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Colección Teorema

Michel Serres

Atlas

CÁTEDRA
TEOREMA
Título original de la obra:
Atlas

Traducción; Alicia Martorell

R eservados linios ios d erech os. D e conform idad con lo d ispu esto
en el art. 53-í-bi.s del C ó d igo Penal vírenle, podrán ser castigad os
to n p en as d e multa y privación d e libertad qu ien es reprodujeren
o plagiaren, en tod o o en parte, una obra literaria, artística
o científica fijada en cualquier tipo d e so p o rte
sin la p recep tiva autorización.

© E d ition s Ju lliard , 1994


E diciones C átedra, S. A., 1995
Juan Ignacio L u ca de Tena, 15. 23027 M adrid
D epósito legal: M. 39.624/1995
IS B N : 84-376-1385-X
Printed in Spain
Im preso en Fernández C iudad. S. L.
Catalina Suárez, 19. 28007 M adrid
índice

Leyenda para leer fácilmente este atlas ..................... 11


Prolongaciones ............................................................ 21
¿Dónde? ..................................................................... 23
1. Espacio global ................................................... 25
2. Espacio local ................................................... 39
Estar ahí ............................................................ 39
Estar fuera de a h í ............................................... 59
3. Tiempo del mundo ........................................... 83
Propagaciones ............................................................ 111
¿Qué hacer? ................................................................. 113
1. Espacios virtuales............................................... 115
Trabajos ............................................................ 115
Redes ................................................................. 135
2. Encantamiento ............................................... 147
3. Enseñanza ........................................................ 165
¿Quién ser? ................................................................. 193
Próximo ......................................................................... 205
¿Cóm o hacer? ............................................................ 207
1. Violencia ............................................................ 209
2. Contrato ............................................................ 233
3. Distancia y proximidad .................................. 237
¿Pasar por dónde para ir a dónde? ......................... 253

7
Para Abdelwaked Ibrabimi
en recuerdo de Itzer, en el Adas
Leyenda para leer fácilmente
este adas

Sin un plano, ¿cómo recorrer la ciudad? Nos hemos ex­


traviado en la montaña o en el mar, a veces incluso en la ca­
rretera, sin guía. ¿Dónde estamos y qué hacemos? Sí, ¿por
dónde ir para ir a dónde?
Colección de mapas útiles para localizar nuestros movi­
mientos, un atlas nos ayuda a responder a estas cuestiones
de lugar. Si nos hemos perdido, nos encontramos gracias
a él.

E l nuevo mundo

¿Por qué las páginas y láminas del atlas que viene a con­
tinuación?
Ahora todo cambia: las ciencias, sus métodos y sus in­
ventos, la forma de transformar las cosas; las técnicas, es de­
cir, el trabajo, su organización y el vínculo social que presu­
pone o destruye; la familia y las escuelas, las oficinas y las
fábricas, el campo y la ciudad, las naciones y la política, el
hábitat y los viajes, las fronteras, la riqueza y la miseria, la
forma de hacer niños y de educarlos, la de hacer la guerra y
la de exterminarse, la violencia, el derecho, la muerte, los es­
pectáculos... ¿Dónde vamos a vivir? ¿Con quién? ¿Cómo
ganamos la vida? ¿A dónde emigrar? ¿Qué saber, qué
aprender, qué enseñar, qué hacer? ¿Cómo comportarse?

11
En suma, ¿cómo encontrar puntos de referencia en el
mundo, global, que se está alzando y parece sustituir al an­
tiguo, bien clasificado en espacios diversos? El propio espa­
cio cambia y exige otros mapamundis.

Los espacios virtuales

Entre estas transformaciones, una de las más importantes


se refiere, precisamente, a nuestras casas y a nuestros despla­
zamientos: la forma de habitar. Después de nacer, patética­
mente unidos a una tierra local, heridos para siempre al ale­
jamos de sus amores, sin embargo fuimos felices al pasar,
no hace tanto, por ochenta lugares, dando a veces, la vuel­
ta al mundo. ¿Visitábamos las salas de un antiguo museo?
Al viajar de forma diferente, ya no vivimos, efectivamen­
te, de ía misma forma. Hace algún tiempo que hablamos
por teléfono con los confines de la Tierra; las imágenes que
llegan de allá nos han dejado de sorprender; separados por
mil leguas, podemos reunimos en una videoconferencia, in­
cluso trabajar juntos. Nos desplazamos sin movemos un
solo paso. ¿Dónde se celebra esta conversación? ¿En París,
en nuestra habitación? ¿En Florencia, desde donde respon­
de el amigo? ¿En algún lugar intermedio? No. En un lugar
v s virtual. Las antiguas cuestiones de lugar: dónde hablamos
^ tú y yo, por dónde pasan nuestros mensajes... parecen disol­
verse y desparramarse, como si un nuevo tiempo organiza­
ra un espacio diferente. En él, el ser se expande.
Disolviendo las antiguas fronteras, el mundo virtual de la
comunicación conquista nuevas tierras: se suma a los despla­
zamientos y a menudo los sustituye. Las páginas del antiguo
atlas de geografía se prolongan en redes que se burlan de las
orillas, de las aduanas, de los obstáculos, naturales o históri­
cos, cuya complejidad dibujaban no hace tanto los fieles ma­
pas; el paso de los mensajes supera las rutas de peregrinación.
Al igual que las ciencias y las técnicas se ocupan más de lo
posible que de la realidad, así nuestros transportes y nuestros
encuentros, nuestros hábitats se van haciendo más virtuales
que reales. ¿Podremos morar en estas virtualidades?

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Pensándolo bien, ¿acaso no instalamos en ellas nuestra
morada, en nuestra cabeza y en nuestros sueños, desde el
alba de la humanidad? Por una lenta recuperación del equi­
librio, las novedades más extrañas se anclan en costumbres
milenarias que no habíamos percibido. Este libro describe
unas y otras, porque nos adaptamos maravillosamente a
técnicas extrañas si se remiten a un mundo conocido.
Este atlas proyecta, uno sobre otro, el viejo mundo y el
nuevo.

Sabery aprender

Entre estas transformaciones, hay otra, igualmente im­


portante, relativa al saber y a la forma de adquirirlo: se des­
plazará hacia aquellos que, no hace tanto, viajaban hacia él.
Concentrado en las escuelas, las bibüotecas, los laborato­
rios, los campus... educado, encantado quizá, esperaba que
los escolares, los lectores, los investigadores o los estudian­
tes se precipitasen hacia él, con gran esfuerzo. Estas distan­
cias se han reducido y ahora aprenderemos por radio, men­
sajes digitales y fox... tanto como en instituciones estables,
sólidamente construidas. Esperanza: en lugar de forzamos a
errar en su busca, ¿vendrá la ciencia hacia nosotros, demo­
cráticamente? No corráis hacia los centros, el saber está ahí,
en forma de voz, de imágenes, de esquemas y de mapas.
Ya no hay que contestar a la pregunta ¿dónde ir?, sino a
esta otra, ¿dónde estás? Porque nos podemos encontrar en
la bibüoteca, en el laboratorio, en la Academia incluso, le­
yendo libros y mapamundis, unidos a las fuentes de la cien­
cia por un espacio virtual; quizá incluso, la sensación de es­
tar allí sentados predomina sobre la de quedarse en una si­
lla, en casa. ¿Bastarán estos canales? ¿Sustituirán alguna vez
a la presencia viva del maestro, encamación amada del sa­
ber? Y sin embargo, por muy presente que esté al entregar­
se, ¿enseñó alguna vez el cuerpo docente algo que no fuera
virtual, nombres y mundos del más allá? ¿Entramos en una
nueva disputa entre los Antiguos y los Modernos o mezcla­
remos el viejo mundo con el nuevo?

13
Cuando cambia la ciencia, el aprendizaje se transforma:
cuando los canales de enseñanza cambian, el saber se trans­
forma; y las instituciones le van a la zaga. ¿Cómo se mez­
clan las nuevas, virtuales, con las antiguas? ¿Qué plano úni­
co podemos trazar?

Los preceptoresy la geografía

En cada cambio de esta importancia habló un preceptor.


En los comienzos de nuestra historia occidental, Homero
asumió este papel de iniciador, relatando el deambular y
los naufragios de un marino de cabotaje osado y astuto
con el que su mujer se reunía, en sueños, día y noche, te­
jiendo y destejiendo en su telar el mapa de los viajes de su
marido marinero. ¡El amante y la amante habían dejado de
estar presentes! Mientras que el primero navegaba por el
mar real, a menudo sin cartogranar, la segunda soñaba en
el espacio virtual de la red que iba urdiendo. Penélope ur­
día, en el telar, el atlas que Ulises atravesaba, a remo o a
veía, y que Homero cantaba, con la lira o con la cítara. La
pedagogía de los niños griegos les enseñó, de una sola vez,
los tres gestos.
Delante o detrás de nuestros conocimientos y de nues­
tros sueños, los Viajes Extraordinarios de Julio Veme de­
sempeñaron en un momento dado el papel de la antigua
Odisea, grabando los paisajes y los mapas del mundo
como Le Tour de la Frunce par deux enfants dibujó los de
nuestro país. Así fue como Julio Veme acompañó a Jules
Ferry. ¿Quién, en aquellos tiempos y mucho tiempo des­
pués, no na ojeado página a página su inmenso atlas y, vir­
tualmente, no ha corrido tras lo conocido y lo desconoci­
do de las tierras o de las ciencias, islas misteriosas pero,
más que reales?
¿Por qué estas obras preceptoras? Porque la transmisión
de un saber y de las experiencias y viajes de una vida no
consiste únicamente en enseñarlos punto por punto y un
lugar tras otro, sino que estos lugares, triviales, deben aco­
plarse todos juntos en una visión global, que encama la cul­

14
tura, como un imán atrae a las virutas de hierro para asociar­
las en un dibujo, tan radiante como una aurora boreal: via­
jaremos en lo sucesivo sobre los planos y mapas del espacio
visitado por estos predecesores.
¿Dónele leer esta visión global? Sobre lo que forma la
matriz, el continente o el soporte de todo saber: sí, el mun­
do, cuya geografía expresa un conocimiento de fondo.

Los hechizas del mundo

Lo que la Odisea hizo con el Mediterráneo, o el viaje de


los dos niños hizo con Francia, los Viajes Extraordinarios
de Julio Veme lo realizaron con la Tierra y su entorno pla­
netario. En total, estos relatos dan a cada época su mun­
do, la traen ai mundo, sí, como una madre trae al mundo
a su hijo. Hechizan la geografía, sus mapas y sus paisajes,
con su entusiasmo, para construir, con un optimismo re­
flexivo y mesurado, maternal, el universo, antiguo y nue­
vo, de los adultos niños. Estos maestros, a quienes debi­
mos la vida y la inteligencia, nos mostraron también la be­
lleza del mundo.
Singularidad de nuestro siglo, las redes de comunicación
hacen realidad los espacios virtuales que en otros tiempos
estuvieron reservados a los sueños y a las representaciones:
mundo en construcción en el que, deslocaüzados, localiza­
mos y desplazamos, espacio menos alejado de lo que se
piensa del antiguo territorio, ya que no hace mucho tiem­
po, los que permanecían apegados a la tierra vivían en lo
virtual tanto como nosotros, aunque sin tecnologías adap­
tadas... Este nuevo mundo, simplemente despegado, virtual­
mente global, exige un mismo entusiasmo, sabio y comedi­
do, el mismo optimismo positivo y el mismo sentido de la
belleza, sin la que ningún aprendizaje puede ser eficaz.
Efectivamente, no importa el contenido que se transmita si
se transmite en la fealdad; sólo quedará esta última y el con­
tenido se desvanecerá, dando paso a la violencia; si damos
a luz en la belleza, la transmisión funcionará, el contenido
permanecerá y esta exigencia hermosa, al propagarse, per­

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mitirá vivir a todos a su alrededor. Es lo que yo entiendo
por hechizo .
Y las redes nos hechizan, pero como drogas. Desde que
Esopo, viejo fabulista, dijo que la lengua es de todas las co­
sas la peor y la mejor, es una evidencia palmaria observar,
tras él, que todo medio de comunicación, palabra o escri­
tura hace poco o mucho tiempo, y canales, se transforma
ahora en veneno o antídoto, es indiferente. Y así tenemos
dos hechizos. Curémonos de lo que mata. No, nada ha cam­
biado.

E l vtejoy elnuevo mundo, mezclados

Todo cambia, pero nada cambia. Enterrados en el arcaís­


mo como mínimo hasta los hombros y en las tres cuartas
partes de nuestras acciones; apegados a los poderes y a la je­
rarquía, como babuinos o termitas; sedientos de la sangre
de nuestros semejantes, en la mayor parte de los espectácu­
los, como vampiros; movidos por la pasión de la pertenen­
cia a amamos los unos a los unos, con exclusión de los
otros, como especies animales; llevando sobre nuestros
hombros d peso de la historia, para lo peor y para lo mejor,
nos da miedo el más mínimo átomo de evolución... ¿cómo
hemos podido decir que todo cambia?
En lugar de llorar por un mundo perdido o anunciar
con gran estruendo publicitario la asombrosa novedad de
lo que nos llega, nuestros verdaderos maestros, Penélopes
a su modo, siempre cosieron la paciencia antigua a las im­
paciencias nuevas, tejieron sobre la trama perenne del uni­
verso inmemorial y cargado cadenas contemporáneas más
ligeras, pegaron las páginas del atlas del momento sobre
los cartones del arcaico. Los planos, los mapamundis, los
mapas que siguen, cosen, es decir, tejen, anudan, dibujan
estos arabescos y estas prolongaciones; mezclan y aniegan
la memoria en el alba o, para hablar sin profundidad ni
gracia, la cultura en la técnica. Nada cambia pero todo
cambia.

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Otra sólida costura: razóny existencia

Ahora llegamos a la cuestión fundamental de todo atlas:


¿de qué hay que trazar un mapa? Respuesta evidente: de los
seres, los cuerpos las cosas... que no se pueden concebir de
otra forma, ¿Por qué no dibujamos nunca, efectivamente,
las órbitas de los planetas, por ejemplo? Porque una ley uni­
versal predice sus posiciones; ¿de qué nos serviría un mapa
de carreteras en caso de movimientos y de situaciones pre­
visibles? Basta deducirlos de su ley. Sin embargo, ninguna
regla prescribe el dibujo de las costas, el relieve de los paisa­
jes, el plano del pueblo en el que nacimos, el perfil de la na­
riz ni la huella del pulgar... Se trata de singularidades, iden­
tidades, individuos, infinitamente alejados de toda ley; se
trata de la existencia, decían los filósofos, y no de la razón.
Así p u « , las simulaciones que llamamos retratos, repro­
ducciones o representaciones pasaron, durante mucho
tiempo, por atrasados ante principios ausentes o imposibles
de encontrar. Por buenas razones, las ciencias duras, y a ve-
t:es incluso las humanas, por razones no tan buenas, colma­
ron de desprecio a los geógrafos, a los anatomistas, a los ur­
banistas... burlándose de la distancia entre la verdadera geo­
metría, la demostrativa, y la que se practicaba sobre un
solar, tierra de nadie. La ley rigurosa es la mejor de las me­
morias, sin carga, es decir, ligera, cuando hay que levantar,
y después conservar, un trazado para conservar el recuerdo,
tan pesado, de las singularidades.
Los métodos algorítmicos, antiguos ya que datan de los
babilonios, pero nuevos desde los ordenadores, cosen tam­
bién dos mundos y dos épocas, presiden las tecnologías de
simulación, que se aproximan a la existencia con una proxi­
midad exquisita. Sugieren a veces nuevos caminos para pa­
sar de lo local a lo global, cuya fiabilidad no sospechaba la
razón clásica, directamente preocupada por lo abstracto, lu­
minosamente global. Como proceden los algoritmos, en el
sentido absoluto de la palabra, es decir, describiendo proce­
sos, métodos a través de conjuntos de caminos, su razón

17
puede llamarse cartográfica. Al proceder paso a paso, pero a
la velocidad de la luz, la simulación recupera lo que noso­
tros llamábamos razón.
Lección del nuevo atlas: esta geografía nueva puede com­
pararse con las más duras de las ciencias antiguas; iy como
la filosofía imitaba a estas últimas, ahí la tenemos, repenti­
namente envejecida!

Última costura: entre utopíay tragedia

Negro y blanco, ya lo verán, los mapas o planos que si­


guen proyectan a veces islas bienaventuradas, pero también
un infierno inminente. ¿Utopía o tragedia? Una u otra, se­
gún decida nuestra voluntad. Este atlas cose y teje esperan­
zas y angustias, un mundo mestizo que, tembloroso, duda
entre la violencia destructora y la cultura inventiva, la gue­
rra perenne y la paz perpetua, la miseria, la hambruna y los
festines compartidos, la formación y la ignorancia, el asesi­
nato y el amor... Nuestros medios, casi todopoderosos, ya
3 ue construyen un universo, nos prometen, en suma, las
os cosas. De estas páginas terribles, de estas promesas po­
sitivas, <cuáles podéis leer en primer lugar?

Durante un incendio forestal, el fuego y sus llamas, el cri­


men de los pirómanos, el heroísmo de los bomberos, la téc­
nica vanguardista de los helicópteros portadores de a p a
nos fascinan; ¿quién habla de los que plantan los árboles?
La medicina preventiva no puede salir a la luz, ya que, al
preparar el silencio de la salud, se sepulta en el olvido doble
de lo normal y del pasado que lo preparó. Las noticias po­
sitivas son ilegibles, mientras que el espectáculo, para apa­
rentar mejor, exige lo negativo. Cuando prepara el saber y
la paz, el dinamismo engendrador de los preceptores no se
ve. ¿Por qué? Porque por el contrario, sólo llaman nuestra
atención los hombres y las palabras que abren o reparan los
dramas de guerra; mantienen a raya los horrores represen­
tados.
A lo que se percibe de forma deslumbrante, tanto la filo-

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sofia como el lenguaje popular le dan el nombre de fenó­
meno; la ciencia que lleva el nombre pomposo de fenome­
nología demuestra pues que todo pasa por el trabajo en ne­
gativo: y esto quiere decir, simplemente, que la sangre y las
lágrimas garantizan el espectáculo. Al exhibir habitualmen-
te su poder y su gloria mundial mediante las imágenes de la
destrucción, el nuevo teatro virtual de las comunicaciones,
trágico para infundir terror o para despertar piedad, crítico
al poner en escena tantos tribunales y procesos, rezuma
profusamente crímenes y asesinatos, perpetrados o repara­
dos, acciones humanitarias y crímenes contra la humani­
dad: nos convence de este modo del trabajo en negativo
cuando nos ocupamos de su espectáculo.
Fuera de lo fenoménico, la construcción real de un nue­
vo universo, aunque sea virtual, exige el pudor tácito de los
trabajos preventivos. Consagremos nuestra atención a las
crisis y a los vendajes de lo patológico, pero sobre todo pre­
paremos el futuro con la enseñanza preventiva y la paz con
la sabiduría. Para no resignamos alegremente a convertir a
nuestros hijos en asesinos, levantamos casas y trazamos ca­
minos.
En primer lugar, ¿cómo orientarse en este viaje que em­
pieza?

19
Prolongaciones
¿Dónde?
1

Espacio global

Dos paisajes vecinos

Nací en el centro de una llanura aluvial, en Francia,


donde, benéfico y peligroso, un río, irregularmente, riega
o inunda su valle, plantado de manzanos, melocotone­
ros, cerezos de diez especies, a las que se acercan poco a
poco losSciruelos, desde las primeras estribaciones de las
colinas.
Cuando llega la primavera, una floración superabundan­
te envuelve los troncos sombríos y cubre la hierba naciente
y el suelo olvidado, de modo que a tres metros del suelo, el
universo levita de rosa, amarillo pálido y crema, colores sua­
ves y tiernos bajo un cielo pastel; por el firmamento anega­
do, lo de arriba cede, lo de abajo se encoge, invisible y ocul­
to, el fondo se diluye en una claridad húmeda, del mundo
sólo queda un intermedio floral. La angélica ligereza de este
jardín suspendido cuya ascensión dura largos días me ense­
ñó, siendo niño, la belleza serena. Confieso no haber vuel­
to a encontrar, en mis viajes, el humilde éxtasis de mi llanu­
ra primaveral, hasta el día en que un comienzo de año me
sorprendió, entre hermanos extáticos, en medio de la flora­
ción celeste de los ciruelos rosa pálido, las camelias y melo­
cotoneros rojos, las glicinas violeta o malva, los cerezos

25
blancos, las azaleas multicolores... conjunto en levitación,
por las islas del Japón.
Nacidos en los dos extremos respectivos de la Tierra
boreal, nos acercan no obstante las flores, entre los vasta­
gos de abril que, de forma natural, enseñaron a los dos
pueblos que la belleza se eleva, entrelazada con el ramaje,
entre las nubes y las labores, en pleno viento, y que nues­
tra alma común: ínfima, sutil, menuda, imponderable, aé­
rea, flotante, la acompaña en su vuelo. Siendo ajenos, una
misma estación, nebulosa, nos acerca y quizá nos identi­
fica.
Estos son, para empezar, dos ramilletes de estilo libre,
como sólo los japoneses los saben componer.

