más vastos. La rebelión, se argumentó, habría estado precedida de la difusión de
profecías, mitos y prodigios anunciando un cambio de época, un pachacuti, que pondría fin al
dominio de los españoles y sus dioses. Los incas volverían a gobernar en la Tierra; las divinidades
andinas, en el más allá. Los Amarus y Kataris no eran vistos como líderes carismáticos, sino como
portadores de poderes divinos, como profetas de una nueva era. De repente, el
alzamiento panandino dejó de evocar las posteriores revoluciones independentistas, con su
vaga creencia en las virtudes de la Ilustración francesa y el liberalismo anglosajón, y comenzó a
ser emparentado con otro tipo de fenómenos: los movimientos milenaristas, mesiánicos y
nativistas que puntúan tanto la historia de los sectores populares de la Europa medieval y
renacentista como las resistencias anticoloniales en Asia y África. Lo que inspiró a los pueblos
nativos en armas no fue la emancipación política de España sino un ideal utópico: la proyección
en el futuro de una idealizada edad dorada del pasado. Y este ideal utópico era distintivamente
andino, una utopía andina. En busca del Inca. Identidad y utopía en los Andes es el título que el
más sagaz historiador de la época, el peruano Alberto Flores Galindo, eligió para su libro sobre
el tema. Un compatriota suyo, Manuel Burga, y el historiador y antropólogo polaco Jan Szeminski
titularon los suyos, respectivamente, Nacimiento de una utopía: muerte y resurrección de los
Incas y La utopía tupamarista. Otros tiempos, otras cacofonías.4

Los estudios sobre la utopía andina obedecieron en buena medida a cambios en el campo
historiográfico, tales como el creciente prestigio de la historia de las mentalidades, la
antropología estructural o el extraordinario desarrollo de la etnohistoria andina -el examen de
las sociedades indígenas del pasado a partir de las preguntas, las contribuciones y las
perspectivas teóricas de la etnografía. Es difícil exagerar el impacto directo o indirecto que
tuvieron sobre el análisis de este fenómeno los trabajos de John Murra, Tom Zuidema, Franklin
Pease o Nathan Wachtel, para nombrar unos pocos.5 Pero el clima de ideas en el que estos
estudios prosperaron era más extendido y profundo. Fue el mismo clima de ideas que en Bolivia
ambientó la formación de las primeras organizaciones y sindicatos indígenas kataristas, cuya
designación misma indica la búsqueda de una identidad ideológica y cultural independiente de
los tradicionales partidos marxistas y del Movimiento Nacionalista Revolucionario. Los conflictos
que atravesaban la sociedad boliviana contemporánea no podían ser reducidos a la lucha de
clases o al nacionalismo populista: eran conflictos étnicos de matriz colonial, nacidos el día que
Cristóbal Colón divisó sin saberlo un nuevo continente. Túpac Katari los encarnaba como nadie.
El discurso del actual presidente boliviano Evo Morales, y de los movimientos que lo llevaron al
poder, es incomprensible fuera de esta mutación en las formas de concebir las relaciones de
dominación en el mundo andino. En el Perú, por su parte, los estudios sobre la utopía andina
acompañaron a la aparición de un fenómeno que dominaría por mucho tiempo la agenda
política del país, y las portadas de los diarios del mundo entero: Sendero Luminoso y el
Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. No sorprenderá, pues, que hacia finales de los años
ochenta, cuando las calamidades provocadas por estas experiencias guerrilleras estuvieran a la
vista de todos, una nueva generación de historiadores peruanos acusase a sus mayores de
reificar la cultura andina y atribuir a los pobladores indígenas un atavismo esencialista que no
poseían ni deseaban, no a fines del siglo XX, ni tampoco a fines del XVIII.6
Más allá del difícil maridaje entre política e historia, un consenso historiográfico fue emergiendo
desde entonces: lejos de prefigurar la independencia, el levantamiento tupamarista contribuyó
a que la misma tuviera que ser aquí precipitada por el arribo de los ejércitos de San Martín y
Bolívar (lo cual no niega que distintos sectores de la población local hubieran jugado un rol activo
en el proceso), tardía (Perú y Bolivia fueron los últimas regiones de Sudamérica en hacerlo) y
profundamente conservadora (orientada a preservar, no a transformar, las jerarquías sociales
coloniales). El temor de un nuevo 1780 fue una poderosa razón, no la única por cierto, de este
desenlace. La época del Túpac Amaru criollo, estilizado, precursor de la emancipación había
llegado a su fin. Pocos parecen interesados en revivirla.

