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MODERNIDAD E INDEPENDENCIA COMO AUTOFAGIA

El desarrollo de los términos del título debe ir antecedido por una pregunta y su posterior
respuesta tentativa: ¿cómo conjugar una razón laica e ilustrada con un discurso neoclásico
independentista que no puede dejar de invocar lo divino? Tal es el caso de los discursos
enmarcados en el neoclasicismo y la ilustración que buscan abrirse paso entre las
humanidades y las propuestas políticas y formas de gobierno, desde la Carta a los
españoles americanos de Juan Pablo Viscardo y Guzmán, hasta la poesía que canta las
victorias de las nuevas repúblicas latinoamericanas fundadas en las primeras décadas del
XIX. Andrés Bello no es ajeno a esta dificultad histórica, cuando no epistemológica. En
el caso de este autor, la explicación podría ser lo evidente del hecho fatal que disloca el
mundo de una realidad material premoderna y el ámbito intelectual de aquel momento
que se arroja apurado y autoconsciente hacia la búsqueda del progreso en el terreno
continental latinoamericano. El discurso en cuestión no solo explica, sino que crea, casi
impone unas imágenes desde el seno de la ciudad letrada y obstaculiza cualquier otra
visión en los destinatarios letrados.

Para llevar lo expuesto líneas arriba a un plano más concreto, valgámonos como ejemplos
de la Alocución a la poesía y La agricultura de la zona tórrida, ambos poemas de Andrés
Bello. En estos evidenciamos dos componentes propios del discurso ilustrado: la
explotación de la naturaleza como vía hacia el desarrollo, y búsqueda de una identidad
gestada en el signo secular de la nación que aglutina un colectivo intentando prescindir
de mediación divina.

La búsqueda del añorado desarrollo debe pasar por una optimización de los recursos, una
adquisición de un poder administrativo que tome las riendas del curso de la política
nacional y continental. Este aspecto, sin embargo, presente, por ejemplo, en Viscardo y
Guzmán quien pugna por hacer un lugar central para los criollos en la vida pública de la
sociedad latinoamericana, aparece con un signo bastante diferenciado en la propuesta de
Andrés Bello. Bello supera a esa modernidad que se ha denunciado como consecuencia
de la colonización de vastas regiones subordinadas a Europa, solo importantes en la
medida que constituyen un terreno de usufructo para una potencia del viejo continente,
como se evidencia en las demandas explícitas de Viscardo y Guzmán, en cuya Carta antes
citada se menciona constantemente el derecho heredado por los descendientes de los
invasores: “el gran suceso que coronó los esfuerzos de los conquistadores les daba, al
parecer un derecho […] mejor que el que tenían los godos de España”1. Después de todo,
el sacerdote jesuita sigue invocando la conquista como una hazaña gloriosa gestada por
héroes cuyos descendientes han sido despojados de lo que supone les corresponde por
herencia. En cambio, intenta Bello un discurso en el que la naturaleza beneficie de una
manera no reducible únicamente al ámbito financiero, sino además permita el surgimiento
de una identidad latinoamericana. Esto es reconocible en su Alocución, poema en el cual
el yo lírico recorre imaginaria y discursivamente cada país, la totalidad geográfica
latinoamericana, la que identifica y apropia, incorporándola en un gran proyecto
supranacional y cuya construcción asume como un compromiso del que ya no se puede
sustraer. La colección de lugares, su enumeración es, al menos en la primera parte del
poema, torrencial. Agota los espacios, abarca los confines, y son ya parte de este, en la
medida que los imagina para un público ávido y receptivo de estas construcciones
mentales: las ciudades de Lima, de Bogotá, Quito, Caracas, Buenos Aires, Santiago de
Chile, son objeto de una acumulación de cualidades que las equipara en dignidad, les
asigna similar importancia en la historia y en los proyectos cívicos venideros, y responden
a un mismo flujo de energía, antigua y, sin embargo, viva y empleable para la renovación
de la región. Este entusiasmo ilustrado, que presenta a las nuevas repúblicas
independientes como producto de la razón y explotación de las potencias propias del
medio ambiente, encuentra un escollo en la invocación a elementos divinos: es el
imaginario religioso de la antigüedad el que ahora se invoca para enunciar un proyecto
de cambio que pretende ser radical: “de Manco Cápac gemirán los manes”2 nos advierte
el yo lírico, para luego conminar “Despierte (oh Musa, tiempo es ya)”3.