Entre lo cercanoy lo kjarn,


un espado en blanco

Ocurre a menudo, para seguir con este ejemplo, que en­


tre Francia y Japón el camino sea recto. No obstante, el
tránsito, fácil y rápido, cuando traduce la paleta coloreada
de un ramo de cromatismo parejo, oculta una sutileza.
Esta es: cuando un valiente nadador cruza un rio ancho
o un estrecho azotado por el viento, el itinerario de su via­
je se divide en tres partes. Durante todo el tiempo que no
pierde de vista la orilla de partida o descubre la ae llegada,
sigue habitando en su morada de origen o en la meta de
sus deseos; en otras palabras, francés aquí o japonés allá.
Ahora bien, en la mitad de su recorrido llega un momen­
to, decisivo y patético, en el que a igual distancia de am­
bas orillas, al cruzar, durante un tiempo más o menos lar­
go, una gran franja neutra o blanca, ya no pertenece ni a
una ni a otra, y quizá puede llegar a ser de una y de otra a
la vez. Inquieto, suspendido, como en equilibrio en su
movimiento, reconoce un espacio inexplorado, ausente
de todos los mapas y que no describió atlas ni viajero al­
guno.
Su buena voluntad de traducir pasa por el fundido enca­
denado de la transición que designa, en lengua francesa, la

26
preposición entre, se extiende a lo largo de un eje o se sumer­
ge en una extraña esclusa alrededor de los cuales deben gi­
rar las diferencias del mundo. Y como cada una de ellas
vierte su color en este centro, indiferenciado, por el que to­
dos pasamos para acceder a todos, los adiciona todos en
una transparencia pálida, ya que el blanco contiene, en
suma y en realidad, todos los colores del arco iris: esta in­
candescencia lo hace invisible.
En este pasillo neutro y mixto, el barquero o el que pasa
mezcle quizá en él, repentinamente mudado en mestizo o
neutro, aos naturalezas, dos idiomas, dos gestualidades has­
ta disolverse y perderse. Si su vida lo hizo errar en muchos
brazos de mar, ¿su cuerpo y su espíritu han aprendido y
mezclado tantas culturas diversas que consiguió, en él y so­
bre él, la blancura inmaculada de este lugar mismo?
Este espacio neutro o translúcido, esta blancura entre dos
ramilletes multicolores, que todos experimentamos a ciegas
en nuestra labor cuando consagramos nuestras vidas y nues­
tras voluntades positivas a los intercambios, a los mensajes
y a las relaciones ¿cómo es posible que ni los antropólogos,
ni los geógrafos, ni mucho menos los teóricos de la comu-
nicadónJiayan confesado jamás en sus libros o mapas ha­
berlo reconocido, ni atravesado, ni siquiera como propileos
de su iniciación?
Este espacio de los tránsitos, transparente y virtual, tan
arcaicamente conocido por los errantes, inmemorial como
el desierto que se atraviesa antes de todo descubrimiento,
¿no es precisamente el que poblamos con nuestras redes y
el que habitamos cuando hablamos de un extremo a otro
del mundo?

Dibujos opatrones de moda

Nueva dificultad: solemos padecer la imposibilidad ba­


nal de traducir a un idioma los usos singulares del otro país
o del otro idioma, por una vía directa: la ruta no siempre va
en línea recta de la primavera a la primavera, o de un cirue­
lo a otro, dentro de la misma gama cromática. El tránsito o

27
el intercambio deben descubrir entonces caminos tortuosos
o paradójicos, pasillos cuyo trayecto oblicuo no siempre si­
gue ta identidad exacta de las cosas. A falta de poder com­
parar un paralelo, que no existe, intentamos un cruce in­
comparable. Entonces, lo diferente ilumina a lo semejante,
o lo lejano a lo cercano.

¡Maravilla! El abigarramiento magnífico de los quimo­


nos de múltiple despliegue sobre el cuerpo andrógino de
rostro de albayalde me procuró en otro tiempo un placer
tan violento de los sentidos, y arrebató mi alma en una ele­
vación tan fulminante, que me hizo comprender repentina­
mente, imprevisiblemente, de la liturgia católica, los fastos
que mi infancia encontraba tan complicados: el celebrante
revestía casullas, dalmáticas, estolas, manípulos, sobrepelli­
ces, albas, amitos... accesorios infinitos cuyo vocabulario
frondoso designaba ropajes de formas y colores variables,
dependiendo del tiempo de las festividades y del santoral,
al hilo de la penitencia violeta por los pecados cometidos,
la alegría roja, el triunfo blanco y dorado, el negro del luto
funerario y la esperanza verde.
Para hombres y mujeres, y estas últimas solteras o casa­
das, de acuerdo con el tiempo, la edad y la estación, fiestas
y ceremonias o cotidianeidad doméstica, mañana y noche,
los quimonos cambian también de forma, de tamaño, de
material, de accesorios, de colores y de impresiones en tal
explosión caleidoscòpica, sensorial e idiomàtica, que el des­
lumbramiento que produce, intraducibie, aturde al extran­
jero que sólo puede repetir los mismos términos o imitar
los gestos. ¿Con qué palabras, ausentes de su idioma, lo po­
dría traducir?
Para comprender, cambiemos, incluso en nuestro territo­
rio, de horizonte y de lugar, pasemos de la mujer al sacerdo­
te o de la ciudad a la iglesia: entonces aparece una extraña
similitud, el mismo abanico variado, desplegado de la mis­
ma forma con la época del año o la estación, las circunstan­
cias, las intenciones y los sentimientos, acogida familiar o
respeto formal, alegría o luto. Los contrasentidos que se en­
trecruzan aportan más verdad.

28
—¡Qué tontería bárbara es la tuya, me decía entonces un
doble, a mi derecha, de haber esperado tanto tiempo y ha­
berte expatriado tan lejos para descubrir, con los ojos abier­
tos, cien maravillas que no comprendías de cerca o critica­
bas ferozmente al encontrarlas ridiculas!
—Estúpido, pretencioso, replicaba muy cerca de mí un
gemelo imaginario, a mi izquierda, crítico e inteligente, ¿sin
tu infancia de monaguillo, entre órganos y vapores de in­
cienso, hubieras percibido nunca el deslumbramiento mís­
tico que emanan los quimonos?
No, ¡lo semejante ilumina a lo diferente, y lo cercano a
lo lejano!

Un intercambiador en el mapa de carreteras

Salgamos pues del camino recto: cuando queremos cam­


biar de dirección, en una autopista, salimos por un inter­
cambiador. En forma de trébol de varias hojas, de curvatu­
ra de raqueta, de arabescos de hilos anudados, sus virajes de
rosetón liarían que la cabeza nos diera vueltas, de modo
que, si nó hubiera paneles indicadores, perderíamos nuestra
ruta inicial sin encontrar la que buscábamos ¿Quiere ir a la
izquierda? ¡Gire a la derecha! Acabo de llamar a esto contra­
sentido. Suele ser así en las matemáticas, donde, para obte­
ner un invariante hay que obtener variaciones sutiles y a
menudo entrecruzadas en puntos diversos: entonces, ¡oh
maravilla! la suma de las variadas torsiones de detalle de­
semboca en la constancia global y recta.
Inmóvil y animando movimientos de rotación, el tiovivo
o carrusel del intercambiador, ¿no tiene ningún sentido o
tiene todos los sentidos? En él y por él elegimos uno entre
otros posibles. Hace un momento, el blanco sumaba todos
los colores, entre dos ramilletes; ahora, un ramillete de cur­
vas, aparece, precisamente, visto de cerca, en el mismo lu­
gar, desde el que podemos, girando, salir en otras direccio­
nes: ¿todas? Maravillosamente denominado, ¿el intercam­
biador desemboca en lo universal?

29
Herramientas del intercambio o del tránsito

Doblemente extraño, el tránsito del intercambio, iy qué


difícil de cartografiar! ¿Cómo vamos de lo semejante a lo
diferente o de lo diferente a lo semejante? ¿Cómo prolon­
gar hacia la lejanía los caminos de nuestros viajes? Cruzan­
do por un punto central: franja blanca en el eje del agua, y
ahora torniquete en el que el sentido se tuerce y retuerce;
una argucia impone el desvío, una curva, una desviación
que parecen prestarse en un principio a confusión, aquí, a
caballo entre lo profano y lo sagrado, pero de la que la ver­
dad profunda no puede prescindir. Allá se miden exacta­
mente las distancias y las diferencias, al mismo tiempo
que se dibuja un camino que las une, a veces en forma de
bucle.
¿Cómo cartografiar esos mares desconocidos que alejan
y acercan las tierras habitadas, y cuya representación no fi-
E ra en mapa alguno? Esta franja, este espacio en blanco,
jar tercero de utopía entre aquí, el Japón, y Francia, allá,
intercambiador o esclusa entre toda diferencia, démosle el
nombre inmenso de universo, término universal que quie­
re decir que todas las cosas desembocan o dan vueltas alre­
dedor de una unidad, cuyo secreto transparente se desliza y
se insinúa a través de sus diferenciaciones.
¿Quiénes somos, cuando pasamos por este intercambia­
dor o este nudo de carreteras? Intercambiadores vivos, rami­
lletes de sentido. Como ángeles portadores de mensajes, de­
beríamos vestimos todos con quimonos blancos, conjun­
ción universal de los distintos colores.

Un tercer hombre en el lugar tercero

En este espacio mediano se alza, efectivamente, transpa­


rente, invisible, el fantasma de un tercer hombre, que co­
necta el intercambio entre lo semejante y lo diferente, que
abrevia el tránsito entre lo cercano y lo lejano, cuyo cuerpo

30
cruzado o disuelto encadena los extremos opuestos de las
diferencias o las transiciones similares de las identidades.
M qor que describirlo o definirlo, quiero llegar a serlo, via­
jero que explora y reconoce, entre dos espacios alejados,
este lugar tercero.
Admiro la policromía de las primaveras japonesas por ha­
ber vivido sumergido en aquellas, menos fastuosas, de mi
infancia, comprendo la dulzura del valle que me vio nacer
por haber amado las primaveras japonesas; en mi cuerpo,
ahora se mezclan dos estaciones, cuyos tonos de rosa y cre­
ma presentan una cara hacia el Este y una cruz hacia el Oes­
te, como una misma moneda de oro: mi carne y mi espíri­
tu habitan el metal transmutado de esta pieza doblemente
acuñada. Al dar vueltas al quimono o a la casulla, de delan­
te hacia atrás o de abajo a arriba, ya no sé cuál es el paño
que muestro y el que oculto, ya que, por este pudor o ver­
güenza que, a la inversa de muchos pueblos, compartimos,
el dobladillo oculto esconde a veces más lujo y belleza que
la cara evidente.

Hacia d universo

Estas imágenes visibles y singulares de tejidos, de flores,


sirven de rampa de acceso a un universo invisible y virtual.
Entre lo semejante y lo diferente, lo lejano y lo cercano, lo
experimentamos en nuestros transportes, existe un tercer lu­
gar universal: inmenso mundo transparente por el que circu­
lan los intercambios, eje o espacio blanco en el que la dis­
tancia suprime su alcance gracias al vínculo, en el que los
movimientos parecen en reposo, nudo de hilos, intercam­
biador de carreteras, vacilación antes de traducir, momento
suspendido de los cambios de fose, mezcla, aleación, mesti­
zaje... este mundo foija el metal, urde el tejido, alimenta la
carne de la humanidad en su conjunto y su esencia, como
si el hombre en general se situase en la intersección de todas
las culturas, entre todos los humanos. No sueño con este
mundo, transito realmente por su volumen blanco, no
pienso en este hombre, su omnivalencia se ha fundido en

31
mí desde hace tiempo, y ahora sus labios abiertos y su boca
inquieta jadeen quizá hacia ese soplo cuyo aliento nos dic­
ta un idioma universal. Hasta ahora relegado al silencio o a
los gritos raros de músicas desgarradoras, ¿describe el itine­
rario que precede al encuentro entre dos idiomas? ¿Qué
cultura ausente y blanca construye la separación y después
el contacto entre dos culturas cromáticas?
¿Dónde reina la primavera esencial y única, dos de cuyas
versiones pinta la doble estación, aquitana y japonesa?
¿Qué modisto inimaginable trabaja y corta, en qué taller,
qué ropaje translúcido y maravilloso, cuyo corte y caída ha­
cen pender o flotar las casullas y los quimonos? En ese lu­
gar utópico, ¿qué artista inencontrable habla el idioma ig­
norado con el que se puede escribir este atlas?

Lo universal en elplano
delparque de Katsura

Asombro y maravilla: he encontrado ese lugar; visité­


moslo juntos antes de escuchar, en su silencio musical, el
idioma blanco del intercambio. Sí, la utopía es un parque;
aquí está su plano.
Imperceptiblemente talladas, las piedras inertes de una
construcción posible se diseminan por el jardín, en el que
cada casa está construida en madera viva. La vivienda no
separa un dentro y un fuera, el parque no disocia nunca las
plantaciones de las edificaciones, la madera del árbol for­
ma una oquedad que el hombre habita, tronco o refugio.
El concepto de arquitectura desaparece, disuelto en la na­
turaleza, cuyo concepto se diluye en la arquitectura. Tan
poco definida como la propia habitación, la ventana no di­
buja lo vacío en lo pleno, ni un hueco en una cosa densa,
ni abierta ni cerrada: clausurada, se desvanece, convertida
en muro; una vez abierta, se convierte en paisaje, desvane­
cida de nuevo; mil ventanas proceden de un espectro con­
tinuo de abiertos o de cerrados, conjunto impreciso, desli­
zante.
Gracias a este continuum, el exterior no se diferencia del

32
interior, nada se recorta ni se escinde, ni el arte en partes ni
en elementos las cosas. Mansart y Le Nótre, paisajista y
constructor, no rivalizan cara a cara, alejados como espe­
cies, físicas, animales o escolásticas. La casa se disuelve en el
jardín y el parque en el hábitat, dos lugares en los que des­
cansar. En suma, la arquitectura se disuelve en el flujo de las
artes mezcladas. Al entrar en la casa por la puerta del jardín,
sigo habitando en ella después de haber salido cruzando el
umbral de la morada: el paisajista, allá, me enseña el senti­
do de la palabra puerta, en mi casa.

Los occidentales piensan: esto simboliza el fuego, el cié


lo o la tierra, esto representa el viento o las fuerzas de re­
producción. Para representar o simbolizar, es necesario un
transporte o una traducción, como el paso de la flor al
alma o de la piedra a la nube* y por lo tanto, primeramen­
te tienen que haber existido flores o viento, quiero decir li­
las separadas de los alisios. Parece que no vemos que el
símbolo supone un divorcio entre lo semejante y lo dife­
rente, lo lejano y lo cercano, y que sólo se puede saludar
desde una orilla a la orilla rival a través de un foso o por en­
cima de él.
Nada sirríboliza nada, aquí, ni tiene sentido ni hace se­
ñas, ya que los objetos como los conceptos se sumergen en
lo universal del matiz y como no hay cosa alguna que re­
mita a ninguna otra, separado de ambas, pierdo mis me­
dios usuales de pensar. Una mitad de mi cabeza se descar­
ga repentinamente de este afán en la otra mitad, todavía
virgen, forma de expresarlo en el lenguaje occidental. Aquí
y ahora, me doy cuenta de que las dos partes de mi cabe­
za, de mi cerebro, de mi pensamiento, ae mi lenguaje, de
mis signos, de mi relación con las cosas en sí en el baño di­
luvial del idioma, se sueldan por el centro y que este lugar
axial se encuentra en el mismo parque, espacio grato para
un zurdo reprimido como yo, tranquilo, apacible, como li­
berado de la obligación aplastante de nombrarlo. Me pa­
seo por mi pensamiento, camino por mi cuerpo propio,
habito el espacio de mis hábitos, ¿estoy por fin en mi casa
aquí en Katsura?

33
Modelo reducido: el columpio

Otra sorpresa: el artista que evocaba, lo he encontrado


también. El personaje esencial, si puedo decirlo así, que
movido por una intuición fulgurante, Paul Claudel introdu­
ce en la segunda versión de LEchatige, obra cuyo título nos
inspira, es un columpio que permanece en escena durante
los tres actos.
Como estoy buscando operadores de cambio, herramien­
tas universales cuya construcción y cuya forma den paso o
permitan la transformación, aquí tenemos el intercambiador
en una forma simplificada: al columpiamos, pasamos de la
bajada a la subida o de enfrentamos con la hierba rala a ha­
cerlo con la vista del firmamento, de delante a atrás, o del
Oeste al Este. Variamos, es cierto, y volamos hasta el vértigo.
Sin embargo, como la máquina sencilla nos devuelve, en
sentido inverso, a la posición que acabamos de abandonar,
representa también una balanza o balance, estable por su va­
riación, es decir, dentro del cambio, la justicia.
Alrededor de él, en la obra de Claudel, un hombre deja a
su mujer para tomar a aquella que otro hombre dejó para
comprar o pagar a la primera; en medio del ballet fundido
y entrecruzado, reina esta tabla fija de cambio móvil que re­
presenta, cuenta, mide y finalmente anula los tantos. Sus di­
ferentes movimientos tienden hacia la inmovilidad blanca.
Aunque se cambie de actores, de protagonistas o de histo­
rias, evidentemente, este columpio permanece, con risas o
con llantos, ya que marca el tiempo de las combinaciones
mortecinas y de su diversidad: variable por nuestras artima­
ñas, permanece invariable por nuestras tentaciones singula­
res y nuestras incesantes tribulaciones. Vertiente alrededor
de la barra única que lo invierte, ¿podemos describirlo
como universal?

Inmenso modelo:planisferio

Ahora bien, el universo terráqueo, en cuyo extremo cae


la noche, en la última península occidental de Eurasia,

34
cuando en otra de sus caras el sol se alza sobre su propio im­
perio, gira y rueda, tan estable como un columpio bambo­
leante atado a un eje. Desde que jugamos al teatro de la his­
toria, vuela de Este a Oeste, cambiante e inalterable, tierra
blanca sobre la que se inscribe, en el polvo volante, el con­
junto mismo de los planisferios de todos nuestros tránsitos
o intercambios, delimitados por la muerte y por el equili­
brio de todos los reintegros: balance universal de la justicia
natural.
Arrastrados por la edad, sustituibles a placer, aquí esta­
mos, de pie, móviles y fijos, sobre este balancín perpetuo
con el abigarramiento del detalle de nuestras diferencias
cuya suma es la Tierra transparente que late al compás de
los minutos como nuestro corazón. Al inmenso modelo de
la esfera global responde este pequeño electrocardiograma.
Ella se detendrá un día, como el órgano del valor en el tó­
rax, ambos reducidos al equilibrio de la justicia.
Con la misma disparidad con que discurren los idiomas,
el mismo columpio cordial cronometra la vida de los hom­
bres y la misma tierra acompasa su pasar.

Dos idiomas universales

Diagrama del pulso que late, columpio, mapa de inter­


cambiador de carreteras, plano de un parque o planisferio
del mundo... dependiendo de que nos alejemos o nos acer­
quemos al lugar o al eje blanco, este universal intermediario
de los intercambios y de los tránsitos, cuya virtualidad in­
candescente sólo depende en muchos casos de las buenas
voluntades que hacen nacer su rareza infinitamente precio­
sa, la desgracia del mundo quiere que su frágil emergencia,
en el centro de nuestras diferencias, aborte, en la mayor par­
te de los casos, ante la violencia desatada.
Las relaciones internacionales no suelen intercambiar ra­
mos de flores o atavíos de fiesta, no suelen entablar conver­
sación en paraísos meticulosamente engalanados. El jardín
neutro suele transmutarse en campo de batalla. El combate,

35
la competencia, la victoria y el dominio del más fuerte, sue­
len imponerse sobre el diálogo, el robo sobre el intercam­
bio, el perjuicio sobre el don.
¿Quién ganará? Las respuestas a esta pregunta, que apa­
sionan intensamente al público, a los periodistas, a los his­
toriadores y cronistas de los Juegos Olímpicos, componen
las noticias espectaculares cotidianas, tan repetitivamente
anticuadas, así como la sombría historia de nuestro destino.
Entendemos por qué este jardín blanco o estas paletas
tornasoladas de tejidos o de flores primaverales se desvane­
cen con rapidez, como se perdió antaño el jardín del paraí­
so, porque la violencia reduce la sabiduría al silencio. Qui­
zá el terreno neutro y benéfico del intercambio y del en­
tendimiento sea invisible en los atlas de geografía, porque
sólo queremos matar para ganar, para que continúe la his­
toria. —- © jo - i. 4
¿Quién ganará entonces? La sabiduría responde que
unos y otros, en su momento, prevalecieron, dominan o
reinarán, del Este, del Oeste, del Sur o del Norte. El domi­
nio es la cosa del mundo más repartida, tan móvil y esta­
ble como nuestro columpio, tan unitaria como el espacio
de la Tierra. ¿Conocen un solo grupo que, en su momen­
to, no haya sido amo del mundo o lo es o lo será? Nada
más vulgar, en realidad. Perennes y monótonas, las luchas
por este dominio, individualmente estable y pasajero, mul­
tiplican sin cesar la desgracia humana. Desde hace mile­
nios, la cultura humana se entrega, universabnente, a llorar
esta matanza absurda, sangrienta y patética, como se la­
menta una madre sobre el cuerpo herido de un hijo muer­
to en la guerra.
¿Quién ganará? A fin de cuentas, uno y otro, es decir, ni
el uno ni el otro. Mediante la adición de lo mismo y de su
semejante, el balance terminal de la competencia violenta
vuelve a la balanza igual del intercambio, más exactamente
a su punto muerto, y define, de nuevo, lo neutro, lo blan­
co, el terreno del entendimiento, el jardín primaveral de los
ramilletes o de las vestimentas, sí, este universal que hemos
sepultado, en secreto, en los cimientos del mundo, junto a
un cadáver: el de la equidad.

36
La obraformadora

Sí sólo amamos la lucha y la competencia, ¿cómo crear?


