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Las voces del silencio.

Breve historia
de los pueblos aborígenes en la
Argentina
El siguiente material es una interesante síntesis del
pasado y del presente indígena. Constituye un texto
explicativo y de información clara para el docente y el
estudiante. Refleja la actualidad de las comunidades
aborígenes y la vinculación constante desigual y violenta
a lo largo de los siglos con la cultura occidental.

La historia de los pueblos originarios ha sido callada durante mucho tiempo. Y


quienes escribieron sobre ella a menudo fue gente que la tergiversó para justificar
el ataque o la discriminación. Así, se pintó a los aborígenes como salvajes,
sanguinarios, malvados o tontos; de esta manera la gente podía creer que estaba
bien sacarles la tierra, esclavizarlos o matarlos. O que era correcto y natural
obligarlos a vivir de una forma contraria a sus costumbres y deseos.

Esta historia son muchas historias. A partir de ellas podrá entenderse no solo qué
pasó con cada pueblo originario, sino en general con la Argentina y su gente. Estas
historias pueden ser difíciles de reconstruir, porque a veces la memoria se perdió o
fue escondida, o no se han encontrado todavía registros y datos suficientes. Pero
otras veces, los relatos transmitidos de padres a hijos o la investigación nos ayudan
a conocerlas.

Cada una de ellas merece un espacio mucho mayor que estas páginas. Por eso,
aspiramos a que cada pueblo originario, con el conocimiento que haya reunido,
pueda contar en el futuro su propia historia. Aquí solo trataremos de mostrar, muy
brevemente, el marco general y algunos aspectos importantes.

Los aborígenes como imagen de peligro


Muchas personas solo conocen una imagen deformada de los aborígenes. En gran
medida, esta se transmite a través de los libros de historia o los medios de
comunicación. Así sucede con las películas donde aparecen los indios como una
amenaza, un peligro a ser controlado, no como gente respetable, con su forma de
vivir y pensar, sus derechos y sentimientos.

Territorios indígenas a mediados del siglo XVI


Los españoles llegaron al actual territorio argentino por distintos lugares: deseaban
conquistar la tierra, extraer riquezas, y para ello debían dominar y hacer trabajar a
sus habitantes.

Por eso es que hubo mucha resistencia a los conquistadores: ellos no pretendían
convivir en paz e igualdad con los pueblos que aquí vivían desde hacía casi diez mil
años.

Algunos que vivían en los lugares donde se fundaron las nuevas ciudades o
asentamientos resultaron conquistados y frecuentemente exterminados. Otros
debieron retirarse a zonas más alejadas o de difícil acceso, y mantuvieron una
guerra de resistencia a la conquista que incluso continuó después de la caída del
dominio español en América. Por último, otros pueblos más alejados no tuvieron
casi contacto con los españoles (este es el caso de los ona y yagán, en Tierra del
Fuego).

El resultado de la conquista fue una gran mortandad entre los aborígenes. Las
causas principales fueron las guerras, el agotamiento y desnutrición en el trabajo
forzado, y las enfermedades contagiadas por los españoles.

La encomienda
Los reyes de España otorgaban a cada colonizador que se destacaba en la
conquista una porción de territorio americano, junto con los aborígenes que allí
vivían. Estos debían trabajar en su provecho, a menudo prácticamente como
esclavos, aunque supuestamente la encomienda implicaba que el encomendero
debía protegerlos, además de convertirlos a la religión católica. Esta organización
se dio en algunos sectores de la Argentina, como en el Noroeste y parte de Cuyo.

El territorio español en la época colonial

Hasta fines del período colonial, la mayor parte del territorio argentino actual era
ajeno al dominio español.

Es necesario aclarar un engaño que los mapas producen. Estos suelen mostrar que
los españoles poseían un territorio grande. Pero lo que no nos permite saber el
diseño de esos mapas es que en una parte muy importante de este territorio los
españoles no poseían un dominio real. Durante muchos años ellos solo tuvieron
enclaves, áreas pequeñas o ciudades fortificadas, y en el resto del territorio que los
rodeaba disputaban el control con grupos aborígenes.

Las misiones

Pero los españoles no solamente les hicieron la guerra a los aborígenes. Entre ellos
había muchas discusiones y diferentes opiniones sobre cómo tratarlos. Así,
surgieron también organizaciones que, si bien tenían como objetivo colonizarlos y a
menudo colaboraron con este fin, también propiciaron experiencias de integración
pacífica.

