Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
A estas alturas de la partida resulta tan redundante afirmar que hay múltiples formas de
pensar y hacer política como motivos para dudar de la existencia de un fundamento último de
lo político. Algunas categorizaciones discursivas, prestas a dotar de una finalidad absoluta a la
praxis de la política, se apoyan en valoraciones subjetivas, valores morales, posicionamientos
éticos o identificaciones laicas sustitutas de disquisiciones teológicas sobre el bien y el mal. No
es nuestra opción. Por eso, quienes descartamos las cómodas certezas ideológicas
personales como criterio válido para la acción, pensamos lo político articulado directamente en
la política; asumimos la praxis como rectora de la teoría, sin dejarnos deslumbrar por los
espectaculares pero ineficaces juegos de la fraseología pseudorevolucionaria. Practicar la
política como un arte estratégico basado en decisiones y no como una colección de gestos
éticos, radicalmente bellos y radicalmente inútiles, implica transitar por escenarios incómodos
e imprevisibles. No hay guía o manual de la coyuntura, sólo análisis concretos de las
situaciones concretas. Quien crea poseer el manual de juego, o se considere el narrador
omnisciente de la escena, se equivoca atribuyéndose el papel de juez y parte, de inquisidor y
víctima.
«El izquierdista» –infantil profeta del Apocalipsis– suele ser un candidato proclive a ocupar de
buen grado ese lugar. Capaz de pasar sin pestañear de martillo de herejes a mártir accidental
de la real realidad, el izquierdista se presenta a sí mismo como el alma bella de cualquier
situación política. Lo paradójico de la cuestión es que no se encuentra casi nunca solo en su
empeño. El coro de la Restauración es su aliado natural. Frente a la arriesgada operación de
construir una alianza táctica que transforme lo concreto, emerge la maniobra de apoyo mutuo
entre reaccionarios e izquierdistas: pura en sus argumentos, abstracta en sus afinidades
electivas. Ambos coinciden en su voluntad de dejar las cosas como están si el precio de la
transformación pone en riesgo sus posiciones personales.
Partamos, pues, de la situación objetiva: el Partido Popular continúa gobernado nuestro país
aplicando políticas lesivas para la mayoría social; y lo hace sin contar con un respaldo
parlamentario autosuficiente. Ante este dato objetivo caben dos tipos de reacciones. O bien
Revolución sigue siendo un enorme significante vacío repleto de esperanzas que simbolizaba
el final de siglos de maltrato y humillaciones de la mayoría. Hay mucho que aprender de
aquellas experiencias de hace un siglo. No para repetirlas mecánicamente ni para
mimetizarnos con sus lenguajes y acciones. Las lecturas nostálgicas y proféticas de la
revolución comparten el error de huir del presente desplazándose hacia un pasado imaginario
o hacia un futuro utópico. Ese tipo de relato oportunista encadena y desmoviliza las actuales
potencias de masas, sometiéndonos al falso dilema de repetir los errores o esperar inmóviles
el colapso automático. Los izquierdistas seguirán gritando «revolución» como autojustificación
de su debilidad, mientras los reaccionarios se empeñarán en convencernos con la
demostración objetiva de su impotencia. Pero hoy ya no se trata de elegir entre «reforma o
revolución». Ahora es aún más complicado: hay que reformar la revolución y revolucionar las
reformas.