Elijan: matar o producir; he aquí la cuestión. Buscado du­
rante tanto tiempo, el secreto de la creación viene a ser el de
lo universal, buscado durante tanto tiempo. Los dos se des­
cubren al mismo tiempo, aquí mismo. Se leen en el metró­
nomo del columpio, el de la tierra misma, que late al son de
la justicia blanca, y la paz recobrada del intercambio, por el
ritmo igual y mesurado de sus pasajes.
Quien lucha no puede crear; repite una conducta arcaica
que hunde sus raíces en los comportamientos salvajes o ani­
males. Y como recomienza indefinidamente el remedo de
estos comportamientos multimilenarios, ni innova ni en­
cuentra. ¿Han oído decir que algún animal haya inventado
algo? Producido por la ludia por ía vida, se limita a luchar
por la vida.
El tránsito y los intercambios conocen dos idiomas uni­
versales: el uno, fuerte, fácil como una caída y repetitivo,

E roduce el ruido caótico de fa violencia mortal; el otro, dé-


il, raro, difícil y renovado sin cesar, se entrega a la creación
cultural, que incluye la de sí y la de los otros, es decir, la for­
mación que produce, a su vez, la recreación del mundo, es
decir, de la prosperidad. El fuerte mata, et frágil produce.
Crear algo desde la novedad es una consecuencia del esta­
do de paz, la única buena nueva de la humanidad; promo­
ver la rareza es una consecuencia del estado de paz, extraña
rareza de nuestra historia. Nada más fecundo que estos mi­
lagros, que unen información y formación, en el trabajo
para nuestra supervivencia.

Dibujo de una partitura

Frente al universal de violencia que se entrega al mayor


ruido, audible siempre y en todas partes, y que todo el
mundo trata de escuchar, eí universal de la belleza, más dé-

37
bil todavía y más bajo, canta dulcemente, él también, su pe­
queño lamento, tenue pero sostenido, él también, desde
que late el mundo. Si compusiera música, idioma universal,
no necesitaría viaje ni traductor; habría dibujado, en eí pen­
tagrama, eí tercer paisaje, intermedio utópico y floral levi­
tante, vernal, entre las dos primaveras, aquitana y japonesa.

38
2

Espacio local

ESTAR AHÍ

¿Qué es la vida? No lo sé. ¿Dónde mora? Al inventar el


lugar, los seres vivos responden a esta pregunta.

Plano de una casa

Podemos imaginar una casa construida para el disfrute, el


bienestar y la comodidad de los que vivirán allí. Los espa­
cios se distribuyen en ella y las cosas se ubican de forma tal
3 ue, por ejemplo, el cuarto de baño no se aparta demasiado
el dormitorio, ni la cocina del comedor, aunque el aseo
esté aislado; vamos, que todo esté al alcance de la mano,
del descanso y del trabajo; las sillas cerca de la mesa y el
aparador cerca del fogón, respetan a pesar de todo algunas
distancias. Las visitas elogian la variedad de las piezas y la
disposición, que combina finamente las distancias útiles
con las necesarias contigüidades.
Así pues, la definición del plano arquitectónico de la mo­
rada como conjunto de circulaciones que favorecen las cer­
canías más inmediatas, salvaguardando determinados már­
genes: ¡qué comodidad tenerlo todo al alcance de la mano
sin desplazamientos agotadores, alejando únicamente lo

39
menos agradable! Contemos, además, el tejado, las paredes,
los setos, recintos cerrados protectores, pero lo bastante
abiertos como para templar el clima, calentar o refrescar, ha­
cer entrar la comida y cocerla, y a la inversa, expulsar las ba­
suras inevitables o las aguas servidas. ¿Casa? El hogar en sus
dos acepciones.
Tenemos aquí un sistema termodinámico e informativo,
energéticamente abierto, cuya topología interna, trazada
con rigor, describe las contigüidades y las distancias ante­
riormente mencionadas; éste es el plano de una casa, para
vivir, y ¿quién no sabe que el término ecología quiere decir,
en sentido literal: teoría o discurso de la casa de los seres vi­
vos? Del lugar, de la morada, del hábitat... en suma, lugares
propicios y propios de los seres dotados de vida.
¿Inventan el lugar, en un mundo inerte que sólo conoce
el espacio?

Dibujos variados de todos bs lugares

Viajeros naturalistas, Toumefort, Linneo, Jussieu, Hum-


boldt, Audubon, Darwin... abandonaron su domicilio y
partieron, al exterior, hacia ios países de Oriente, hacia
América del Norte y del Sur, alrededor del globo —como
Jean- Jacques Rousseau por la isla de Saint-Pierre— para ex­
plorar lugares: nos referimos a unas regiones concretas del
mundo, Tos Alpes, los Andes, Laponia, Galápagos; se des­
plazan hasta allí, sobre el terreno, como se suele decir, más
allá de todas las fronteras, en todos los climas y todas las la­
titudes, para estudiar la flora y la fauna locales, su disper­
sión, su distribución, la forma singular de desplegarse de las
especies, o circulan para observar sus alejamientos y sus pro­
ximidades. El viaje, con todas estas palabras, se convierte en
una declinación del lugar.
Estas expediciones, a veces heroicas —-Joseph de Jussieu
se queda en América Latina treinta y cinco años y la expe­
dición académica de Bonaparte en Egipto termina mal—
estos curiosos se traen animales, semillas o madres para im­
plantarlos en los jardines, los zoológicos, los herbarios, los

40
invernaderos, nuevos espacios fantásticos en los que se re­
coge la fauna y la flora indígenas o ekógenas, muertas o vi­
vas, reproductibles o no reproductibles que no entre na­
die si no está vivo— de acuerdo con distribuciones más or­
denadas, otras distancias o diferentes proximidades. Todo
un océano, a veces, separa en realidad a dos plantas cerca­
nas, allá donde las más lejanas se vuelven próximas.
Concretos y abstractos al mismo tiempo, reales y racio­
nales, interesantes para compararlos con los terrenos y los
climas originales, estos lugares de aclimatación preparan el
dibujo, formal y racional de una tabla, de una escala o de
un árbol de clasificación, en el que cada especie pueda loca­
lizar en las láminas, su entrada, su nivel, su casilla o su pági­
na, es decir, su lugar, natural o artificial, que pronto será ge­
nealógico. Parece que estamos ojeando el adas de los seres
vivos.
Antes se aconsejaba clasificar por género cercano y por
diferencia específica, términos técnicos antiguos que po­
dríamos traducir por: distribución de las especies de acuer­
do con determinadas distancias y cercanías. Las variaciones
basadas en estas dos distancias, largas y cortas, diferencian
los lugares de origen, los de acogida y, finalmente, los de
clasificación.

Localy ghbd

La historia de la historia natural expone pues, a lo largo


de los siglos, una meditación continua, exacta y variada, so­
bre el tema del lugar, elevándose de la localidad concreta,
recorrida por el observador y vivida por el observado, al es­
pacio propio de una nomenclatura razonada. El proceso de
abstracción particular de un conocimiento como este, va de
los lugares sensibles, los que se reparten la faz del globo o
los que se concentran en las capitales, a lugares propiamen­
te virtuales, los que constituyen el espacio mismo de la
ciencia de lo vivo.
Si lo que antecede es válido para los sabios que toman a
los seres vivos uno por uno para considerarlos de acuerdo

41
con sus semejanzas, que la historia llamó naturalistas, desde
que nace la ecología científica, hace ahora más de cien
años, y aunque se estructure en función de conjuntos inte­
respecíficos y de acuerdo con los arabescos de la diversidad,
cae no obstante en gestos y pensamientos análogos. Se
transforman, es verdaa, las categorías, pero sin dejar, como
antes, una misma meditación terca sobre el mismo tema es­
table: esta ciencia habla, efectivamente, de sistema, o bioce-
nosis, ecosistema, biosfera, geosistema, o incluso, a veces,
paisaje, apelaciones sinópticas o globales, pluralistas, rela­
ciónales, de la antigua noción de lugar, variables por el ta­
maño, la integración o la unidad.
De repente, los contenidos propios de esta ecología cien­
tífica, retomando la misma meditación sobre la misma no­
ción, presentan sucesivamente la montaña, el lago, la isla,
nuevos lugares, otras células diversamente unitarias, casillas
nuevas, que siguen siendo variaciones sobre el tema estable
de las localidades, que la misma ciencia denomina, según
las necesidades, recinto, nicho o hábitat, o incluso nido,
aguilera o guarida, cubil, madriguera o lobera; depende de
los ensamblajes locales o de su distribución circunstancial y
del ritmo de la vida de las especies o de los individuos.
Continúa, irresistible, la misma declinación, como si apare­
ciera constantemente alguna singularidad tópica, como un
invariante o un universal de la ciencia de lo vivo.
La vida reside, habita, mora, se aloja, no puede prescindir
del lugar. Se diría que dibuja y codifica su definición; en­
tiendo por esta última palabra lo que dice su etimología: la
asignación de límites o de fronteras, abiertas o cerradas. Vol­
veremos sobre este tema. Dime dónde vives y te diré quién
eres: ¡me contradigo con mi propia introducción!

«Chez»
En la pregunta: ¿dónde vives? el verbo vivir quiere decir
residir. El ser vivo se ubica aquí o allá, no en un punto, geo­
métrico o abstracto, perdido o trivial en un espacio liso,
sino en la topología de un adoquín o de una bola, de una

42
caja o de una casa, de un saco, cuyos límites le procuran al­
guna dosis de aislamiento privativo, distancias optimizadas,
todas las circunstancias de una vecindad. Rodeada de una
membrana, la célula vive menos en sí y para sí que en su
casa. Sin membrana, no hay vida, teorema universal en bio­
logía.
Mejor que la casa, sustantivada, la preposición francesa
chez expresa admirablemente este estado ae cosas; nunca se
refiere a cosas inertes, sino a un nombre propio: chez
Swann, en casa de Swann, y no en la de una piedra- Mien­
tras que la materia se extiende por el espacio, que los anima­
les exploran los alrededores, el árbol o la planta, inmóviles,
a veces verticales, definen mejor el lugar. Las leyes de la ma­
teria se prolongan hacia lo universal, a veces, mientras que
la vida codifica, localmente, un pliegue o un lugar.
Flora y Pomona lo ocupan; los Faunos lo recorren; ya no
hay extensión. Ellas brotan, se prolongan, avanzan sin cejar
jamás. Ellos corren, pasan, saltan, se van, vuelven. Hestia, la
mujer, sigue siendo floral, mientras que Hermes, el macho,
se anima; metamorfosis de las jovencitas en flores y de los
muchachos en centauros. Planta: estar ahí, modelo sedenta­
rio, ideal del hogareño. Animal: modelo de vida errante, a
veces migrador de tierras lejanas, viajero, pero que nunca
puede abandonar su saco de cuero, de plumas, de quitina o
de escamas... envuelto entre sus pliegues.

Primer interludio: habitar los pliegues del saco

Para que todo siga siendo sencillo, esta simplicidad no


debería tener arrugas, y sin embargo en la propia palabra
tiene una*. ¿Qué quiere decir esto?
Tenemos aquí diez cajas de formas y tamaños variados;
albañiles, informáticos o biólogos, a menudo jugamos,
como en nuestra infancia, a meter las pequeñas dentro de

* N . dt la T.: juego de palabras entTe stmphaté(simplicidad, sencillez) y


pk (pliegue, arruga).

43
las grandes, para mejorar su ubicación, su orden y su posi­
ción: en el caso más sencillo, se trata de cubos o de muñe­
cas rusas. Para un conjunto dado, puede haber dos o tres so­
luciones al problema del ajuste o de la implicación, pero en
la mayor ¡parte de los casos, sólo hay una, exactamente la
más sencilla. Lógico y geométrico, este trabajo racional sólo
da un sentido a la preposición en. Así obra el piloto en su
barco o el Swann en su salón, en su casona, en Guérande,
Bretaña, Francia.
Ahora tenemos una colección de sacos y bolsas, de red,
de yute, caucho, tela o cualquier otro material flexible. Por
muy variables que sean su forma y su tamaño, cualquiera
de ellos, no importa cuál, contendrá, si hago las cosas bien,
el conjunto de las demás. Tendremos en este caso tantas so­
luciones como queramos a la cuestión del ensacado, es de­
cir, de la implicación.
Adivine lo que hay en la caja. Respuesta mínima: una o
más cajas más pequeñas, en serie decreciente. ¿Qué envuel­
ve esta gruesa bofa azul hinchada o este volumen inflado,
sombrío o desplomado, pesado, ligero? No existe ninguna
réplica razonable... ¿Por qué decimos siempre caja negra y
nunca saco? Cuando decimos implicación, ¿nos referimos
a algo encajado o ensacado?

Tejidos

Unas piedras que caen al agua e inducen en ella ráfagas


temporales cuya propagación se parece al temblor de un
velo o de una capa. Tenemos sólidos y líquidos cuya consis­
tencia y fluctuaciones dieron a la filosofía y a las ciencias
modelos regulares o sucesivos de sistematicidad: seguimos
diciendo estable o impreciso, riguroso o confuso. En otros
tiempos llamé a esto fa materia metafórica de los filósofos:
sólido, líquido, aéreo, en orden decreciente. Voluntaria­
mente o no, cada pensador marca su preferencia. De Augus­
to Comte a Bergson, por ejemplo, pasamos de la roca al
fluido y este último decía que nuestra inteligencia se espe­
cializa en los sólidos.

44
Ahora bien, entre la dureza llamada rigurosa del cristal,
geométricamente ordenado, y la fluidez de las moléculas
blandas y deslizantes, existe un material intermedio que la
tradición dejaba para el gineceo, es decir,, que era poco esti­
mado de los filósofos, salvo de Lucrecio quizá: velo, tela, te­
jido, trapo, paño, piel de cabra o de cordero, llamada perga­
mino, cuero despellejado de un becerro pelado o desollado,
llamado vitela, papel flexible y frágil, lanas o sedas, todas las
variedades planas o alabeadas en el espacio, envolturas del
cuerpo o soportes de la escritura, que pueden fluctuar
como una cortina, ni líquido ni sólido, claro, pero con algo
de ambos estados. Plegable, desgarrable, extensíble... topo-
lógico.
Inmóviles o efímeras, las protuberancias o los resquebra­
jamientos sobre el mármol, o las ondulaciones en el agua
no se comportan ni en el espacio ni en el tiempo como los
pliegues de un tejido drapeado que flota, pero que perma­
nece temporalmente erguido. Como si, dura y suave, resis­
tente y blanda, la carne dudase entre fluido y sólido, los es­
tudiosos de los seres vivos utilizan inteligentemente la pala­
bra: tejido.

Habitar en lospliegues: la maqueta delarquitecto

El muro que voy recorriendo termina en la arista vertical,


luego en la segunda, en el sentido del grosor, finalmente en
la tercera, en el mismo remate; siete u ocho molduras se di­
bujan en relieve; en sus piedras se abre la ventana, con sus
ángulos, sus arcos y sus goznes... oquedades, surcos, resal­
tes, bordes y ejes de todo tipo, son pliegues, bien definidos
por sólidos que les dan la forma en la que los percibimos o
cuya amplitud, a veces, permite que habitemos en su curva­
tura. Este techo me protege con su sinclinal, así como esta
bóveda con su arco redondeado. Si fabrica cubos o polie­
dros, cilindros y conos, con paneles de cartón, se habrá con­
vertido en maquetista o topólogo, y, en ambos casos, sabrá
que un volumen aparece bajo un pliegue, como implicado
por sus bordes. No volverá a habitar su casa como antes...

45
ni el mundo, sus valles y sus montañas, ni las arrugas ni los
vientres de la piel.

Espacio por multiplicación, lugarpor implicación

Y si, por azar, en los intervalos entre estos trabajos y se­


mejantes pensamientos, juega distraídamente a plegar sobre
sí misma una hoja varias veces, verá, estupefacto, que no
son necesarias demasiadas operaciones para alcanzar, rápi­
damente, un grosor que supere la distancia de la Tierra a la
Luna, lo que Cyrano de Bergerac, que lo sabía todo, igno­
raba con seguridad. Para colmar el hiato de lo muy peque­
ño a lo inmenso, el gesto de aplicación vale más que mu­
chos otros. El pliegue implica el volumen y comienza a
construir el lugar, claro, pero por multiplicación o multipli­
cidad, su plegadura acabará llenando el espacio.
En la implicación — me refiero a la acción de plegar, no
al contenido lógico ordinario de la operación— reside el se­
creto del gigantismo y de la miniaturización, de la enorme
cantidad de información oculta en el pozo de un lugar mi­
núsculo o que brota de él: dos metros de ADN desaparecen
en una célula más estrecha que la cabeza de un alfiler y dos
pulmones, desplegados, no tendrían bastante con la super­
ficie del departamento de los Alpes. Quien haya visto, des­
lumbrado, una aurora boreal, habrá podido estimar la in­
mensidad del cielo en el número y la amplitud de los plie­
gues de las velas magnéticas desplegadas sobre él.
Hacia lo pequeño o en lo grande el pliegue permite pasar
del lugar al espacio.

i Dónde? iQuién ? estar ahí o en lospliegues

A uno y otro lado de la ventana, bajo una guardamalleta


que forma una banda azul, flotan unos visillos translúcidos
y ligeros que rodean las cortinas pesadas, labradas, cuyo
drapeado cae y se abomba; sobre el muro con sus moldu­
ras, en la comisa, mal pegado en algunos puntos, el papel

46
pintado forma bolsas y el falso cuero gris del viejo diván,
adosado a la pared, forma estrellas como patas de gallo,
arrugado, todo frunces de tejido, pero tampoco se mueve:
los libros de la estantería, cuyo formato depende del plega­
do, la tubería repetida de la calefacción, el lino, el algodón,
la lana con la que friolero me envuelvo, aquí tenemos, por
muy sólido que parezca el material de su soporte, más plie­
gues; no veo otra cosa y no toco otra cosa; mejor aún, sólo
habito en ellos.
Platón no dejaba de insistir en la idea de lecho. La he en­
contrado, héla aquí: entre sábanas, mantas y somieres bien
remetidos, un conjunto de pliegues, en los que al deslizar-
me todas las noches, gozo. Me disuelvo y me acurruco en
la bolsa de estas hojas. (Sabemos que seno, donde nos com­
place habitar, significa también pliegue?
¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Se trata de una misma pre­
gunta que sólo exige una respuesta sobre el ahí? Sólo habi­
to en pliegues, sólo soy pliegues. ¡Es extraño que la embrio­
logía naya tomado tan poco de la topología, su ciencia ma­
dre o hermana! Desde las fases precoces de mi formación
embrionaria, mórula, blástula, gastrula, gérmenes vagos y pre­
cisos de hombrecillo, lo que se llama con razón tejido, se
pliega, efectivamente, una vez, cien veces, un millón de ve­
ces, esas veces que en otros idiomas nuestros vecinos siguen
llamando pliegues, se conecta, se desgarra, se perfora, se in-
vagina, como manipulado por un topólogo, para acabar
formando el volumen y la masa, lleno y vacío, el intervalo
de carne entre la célula minúscula y el entorno mundial, al
que se le da mi nombre y cuya mano en este momento, re­
plegada sobre sí, dibuja sobre la página volutas y bucles, nu­
dos o pliegues que significan.
Si hacemos un balance, aquí tenemos algo inerte, o
dado, o fabricado: sólido, tejido; pero también tenemos
algo inerte: fluido, líquido, gaseoso, por donde pasan, se
borran, entre turbulencias, Tos vendavales y las ráfagas.
Aquí tenemos algo vivo: tejidos, jóvenes y envejecidos, en­
corvados, soldados, arrugados, blanqueados por las cicatri­
ces; pero tenemos algo estético y significante: molduras, fo­
llajes, grecas, arabescos...