En el caso de Bello, rechazar la monarquía y, sin embargo, mantener el pensamiento


religioso, aun limitado a sus formas avaladas por el neoclasicismo, no solo implicaría una
contradicción filosófica, sino también política en el sentido que aquel justifica el sistema
monárquico que ahora se cuestiona. De allí que Antonio Cornejo Polar señala una aporía
y hable de una “modernidad harto modesta y […] todavía incapaz de asumir con rigor la
desacralización del mundo y de la historia, que es percibida, desde que Weber ahondara
en el asunto, como el signo mayor que permite distinguir la inflexión histórica que marca
el acceso a la modernidad”. 4 Si tomamos lo anterior por verdadero, Bello intenta evitar

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Cornejo Polar, Antonio. P. 15
el componente católico y cristiano avalador del sistema monárquico, y conserva la energía
del pensamiento religioso y lo traslada a un objeto de origen distinto, exótico y a la vez
traído del propio mundo de la razón clásica. Así, la musa invocada en la poesía sobrevuela
el continente latinoamericano y extiende una identidad supranacional.

Dado lo anterior, habría que preguntarnos sobre qué base -siempre arbitraria- aglutina
pueblos cuyo único fin común inmediato es la independencia política y cuyo pasado
compartido más visible es la lengua y la religión del grupo dominante que se busca
expulsar. ¿cómo y por qué hacer una creación tal como una identidad que conglomere tan
vasta región y variadas gentes? La pregunta puede parecer ingenua, pero busca exponer
algunas contradicciones de aquel momento histórico. Si la lengua española es un
elemento del que ya no puede prescindir si se desea mantener la unidad, similar
consideración acaso deba tenerse sobre la religión. El proceso implica entonces un intento
por superar las aporías que atraviese el espesor histórico y rescate un espacio de
religiosidad ajeno al cristianismo, autóctono y, sin embargo, objeto de cierto prestigio
además de actualizador de las identidades. Pero esta actitud, presente en poetas como José
Joaquín de Olmedo, parece difícil de asumir por Bello, en cuyo poema Agricultura de la
zona tórrida, el ente de cualidades divinas se transfigura en una tierra viva y dadora de
vida, casi haciendo retroceder el pensamiento religioso a una etapa mucho más básica y
primitiva, con sus potencias restituidas y aún no desplegadas, disponibles ahora en todas
sus posibilidades creadoras, al servicio de una comunidad que trasciende sus identidades
nacionales locales, y que camina a un desarrollo conjunto. Desde este punto de vista, la
tierra que alguna vez diera identidades a grupos indígenas, conserva su capacidad de
establecer comunidades, y se constituye como fuente constante e interminable de sentido.
Mirar hacia la tierra es entonces también mirar hacia el pasado para pensarse a sí mismo,
hallar el lugar propio en el mundo, y buscar un punto de inicio desde el cual trazar un
curso político de acción.

El problema de la búsqueda de una identidad nacional (que luego se articularía a nivel


continental) es entonces el meollo de la modernidad que se reclama tras caer el Antiguo
Régimen. Un sistema monárquico cuyo abandono y superación transita, en el caso
latinoamericano, por un obligado recorrido y recolección de los elementos constituyentes
de una comunidad más antigua, anterior a cualquier identidad cuya vigencia se intente
defender e instrumentalizado como una energía que emana de las profundidades de la
tierra y de la historia para dar impulso a un proyecto que las inventa, les adjudica
cualidades y valores que habían permanecido inéditos hasta la Colonia, y ahora asumidos
como indispensables para renovar las formas de gobierno y crear identidades
supranacionales.