***

Hacia los años setenta y ochenta se iba a registrar, asimismo, un auge de los estudios sobre las
estructuras socioeconómicas del mundo colonial andino. Emparentadas, en diferentes grados
según los casos, con los enfoques cuantitativos y de larga duración de la escuela francesa de los
Annales, con la historia socioeconómica británica o -más distante y críticamente- con la
literatura previa sobre la transición del feudalismo al capitalismo y con la dependencia y los
modos de producción en América Latina, estas investigaciones permitieron discernir los
principales agravios detrás de las revueltas locales y las sublevaciones generales. Se puso así la
mira en el impacto del incremento de los tributos, las alcabalas, el impuesto al aguardiente, el
monopolio del tabaco y otros gravámenes en la población indígena y otros grupos sociales
(artesanos, comerciantes, pequeños propietarios y arrendatarios mestizos o criollos). Se
comprobó que el repartimiento de mercancías, un sistema que obligaba a los indios a comprar
a los corregidores provinciales una canasta de bienes (mulas, hierro, ropa, coca) a valores
superiores a los de mercado, experimentó una fuerte expansión entre su legalización en 1756 y
la década de 1780. En vastas regiones del Alto Perú y el Collao, la legitimidad de las autoridades
étnicas, tanto los caciques designados por los corregidores como los hereditarios, fue
duramente cuestionada por las comunidades indígenas. Durante el siglo XVIII se produce una
sostenida caída de los precios de los productos agrícolas que los indígenas vendían en las
ciudades con el fin de procurarse el dinero con que afrontar los tributos, repartos y aranceles
eclesiásticos; una parte cada vez menor de las cosechas podía por ende ser destinada a la
autosubsistencia. El afán de la administración borbónica de poner coto a las demandas
económicas de la Iglesia abrió profundas brechas en las estructuras de poder rural que los
campesinos supieron aprovechar para resistir el extravagante costo de los sacramentos, las
fiestas de los santos patrones y las ofrendas a las parroquias (los llamados ricuchicus). El lento
pero sostenido aumento de la población hizo que los predios de la comunidad parecieran más
insuficientes cada nueva estación y las disputas por tierras comenzaran a multiplicarse.

La existencia de una cultura propia en el Perú


virreinal alentó las manifestaciones de descontento
que se produjeron durante los siglos XVII y XVIII.
Mathias de Yzola, Santa Rosa de S. María natural de
Lima y patrona de Perú, 1711. Grabado, 19.9 x 14.6
cm. Cortesía de la John Carter Brown Library en la
Universidad de Brown, EEUU.

El área nuclear de la rebelión fue también, como ya se ha dicho, el área nuclear de la mita
potosina. Para la época en que Túpac Amaru se proclamaba el nuevo inca rey, el gran centro
minero estaba atravesando por un nuevo ciclo de crecimiento. Su motor, sin embargo, no fue la
introducción de innovaciones tecnológicas o mejoras en el suministro de azogue y otros insumos
(como estaba sucediendo con la minería mexicana de la época), sino de más brutales y
sofisticadas formas de trabajo mitayo. En el área de Cuzco, el traspaso del Alto Perú a la órbita
del virreinato del Río de la Plata, y la consiguiente articulación de la minería de plata con el
Atlántico, dislocó los tradicionales circuitos mercantiles que por siglos habían unido a Lima, la
sierra sur peruana y Potosí. La canalización del comercio de importación-exportación por el
puerto de Buenos Aires hizo que las principales actividades productivas cuzqueñas (el azúcar, la
coca, la llamada ropa de la tierra) compitieran cada vez de peor manera en el espacio económico
andino. El antagonismo entre chorrillos y obrajes -entre la producción textil comunal y privada-
fue una de sus consecuencias. No sorprenderá, pues, que entre sus primeras medidas Túpac
Amaru proclamara la supresión de los repartimientos y la mita potosina y ordenara “arrasar los
obrajes”.7

Desde fecha temprana, las autoridades incaicas patrocinaron y participaron en las celebraciones religiosas que se
realizaron en el virreinato del Perú. Frailes mercedarios en la procesión Corpus Christi, de la Serie del Corpus Christi,
atribuida a Basilio Santa Cruz Puma Callao, siglo XVII. Óleo sobre tela. Arzobispado del Cusco, Perú.

De modo que la historia socioeconómica, que floreció en paralelo y casi siempre en diálogo con
los estudios sobre la utopía andina, nos apartó para siempre de imágenes simplificadoras de la
sublevación como una respuesta aislada a una genérica explotación colonial. La Revolución
tupamarista fue en rigor el corolario de ciclos seculares de protesta asociados a determinados
cambios en las condiciones de vida de la población indígena y otros sectores de la sociedad
colonial. La estructura de la dirigencia, los objetivos y la composición social del movimiento en
sus distintas fases (la primera, centrada en el Cuzco; la segunda, en el Alto Perú) aparecían como
un reflejo de las tensiones económicas detrás del estallido. Algunos de los trabajos compilados
por Flores Galindo en el volumen Túpac Amaru II-1780, el libro de Jürgen Golte, Repartos y
rebeliones. Túpac Amaru y las contradicciones de la economía colonial, y muy especialmente la
publicación de Un siglo de rebeliones anticoloniales. Perú y Bolivia 1700-1783 de Scarlett
O’Phelan Godoy fueron hitos claves en esta línea de análisis. 8