47
Forma del lugar

Al hacer un balance, ¿qué es un pliegue? Un germen de


forma. Pero, ¿qué es un germen sino un conjunto de plie­
gues? El pliegue es el elemento de la forma, el átomo de la
forma, sí, su clinatnm. Pero, ¿qué es una forma? Respuesta:
algo liso con pliegues. ¿Y cómo describir ío liso?
Desgraciadamente se reduce al punto de vista. Desde
aquí, sin moverme, muro, ventana, cortina a veces y diván,
e incluso, palabra de honor, mi propia piel, si la observo sin
gafas, parecen planos, uniformes, regulares. Diríanse varie­
dades geométricas, pulidas, enlucidas, encaladas. Acérquese
un poco, mucho, muchísimo, póngase los anteojos, ayúde­
se con un microscopio, y entonces desaparecerá lo igual,
dando paso a las pequeñas imperfecciones de lo granulado:
dependiendo de la distancia, de la luz, de la delicadeza del
tacto, lo liso se desvanece ante la multiplicidad de los plie­
gues. Vaguedad caótica de gérmenes a la espera. Leibniz di­
ría: hablando con propiedad, no existe lo pulido. Detrás de
las ilusiones de la geometría, sobreviene el cálculo infinite­
simal, que revela un mundo lleno de realidades que se des­
vanecen. ¿La definición de la forma no conservará más que
los pliegues?
¿Cómo definir entonces lo liso, o, mejor aún, construir
lo? Mediante el desarrollo de Taylor, cuya serie infinita ali­
nea tantas diferenciales de órdenes escalonados como se
3 uiera. Son por lo tanto necesarios una infinidad de cepi-
os y de muelas, de escofinas y de lijadoras, de estropajos
metálicos, papel de lija, trípoli, arena, abrasivo, piedra pó­
mez, sin olvidar el acabado con gamuzas, muy suaves, to­
dos y todas de todos los tamaños, desde el agresivo más
grosero hasta el más menudo, para desembocar, a fin de
cuentas, en un caminito liso. Descartes no sospechaba que
era necesario el infinito para ir derecho. La serie, clásica, de
Taylor, trabaja infinitamente sobre los repliegues actual­
mente infinitos de la curva, fractal, caótica, real, contem­
poránea, de von Koch. Obtendrá algo pulido, con la con-

48
dición de que pague el precio infinito de un trabajo de Si­
sifo.
Es lo que descubrieron en la edad clásica o barroca, y
Leibniz en su cálculo: el germen infinitesimal de la forma,
el átomo topologico del pliegue, junto al átomo algebraico
o de conjuntos del elemento; a partir de este momento, y a
partir de este filósofo, todo es pliegue y Gilles Deleuze, por
su parte, tiene razón para decirlo de él.
si-

Último interludio: ¿quién ser? hombre o animal

Un bípedo sin plumas: tras mil disputas eruditas y vale­


rosas, los discípulos de Platón acaban de poner a punto esta
fina, célebre y estúpida definición del hombre. En ese mo­
mento, pasa por allí una especie de vagabundo que arroja
en medio del círculo académico un gallo que acaba de des­
plumar, gritando: aquí está el hombre de Platón.
Diógenes el Cínico, el único indigente de la filosofía,
busca apasionadamente esta humanidad, que los intelectua­
les no encuentran en sus discusiones sobre lógica; es la evi­
dencia misma: por ejemplo, su linterna encendida en pleno
día en la plaza pública de Atenas; pero sobre todo su vida,
sus gestos y su miseria. En lugar de examinar especulativa­
mente o lingüísticamente lo relacionado con el hombre,
vive, en su cuerpo y en su tiempo, su encamación.
¿Quiere definir una cosa o a alguien? Retire paciente­
mente lo que no le pertenece en propiedad, circunstancia o
modalidad, que oculta o recubre su esencia. Que alguien
viaje en carroza, por ejemplo, lleve corona o frecuente los
palacios no dice nada de su realidad humana, pues camina,
come y muere como cualquiera. La verdadera definición
exige una propiedad recíproca y esto quiere decir que perte­
nece y sólo pertenecerá al hombre. Utilizo palabras equívo­
cas: pertenencia y propiedad tienen un sentido lógico y po­
sesivo al mismo tiempo: Toda la existencia de Diógenes el
Cínico se desarrolla en este doble valor.

49
r

De nuevo, hs pliegues de la capa

Cuando filósofos como Locke o Marx analizan la propie­


dad, discurren siempre maxímizándola hacia la acumula­
ción y la riqueza, stock y flujo, circulación y capital. Esta
masa inmensa es engañosa. Todo lo contrario, la pobreza
no puede crear ilusión porque va en el mismo sentido que
la lógica. Una y otra suprimen la modalidad y la circunstan­
cia, la corona y la carroza, para que se pueda ver la esencia
a! desnudo. La mejor consejera en filosofía, la miseria, no
nos puede perder en medio de los atributos. Diógenes razo­
na sobre el hombre mejor que Platón porque aplica la expe­
riencia al pensamiento o, mejor aún, porque ios confunde
ambos y los hace caminar en la misma dirección. Toda su
vida .es un apólogo. Platón piensa bajo un sol metafórico.
Diógenes vive en el calor del mediodía y en el frío de las no­
ches griegas.
Así que zanja la cuestión, en medio de los objetos, como
entre las relaciones humanas, para eliminar las apuestas, los
fetiches y las mercancías; arroja su escudilla, se quita la
capa, se burla de Alejandro Magno. Una vez más: <qué es
el nombre? Es decir: encuentre su propiedad. Es decir: ¿qué
propiedad le queda cuando ha arrojado todas las propieda­
des que se le atribuyen externamente? Respuesta no escrita,
no dicha, no lógica de Diógenes, pero intensamente vital: el
tonel. Al miserable le queda esta pequeña caseta, donde
vive y duerme. Su tonel le pertenece y, por la noche, espa­
cialmente y casi matemáticamente, él pertenece a su tonel,
como un elemento de este conjunto.
La pobreza, la indigencia, la miseria en fin, como la
duda, progresivamente, lo eliminan todo. ¿Qué queda
cuando se na perdido todo? Este hábitat minúsculo. La pro­
piedad ineliminable del Cínico es la caseta de su perro, su
hábitat, su haber y su nombre... Bóveda de tonel que le pro­
tege con su pliegue. No la pierde en ninguna leyenda. Por
consiguiente, y por su invariabiüdad, forma parte de la de­
finición del hombre, el último límite, la última frontera en

50
la que descansa su esencia. Desplumar al pollo de su natu­
ral ropaje de plumas, su única y lógica propiedad, fue el
error ae Platón.
La filosofía de la pobreza dice la verdad. La mística de la
pobreza, un milenio después, sigue repitiendo el mismo
mensaje. Consagrado a la mendicidad, San Francisco de
Asís se desviste y corre, descalzo, por la divina campiña de
Umbría donde, convertido en trovador canta al sol y a la
lluvia y habla a los pájaros o al lobo. Su vida, la lógica y la
experiencia mística, lastran, cercenan lo inesencial. Cuando
lo haya dejado todo, ¿qué le quedará al pobre de Asís? La
porciúncula. Un hábitat minúsculo, la porción más peque­
ña, un atributo casi nulo, la atribución más irrisoria. Caseta
imposible de eliminar, residual y única propiedad.
¿Qué le pertenece al errante de los Evangelios? Como
Diógenes, hijo de Dios y miserable antes de Francisco, na­
cido en un establo, abierto a los vientos y al frió, especie de
tonel o de porciúncula, Jesucristo recorre los caminos, sin
casa ni piedra en la que descansar la cabeza. Ningún texto
habla de su hábitat. Predica que hay que perderlo todo, si
queremos salvarlo todo. Nadie podría encontrarle una pro­
piedad. Ahora bien, durante su agonía, al pie del madero de
la cruz, los «oldados que lo velan juegan a los dados para
apropiarse de su túnica sin costuras. Podemos adivinar que
durante las noches frescas, en las alturas de Galilea o tras
el Sermón de la Montaña, se envolvió en ella como en un
tonel.

A la trinidad de los pobres le queda una cosa más; la ca­


seta más pequeña posible. No hay menesterosos en todo el
planeta que vayan, como los animales, completamente des­
nudos. Tonel, prenda, jirones o harapos —pregunten a
nuestros amigos de lengua árabe qué abrigo lleva un sufí— ,
todos conservan ese mínimo que nunca tiene nada que ver
con los demás, que no puede convertirse en fetiche, reto, ni
mercancía, inalienable. Por muy exigua que la concibamos,
esta propiedad concreta en residuo, vital, es la primera o la
última propiedad lógica cuya pertenencia une a su titular

51
con el género humano. Y es adecuada para la vida, que es
también un pliegue de tejido. ¿Quién es ella? ¿Quién eres
tú? Este elemento de hábitat.
La palabra propiedad deriva de la prioridad. Si pensamos
en el primer ocupante para determinar el origen de la pro­
piedad, caeremos en un círculo de tautología y de violencia,
sin resolver nada. Más vale buscar el primer objeto, esta en­
voltura privada lo más cerca posible del cuerpo, capa, vesti­
do o manta, cuyos pliegues envuelven y definen. Si el dere­
cho de propiedad, natural por esta vez, al menos universal,
pues no conocemos ningún hombre totalmente desnudo,
adjudica el hábitat a quien lo habita, tejido móvil y cerca
del cuerpo, no da lugar a la desigualdad, todo lo contrario,
pues pertenece a los que no tienen nada, a los más mise­
rables.

¿Dónde vive el animalpolítico ?

Los loros van por ahí repitiendo sin pensar la frase de


Aristóteles que dice que los hombres somos básicamente
animales políticos. ¿Cuánto tiempo? A decir verdad, hay
horas en las que nos retiramos entre nuestros pliegues o
nuestro caparazón para ocupamos de nuestros cuerpo, y la
noche tiende un velo sobre nuestros pudores extremos,
bajo los cuales nos consagramos a algunos actos privados.
¿Qué seríamos sin reposo? Que nuestra existencia se exhi­
ba, públicamente, a la inversa, y en tiempo real, entendien­
do por ello que todos los actos sin excepción alguna se de­
sarrollen bajo la cruda luz de lo colectivo — ¡aquí tenemos
al animal realmente político!— y en menos de tres días nos
habremos convertido en pordioseros.
No hay hormiga, ni abeja, ni termita entre los mendigos,
pues son animales que sobreviven normalmente a la vida
política, pública, social integral. Los más menesterosos en­
tre los pobres siempre conservan para sí un objeto mínimo
privativo, que pueda salvar algunos instantes de intimidad.
Aquí tenemos, harapo o caseta, la propiedad residual de los
hombres y la propiedad que los define: el margen más pe­

52
queño de privacidad, resto o vestigio, residuo, la única dife­
rencia.
Una vida pública total nos destruiría, nos mataría la pu­
blicidad. Vagabundos consumados, Diógenes, San Francis­
co, Jesucristo, experimentan en y por su existencia, sin dis­
cursos, escritura ni teoría, el vínculo extraño entre la propie­
dad en el sentido lógico y la que equivale a la posesión. De
esta forma, ponen de relieve ae forma admirable el mínimo
del haber en el ser, y del objeto en el sujeto. Por muy públi­
cas, políticas, abiertas que se presenten estas vidas modelo,
en algunos momentos, tres cuerpos se envolvieron en una
túnica sin costuras o en un tonel redondo, la más pequeña
porción o diferencia específica, cuyo cierre plegado pueda
apagar los fuegos ácidos de lo colectivo, como un párpado
suave, y permitirles sobrevivir a la publicidad. Vagabundos
limítrofes, los tres miserables no pueden desprenderse de
una cosa determinada, el único objeto, que se parece mucho
al cuerpo sujeto, para salvaguardarlo cuando todas las cosas
le han sido sustraídas o abstraídas. Lugar primordial: de su­
pervivencia, de derecho, de conocimiento, lógico y ontolò­
gico.
Más político todavía que el más poderoso de los poten­
tados, aquí"'está el miserable, siempre en público. Unico
hombre realmente universal, el vagabundo, menesteroso,
puede definirse, en última instancia, como el único animal
político: triunfo de la sociología. No, el hombre no puede
vivir sin refugio, es decir, públicamente, sin vida privada. El
hombre no es un animal político: si lo reducimos a esa con­
dición, se convierte en un perro, éste es el grito rebelde de
Diógenes, cínico.
íí-

M apa de estaciones del tiempo

Esta larga descripción de los lugares, esencia y hábitats de


los seres vivos y del hombre, podría hacer pensar que una
tópica, estrictamente espacial, aunque a veces su unidad se

53
vuelva compleja o abstracta, lugar sensible o virtual, casa
sencilla o complicada, desglose detallado o conjunto entre­
lazado, amplio y copioso, de especies diferentes, basta para
decir lo importante.
No: en primer lugar, entra en el tiempo, es decir, en el
movimiento, y luego se complica integrando las diferentes
dimensiones, es decir, la fuerza. Desde el momento en que
el árbol de clasificación, que dejamos hace un momento
para seguir el pliegue, se convierte en genealógico, o que los
espacios lógicamente recortados se sumergen en la dura­
ción de la evolución, unos esquemas dinámicos imponen
inmediatamente una teoría del movimiento y, en primer lu­
gar, una estática de los sistemas, de las fases en una evolu­
ción o de los equilibrios de fuerzas. ¿Cómo describir unas
estabilidades entre los cambios, unos invariantes mediante
variaciones, unos polos de atracción, cúspides o ápex? Sí,
ha vuelto la noción de lugar, incluso en el tiempo: la inva-
rianza, el extremo, el óptimo y el climax constituyen estan­
cias o paradas locales.
La ecología, haciendo honor a su nombre, nunca deja
de describir una topología de la casa, exactamente de los
lugares, estables y lábiles, por los que pasan y permanecen
los seres vivos inmersos en la duración. Los caminos que
los conectan son espaciales o temporales, estáticos o di­
námicos.

Antigüedad de esta tópica de lo vivo

De las lenguas clásicas a las ciencias modernas, el camino


sigue siendo legible. Efectivamente, podemos considerar el
lugar o locus en general —pagus arcaico y pagano, parterres
cultivados cuya costura dibuja sobre la tierra el paisaje tra­
bajado, en un tablero de ajedrez aleatorio, por el campesi­
nado primitivo y moderno, hortus antiguo, corral de granja
o patio de casa, dibujo del jardín privado, familiar, domés­
tico o público, chora platónica que el Timeo traduce torpe­
mente por lugar, huella, cera sobre la que se graba el senti­
do, matriz, excipiente, receptáculo, nodriza... y en la que re­

54
conocemos fácilmente un espacio topológjco —como el
punto de acumulación hacia el que podrían tender todas es­
tas respuestas a las preguntas de lugar, pacientemente enu­
meradas por todo saber y toda técnica de lo vivo, específi­
co o colectivo, desde los orígenes sepultados en la memoria
de nuestros idiomas, latín y griego, hasta las sofisticaciones
contemporáneas más elaboradas y, en definitiva, como uno
de los secretos de la vida, que podría afanarse sin tregua en
encontrar, plegar, definir, recortar, formar su lugar... ¿natu­
ral? ¿Femenino, materno, matricial? Prima, la materia en sí
significa o apela a la madre.
Nuestro adas comienza, naturalmente, describiendo los
planos o los mapas de aquellos hábitats arcaicos, los ele­
mentos de su forma y los primeros seres vivos que los habi­
tan, ya que inventaron sus contornos.

Escala de estos diversos mapas

Pero lo inerte y lo vivo no ocupan lugares del mismo ta­


maño. ¿Se diferencian, como lo global y lo local, lo univer­
sal y lo singular, la ley y el código? Sí, uno se somete a unas
leyes, holokiorfás o universales, mediante prolongaciones
analíticas, y el otro a códigos, específicos y locales, propios
de un interior.
Esto, en lo que se refiere a la regía y en lo que se refiere
al espacio, grande: los átomos de hidrógeno ocupan el uni­
verso, se expanden los gases, los diez mil soles de las gala­
xias se colorean con el mego de los átomos, las rocas sólidas
soportan los continentes, el agua se extiende por mares
enormes, el sonido se propaga en la lejanía, pasa el viento...
es fácil entender por qué Descartes relacionaba la extensión
con la materia. Lo inerte invade lo gigantesco y el mundo
dura largamente.
Sin embargo, no conocemos seres vivos grandes, quiero
decir, del tamaño de una montaña o del océano, de un pla­
neta, salvo en sueños. El coloso dinosaurio ha desapareci­
do, el elefante el oso y la ballena sobreviven con dificulta­
des, hay que proteger al sequoia gigante... y lo vivo minús­

55
culo prolifera. La vida tiende hacia lo pequeño, a la medida
del lugar. En física, el observador y el teórico pueden cam­
biar de escala y trabajar con lo inmenso o con ía miera,
mientras que no se conoce, en el momento en que escribo,
macrobiología de un gran organismo, salvo en la teoría oní­
rica. Nadie sabe de existencia viva larga, quiero decir de la
duración de un sol o de un mundo. La vida tiende hacia lo
muy corto.
Un tamaño local y singular, definido, podríamos decir, es
decir, rodeado de límites espaciotemporales, lo caracteriza;
no el espacio, sino la casilla.

Redes deprolongaciones

Y sin embargo, se obstina, a través de la muerte de lo


vivo, aunque sólo se suceda a través de efímeras singularida­
des. La vida larga de las especies pasa por seres vivos breves.
De la misma forma, se propaga por el espacio como por el
tiempo, a través de arabescos de relaciones entre pequene­
ces y brevedades que integran su expansión. La vida invade
lo amplio con la travesía de pequeños seres vivos.
Global en el espacio y por el tiempo, gigantescamente
disperso, colosalmente duradero, a veces sometido a leyes
universales, lo inerte acoge a lo vivo, local y singular, breve,
pequeño, frágil incluso. Lo primero forma la condición ne­
cesaria con 1a que lo segundo, a veces, se basta. Ni global ni
universal, lo vivo ocupa el tiempo y el espacio mediante en­
rejados flexibles de vínculos entre singularidades menudas y
codificadas. Al reproducirse, estos individuos breves inva­
den progresivamente la larga duración; y el espacio gran­
de por locomoción o alimentación de estos pequeños mo­
tores.
En cuanto cruzan el lugar y el tiempo, todo se reduce a
los desplazamientos de fragilidades pequeñas y breves, aso­
ciadas mediante cercanías y lejanías; aquí tenemos nueva­
mente una casa, para la topología y de acuerdo con 1a ener­
gética: hogares modestos en lugares estrechos, conectados
mediante caminos. ¿Habría alguna autonomía de 1a vida

&
sin esta definición previa del área en la que puede nacer, de
las fronteras que protegen su fragilidad, de la energía dirigi­
da o concentrada que necesita para aparecer, de las redes
para sus prolongaciones o sus propagaciones?
Estas son Jas primeras láminas del adas.

¿Secreto de Polichinela* o de Arlequín?

¿Dónde esconde la vida su secreto? ¿Dónde hay que ir a


buscarlo? En el lugar. ¿De qué cantidad o tamaño? Estrecha
y corta. ¿De qué calidad o forma? Frágil, plegada, conecta­
da. Es decir: esta casa o caja negra local es su secreto mismo,
porque esta última palabra significa lo que se aparta, se eli­
ge o se pasa por el cedazo. Secreto, singular, lo vivo yace
ahí, separado.
Obstinada, la vida se expande pues y se prolonga, en el
espacio y por el tiempo, mediante cajitas singulares. Ahora
hay que pensar en esta prohijación pagus a pqgus, parcela o
nicho por zona o lugar, página a pagina, individuo a indivi­
duo de especies diversas, esta invasión por lugares diferen­
tes, en otras palabras, meditar sobre la gíobalidad de las lo­
calidades, exhortación que se deriva de la misma paradoja
que, hace un momento, pretendía encontrar lo universal de
lo vivo en la singularidad del lugar.
¿Podemos forjar un concepto intermedio entre local y
global, unir mezclar o coser el uno al otro? Aquí tenemos,
correctamente formulado, el problema más general del pla­
no o del mapa. Todo Atlas, y el nuestro también, muestra
modelos espaciotemporales de la diversidad en mosaico,
imagen final del lugar, del tiempo y de redes heterogéneos,
reino animal y vegetal, reino antiguo y nuevo, de Arlequín,
emperador de la Tierra y no de la Luna, estancias diferentes
de la casa que nos ocupa, provista de sus pasillos.

* N. de la T.: Un secreto de Polichinela es un secreto a voces.

57
Mosaico de láminas

Ejemplo: los bosques del Sur de Francia arden por los


cuatro costados. Se mete en la cárcel a los pirómanos, pero
nunca a los inversores que sólo plantan resinosas; ahora
bien, la homogeneidad del monocultivo constituye aquí el
mejor canal posible para la propagación del fuego: de lo
inerte, no de lo vivo. Sólo apagaremos los estragos de las lla­
mas cuando mezclemos el pino con la encina o el alcomo-
ue... es decir, inventando un uso múltiple o un reticulado
3 el espacio. La invasión del tugar por y para una sola forma
de vida acaba matándola.
Como el sol, el dinero no tolera nada nuevo bajo su ley
inerte, uniforme y homogénea, cuando todo se renueva en
los reinos locales de lo vivo. Aquí tenemos, claramente for­
mulada, en términos concretos, la verdadera cuestión del
universo: ¿imperialismo despótico de una sola ley, que hace
el vacío por donde pasa para reinar de forma única o fede­
ración de mosaicos? Vuelve entonces el antiguo paisaje, flo­
ral y vernal, el pagus de los latinos que designaba o describía
la yuxtaposición de las parcelas de trigo, de barbecho y de
vid, irregularmente distribuidas. El lugar se viste de nuevo
con la capa de Arlequín.

Suma, borde o unión flexible de los lugares, cuerpo mez­


clado, túnica abigarrada, el concepto abstracto más contem­
poráneo o, como se suele decir, sofisticado, al mismo tiem­
po que la práctica más arcaica, este modelo en mosaico reú­
ne todas las cuestiones contemporáneas sobre el equilibrio,
siempre declinado en plural, así como las diferentes con­
cepciones, principalmente caóticas, que podemos tener del
espacio, la evolución y el tiempo, pero además, por su reco­
mendación salutífera de protección, alcanza lo que podría­
mos llamar una ética del medio ambiente.
¿Valdría como ecología del espíritu? ¿Qué significan para
nosotros el lugar y los desplazamientos, lo local y lo global,
los planos y los mapamundis, estar ahí? Y, para empezar,
¿qué significan para cualquier ser solo, vivo y pensante?

58
ESTAR FUERA D E AHÍ*

Para adormecer la investigación, y la inteligencia de paso,


no hay nada mejor que una categoría. Catalogar como fan­
tástica, por ejemplo, una literatura o un cuento, es entregar­
se a la pereza: toda clasificación descansa en los cajones y
en los dormitorios. Y la imaginación, cuyo estímulo apues­
ta siempre por lo inédito, precede a veces a la luz del descu­
brimiento. A veces la locura encuentra algo novedoso, in­
cluso en el orden de la razón.
ElHorla, relato que clasificamos en esta categoría negra y
tonta, dibuja con minuciosidad algunos acontecimientos
refinados del espacio más normal que pudiéramos cartogra-
fiar en las guías o los mapas de la desembocadura del Sena:
el hábitat y los desplazamientos. Observen pues, en primer
lugar, a Maupassant o a su narrador vivir en su casa, o dor­
mir tumbado sobre la hierba del jardín. ¿Qué puede haber
menos fantástico, realmente, que las delicias que acabamos
de mencionar?