Las misiones eran establecimientos de órdenes religiosas de la Iglesia Católica,


cuyo objetivo fundamental era evangelizar a los pueblos originarios, es decir
convertirlos al cristianismo. Además, en ellas se procuraba agrupar a los aborígenes
en un sitio fijo, educarlos en los conocimientos de los europeos, y acostumbrarlos a
la disciplina y técnicas del trabajo occidental.
Esta acción educativa y disciplinaria de las misiones tuvo un doble papel: por un
lado, la colaboración en algunos aspectos con los objetivos de la conquista; por el
otro, la parcial protección a los pueblos originarios respecto de la violencia militar
típica de los conquistadores. Las misiones, entonces, mitigaron la voracidad de
quienes solo querían esclavizarlos, sin que les importaran sus vidas. Sin embargo,
también ellas se beneficiaban del trabajo aborigen, y en muchos casos
contribuyeron a sujetar por la vía pacífica a aquellos grupos no sometidos por la
fuerza militar.

Como una consecuencia menos inmediata de su paso por las misiones, la


experiencia de los aborígenes en las mismas produjo importantes transformaciones
culturales entre algunos grupos. Muchas lenguas americanas fueron volcadas a la
palabra escrita, y se compusieron varios diccionarios y catecismos en idiomas
originarios, cuya finalidad era facilitar la evangelización.

El período independentista

A principios del siglo XIX, hacia la época de la independencia, la mayor parte del
actual territorio argentino estaba en manos de grupos aborígenes. En lo que hoy es
Chaco, Formosa, Misiones, la mayor parte de la provincia de Buenos Aires y
Mendoza, La Pampa, San Luis y toda el área de la Patagonia, vivían sociedades
aborígenes que se habían configurado paralelamente al proceso de colonización.

Al igual que cualquier pueblo, estos grupos no se habían mantenido idénticos. Por
el contrario, algunos habían tenido cambios muy importantes en su organización
social, cultura y economía. Había seminómadas y sedentarios, pastores y
agricultores, recolectores y cazadores. Muchos de ellos, además, practicaban la
ganadería a gran escala, comerciaban entre sí y con los criollos y participaban en
las guerras internas y externas que se libraban en el país.

Sin embargo, en general trataban de preservar su autonomía frente a los criollos y


sus gobiernos. Habiendo sido perseguidos durante siglos, debían cuidarse de los
blancos. Algunos, como los mapuches, rankulches y tehuelches poseían mucha
habilidad para el manejo del caballo, que era una de las principales armas en la
guerra (al igual que para los blancos). Esto, sumado a su conocimiento del terreno
y el manejo del espacio, les daba una gran capacidad de movimiento y los hacía
más difíciles de atacar. Así, el poder de algunos pueblos indígenas les permitía
controlar su territorio, sin que los criollos se atrevieran a dominarlos.

La integración de los aborígenes a la Nación Argentina


Desde la etapa de la independencia se habían escuchado voces que, con distinto
énfasis, abogaban por el reconocimiento de los pueblos indígenas.

Pero aunque la Asamblea del año 1813 había abolido el tributo, la encomienda y
otras cargas que pesaban sobre los aborígenes, entre quienes gobernaban no había
una única opinión respecto del papel que a estos les cabía en el proyecto nacional.
A lo largo del siglo, muchos consideraron que no debían ser incorporados como
ciudadanos, sino que eran solo un enemigo, un estorbo al que había que expulsar o
matar. Otros –los menos– creyeron que era mejor y posible que los pueblos
aborígenes tuvieran su lugar en la sociedad argentina y se integraran en pie de
igualdad con los criollos. Entre las personas que propugnaban diferentes formas de
integración de los aborígenes en el Estado argentino se encontraban, por ejemplo,
Castelli, Belgrano, San Martín, Artigas y el coronel Pedro Andrés García. Aunque su
visión del papel que los indígenas debían cumplir en el proyecto independentista
estaba preñada de contradicciones, muchas propuestas eran novedosas: incluían
desde la eliminación de las cargas coloniales y la realización de tratados duraderos,
hasta la alianza político-militar y la instauración de una monarquía que restituyera
la dinastía incaica como gobierno legítimo de las Provincias Unidas del Sur y el Alto
Perú.