Con todo, las tensiones socioeconómicas poco nos dicen acerca de cómo imaginaban los
insurgentes el nuevo orden de las cosas o por qué actuaron como actuaron. Esto es
particularmente cierto en un fenómeno histórico como el que nos ocupa, tan extendido en el
tiempo y el espacio, tan variado en su composición social, tan complejo en sus formas de acción
colectiva e idearios. Sería un acto de enorme condescendencia pensar que los hombres y
mujeres de los Andes comenzaron a sentir penurias económicas y salieron a gritar que había
que cambiar el mundo. Es cierto que también teníamos pistas, como ya hemos apuntado, de las
estructuras mentales de los pueblos andinos: sus concepciones del tiempo, el sentido que le
atribuían a la cultura y la tradición imperial incaica, sus creencias religiosas. Pero las estructuras
mentales son un pobre sustituto del reduccionismo económico. En primer lugar, porque el rango
de creencias y expectativas durante la rebelión no puede ser circunscripto a unos pocos rasgos
comunes. No todos los que se alzaron lo hicieron porque esperaban un nuevo inca. Y cuando así
lo hicieron, lo que se esperaba del nuevo inca eran cosas muy diferentes. Pero, más
generalmente, porque los sistemas de creencias culturales, al igual que las estructuras sociales
y económicas, proveen el contexto de la experiencia, no la experiencia misma. Reconstruir la
experiencia requiere restituir el significado. Y restituir el significado de la experiencia
tupamarista no requiere menos que recuperar la dimensión política del fenómeno. Pensar el
lugar de los pueblos andinos y de sus líderes ya no como agentes más o menos pasivos de
grandes tendencias económicas y sistemas de pensamiento, sino como lo que fueron: actores
políticos.

Comprender este proceso exigía una nueva agenda de investigación. Requería discernir cómo
las poblaciones indígenas interactuaron con las instituciones de gobierno, articularon sus
propias nociones de justicia y procuraron establecer mecanismos de solidaridad y movilización
que contrarrestaran persistentes tendencias al aislamiento. Era preciso ir más allá de las causas
de insatisfacción para examinar la cultura política que permitió traducir el descontento en
prácticas colectivas. Necesitábamos prestar atención no sólo a los motivos explícitos de la
protesta (aquello que los indígenas creían estar haciendo), sino también al significado social de
sus acciones: el efecto acumulativo; efecto no necesariamente deliberado o consciente que
estas acciones tuvieron en la subversión del lugar de los nativos en el orden natural de las cosas.

Por otro lado, estamos acostumbrados a pensar que la memoria, lo que los hombres creen
recordar, es una construcción, que la memoria es política. Pero lo contrario es igualmente cierto:
la política está hecha de memoria. No hay política sin memoria. En la actualidad, esta memoria
colectiva nos aparece como dada, está presente todo el tiempo, los partidos políticos y los
movimientos sociales la agitan, los científicos sociales escrutan sus usos, está inscripta en
nuestra experiencia personal y la de nuestros mayores. Sin embargo, ¿qué decir de la memoria
de los hombres andinos de hace dos siglos? La pobreza de los testimonios con que nos debemos
manejar es sin duda un gran obstáculo. Pero hasta no hace mucho había obstáculos aún más
fundamentales. Entender los usos del pasado requiere, lógicamente, conocer ese pasado. La
producción historiográfica anterior, empero, era en gran medida una historia sin historia o,
mejor dicho, una historia sin historias; su enfoque era predominantemente macrorregional y
orientado a la estadística y la taxonomía. Para entender con qué recuerdos esos hombres habían
construido sus anhelos y esperanzas era preciso descentrar nuestra mirada tanto en el tiempo
como en el espacio: remontarnos más atrás de los años de la gran rebelión y recuperar las
historias locales. Pues fueron estas experiencias históricas discretas a las que los indígenas
apelaron para hacer lo que hicieron y para dotar de sentido a lo que los demás hacían. 9 Las
comunidades aymaras del altiplano paceño, los pueblos del Cuzco, los campesinos que
habitaban los valles y punas de la región de Charcas y Potosí, los vecinos de la villa de Oruro,
todos recorrieron caminos muy distintos para llegar a 1780. Y 1780 representó cosas muy
distintas para cada uno de ellos. Una nueva oleada de estudios aparecidos en los últimos 15
años, sumada al impacto acumulado de varias décadas de investigación, nos posibilitan ahora
asomarnos a esos mundos.10

****

Sin pretensión alguna de representatividad, y dejándome llevar más bien por mis propias
preferencias y agenda de estudio, concluiré este ensayo repasando dos de las áreas recientes
de indagación histórica. La primera es la conceptualización de la cultura y las prácticas políticas
de los pueblos andinos. Simplificando, diría se ha puesto en cuestión la dicotomía entre
revueltas locales y levantamientos en gran escala, una escisión que permeaba casi toda la
historiografía colonial sobre el tema. En los Andes, no siempre existió una correlación entre la
escala de la movilización campesina y las connotaciones políticas de los reclamos. Las disputas
puntuales podían acarrear demandas de cambios sustantivos en las estructuras de poder debido
a que las fuentes más comunes de descontento eran percibidas (así sucedía con frecuencia)
como expresiones de tendencias generales y políticas públicas y no, como en el México colonial,
como agravios estrictamente locales. Igualmente significativo es el hecho de que las protestas
comunales solían desencadenar profundos procesos de politización porque los grupos andinos
eran empujados a tratar con instancias locales, provinciales y regionales de la administración
regia; a experimentar en carne propia la distancia entre las normas que debían regir las
relaciones sociales y el ejercicio concreto del poder; a poner a prueba los balances de fuerza
entre gobernados y gobernantes. Los canales por los cuales estas experiencias locales se
trasmitían abundaban: las migraciones estacionales entre valles y punas, los frecuentes
traslados a distintos centros urbanos y zonas productivas para comerciar o trabajar, la mita
minera o las celebraciones colectivas con motivo de las fiestas religiosas, el pago del tributo o el
despacho de los mitayos brindaron permanentes oportunidades de comunicación a indígenas
de comunidades vecinas y distantes. La dinámica de estos procesos es crucial para comprender
las raíces del fenómeno insurreccional no sólo, como había sido por lo general el caso, en
términos negativos (el fracaso de los motines y revueltas crea un entorno propicio para el
estallido de alzamientos generalizados) sino más bien positivos: los modos como las habituales
protestas indígenas a nivel comunal contribuyeron a informar la ideología de las grandes
rebeliones de masas.