Espacioy lugares

Todo depende, dice su narrador, de los lugares y de los


medios. Aquí tenemos el espacio habitado: la casa, el jardín
a la orilla del río, el bosque circundante, a continuación lo­
calidades más lejanas, que prolongan los alrededores:
Rouen, ciudad próxima, el monte Saint-Michel, París, Bra­
sil, El relato explora paso a paso, meticulosamente, la cama,
la mesilla de noche, la habitación, con sus sillas y su espejo,
y va de lo más cercano a los confines del universo. El soli­
tario contempla, inmóvil, la extensión, y luego se desplaza

Las paginas siguientes requieren una lectura previa de E l Horla, relato


breve de Guy de Maupassant. [N . dd autor.}
N. tk Ut T.: El título en francés de este capitulo es Être hors ¿i, que
podemos relacionar con el título del cuento de Maupassant.

59
por ella, tomando nota, con una precisión exquisita, de to­
dos los accidentes espaciales debidos a los transportes y a
las prolongaciones.
ElHorla describe el ahí y lo que pasa fuera o viene de allí;
levanta el plano, el mapa, y eso es todo.

Normando, descendiente de los osados marinos, cuyos


drakares conquistaron Inglaterra y Sicilia, todo el agua de
América a Morea, Groenlandia, Islandia, Francia, cruzando
los océanos por puentes estrechos abiertos a los cuatro vien­
tos, cruzándolos de nuevo a la vuelta, Maupassant duerme
bajo un plátano a orillas del Sena: Me gusta esta región,
dice, porque en ella tengo mis raíces, estas raíces profundas
y delicadas que atan a un hombre a la tierra en la que mu­
rieron y nacieron sus antepasados... ¡mentiroso! Me gusta
mi casa, repite, desde donde veo el rio cubierto de barcos
que pasan, procedentes de todas partes, estas dos goletas in­
glesas y el soberbio buque de tres palos brasileño que las si­
gue, reluciente, completamente blanco; me gusta mi casa,
blanca también. Mentiroso y veraz al mismo tiempo, Mau­
passant desciende de los vikingos, marineros venidos de le­
jos, cuyos barcos bajaron por el Sena y desembarcaron, ahí.
Normando, descendiente de un pueblo domador de ma­
res e inventor de aventuras, Flaubert también se aburre
mientras el mundo cambia como no había cambiado nun­
ca; sus mujeres se aburren mortalmente en su Normandía,
en uno de los momentos más apasionantes de la historia.
Maupassant cavila y se duerme en la misma Normandía,
tumbado sobre la hierba, mirando pasar, perezoso e inmó­
vil, a tos continuadores de los vikingos, de viajes extraordi­
narios. ¡Cómo me gusta Julio Veme!
¿Cuál de los dos conoce mejor el espacio? ¿El enante
que se mueve sin parar o el hogareño que explora su vecin­
dario, con desplazamientos usuales, pero inusitados? De
tierra y de agua, verídico y mentiroso, literato inquietante y
naturalista fiel, Maupassant ama la tierra de sus antepasados
más cercanos, pero también las aguas de sus verdaderos an­
cestros, lejanos. Marino, pero también campesino; arraiga­
do, pero desarraigado; fuera de su tiempo, de su idioma, de

60
su país, aunque desembarcado hace mucho de otros luga­
res. Errante y anclado, verazmente contradictorio... venido
de fuera y llegado aquí, fuera llegado, venido de aquí.

Errar, quemar las naves

Pronto alienado, el narrador quemará la casa que ama y


se destruirá a sí mismo, porque un Ser invisible y poderoso
le visita, le persigue y grita su nombre, que él repite y com­
prende. Maupassant o el narrador ve una sombra, un fan­
tasma opaco y transparente que, ante el espejo, intercepta
las imágenes sin tener a su vez una imagen exacta en el es­
pejo. ¡Qué sombra extraña, ser y no ser a la vez, presente y
ausente, aquí y allá, un tercero contradictorio! Por esta ra­
zón, le da el nombre de Horla.
El espíritu del allá, el ser del allá, no se ve, pero se revela
a veces a quien no es de allá. ¿O será que el llegado de fue­
ra [hors-lá\ se le aparece, visible, al arraigado? ¿Cóm o enten­
der las relaciones entre el espíritu del lugar — pero, ¿de qué
o de quién se trata?— y el de otro lugar, o entre el espíritu
y el lugar?
Transparente, pero opaco, el ser en cuestión, ¿llegó del
barco blanco a la casa blanca, ambos brillantes, aparentes,
fenomenales, epifánicos, revelando y reflejando el espíritu
de allá, que los marinos, a veces, sin saberlo, embarcan en
sus naves?
¿Mi espíritu íntimo se diferencia del espíritu de aquí que
baña el río y los árboles frutales con fulgores ligeros y res­
plandores flexibles que sirven de atracción? Mi alma ancia­
na de hombre viejo llora en mí desde hace tiempo por el
fragmento raro de aquella que viviría cómodamente en me­
dio de las longitudes y a cuarenta y cinco grados de latitud
norte, bajo las primaveras volátiles, mientras que el alma ex­
trañamente yuxtapuesta del llegado de fuera en que me he
convertido, mezcla en ella sus gemelos, opacos y transparen­
tes a ellos mismos, acumulados tras cien visitas a Brasil o a
otros lugares, hasta los fiordos de Noruega, para acabar for­
mando un harapo abigarrado tan complejo como mi carne.

61
Errantes sin raíces fijas, nos hemos convertido todos en
paseantes con alma arlequinada, asociando y mezclando
los espíritus de los lugares por los que pasamos, bien o maL

Maupassant de aquí, en Normandía, llegado de fuera, del


Norte o de allá en el Sur, arraigado aquí y desarraigado na­
die recuerda de dónde, establecido bajo el plátano ypasean-
te de otros tiempos, errante, dolorosamente, pasando a du­
ras penas, arrastrando sus males por las huellas de los pasos
que va dejando, estable sobre tierra firme, inestable sobre el
río, buen hijo y asentado como Pierre, heredero, pero tam­
bién emigrante y desheredado como Jean, Maupassant, al
menos tan doble como somos ahora todos nosotros, idén­
tico, invariable, Pierre y Jean, doble doble, alienado según
los lugares y los tiempos, de alma racional y loca a la vez,
viviendo de muerte, muriendo de vida, él o Guyon el narra­
dor, él mismo o su doble, descubre que habrá que morir, a
causa de su parásito.

¿No crees que es algo que ya ha pasado muchas veces?


Cuando hubo que zarpar hacia otros mares para establecer­
se, por fin, en esta orilla del Sena, ¿recuerdas en día en que
quemaste tus naves — tú, tu doble, ¿qué antepasado? ¿Re­
cuerdas cuando prendiste fuego a tu barco, blanco como
esta casa? Cóm o él, al contrario de él, acaba pues con tu há­
bitat, fijo o móvil, arroja tu memoria a la hoguera, tus libros
y tus zapatos, márchate. Mata al anciano que duerme con
sus categorías, sigue al Horla: eso es vivir, aprender, conocer,
inventar.
Tras el incendio voluntario del techo que protege el sue­
ño y el desmoronamiento de las murallas rígidas, ¿volverás
a hacerte a la mar, como tus antepasados más lejanos, naci­
dos en la cuna de las olas, desaparecidos, naufragados en
cualquier parte, en el pliegue de una ola? Maupassant, tan
poco loco que reproduce el gesto de hacerse a la mar: ir del
aquí hacia el fuera.

62
Existir

¡Qué demonios! sólo se muere de ex-istir, de marchar, de


partir, de hurtarse sin cesar al equilibrio, de pasar de mala
manera. En una especie de doblete popular, Horla traduce
la existencia, latina, culta, y la expresa sin verbo, con un ad­
verbio. Lo estable se desequilibra, lo plantado se expone.
Lo errante o lo que pasa a duras penas, los marinos nor­
mandos del ayer y los hombres de nuestro mundo, actual­
mente, viven desde hace mucho las luchas a muerte del être
la [estar ahí] y del Horla [fuera de ahí], batalla de almas que
modela, entre lágrimas, su alma mestiza, abigarrada, conste­
lada, formada de espíritus del aquí y del allá. ¿Qué marino
puede aprender a navegar sin saber que cada barco tiene el
suyo, que hay que saber tomar para sí, dejándolo a un tiem­
po en la barca movediza? Y que hay que cambiar de embar­
cación a menudo; y de océano, de rumbo, de puerto, de
país. Quema tu casa de carne y de piedra, hazte a la mar,
embarca en la blanca goleta. Al pasar, bien o mal, piensa sin
referencias: con relaciones, había con flexiones o con decli­
naciones, ppr medio de preposiciones.

Habitar, partir

Nuestro narrador, buscando demorarse pero fiel a su do­


ble parentela, trata de partir sin cesar. La escena definitiva le
verá deslizarse por el intersticio de la puerta — la raíz de la
preposición hors designa precisamente esa puerta— para en­
cerrar dentro al Horla, inmovilizar ahí lo venido de fuera y
bloquearlo para quemarlo, mientras que él, el habitante in­
móvil y hogareño, huye, simétricamente, hacia el exterior:
el ahí se moviliza hacia fuera.
(Qué significa habitar? ¿Cómo detener la vida errante?
¿Inmovilizar lo móvil o plantar lo expuesto? ¿Qué significa
rondar? ¿Cómo hacer que al mismo tiempo lo de fuera en­
tre (o se quede bloqueado) dentro y que lo de dentro se es­

63
cape o se deslice hacia fuera? ¿Cómo escribir — o pensar—
sin sustantivo, estable, ni verbo? Todo acaba en la danza de
las llamas: la casa explota en una hoguera horrible y mag­
nífica, un volcán de fuego que lleva su erupción hasta el
cielo.

Percepáón: lo cercanoy lo lejano

Marchar, visitar: el desplazamiento modifica el espacio


percibido*
«No podemos sondear lo Invisible con nuestros ojos,
ue no ven ni lo demasiado pequeño ni lo demasiado gran-
3 e, ni lo que está demasiado cerca ni lo que está demasiado
lejos. ¡Cuántas cosas descubriríamos con unos órganos me­
jores!» Es un programa en materia de lamentaciones, pero
sobre todo una definición de la distancia y de la resolución
de la mirada. Ver supone un observador inmóvil, visitar exi­
ge que percibamos mientras nos movemos.
Por suerte y por desgracia, el narrador recupera los me­
dios para esta exploración: la fiebre lo ha invadido y dilata
su ojo, acelera su pulso, hace vibrar sus nervios. ¿Podrá por
fin tocar, sentir lo insensible? Porque le impide leer, la en­
fermedad lo lanza a su salón por el que va y viene sin ce­
sar, de un lado a otro: ya ha salido al espacio, leamos en su
lugar.
Han indica lo exterior y lo retirado, mientras que la de­
signa el lugar cercano: el Horla describe pues una tensión
entre lo adyacente, lo colindante, lo contiguo y lo alejado,
alcanzado o inaccesible, a partir de esta cercanía. ¿Hay una
contradicción que opone este hors y este la o, todo lo con­
trario, hay un movimiento o vínculo que los une? Reconoz­
camos, de paso, que solemos llamar íntimos, con el super­
lativo de lo interno, en el que lo interior marca el compara­
tivo, sencillos hechos de vecindad, de hábitat o de hábito,
hogar, vida privada, rincón secreto, soledad, menos inter­
nos que externos, pero muy cercanos. Este es el ¡a. Y así,
aquello con lo que hacemos sustancias, nombrándolo por
lo tanto con sustantivos, se reduce a unas relaciones. ¿Qué

64
ocurre entonces cuando desde un espacio puramente exter­
no nos vamos acercando, poco a poco o bruscamente, a
este lugar retirado muy cerca de nosotros?
Cortos y precisos, los cuadros se suceden y describen las
relaciones que, precisamente, yuxtaponen lo familiar y lo
extraño, no tan extraño, en realidad, com o simplemente le­
jano. Se trata de conectar, progresivamente, a los lugares ín­
timos sus sucesores en el espacio, mediante una especie de
prolongación analítica. Aquí tenemos algunos ejemplos.

Viajes a lo más cercano

Primer cuadro, descripción del ahí mediante relaciones


puras y simples: he pasado toda la mañana tumbado sobre
la hierba, delante de mi casa, debajo del plátano... este árbol
cubre, alberga, da sombra al tejado com o si la casa tuviera
el árbol por casa, com o si Maupassant viviera en una caja
ue, a su vez, estuviera encajada en otra. El narrador se hun-
3 e ahí con sus raíces, ya que, tumbado sobre la hierba, se
aloja en y debajo del árbol.
Estas referencias locales, bien definidas con respecto a
mí, tumbádo, y a continuación al suelo y a la tierra, se pro­
longan, poco a poco, a la comida, a los olores, al dialecto
local, con su entonación y su acento, y después al entorno,
más lejano, de Rouen y de sus campanarios, al son de cuyas
campanas se acerca la ciudad cercana, cuando la brisa trae
su sonido, unas veces fuerte y otras débil, hasta mí. Locali­
zación usual a través de los sentidos, o más bien, mediante
mensajes de posición que llegan a lo largo de las relaciones
sensoriales.
Sobre el Sena que corre delante de la casa, a h largo de mi
jardín, casi en mi casa... pasan los barcos, dos goletas ingle­
sas y un buque brasileño de tres palos, que ahora indican el
fuera. Cerca, Inglaterra; lejos, Brasil. El río, cuyo curso casi
atraviesa la casa, arrastra el exterior hacia el interior, lo de
fuera hacia dentro, o el hors la. ¿Primer verbo del texto? Pa­
sar. ¿Último verbo de esta descripción local del la, del abít
De nuevo, pasar. Los barcos pasan delante de mí, que paso

65
toda la mañana ahí, tumbado. ¿El narrador —o el sujeto—
acaba de firmar?
Una vez que se han fijado las primeras referencias con res­
pecto a la inmovilidad, este sujeto, tumbado sobre el césped,
que pasa o pasa a duras penas, se expone a la cercanía más es­
trecha; primera excursión, que no se aleja de su entorno.

Prolongación pequeñísima

Segundo cuadro de un corto paseo: feliz en mi casa,


vuelvo muy inquieto tras este pequeño desplazamiento a lo
largo del agua. Con ocasión de esta crisis de angustia, viene
la idea de que vemos sin mirar, de que tocamos sin palpar,
de que siguen insensibles lo demasiado pequeño y lo dema­
siado grande.
Paradoja: por familiaridad, o más bien por esa costumbre
que nos viene del habitar, el exceso de cercanía equivale a
un alejamiento.
Y esta fiebre, bien y mal recibida, agudiza los órganos.
Que perciben inmediatamente un peligro amenazador,
como una desgracia, una muerte que se acerca, que viene
de fuera o germina en la sangre y en la carne, venida de fue­
ra, pero ya ahí.

Cartografía del relato

Hors — fuera de— viene de foris o fores, que designa, es


bien sabido, la puerta de la casa que da al exterior;forum de­
bió significar en un primer momento el cercado que rodea
la morada, jardín o prado, antes de designar la plaza públi­
ca de la ciudad. La familia semántica de esta preposición se
ordena como un movimiento poco a poco, de lo más cer­
cano a lo más lejano: de la puerta que da sobre el umbral al
recinto cercano, y después a la plaza del mercado, exterior...
no designa tanto unos lugares fijos como un desplazamien­
to cuidadoso por prolongación analítica. Y todo eí relato si­
gue este mismo camino.

66
Sigámoslo ^pues: el foranus latino, el extranjero, engen­
dró en francés farouche [huraño, feroz] y a continuación
forêt [bosque], situado fuera del cercado y del forum , de la
casa, del jardín y de la ciudad; el que vive en el bosque
vive errante, fuera o en el exterior por excelencia: forain
[foráneo ],forclos [excluido], fourvoyé, [descarriado],
[extenuado], forban [forajido], es decir, un balance nada
tranquilizador. Es la angustia que se anuncia. El marino
que atraca llama radeforaine al golfo abierto a alta mar. En
el foro se reúne el tribunal civil y politico, mientras que en
la casa se deciden los asuntos familiares; este sentido jurí­
dico lo encontramos en el fuero interno o interior, antiguo
juicio de la conciencia, por oposición al fuero extemo, re­
servado a la jurisdicción pública. De la misma forma, el
bosque forêt] pertenece al tribunal de justicia del rey.
Maupassant habría podido escribir: el forla , fuero interno
y externo del alienado, entregado a los otros. Así es la psi­
cología, disciplina variable, desgraciadamente ignorante
del espacio.
Paradójicamente, a fin de cuentas para la familia existe
un interior o cercado, y a continuación un exterior, el bos­
que foráneo, más la puerta, umbral o paso que los conecta
y los sepafa, y el tribunal que resuelve; finalmente, el fuero
fantástico del loco.
Se dibuja ahora una topografía rigurosa y detallada de
las cercanías, la descripción de los acontecimientos locales
situados alrededor de la casa, de la puerta, del umbral, del
patio y del jardín, el encadenamiento de los espacios que
los rodean, como una corona, los caminos que los conec­
tan y las personas que rondan por allí. Paralelamente, la
justicia imita estas prolongaciones, de modo que sus pro­
nunciamientos diferencian dos personas, el forajido y
aquel que, en su fuero interno, puede disfrutar en paz de
su independencia. Al igual que el astil de la balanza, real o
de la justicia, duda y oscila, la preposición hors vacila en el
umbral y designa los acontecimientos que cruzan la puer­
ta, lugar por el que se pasa, bien o mal del interior al exte­
rior, o del fuera al ahí. Doble local y duda sobre la unidad
de la persona.

67
'tercer despltzam iento

Nuevo cuadro: m e voy a dar una vuelta p o r el b osqu e de


Roum are, cercan o... Sigo u n gran ca m in o de caza, giro ha­
cia La B ou ille, por u n sendero estrecho, entre dos ejércitos
de árboles desm esuradam ente altos que co lo ca n u n tejado
verde, espeso, casi negro, entre el cielo y yo. E je rcicio : el lec­
tor debe subrayar las preposiciones, siem pre utilizadas m e­
ticu losam ente, co m o vectores en prim er lugar, al parecer.
El narrador sigue explorando los alrededores, co n excur­
siones cada vez más alejadas, y describe, co n una exactitud
escrupulosa, todos los accidentes de los intervalos. ¿ C ó m o ?

Topología

U na pereza relativa a las m atem áticas nos lleva a pensar


que el espacio, en geom etría, va unido a una m étrica, o in­
cluso a la m ed ición en general. Bergson y H eideggcr repiten
.i placer este dislate y arrastran a sus acólitos, sin observar
que a su alrededor, los top ólogos y, c o m o de costu m b re, an­
tes que los sabios, artistas c o m o M aupassant, supieron p in ­
tar las cercanías y sus proxim idades sin ninguna necesidad
de la distancia ni de cantidad para medirla. Rergson escribe,
por ejem p lo, que la filosofía tradicional, c o m o la inteligen­
cia, es excelente para hablar g eom étricam ente del espacio,
pero se linuta a este ejercicio. ¡E s m aravilloso, pero co m p le ­
tar estas descripciones n o supone fo rzosam ente refugiarse
únicam ente en el tiem po!
La topología se ciñe al espacio, de otra form a y m ejor.
Para ello, utiliza lo cerrado [dentro), lo abierto {fuera), los in­
tervalos [entre), la o rien tación y la d irección (hada, delante,
detrás}, la cercanía y la adherencia (cerca, sobre, contra, cabe,
adyacente) la inm ersión (en), la d im ensión... y así sucesiva­
m ente, todas ellas realidades sin medida pero co n relacio­
nes, A ntiguam ente llamada p o r L eibn iz analysis sitas, la to­
pología describe las p osiciones y tiene su m ejo r expresión
en las expresiones preposicionales.

68
Por ejem p lo, salir de la casa, a-través-ar el patio O el jardín
que la rodea, cruzar la puerta que da al exterior, exigen la
atención más concentrad a en lo que ocurre en esos lugares
saturados de pequ eños hech os refinados. Para describirlos,
hay que utilizar co n circu nsp ección entre, en, por... op era­
dores de flexiones o de d eclinaciones que designan, n o los
lugares co m o tales, con ten id os y con tin en tes, definidos, de­
lim itados, recortados, es decir, m étricos o m ensurables, sino
las relaciones de vecindad, de proxim idad , de alejam iento,
de adherencia o de a cu m u lació n , es decir, las posiciones. El
estar ahí y sus relaciones con el extenor.
.-v,La topología es la base de la topografía de los mapas y
planos.

