No hay ninguna definición cerrada del lenguaje, pero podemos destacar dos: 1) Instrumento o herramienta que, o bien sirve para transmitir información, o bien sirve para comunicarnos (o para las dos cosas). Cuando afirmamos que es una herramienta o un instrumento, estamos suponiendo que es algo externo al sujeto. Por otro lado, cuando hablamos de que sirve para transmitir información, se da prioridad al mensaje transmitido, pero no al sujeto; mientras que, si decimos que sirve para comunicarnos, se incide en la persona que actúa como emisora y en la persona que actúa como receptora, lo que significa que los elementos que eran olvidados en la definición anterior, son priorizados en esta. 2) Hay otro planteamiento acerca de qué es el lenguaje que no está de acuerdo con el planteamiento anterior. Por ello, sostiene que el lenguaje debe entenderse como una competencia que poseen todos los seres humanos, de tal forma que habría que distinguir entre lenguaje y lengua, pues, si estamos hablando de una competencia que poseemos todos los seres humanos, esa competencia tendrá una parte compartida, que sería lo que llamamos “lenguaje”, y una parte que dependerá del contexto cultural, que sería lo que llamamos “lengua”. Pues bien, esta parte universal, compartida, del lenguaje ha encontrado su máximo defensor en la gramática generativo-transformacional, que permite conservar la universalidad de las estructuras sintácticas, al sostener que tenemos una capacidad innata de elaborar sintácticamente nuestra lengua. Sin embargo, no solo Chomsky ha defendido esto, sino que también hay otros (como Habermas) que han defendido que, además de las estructuras sintáctica, poseemos de forma innata una competencia comunicativa, que es universal. Competencia que aporta al ser humano la capacidad de entendernos, esto es, la capacidad del entendimiento, lo que significa que, de forma natural e innata, poseemos la capacidad de dialogar, de argumentar y de establecer razones que nos lleven al acuerdo. Por lo tanto, estamos abocados al entendimiento y, por consiguiente, a ser racionales. Sin embargo, aunque esta capacidad del entendimiento es innata, con todo, hay veces en las que no nos entendemos. ¿Por qué? Pues porque dicha capacidad tiene que hacer frente a una serie de obstáculos externos (intereses, poder, etc.) que imposibilitan su desarrollo. Asimismo, dentro de esta concepción, hay quien sostiene (como Bruner) que la habilidad que compartimos todos los seres humanos, no es en realidad sintáctica (como diría Chomsky), ni comunicativa (como diría Habermas), sino narrativa. La competencia comunicativa incide en una interacción donde el emisor y el receptor juegan un papel fundamental, es decir, tienen papeles simétricos, en el establecimiento de acuerdos racionales, por lo que la competencia comunicativa pone en valor la capacidad de los seres humanos para llegar a entendernos, en el intento de vivir en una sociedad mejor. Por lo tanto, podría decirse que esta competencia es concebida dentro de un proyecto político. Por su parte, en la competencia narrativa, el emisor es la que tiene un papel más significativo (aunque no es que el receptor no tenga importancia, sino que tiene menor relevancia que en la competencia comunicativa), de tal forma que esta competencia, a diferencia de la comunicativa, ni siquiera necesita el diálogo. Por lo tanto, esta competencia, más que un papel político, tiene una función más bien psicológica, que consiste en establecer nuestro lugar en el mundo social, vale decir, establecer nuestros roles sociales. Pero no solo sirve para esto, sino que también sirve para diferenciar la acciones normales de las patológicas e interpretar dicho mundo (con lo cual cabe también la mentira; cosa que en la competencia comunicativa no era posible). Y es que esta concepción, a diferencia de la anterior, no busca el entendimiento ideal entre las personas, sino el menor malestar posible, esto es, el equilibrio emocional. Así pues, la capacidad de narración incide en ese equilibro psicológico que proporcionan esos roles sociales. Y esto está a la base de lo que se conoce como “interaccionismo simbólico”, que incide en la importancia que tienen los demás para constituir nuestra propia identidad: lo que somos, lo somos como reflejo social. 3) Sistematización de la mente: el lenguaje sirve para sistematizar la mente, lo que significa que no hay mente sin lenguaje. En este sentido, se habla de dos fechas de nacimiento: aquella en la que nacemos biológicamente y aquella en la que aprendemos conceptos (empíricos y descriptivos) que nos permiten sistematizar nuestra mente. Por lo tanto, según esta concepción, todo lo que hay en la mente es lenguaje y, por ende, el sujeto es lenguaje, de manera que una teoría de la mente sería algo sinónimo a una teoría del significado. Así pues, el lenguaje nos constituye, por lo que podría decirse que somos lenguaje. Ahora bien, una de las grandes dificultades de esta visión es, por un lado, que tiene que hacer frente a muchos prejuicios vigentes en el ámbito de la filosofía y, por otro lado, que tiene que defender una perspectiva interdisciplinar del lenguaje, lo que supone cooperar con otras disciplinas (psicología, sociología, historia, biología, etc.) y añadir una complejidad a la discusión. Pues bien, la concepción que más se acerca a esta perspectiva es la concepción pragmática del significado. Y ahora veremos porqué. Tema 2. Definición del significado: enfoque sintáctico, semántico y pragmático La filosofía analítica (Frege, Russell, Carnap, Moore, Wittgenstein, Searle, Quine…) no tiene una definición clara, pero podría entenderse como un conglomerado de posturas o de visiones que intentan analizar el lenguaje, utilizando un método preciso, a saber, el método analítico, que consiste en descomponer los elementos más complejos para llegar a las unidades de análisis más simples, es decir, es aquel que intenta huir de la especulación, utilizando la investigación como un proceso de descomposición. Pues bien, la filosofía analítica, a lo largo de su historia, ha estudiado el lenguaje básicamente desde dos perspectivas: la perspectiva formalista y la perspectiva pragmática. La primera sostiene que los problemas filosóficos al final son problemas que derivan de un mal uso del lenguaje, es decir, nuestro lenguaje es un instrumento deficitario y limitado, y, al empeñarnos en utilizarlo, surgen los problemas filosóficos, por lo que hay que sustituir este instrumento por otro que cumpla con los requisitos de la coherencia, de la fundamentación, etc., es decir, sustituirlo por un lenguaje de tipo formal, que es aquel que se fundamenta en la estructura lógica de nuestro pensamiento y que es capaz de describir y explicar el mundo. Por su parte, la segunda, que surge (de mano del propio Wittgenstein) de las propias deficiencias de la perspectiva formalista, sostiene que hay que tener en cuenta, por un lado, al sujeto de carne y hueso, esto es, a la persona empírica, y, además, cómo usamos el lenguaje en sociedad. En este sentido, dado el interés de esta perspectiva por el sujeto, vemos que es la que más se acerca a la consideración de la mente como parte del análisis del lenguaje, de manera que se relacionaría con la visión sistematizadora de la mente que antes comentábamos. Así pues, si hablamos de concepción pragmática del significado, hay que tener presente tres libros: las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, que es el iniciador de esta corriente; Cómo hacer cosas con palabras de Austin, que representa la madurez de esta corriente; y Actos de habla de Searle. Ahora bien, podría decirse que, en realidad, ninguno de estos tres autores tienen una verdadera teoría pragmática del significado, pues ninguno de ellos ha tenido el valor teórico y práctico para ser consecuentes con una teoría pragmática del significado, lo que implica que estamos tomando como concepciones pragmáticas del significado teorías que en realidad son concepciones sintácticas del significado. Y esto, a su vez, implica que no existen teorías pragmáticas del significado. Y es que lo que estos autores quieren es relacionar el lenguaje con el sujeto real que, además, interacciona en sociedad. Pero no solo esto, pues su pretensión también consiste en definir el lenguaje, es decir, el significado, en los términos de uso, aclarando cómo usamos ese lenguaje en contextos determinados, de tal manera que esa teoría del significado, entendida como uso, tiene que servir para una aplicación práctica de la sociedad que permita explicar nuestros comportamientos e incluso para exigir cambios sociales. Wittgenstein: Así, el segundo Wittgenstein se basa casi de forma inmediata en el componente social del lenguaje, en la importancia que tiene la interacción con los demás a la hora de valorar y aprender el lenguaje. De esta manera, al intentar incidir en esa interacción, lo que hace es proponer como unidad mínima de análisis la noción de “juego del lenguaje”, que hace referencia a la naturaleza interactiva del lenguaje, donde no solamente se implica un decir, sino donde además hacemos cosas al decir. En otras palabras: el juego del lenguaje no solamente implica el manejo de algún tipo de signo, sino que también implica una vinculación social al definir acciones, es decir, hacemos cosas al tiempo que decimos cosas. Por lo tanto, el aprendizaje y el uso del lenguaje es un uso social, interactivo y vinculante; de ahí que el aprendizaje del lenguaje se haga mediante la imitación (de roles comunicativos), de manera que aprendemos una lengua no solo cuando le ponemos nombres a las cosas, sino sobre todo cuando logramos aprender a interactuar con los demás. Y el juego del lenguaje es una constante en el manejo del lenguaje, por lo que se mantiene a lo largo de la vida del hablante. Ahora bien, el juego del lenguaje no se da de forma universal, sino que depende de los distintos contextos culturales, a los que Wittgenstein denomina “formas de vida”, lo que significa que los