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Jeremías,

el ratón de biblioteca
AAAAAAAA
Jeremías,
el ratón de biblioteca
AAAAAAAA

Catalina Gómez Parrado

Ilustraciones de: Silvia Jorge Sarrió


© del texto: Catalina Gómez Parrado, Gandía 2009

Ilustraciones de: Silvia Jorge Sarrió


(http://silviajorgesarrio.es.tl/)

Autor, diseño y maquetación del texto y la portada:


Catalina Gómez Parrado

Inscrito en el Registro de Propiedad Intelectual de


Valencia

I.S.B.N.: 978-84-9916-869-2

Depósito Legal: M-30841-2010

Editor: Bubok Publishing, S. L.

Esta obra ha sido publicada por su autor mediante


el sistema de autopublicación de BUBOK PUBLI-
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disposición del público bajo el sello editorial de
BUBOK en la plataforma on-line de esta editorial,
www.bubok.es. BUBOK PUBLISHING, S.L. no se res-
ponsabiliza de los contenidos de esta obra ni de su
distribución fuera de su plataforma on-line.
A mis hijos, Jorge y Pablo,
a quienes mamá les debía un cuento.
AGRADECIMIENTOS

Quiero agradecer a mi amiga, la


artista Silvia Jorge Sarrió, que haya
sido capaz de adivinarme el pensa-
miento para crear unas ilustraciones
tan acertadas a partir de mi cuento.

Por haber puesto imagen a mis


palabras, mi agradecimiento y mil
besos.
A Jeremías, el ratón de biblioteca A

Jeremías,
el ratón de biblioteca
AAAAAAAA

Había una vez una enorme


biblioteca muy, pero que muy
antigua. Era, probablemente, el
edificio más antiguo de la ciudad. Sus
paredes eran de ladrillo rojo; su
tejado, de pizarra, y dos columnas
blancas sostenían un hermoso cartel

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

sobre las puertas de roble que decía


en letras doradas:

“Biblioteca Pública de Villaestrella


El lugar donde vivirás
mil aventuras”

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

Pero ya casi nadie las vivía. La


mayor parte del tiempo, la señorita
Clarabel estaba sola con sus queridos
libros, a los que cuidaba como si
fueran sus hijos. O, al menos, eso
pensaba ella, porque lo cierto era
que, en el fondo de la biblioteca, en
la sección de “Libros de acción y
aventura”, vivía un ratón llamado
Jeremías.
Jeremías era todo de color
marrón, con larguísimos bigotes y
unos ojillos negros y despiertos. Y
era el ratón más feliz del mundo. Le
encantaba vivir entre sus libros, a los

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

que amaba tanto como la señorita


Clarabel. Y es que Jeremías sabía
leer. Aprendió siendo muy pequeño.
A menudo se escapaba de la colonia
–que vivía oculta bajo el tejado de la
biblioteca– y se paseaba entre los
libros de los estantes, con mucho
cuidado para no tirar ninguno. Le
gustaba olerlos, mirar sus ilustra-
ciones y, sobre todo, escuchar los
cuentos que la bibliotecaria contaba
a los niños los viernes por la tarde.
Cuando oía el alboroto de los
pequeños, Jeremías salía de su
escondrijo, se ocultaba entre las

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

mochilas escolares y disfrutaba con


cada una de las historias que ella
narraba con entusiasmo, imagi-
nándose a sí mismo como el
protagonista de aquellas aventuras. Y
por la noche, cuando todos se
marchaban y la señorita Clarabel
apagaba las luces, buscaba el cuento
en su estantería y se fijaba mucho en
las letras, esforzándose en recordar
cada palabra de la narración. Y así,
poco a poco, aprendió a leer.
Le gustaban todos los libros,
pero especialmente aquéllos que
contaban aventuras de caballeros

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

andantes, soberbios castillos, reyes


solemnes y hermosas princesas. Y en
cada una de esas princesas, él veía a
Melinda.
Melinda había nacido en la
colonia, como él, pero era distinta a
los demás. Ella era una preciosa
ratoncita blanca de ojos almen-

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

drados, que hacía suspirar a Jeremías


desde hacía años. Y es que Jeremías
la amaba en secreto, pero nunca se
había atrevido a decírselo. A menudo
se escondía para verla pasar, con su
brillante pelo blanco, su hermosa
cola de color rosado y un pequeño
pañuelo azul turquesa que siempre
llevaba anudado al cuello. Después
se marchaba a su dormitorio –oculto
bajo el estante donde se encon-
traban los libros del rey Arturo– y se
quedaba dormido pronunciando su
nombre.

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

–¡Oh, Melinda! –decía suspi-


rando.

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

Y todas las noches soñaba con


mundos de fantasía en donde él era
un gallardo caballero que salvaba a
su princesa de mil peligros:

–¡Alto ahí, malvado dragón!