De los fluidos

C o h eren te, riguroso, consistente, d ecim os alocad am ente


de un co n o cim ie n to estim able; otorg am os nuestra co n fia n ­
za a los o b je to s sólid os, cuya rigidez fija la m asa y el volu­
m en, co n ten id o y co n tin e n te , es decir, al m ed irlo, es decir,
al d efinir las zonas sem ánticas estables de los sustantivos o
de los verbos — Le ib m z llam aba ¡mUtypia a la resistencia in­
v en cible o relativam ente elástica de los sólid os, y este térm i­
n o significaba, adem ás, la propiedad que nos perm ite escri­
bir sobre ellos: estables, fijos, es decir, susceptibles de ser
inscritos— m ientras que nos resistim os a sum ergim os entre
los líquidos, lo acu ático y lo vaporoso — vago, co n fu so , tur­
b io , decim os to n tam en te de un p en sam ien to desprecia­
do , rein o fluid o en el que las distancias cam bian y flu c­
túan, en el cual, en fin, la escritura se borra y las medidas se
pierden.
E ! í loria precede a Bcrgson en esta inm ersión valerosa en
lo fluctuante y lo supera teóricam ente. N o hay nada de e n ­
soñador ni de im aginario en las aguas o los fluidos, n in gu ­
na m agia, sino el reco n o cim ien to , m ín im am en te m eritorio,
de que el m u n d o 110 se co m p o n e ún icam en te de piedras y
de hierro. Ahora b ien , no p o d em os contar de la m ism a tor-
111a las lejanías y las proxim idades, ni identificar los lugares,

69
de acuerdo con una regla rígida o desde el mundo de las on­
das, los ríos o los flujos.
Que yo sepa, desde que hablamos hebreo, griego o latín
nuestra alma, precisamente fluida, alienta y, por este viento,
calienta o refresca: ser líquido, bruma que se desliza ante la
pura limpidez de un espejo, aún a riesgo de empañarlo. ¿Es
un escalofrío, la forma de las nubes o el color del día, tan
variable, lo que, rozando mi piel o cruzando ante mis ojos
ha enturbiado mi pensamiento o ensombrecido mi alma?
Citada al comienzo del relato, esta observación prepara y
anuncia la escena del final, ante el espejo de la habitación.
Un «objeto» como éste —-aliento, nube o alma— no presen­
ta obstáculo alguno entre el espejo y yo, como un bloque de
madera. Opaco y transparente, translúcido en suma, un ji­
rón de niebla se abre y se cierra al mismo tiempo. íntima y
cercana, inquieta, lejos del descanso, el alma ignora también
la exclusión recíproca entre dentro y fuera, hors y Id.
Con brumas y adherencias, la topología de los fluidos di­
suelve el verbo fantástico y resuelve así sus problemas.

Plano de los hábitats

Otro ejemplo. No caminamos por el bosque como nos


movemos por la casa: ni la pertenencia, ni la localización,
ni el hábitat se reducen el uno al otro. Prudente y sabia, la
lengua francesa precisa que aquí se habita [babiter], con há­
bitats y hábitos bien definidos, pero en otros contextos, uti­
liza, tópicamente el verbo hanter. Para una casa, babiter-, para
un bosque, hanter, frecuentar, rondar: dos estados diferentes
para un uso vital similar.
No entramos en nuestra casa como en un bosque, bajo
un techo como bajo los árboles, entre los muros del pasillo
como entre los troncos de una senda de cazadores... los lu­
gares han cambiado de vecindad y los límites de proximi­
dad; el cuerpo no percibe de la misma forma lo lejano y lo
cercano. Muy común, el verbo aproximar conecta o desco­
necta, para bien o para mal, lo de fuera y lo íntimo, el hors
y el la.

70
Una casa da fe de la geometría métrica de los maestros
constructores, como sí conservase sus huellas o com o si los
hubiera inspirado, mientras que el lugar exterior, el ahí de
fuera, impone una percepción completamente diferente.
Seguro, aquí, sentado, dentro, de que el muro tras de mí, es­
table, permanece a una distancia mensurable y fija de mi es­
palda, cuando escribo, leo, hablo o como sentado en mi
mesa, absorto, salgo y pierdo mi seguridad de lo que a tergo
me obsesiona. El viento, apacible o turbulento, moviliza las
ramas com o las hojas, primero lejanas y después próximas,
mientras que los insectos me acompañan o me abandonan;
es decir, la fauna y la flora, el flujo y los intervalos, no ocu­
pan la extensión como las rectas y los ángulos vacíos de los
albañiles en la casa.
Paso del estremecimiento de frío al estremecimiento de
angustia. La proximidad o la cercanía se pueden por lo tan­
to transformar, lo lejano y lo cercano intercambian sus dis­
tancias, se vuelven elásticos: inquieto (pérdida de reposo,
pérdida de equilibrio) por estar solo en este bosque, atemo­
rizado, apresuré el paso... en una profunda soledad. De re­
pente, me pareció que me seguían, que había alguien a mi
espalda, muy cerca, muy cerca, casi tocándome. La geome­
tría métrica canoniza las distancias que identificamos con la
vista, mientras que el tacto, al que alegamos sin cesar, más
cerca de la topología, revela maravillosamente las cercanías.
En la geometría, habito; la topología me ronda. A lo largo
de todos los milenios que nos separan de su nacimiento, el
espacio puro y duro de la primera construye nuestra casa:
su metro nos sirve de tierra. Ahora bien, la casa, lo sabe­
mos desde el tncipit, habita ella misma — ¿o ronda?— en un
árbol.
«Me volví bruscamente. Estaba solo. Tras de mí, sólo vi
la avenida recta y amplia, vacía, alta, pavorosamente vacía;
y al otro lado, se extendía también hasta perderse de vista,
semejante, espantosa.» Lo de fuera se asemeja a lo de den­
tro, o a la inversa. Sin rectángulo ni vertical, la topología del
bosque no se parece en nada a la métrica de la casa: Íes algo
que sólo puede ocurrir en los castillos encantados [bantés] o
en una casa que habita en un árbol! Peor aún, las direccio­

71
nes cambian, así como los puntos de orientación. Aquí,
muy cerca de mí y de mi hábitat habitual, sobre la hierba,
delante del Sena... estoy bien orientado, perfectamente lo­
calizado. «Me puse a dar vueltas sobre mis talones, muy rá­
pido, como una peonza. Estuve a punto de caerme; abrí los
ojos; los árboles danzaban, la tierra flotaba; me tuve que
sentar. Y entonces, ¡ah! ya no sabía por dónde había veni­
do.. Me marché por el lado que se encontraba a mi derecha
y salí a la avenida que me había conducido al centro del
bosque.»
Así es como se va de hors a ¿i y a la inversa: saliendo del
cercado que está delante de la casa, bajo el plátano que la
protege y le da sombra, accedemos a los espacio extraños
mediante excursiones sucesivas cada vez más alejadas...
como si, al recorrer los sentidos descritos por la familia se­
mántica de la palabra hors, hubiéramos pasado de la palabra
forum, el recinto privado, luego el lugar público, a un senti­
do nuevo de la palabra forêt: relato o variaciones sobre la
preposición. Tenemos por lo tanto que calificar esta descrip­
ción del espacio y de los lugares: normal, exacta, fiel, de ex­
periencia común.

Mapa de excursión

Nueva partida hacia el exterior. Vista desde un jardín pú­


blico, al fondo de la ciudad de Avranches, la bahía, desme­
surada, del Mont-Saint-Michel se extiende, tan lejos como
alcanza la vista, entre dos costas, que se pierden entre bru­
mas. Maupassant utiliza aquí el vocablo fantástico para la
roca que sostiene la iglesia, para el monumento y para los
animales que adornan sus pináculos, ¿Será un equivalente
de gótico?
Más cerca: al alba caminé hacia él. Luego subí los escalo­
nes hasta la cúspide. Así llegamos a la teoría. Ahí, el monje
guía relata, efectivamente, antiguas historias del lugar. Cada
lugar tiene sus leyendas — cómo hay que entender el ahí—
y hablan del viento, invisible y presente. La más significati­
va y la única que se cita pone en escena a un viejo pastor,

12
del que no se ve la cabeza, cubierta con la capa, que condu­
ce, caminando delante de ellos, a un chivo con cabeza de
hombre y a una cabra con cabeza de mujer, ambos dando
balidos, el uno con voz fuerte y la otra débil, peleando sin
cesar: ¿chivo o tragos, fundamento trágico de la construc­
ción?

Guía teórico

El monje guía del Mont-Saint-Michel, sabio o ignorante,


las dos cosas, sin duda, y doble por lo tanto, afirma que no
sabe si se cree lo que está contando; pero ofrece un primer
núcleo, arcaico, de explicación: nunca se ve la cabeza del
pastor porque él tampoco sabe que detrás de él, a sus espal­
das, se pelea una pareja. Oculta por una doble ceguera, pre­
cedencia y capa, la identidad se expresa por la relación con­
flictiva y la similitud de especie entre el doble y su yo, que
representa el chivo, entre lo íntimo, el fuero y lo exterior, lo
de fuera, ambos expresados con la misma palabra.
¡Mirada negra y genial que descubre que el alma, llama­
da íntima, yace, no en un interior, imaginario, sino fuera,
en el exterior, y que podemos describir sus tormentos como
acontecimientos del espacio usual! En otras — y pocas—
palabras: El «Estar ahí» [être là] es un «Fuera de ahí» [horla],
¡Hacen falta unos ojos singularmente agrandados por la fie­
bre para ver por fin con lucidez esta unidad interior en dos
personas externas, como en un espejo!

Primera teoría mitológica del doble, descubierta en el


mundo religioso, el del Mont-Saint-Michel. Ahora lo fan­
tástico desaparece, en los mismos lugares góticos en los que
el narrador lo descubre. La relación se presenta en su simpli­
cidad elemental: el mimo y su imagen o el yo y su mimo.
«¿Y usted cree en ello? — No lo sé.»
«¿Se puede ver lo invisible? — ¿Ve usted el viento?»
¿El viento? ¿Un vapor, un flujo, un fluido? ¿Quiere usted
decir, en otros idiomas, la ruagb, el anemos, la psyché, el ani-

73
maí El alma, la identidad, el yo, que adelantándose, se defi­
ne por su relación con el doble, que se define por la rela­
ción mimética con el yo: dan balidos y se pelean.

pércidos de cartografía

Como ejercicio, invito al lector a explorar, tras eí narra­


dor, las coronas sucesivas cada vez más alejadas de su hábi­
tat de partida: Rouen, París, las noticias que llegan de Sao
Paulo y, teóricamente, los espacios del universo, fuera del
mundo, suma de los ahí.
Al igual que los normandos vinieron de otros lares, ¿por
jé no iba a llegar un ser nuevo de otro mundo? Guyon o
3 narrador va del ahí al fuera y el espíritu va del fuera al ahí.
Estas relaciones, puramente espaciales, reciben explicacio­
nes a medida que se prolongan o se propagan, poco a poco,
hacia las lejanas extensiones. En otras palabras, la teoría vie­
ne de fuera, como el propio doble, o el otro.
Dentro del mismo ejercicio, invito a aquellos a quienes
reanima concentrar la atención en el texto, a desplegar, si­
guiendo estas prolongaciones analíticas, las coronas sucesi­
vas de las teorías respectivas. El segundo núcleo de explica­
ción aparece, por ejemplo, en París, durante la sesión de
magnetismo y la dormición de la prima. Aquí tenemos la
intervención de la ciencia positiva, tras la teoría mítica. La
una, sin duda, no borra a la otra. Sin embargo, inspira las
habilidades experimentales que vendrán a continuación:
botella cerrada, lienzos blancos, mina de plomo, cuidadosa­
mente preparados para sorprender lo invisible. Reparen,
por favor, en que estas manipulaciones, como las de la
puerta, la última noche, trágica, consisten en trazar, con el
mayor cuidado, el límite o el borde entre lo de fuera y lo de
dentro.
Y el viento de alma o la onda de imagen parecen estar al
margen de estas definiciones, de estas precisiones fronteri­
zas, entre lo de fuera y lo de ahí. ¡Vaya con la topología! La
jarra sobre la mesilla se llama, en esta disciplina, botella de
Klein, sin exterior ni interior, anillo de Moebius de tres di­

74
mensiones. Apenas paradójico, este volumen tiene la mis­
ma edad que ElHorla.
Habrán visto que, casi siempre, los pregoneros de almas
suelen hacer llegar lo subjetivo hasta los confines de las in­
vestigaciones realizadas por el saber objetivo: las ciencias
cognitivas desempeñan en la actualidad el mismo juego que
practicaba el doctor Freud con la termodinámica y otros
con la electricidad. Y sin embargo, la ciencia no nos suele
esperar allá donde la buscamos, sino todo lo contrario, se
descubre, repentinamente, donde nadie la espera. Obser­
ven, por ejemplo, las manipulaciones del experimento, inú­
tiles y no concluyentes: cerrar la habitación con llave, en­
volver la jarra con lienzos blancos, frotar los labios, la bar­
ba, las manos con mina de plomo... e incluso, durante el
viaje a París, la sesión de magnetismo, objetivamente relata­
da, y por fin la documentación sacada de la biblioteca de
Rouen... todo aquello que exige el positivismo de la época
aparece en el relato, com o si Maupassant quisiera muy
conscientemente inyectar el racionalismo más pertinente. Y
además, pero del lado de la esperanza, consigue hacer racio­
nal lo que parece no poder llegar a serlo, pero en absoluto
lo que creía racionalizar. Importada, repetida, identificada,
clasificaba, la ciencia no sirve para nada, mientras que la es­
critura artista, precisa, rigurosa, le lleva toda la delantera, la
precede y además entra en la ciencia: lección implacable de
probidad intelectual.

El Horla se convierte m elparásito

Y ahora, dime con quién o diodo de quién andas y te diré


quien eres; describe tu doble, tu ángel de la guarda o pará­
sito, y veré tu identidad. Entonces, ¿quiénes somos? El uno
y el otro al mismo tiempo, o más bien el otro y el mismo y,
al mismo tiempo, ni el uno ni el otro; es decir, conjunto de
relaciones entre estos dos lugares: en su cercanía respectiva
más próxima, cada vez más lejos de cada uno, entre ellos,
en este intervalo abierto o cerrado, a lo largo de los caminos
que los unen, ruta o volumen. Recorremos de nuevo el es­

75
pació descrito. Cuando decimos el mismo, o incluso yo
mismo, confesemos que entendemos el mimo o la imita­
ción, es decir otra relación. E l Horla empieza describiendo
el conjunto de relaciones con y entre los lugares, luego con
el espíritu, único y profuso, de los lugares, a continuación
con el mero espíritu y finalmente, con el yo y su doble.
El espíritu se hace carne: vampiro o sanguijuela que, con
la boca sobre la mía, bebe la vida entre mis labios. Es la
vuelta del parásito, citado además expresamente, y su expul­
sión, como al final del Tartufo o, mejor aún, de La conquista
de Plassans, en el incendio de la casa. Se bebe mi agua para
la noche, la leche de mi mesilla, corta mis rosas, se sienta en
mi sillón, lee mis libros, como aquel «huérfano vestido de
negro que se me asemeja como un hermano» que se queda
hasta la mañana en el dormitorio de Musset. Para, o al lado
de, designa la proximidad más cercana del abí, aunque ya
extraño, venido de otros lares o viviendo fuera, en otras pa­
labras, el primer otro, que sigue y es contiguo al yo. ¿Pode­
mos encontrar un nombre mejor que el de Horla para el Pa­
rásito?

Sustitución

El doble come en su lugar, ocupa su espacio, recoge sus


flores y, en su sillón, lee y bebe. El efecto fantástico se une
a la lógica más sencilla, pero se conecta además a los acon­
tecimientos de la vecin dad más próxima, tan próxima que
me afecta hasta expulsarme al exterior, fuera de mi abí. Real­
mente fuera de la lógica, lo fantástico se reduce pues a la
abolición del principio de identidad en su forma negativa,
llamada del tercero excluido, supresión que supone, preci­
samente, la sustitución. Otro ocupa mi lugar, otro aírí, otro
la, Horla, ocupa el lugar del que está ahí.
En lugar de contentarse con describir el doble y la aliena­
ción, Maupassant encauza la génesis del sujeto. Su descrip­
ción no se desarrolla, si puedo decirlo así, tanto en los actos
y en los sentimientos, ni en los pensamientos o las emocio­
nes, ni tampoco en la psicopatología, para decirlo todo con

76
una palabra pomposa, como en las posiciones en el espacio
y en el tiempo, es decir, las preposiciones, más que los ver­
bos y los sustantivos. El error ael comentario psicopatético
consiste en trabajar únicamente desde una posición en el
interior del sujeto — ¿Por qué el sujeto habita un interior?
¿Qué interior? ¿Dónde?— es decir, una sola posición. Toda
preposición describe la posibilidad de una relación, de una
flexión, de una declinación, más complicadas que ella pero
compuestas quizá a partir de ella.
La locura o la alienación ¿no podrían residir en la extra­
ña decisión de encerrar todo el espacio y su acontecer en un
solo lugar que se prejuzga com o interior? El sujeto sería in­
terno, o peor, interior— comparativo— , mejor aún, íntimo
— superlativo. Cuanto más voy hacia el interior, más voy
hacia el yo; cuanto más salgo de él, más corro hacia el otro.
La alienación se encuentra en el exterior, así que estoy fue­
ra de mí, del lado del otro. En realidad, todo el relato de
Maupassant describe con precisión estos dos movimientos:
para el sujeto, salir, y para el doble, sobrevenir — o volver,
¡simple teatro del espacio!

Normal, %opatológico

Todos tenemos la experiencia de la presencia y de la au­


sencia, de lo real y de lo virtual; efectivamente, estamos ahí,
pero en este muñón de frase escuchamos más el adverbio
que el verbo, quizá porque no sé lo que soy ni comprendo
este ser de mí mismo, estado, estación, naturaleza, posición.
Y en lo que se refiere al adverbio en sí: estoy ahí, en ese mo­
mento, pero al mismo tiempo estoy también en Stanford,
donde me espera un trabajo, que me preocupa, pero tam­
bién en Vmcennes o en París, o en mi paraíso natal, de don­
de un fragmento arcaico de mí mismo nunca se hará a la
mar, y en otro lugar, aquí y allá, donde mi tiempo, como la
cola de un cometa, deja con su paso aerolitos de reminis­
cencias, pero sobre todo en otro lugar, absolutamente par­
lante, o en el aire, como se suele decir, en el lugar sin lugar
del juego, del pensamiento o de la esperanza, de la medita­

77
ción y del éxtasis, de la geometría perfecta y de los amores
puros que me enseñaron los trovadores por la princesa leja­
na, y además, en la verdadera utopía patética hacía la que
me arrebatan los Arcángeles — así que encomendarse al án­
gel de la guarda me parece más razonable, y deja en mejor
estado de salud que matar al Horla— y, sin duda, sólo estoy
aquí, presente, con los dos pies sobre la Tierra irrecusable,
porque en este mismo instante viajo y planeo por aquellos
espacios. Estoy aquí por mis Horla, presente en el espacio
llamado real por mis ausencias en cien lugares llamados vir­
tuales.

Tecnologíay lógica

Que no haya ninguna contradicción entre el hecho de


que esté aquí y al mismo tiempo en otro lugar muestra sim­
plemente que en estos temas conviene despejar el principio
del tercero excluido, lo que me obliga a extrañas exploracio­
nes espaciales, casi inintuibles, más exóticas todavía que los
viajes de Ulises, de Dante y de Gulliver, y sin embargo tan
sráctícas y concretas que las explotamos en nuestras tecno-
Íogías. En otras palabras, estoy aquí al mismo tiempo que
otro, estoy en otro lugar ai mismo tiempo que aquí, quizá
en el mismo lugar que otro.
¿Quién soy? El tercero. El tercero incluido. ¿Cuál es el sen­
tido de esta palabra? Que estoy asociado íntimamente a
otro y a muchos otros más. Sí, soy legión: un conjunto in­
numerable de otros. Sustituibles. En general, preferimos de­
cir: yo estoy aquí y ese otro está en otro lugar, yo no estoy
en otro lugar y ese otro no reside aquí, y definimos la iden­
tidad por el principio del tercero excluido: es imposible que
A esté y no esté al mismo tiempo en el mismo lugar. Des­
cribir así la identidad supone un fuera, sólido y susceptible
de ser inscrito, y un dentro, muy diferentes de los que nos
sugieren la experiencia y el lenguaje, como si se tratase de
una caja negra con paredes duras y tapa pesada, bien cerra­
da, inexpugnable; ¿en nombre de qué podría yo estar en
una caja así? Para ella, evidentemente, funciona bien el

78
principio de identidad: el agua está en la jaira o se desparra­
ma por fuera, no puede haber otra opción, y si un cuerpo
extraño penetra en el continente, debe sustituir al conteni­
do anterior. ¡Pero con los pliegues de un saco este principio
no funciona!
¿Cómo es posible que esté vestido, habitado, encantado,
con plenitud, dolor, éxtasis exquisito, por aquella que amo,
que desde hace mucho me ha expulsado de mi ahí, pero
con la que me mezclo en mí? El volumen euclidiano, en el
que creemos habitar, tiene que revelarse imposible de habi­
tar y además absurdo.
Dos preposiciones dominan el razonamiento: dentro y
debajo. La primera gobierna la separación entre lo interior
y lo íntimo con lo exterior, y la segunda, los movimientos
del uno al otro. Por esta razón, la metafísica de la sustancia
y la del sujeto se remiten a un espacio predefinido, presu­
puesto por estas posiciones, exactamente por la sustitución.
Hay que dudar del prejuicio fundamental de un espacio así:
este es, precisamente, el trabajo del Horla. Sentado en mi si­
llón, en mi lugar, el doble lee mi libro. Ha sustituido mi
presencia por la suya. ¿Sujeto? ¡Sí, claro porque he queda­
do debajo de él! ¿Sustancia? Sí, también: aplastado, estable
bajo su peso y su amenaza.
Hubiera querido que leyeran algo más fantástico, a decir
verdad, que las filosofías basadas en la sustancia o el sujeto.
Maupassant ayuda a encontrarlas simples y estúpidas.