Otra dificultad en la construcción de estas nacionalidades es la contradicción entre


proclamarse abanderados de la razón y la arbitrariedad de un proyecto cuyo único sostén
es la decisión de un colectivo de creer en su existencia, pertinencia y eficacia como
medios ejecutorios para su puesta en marcha, y el intento de superar tal aporía
atrincherándose en sistemas políticos que se justifican mediante la presentación de tales
propuestas como las mejores posibles, construidas bajo el signo pretendidamente
incontrovertible de la razón ilustrada. La razón no se lanza entonces en una persecución
de una hipóstasis de lo nacional, sino que opera de manera estratégica, seleccionando los
elementos que más convenientes son para su propio fin, el cual es determinado de acuerdo
a una lógica que busca organizar el propio territorio de acuerdo a una escala de valores
surgida con la ilustración y en el seno de un grupo social más o menos limitado que trae
tales ideas. Para el caso de Latinoamérica, aquel grupo, sabemos, es el criollo. Esto en la
realidad se traduce en una modernidad que resulta tanto más amenazadora para sí misma
cuanto más ambiciosa y abarcadora es su propuesta de integrar grupos diversos.

Aún queda por resolver en qué medida la modernidad y la independencia


constituyen una forma de autofagia. Para ello resulta pertinente traer a colación el artículo
de Antonio Cornejo Polar “Unidad, pluralidad, totalidad”, donde desarrollará sus
conceptos sobre una base dialéctica. La totalidad sería una superación de los términos de
unidad y de pluralidad. En este trabajo señala que la idea de unidad es una proyección de
una clase hegemónica sobre nuestra cultura en general; y sobre el corpus de nuestra
literatura, en particular. Lo que la idea de unidad opera es la eliminación del espesor
histórico de América Latina, al identificar un solo proceso histórico, con una sola línea
de antecedentes y sucesores, obstaculizando o intentando anular las múltiples voces en
posición no hegemónica que pugnan en el interior de nuestra tradición cultural, la mayoría
de ellas de origen popular, oral y prehispánico en posición de dominadas. La solución a
esta invisibilización de parte de nuestras culturas no sería el de pluralidad, pues al igual
que el término de unidad, es desproblematizado y deshistorizado al no poder integrar
aquella pluralidad en un común y mayor proceso histórico que envuelve todas aquellas
voces en una totalidad contradictoria. Considero que tal explicación es extrapolable a toda
la cultura y no solo la literatura. De esta manera, el proyecto modernizador se desarrolla
en un período en que conviven dos tiempos históricos que pugnan entre sí.

Habida cuenta de este fenómeno, el proyecto modernizador es la empresa de un


colectivo criollo e ilustrado que se mueve en la dialéctica que lo hace volcarse
constantemente hacia un pasado que fue interrumpido por una clase de la que forma parte,
y de la que ahora busca apropiarse dando lugar un sujeto con una identidad variable, en
constante búsqueda de sí mismo, que fagocita lo que encuentre su alcance mientras sea
útil, y que no tiene reparos en emplear una lógica que hace tambalear sus propios
cimientos.

La dinámica específica de la modernidad y su lugar en los procesos de


independencia quedan especificados si tenemos en cuenta la integración de un concepto
desarrollado por Ángel Rama y que David Sobrevilla integra en el de heterogeneidad. Me
refiero el término de transculturación, el cual no sería otra cosa que una de las formas
posibles que aquel fenómeno más amplio adquiere.

Puntos a tomar en cuenta:


El discurso ilustrado ha de tener dos componentes: explotación de la naturaleza como
vía hacia el desarrollo, y búsqueda de una identidad gestada en el signo secular de la
nación que aglutina un colectivo sin mediación divina.
La dialéctica de un colectivo que constantemente se vuelca hacia su pasado y pugna por
apropiarse de él de manera más o menos creativa. ----- transculturación?
Las contradicciones entre la proclama para sí de abanderados de la razón y la
arbitrariedad de un proyecto cuyo único sostén es la decisión de un colectivo de creer en
su existencia, pertinencia y eficacia como medios ejecutorios para su puesta en marcha,
y el intento de superar tal aporía atrincherándose en sistemas políticos que se justifican
mediante la presentación de tales propuestas como las mejores posibles, construidas
bajo el signo pretendidamente incontrovertible de la razón ilustrada.
Un sistema monárquico cuyo abandono y superación transita por un obligado recorrido
y recolección de los elementos constituyentes de una comunidad más antigua, anterior a
cualquier identidad cuya vigencia se intente defender e instrumentalizado como una
energía que emana de las profundidades de la tierra y de la historia para dar impulso a
un proyecto que las inventa, les adjudica cualidades y valores que habían permanecido
inéditos hasta la Colonia, y ahora asumidos como indispensables para renovar las
formas de gobierno y crear identidades continentales.

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