Por su parte, los pueblos aborígenes que estaban más en contacto con los criollos
no mostraban voluntad de hacer la guerra sino cuando percibían que el gobierno no
tenía intención de respetar los tratados o continuaba planes de exterminio u
ocupación de su territorio. También era muy común que los gobiernos firmaran
acuerdos de paz con algunos grupos cuando no tenían suficiente poder militar, y los
rompieran apenas recuperaban su capacidad de ataque. En esta época, entonces,
entre aborígenes y criollos había una mezcla de guerra permanente y paz precaria.

La actitud del hombre fuerte de Buenos Aires en el período de las guerras civiles e
interprovinciales hacia el segundo cuarto de siglo, Juan Manuel de Rosas, es un
ejemplo de esta conducta ambivalente.

Por un lado, sobre la base de su relación personal con algunos líderes y el prestigio
que entre los aborígenes despertaba su figura, tejió pactos de amistad con varios
grupos pampeanos. Sin embargo, fue también responsable de algunos de los
episodios más trágicos que los tuvieron como víctimas. Entre estos cabe destacar la
realización de la primera Campaña al Desierto, en 1833.

En esta vasta expedición militar, destinada a correr hacia el sur a los pueblos de las
áreas pampeana, cuyana y patagónica, murieron miles de aborígenes. Realizada
después de varios años de hostigamiento, es el primer paso firme en la estrategia
oficial que desde entonces parece haber primado con respecto a los aborígenes: la
guerra ofensiva, el exterminio. Años más tarde, el general Julio Argentino Roca
evocará este antecedente para justificar su proyecto de conquista, que se
consumaría con la llamada Conquista del Desierto:

«A mi juicio, el mejor sistema para concluir con los indios, ya sea extinguiéndolos o
arrojándolos al otro lado del Río Negro, es el de la guerra ofensiva que fue seguida
por Rosas, que casi concluyó con ellos...».

La consolidación del Estado argentino


Durante el siglo XIX se habían fortalecido numerosos grupos aborígenes, y había en
la Argentina dos áreas muy grandes, que constituían territorio indígena libre. Una
de ellas abarcaba desde la mitad de la provincia de Buenos Aires hasta Tierra del
Fuego, y en algunas partes llegaba desde el Atlántico hasta el Pacífico (en lo que
hoy es Chile), incluyendo la Cordillera de los Andes. La otra incluía las actuales
provincias del Chaco, Formosa y parte de Salta.

En la segunda mitad del siglo XIX el gobierno argentino, impulsado por los grandes
propietarios de tierras, comenzó a hostigar cada vez con mayor fuerza a los
pueblos que allí vivían. El objetivo principal era ocupar sus tierras para usarlas en la
ganadería. Finalmente triunfaron las ideas de aquellos que pensaban que era mejor
expulsar o exterminar a los aborígenes. Lo que no habían realizado los españoles,
lo hace el Estado nacional argentino: conquistar los territorios indígenas libres.

El malón
Es muy común hallar en los libros de historia y en la literatura argentina
descripciones de los malones como matanzas crueles y sin sentido, llevadas a cabo
por los aborígenes contra criollos indefensos. Pero el malón no era diferente, en
cuanto a la violencia utilizada, de las «entradas» o «malocas», los ataques de
exterminio y robo que desde la época colonial llevaban a cabo criollos o españoles
contra asentamientos aborígenes.

Veamos por qué los aborígenes consideraban que era legítimo sacar ganado del
territorio que ocupaban los blancos. En la segunda mitad del siglo XIX, el coronel
Lucio V. Mansilla relata el siguiente diálogo con un importante jefe aborigen,
Mariano Rosas, en su libro Una excursión a los indios ranqueles:

«Me preguntó que con qué derecho habíamos ocupado el Río Quinto; dijo que esas
tierras habían sido siempre de los indios (...); agregó que no contentos con eso
todavía los cristianos querían acopiar (fue la palabra de que se valió) más tierra.
(...)

'Yo les pregunto a ustedes, ¿con qué derecho nos invaden para acopiar ganados?'

'No es lo mismo -me interrumpieron varios-, nosotros no sabemos trabajar; nadie


nos ha enseñado a hacerlo como a los cristianos, somos pobres, tenemos que ir a
malón para vivir.'

'Pero ustedes roban lo ajeno -les dije-, porque las vacas los caballos, las yeguas,
las ovejas que se traen no son de ustedes.'