Maqueta de una botella

El sujeto lógico obedece a estos dos principios, tercero


excluido o contradicción, pero ¿por qué no tendría que di­
ferir la identidad personal de la identidad lógica? Yo mis­
mo, soy el mismo, claro, hay algo idéntico en mi identidad,
pero no sólo hay identidad, de modo que yo mismo no soy
el mismo. ¿Por qué confundir ídem e ipse, selfy sameí No
soy ni un punto geométrico ni un lugar localizado en un es­
pacio métrico, ni una bola dura en una caja sólida, ni el ti­
monel en su barco, ni una piedra dura para escribir. Soy,

79
más bien, el que no soy y no soy quien soy: este antiguo
teorema no lo he inventado yo. No es sólo cuestión de
mala fé.
Todo lo contrario, un milagro muy corriente: el genio sale
de la botella y se desparrama por el universo, mientras per­
manece dentro del cristal opaco y translúcido. El yo, poro­
so, mezclado, acumula presencia y ausencia, conecta y
cose lo cercano y lo lejano, lo real y lo virtual, separa y
hace avecindarse el hors y el la. En lugar de parecerse a la
ue Guyon coloca en su mesilla de noche, la botella Ilama-
3 a fantástica se acerca más bien a la del genio, es decir, a la
topología kleiniana: la más racional de las dos no es la que
parece.
¿La filosofía sólo ha explorado pobremente, el sobre, para
la trascendencia, el bajo, para la sustancia y el sujeto, el den­
tro para el mundo y el yo inmanentes? ¿Hay que generalizar
más? Continuará, con el con de las comunicaciones y del
contrato, con el a través de de la traducción, el entre de las in­
terferencias, el por de los pasos por los que pasa Hermes y
pasa un Angel, el cabe del parásito, el juera de del desapego...
todas las variedades espaciotemporales que nos ofrecen to­
das las preposiciones, declinaciones o flexiones.
La danza de las llamas que lamen la casa nos lo mostrará.

Animación en el espacio-tiempo

¿Conclusión trágica? No, síntesis luminosa. ¿Cómo ma­


tar al parásito? ¿Cómo lo decide Zola en La conquista de
Plassans? Quemando la casa, el nido que ha robado a su
propietario, ocupando su lugar. La cabra mata al chivo o el
chivo mata a la cabra trágica. Pero sobre todo, ¿cómo ilumi­
nar, con toda la violencia posible, el espacio, para que se
vea su acontecer, hasta quedar deslumbrados? ¿Cómo ha­
cer que todas las preposiciones se inflamen al mismo tiem­
po? Finalmente: ¿cómo mostrar que, tras la presencia a mi
vera de aquel que es capaz de todos y de todo, y cuya capa­
cidad me inspira, el otro secreto de la creación o del descu­
brimiento reside en la violencia abrasadora del ver, la intui­

80
ción vivida en medio del despertar ardiente de las llamas
que devoran?

Aquí tenemos una animación o un plano del espacio-


tiempo. En este leño en la chimenea, y luego entre las vigas
de la granja durante el incendio — al igual que en el centro
y en la superficie del Sol, o en eí laboratorio con la fusión
de los átomos— crepita una cortina compleja y fluctuante
de llamas rojo cereza, blancas, azul sombrío, carmesí, que
se lanzan fuera de la madera hacia arriba y hasta el cielo, de
golpe al parecer, a través de todo el horizonte, pero se redu­
cen enseguida a la nada, abatidas por el viento contra el sue­
lo, una vez pasado su primer fulgor, reavivándose sin em­
bargo, tras su desaparición, como un rescoldo ahogado, an­
tes de remontar, bajo el peso de las cosas combustibles, para
brotar de repente, más allá de su masa y de su superficie, li­
geras, desmelenadas, locas, hermosas, malvadas, abrazando
los muros, lamiendo las paredes, tocando las oquedades y
las asperezas, según la disposición del lugar y a pesar de los
obstáculos, danzando con los soplos de aire y contra las rá­
fagas que las podrían apagar, pero en pos de aquellas que las
alimentan,— el fuego vive en sí gracias al viento— , desgarra­
das, anudadas, sutiles, deslizándose como un nido de víbo­
ras entre ellas y los objetos que se defienden de ellas o les
dan de comer, durante dos minutos breves o toda una larga
noche...
¿... habíamos observado, salvo excepciones, alguna vez, o
imaginado este manto o variedad caprichosa y rápida, diná­
mica, jubilosa, cálida y destructora, continua y anudada, co­
ronada de crestas flotantes, este espacio-tiempo volátil? ¿Lo
hemos visto aJguna vez, pues esta luz, deslumbrante y a cu­
bierto, condiciona nuestra vista? — no habrá esta sin aque­
lla, no habrá vida ni pensamiento sin relaciones que dancen
como aquellas llamas.

81
3

Tiempo del Mundo

El imperio de ¡a razón

Com o una ley inglesa de 1677 condenaba a la hoguera


a «los hacedores de lluvia y profetas del tiempo», los pre-
visionistas británicos, cuya rápida inteligencia permitió el
desembarco de Normandía, el 6 de junio de 1944, duran­
te una bonanza momentánea bastante inesperada, se
arriesgaban jurídicamente a la pena de muerte, ya que el
Parlamento de Londres no derogó esta ley hasta 1959, en­
tre risas.
Aunque todo el mundo recuerda el encuentro de Napo­
león y de Laplace, y su conversación breve y mordaz sobre
el papel de Dios en el sistema del mundo, Arago nos recuer­
da otra, menos conocida, entre el mismo Emperador y La-
marck, a propósito del clima. Este último había escrito mu­
cho sobre meteorología. Durante una sesión de la Acade­
mia de Ciencias, cada miembro debía ofrecer una de sus
obras al ilustre visitante. Napoleón va saludando a sus anfi­
triones, uno tras otro, para llegar hasta el naturalista, y le da
un rapapolvo histórico, pidiéndole sin contemplaciones
que vuelva a las plantas y a los moluscos y deje en paz las
especulaciones sobre las nubes. El anciano Lamarck, relata
Arago, estalla en sollozos. ¿El geómetra estratega presentía
ya el invierno moscovita y la lluvia de Waterloo?

83
En am bos casos, la razón, p o r religión, por d erecho y por
ciencia, m anifiesta su desprecio p o r el tiem po que hace.

Tiempo mfcárneoy tiempo de las tormentas

Le Verrier, to d o el m u n d o lo sabe, d escu brió N ep tu n o,


en 1 8 4 5 , m ed iante cálcu los sobre las órbitas vecinas, antes
de poder observar, co n el telescop io, el nuevo planeta. S in
em bargo, to d o el m u n d o ignora que d ib u jó el prim er
mapa m e te o ro ló g ico , el 19 de febrero de 1 8 5 5 , gracias a la
instalación recien te del telégrafo eléctrico en las grandes
ciudades y al interés suscitad o por la e x p ed ició n de C ri­
mea. Por otra parle, cualquiera que haya navegado puede
h ab er recibid o anu ncios de tem pestad o avisos urgentes
para navegantes. T am b ién los in v en tó Le Verrier, y p ro n to
le im itaron en las prácticas de todos los países m arítim os.
D e la astronom ía del sistem a solar al clim a, el fam oso as­
tró n o m o pasó de la razón ca n ó n ica , la de la m ecán ica ra­
cional, a un cam p o de singularidades, en las que había que
resignarse a trazar mapas. Es un h ech o : de la d ed u cció n a
los atlas.
¿Y quién se ocupa de N eptun o en nuestros días, cu and o
las cadenas de televisión en tretienen, en tiem po real, a m i­
les de m illones de espectadores co n los mapas del tiem p o
anim ados? I.a previsión, la probabilidad, los flujos tu rbu­
lentos que ondean co m o banderas al viento o c o m o una
cortina de llam as, ¿han conqu istad o en el p ú blico tod o el
interés que han perdido la m ecán ica clásica y su determ inis-
m o, duro y perfecto, que antes le apasionaban? ¿U ltim a de­
rrota de N ap oleón , venganza de los b rujos ingleses? Esta
anim ación flotante del clim a, ¿se refiere a nuestra c o n c e p ­
ción del m u n d o, más que a las trayectorias de los planetas,
cuando la recta razón prefería, no hace m u ch o, las segundas
a la primera? ¿Vivim os por la m ovilidad im previsible, más
que en el orden tranqu ilo del cosm os? ¿N uestro D ios ju e ­
ga a los dados? ¿Por qué tien en tanto éxito esos m apas ani­
mados?

84
Todos losfilósofos escribieron
sobre los Meteoros

Desdi: A ristóteles, in clu so desde los Presocráticos, hasta


D escartes p o r lo m enos, nadie era digno del títu lo de filó so ­
fo si n o había escrito, precisam ente, sobre los Meteoros.
L eam os u n o de estos m apas m eteorológicos, tan frecuen­
tes en nuestros días; la ro ta ció n de la Tierra, ligada a los ca­
p richos de su relieve, fosas y prom inencias repartidos de
form a aleatoria, engendra en el aire unas turbulencias, algu­
nas de las cuales, co n la punta hacia arriba, giran en un sen­
tido, y otras, c o n la pu nta invertida, en el otro. E l S o l, por
otra parte, calienta y enfría, cu an d o desaparece, los mares y
ios con tin en tes, co n cadencias diferentes, los sólidos más
lentam en te y los líquidos m ás deprisa: esta desigualdad de
tem peratura d esencadena otras turbulencias, que aparecen
y desaparecen periód icam ente. Las masas de aire caliente y
las de aire frió que son responsables de los intercam bios de
tem peratura entre los polos y el ecuador, arrastradas p o r to­
dos estos m ovim ientos, se desplazan erráticam ente; cu an d o
se encu entran , su en fren tam ien to form a a su vez nuevas
turbulencias que el v iento, raudo, em puja hasta deslizarlos
entre los que anteceden, más am plios. Este c o n ju n to fluido
de circulaciones, ruedas im bricadas dentro de ruedas, se ase­
m eja, de cerca, al m u n d o que c o n c ib ió D escartes.
N ada de este filó sofo perdura en nuestros días: ni su teo ­
ría de las pasiones, burda, ni su física, de im ag in ación n ov e­
lesca, y m en os todavía su m éto d o , inú til, y sin em bargo nos
acordam os m u ch o m enos de aquello p o r lo que triunfa ver­
daderam ente y sigue vivo, este sistem a de to rbellinos, tradi­
cio n alm en te rid icu lizado, que de los preceptos débiles del
m étod o que la enseñanza perpetúa y repite, pero que nadie
u tilizó jam ás.
D esde en ton ces, desde aquel éxito m agnifico, ningún
o tro filó sofo se ha atrevido a escribir sobre los m eteoros.
¿Por qué? ¿Por qué esta suspicacia teológica y p o lítica en la
legislación inglesa? ¿Por qué el estallido de cólera del tirano

85
imperial? ¿Por qué este rechazo de la historia de las ciencias,
que olvida la mitad de las obras de Lamarck y de Le Ve­
rrier... como simula ignorar que la alquimia constituye la
parte más importante en volumen de las de Newton?
¿Cuándo renegó la razón del tiempo que hace? ¿Por qué los
filósofos ya no escriben sobre los meteoros?

Visióny videncia, prevery prevenir

La meteorología trata, dificultosamente, de prever el


tiempo que hará, a lomos de hálitos imprevisibles, aquí y
allá, mientras que la astronomía predice, con la exactitud de
un segundo, el tiempo de paso de los planetas. La palabra
previsión no entró en el vocabulario, culto o comente, del
francés hasta hace poco. Maupertuis fue el primero que la
introdujo, en pleno siglo x v ii i , por sólidas razones científi­
cas, nacidas, precisamente, de la mecánica racional: el dato
sobre una trayectoria o una órbita no deja duda alguna so­
bre las posiciones futuras de un bólido. Del tiempo y del
campo de la mecánica, y del sistema del mundo, perfecta­
mente determinista, a la totalidad de las disciplinas, conce­
bidas sobre su modelo, la previsión se convertirá, desde
aquel Maupertuis, en el criterio de cualquier éxito científi­
co. Time para la astronomía, weatber para el clima, la previ­
sión meteorológica no habla del mismo tiempo. El cronó­
metro mide, muestra y predice el primero. El barómetro es­
tima vagamente el segundo.
De esta novedad introducida por Maupertuis reniega
Voltaire, vengador del idioma, colocándose, no se extrañen,
desde el punto de vista de Dios: sólo Él, dice prevé en este
sentido, pues la ignorancia de la criatura la reduce única­
mente a prevenir; previsión sólo puede decirse de Él, que lo
ve todo, con juicio seguro, porque se beneficia de la ciencia
llamada de la visión, de donde saca el título y la función de
Providencia. El padre de familia, modelo del más sensato de
los hombres, sólo actúa y piensa con precaución porque, de
su destino, poco azaroso sin embargo, no entrevé casi nada,
pues está condicionado por el destino, el azar, la ignoran-

86
cía, su estrechez de miras. ¿Cómo resumir mejor las relacio­
nes entre la razón y la existencia, la deducción y el mapa?
Toda la cuestión se refiere al conocimiento integral o sim­
plemente fragmentado del futuro, pues la limitación de la
criatura sólo le deja adivinar una parte. Sólo el presente per­
tenece al hombre, el futuro total sólo a Dios. Voltaire le da
la razón a Napoleón. Y esta razón, teológica, científica, lin­
güística y experimental, a un tiempo racional y razonable,
inspira a los sabios y a ios prudentes. Así pues, mienten los
adivinos y Lamarck, como los hacedores de lluvia y los pro­
fetas del tiempo. ¿Hay que entenderlo de acuerdo con el
conocimiento integral de una órbita o de una trayectoria o
de acuerdo con el conocimiento fragmentado y azaroso del
clima y de los meteoros? ¿Dios preve también el tiempo?
¿Cuál de los dos?
Retrospectivamente, nos asombramos del retraso de Vol­
taire con respecto al científico, a pesar de que se le alaba por
haber introducido a Newton, es decir, la mecánica del siste­
ma del mundo, en la Europa continental. Nos asombramos
sobre todo de su elevación teísta, con respecto al mecánico-
astrónomo, que nunca se metió en el consejo ni en el len­
guaje divinos.

Sabery no sabir

¿Qué es lo que daba miedo en la previsión y la meteoro­


logía? Anticiparse al futuro, evidentemente; la ocupación
arrogante del lugar de Dios; el modelo de las turbulencias,
desacreditado por la victoria de los newtonianos sin duda;
el azar, el desorden caótico, con seguridad: la palabra me­
teoros pronto abandonó el clima y las nubes para pasar a
significar en nuestros días los bólidos o aerolitos, volviendo
así al territorio de la mecánica racional; de la probabilidad
en fin, aunque nadie recuerda ahora que significaba, en su
origen, lo que se puede probar, y no lo que se puede prever.
Dime lo que excluyes y te diré lo que piensas. Las cosas
expulsadas efe la ciencia, o de la memoria de la historia de
las ciencias, nos instruyen siempre maravillosamente sobre

87
lo que se da por sabido. Aquel o aquello que se expulsa nos
enseñan más cosas sobre los que excluyen que todos los dis­
cursos de estos últimos sobre ellos mismos. El elogio y la
publicidad de la ciencia canónica se llama, en términos no­
bles, epistemología. Durante tres siglos, los meteoros de­
sempeñaron el papel de excluidos de la epistemología, de lo
que no hay que considerar ni concebir como una ciencia.
El tiempo que es había excluido al tiempo que hace.
¿Cuánto tiempo? Hasta esta mañana: nuestra generación
aprendió en la escuela de Gastón Bachelard que teníamos
que atrincherar los elementos, aire o fuego, tierra y agua, los
componentes del clima, en los sueños o ensoñaciones de
una poesía vana y perezosa: por un lado, el saber canoniza­
do, la epistemología, la razón atenta al trabajo; por el otro
la imaginación, tolerada, con la condición que se quede en
el exterior, donde están el sueño y las humanidades, consi­
deradas oníricas. Colmo de la paradoja, había que repatriar
el mundo exterior, poderoso, de los ríos y los vientos, de las
llanuras y los volcanes, hasta la intimidad callada y sudoro­
sa del sujeto dormido- En regresión sobre la propia ingenui­
dad positivista, esta división reproducía la de Midielet,
cuya obra, por un lado, construye el monumento de la His­
toria, el trabajo de la razón en el tiempo y, por otro, se en­
trega al aquelarre y a la historia natural, mar o agua, monta­
ña y tierra, pájaro en los aires, o también meteoros. Pero el
anciano charlatán y lacrimoso por lo menos preveía que del
aquelarre siempre nace el saber futuro.
En ambos casos, ¿podemos describir mejor la ignorancia
de la Razón? De este no saber del tiempo que hace, de los
elementos, de la tierra mullida y de los fluidos calientes,
nace el sistema venidero, como Afrodita del fragor de los
mares.

De nuevo, sólidosyfluidos

El determinismo y el pensamiento piadoso del orden del


mundo ya no bastan para explicar esta partición. Lean ade­
más la propia epistemología, cuyo lenguaje no controlado

88
opone el rigor y la consistencia a los flatus voris, imprecisos,
difusos, confusos, nublosos, que sólo son la expresión del
viento. Al suscribir los razonamientos consistentes, las ba­
ses, sólidas y coherentes, resisten a lo impreciso, a lo nebu­
loso, o incluso a la horrible mezcla, no analizada: raras son
las citas notables en las que este último término no se
acompaña de un epíteto peyorativo. En las metáforas habi­
tuales en teoría del conocimiento o en ciencias cognitivas,
las distinciones sólido-fluido, separado-mezclado funcio­
nan, más o menos, como siempre ha funcionado la de la
luz y la sombra, lo puro y lo impuro, pero, si puedo decir­
lo así, con menos brillantez, de forma oculta y, por lo tan­
to, más eficaz. El epistemólogo se resiste a un sistema fláci-
do, o peor aún, viscoso.
El tiempo de la mecánica racional triunfa en el terreno
de la previsión, con la condición que no salgamos del régi­
men de los sólidos. Más difícil, más sutil, más antigua sin
embargo, como vemos en Lucrecio, la mecánica de los flui­
dos no puede demostrar todavía, en el siglo de las Luces y
del sistema del mundo triunfante, que los pájaros vuelan:
en una memoria olvidada, presentada en la academia de D i­
jon, D ’Alembert demostraba, con razones consistentes, que
no podían ni volar ni planear. El premio quedó desierto
aquel año, ya que los que demostraban que los volátiles po­
dían despegar del suelo se equivocaban en sus razones y los
que no se equivocaban demostraban que no volaban. Así
pues, en aquellos tiempos, si atendemos a la razón, queda­
ban en tierra o caían la paloma ligera de Kant y el volátil de
Minerva, en Hegel, en razón de la ignorancia (o del despre­
cio) de las turbulencias aleatorias del aire, que no obstante,
son las únicas que sostienen sus alas y hacen posible su vue­
lo. ¿Dependerá el Espíritu de lo que desdeña?
Felizmente, la ciencia va más deprisa que la idea que los
filósofos y los propios científicos se hacen de ella: he aquí
que, bajo las remeras .de los volátiles vuelven subrepticia­
mente las turbulencias, refutadas a Descartes y olvidadas en
Lucrecio, mientras que el epistemólogo no es capaz de se­
guir las audacias de la ciencia de la que habla. No bajan la
guardia los viejos tópicos que siguen discurriendo sobre

89
ciencias o conocimientos duros o menos duros, tras la ter­
modinámica de los gases y la teoría de las turbulencias más
o menos viscosas.

Circunstancias del mapa

Otro ejemplo, con otro fluido: hacia el final, magnífico,


de su Lección de Filosofía Positiva número veinticinco, Augusto
Comte se dedica a hacer un balance de la teoría de las ma­
reas. Tras recordar que Descartes fue el primero que obser­
vó la influencia preponderante de la Luna sobre este fenó­
meno casi periódico, Comte observa que la mecánica new-
toniana basta para explicarlo, pues las previsiones del
calendario de mareas pueden, al menos en teoría, remitirse
a las leyes de la gravedad: el tiempo que hace sigue dejando
sirio al tiempo que es-
Augusto Comte reduce pues a circunstancias el hecho de
que es una masa fluida lo que se encuentra entre las escar­
paduras de la costa, contingentes, en las que yacen los puer­
tos, que sirven de base para los cálculos numéricos. ¿Olvida
acaso que las palabras ritmo y onda ya significaron, en grie­
go y en latín, un flujo? Es como si la ciencia, su filosofía y
su historia temieran salir de la fase sólida, lo que sólo Berg-
son advirtió, oponiéndose al sistema positivista, basado en
la mecánica racional de los cuerpos consistentes... Pero se­
guimos resistiéndonos a construir un sistema desde nuevas
bases, porque este verbo y este nombre evocan cosas esta­
bles, porque son duras y coherentes. ¿Somos prisioneros de
nuestros hábitos lingüísticos? Pero mucho más del despre­
cio de las singularidades de hecho, que Comte relega al de­
talle de los mapas.