Dos ejemplos servirán para ilustrar este punto. El estudio de los conflictos sociales ocurridos
desde la década de 1740 en las provincias aledañas al lago Titicaca ha relevado la presencia de
una serie de motivos ideológicos extremadamente radicales en movimientos comunales
circunscriptos al ámbito local. Según Sinclair Thomson, estas “opciones políticas anticoloniales”,
las cuales no aparecían asociadas a noción alguna de restauración inca, incluyeron la eliminación
física de los agentes del dominio español; la búsqueda de mayores niveles de autonomía regional
indígena, aún bajo la sujeción nominal a la Corona; y la subordinación de la población hispánica
a la hegemonía política y cultural andina.11 A la luz de estas experiencias, el levantamiento
encabezado por Túpac Katari no parece tanto el producto de la propagación de utopías nativistas
-de la adopción de proyectos “revolucionarios” y el abandono de aspiraciones acotadas de
cambio-, como el despliegue de arraigadas concepciones igualitarias en un excepcional contexto
político de movilización de masas y crisis general de dominación.
Por su parte, la rebelión en las regiones de Charcas y Potosí estuvo precedida de décadas de
protestas colectivas en torno a cuestiones tales como los mecanismos de asignación de las
obligaciones tributarias y mitayas entre los miembros de las comunidades, el acceso a la tierra,
las funciones y legitimidad de caciques y corregidores, la magnitud y voluntariedad de las cargas
eclesiásticas. Los reclamos raramente se circunscribieron a un solo grupo étnico y combinaron
siempre demostraciones calculadas de fuerza con prolongadas apelaciones a distintos
magistrados y tribunales españoles. La violencia popular, en los casos en que estallaba, era
limitada, controlada y estaba por norma imbricada con procesos judiciales en marcha. Exhibía
modos muy discernibles de organización colectiva y liderazgo. 12 Estas luchas guardan poca o
ninguna relación con la naturaleza espasmódica, localizada, más o menos espontánea, a
menudo violenta y de corta duración de los contemporáneos motines rurales en Nueva
España.13 Tampoco con una cosmovisión que Eric van Young definió como campanillismo: la
tendencia de los campesinos mexicanos a ver los horizontes sociales y políticos como algo que
se extendía únicamente hasta donde podía observarse desde el campanario de la iglesia del
pueblo.14 Aquí, como en muchas otras zonas de los Andes, el repetido cotejo de las nociones
andinas de legitimidad política con las realidades de la dominación colonial dio lugar a una
expansión de los horizontes ideológicos indígenas más allá del ámbito comunal y a la ampliación
de sus repertorios de confrontación más allá de la resistencia pasiva o la violencia espasmódica.
Sin una cabal comprensión de esta cultura política, la ideología y la mecánica de la sublevación
de 1780 resultan ininteligibles.

Un segundo campo general de análisis es la caracterización del significado histórico del


levantamiento tupamarista. Tradicionalmente, esta discusión había girado en torno a cuál era la
naturaleza de su proyecto político: el antiguo pactismo monárquico hispánico, un incipiente
nacionalismo peruano, las ambiciones de restitución incaica, o alguna combinación de estas
concepciones. Podría sostenerse que los esfuerzos analíticos recientes no han estado dirigidos
tanto a dilucidar estos dilemas como a cambiar el eje del debate. Se ha tendido a dejar de lado
imágenes meramente “intencionales” o “voluntarias” del movimiento. 15 Los programas
socioeconómicos y políticos de la sublevación fueron periféricos -aunque significativos en otros
sentidos- a su radicalismo. El aspecto más sedicioso de la insurgencia se halla en cambio en la
desarticulación de la experiencia histórica de subjetividad colonial, en la erosión de las nociones
de superioridad étnico-cultural inherentes a la dominación europea. Lo que en última instancia
se puso en juego no fue un sistema determinado de gobierno o explotación económica, sino el
mecanismo colonial de reproducción de la diferencia étnica, lo que Partha Chatterjee ha
definido como the rule of colonial difference: “un moderno régimen de poder destinado a nunca
cumplir su misión normalizadora puesto que la premisa de su poder es la preservación de la
alteridad de los grupos dominantes”.16 Los efectos del desafío a este paradigma ideológico
aparecen con particular intensidad en dos planos: la relación de los insurgentes con sectores
hispánicos y las representaciones oficiales de la insurgencia.