'Y ustedes los cristianos -me contestaron- nos roban la tierra'».

La Conquista del Desierto o el «Gran Malón Blanco»


En el área de la llanura pampeana y la Patagonia habitaban grupos que tenían
numerosos contactos con los criollos, pero mantenían su libertad: eran los
rankulches, pehuenches, tehuelches y mapuches. Los mapuches, incluso, habitaban
hasta la costa del Pacífico en lo que hoy es territorio chileno.

Aunque mantenían rivalidades entre sí, estos pueblos habían llegado a organizarse
en confederaciones, con jefes y ejércitos, y su comercio con los blancos era muy
importante. Tenían gran poder y riqueza, y entre ellos vivían numerosos criollos
que habían preferido integrarse con ellos y no con los cristianos. Algunas
costumbres se habían asimilado en parte a las de estos últimos, y ciertos
aborígenes solían usar las mismas ropas y herramientas y consumían las mismas
mercaderías que los criollos. Había varios que hablaban perfectamente el castellano
o dormían en camas. Los líderes más importantes, como Calfucurá, de la
Confederación de Salinas Grandes, o Sayhueque, jefe de los mapuche del «País de
las Manzanas», en el actual Neuquén, tenían secretarios, escribientes y sellos con
su firma, o a veces instalaciones ganaderas similares a las de las estancias de los
blancos. También recibían diarios y mantenían correspondencia con el presidente.

Muchas personalidades políticas e intelectuales de la época aún consideraban


posible la integración de estos grupos por la vía pacífica y la negociación de
diferencias políticas; los mismos aborígenes a menudo planteaban su deseo de
acordar formas de convivencia, incluso al precio de resignar parte de sus tierras y
autonomía.
Un hecho central que amparaba y obligaba a la realización de estos esfuerzos es
que la propia Constitución Argentina de 1853, al reconocer como legítimos los
pactos preexistentes, reconoció también los tratados anteriores realizados con los
pueblos indígenas.

Pero las extensas tierras de los pueblos indígenas, algunas de las mejores del país,
eran acechadas por los estancieros de Buenos Aires, que tenían gran poder político
y control ideológico sobre el aparato militar.

Luego de lograr la sanción de leyes favorables en el Congreso, en 1879 el general J.


A. Roca realiza la mayor campaña militar, trasponiendo las fronteras con los
aborígenes para conquistar los territorios del centro y sur del país. Esta se efectúa
después de varios años de un sostenido hostigamiento, y se continuará con dos
campañas más entre 1881 y 1884.

El ejército nacional contaba con muchos soldados y el armamento más moderno de


la época y fue financiado por los estancieros de Buenos Aires, quienes adelantaron
dinero a cambio de la propiedad futura de la mayor parte de las tierras que serían
conquistadas.

Aunque hacía unos años que los indígenas venían siendo hostigados y atacados, la
Campaña del Desierto fue encarada prácticamente como una guerra de exterminio.
Los pueblos atacados se defendieron con desesperación, pero el ejército mató a
mucha gente, generalmente indefensa, y tomó una gran cantidad de prisioneros. A
estos se los encarceló, se los entregó como sirvientes y trabajadores forzados, o se
los expulsó a terrenos estériles. Muchos lograron escapar y se mezclaron con
poblaciones criollas, o viajaron errantes hasta que cesaron las persecuciones. Esto
es lo que los militares y terratenientes argentinos llamaronConquista del Desierto y
los pueblos aborígenes Gran Malón Blanco.

Los territorios que habían ocupado se transformaron en tierras fiscales (del Estado)
o fueron entregados a estancieros, jefes militares y soldados. Con el correr de los
años, las propiedades chicas son vendidas a muy bajo precio a especuladores,
hasta que unos pocos propietarios acumulan las tierras que habían pertenecido a
algunos de los más importantes pueblos aborígenes de la Argentina. Este es el
origen de las grandes estancias de la Patagonia y de muchas de las de la llanura
pampeana. Gran parte de estos territorios han quedado abandonados hasta el día
de hoy.

El proceso civilizatorio
En el último cuarto del siglo XVIII, el concepto hegemónico de Estado-nación se
articulaba sobre ciertas premisas que terminaron por definir como una política de
Estado en la Argentina el ataque a los indígenas.

