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Ciudades grises

Por Angélica Gorodischer

Mi mamá lloró mucho cuando supo que nos veníamos a vivir a Rosario. Ella amaba
Buenos Aires y no le importaba que en Rosario vivieran su familia y muchos de sus
amigos. Lloró mucho y yo me preguntaba —sin miedo, eso sí— qué cosa sería Rosario.
Una gran casa, por ejemplo, eso me dije.

Tal como fueron las cosas, tuve parte de razón. Era una gran casa, la de mi abuelo:
Rosario era una gran casa y ¿en dónde se siente más a gusto una cría que en una gran
casa en la que hay escaleras, rincones, terrazas, balcones, macetas, toldos, rejas?
Rosario era eso y yo tenía una vaga idea de que afuera había una ciudad pero no sabía
lo que era una ciudad.

Finalmente mi mamá dejó de llorar y salimos a hacer visitas.


Qué desilusión. Descubrí que Rosario era igual pero igualita a Buenos Aires. Mi mamá
me llevaba de la mano y cruzábamos calles grises entre edificios grises. Hacíamos una
visita y volvíamos por las calles grises.

El mundo, la ciudad, la casa, que eran todo uno, se agrandó y se achicó al mismo
tiempo. Ya no vivíamos en la gran casa de mi abuelo sino en la nuestra que era más
chica pero más allá de la cual había efectivamente una ciudad que una cría podía salir a
mirar o a recorrer acompañada, en la que había rincones, terrazas, rejas, veredas,
toldos, coches, escaleras, perros, balcones, plazas y más y más y más.

La ciudad seguía siendo gris porque era ajena. Ni siquiera me rozaba. Era solamente un
lugar, importante pero lugar, dura, a veces sorprendente, a veces amenazadora según
lo que decían las tías y las tías abuelas. ¿Rosario era eso frío gris y duro que me
rodeaba? Sí, pero un día, una mañana fue otra cosa. Después de habernos enseñado
las dimensiones del aula y la historia y la geografía del colegio, nos hicieron aprender
de memoria —gran cosa la memoria: ¿por qué los chicos no aprenden ya poemas de
memoria?— las calles de la ciudad Oroño, Balcarce, Moreno, Dorrego, España, Italia y
así hasta el río. Y con eso en la cabeza dibujamos y coloreamos el plano de Rosario.

Por primera vez la ciudad venía hacia mí a través del papel, la goma y los lápices de
colores. Las plazas eran marrones, los parques verdes, los monumentos anaranjados,
el río azul, el colegio era un cuadrado blanco rodeado de un borde negro. No había

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nada gris. Ni las calles que habían quedado tal cual, blancas como la cartulina.
Resultado: tragedia familiar “Yo quiero ir sola al colegio”. Pero tuvo que pasar mucho
tiempo hasta que se me permitiera tomar el tranvía 15 para ir —sola— al colegio. Y
después —sola— a la Cultural Inglesa y —sola— a la Academia Blaymont de Francés. Al
cine jamás, pero yo me las arreglaba.

En un rebote digno de cualquier sociología elemental, la ciudad me pertenecía. Yo no


sabía lo que alguna vez iba a hacer con ella —¿cómo saberlo?— pero sí sabía que
podía recorrerla como quien recorre la gran casa del abuelo.

Era el tiempo de la lectura catarática y caótica, las novelas policiales, Kafka, los cuentos
de terror, mitologías, biografías, la vida privada de los egipcios, el proceso de Juana de
Arco, Dostoiewski, Guy de Chantepleure, las Brontë, Rebeca una mujer inolvidable y,
last but not least, el señor Borges.

Toda esa gente vivía lejos de Rosario. Jamás se me hubiera ocurrido —Borges aparte—
leer nada pero nada que sucediera dentro de mis fronteras. Todo era inglés, todo era
francés, todo era cualquier otra cosa y mi ciudad esperaba, móvil, espejeante, como si
no quisiera la cosa, a que yo me le animara.

Yo suponía que Rosario era parte de la realidad pero de una realidad que pertenecía a
otro plano. Era ingenua, yo, y creía que esas cosas podían pasar sin tener que pagar un
precio por ellas.

Descubrí a Arlt tres pasos antes de entrar a la Facultad de Filosofía y Letras. Rosario se
lanzó a la conquista. ¿Que Erdosain era porteño? ¿Qué las aguafuertes lo eran? Y qué.
Yo volvía a pasar por las calles grises entre edificios grises de la mano de mi mamá y
Rosario era igualita a Buenos Aires.

Había en la Facultad por la que pasé sin pena ni gloria y sin obtener título alguno, una
materia llamada Literatura Argentina que daba no sé quién ni cómo y que me dio pie
para ir de Velmiro Ayala Gauna a Manuel Mujica Lainez, de Emma de la Barra a
Alfonsina Storni, de Benito Lynch a Victoria Ocampo.

Y sin embargo yo seguía construyendo mis fantasías en inglés o en francés. Hasta que
un día apareció en una novela una ciudad que podría haber sido Rosario. Un momento.
También podría haber sido Buenos Aires, pero yo creía que era Rosario y como era yo
la que estaba escribiendo la novela, sin nombrarla fue Rosario.

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Claro que tuve que esperar diez años hasta que llegara el fuego. Y llegó en forma de
recuerdo de los tiempos aquellos en los que mi mamá lloraba por tener que volver a
vivir a Rosario. Los viejos tíos hablando de “las casas” y las viejas tías diciendo shhhh
que está la nena y ellos diciendo bah las criaturas no entienden nada.
Y entonces, a paso de vencedores, entró Rosario a mis novelas, primero como una
fábula de sus años prostibularios, enseguida como una memoria de mi vida y la de mi
mamá cuando lloraba y cuando no lloraba, y al fin con facilidad, como lo esperable y lo
necesario.

Está ahí, y si algo sucede que debe ser narrado, es entre mis fronteras, en el mundo, la
ciudad, la gran casa del abuelo, esta parte del universo, la magnolia grandiflora en flor,
abarcando cualquier otro punto lejano o cercano, con velo o sin velo, desconocido, por
conocer, mi casa, Rosario.

Publicado en Revista Ñ el 23/12/2006. Disponible en


http://edant.clarin.com/suplementos/cultura/2006/12/23/u-01332608.htm

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