Sabemos que el plan de reformas promovido por Túpac Amaru, un educado y próspero miembro
de la nobleza incaica, fue lo suficientemente amplio como para poder concitar la adhesión de
otros grupos sociales. Su oposición al absolutismo borbónico era en muchos aspectos similar al
de previas conspiraciones criollas en el Perú o a la contemporánea “revolución de los
comuneros” de Nueva Granada.17 En sus proclamas hizo persistentes referencias a viejos y
nuevos motivos de resentimiento de mestizos, criollos o el clero contra los magistrados regios y
las políticas imperiales. De hecho, en uno de los principales focos de insurgencia, la villa minera
de Oruro, los criollos llegaron a encabezar el levantamiento y las masas indígenas favorecieron
de manera explícita una coalición contra los peninsulares. Tampoco la creciente invocación a
símbolos del Tawantinsuyu debió resultar extraña. El renacimiento cultural incaico que tuvo
lugar en el Cusco durante el siglo XVIII, así como los estrechos vínculos económicos,
matrimoniales y de sociabilidad entre la aristocracia nativa y la población hispánica, llevaron a
que la celebración pública de las tradiciones políticas andinas se tornaran en uno de los
elementos identitarios constitutivos de esta sociedad provincial.18 Las ideas pueden haber
tenido raíces comunes, pero el significado que asumieron en la práctica no. En el contexto de un
movimiento indígena de masas, las ideas sirvieron como vehículo de acciones colectivas que
minaron los fundamentos del orden establecido cualesquiera que fueran sus metas manifiestas.
Ello hizo a su vez que el contenido concreto del programa insurgente fuera inestable y, en última
instancia, irrelevante. La asombrosa fluidez con la cual Túpac Amaru pasó de proclamas de
fidelidad a la Corona a expresiones de patriotismo peruano o restitución incaica ha sido una
fuente inagotable de debates académicos.19 En lo que atañe a las elites peruanas, todo esto
terminó careciendo de importancia. Mientras unos pocos criollos y mestizos de la región de
Cusco se sumaron al movimiento y llegaron a formar parte de su dirigencia, la enorme mayoría
no se dejó tentar por los cantos de sirena de los pronunciamientos tupamaristas. Se percataron
muy rápido de que la movilización autónoma del campesinado andino, el encumbramiento de
sus líderes como autoridades supremas y la ruptura de las jerarquías estamentales eran
incompatibles con la perpetuación de los mecanismos básicos de sujeción social, cualquiera que
fuera la naturaleza del régimen político que se procurase instaurar. La aterradora impresión que
causó el incendio de la iglesia del pueblo de Sangarará, provincia de Quispicanchis, el 18 de
noviembre de 1780, apenas dos semanas después del estallido de la insurgencia, pareció
terminar de sepultar las dudas.20 Para los criollos tupamaristas de Oruro se trató de una cuestión
de días, no semanas, el tiempo que le llevó a la multitud de indígenas que acamparon en la villa
a compelerlos a que vistiesen como ellos, repartieran el dinero de los tributos depositados en
las cajas reales o redistribuyeran las tierras de las haciendas. 21
Los enlaces matrimoniales
entre las autoridades
incaicas e hispanas se
realizaban de forma
pública para poner de
manifiesto tanto los
vínculos entre ellas como
la existencia de una
identidad común.
Anónimo, Boda del capitán
Martín de Loyola con
Beatriz Ñusta y de Juan
Henríquez Borja con Ana
María Clara Coya de
Loyola, 1718. Óleo sobre
tela. Museo Pedro de
Osma, Lima, Perú.

La prosa de contrainsurgencia es un segundo índice de este fenómeno. Los relatos oficiales


revelan la imposibilidad de las elites coloniales de dar cuenta del definido impacto que tuvieron
las nociones europeas de justicia, legitimidad monárquica o catolicismo en la sublevación. Las
proclamas de lealtad a Carlos III de Túpac Amaru, la apelación de Tomás Katari a los principios
mismos de la justicia española o las convicciones cristianas de Túpac Katari fueron todas
reducidas a expresiones de engaño, burla o ignorancia. Así como aquellos rasgos de las prácticas
y discursos insurreccionales que remitían a tradiciones nativas (los cultos religiosos locales, la
violencia ritual, el poder sobrenatural atribuido a los líderes) fueron despojados de racionalidad,
los motivos ideológicos que remitían a instituciones de origen europeo fueron despojados de
autenticidad.22 Sin embargo, tras dos siglos y medio de dominación hispánica, los segundos eran
tan consustanciales a su cosmovisión y acervo cultural como los primeros. Huelga decir que las
representaciones de las comunidades indígenas y las elites coloniales respecto al catolicismo, la
economía de mercado o los imaginarios políticos occidentales eran muy diferentes. El punto es
que estas divergencias habían sido metabolizadas en el funcionamiento cotidiano de esa
civilización plural, mestiza, barroca que era por entonces la sociedad de Indias. Fue en respuesta
a la masiva impugnación de la dominación española que el Estado necesitó ahora imponer una
concepción normativa y unitaria de los sistemas de valores. Precisamente, lo que los grandes
levantamientos panandinos pusieron en cuestión fue este monopolio simbólico sobre el sentido
de las instituciones vigentes. No se trató de un acto de identidad -la exhibición de los valores
específicos a un grupo- sino de subjetivación -la reafirmación de su derecho de participar
plenamente en la civilización a la que pertenecían-.23 Desde el punto de vista ideológico, el
aspecto más subversivo y radical del movimiento no hay que buscarlo en lo que los discursos de
contrainsurgencia le atribuyeron -el completo rechazo del mundo que los rodeaba y en el que
habían vivido por siglos- sino en lo que soslayaron: el empleo de concepciones políticas,
religiosas e históricas híbridas e interculturales para impugnar el sistema de gobierno imperante
y las jerarquías sociales y raciales sobre las que se fundaba.
La integración entre la cultura local y la hispana,
después de varios siglos de convivencia, en la
mayoría de los casos se fundió, dando lugar a una
cosmovisión propia. Patrocinio de la Virgen del
Carmen sobre Túpac Amaru y su familia, siglo XVIII.
Óleo sobre tela. Iglesia de Yanaoca, Cuzco.