Estas premisas, incluidas en lo que se entendía como el valor más alto que guiaba
la acción del Estado –la civilización– indicaban por ejemplo que:

 No podía haber territorios fuera del dominio del Estado, ya que el Estado
nacional era la forma más alta de organización social. El Estado necesitaba
incorporar dichos territorios para desarrollar el propio, y para evitar que
estas sociedades consideradas «inferiores» amenazaran con provocar su
disolución.
 También era necesario, desde esta óptica, incorporar esas tierras para
alcanzar el progreso. El progreso significaba fundamentalmente consolidar
una economía de tipo capitalista integrada con el mercado mundial, y
establecer un orden social que favoreciera el incremento indefinido de la
producción y consumo de mercaderías. También suponía generalizar los
valores culturales de las elites ilustradas europeas, vinculadas a los mismos
sectores que desde las potencias de Europa del norte controlaban la
economía occidental, incluida la americana. El progreso debía también
eliminar formas de vida social consideradas primitivas, es decir todas
aquellas que se organizaran sobre bases económicas y culturales distintas
de las europeas.

La fuerte influencia de estas ideas dio como resultado que se instalara en nuestro
país entre los grupos de poder el imperativo de homogeneizar las diferencias
culturales en el seno de la población argentina, sobre la base del modelo de
ciudadano «civilizado»: blanco, europeo, cristiano, hábil para la agricultura
intensiva y el trabajo industrial.

Un «desierto» muy codiciado

Los criollos y militares argentinos llamaban «desierto» al territorio indígena de la


llanura pampeana y la Patagonia. Sin embargo, esta área estaba poblada, y tenía
tierras fértiles, cuyas pasturas eran capaces de alimentar gran cantidad de ganado.

Esta contradicción es evidente en el nombre Conquista del Desierto dado a las


campañas militares: a un verdadero desierto no es necesario conquistarlo, ya que
no hay nadie que viva en él.

Por eso, usar la palabra desierto encerraba una gran falsedad, pero no una mentira
inocente. Era más bien un modo de justificar la conquista desde el punto de vista
humanitario, con el simple trámite de negar la existencia de sus pobladores. Quedó
así la argumentación paradójica de la necesidad de conquistar un territorio vacío.

Fronteras, civilización y barbarie


Entre 1853 y 1880 se dictan trece leyes vinculadas a los pueblos indígenas y las
fronteras. Estas plasman un modelo de país que tiene como principal proyecto el
avance territorial. La expansión sobre el área indígena comienza a argumentarse
como legítima marcando a los pueblos aborígenes como sociedades inferiores que
retardan y amenazan el camino de progreso imaginado para la nación. Por eso, en
el discurso de la época, la frontera es imaginada como la línea o franja que divide la
civilización de la barbarie, y se argumenta que es una misión de Estado desplazarla
hasta que el territorio nacional solo limite con el de otros Estados nacionales
«civilizados». Así, el presidente Roca, luego de concretada la expedición al Chaco
en 1885, afirma: «Quedan levantadas desde hoy las barreras absurdas que la
barbarie nos oponía al norte como al Sud en nuestro propio territorio, y cuando se
hable de fronteras en adelante se entenderá que nos referimos a las líneas que nos
dividen de las Naciones vecinas, y no las que han sido entre nosotros sinónimos de
sangre, de duelo, de inseguridad y de descrédito» (citado en Tratamiento de la
cuestión indígena, Dirección de Información Parlamentaria, 1991).

La Campaña al Chaco
Paralelamente a estos hechos, se había desatado un plan militar muy parecido
contra los grupos indígenas del área denominada Gran Chaco (actuales provincias
del Chaco y Formosa). Desde 1870, luego de la guerra contra el Paraguay,
comienzan a realizarse expediciones militares hacia la región chaqueña para
debilitar a los pueblos originarios que resistían allí desde hacía siglos. Algunos,
como los toba y wichí, habían comenzado a trabajar en obrajes madereros de los
blancos, siguiendo un plan de «pacificación» (eufemismo por colonización) que no
dio resultado. Los aborígenes veían que el objetivo era su sometimiento, y resistían
a los destacamentos militares.

Así el gobierno comenzó a enviar, uno tras otro, ejércitos para desgastar a los
grupos más fuertes.