–decía en sueños–. ¡Aléjate de la
princesa Melinda o te daré tu
merecido!

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

Una mañana ocurrió algo ines-


perado. Las puertas de la biblioteca
se abrieron de par en par para dejar
paso a dos hombres vestidos con
traje y corbata que parecían tener
mucha prisa y que, a pesar del cartel
de advertencia que había en la
entrada, hablaban a gritos.

–Venimos del Ayuntamiento


con orden de cerrar este esta-
blecimiento. Aquí nunca entra nadie
–argumentaron–. Se venderán todos
los libros y aquí se construirá un

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

centro comercial. Tiene usted quince


días para vaciar la biblioteca. Buenos
días.

Y la pobre señorita Clarabel


por poco se desmaya del disgusto. Y
también Jeremías. No podía creerlo...
¡Iban a derribar su querida biblioteca
y a deshacerse de todos los libros
como si fuesen baratijas! Y además...
¡la colonia! Todos se quedarían sin
hogar... Melinda se alejaría de él para
siempre...

–¡No, no y no! –decía desespe-

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

rado, caminando en círculos por la


sección infantil–. Tengo que hacer
algo, ¡no puedo rendirme!

La señorita Clarabel tampoco


pensaba quedarse de brazos cru-

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

zados mientras destrozaban el lugar


que más amaba en el mundo. Cogió
el teléfono e hizo varias llamadas.
Habló con los colegios de Villaes-
trella, con los periodistas de la
prensa local y con la oficina del
Alcalde. Éste prometió hablar con
ella personalmente aquella misma
tarde. Y, como era un hombre de
palabra, así lo hizo.

–Lo lamento muchísimo,


señorita Clarabel –le dijo since-
ramente apenado–. La biblioteca
apenas se utiliza y produce muchos

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

gastos. Un centro comercial sería


bueno para la ciudad y daría trabajo
a mucha gente.
–Pero, señor Alcalde, toda
ciudad necesita una biblioteca –dijo
la señorita Clarabel, desesperada–.
¡Éste es el hogar de la cultura, no
puede derribarlo!
–No sabe cuánto lo siento... Yo
disfruté mucho aquí cuando era niño,
encontré grandes amigos entre esos
estantes... Pero ahora debo hacer lo
mejor para la ciudad.

Y se marchó, dejando a la

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

señorita Clarabel desolada. Pero ella


no iba a rendirse tan fácilmente.
Pasó los días buscando apoyo en la
comunidad, llamando puerta por
puerta, pero no encontró la ayuda
que esperaba. Nadie pensaba
apoyarla. Los niños preferían los
videojuegos a los libros, los adultos
estaban demasiado ocupados para
leer y los periodistas tenían mejores
noticias que cubrir. A nadie le
importaba un viejo edificio lleno de
libros inútiles. Al final del último día
del plazo, derrotada, la señorita
Clarabel llevó a su mesa de biblio-

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

tecaria sus libros favoritos y, abra-


zada a ellos, se echó a llorar hasta
que se quedó dormida.
A Jeremías se le rompía el
corazón al verla tan triste y al pensar
que, realmente, no había ninguna
solución que pudiera salvar su
querido hogar. Aquella noche se
durmió apesadumbrado y sus sueños
estuvieron plagados de pesadillas. Ya
no era un caballero valiente. El
malvado dragón era mucho más
grande y él se sentía mucho más
pequeño, incapaz de salvar a su
princesa, que se alejaba de él más y

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

más. Despertó de madrugada, de un


brinco se levantó de su cama y dijo
en voz bien alta:

–¡No me rendiré! ¡El rey


Arturo no se habría rendido! ¡Lu-
charé hasta el final y salvaré el
castillo!

Y se puso manos a la obra.


Buscó entre sus tesoros y encontró
justo lo que necesitaba: un dedal
para utilizarlo como casco, un trozo
de colador que le serviría de coraza y
una enorme aguja de coser lana, que

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

sería una magnífica espada. Cuando


estaba colocándose su armadura de
caballero, oyó un ruido a su espalda.
Se dio la vuelta y se encontró cara a
cara con Melinda.

–Jeremías, estamos en
peligro, ¿no es así? –preguntó con su
dulce voz–. ¿De eso hablaron
aquellos humanos? Porque la señora
está muy triste desde entonces... Tú
entiendes lo que dicen, ¿verdad?
–Eh... yo... –titubeó, tragando
saliva. Era la primera vez que
hablaba con su amada Melinda–. Sí...