En suma, los indígenas a lo largo de los Andes pudieron legitimar sus acciones predicando su
lealtad al rey, reclamando la implementación de sus derechos corporativos, apelando a los
tribunales coloniales o buscando construir alianzas con otros grupos sociales. Sin embargo, una
vez que la sublevación cobró fuerza, los sectores hispanos comprendieron que lo que estaba en
juego era algo más fundamental que ciertas políticas imperiales o, incluso, la suerte del dominio
español en el Perú. Independientemente de las intenciones de los insurgentes, era el entero
edificio de la hegemonía colonial lo que se ponía en disputa: el uso de la diferencia cultural como
significante de inferioridad racial y el empleo de la noción de inferioridad racial para reivindicar
el derecho de dominación política. Fue sólo cuando esta amenaza se desvaneció -y sólo a costa
de domesticar su original contenido subversivo- que los gobernantes republicanos se
aventurarían a incorporar los grandes movimientos andinos en su propia narrativa histórica. Sólo
cuando estas tradiciones insurreccionales aparecieran como vestigios inertes de una civilización
ya extinta, las elites criollas intentarían construir los levantamientos del XVIII como una
resistencia ilustrada al colonialismo español, convertirían a Túpac Amaru en un símbolo de
identidad nacional y un profeta de los tiempos por venir.
La primera sección de este texto es una versión ampliada y corregida de la introducción al libro Revolución
en los Andes. La era de Túpac Amaru (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 2010).

1 Cecilia Méndez, “Incas sí, indios no: apuntes para el estudio del nacionalismo criollo en el Perú” (Lima:
IEP, 1996) (Documentos de Trabajo N° 56); Charles Walker, De Túpac Amaru a Gamarra. Cusco y la
formación del Perú Republicano 1780-1840 (Cusco: Centro Bartolomé de las Casas, 1999); Cristóbal Aljovín
de Losada, “A Break with the Past? Santa Cruz and the Constitution”, en Nils Jacobsen y Cristóbal Aljovín
de Losada (eds.), Political Cultures in the Andes, 1750-1950 (Durham: Duke University Press, 2005).

2 Colección documental de la independencia del Perú (10 tomos) (Lima: Comisión Nacional del
Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1971).

3 Jorge Cornejo Bouroncle, Túpac Amaru. La revolución precursora de la emancipación continental (Cuzco:
Universidad Nacional de Cuzco, 1949); Boleslao Lewin, La rebelión de Túpac Amaru y los orígenes de la
emancipación americana (Buenos Aires: Hachette, 1957); Carlos Daniel Valcárcel, Túpac Amaru, precursor
de la independencia (Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1977).

4 Alberto Flores Galindo, Buscando un Inca: identidad y utopía en los Andes (Lima: Instituto de Apoyo
Agrario, 1987); Jan Szeminski, La utopía tupamarista (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 1984);
Manuel Burga, Nacimiento de una utopía: muerte y resurrección de los Incas (Lima: Instituto de Apoyo
Agrario, 1988). Otros trabajos importantes en esta línea son: Jorge Hidalgo Lehuedé, “Amarus y cataris:
aspectos mesiánicos de la rebelión indígena de 1781 en Cusco, Chayanta, La Paz y Arica”, Revista
Chungara, 10 (1983), pp. 117-138; y Leon Campbell, “Ideology and Factionalism during the Great
Rebellion, 1780-1782”, en Steve Stern (ed.), Resistance, Rebellion, and Consciousness in the Andean
Peasant World, 18th to 20th Centuries (Madison: University of Wisconsin Press, 1987).

5 John Murra, Formaciones económicas y políticas del mundo andino (Lima: Instituto de Estudios
Peruanos, 1975); Nathan Wachtel, Los vencidos. Los indios del Perú frente a la conquista española (1532-
1570) (Madrid: Alianza Editorial, 1976); Franklin Pease, El Dios Creador Andino (Lima: Mosca Azul, 1973);
Reiner Tom Zuidema, La civilización inca en el Cuzco (México: FCE, 1986). Véanse también los ensayos
reunidos en Juan M. Ossio, Ideología mesiánica del mundo andino (Lima: Ignacio Prado Pastor, 1973).

