Sei sulla pagina 1di 4

CARTA PARA MARGARITA

Margarita, saludos:

He encendido por sexta vez un cigarrillo, fumé los cinco pensando en ti y este
último no es la excepción. Así empiezo a escribirte. Es curioso que después de
mucho tiempo hayas vuelto a mi cabeza. Mientras miro desde la ventana al sol
escondiéndose, me pregunto, qué motivó que volviera a evocarte; entonces me di
cuenta.

Esta mañana, dirigiéndome al trabajo, en el carro, el chofer sintonizaba una de


esas radios románticas que me aburren, estaba sonando una canción, cuyo título
recuerdo bien: Colgando en tus manos. Nuestra canción, como tú misma dijiste
alguna vez. ¡Claro! Ese fue el motivo.

En el trabajo estuve distraído, no hacía otra cosa que pensar en ti, cinco años
después de que me rompiste el corazón. Aunque, es cierto, también me brindaste
una de las grandes felicidades de mi vida: besar tus labios. Debo confesar que
hasta hoy, no me ha vuelto a suceder algo más maravilloso, si de cumplir sueños
inocentes se trata.

Hablando de sueños, puedo asegurar que muchos se cumplen; pero el que yo


tuve contigo nunca se cumplirá, de eso estoy seguro. Y justamente, ese es el
motivo de esta carta: revelarte el secreto sueño del que nunca te comenté
absolutamente nada.

Recuerdo perfectamente la primera vez en que nos besamos, cerré los ojos y te
juro: vi el cielo en el cielo. Inmediatamente me abrazaste con fuerza, sentí tus
suaves pechos. Realmente estaba enamorado de ti, por lo tanto el sexo no se me
ocurría.

La verdad es que ya no recuerdo cuanto tiempo compartimos juntos, quizás cuatro


meses o algo más, no lo sé. Lo que si recuerdo, claramente, es la molicie de tus
senos, de los que, a pesar de que nunca usaste ni siquiera un tímido escote, pude
adivinar su perfecta redondez y grandeza.
Siempre andabas cubierta, siempre cuidabas de que no se notara tu anatomía,
usabas prendas que excedían un poco tu talla. Nunca te importó atraer a nadie
con tu cuerpo, quizás porque sabías que no hacía falta, pues tienes un par de
milagrosos ojos, una dulce sonrisa además de tu voz musical. Transmitías un
ángel, nadie nunca hubiera imaginado pensamientos malos en ti. Hablabas de
Dios, asistías a misa cada domingo sin falta y cuando te despedías, abrazabas a
todos, diciendo: “Que Dios te bendiga”. Todo el que te conocía te saludaba con el
mayor afecto posible: Hola, Margarita linda.

Una vez entre amigos, hablábamos de las chicas más hermosas del instituto, uno
de ellos, el más entrañable, Fernán, resaltó tus ojos. Yo nunca me habría fijado
en ti, si no fuera por aquella observación. Desde entonces no hacia más que
mirarte. Cada vez que te miraba encontraba una cualidad más: tu sonrisa, tus
gestos, tu piel blanca y cuando por fin decidí acercarme a ti, encontré en tu voz la
paz. Una paz dulce.

Al principio te hablaba con timidez, recuerdo, y tú al notarlo, pues me tratabas con


displicencia. Como dirían los amigos: te hacías la rica. Poco a poco, lentamente,
me dejaste ser tu amigo. Nos reíamos, conversábamos, caminábamos hasta una
cuadra cerca de tu casa. Todo era lindo.

Llegó entonces el momento de la verdad, ya no soportaba más, tenía que


decírtelo. Era el final de nuestro primer semestre. Elegí la penúltima semana. Los
cursos ya se acababan.

Te abordé en el instituto, justo cuando te ibas, ¿recuerdas? Tengo que decirte


algo, te dije. Bueno, pero antes ¿viste a Edgar?, me preguntaste. Sí, se fue con
Leonor, creo que se le va a declarar; te respondí. ¡Cuando no!, los chicos siempre
esperan la ultima hora, sentenciaste. Sonreíste. Me abochorné. Entonces nos
fuimos hacia la calle.

Como siempre te acompañé hasta tu barrio, y de pronto te detuviste y mirándome


a los ojos me cuestionaste: “¿Qué es eso que me querías decir?” Yo me puse muy
nervioso, mas no sé de donde cogí valor. Te lo dije, estoy enamorado de ti, desde
hace mucho tiempo no dejo de pensarte, quiero que seas mi enamorada. Tú
sonreíste. Pude advertirlo en tus ojos, solo esperabas que te lo dijera ¿Verdad?,
para luego responderme: No. Como diríamos entonces, me choteaste.

