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TEORIA DEL CONSUMO

del reparto, según el esquema idealista de los «vasos comunicantes».


El flujo de bienes y de productos no se equilibra como el nivel de los
mares. La inercia social, a diferencia de la inercia natural, lleva a un es-
tado de distorsión, de disparidad y de privilegio. El crecimiento no es
la democracia. La profusión es funcional a la discriminación. ¿Cómo
podría entonces ser su correctivo?

EL PALEOLÍTICO O LA PRIMERA SOCIEDAD DE ABUNDANCIA

Debemos abandonar la idea recibida, según la cual una sociedad de


abundancia es una sociedad en la cual se satisfacen fácilmente todas
las necesidades materiales (y culturales), pues esa idea hace abstrac-
ción de toda lógica social. Mucho más acertada parece la idea, retoma-
da por Marshall Sahlins en su artículo sobre la «primera sociedad de
abundancia» 9 , que sostiene que nuestras sociedades industriales y
productivistas —a diferencia de ciertas sociedades primitivas— están
dominadas por la rareza, por la obsesión de rareza característica de la
economía de mercado. Cuanto más se produce, más se destaca, en el
seno mismo de la profusión, el alejamiento irremediable del término
final que sería la abundancia, definida como el equilibrio de la pro-
ducción humana y de las finalidades humanas. Puesto que lo que se
satisface en una sociedad de crecimiento, y se satisface cada vez más a
medida que crece la productividad, son las necesidades mismas del
orden de producción y no las «necesidades» del individuo, sobre cuyo
desconocimiento reposa, por el contrario, todo el sistema, es evidente
que la abundancia retrocede indefinidamente; mejor aún: la abundan-
cia se niega irremediablemente en provecho del reinado organizado
de la rareza (la escasez estructural).
Para Sahlins, quienes conocían la verdadera abundancia, a pesar
de su absoluta «pobreza», eran los cazadores recolectores (las tribus
nómadas primitivas de Australia, del Kalahari, etc.). Los primitivos no
poseen nada propio, no están obsesionados por sus objetos, que van

Les temps modernes, octubre de 1968.

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LA LÓGICA SOCIAL DEL CONSUMO

descartando para desplazarse más cómodamente. No hay entre ellos


ningún aparato de producción ni de «trabajo»: cazan y recolectan
«con tranquilidad», podríamos decir, y comparten todo entre sí. La
prodigalidad es total: consumen todo de entrada, sin cálculo econó-
mico y sin almacenar. El cazador recolector no tiene nada del homo
economicus de invención burguesa. Desconoce los fundamentos de
la economía política. Ni siquiera se acerca a los límites de las ener-
gías humanas, de los recursos naturales y de las posibilidades efecti-
vas. Duerme mucho. Confía —y esto es lo que marca su sistema eco-
nómico— en la riqueza de los recursos naturales, mientras que
nuestro sistema está marcado (y, con el perfeccionamiento técnico,
cada vez lo está más) por la desesperación ante la insuficiencia de los
medios humanos, por una angustia radical y catastrófica que es el
efecto profundo de la economía de mercado y de la competencia ge-
neralizada.
La «imprevisión» y la «prodigalidad» colectivas, características de
las sociedades primitivas, son el signo de la abundancia real. Nosotros
sólo tenemos las señales de la abundancia. Acorralamos, mediante un
gigantesco aparato de producción, los signos de la pobreza y de la es-
casez. Pero la pobreza no consiste, dice Sahlin, ni en una pequeña
cantidad de bienes ni simplemente en una relación entre fines y me-
dios: la pobreza es sobre todo una relación entre los hombres. Lo que
funda la «confianza» de los primitivos y lo que hace que vivan la abun-
dancia aun pasando hambre es, finalmente, la transparencia y la reci-
procidad de las relaciones sociales. Es el hecho de que ninguna mono-
polización de ninguna especie, ya sea de la naturaleza, del suelo, ya sea
de los instrumentos o de los productos del «trabajo», interfiere en los
intercambios ni instituye la rareza. Tampoco hay acumulación que
siempre es la fuente del poder. En la economía del don y del intercam-
bio simbólico, una cantidad escasa y siempre finita de bienes basta
para crear la riqueza general, pues esos pocos bienes pasan constante-
mente de unos a otros. La riqueza no se basa en los bienes, sino en el
intercambio concreto entre las personas, por lo tanto, es ilimitada, ya
que el ciclo del intercambio no tiene fin, aunque se dé entre un núme-
ro limitado de individuos, pues cada momento del ciclo de intercam-
bio agrega valor al objeto intercambiado. En el proceso de competencia
v de diferenciación características de nuestras sociedades civilizadas e

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TEORÍA DEL CONSUMO

industriales lo que se advierte es la inversión de esta dialéctica concre-


ta y relacional de la riqueza, que aparece como dialéctica de la carestía
y de la necesidad ilimitada. Cuando, en el intercambio primitivo, cada
relación aumenta la riqueza social, en nuestras sociedades «diferencia-
les», cada relación social aumenta la carencia individual, puesto que
toda cosa poseída queda relativizada con respecto a los otros (en el in-
tercambio primitivo, se valoriza por la relación misma con los demás).
Por todo lo dicho, no es paradójico sostener que en nuestras so-
ciedades «afluentes», la abundancia se ha perdido y que no podrá re-
cobrarse aumentando al infinito la productividad ni liberando nuevas
fuerzas productivas. Puesto que la definición estructural de la abun-
dancia y de la riqueza está en la organización social, únicamente po-
dría reinstaurarla una revolución de la organización social y de las re-
laciones sociales. ¿Retornaremos algún día, más allá de la economía de
mercado, a la prodigalidad? En lugar de la prodigalidad, tenemos el
«consumo», el consumo forzado a perpetuidad, hermano gemelo de
la escasez. La lógica social dio a conocer a los primitivos la «primera»
(y única) sociedad de abundancia. Nuestra lógica social nos condena a
una carestía lujosa y espectacular.

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