juegos del lenguaje son tantos como formas de vida existan, vale decir, infinitos, y, por ende, no se pueden clasificar, no podemos proponer una teoría de ellos. Pero esto también arrastra una dificultad, a saber, cómo vamos a ser capaces de elaborar una teoría del lenguaje, basándonos en usos infinitos del lenguaje. Y, por eso, tienen tanto predicamento las teorías innatistas, al proponer un cimiento común en todas las personas. Aunque Austin y Searle sí que defenderán que es posible clasificar los juegos del lenguaje. Por lo tanto, aprendemos una lengua cuando adecuamos nuestros procesos comunicativos a los distintos contextos, esto es, a las distintas formas de vida. Ahora bien, habría dos tipos de contextos: el cultural universal y el cultural individual. El primero sería el correspondiente a nuestra lengua (por ejemplo, en nuestro caso, el contexto de la lengua canaria), mientras que el segundo se refiere a la posición (rol) que mantenemos en el contexto socio-cultural. Si bien, Wittgenstein, aunque realiza esta distinción, muchas veces la pasa por alto, pues se centra fundamentalmente en el contexto cultural universal, por lo que se trata de una distinción no-operativa. Y es que ocuparse del contexto cultural individual supondría adentrarse en cuestiones psicológicas, de modo que resulta más fácil analizar el contexto general. Aunque, todo sea dicho, él renuncia explícitamente a la psicología por razones de desorden interno de esa disciplina, y, por ello, limita su análisis al contexto universal. Y es que la ventaja teórica que ofrece el contexto cultural universal es que permite sustituir los datos psicológicos, es decir, las características psicológicas de los sujetos, por reglas. Pero, ¿de qué tipo de reglas estamos hablando? Porque, si tienen un carácter mental, poco avanzamos, ya que estaríamos entrando en la psicología. Por ello, propone una reglas sociales, compartidas (intersubjetivas) y que surgen de la interacción social, que le permitirán analizar los juegos del lenguaje. Ahora bien, lo normal es que no seamos conscientes de estas reglas; y esto nos llevaría a los derroteros de lo no-consciente y, por consiguiente, a la psicología. Sin embargo, Wittgenstein salva este problema sosteniendo que esas reglas siempre tienen un reflejo en la estructura gramatical: “todo criterio interno puede ser sustituido por un criterio externo”, es decir, por la gramática. No obstante, el problema es que esto no tiene nada que ver con la concepción pragmática del significado, puesto que sustituye la complejidad del sujeto por la simplificación de la gramática. Austin: Por otro lado, Cómo hacer cosas con palabras de Austin y Actos de habla de Searle intentan dar algún tipo de explicación a las cosas que quedan en el aire en el planteamiento de Wittgenstein, para intentar que sus propuestas se acerquen más a la concepción pragmática del significado. Así, Austin y Searle sustituyen el concepto de “juego del lenguaje” por la noción de “acto de habla”. La inicia Austin en Cómo hacer cosas con palabras, Searle la da por buena, y aún hoy esta noción se concibe como la unidad mínima de análisis. Además, su definición es muy similar a la de los juegos del lenguaje, pues denota el hecho de que, siempre que decimos algo, hacemos algo con las palabras, vale decir, no hay ningún caso en el que el decir no sea al mismo tiempo un hacer. ¿Y qué cosas hacemos al decir? Pues prometer, amenazar, jurar, contraer matrimonio, etc. Por lo tanto, el uso de las palabras siempre va ligado al hacer cosas con ellas. Ahora bien, ¿ese hacer cosas siempre tiene que tener un reflejo material? Por supuesto que no. Y es que no siempre tenemos que tener un elemento material que refleje lo que hacemos, pues, por ejemplo, podemos prometer sin utilizar la palabra “prometo”. Del mismo modo, no hay que confundir nunca el hacer de un acto de habla con los comportamientos corporales, ya que solemos creer que el hacer cosas implica hacer cosas con el cuerpo; pero esto no es necesario. Pues bien, Actos de habla de Austin estaría compuesta por dos partes: la primera parte del libro comprende desde la conferencia 1 hasta la 7, mientras que la segunda parte comprende desde la 8 hasta la 12. ¿Y por qué podemos dividir la obra en dos partes? Porque en la primera Austin plantea una cosa, se da cuenta de que no es del todo correcta y lo que hace en la segunda parte es reformularla. Y es que, en la primera parte, Austin está influenciado por la concepción referencialista del significado y distingue dos tipos de expresiones: por un lado, las expresiones de carácter constatativo y, por otro lado, las expresiones de carácter realizativas. Las primeras son aquellas que describen con cierta objetividad una realidad determinada (por ejemplo, “Son las 11 de la mañana”), de tal manera que estas expresiones pueden ser valoradas con los criterios de verdad o falsedad. Por su parte, las segundas son aquellas expresiones que no son constatativas, en las cuales no solo se dice algo, sino que además se hace algo, de manera que pueden ser valoradas, no en base a la verdad o la falsedad, sino en base a la teoría del infortunio, que hace referencia a la convención social y a la interacción entre los seres humanos. Ahora bien, Austin se da cuenta de que mantener esta distinción en la vida cotidiana no resulta operativo, por lo que concluye que ambas pueden llegar a entenderse como parte de un solo conjunto. Y de ahí surge el concepto de “acto de habla”. Un acto de habla sería el conjunto único donde se engloban todas las expresiones, es decir, los actos de habla representan tanto a las expresiones constatativas como a las expresiones realizativas. No obstante, para analizar correctamente un acto de habla, tenemos que hacer un esfuerzo analítico, que consiste en la propuesta de que el acto de habla está integrado por una serie de subcomponentes, a saber: una primera parte se llama “locución”, una segunda parte se llama “ilocución”, y una tercera parte se llama “perlocución”. En la locución nos centramos en el contenido informativo, es decir, en el mensaje que se transmite; en la ilocución, en lo que hacemos al decir algo; y en la perlocución, en el efecto que nuestras palabras provocan en los demás. Y, podríamos preguntarnos, ¿por qué esto supone un esfuerzo analítico? Pues porque en la vida cotidiana es difícil distinguir con claridad estos tres componentes. Pues bien, según Austin, los dos componentes que mejor reflejan la presencia del sujeto empírico son la ilocución y la perlocución, dado que la primera en realidad hace referencia a la estructura gramatical y a los referentes, esto es, se relacionaría con la parte denotativa del lenguaje. Pero no solo esto, pues la ilocución insiste en la parte de la interacción social, mientras que la perlocución en el estrato mental del sujeto, y, por ello, serían los componentes que mejor reflejan al sujeto empírico. Ahora bien, para que un concepto sea pragmático, debe reflejar al sujeto empírico; pero lo cierto es que el concepto de “acto de habla” no lo hace, pues Austin añade una serie de matices a esto. Así, lo primero que hace es olvidarse de la perlocución y llega a afirmar que los efectos perlocucionarios no tienen un carácter convencional, es decir, no tienen una vinculación definida socialmente. Y esto lo hace para evitar un gran problema, pues, si afirmamos que los efectos perlocucionarios no tienen una vinculación social, lo que se está afirmando es que estos tienen un carácter no- convencional, es decir, azaroso, de manera que, atribuyéndole este carácter azaroso, estamos buscando un argumento teórico para desechar los efectos perlocucionarios. De esta manera, el camino está libre para decir “no se puede elaborar una teoría sobre algo que es azaroso”; y, si se dejan fuera las perlocuciones de esta forma, Austin no está siendo un cobarde, pues puede declarar que se ha visto obligado a ello; aunque suponga renunciar a las emociones. Y del mismo modo, se olvida de lo que se ha denominado “alocuciones”, esto es, de las estrategias mentales del emisor antes de emitir el mensaje, ya que Austin sostiene que el acto comunicativo comienza con la locución. Así, tal y como sostiene, “si ustedes quieren identificar el significado de cualquier acto de habla debe fijarse en el componente locucionario”. Y esto es muy curioso, pues, tratándose de una concepción pragmática del significado, Austin defiende que este se encuentra en la locución, que estaría integrado por el aspecto gramatical y la asignación de referentes, lo que resuena a una concepción sintáctica o formalista del significado (no hay que olvidar que el maestro de Austin fue Frege). Concepción que deja de lado al sujeto empírico. Y por eso, afirma que la única perlocución permisible es aquella que lleve a cabo una descodificación gramatical del mensaje, de tal manera que se olvida del aspecto emocional. Por lo tanto, el acto de habla puede ser una propuesta pragmática, pero termina convirtiéndose en una visión sintáctica del significado. En definitiva, lo que Austin sostiene es que, desde un punto de vista teórico, lo relevante es lo que tiene que ver con la locución, con la ilocución y, en último término, con la descodificación gramatical del mensaje. Lo que significa que no niega que no hayan emociones en el acto comunicativo, sino que niega su relevancia. Searle: Lo que pretende Searle en Actos de habla es cerrar algunos flecos que quedan abiertos en la propuesta de Austin, con el objetivo de darle una apariencia más pragmática. Searle da por bueno que la unidad mínima de análisis es el acto de habla y también está de acuerdo con que hay varios componentes dentro de los actos de habla. Así, para él, este estaría integrado por un componente proposicional, por un componente ilocucionario y por un componente perlocucionario. El primero puede entenderse prácticamente igual que el componente locucionario de Austin, con lo que sería el mensaje que se transmite; el segundo es lo que hacemos al decir