Me fui a mi casa con la moral hecha trizas… Caray, quién creería que luego de un
par de semanas te entregarías, voluntariamente, tan fácil como una paloma
herida. Me seguiste en la salida, me pediste que te acompañara a tu casa.
Acepté. Yo estaba dolido aún, me cogiste del brazo y me llevaste hacia una calle
desolada, mi debilidad era tanta que podías hacer conmigo lo que quisieras.
Sucedió. Me besaste. Desde entonces todo fue fantástico. Ahora me río de lo
ridículo y patético que fui. ¡Sentía mariposas en el estómago!

Recuerdo perfectamente, luego de aquel primer beso, al día siguiente, teníamos


clases en el instituto: juntos. No quise entrar al salón, por un miedo inexplicable.
Margarita, yo no sabía como actuar. No asistí a clases. Esa tarde te llamé por
teléfono y te repetí las palabras de una bachata “mi amor, te amo tanto, que me da
miedo volver a verte”. ¿Por qué?, me dijiste riendo.

Así transcurrieron, los días, las semanas, los meses, el tiempo. Repentinamente
cambiaste, nunca me expliqué ese cambio, y ya que lo pienso, incluso ahora.
Especulo entonces. Quizás notaste que era inmaduro en nuestra relación, que me
comportaba como un niño enamorado. Era cierto. Y a decir verdad, nadie, de los
que te conocían, lo hubiera sospechado; eras una experta en amores. Un día me
comentaste que leíste El amor en los tiempos del cólera, que te gustaría que tu
vida fuera como la de Fermina Daza. Yo no entendía. Nunca me gustó la literatura,
a mí me gustaba la música, jugar al futbol y besar tu boca. Mi vida era eso.

Una noche estrellada te regalé una rosa, estabas seria, la recibiste y la guardaste
en tu bolso. Esa noche me dijiste que lo nuestro no funcionaba, que ya no podías
seguir conmigo. Un estúpido golpe de orgullo me hizo decirte que, bueno, qué le
hacemos, si no funciona pues terminaremos. Mierda. No sé en que estaba
pensando. Yo esperaba que te opusieras, pero no, me dijiste, está bien. Y
terminamos.
Me despedí de ti con un fuerte y caluroso abrazo. Nunca me abrazaste así,
comentaste, ¿recuerdas? Te reclamé la rosa y me la devolviste. Me fui a casa
caminando. Al principio indiferente a lo que había sucedido, pero, según iba
avanzado, sentí un peso enorme en todo mi ser. Lancé la rosa al piso y la pisoteé.
Instintivamente, me acerqué a una tienda, compré una botella de cerveza y un
cigarrillo, no sabía fumar, qué más daba. El universo entero se me vino encima. Al
llegar a mi habitación cogí mi celular y te llamé. Llorando te reclamé, ¿por qué me
haces esto? ¿Qué te hice? Me respondiste: perdón, que no era yo, que eras tú.
Que estabas enamorada de Miguel, mi hermano menor, qué cobardía la tuya, no
me lo dijiste en persona, no te atreviste.

Lancé el celular contra la pared, lo destruí. Los odié a ti y a mi hermano con toda
mi alma. Me convertí en un ebrio y un fumador, aunque eso no es importante para
ti, lo sé.

Cinco años después, mi vida se ordenó un poco. Todavía siento ese terrible dolor,
a pesar de que estoy casado y tengo dos hijos. Maldición. Tú hiciste lo mismo con
Miguel, quedaste embarazada, aunque ahora eres madre soltera, pues mi
hermano no te valoró y como es joven, te dejó por otra. A tu hija, la conocí hace un
mes, se parece mucho a ti. La odio.

Estoy desquiciado, lo sé. Pero ese no es el motivo de esta carta. Como te advertí,
en realidad solo quiero hablarte del sueño que no pude cumplir cuando estaba
contigo, fui un gil. Bueno… quería acariciar tus tetas, besarlas. Ese era mi gran
sueño. Ya está, ya te lo dije. Y ¿sabes? Ahora es imposible porque eres madre.
Antes tus senos eran adorables, fuente de placer, ahora no.

Potrebbero piacerti anche