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

así es. Quiero decir que sí, les


entiendo. Y también sé leer en su
lenguaje –añadió, orgulloso.
–¿Y qué dijeron?
–Que van a derribar la biblio-
teca.
–¡Oh, pero eso es terrible!
–No, no te preocupes –la tran-
quilizó, caballeroso–. Yo lo impediré.
–Sé que lo harás –afirmó muy
segura–. Eres muy listo, Jeremías. El
más listo de todos nosotros. Y muy
valiente.

Jeremías enrojeció hasta la raíz

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

del pelo y sintió cómo crecía por


dentro.

–Toma –dijo Melinda quitán-


dose su pañuelito azul turquesa y
anudándolo en el brazo de Jere-
mías–. Esto te traerá suerte.

Le dio un beso en la mejilla y


trepó con gran agilidad por las estan-
terías hacia las vigas del techo.
Jeremías se tocó la mejilla, allí donde
ella había depositado su beso y
suspiró. Acariciando el pañuelo que
ella le había atado en el brazo, se

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

sintió invencible. ¡Un auténtico


caballero andante!
Y así ataviado, fue hacia la
mesa de la bibliotecaria, que aún
dormía con la cabeza apoyada en sus
libros. Trepó por la pata de la mesa y
se plantó ante su cara.

–¡No temáis, mi señora! ¡Yo


defenderé el castillo y atravesaré a
los intrusos con el filo de mi espada!
–gritó decidido.

La señorita Clarabel, soño-


lienta, entreabrió los ojos y le sonrió,

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

segura de que se trataba de un


sueño producto de sus preocu-
paciones. Jeremías bajó de la mesa
de un salto y corrió hacia la puerta
principal, justo en el momento en
que se abría para dar paso a unos
hombres malhumorados que por
poco le aplastan. Jeremías salió al
exterior... y se quedó petrificado. Allí
estaba... ¡el inmenso dragón de sus
pesadillas! Jeremías dudó un
momento sintiéndose insignificante
junto a aquella máquina amena-
zadora, pero enseguida se rehízo. Se
ajustó el dedal, se sujetó bien la

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coraza, acarició el pañuelo de


Melinda y respiró hondo. Tenía una
misión que cumplir y nada le
detendría. Ni siquiera ese enorme
dragón dorado...

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En el interior del edificio los


funcionarios, que venían acompa-
ñados de un ingeniero y del encar-

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gado del equipo de demolición, se


acercaron enfurecidos a la mesa de
la bibliotecaria:

–¿Todavía no ha vaciado
usted el edificio? –gritaron, incré-
dulos–. ¡Señora, la avisamos con
tiempo suficiente! ¿Por qué no ha
obedecido una ordenanza muni-
cipal?

La señorita Clarabel pensó con


rapidez:

–Me ha resultado imposible

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

encontrar ayuda para vaciar la biblio-


teca. Comprenderán ustedes que soy
demasiado vieja y débil para cargar
yo sola con todos estos libros tan
pesados...

Los hombres deliberaron


durante un rato, uno de ellos hizo
una llamada telefónica y, al mo-
mento, anunció:

–Está bien. Pospondremos el


derribo. Tiene usted un día para
vaciar la biblioteca o será demolida,
vacía o llena.

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

Y dieron media vuelta para


marcharse por donde habían venido.

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Mientras tanto, Jeremías había


logrado trepar a lo alto de aquel
inmenso dragón de metal. Se plantó
ante la cabina –en donde un operario
aguardaba las instrucciones de sus
jefes para poner en marcha la
máquina de demolición–, sacó su

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espada y, amenazando con ella al


dragón, le gritó:

–¡Sal de los dominios de mi


señora Clarabel y no te atrevas a
volver por aquí! ¡Si vuelves a
acercarte a mi señora o a la princesa
Melinda, probarás el acero de mi
espada!

Y, al instante... el operario
arrancó el motor e hizo retroceder la
máquina lentamente. ¡Lo había
logrado! Jeremías bajó de un salto y
entró en la biblioteca con el ánimo

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del triunfador:

–¡Lo he conseguido! –gritaba


entusiasmado– ¡He derrotado al
dragón!

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Se topó de nuevo con los


hombres del Ayuntamiento –que una
vez más estuvieron a punto de
aplastarle con sus enormes botas– a
tiempo de oírles amenazar:

–Volveremos mañana a esta


misma hora. No lo olvide.

A Jeremías se le heló la sangre.


No había derrotado a su enemigo. Y
al día siguiente volvería con
refuerzos para asediar el castillo.
Debía encontrar una solución. Pero,
¿cuál? Había llegado el momento de

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

hablar con la colonia... Y entonces,


ocurrió. De pronto recordó las
palabras del Alcalde y una idea brilló
en su mente. Trepó por la primera
estantería y desde allí arriba vio
cómo la señorita Clarabel, cabizbaja,
comenzaba a sacar los libros de los
estantes. Jeremías, decidido, se
atusó los bigotes, se colocó el dedal
bien derecho y entró en el agujero
que conducía al nido de la colonia.
Una vez allí, les habló en voz bien
alta, sin tartamudear y les explicó los
peligros a los que se enfrentaban.
Todos le escucharon con mucha

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atención y Jeremías vio cómo


Melinda le miraba con los ojos
brillantes, orgullosa de él.