cosas; y el tercero serían los efectos que nuestras palabras provocan en los demás. Además, para Searle, la perlocución tiene una naturaleza no-convencional y, por lo tanto, derivada, es decir, la perlocución va a ser tratada de la misma manera que Austin: se menciona, pero se olvida. En consecuencia, no habría mucha diferencia en la propuesta de Searle. Ahora bien, su novedad radicaría en que, frente a Austin, sostiene que el significado está en la ilocución. Por lo tanto, ya no estará en la parte gramatical, sino en lo que hacemos a la hora de utilizar las palabras. Sin embargo, a pesar de este cambio, Searle aún no propone una concepción pragmática del significado. Y esto se agrava por el hecho de haber realizado una distinción entre dos siguientes conceptos básicos: la regla esencial y el principio de expresabilidad. La primera pone de manifiesto la vinculación intersubjetiva que se define entre los sujetos cuando se comunican entre sí, es decir, cuando dos personas interactúan, tienen que compartir reglas socialmente establecidas. Dicho de otra manera: cuando se profiere un acto de habla, hay que acogerse a reglas socialmente establecidas, es decir, públicas, las cuales tienen un carácter vinculante. Lo que significa que los actos de habla nos comprometen socialmente. Por su parte, el segundo sostiene que cualquier hablante tiene la capacidad de explicitar aquello que necesita explicitar, es decir, todo sujeto está capacitado para decir aquello que necesita decir. Dicho de otra forma: todo sujeto tiene la capacidad para convertir en un elemento externo aquello que en un principio es un criterio interno. Lo que significa que nuestras proferencias son una traducción fiable de lo que tenemos en la mente. En este sentido, si todo lo que está en la mente del sujeto puede ser exteriorizado mediante actos de habla, el análisis de lo mental puede ser sustituido por el análisis de sus expresiones externas. Y, para poder expresar el contenido mental, hay que utilizar reglas esenciales. Aquí estaría la relación entre estos dos conceptos. Pero esto supone una concepción anti-mentalista, precisamente porque el principio de expresabilidad es un principio anti-mentalista. Además, este principio implica dos cosas: suponer que somos enteramente sinceros y un principio de coherencia universal, según el cual tenemos que dar por hecho que nuestra forma de entender la coherencia ha de ser compartida por todos los seres humanos. Pero no solo esto, sino que también supone dar por hecho que tenemos el acceso a todos los elementos significativos que se encuentran no solo en la parte consciente, sino en el inconsciente. Pues bien, si, con el hecho de proponer que el significado está en la parte ilocucionaria, Searle avanza respecto a Austin, con la proposición de estos dos conceptos vuelve atrás, ya que se acerca a una concepción sintáctica del significado. Tema 3. Giro lingüístico Por otro lado, el fundamento argumentativo de estas teorías es el giro lingüístico, que es un método filosófico inaugurado (se cree) por Frege que afirma que durante siglos la filosofía se ha equivocado a la hora de intentar resolver los problemas filosóficos, porque ha creído que estos problemas eran algo externo al sujeto, es decir, creía que la forma de resolverlos era saliendo del sujeto. Pero, si realmente queremos resolver estos problemas, tenemos que fijarnos en cómo hablamos de las cosas, no en qué son las cosas, vale decir, en cómo percibimos conceptualmente las cosas (giro copernicano de la filosofía de la conciencia a la filosofía del lenguaje). Y es que el sujeto no se enfrenta directamente a la realidad exterior, sino que está mediado por el lenguaje, de manera que, si queremos resolver (o disolver) los grandes problemas, no tenemos que centrarnos en el contenido ontológico, sino en el lenguaje. Ahora bien, el hecho de que el lenguaje se convierta en un elemento primordial a la hora de resolver problemas no significa que debamos entender el lenguaje como estados mentales, sino como manifestaciones. Y esto nos remite al principio de expresabilidad. Sin embargo, esto significa que no queda más remedio que admitir el giro lingüístico porque es la pasarela necesaria para entender uno de los grandes problemas de la naturaleza humana, a saber, el problema de la emergencia, que es la aparición de propiedades en el ser humano que no se sabe muy bien cómo explicar y que surge en el paso del nivel biológico al nivel psicológico, es decir, cuando nos planteamos el problema de la conciencia humana. Y es que, ¿podríamos reducir todo lo que llamamos “conciencia humana” al ámbito biológico, o hay propiedades (como las psicológicas) que no pueden reducirse a este? Pues bien, el giro lingüístico es un intento filosófico de dar una respuesta a este problema. Aunque estamos ante un problema que no va a tener nunca una buena solución, desde el punto de vista teórico. Por eso, es tan importante que el papel del giro lingüístico, que es una especie de puente que permite analizar la naturaleza humana, salvando este problema. Y es que estamos “programados” para creer que el problema de la emergencia es un problema irresoluble, lo que constituye un pre-juicio que aviva el combate entre el monismo y del dualismo, porque lo que se está asumiendo es que una perspectiva monista solo sería aplicable a la parte biológica, mientras que, desde que damos el salto a la parte psicológica, donde ya surge el problema de la mente y, por lo tanto, de la emergencia, tenemos que situarnos en el ámbito dualista. Dicho de otra manera: el monismo podría llegar como mucho al análisis del cerebro, pero, desde el momento en que hablemos de la mente (no del cerebro), ya tenemos que posicionarnos desde la perspectiva dualista. [En este contexto, el monismo supone concebir algo únicamente desde el punto de vista científico, mientras que el dualismo reconoce que, a parte de la perspectiva científica, las cosas pueden abordarse también desde la hermenéutica, etc.] Ahora bien, el problema es que nos vemos obligados a seguir utilizando un modelo ideal de sujeto hasta que no se resuelva el problema de la emergencia. Modelo que se sustenta en una serie de vicios teóricos y culturales que nos permiten justificar la desidia de enfrentarse a ese problema. Estas características son: el criterio de racionalidad, del que se deriva que somos seres coherentes; el criterio de sinceridad y el criterio de actuación en consecuencia. Pues bien, hasta que no analicemos bien el concepto de emergencia, no podremos hacer referencia al sujeto empírico. Y esto nos lleva a referirnos a la psicología popular como la única forma de psicología posible. Dicho de otra manera: una consecuencia de esto es que el único recurso al que podemos recurrir, no solo en filosofía, sino en las ciencias sociales, es a la psicología popular (también llamada “psicología folk”, o “psicología del sentido común”), según la cual lo único que podemos conocer de los demás es lo que los demás manifiestan, es decir, si queremos conocer la mente de los demás, tenemos que analizar sus manifestaciones (este es el límite epistémico). Y, como vemos, esto nos remite al principio de expresabilidad de Searle y al giro lingüístico. De esta manera, para que la psicología popular sea funcional, se está en la obligación epistémica de dar por hecho todos estos criterios, porque si no se dinamita. Pues bien, habría una serie de prejuicios que constituyen obstáculos importantes para solventar el problema de la emergencia, y, si nos referimos a este problema, nos referimos al modelo del sujeto ideal del conocimiento y la psicología popular. Estos prejuicios son: Dualismo metodológico: el carácter irresoluble de la emergencia está asociado a la defensa del dualismo metodológico. Este implica que existen dos métodos: por un lado, el método científico, que sería aplicable al ámbito de las ciencias naturales; y, por otro lado, el método hermenéutico (comprensivo, interpretativo), que sirve de fundamento a las ciencias sociales y a las ciencias humanas. Y esta distinción se hace únicamente por cuestiones de prestigio. Por lo tanto, las primeras suelen tener un fundamento epistémico, mientras que las humanas parecen no tenerlo (o es menor). De ahí que la forma de conseguirlo sea adoptando metodologías ajenas a la mera hermenéutica (por ejemplo, la estadística, la formalización, etc.). En definitiva, se intenta integrar este método con el científico. Ahora bien, hay que tener en cuenta que el dualismo metodológico se convierte en moda en una época muy determinada, en la búsqueda de un freno a los movimientos revolucionarios, jugando un importante papel en esto las disciplinas sociales. Y precisamente este será uno de los obstáculos más importantes a los que tiene que enfrentarse en el siglo XXI dichas disciplinas. Pero hay razones en contra de la integración del método científico en el hermenéutico como: 1. El problema de la objetividad: esta es entendida como algo similar a la diferencia de naturaleza. El único ámbito que puede ser realmente objetivo es el natural, por lo que hablamos de conocimiento objetivo solo en referencia al ámbito natural, porque su objeto tiene una naturaleza distinta al investigador. Por lo tanto, es la distancia ontológica la que permite el fundamento objetivo del conocimiento natural. Dicho de otra manera: solo se puede llegar a conocer de forma objetiva el mundo extra-humano, pero nunca lo humano. Y esto significa que la objetividad solo puede darse en el caso de que se esté tratando con objetos empíricos (pero no con sentimientos, ideas, emociones, etc.). Entendiendo por “empírico” aquello que es directamente observable, es decir, aquello que está físicamente estructurado y que, por lo tanto, es material. Y de esto se sigue que el ámbito natural es el único que puede explicar los fenómenos, entendiendo por esto ser capaces de explicar el porqué y el para qué, de tal manera que a partir de este proceso explicativo se puedan elaborar teorías, de dichas