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TRIBUNA José García Molina/ Francis Gil 2017/8/24 23:31H.

Lecciones de 1917 para gobernar en 2017


En un siglo que ha nacido de la pérdida de las esperanzas, el primer objetivo realmente revolucionario
debe ser recuperar la esperanza. Ahí, justamente en lo indefinido y desconocido de ella, se aloja la
posibilidad real de un cambio radical y revolucionario.

A estas alturas de la partida resulta tan redundante afirmar que hay múltiples formas de
pensar y hacer política como motivos para dudar de la existencia de un fundamento último de
lo político. Algunas categorizaciones discursivas, prestas a dotar de una finalidad absoluta a la
praxis de la política, se apoyan en valoraciones subjetivas, valores morales, posicionamientos
éticos o identificaciones laicas sustitutas de disquisiciones teológicas sobre el bien y el mal. No
es nuestra opción. Por eso, quienes descartamos las cómodas certezas ideológicas
personales como criterio válido para la acción, pensamos lo político articulado directamente en
la política; asumimos la praxis como rectora de la teoría, sin dejarnos deslumbrar por los
espectaculares pero ineficaces juegos de la fraseología pseudorevolucionaria. Practicar la
política como un arte estratégico basado en decisiones y no como una colección de gestos
éticos, radicalmente bellos y radicalmente inútiles, implica transitar por escenarios incómodos
e imprevisibles. No hay guía o manual de la coyuntura, sólo análisis concretos de las
situaciones concretas. Quien crea poseer el manual de juego, o se considere el narrador
omnisciente de la escena, se equivoca atribuyéndose el papel de juez y parte, de inquisidor y
víctima.

«El izquierdista» –infantil profeta del Apocalipsis– suele ser un candidato proclive a ocupar de
buen grado ese lugar. Capaz de pasar sin pestañear de martillo de herejes a mártir accidental
de la real realidad, el izquierdista se presenta a sí mismo como el alma bella de cualquier
situación política. Lo paradójico de la cuestión es que no se encuentra casi nunca solo en su
empeño. El coro de la Restauración es su aliado natural. Frente a la arriesgada operación de
construir una alianza táctica que transforme lo concreto, emerge la maniobra de apoyo mutuo
entre reaccionarios e izquierdistas: pura en sus argumentos, abstracta en sus afinidades
electivas. Ambos coinciden en su voluntad de dejar las cosas como están si el precio de la
transformación pone en riesgo sus posiciones personales.

Partamos, pues, de la situación objetiva: el Partido Popular continúa gobernado nuestro país
aplicando políticas lesivas para la mayoría social; y lo hace sin contar con un respaldo
parlamentario autosuficiente. Ante este dato objetivo caben dos tipos de reacciones. O bien

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esperar y aguantar a que la Historia haga su trabajo, o a que las próximas elecciones
generales, o las siguientes, arrojen un resultado electoral diferente; o bien trazar políticas de
alianzas, tácticas y puntuales, para, en una situación asimétrica de fuerzas, establecer un
dique de contención institucional frente a la amenaza que, para las libertades civiles y los
derechos sociales y laborales, supone la Administración Rajoy. Hoy se hace tan posible como
interesante impulsar un movimiento estratégico que desaloje al PP de la Moncloa.
Obviamente, una alianza de estas características conlleva riesgos y se expone a la presión
redoblada de quienes anteponen sus intereses personales, sus criterios o valoraciones
morales, al interés general.

Y en esta coyuntura habrá quien se pregunte: si no hay plan prediseñado, si no existe


realmente un tour-operador que nos guíe y nos proteja en este viaje, ¿hacia dónde
caminamos? No hay una única respuesta para esta pregunta. A lo sumo, y no es poca cosa,
contamos con una colección de experiencias, con la brújula de la memoria y el recuerdo de
quienes, antes que nosotros, transitaron por el camino del desafío popular al poder instituido.
Parafraseando a quienes hace ahora un siglo vivieron y forjaron sus propias coyunturas, sólo
podemos viajar hacía la «revolución».

Revolución sigue siendo un enorme significante vacío repleto de esperanzas que simbolizaba
el final de siglos de maltrato y humillaciones de la mayoría. Hay mucho que aprender de
aquellas experiencias de hace un siglo. No para repetirlas mecánicamente ni para
mimetizarnos con sus lenguajes y acciones. Las lecturas nostálgicas y proféticas de la
revolución comparten el error de huir del presente desplazándose hacia un pasado imaginario
o hacia un futuro utópico. Ese tipo de relato oportunista encadena y desmoviliza las actuales
potencias de masas, sometiéndonos al falso dilema de repetir los errores o esperar inmóviles
el colapso automático. Los izquierdistas seguirán gritando «revolución» como autojustificación
de su debilidad, mientras los reaccionarios se empeñarán en convencernos con la
demostración objetiva de su impotencia. Pero hoy ya no se trata de elegir entre «reforma o
revolución». Ahora es aún más complicado: hay que reformar la revolución y revolucionar las
reformas.

En un siglo que ha nacido de la pérdida de las esperanzas, el primer objetivo realmente


revolucionario debe ser recuperar la esperanza. Ahí, justamente en lo indefinido y
desconocido de ella, se aloja la posibilidad real de un cambio radical y revolucionario. Existen
grandes diferencias y distancias entre las expectativas revolucionarias de 1917 y las
perspectivas de gobierno de 2017, pero lo que sigue en juego es una idea similar de liberación
de las potencias sociales. Necesitamos que la Historia avance para poder vivir ahora, y para
desmentir su proclamado fin. Necesitamos acelerar la Historia a través de la política, y «hacer
historia» convirtiendo revolución y esperanza en sinónimos. Se trata, en esta coyuntura, de
gobernar la revolución, de ser capaces de representar la esperanza, garantizar la realidad de
lo cotidiano, construir un día a día mejorado, más soportable y menos hiriente para la mayoría
social. Se trata, en definitiva, de establecer el futuro aquí y ahora para proyectar el gobierno
de Podemos y someterlo a la prueba de la realidad.

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