–Voy a derrotar al enemigo


–les aseguró–, pero no puedo
hacerlo solo. Necesito vuestra ayuda.

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

–¿Y cómo podemos ayudarte


nosotros? No somos guerreros, sólo
somos unos pobres ratones –pre-
guntó un viejo ratón, atemorizado.
–Pero somos muchos. Unidos
seremos fuertes –les animó Jere-
mías–. Y tengo un plan.

Jeremías les contó su idea para


salvar a la colonia y su querido
hogar: tal como el Alcalde había
dicho, todos los habitantes del
pueblo habían entrado alguna vez
allí, habían disfrutado con algún
libro, con las narraciones de la

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señorita Clarabel... Todos ellos,


grandes y pequeños, habían amado
alguna vez la biblioteca. Sólo debían
recordárselo, hacer que volvieran a
ella aunque fuera una sola vez y
Jeremías estaba seguro de que ya no
serían capaces de consentir que la
derribasen.

–Esto es lo que haremos...

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Durante toda la noche, los


ratoncitos llevaron a cabo con gran
valor la misión que Jeremías les
había encomendado. Fueron por
parejas entrando, una a una, en
todas las casas de la ciudad y
dirigiéndose sigilosamente a los
dormitorios. Una vez cumplido su
objetivo, les hacían cosquillas a los
humanos para despertarles y salían
rápidamente sin ser descubiertos.
Todos los habitantes de Villaestrella
despertaron durante la noche sin
saber por qué. Y todos y cada uno de
ellos encontraron en su cama un

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misterioso libro de la biblioteca, que


no pudieron resistirse a hojear...

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Aquella mañana la señorita


Clarabel se despertó aún más triste
que el día anterior. Se había
marchado a casa bien entrada la
noche y sólo había logrado dormir
unas pocas horas. Todo iba a
terminar, ya no le quedaba ninguna
esperanza. Salió de su casa muy
temprano, pues quería llegar a la
biblioteca mucho antes que los
funcionarios y su equipo de demo-
lición. Cuando ya estaba muy cerca,
al doblar una esquina, se encontró
con una maravillosa sorpresa: ante la
puerta de la biblioteca había un gran

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

número de personas de todas las


edades aguardando para entrar. Se
diría que la ciudad entera se encon-
traba allí, formando una larguísima
cola que ocupaba dos o tres
manzanas.

–Buenos días, señorita Cla-


rabel –le decían algunos ciudadanos
cuando pasaba junto a ellos–. ¿Sería
posible llevarme este libro prestado?
Comencé a leerlo anoche y no he
podido parar...
–Me gustaría quedarme este
libro algunos días, si no es molestia

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A Jeremías, el ratón de biblioteca A

–le decían otros–. No sé cómo llegó a


mi casa durante la noche, pero no
me importa. La verdad es que llevaba
tiempo queriendo leerlo...

La señorita Clarabel no daba


crédito a lo que veía. Parecía cosa de
magia... Abrió las puertas de la
biblioteca y entró seguida del
público, que aguardó su turno educa-
damente. Algunos se marchaban al
obtener su libro, pero otros muchos,
especialmente los niños, buscaban
asiento y comenzaban a leer allí
mismo. La bibliotecaria no recordaba

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que se hubieran prestado jamás


tantos libros, ni siquiera el día de la
inauguración. Los empleados del
Ayuntamiento llegaron dos horas
más tarde y se quedaron atónitos.

–Como verán, estoy muy


ocupada. ¿Pueden hacer el favor de
llamar ustedes al señor Alcalde y
decirle que la biblioteca está repleta
de público? Muchas gracias. Por
favor, no hagan ruido al salir. A no ser
que prefieran quedarse a disfrutar de
un buen libro...

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Una hora después de cerrar las


puertas de la biblioteca, la señorita
Clarabel todavía no podía creer que
sus problemas se hubieran resuelto
de una forma tan extraña. No sabía a
quién agradecerle su suerte... ¿O tal
vez sí? Aquel extraño sueño en el
que un gallardo caballero ratoncito
se ofrecía a salvarla... ¿fue realmente
un sueño? La señorita Clarabel nunca
estuvo del todo segura de eso. Pero,
por si acaso, a partir de aquel día

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siempre dejó un plato con queso y


galletas antes de volver a casa.

Fin

Gandía, 25 de abril de 2009


Catalina Gómez Parrado

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Mil besos. Hasta pronto.


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