teorías se puedan establecer leyes y todo esto nos permita predecir. Y para que algo sea una teoría, debe cumplir tres requisitos: Enunciados sistemáticamente organizados. Un cierto grado de generalización o de formalismo. La posibilidad de contrastación. Pues bien, cuando se dan como mínimo estas tres condiciones, podemos hablar de una teoría. Sin embargo, podríamos preguntarnos, ¿teniendo en cuenta esto, podemos elaborar verdaderas teorías en el ámbito de las humanidades? La respuesta suele ser que no. Asimismo, una vez que tengamos las teorías, es posible establecer leyes, que son las teorías confirmadas, que nos permiten predecir. Lo que posibilita el desarrollo de la tecnología, que es donde radica el aprecio de la sociedad hacia estas ciencias. Además, se nos hace creer que la tecnología solo es construcción de aparataje. Pero esta no solo debe ser entendida de esta forma, sino que también puede ser tecnología una descripción adecuada de la realidad. Dicho de otra manera: cuando hablamos de la elaboración de tecnología, no estamos hablando únicamente de la construcción de aparatos, sino que también nos referimos a una descripción adecuada de la realidad que, eso sí, nos permita predecir. Y es que esta capacidad de predicción es la que nos asegura que esta descripción es la adecuada. Ahora bien, habría una distinción entre tecnología y la técnica: la tecnología es una descripción completa con una alta capacidad de predicción, mientras que la técnica es una habilidad (competencia) que puede llegar a tener un cierto grado de generalización, pero donde su rentabilidad predictiva todavía se pone en entredicho (por ejemplo, la estadística). Pues bien, lo que se afirma es que solo podemos exigir este tipo de conocimientos al ámbito natural. Pero, cuando trabajamos con la esfera humana, queramos o no, debemos actuar de forma distinta, porque la naturaleza humana nos aboca a una relación distinta a la que tenemos con la naturaleza. De esta manera, si el ámbito natural se caracteriza por la objetividad, el social se caracteriza por la subjetividad, porque el investigador social sí que comparte la naturaleza con lo que investiga. Por lo tanto, no es tan fácil distanciarse del objeto que se analiza, porque este tiene la misma naturaleza social que el investigador que lo analiza. Además, esta subjetividad pone de manifiesto que el ámbito humano se caracteriza por ser heterogéneo y cambiante, por lo que, ¿cómo podemos aplicar un método estricto, cerrado, como el método científico, a este ámbito? No es posible. Y en definitiva, el ámbito social se caracteriza por ser indeterminado y relativista. Así, en el ámbito social no se pueden explicar los fenómenos (la explicación, que es algo objetivo, solo es posible en el ámbito natural), porque en este ámbito somos incapaces de establecer con claridad las causas del fenómenos que se pretenden explicar. Y esto porque no tenemos claro qué tipo de causas analizar, y cómo: ¿habría que analizar los estímulos externos que configuran los estados mentales, cómo influyen los estados mentales en los propios estados mentales, qué relación existe entre los estados mentales y las acciones, o las tres cosas? Presumiblemente las tres cosas, porque los estímulos externos sí que tienen influencia en nuestra mente. Pero nuestros estados mentales también interactúan entre sí e intervienen en las acciones, por lo que hay que desarrollar un estudio sistemático de todo esto. Ahora bien, parece que el asumir la complejidad de este análisis sería un argumento a favor del dualismo metodológico, dado que la explicación se convertiría en algo prácticamente imposible. De ahí que la propuesta hermenéutica diga que no hay más remedio que recurrir a un método particular hecho a la medida del ámbito social, a saber, el método hermenéutico, por lo que la realidad no puede explicarse, sino solo comprenderse. Pero, podríamos preguntarnos, la naturaleza interpretativa, ¿es algo pre-teórico o teórico? Si es pre-teórica, es algo similar a lo innato y universal; si es teórica, se adquiere por el aprendizaje. Sin embargo, lo cierto es que podríamos establecer una relación entre ambas, de tal forma que la comprensión sería la suma de una capacidad pre-teórica y una capacidad teórica. La primera, intuitiva, tiene que ver mucho con la noción de “sentido común”, es decir, cuando intentamos comprender a lo demás, uno de los procedimientos que utilizamos es intentar adecuar su comportamiento a lo que consideramos de sentido común. Pero, ¿qué es el sentido común? Normalmente se considera un sistema de creencias que, por su carácter esencialista, está más allá de toda crítica y nos enseña a creer que ese sentido es más o menos universal. Pero desde una perspectiva psicológica y filosófica, son las costumbres, los hábitos, los afectos, las creencias o las cogniciones que se nos han hecho creer como no criticables (como esencialistas), pero que en el fondo están determinadas por la norma social. Por lo tanto, en realidad no hay sentido común, por lo que, si resulta que ya desde el primer momento estamos aplicando el sentido común, ¿de qué forma la interpretación que realizamos de los comportamientos ajenos no está contaminada siempre y por necesidad por la aplicación del propio sentido común? Dicho de otra manera: ¿hasta qué punto el método hermenéutico no está contaminado ideológicamente? Pues bien, para paliar esto, las ciencias sociales han propuesto una posible solución, a saber, explicitar nuestros prejuicios de partida, es decir, intentar filtrar los aspectos ideológicos. Pero, ¿cómo sabemos cuál es el criterio de corrección, esto es, el criterio que nos permite establecer ante una interpretación que está mínimamente descontaminada? Pues la norma social, que define lo que es normal (lo que se adecúa a la norma) y lo que es patológico (lo que se desvía de la norma). Ahora bien, con esto caemos en un círculo vicioso, porque la norma es el origen de la interpretación, pero también el criterio de corrección de la interpretación. Para resolver esto, hay una corriente que se basa en Derrida y Foucault, a saber, la teoría queer, que exige la resignificación de las palabras, es decir, que sostiene que la forma de transformar la norma (la manera de transformar la sociedad), pasa por la resignificación de las palabras, vale decir, pasa por hacernos con el poder de darle significado a las palabras. Ahora bien, ¿por qué se basan en Foucault? Por su análisis del discurso, ya que, según él, utilizando el discurso, el poder consigue que aceptemos la norma como obra de la propia voluntad. Esto significa que el poder utiliza la función metaléctica del lenguaje para, a través del discurso, convertirnos en personas que aceptan la norma. La función metaléctica consiste en convencer al sujeto de que existen verdades esenciales que son anteriores al propio discurso, esto es, en utilizar el discurso para convencer a los sujetos de que existen verdades anteriores al discurso. Estas verdades tienen, por tanto, un valor esencialista, y son inmutables. [Ante la ley: texto de Kafka que pone de manifiesto que preferimos morir a desobedecer la norma.] Y muchas veces estas verdades pasan a formar parte del saco del sentido común. Por otra parte, esta teoría también se basa en Derrida por su defensa del carácter iterable de los actos de habla. Así pues, no solamente se maneja la función metaléctica del lenguaje para socializarnos en verdades inmutables, sino que además esta función se acompaña del carácter iterable, repetitivo, de los actos de habla, esto es, de una repetición continua de la norma. Y gracias a este carácter iterable de la norma es posible la transformación social. Ahora bien, la repetición del acto de habla no siempre conserva el estado inicial, sino que lo modifica. Y es esta modificación la que se puede utilizar para resignificar y hacer posible la transformación de la norma. Pues bien, en base a esto, la teoría basada en el sentido común debería hacer uso de los procesos racionalizadores que permitan construir una metodología adecuada para las ciencias sociales. En este sentido, algunos defienden que la metodología propia es convertirse en un observador que no se implique en aquello que está estudiando, para garantizar un cierto criterio de objetividad, pero que tenga en cuenta las características culturales de lo estudiado. Otros sostienen que la metodología propia de las ciencias sociales es convertirse en uno más de lo que se estudia. Aunque habría otra metodología que consistiría en establecer un grupo de control y un grupo de experimentación para valorar las diferencias que hay entre uno y otro, y las consecuencias que tiene esto. Ante todo esto, nos tendríamos que plantear hasta qué punto es importante en el ámbito social el problema de la predicción. Si decimos que no tiene importancia, la pregunta a formularse sería: ¿cuál sería la aportación productiva que podemos hacer en ese ámbito? Si decimos que sí la tiene, las preguntas a formularse son: ¿cómo hacerlo? ¿Cuáles serían los límites de la predicción? ¿Es posible o deseable predecir sin intervenir críticamente en dicha predicción? En definitiva, es la pregunta por los fundamentos de las disciplinas sociales. [Hay dos funciones básicas del lenguaje que estarían relacionadas con el uso, por parte del poder, de la violencia simbólica: la función performativa y la función metaléctica. Para explicar estas dos funciones, necesitamos la gramática, la psicología y la teoría de la mente.] [Nota: el significante es la parte física de un concepto o de una oración. Por ejemplo: si escribimos la palabra “mesa” en la pizarra, el significante es el garabato de tinta que se escribe en la pizarra. Del mismo modo, si proferimos la misma palabra, el significante sería el sonido que proferimos. Por su parte, el significado es la imagen mental que deriva del significante. Ahora bien, el problema de la filosofía es que nunca ha sabido tratar a los significados como improntas mentales, por lo que lo que se ha