Las expediciones son evitadas o rechazadas a veces por la lucha de los pueblos,
otras por las dificultades de la propia naturaleza. El monte espeso, las
inundaciones, los bichos y alimañas venenosas provocan que los invasores se
pierdan, se agoten, y a veces se retiren. La existencia de estos obstáculos no
implica, sin embargo, que las tierras aborígenes fueran estériles. Por el contrario,
gran parte de ellas ofrecían muy buenas posibilidades para la agricultura y la
ganadería, y había en ellas importantes riquezas, como la madera. Los aborígenes,
mientras tanto, vivían de la pesca en ríos y esteros, de la caza, y de la recolección
de vegetales o productos naturales como la miel. El resultado final de las siete
incursiones del ejército fue una grave mortandad entre los aborígenes.

En 1884 el ministro de Guerra, general Victorica, organiza la campaña más grande,


que incluye buques de guerra que se cuelan por los ríos de la región chaqueña.
Aunque no se logra consumar la conquista, a partir de allí se abre paso a un
dominio militar del gobierno nacional que lentamente va sometiendo a los
aborígenes que aún luchan. Finalmente, en 1899 se realiza otra ofensiva que
termina de desbaratar la resistencia, quedando sólo algunos reductos que serán
eliminados recién a principios del siglo xx.

La Puna a fines del siglo XIX: resistencia, derrota y


despojo
«Durante el siglo XIX -afirma Martínez Sarasola- el Noroeste también es testigo de
la lucha por la tierra. Los flamantes estados provinciales y sus oligarquías nacientes
procuran obtener las otrora posesiones indígenas, que en muchos casos
permanecen en situaciones legales confusas, herencia de la época colonial».

Según ese mismo autor, la introducción del sistema capitalista, los organismos
provinciales de reciente creación y la aplicación de impuestos afectaron
profundamente a comunidades enteras que vivían en las tierras codiciadas. Sin
embargo, en 1872 los indígenas recuperaron parte de su territorio, ya que el
gobierno de Jujuy declaró fiscales las tierras de Casabindo y Cochinoca, hasta ese
momento en manos de terratenientes.

Estas circunstancias contribuyeron al fortalecimiento de las comunidades de la


Puna, con el respaldo de grupos indígenas de Bolivia. De modo que para 1874 casi
la mitad del territorio provincial estaba bajo el dominio indígena. Los terratenientes
no toleraron ese avance y depusieron al gobernador Sánchez de Bustamante, que
había considerado los derechos de las comunidades. Finalmente, en la batalla de
Quera los indígenas fueron vencidos y muchos de ellos muertos o encarcelados.

Siglo XX, la conquista del trabajo. Ingenios,


plantaciones, obrajes, estancias
Luego del sometimiento militar de los principales grupos con capacidad de
mantener una resistencia armada, el siglo XX se caracteriza por la incorporación
compulsiva de los aborígenes como mano de obra a distintos sectores de la
economía. Esto incluso había sido uno de los objetivos centrales de las campañas
militares. En el norte del país, especialmente, obrajes madereros, ingenios
azucareros y plantaciones de algodón fueron instalados en tierras que eran de los
aborígenes. También usaron la mano de obra indígena en condiciones de
superexplotación para enriquecerse económicamente.

Las compañías de este tipo eran como pequeños países o grandes cárceles de las
cuales no se podía salir sin permiso, y donde las condiciones de trabajo eran
denigrantes. Generalmente los aborígenes no recibían salario, sino vales que sólo
podían utilizar para comprar a precio altísimo, en el almacén de la propia compañía,
las cosas que necesitaban para sobrevivir. Lo más frecuente era que los vales no
alcanzaran para obtener las cosas básicas, y terminaban endeudándose con la
compañía para poder vivir. Así, finalmente, la compañía podía obligarlos a trabajar
para pagar su deuda, y al hacerlo seguían endeudándose cada vez más,
acrecentando su dependencia.

En el sur, las comunidades habían sido disgregadas y las familias divididas y


esparcidas en distintos puntos del país. Muchos habían muerto, otros fueron
llevados a Buenos Aires donde eran encarcelados o repartidos como esclavos
domésticos, entregados para trabajar en beneficio de algún estanciero, o enrolados
en el ejército y la marina. Algunos pudieron volver a su tierra, pero la situación
había cambiado. Había pueblos, ciudades, estancias, gente extraña. Ya no se podía
cazar como antes, ni instalarse libremente en el campo. El único destino que se les
permitió fue trabajar como peones de estancia en condiciones de sometimiento, o
subsistir en los territorios yermos donde habían quedado confinados.

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