6 Para análisis críticos de construcciones esencialistas de identidades y cosmovisiones andinas, véanse


por ejemplo Juan Carlos Estenssoro Fuchs, Del paganismo a la santidad. La incorporación de los indios del
Perú al catolicismo, 1532-1750(Lima: ifea, 2003); Cecilia Méndez-Gastelumendi, “The Power of Naming,
or the Construction of Ethnic and National Identities in Peru: Myth, History and the Iquichanos”, Past and
Present, 171 (1) (2001), pp. 127-160; Gabriela Ramos, “Política eclesiástica y extirpación de idolatrías:
discursos y silencios en torno al Taqui Onqoy”, Revista Andina, 10 (1992), pp. 147-169.

7 Algunos de los libros de historia regional y económica más influyentes en el campo incluyen: Luis Miguel
Glave y María Isabel Remy, Estructura agraria y vida rural en una región andina: Ollantaytambo entre los
siglos XVI y XIX (Cusco: Centro de Estudios Bartolomé de las Casas, 1983); Brooke Larson, Colonialism and
Agrarian Transformation in Bolivia. Cochabamba, 1550-1900 (Princeton: Princeton University Press,
1988); Alfredo Moreno Cebrián, El Corregidor de Indios y la economía peruana del siglo XVIII. (Los repartos
forzosos de mercancías) (Madrid: Instituto González Fernández de Oviedo, 1977); Nicolás Sánchez-
Albornoz, Indios y tributos en el Alto Perú (Lima: IEP, 1978); Karen Spalding, Huarochirí: An Andean Society
under Inca and Spanish Rule (Stanford: Stanford University Press, 1984); Enrique Tandeter, Coacción y
mercado. La minería de la plata en el Potosí colonial, 1692-1826 (Cusco: Centro Bartolomé de las Casas,
1992).

8 Alberto Flores Galindo (ed.), Túpac Amaru II-1780 (Lima: Retablo de Papel Ediciones, 1976); Jürgen
Golte, Repartos y rebeliones. Túpac Amaru y las contradicciones de la economía colonial (Lima: IEP, 1980);
Scarlett O’Phelan Godoy, Un siglo de rebeliones anticoloniales. Perú y Bolivia 1700-1778 (Cusco: Centro
Bartolomé de las Casas, 1988). Sobre las rebeliones en la región de Quito, véase Segundo Moreno Yáñez,
Sublevaciones indígenas en la Audiencia de Quito: desde comienzos del siglo XVIII hasta finales de la
Colonia (Quito: Pontificia Universidad Católica del Ecuador, 1977).

9 Sobre el rol de la memoria en las rebeliones del siglo XVIII, véase Steve Stern, “The Age of the Andean
Insurrection, 1742-1782: A Reappraisal”, en Stern (ed.), Resistance, Rebellion, and Consciousness.

10 Algunos de los libros recientes dedicados a distintos aspectos de la rebelión panandina son: Claudio
Andrade Padilla, La rebelión de Tomás Katari (Sucre: Cipres, 1994); Fernando Cajías de la Vega, Oruro
1781: sublevación de indios y rebelión criolla (2 vols.) (Lima: IFEA-IEB, 2004); Oscar Cornblit, Power and
Violence in the Colonial City. Oruro from the Mining Renaissance to the Rebellion of Tupac Amaru (1740-
1782) (Nueva York: Cambridge University Press, 1995); David Garrett, Shadows of Empire: The Indian
Nobility of Cusco, 1750-1825 (Cambridge: Cambridge University Press, 2005); Scarlett O’Phelan Godoy, La
gran rebelión en los Andes: de Túpac Amaru a Túpac Catari (Cusco: Centro Bartolomé de las Casas, 1995);
Nicholas A. Robins, Genocide and Millennialism in Upper Peru. The Great Rebellion of 1780-1782
(Westport: Praeger, 2002); Sergio Serulnikov, Conflictos sociales e insurgencia en el mundo colonial
andino. El norte de Potosí, siglo XVIII (Buenos Aires: FCE, 2006); Ward Stavig, The World of Túpac Amaru.
Conflict, Community, and Identity in Colonial Peru (Lincoln: University of Nebraska Press, 1999); Sinclair
Thomson, Cuando sólo reinasen los indios. La política aymara en la era de la insurgencia (La Paz: Muela
del Diablo Editores, 2006); Walker, De Túpac Amaru a Gamarra.

11 Thomson, Cuando sólo reinasen los indios, p. 229.

12 Mónica Adrián, “Reformas borbónicas y políticas locales. Las doctrinas de Chayanta durante la segunda
mitad del siglo XVIII”, Revista del Instituto de Derecho, 23 (1995), pp. 11-35; Elizabeth Penry,
Transformations in Indigenous Authority and Identity in Resettlement Towns of Colonial Charcas (Alto
Peru) (tesis de doctorado, University of Miami, 1996); Nicholas A. Robins, Priest-Indian Conflict In Upper
Peru: The Generation Of Rebellion, 1750-1780 (Syracuse: Syracuse University Press, 2007); Serulnikov,
Conflictos sociales e insurgencia, pp. 45-239 y “The Politics of Intracommunity Land Conflict in the Late
Colonial Andes”, Ethnohistory, vol. 55, N° 1 (2008), pp. 119- 152.