hecho es transformar el significado en descripciones para que se asemejen lo más posible a esas imágenes; y esto es lo que se conoce como “diccionarios”. Si bien, los diccionarios no son más que sumas de significantes que intentar parecerse a los significados, pero no son significados en realidad.] Bloque II: Lenguaje, Mente y Significado: nuestra forma de concebir el mundo Tema 4. La acción y el yo La filosofía naturalista se caracteriza por: 1. En primer lugar, ser una filosofía comprometida con la aplicación sustantiva del conocimiento, es decir, no basta con la mera especulación, no es posible sustentar un conocimiento en la mera especulación, porque esta normalmente conduce solo a descripciones formales, y lo que se necesita es indagar y analizar los contenidos. Sin embargo, esto no significa que se niegue la especulación; lo que se niega es que todo conocimiento esté basado única y exclusivamente en ella. 2. En segundo lugar, tener en cuenta al sujeto real. Un sujeto empírico que, además, vive en un contexto determinado y en unas circunstancias determinadas. Esto nos compromete con un sujeto con mente, lo que implica, en primer lugar, entrar en el debate que existe entre mente y cerebro; en segundo lugar, exige tener en cuenta los componentes conscientes y no conscientes de la mente; y, en tercer lugar, compromete a tener en cuenta todos los elementos relevantes que constituyen dicha mente, es decir, nos compromete con los pensamientos, con los sentimientos, con las emociones, con las acciones y con los comportamientos. 3. En tercer lugar, desarrollarse desde una perspectiva materialista, esto es, intentar utilizar como vía de fundamentación el conocimiento más seguro con el que se cuente, es decir, el más fiable, el que esté mejor fundamentado. Este conocimiento fiable es el conocimiento científico, aunque esto no significa que se denoste la perspectiva hermenéutica. Ahora bien, hay que tener presente que la perspectiva materialista es crítica con el positivismo; como mucho sería un positivismo reformulado. 4. Y en cuarto lugar, tener un objetivo: crear una tecnología social, esto es, un conocimiento fundamentado y suficientemente generalizable que, además, permita predecir. Por lo tanto, estamos hablando de un conocimiento de la realidad social que tenga capacidad predictiva. Conocimiento que se traduciría en una teoría de la socialización. Además, esta propuesta teórico-tecnológica tiene que ir ligada al ámbito de la praxis, con el compromiso ético a la vida buena. Pues bien, uno de los requisitos fundamentales para desarrollar esta línea de investigación es superar los prejuicios sobre la ciencia, esto es, sobre su metodología y objetivos. Así, estamos a tiempo de poner en entredicho que la ciencia procede inductivamente, ya que muchos filósofos (como Popper, Feyerabend, etc.) sostienen que no podemos identificar ciencia e inducción. Sin embargo, a pesar de que la ciencia ya se ha desvinculado de este prejuicio, en la filosofía se mantiene, puesto que interesa continuar con la identificación ciencia-observable-empírico. Por lo tanto, el primer prejuicio a superar es afirmar que la ciencia se motiva única y exclusivamente por el procedimiento inductivo, en la búsqueda de verdades últimas. Otro prejuicio importante es dejar de identificar la materia con la estructuración física, de tal manera que lo que se intenta con esto es hacer creer que solo es susceptible de conocimiento científico aquello que es material y, consiguientemente, físico. Lo que supone desligar el conocimiento humano del conocimiento científico. En efecto, tenemos el conocimiento suficiente para entender que la materia es una sustancia de la realidad que puede, a su vez, organizarse en niveles de complejidad diversos, de tal forma que el nivel químico, el nivel físico, el nivel biológico, el nivel psicológico o el nivel cultural podrían ser entendidos como distintos grados de organización de la materia. Así, lo físico no sería más que un determinado nivel de lo material. En consecuencia, no podríamos sostener que los sentimientos son físicos, pero sí podríamos afirmar que están constituidos materialmente. Ahora bien, frente a esto, se sostiene que esto no puede afirmarse con rotundidad, porque aún no tenemos un conocimiento suficiente sobre lo que es la materia, por lo que deberíamos guardar silencio. Sin embargo, esto afectaría tanto a una postura monista o materialista del conocimiento como a una postura dualista del conocimiento. Por lo tanto, la alternativa es postular un monismo metodológico, según el cual haya una imbricación entre ciencia y hermenéutica. De esta manera, podría sustituirse el fisicismo, que ontológicamente identifica la realidad con lo físico y metodológicamente defiende la descomposición del fenómeno a analizar en sus partes más simples (atomismo), las cuales tendrían una estructura física, por una concepción sistémica del ser humano, en concreto, cibernética, que supone dos cosas: 1. Que estamos relacionados con un entorno, es decir, que no somos sistemas cerrados, sino sistemas abiertos que se relacionan con su entorno, lo que significa que nuestra estructura mental, al ser un sistema abierto, está en contacto con un entorno, de tal forma que poseemos una serie de estructuras que vienen a ser los nexos (puentes), como los modelos perceptivos (y puntos de vista), entre esa estructura mental o sistema y el entorno. 2. Que debemos asumir que, como sistemas, estamos organizados, de tal forma que nuestra estructura mental es un sistema complejo y heterogéneo: es complejo porque tenemos distintos niveles de organización, y es heterogéneo porque resulta imposible atender a una teoría pragmática del significado creyendo que somos solo cognición, pues también somos afecto y comportamiento. De esta manera, como seres complejos, estamos compuestos de características resultantes y de características emergentes: las primeras son aquellas que derivan explícitamente de estados anteriores, es decir, son características que surgen en un momento determinado de nuestro desarrollo y que son el resultado de niveles de desarrollo anteriores; las segundas son aquellas que no derivan de forma explícita de los niveles de complejidad anteriores, por ejemplo, la conciencia, pues esta tiene propiedades que no se encuentran en niveles anteriores de organización. Ahora bien, a pesar de lo que se cree, la propia ciencia niega que solo pueden estudiarse las primeras, ya que esta maneja también propiedades emergentes. Por lo tanto, lo que debemos preguntarnos es porqué una característica emergente, por muy emergente que sea, deja de ser analizable en términos científicos, según la filosofía. En efecto, el sistema psíquico se entiende sin problema alguno como una propiedad emergente, por lo que el paso de lo biológico a lo psíquico implica una propiedad emergente, sí, pero esto no significa que no pueda ser analizable científicamente. Es más. Como sistemas cibernéticos, somos capaces de autorregularnos en función de las metas o fines que queramos conseguir, lo que significa que somos sistemas que nos retroalimentamos, esto es, que constantemente estamos elaborando procesos de feedback entre el entorno y nuestra estructura mental, con el objetivo de buscar el equilibrio, que se define de manera individual y que constituye la capacidad básica para la supervivencia. Por lo tanto, no solo somos susceptibles de análisis aplicando una teoría de sistemas, sino aplicando también la teoría cibernética, dado que es aquella parte de la teoría de sistemas que se encarga de analizar los sistemas que se autorregulan en función de metas. Hablar de retroalimentación es hablar de una relación activa con el entorno, que se produce gracias a la noción de “valor”, es decir, nuestra interacción con el medio interno y externo está determinada por la noción de “valor”, que alude a una representación mental, por lo que no hay que identificarla con los valores morales, integrada por modelos cognitivos, afectivos y comportamentales. Su funcionamiento es el siguiente: hay una serie de valores innatos (como el hambre, la sed, el frío, el calor, el dolor, el picor, etc.) a partir de los cuales vamos estableciendo una correlación entre tensión y distensión. Como mecanismos cibernéticos, a lo que tendemos es al equilibrio, de tal forma que, cuando, por ejemplo, sentimos hambre, esa sensación se entiende como displacer, como una tensión, y nos motiva a equilibrar el sistema, transformando esta situación de tensión en una situación de distensión (comiendo, bebiendo, etc.). Ahora bien, este sistema de valores innatos se va desarrollando, dando lugar a otra serie de valores aprendidos. Para desarrollar estos valores, tenemos que hacer uso de otra serie de capacidades innatas, a saber, la capacidad de abstracción, de generalización, de inferencia, de empatía (ser capaces de reconocer estados mentales en los otros), etc. Por lo tanto, tenemos una serie de valores innatos y una serie de valores aprendidos (como los morales, los estéticos, los ontológicos, los de autoestima, los religiosos, etc.). Estos se aprenden: 1. Por familiaridad, es decir, por contacto directo con la situación, por experiencia propia. 2. Por inferencia o deducción, es decir, por reflexión deductiva de experiencias ajenas o propias. 3. O por empatía. Tema 5. Realidad cotidiana y relativismo lingüístico En estas tres vías están presentes las capacidades innatas y, además, hay una búsqueda de equilibrio, que es una constante: ya se trate de un valor innato, o se trate de un valor aprendido. Búsqueda que se realiza de tres formas: 1. Mediante la acción. 2. Revisando el valor, y reubicándolo. 3. Negando la información que produce displacer, esto es, teorizando la situación que produce displacer. De entre estas formas de mantener el equilibrio, la segunda es la más complicada, porque los valores están ligados a la afectividad; y a los seres humanos les resulta más fácil admitir un conocimiento falso que poner en duda su propio sistema de valores, es decir, preferimos recuperar el equilibrio auto-engañándonos antes que poner en duda el sistema de valores. Ahora bien, hay veces en que preferimos asumir una situación de tensión, en lugar de una de distensión, en varias situaciones: 1. Cuando tenemos capacidad de anticipación semiótica, lo que nos llevaría a apostar por una situación inmediata que produce dolor, a cambio de que en una situación media ese dolor se convierta en una situación de distensión. 2. Cuando tenemos el afecto del prójimo, que puede llegar a tener tanto poder que podría llevar a aceptar la situación de máximo displacer, que es perder la vida. 3. Cuando encontramos el equilibrio más en el displacer que en otra situación, lo que nos llevaría a soportar una situación constante de tensión, como el miedo (tanto empírico como metafísico). Entre los valores aprendidos, hay una jerarquía: los más importantes son los nucleares, y el resto serían valores periféricos. Los primeros están asociados a los valores del yo, a los valores ontológicos (cómo concebimos el mundo físico), a los valores religiosos y a las premisas básicas de lo ideológico, y los valores morales; los segundos están asociados a la necesidad de adquirir conocimiento, la conexión empática (en sentido fuerte), la solidaridad, la amistad, etc. Aunque esto no es un modelo exacto de cada persona, pues hay quien puede darle un valor muy grande a, por ejemplo, la amistad, de manera que este sería un valor nuclear. Ahora bien, esto no significa que seamos tan distintos como para que cada uno tenga sus propios valores, puesto que la construcción de significados tiene tanto poder en la construcción de la identidad que podemos hablar de tipologías de sujetos, lo que supone hacer clasificaciones de valores nucleares y valores periféricos. Una vez que tengamos definidos ambos valores, nuestro gran empeño es buscar siempre la situación de máximo equilibrio; esta es la gran motivación humana, porque, cuando se produce algún reajuste extraño en los valores (sobre todo en los nucleares), se produce una situación de tensión y, ante una situación de tensión, lo que buscamos inmediatamente es la distensión; identificándose el máximo equilibrio con el valor de referencia de menos distensión. Ahora bien, no hay que confundir la situación de equilibrio con la búsqueda de la vida buena, pues la búsqueda de equilibrio también puede pasar por situaciones de tensión. En consecuencia, siempre buscamos el equilibrio, pero este puede pasar por tener que soportar dolor, displacer, etc. De esta manera, nuestro empeño reside en poner un parapeto a toda información externa que nos pueda llegar y que altere nuestros valores. Por lo tanto, los elementos motivacionales del ser humano son: la tensión, la distensión y el placer. Del mismo modo, hay otro elemento importante, a saber, la acomodación de información disonante. Si la información que viene de fuera se adecúa a nuestro sistema de valores, estamos asimilando la información, y no habría ningún problema. Sin embargo, si la información que viene de fuera no se adecúa a nuestro sistema de valores, tiene lugar un proceso de acomodación de la información, aunque lo que hacemos normalmente es eliminarla, por ejemplo, poniendo en entredicho los fundamentos de esa información. Ahora bien, puede darse el caso de que hayan personas que, ante la información disonante, se atrevan a abrir las puertas de su sistema de valores, pero, para ello, hay que tener una capacidad psíquica concreta: el valor cultural de realismo. Capacidad que se aprende y se desarrolla, y que significa la capacidad de aceptar la información disonante, lo que constituye una propiedad básica para el pensamiento crítico. Por lo tanto, no es crítico quien quiere, sino quien puede. Resulta mucho más equilibrante soportar una forma de vida de sufrimiento que dar el paso y desarrollar el pensamiento crítico. Esto es así, porque el pensamiento crítico implica habilidades (análisis, evaluación, valor cultural de realismo, etc.), motivación y actuación; cosas que suelen estar ausentes de la constitución actual de nuestro sistema psíquico. Las habilidades deben estar sometidas a un proceso no solo de información, sino también de formación, porque esta implica saber gestionar la información, autorregular la propia búsqueda de la información y contextualizar la información. Así, el requisito psicológico básico para que este proceso suceda es la capacidad para conceptualizar el mundo. Además de las habilidades, necesitamos estar motivados para el pensamiento crítico. Motivación que supone dos criterios psicológicos básicos: la expectativa y el valor. Una persona que tenga una motivación crítica, tiene que tener una expectativa; y normalmente esta expectativa tiene que implicar un equilibrio de nuestro sistema mental. Por otro lado, el valor se subdivide en importancia e interés: solemos valorar mucho qué tipo de efectos va a generar esa expectativa crítica y, además, qué aportación tendrá dicha acción a nuestro sistema psíquico. Pero también hay que tener en cuenta el concepto de “utilidad” (futura) y el costo de la acción, es decir, a qué cosas hay que renunciar si queremos tener ese pensamiento crítico. Este proceso es instantáneo y tiene un carácter no consciente. Ahora bien, el principal problema que se plantea es que normalmente el sistema simbólico ha hecho que todo el proceso de expectativa y valor se fundamente en dos mitos: 1) creer que la motivación crítica es algo que solo se define en primera persona y 2) creer que tenemos un acceso consciente a nuestros prejuicios, estereotipos, prioridades, etc. Igualmente, la actuación requiere de la empatía (en sentido fuerte), es decir, entendida no solo como la capacidad de ponerse en el lugar de los demás, sino de hacer cosas por los demás, y del contenido ético, que puede tener que ver con la solidaridad, la noción de “futuro posible”, la noción de “forma de vida”, etc. Sin embargo, el problema radica en que generalmente la empatía y el contenido ético no constituyen valores nucleares, lo que impulsa a la inercia, haciendo muy difícil la constitución del pensamiento crítico. Ahora bien, el sistema necesita de un cierto grado de pensamiento crítico, pero lo que hace es abolir sobre todo la parte de la actuación. Por eso, a la par que encontramos modelos psicológicos incapaces de asumir sistema críticos, encontramos otros modelos que implementan este pensamiento crítico, pero que eliminan la actuación, dado que esta supone un nivel de tensión difícil de sobrellevar. Por otro lado, otro de los mitos que impera en la actualidad es que somos fundamentalmente seres conscientes, esto es, que tenemos un acceso privilegiado a nuestra mente, pero esto no es verdad. Por eso, cualquier análisis de la psicología humana tiene que tener en cuenta la parte consciente y la no consciente, siendo conscientes de que buena parte de lo que nos define reside en esta última parte, no en la consciente. Nunca vamos a ser conscientes de nuestros valores nucleares, de nuestras pautas de actuación, de nuestros rasgos de carácter, etc.; pero esto no significa que todo ello sean innato, al contrario, es algo aprendido, pero son elementos no conscientes. De esta manera, lo que está ocurriendo en la sociedad actual es que se está obligando a un nivel de represión que hace que las personas se frustren, se resignen, se resientan, etc. Por ello, es mucho más fácil que afloren movimientos de ultraderecha que movimientos críticos. Tema 6. El signo ideológico Por otra parte, tradicionalmente se ha postulado una división entre la mente y el cerebro, pero podemos sostener lo siguiente: nuestro sistema psíquico es una propiedad emergente y constituye el referente común de dos tipos de lenguaje: uno mentalista, que es donde se maneja el concepto de “mente”, y otro neurocientífico, que es donde se maneja el concepto de “cerebro”. Por lo tanto, ambos no serían dos realidades distintas, sino que serían dos formas de hablar de la misma cosa, esto es, dos lenguajes para hablar de un referente común, a saber, el sistema psíquico, por lo que ya no tendría sentido plantearse si la mente es distinta al cerebro, porque ambos son formas de hablar de lo mismo. Se puede acceder al sistema psíquico a través de dos vías: la introspección, a partir de la cual desarrollamos un lenguaje de tipo mentalista, que utiliza conceptos como “sentimientos”, “motivaciones”, “deseos”, “intenciones”; y la observación directa, que da lugar a un lenguaje especializado, a un lenguaje técnico, científico, que desarrolla la terminología referida a la neurociencia. Por lo tanto, existe un lenguaje popular, cotidiano, para hablar de nuestro sistema psíquico y otro lenguaje técnico, de tal forma que, cuando nos referimos a la primera vía, entra en juego el concepto de “mente”, mientras que, cuando hacemos referencia a la segunda vía, entra en juego el concepto de “cerebro”. Así, si se sostiene que ambos conceptos tienen el mismo referente, podemos hablar del sistema psíquico tanto en términos mentalistas como en términos neurocientíficos, siempre y cuando exista un cierto equilibrio (que no hayan contradicciones, etc.) entre ambas dimensiones del lenguaje. Esto implica que, cuando se utiliza el lenguaje mentalista, se puede hacer uso de la psicología popular, mientras que, cuando se utiliza el lenguaje neuronal, se está realizando una descripción científica. En consecuencia, la teoría pragmática del significado no entraña la desaparición de la psicología popular, sino que la restringe a un ámbito, a saber, el introspectivo. Ahora bien, en toda psicología popular se distinguen tres niveles: 1. Teórico, que abarca todo aquello que no accede (aflora) a la conciencia, es decir, lo que tiene que ver con la memoria, con los valores, con los rasgos de carácter, etc. 2. Observacional, que abarca todo aquello que sí aparece en la conciencia, como el sentimiento, el dolor, el deseo, etc. 3. Relaciones legaliformes entre estímulo y estado mental, estado mental y otro estado mental, y estado mental y comportamiento. Lo que se defiende es que la psicología popular conviva con una descripción más exhaustiva del sistema psíquico, de tal forma que no cierre las puertas a la neurociencia, sino que, por medio de ella, mejore los niveles 1 y 3. Elaboración de los significados: La teoría del significado se identifica absolutamente con una teoría de la mente, por lo que está en contra del giro lingüístico (que es anti-mentalista), de tal forma que, para desarrollar esta teoría del significado, hay que basarse en el concepto de “sistema”, es decir, en la organización, que posee propiedades emergentes y resultantes, y que se caracteriza por hacer uso de modelos cognitivos, afectivos y comportamentales. Además, estas estructuras se definen en un nivel consciente y en un nivel no consciente. Podemos distinguir dos fases en el aprendizaje del significado: 1. En la primera, se aprenden conceptos empíricos. 