13 William Taylor, Drinking, Homicide, and Rebellion in Colonial Mexican Villages (Stanford: Stanford
University Press, 1979); Friedrich Katz, “Rural Uprisings in Preconquest and Colonial Mexico”, y John
Coatsworth, “Patterns of Rural Rebellion in Latin America: Mexico in Comparative Perspective”, en
Friedrich Katz (ed.), Riot, Rebellion, and Revolution. Rural Social Conflict in Mexico (Princeton: Princeton
University Press, 1988); Eric van Young, La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810-
1821 (México: FCE, 2006).

14 Van Young, La otra rebelión, p. 847.

15 Para una crítica de este tipo de enfoque, véanse Theda Skocpol, States and Social Revolutions. A
Comparative Analysis of France, Russia, and China (Cambridge: Cambridge University Press, 1979), pp. 15-
17; James C. Scott, Weapons of the Weak. Everyday Forms of Peasant Resistance (New Haven: Yale
University Press, 1985), pp. 341-344.

16 Partha Chatterjee, The Nation and Its Fragments. Colonial and Postcolonial Histories (Princeton:
Princeton University Press, 1993), p. 18. Este tema está desarrollado más ampliamente en Sergio
Serulnikov, “Disputed Images of Colonialism. Spanish Rule and Indian Subversion in Northern Potosi,
1777- 1780”, Hispanic American Historical Review, vol. 76, N° 2 (1996), pp. 189-226. Para un análisis de
esta problemática en relación al acceso de los indios a la religión católica y a las órdenes sacerdotales,
véase Estenssoro Fuchs, Del paganismo a la santidad.
17 Sobre revueltas urbanas y conspiraciones criollas previas a la rebelión tupamarista, véanse: O’Phelan
Godoy, Un siglo de rebeliones anticoloniales; David Cahill, “Taxonomy of a Colonial «Riot»: The Arequipa
Disturbances of 1780” y Anthony McFarlane, “The Rebellion of the «Barrios»: Urban Insurrection in
Bourbon Quito”, en John Fisher, Allan Kuethe y Anthony McFarlane (eds.), Reform and Insurrection in
Bourbon New Granada and Peru (Baton Rouge: Louisiana University Press, 1990). Sobre Nueva Granada,
véanse John Leddy Phelan, The People and the King: The Comunero Revolution in Colombia, 1781
(Madison: University of Wisconsin Press, 1978); y Margarita Garrido, Reclamos y representaciones.
Variaciones sobre la política en el Nuevo Reino de Granada, 1770-1815 (Bogotá: Banco de la República,
1993).

18 La literatura sobre estos temas es vasta. Véanse, por ejemplo, Garrett, Shadows of Empire; Flores
Galindo, Buscando un Inca, pp. 127-179; O’Phelan Godoy, La gran rebelión en los Andes, pp. 13-68; John
Rowe, “El movimiento nacional inca del siglo XVIII”, Revista Universitaria, Cusco, 107 (1954), pp. 17-47.

19 Algunos ensayos que tratan sobre los cambios en los enfoques historiográficos del movimiento
tupamarista incluyen: Stern, “The Age of the Andean Insurrection”; Jean Piel, “¿Cómo interpretar la
rebelión panandina de 1780-1783?”, en Jean Meyer (ed.), Tres levantamientos populares. Pugachóv,
Túpac Amaru, Hidalgo (México: Cemca, 1992); Walker, De Túpac Amaru a Gamarra, pp. 34-41; Luis Miguel
Glave, “Las otras rebeliones: cultura popular e independencias”, Anuario de Estudios Americanos, vol. 62,
N° 1 (2005), pp. 275-312.

20 Sobre el más que escaso apoyo criollo a la rebelión y el creciente antagonismo de Túpac Amaru con los
sectores hispánicos en su conjunto, véase por ejemplo: David Cahill, “Una nobleza asediada. Los nobles
incas del Cuzco en el ocaso colonial”, en David Cahill y Blanca Tovías (eds.), Élites indígenas en los Andes.
Nobles, caciques y cabildantes bajo el yugo colonial (Quito: Ediciones Abya-Yala, 2003), pp. 83-88.

21 Cajías de la Vega, Oruro 1781, pp. 657-731.

22 Sobre las imágenes de Túpac Katari, véase Thomson, Cuando sólo reinasen los indios, pp. 224-251;
sobre Tomás Katari, Serulnikov, Conflictos sociales e insurgencia, pp. 258-268. Un análisis teórico de las
mecanismos de representación de los levantamientos populares en Ranajit Guha, “The Prose of
Counterinsurgency”, en Ranajit Guha y Gayatri Spivak (eds.), Select Subaltern Studies (Oxford: Oxford
University Press, 1988).

En: 20/10 Historia. El mundo atlántico y la modernidad iberoamericana, 1750-1850. Vol. I,


invierno de 2012

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