2. En la segunda, se aprenden conceptos descriptivos. El aprendizaje de conceptos empíricos se da desde el primer momento de vida, cuando ni siquiera tenemos lenguaje. Así, el lactante se enfrenta a estímulos internos y externos: los primeros son del tipo “hambre”, “sed”, “dolor”, etc., mientras que los segundos son del tipo “biberón”, “persona”, etc. Los estímulos internos se asocian a estímulos externos, que restablecen el equilibrio de ese lactante; y, a medida que este va creciendo, la relación entre estímulos se va complejizando. Ahora bien, en esta relación, el bebé no es pasivo, vale decir, su organización mental no es pasiva, sino que va desarrollando varias cosas: modelos perceptivos, estados afectivos (placer, dolor, etc.) y comportamientos o actuaciones (que posibilitan la interacción con los objetos). De esta manera, por ejemplo, la presencia de los padres puede hacer que el bebé sienta placer y quiera interactuar con ellos. En las actuaciones que se dan con regularidad, se produce la memorización, que no solo implica modelos perceptivos, sino que también sabemos que están asociados a situaciones de afecto y con el comportamiento. Según se va complejizando esta memorización, el bebé comienza a realizar acciones de discriminación, que hacen que iguales modelos perceptivos se asocien a estados afectivos distintos. Y de aquí surgen los primeros signos verbales, que tienen una naturaleza ostensiva o deíctica. En el aprendizaje de estos primeros signos verbales, la memoria todavía funciona de manera lineal, es decir, estableciendo una relación lineal entre modelos perceptivos, afectos y comportamientos. De esta manera, una vez que se hayan aprendido estos signos verbales, entra en juego el aparataje lógico de generalización y abstracción: igual a…, diferente a…, mayor que…, menor que…, en relación a…, etc. En definitiva, se comienza a manejar estructuras cognitivas y lingüísticas que permiten interactuar o relacionar entre sí los elementos del mundo; y, cuando se aprende a realizar esto, se pasa a la etapa 2 (sobre los tres años), esto es, al aprendizaje de las descripciones. En esta etapa, el niño o la niña ya no tiene que estar en contacto directo con la realidad, es decir, ya no es necesario el componente empírico, porque ahora comienza a aprender a través de la descripción del mundo, gracias a la cual se puede acceder a objetos que no están presentes, e incluso generar realidades no existentes. Por lo tanto, se utiliza el lenguaje no solo para hablar de lo empírico, sino para definir cosas que no existen. En este sentido, los términos empíricos se terminan insertando dentro del cúmulo de descripciones sobre el mundo, lo que significa que no todos los términos descriptivos son empíricos, pero sí que todos los términos empíricos pueden ser definidos en términos descriptivos. Así pues, el gran salto cualitativo que se produce por esto es la sistematización de la mente: si en un primer momento la memoria es lineal, desde que se aprende el lenguaje, se produce un gran salto cualitativo, a saber, la sistematización de la mente. De esta manera, la relación de comportamiento, afecto y modelos perceptivos que estaba ligada a los términos empíricos, se distribuye, de modo que la mente adquiere el formato de una estructura sistémica donde en toda situación significativa hay una relación entre cognición, afectividad y comportamiento. La capacidad cognitiva innata guarda relación con la capacidad de generalización, de abstracción, de discriminación, de deducción y de inducción. Además, permite establecer relaciones entre nuestro propio cuerpo y el entorno. En las primeras etapas de la vida, esta relación se define en términos egocéntricos, es decir, el bebé se toma como referencia a sí mismo. En segundo lugar, las capacidades innatas de tipo afectivo guardan relación con los criterios de tensión y de distensión, que en un primer momento son valores de placer y de displacer. Además, tenemos una capacidad motivadora para evitar la tensión, una capacidad para tomar decisiones y una capacidad de rutina, esto es, la capacidad para clasificar estímulos dependiendo del hecho de que sean habituales o novedosos. Igualmente, la capacidad innata para el comportamiento se relaciona con la capacidad de succión, con la capacidad de prensión y con la capacidad de imitación, que está relacionada, a su vez, con la capacidad de atribuir intenciones a los demás. Además, tenemos la capacidad de fijarnos en la gestualidad de los demás para adaptar nuestro comportamiento. Aprendizaje del lenguaje: Con estas capacidades, llevamos a cabo el aprendizaje de signos. El primer proceso consiste en cómo los estímulos sensitivos (sensaciones) se convierten en percepciones. Los seres humanos estamos dotados de una serie de sentidos (vista, oído, tacto, etc.) a través de los cuales somos estimulados. Esos estímulos sensitivos que nos llegan, se convierten en percepciones cuando ya somos capaces de darle forma a las sensaciones, convirtiéndolas en un objeto. Al memorizar esa percepción, se crea una imagen y, a partir de la creación de la imagen, entra en juego la capacidad de generalización y de abstracción, de tal forma que, después de estos criterios, construimos el concepto (aunque se trata de un concepto pre-lingüístico, mental, pues aquí aún no tenemos lenguaje, es decir, constituye un modelo perceptivo). Por lo tanto, los conceptos no son innatos, sino que son aprendidos; y, además, las cualidades de los objetos solo se definen una vez que hemos aprendido el concepto, por lo que, una vez que se ha formado este, empezamos a discriminar el color, la textura, el olor, la densidad, etc. Una vez que se han desarrollado los conceptos, establecemos actuaciones o comportamientos que nos relacionan con esos objetos que hemos conceptualizado. En consecuencia, el bebé no es pasivo ante el mundo, sino que se posiciona activamente ante él, vale decir, interacciona con el mundo. Además, el aprendizaje de conceptos, que va ligado a los comportamientos del bebé en el mundo, también arrastra una relación afectiva, lo que significa que aprender conceptos es aprender conceptos asociados a lo afectivo, esto es, a la tensión y a la distensión. Por lo tanto, no solamente aprendemos conceptos, sino que les otorgamos un valor positivo o negativo, dependiendo de cómo nos afecte: si nos provoca tensión, tendrá un valor negativo, mientras que, si nos provoca distensión, tendrá un valor positivo. En este aprendizaje afectivo, son importantes varios elementos: Los valores fisiológicos, que dependen de las situaciones que nos produzcan placer o dolor. Los valores de utilidad, que tienen que ver con la capacidad de los comportamientos para aumentar o disminuir la tensión. Los valores sociales, que se asimilan a la noción de “premio” y “castigo”. Una vez que aprendemos el concepto, vamos aprendiendo signos, que se convierten en sustitutivos de los conceptos, de tal forma que el signo se asocia con los estados afectivos del concepto. Así, por ejemplo, el concepto perceptivo “mesa” se convierte en el signo “mesa”, que hereda toda la carga afectiva que tenía el concepto. De esta manera, los conceptos, que tenían un carácter privado, pasan a poseer un carácter público. Ahora bien, también puede darse el camino inverso, esto es, que el bebé parta de un signo para aprender un concepto. Así, por ejemplo, podemos enseñarle el signo “vaca” para que generalice y abstraiga el concepto de vaca. Aquí es fundamental la relación afectiva e imitativa con las personas adultas. A medida que vamos aprendiendo conceptos y signos, vamos asociando estos a significados sociales, como el asco, el miedo, la alegría, el dolor, etc., es decir, no aprendemos palabras y conceptos de forma neutral, sino que los aprendemos estando asociados a estados mentales, que guardan una relación muy estrecha con la empatía. A partir de aquí, se empieza a diferenciar significantes de significados: los primeros son los signos (palabras, ruidos, etc.), vale decir, la parte física del lenguaje, mientras que los segundos son los conceptos, lo que supone que, por consiguiente, los significados están compuestos por un apartado cognitivo, por un apartado afectivo y por un apartado comportamental. En estas etapas, la memoria es una memoria donde tenemos signos, conceptos, afectos y comportamientos encapsulados, por lo que aún no tenemos una memoria global y sistemática. Esto se produce cuando empezamos a sistematizar el lenguaje, que permite establecer relaciones entre esos factores, es decir, cuando se rompe la estructura estanca anterior y se empieza a establecer relaciones entre ellos. Sistematización de la mente: La sistematización se debe a varias causas: 1. En primer lugar, se debe a que ampliamos nuestros modelos perceptivos, lo que amplía, a su vez, las propiedades. 2. En segundo lugar, se debe al aprendizaje por familiaridad, esto es, a las relaciones de parentesco. 3. En tercer lugar, se debe al conocimiento descriptivo, que es la capacidad para aprender conceptos a través de la mera descripción, esto es, de la definición lingüística de los objetos, sin contacto directo con nada, lo que supone poner en práctica la capacidad de deducción, de generalización y de abstracción. Este conocimiento, además, establece una diferencia entre términos empíricos (hemisferio derecho) y términos descriptivos o intensionales (hemisferio izquierdo). 4. En cuarto lugar, se debe a la conceptualización del yo, que es el motivador principal para dar lugar a la sistematización de la mente, porque implica la constitución geográfica, la constitución identitaria y una referencia global, por lo tanto, sistemática, a nuestro mundo de cogniciones, afectos y comportamientos. En esta etapa, ya estaríamos hablando de un uso del lenguaje maduro, adulto, donde todas las competencias comunicativas ya están desarrolladas. Esto tiene lugar en la adolescencia, que es donde culmina el aprendizaje con el desarrollo de la capacidad de argumentación y de crítica. Ahora bien, hay que tener en cuenta que, por muy maduro que sea el uso del lenguaje, nunca prescindimos de los signos empíricos. Aun cuando los signos descriptivos se complejicen al máximo, nunca prescindimos de los signos empíricos. Esto se debe a que son los que arrastran el ámbito cognitivo, afectivo y comportamental al ámbito descriptivo, es decir, se engloban en los signos descriptivos, pero no desaparecen. Por eso, son tan importantes y no prescindimos de ellos. Cuando hablamos de lenguaje, hablamos de dos componentes: los significantes y los significados. Los primeros son los signos (palabras, ruidos, etc.), vale decir, la parte física del lenguaje, mientras que los segundos son los conceptos, lo que supone que, por consiguiente, los significados están compuestos por un apartado cognitivo, por un apartado afectivo y por un apartado comportamental. El gran error de las teorías pragmáticas del significado es que han confundido el significado con el significante, de tal forma que una teoría del significado pragmática en realidad es una teoría de significantes pragmática. De esta manera, el giro lingüístico no analiza significados, sino significantes. Este error se ha cometido porque los significantes se encuentra en el consciente de la mente, mientras que los significados (o, al menos, su parte más importante) se encuentran en la parte inconsciente. Por eso, se ha tardado tanto tiempo en caer en el error que se estaba cometiendo. Además, los significados implican no solo pensamiento, sino afectos y comportamientos. Por lo tanto, el significado implica la mente; y se relaciona no solamente con la parte consciente, sino también con la no consciente. No entra en el examen Podemos distinguir entre significantes potenciales y significantes ocasionales. Por otro lado, podemos distinguir entre significado potencial y significado ocasional. El significante potencial es el modelo genérico, mientras que el significante ocasional es la realización concreta. Lo mismo ocurre con los significados, con la salvedad de que, en el caso de los significados potenciales, estamos hablando de las estructuras cognitivas, afectivas y comportamentales que podrían activarse, mientras que, en el caso de los significados ocasionales, estamos haciendo referencia a las estructuras cognitivas, afectivas y comportamentales que realmente se activan. Todo esto, a su vez, se inserta dentro de la elaboración de códigos. Los significantes potenciales y ocasionales, y los significados potenciales y ocasionales se reflejan en el manejo de códigos, es decir, se estructuran en códigos. Esto significa que cada persona maneja un código, que está determinado por los criterios de socialización, por lo que no surgen de la nada, sino que derivan de estructuras como la clase social, el género, la edad, el nivel cultural, etc. Así, podemos hablar de dos tipos de códigos: 1. Un código restringido. 2. Un código elaborado. En el primero, sobre todo se hace uso de la inducción, se suelen tener dificultades para abstraer y generalizar, las acciones suelen estar asociadas a un contexto determinado, las interacciones se suelen definir en torno a individuos concretos y el contexto de fundamentación suele ser la tradición o el hábito. Conseguir la fragmentación simbólica es la forma más eficaz para mantener a la población en un código restringido. Así, somos víctimas de una triple fragmentación: histórica, social y mental. Esto hace que mantengamos códigos restringidos. En el segundo, ocurre todo lo contrario: se hace uso de la deducción, hay un mayor desarrollo de la capacidad de abstracción y generalización, mayor independencia del contexto, se pueden establecer relaciones colectivas sin necesidad de un conocimiento previo y el formato de justificación suele ser el uso de argumentos. El sociolecto hace referencia a todo el sistema de representaciones que se constituyen simbólicamente, vale decir, el sociolecto es cómo vemos el mundo, de tal forma que este concepto pone en jaque el concepto fuerte de “intersubjetividad”. De esta manera, el sociolecto sería identificable con nuestra visión ideológica del mundo, de modo que la ideología no solo es ideología política, sino que esta es solo una parte de la conceptualización ideológica del mundo. Todo ese mundo de posibilidades que se abre al introducir este concepto, debe definirse en el seno de una tecnología, que sería el ámbito práctico de la teorización social. Para ello, lo primero que tendremos que hacer es eliminar prejuicios, porque la palabra “tecnología” se asocia a la elaboración de máquina. La tecnología se entiende como una tecnología con capacidad descriptiva y que pueda ser sometida a la prueba de la predicción, es decir, ha de ser capaz de predecir; y son objeto de predicción los estados mentales prototipo de la sociedad. Esto significa ser capaces de predecir el grado de cognición, de afectividad y de acción prototipo de la sociedad. Por lo tanto, la tecnología social tendrá que traducirse en una teoría de la socialización que describa no solo cómo se nos socializa, sino que plantee una alternativa socializadora. La primera aplicación práctica es el ámbito educativo, por lo que habrá que desarrollar una tecnología educativa. Tecnología que tendría que plantearse lo siguiente: A nivel cognitivo, los errores de conceptualización del mundo, que conllevan la incapacidad para actuar en el mundo, lo que influye en el razonamiento deductivo, haciéndolo cada vez más deficitario, y en la capacidad de abstracción y de generalización. Además, el sistema educativo actual (neoliberal) está propiciando la no jerarquización conceptual, que no nos permite establecer relaciones adecuadas entre los conceptos. Por lo tanto, no solo conocemos menos mundo, sino que lo conocemos peor. En consecuencia, se está originando una generalización de la ignorancia. A nivel afectivo, la falta de empatía, en la que influye las nuevas tecnologías, que disminuyen la capacidad pragmática de interacción, es decir, dificultan el reconocimiento ajeno de estados mentales. Además, el sistema educativo fomenta el entramado emocional neoliberal, que está constituido por la emoción de frustración, de resignación, de resentimiento y de miedo. Respecto a la primera, vivimos en una sociedad interesada en generarnos un cierto grado de frustración, porque esta puede servir como motivación para la acción. El problema radica en que esa motivación suele estar teledirigida por el propio sistema, que proporciona una batería de posibles soluciones como el consumismo, la creencia de que el esfuerzo tiene resultados positivos, la creencia en el azar, el uso de fármacos, etc. En definitiva, soluciones que provocan un efecto placebo. Asimismo, hay un gran interés en que la frustración tenga un carácter individual, es decir, creer que somos responsables de nuestra frustración. Un grado de frustración mantenido en el tiempo, suele tener como consecuencia la resignación, que conlleva el inmovilismo. Por lo tanto, es una semilla fundamental para el conservadurismo social. Sin embargo, hay posibilidad de que la resignación se traslade al resentimiento, que, a diferencia de aquella, implica una acción, pero contra el enemigo equivocado, a saber, los inmigrantes, los homosexuales, los negros, etc., lo que genera delitos de odios y el auge de las actitudes fascistas: el resentimiento, cuando se mezcla con la cognición del elitismo y de un bajo valor cultural de realismo, puede generar fascismos. Por último, cuando hablamos de miedo, no estamos aludiendo al miedo empírico, sino de un miedo metafísico, manufacturado. Miedo que sobre todo insiste en la generalización de la incertidumbre, que se ve agravada por el hecho de que no conocemos sus causas reales, es decir, se trata de una presión que recibimos todos los días de la que no sabemos sus causas y, por consiguiente, no podemos plantear sus salidas. Todo esto relacionado, además, con el miedo a la exclusión. Y este miedo moviliza hacia el conservadurismo, hacia el inmovilismo. Esto es lo que la Escuela de Frankfurt llamó “malestar cultural”. A nivel de la acción, el fallo fundamental es la implementación de la censura. Ahora bien, cuando hablamos de censura, estamos hablando de dos tipos de censura: una previa y otra posterior. La censura previa es aquella censura simbólica que se aplica de manera apriorística con el objetivo de que no lleguemos a elaborar una representación mental sobre una realidad. Este tipo de censura recibe el nombre de “forclusión”. Por su parte, la censura posterior es aquella que actúa generando representaciones mentales estigmatizadas, por lo que determina cómo debemos valorar una cierta realidad. Para ello, el sistema genera una batería de estereotipos, como el de mujer, de hombre, de gitano, de judío, etc. Por lo tanto, desde el ámbito de la acción también se generaliza el inmovilismo. En resumen, una tecnología educativa tendría que hacer frente a la generalización de la ignorancia, a la generalización de los afectos patológicos y a la generalización del inmovilismo.