Centro del mal en el mapa del cielo

El término clima no tiene más origen que la inclinación,


sin duda la de la eclíptica. Ahora bien, esta última, precisa­
mente, pasó mucho tiempo, del Paraíso perdido de Milton

90
(X, 668-669) a Thomas Burnet y al abate Pluche, del ensayo
de Rousseau Sobre el omen de las lenguas a Sons dessus dessous,
novela de Julio Veme, bastante reciente, por un efecto ma­
léfico del pecado original, huella o síntoma del pecado en
el mundo, que hay que reparar, enderezando su eje; el in­
vento del punto vernal cambió hasta la forma tradicional
de la cruz, que antes se dibujaba en forma de tau. Ahora
bien, sin este quiasmo, no hay clima. Sí, esta inclinación
marca, en las trayectorias y las órbitas, que miden el tiempo-
time, el lugar en el que se decide el tiempo-weaéer. ¿La sinra­
zón climática se inclina, escorada, jamás derecha, como
marcada por la culpabilidad? Esta inclinación tuerce el sis­
tema. Esta sea quizá, en el orden universal del tiempo racio­
nal de la mecánica celeste, la razón profunda, astronómica
y ligada al destino, maléfica, de la legislación inglesa, de las
cóleras del Emperador, del asesinato cometido por Voltaire,
de los olvidos de la historia de las ciencias, de la ignorancia
de las lenguas y de las disciplinas: en esta cruz, un tiempo
se cruza con el otro. ¡Qué soberbia localización del espacio
por los tiempos!
El echarpe vaporoso de la atmósfera y el ropaje oceánico
de las aguas, es decir, el conjunto de la capa fluida y turbu­
lenta que fodea, como una circunstancia muy tenue, el sue­
lo movedizo y deformable de una tierra cuya movilidad
mullida aprendimos hace poco, rodando sobre un fuego ca­
tastrófico, incluidos los desiertos secos y los grandes bancos
de hielo, forman un sistema lo bastante estable, aunque bo­
rroso, para que la biosfera encuentre en él su acomodo y su
perpetuación, para que hayamos construido sobre él nues­
tras casas y para que nuestras especulaciones definan en él
unos climas relativamente regulares, para que nos entregue­
mos sobre él, desde el neolítico, a prácticas agrícolas, antes
de a algunos placeres arcádicos. ¿Seguimos pensando que
de la irregularidad viene el mal, si le debemos, además del
primer punto de referencia espaciotemporal, el mundo y
nuestra existencia?
Más que el científico, el campesino confia en los flujos,
con los pies plantados sobre la regularidad de la gleba visco­
sa, infértil si permanece invenciblemente sólida; nacido de

91
los torrentes de tierra, de las emanaciones del aire, de las
aguas y del calor comentes, el arte del cultivo juega con el
clima que mezcla los elementos y reina sobre los campos,
en los que las hambrunas y las vacas flacas aparecen más a
menudo que las cosechas abundantes: aquí el idioma nos
trae una triste queja, pues la palabra tempestad se construye
sobre la palabra tiempo. A la inversa, este sistema, aunque
estable, parece formidablemente variable, irregular, a menu­
do atravesado por catástrofes sin ritmo ni retomo previsi­
bles. A causa de los meteoros, plagas del cielo, temblaremos
de frío y vagaremos sin hogar, muriéndonos de hambre:
volvemos así a las angustias y los males de antes.

Victoriay derrotas, ahorroy despilfarro

La etimología describe los meteoros como los aconteci­


mientos del cielo que hacen alzar la cabeza y los ojos, y
cuya aparición y desarrollo transcurren allá arriba. Más alto
todavía, en el sistema astronómico del mundo, triunfa la
previsión matemática precisa. Más alto todavía, vuelve el
desorden suntuoso... El tiempo de los barómetros repta
bajo el tiempo de los cronómetros: se oponen dos sistemas,
uno fiable y racional, el otro imprevisible y capaz de male­
ficios. Tratamos de conjurarlos trazando, para interrogarlos,
los mapas meteorológicos.
La experiencia enseña que es difícil reponerse de las vic­
torias, mientras que los fracasos resultan estar llenos de en­
señanzas. De Kepler, de Galileo, de Newton sobre todo, de
sus éxitos incuestionables, no nos consolaremos jamás: el
mayor éxito al menor coste, tal es realmente una obra divi­
na. Más bajas en el cielo que las de la Astronomía, las regio­
nes de los meteoros son lo que le queda al pobre: fenóme­
nos inestables, fluidos, volátiles, sutiles y difíciles, sin abs­
tracción fácilmente accesible, obligando a recoger infinitos
datos, evidentemente privados de regularidades sencillas, re­
pletos de incertidumbres... es decir, el mayor coste de infor­
mación para unas previsiones raras veces confirmadas, bajo
la risa inextinguible del público.

92
Este es el no sistema por excelencia, lo inverso de la eco­
nomía, en el orden del mundo, como en el ahorro y la pro­
ductividad, Si el astrónomo griego se cae al pozo ante las
amables burlas de las jóvenes campesinas tracias, cae la nie­
ve sobre el meteorólogo que, la víspera, prometió el sol,
con gran cólera de los agricultores y de los veraneantes. To­
das las mañanas, el tiempo se estropea y los meteoros acu­
mulan errores, que parecen, aquí, menos irrisorios que las
relaciones disfrute-precio o inversión-beneficio. Tras la pre­
visión se oculta la economía, en el sentido más clásico de la
palabra: equilibrio entre el gasto y la adquisición. En este
sentido, ¿cuesta demasiado cara la Meteorología? ¿Es malig­
na porque despilfarra?

Previsiones

Tratamos de prever el tiempo que hará, localmente. Va­


rias previsiones se mezclan, dificultando eí ejercicio: clásica­
mente determinista, la primera se basa en la mecánica de la
atmósfera, los desplazamientos de los ciclones o depresio­
nes en el,conjunto de los engranajes de las turbulencias; la
segunda, ñiejor conocida, estática, conjetural y coyuntural,
tiene en cuenta una multiplicidad de factores, globales y lo­
cales, de información acumulada procedente de muchas
fuentes; en tercer lugar, tenemos en cuenta los cometidos
originales desempeñados por los grandes bancos de almace­
namiento, de intercambio y de transporte: desiertos, cas­
quetes polares y sobre todo océanos; estos reguladores fun­
cionan en medidas del tiempo diferentes de las dos prime­
ras. Empezamos a conocer un poco las interacciones casi
cíclicas de muy largo alcance que contribuyen, por ejem­
plo, a la aparición de la corriente del Pacífico que recorre las
costas def Perú. Si los meteoros se clasificaban entre los fe­
nómenos caóticos, podríamos considerarlos a un tiempo
deterministas e imprevisibles.
El tiempo que hace o va hacer es la suma del que va de
la causa hacia el efecto y el de las probabilidades, y algunos
otros que podríamos distinguir en abanico o bifurcación, li­

93
neal y circular; acumula por lo tanto los de Newton, Boltz­
mann, Bergson — determinista, entròpico y estadístico o
portador de novedades improbables— . Más, quizá, el del
caos. ¿El tiempo que hace es la suma de todo tipo de tiem­
pos mensurables? ¿Podemos comprender las estaciones, va­
riables pero constantes, integrando al menos tres tiempos o
tres medidas? Sin embargo, los sistemas mejor conocidos
suponen únicamente el primero.

Vuelta a ìa circunstancia

El sentido obvio y popular de la palabra circunstancia la


asimila a un acontecimiento fortuito, improbable o proba­
ble; así pues, el tiempo de las circunstancias se asemeja bas­
tante al de las contingencias imprevisibles: el puente Marie,
que antiguamente era el primero de París, rio abajo, se de­
rrumbó bajo el empuje de los hielos y la maleza que arras­
traba el Sena — ¿quién lo habría podido prever— y, dos si­
glos más tarde, el de los Inválidos lo imita. ¿Para cuándo el
tercero? Eso, dicen, dependerá de las nrc««stancias. Sin em­
bargo, este prefijo, circular, puede referirse a bucles regula­
dores; ¿existe un ritmo multisecular para la vuelta del des­
hielo? Finalmente, la raíz del mismo nombre es la misma
que la de sistema; estabilidad o invarianza fielmente descri­
tas por la ciencia y el tiempo deterministas: el hielo empu­
jado por el agua desestabiliza los pilares de los puentes. Los
meteoros mezclan los tiempos al igual que las circun stan­
dosi así forman pues un sistema.
La sincronía (la adición, la suma, la acumulación, el pro­
ducto, el arabesco, nudo, tejido o intercambiador, la com­
posición, la conspiración, la sirresis... qué sé yo) de estos
tiempos, cada uno de ellos muy diferentes, describe la men­
cionada circunstancia o el sistema tal y como yo lo entiendo.
No más complejo que otro cualquiera ni, en particular, que
los sistemas de la mecánica clásica, en número de elemen­
tos o de interrelaciones, se diferencia de ellos por esta sin­
cronía. Sin duda, los sistemas usuales y clásicos son senci­
llos y fáciles porque podemos definir sobre ellos un único

94
tiempo, o más bien la larga línea que Bergson, con razón,
reducía al espacio.
Nuestros organismos vivos conocen también la sincro­
nía de varios tiempos: newtonianos, se levantan y se acues­
tan con el sol, llevan en ellos unos relojes que se descompo­
nen en rápidos recorridos que cruzan los meridianos, mue­
ren, agotados, usados, cubiertos de amigas, de acuerdo con
el segundo principio de la termodinámica, pero, imprevisi­
bles, bergsonianos o darwinianos, a veces se reproducen en
pequeños hijos mejorados. Con la misma sincronía de va­
rios tiempos, el de nuestros cuerpos se parece al curso de los
meteoros.
De esta sincronía, difícil de captar, que traté ya de descri­
bir en Origines de ¡a Géométrie, utilizando la teoría de la per­
colación, sólo podemos decir una cosa: que existe y que de­
bería llamarse tiempo que, en sus expresiones originales,
significa, precisamente, esta alianza o esta suma, este estado
mezclado: podemos leerlas, efectivamente en los.verbos y
los nombres templar, templanza, temperamento, tempera­
tura, tempestad, intemperie, todas ellas palabras de la mis­
ma familia que el tiempo, elemental, que las compone y
que designan, efectivamente, una mezcla cuyo funciona­
miento o cuya imagen preceden, asocian y suman los dos
sentidos, cronológico y meteorológico del término tiempo,
único en los idiomas latinos y desdoblado en dos vocablos
separados en los idiomas germánicos: time o Z eity weather o
Wetter, idiomas qufe han olvidado o abandonado voluntaria­
mente esta unidad fuerte, de origen agrario.

Los cuadros de ¡os historiadores se animan

Si el tiempo del universo y de las vidas parece difícil de


captar, porque sus elementos, mezclados, se resisten a com­
binarse, ¡hasta qué punto el de la historia, cuya suma com­
bina el caos y las reglas de las cosas del mundo, las múlti­
ples evoluciones de los seres vivos, los intercambios entre
grupos, los circuitos económicos, monetarios, comerciales,
pesados y volátiles, las guerras, frecuentes, y la paz, tan rara

95
I

como la imprevisibilidad de las obras del espíritu... resulta


inaccesible, inextricable y complejo! Es admirable la inge­
nuidad de las filosofías que, en el pasado, pretendieron ex­
poner el sentido de la historia y explicar sus leyes. ¡Por la
suma infinita de las informaciones que supone y la misma
sincronía de varios tiempos, el de la historia parece mode­
larse más bien en función del curso de los meteoros!
¿Cómo podría nuestro adas animar los cuadros históricos?
Un conjunto innumerable de relacionespueden o no vincular en­
tre sí un gran número de hechos. aquí tenemos, al mismo tiem­
po, el problema de la historia, el de la existencia y el del
mapa. ¿Cómo concebir los tres, si no es como multiplicidades
innumerables de estados de cosas, vinculadas o nopor incalculables
cantidades de relaciones? Ahora bien, aquíy allá, crece, localmen­
te, el número de algunos vínculos, cifra que supera, en un momento
dado, un umbral determinado, de modo que comienza a cuajar
una masa más global o, si podemos decirlo así, nace o muere un
flujo; tenemos un tiempo, un sentido, como la captación de varie­
dades que serán legiblespara los historiadores. ..En los demás casos,
porque estas relaciones sonpoco numerosas, todo queda aislado, en
su localidad. Esta animación, ¿no hace pensar en la casa del
Horla o en un bosque meridional que se quema? O , más
lentamente, en una floración primaveral...
¿Qué adivino inimaginable podría predecir, en este cua­
dro, por dónde pasará un elemento de la oleada, cuántos se­
gundos o cuántos siglos permanecerá solo, bloqueado o
bailando tras una barrera y en qué momento, de repente,
pasada la transición de percolación, un torrente llameante
se lo llevará para allá, en relación global con todos los de­
más? ¿Mencionará su comportamiento caótico? Sí, los ríos,
el tiempo, el mundo y la vida percolan y, sin duda, también
nuestra alma, mezcla inesperada de recuerdos porosos y de
olvidos recuperados, para nuestros amores y nuestros sue­
ños, y la historia también, de la que se alza ahora el mapa
descifrable.
Entrelazado, complejo, numeroso, este modelo del tiem­
po de la historia debería parecer más probable y más sensa­
to que el que nos hace creer que sigue unas leyes racionales
muy sencillas y fáciles, que conoceríamos, sin duda, y do­

96
minaríamos, efectivamente, previendo sus resultados, si
existieran. Pero ¿quién, a la inversa, no ve que nuestros me­
dios tecnológicos de almacenamiento de datos, de simula­
ciones, de puesta en escena de mundos posibles... no hacen
imposibles estas animaciones? ¿Quién no ve cómo la razón
algorítmica se adelanta a la razón mecánica, y cubre, más
allá que esta última, las grandes multiplicidades que han
obligado ahora y siempre a expresar la existencia, a repre­
sentar al individuo y a trazar mapas?

Local, global

Contemos pues la historia de un pequeño elemento lo­


cal singular, de un átomo, de un grano de arena, de una la­
minilla líquida, entre el inmenso amasijo o mezcla de estos
múltiples confluentes. Pasa y no pasa: aquí lo tenemos,
efectivamente, bloqueado, móvil e inmóvil, aprisionado en
una turbulencia, tras una represa o una roca fría, dando
vueltas como una ardilla en una jaula estrecha o como Vier­
nes en su isla, y de repente, se ve arrastrado por una trom­
ba, a diez, cien kilómetros de allí; se hace a la mar, visita la
tierra entenv, vuelve... deambula erráticamente. Al cabo de
su recorrido, tropieza con obstáculos o con obstrucciones;
se vuelve a marchar, siguiendo una prolongación infinita:
¿Visitará el globo? ¿Qué plano local traza en sus primeros
recorridos y qué mapa global o mapamundi en el segundo?
Es com o el vuelo de una mosca: pasa en zigzags apresu­
rados, entrecortados, discontinuos, cambia de rumbo de
forma imprevisible, cruza de repente toda la habitación, de
un extremo de la sala al aparador más alejado, en trayectos
breves, medianos o largos, com o si decidiera tirando los da­
dos, se detiene, gira ampliamente sin alejarse demasiado,
tropieza con obstáculos cercanos o contiguos, cristal, espe­
jo, lámpara, mesa, trepida en una jaula, da vueltas en una
pequeña isla, vuelve a partir... y ahora se escapa por la ven­
tana abierta. Si entra por sorpresa en una automóvil o en un
avión, se encontrará en el otro extremo de la Tierra, donde
recomenzará su danza que creíamos alocada, pero que ex­

97
pone, maravilla de las maravillas, la razón y la sabiduría del
mundo. Sí, define realmente, aquí y ahora, lo local, dibu­
jando, con su vuelo, sus fronteras, teje un islote singular, pa­
rece quedarse en este nicho escogido, pero de repente, se
lleva sus noticias de este lugar particular hacia horizontes
inesperados y lejanos, donde se pone de nuevo a tejer, ani­
dar, hilar un lugar original... hasta que se vuelve a marchar.
Se localiza, y se deslocaliza también. ¿Qué tela invisible
teje, qué red, qué mapa está trazando?
El adas mismo. Zumba ampliamente alrededor del Sena,
corre hasta Aquitania, entre los frutales en flor, a Kioto,
para construir un modesto columpio, irritante o tranquilo,
dependiendo del clima, da la vuelta al mundo siguiendo los
alisios, traza pacientemente los planos de los pliegues de la
vida, de la habitación y de la casa, se vuelve a marchar en
busca del yeti alrededor del Everest y del Madablam... escri­
be el libro que está leyendo usted, lector activo y trabajador,
que haría mejor en entregarse a la pereza, tumbado en el di­
ván y siguiendo con los ojos el caprichoso trayecto. La mos­
ca y este libro tejen conjuntamente lo local y lo global, re­
buscando intensamente las localidades singulares, las cerca-
mas finas y las proximidades delicadas, lugares particulares
cuyo alejamiento garantiza el alcance global del viaje. Me­
diante prolongaciones breves o más largas, discretas o con­
tinuas, la mosca, el grano de arena o el elemento acuático
en la comente construyen el universo lugar a lugar, como
las palabras de este libro.

Atlas de los caminos del método

Su método, y por esta palabra hay que entender su reco­


rrido, su ruta, su camino, el dibujo de su trayecto, su méto­
do, decíamos, inesperado como la inteligencia, brusco y ra-
.pido como el entendimiento, nunca sigue ni la línea recta
ni ninguna curva prevista de acuerdo con una ley previa,
porque la estupidez, repetitiva, siempre es previsible, sobre
todo cuando parece racional, pero por el contrario, enmara­
ña y desenmaraña las madejas complejas y embarulladas,

98
arabescos de nudos y de bifurcaciones que de repente se
empiezan a asemejarse a un tapiz visto por detrás: lugares
singulares exquisitos y muy diferenciados que se mantienen
unidos por un trabajo global, porque es local, extenso por-
ue está anudado. El método anuda lugares cercanos y los
3 istribuye en la lejanía.
El trayecto de este elemento de flujo en el río, de la mos­
ca viva, de un acontecimiento histórico, se parece al de Her-
mes o al de los Ángeles que pasan. Estos últimos vuelan así
para llevar a todas partes la buena nueva, local y materiali­
zada, del amor al prójimo, cercano, vecino, y no obstante
cruzan todo el espacio a la velocidad del pensamiento.
i Cóm o, cruzando en línea recta el bosque, podría Descar­
tes trazar su mapa?
Curiosamente, estos caminos caóticos son más sencillos
de practicar que de definir. Un trabajo, unos actos, algunas
operaciones concretas, producen estos arabescos de forma
sencilla y fácil.

Piano sokre el bloque de masa depan

No lo'olvidemos, estos movimientos en el espacio cons­


tituyen el tiempo, es decir, la mezcla. ¿Qué es la mezcla?
No lo sabemos demasiado, pero la fabricamos cada día. Por
ejemplo, amasamos la masa del pan.
La transformación del panadero repite la operación más
sencilla que se llama, en geometría, automorfismo: repliega
sobre sí mismo un cuadrado, previamente estirado, una vez
en el sentido de la altura y la siguiente en el de la anchura,
manipulación que el panadero repite, sin misterio alguno, y
que permite relatar, de nuevo, desde un punto cualquier del
cuadrado, la misma historia que la de la mosca o del ele­
mento de la corriente. A pesar de la simplicidad del replie­
gue — ¡un pliegue para las dos palabras!— , todos los puntos
en cuestión, todos los granos de harina, de sal y de agua
mezclados, se ponen a errar de forma caótica e imprevisi­
ble, por toda la extensión de este pequeño cuadrado de es­
pacio o de masa. Ahora están bloqueados en pequeñas pro­

99
ximidades, por mucho tiempo, ahora se ven lanzados, de
repente, de un extremo a otro del volumen viscoso: ocupan
lo local, invaden lo global, ahora están en otros lugares ines­
perados, que tejen a su vez, ahora se han marchado a otra
parte. ¡Qué magnífica representación animada de historia,
de geografía, de meteorología!
Porque lo global, el globo, la bola de masa, se amasan
mejor, son más homogéneos cuando los diferentes puntos
de la masa han consumado sus diferentes deambulares caó­
ticos, fuertemente diferenciados: esta experiencia común,
¿no trastoca las uniformidades que nos enseñó la razón clá-
sica?
Sí, la inmensa e inesperada, razonable y racional, eviden­
te pero oculta, sabia e ingenua lección de la mosca, del
Ángel, del punto o del átomo de harina nos enseña que
para unificar una globalidad homogénea, tienen que m o­
verse caóticamente múltiples pequeños lugares diversos. Al
desplazarse, ¿lo diferente fabrica materia universal?
Sentado ante el hom o, Heráclito olvidó poner las manos
en la masa del pan; tumbado ante la mesa del Banquete,
Sócrates nunca mezcló las salsas, ni Montaigne ni Apolli-
naire navegaron jamás sobre los ríos que no veían fluir.
Ocupados en pequeños dioses o en amores privativos, los
unos y los otros desplazan el mundo concreto de las singu­
laridades al fondo del decorado. Una de dos: o se llega a un
concepto universal como en el teatro, en palabras y sin he­
chos, o se encuentra luchando a brazo partido contra la co­
rriente; aquí, un trabajo local, humilde o manual, mezcla la
masa, para que este amasado dé a cada grano tantas posibi­
lidades de quedarse en su entorno durante mucho tiempo
como de pasar lentamente a las zonas contiguas, o de visi­
tar rápidamente todos los confines.
¡Noticia maravillosa y asombrosa! La mezcla, el amasa­
do, ejercido por el panadero crea materia sencilla global
con materia compleja local, y a la inversa; unidad, en bola,
con diversidad, en granos; regularidad, con irregularidad;
un orden bastante liso con movimientos desordenados, ge­
neralidad con caos, hechos previsibles con inesperados, lo
universal con singularidades.

100
Así la mano de Spinoza pulía los cristales de las gafas,
más finamente pulimentado cuando el movimiento abrasi­
vo de la palma de su mano bailaba sin regularidad, para des­
gastar los defectos estocásticamente repartidos por la super­
ficie del cristal; así la cuchara de Bergson, para disolver el
azúcar y dar una idea de la duración, al hacer bailar caótica­
mente los átomos, garantizaba la homogeneidad del agua
azucarada. Filósofos: ¿vuestra mano sabía hacer lo que ig­
noraba vuestra razón? Ahora el caduceo, brazo mezclador
rodeado de remolinos enlazados, el ángel de edades anti­
guas, Hermes, que hay que imaginar turbulento, pasa des­
cribiendo, sin duda, una trayectoria tan errática y capricho­
sa como los puntos de esta mezcla. Y los Ángeles, alborota­
dores, pasan o vuelan como moscas y átomos, tejen así el
Universo de la ubicuidad divina. ¿Por qué caminos llevan
los mensajes a todas partes? Por las rutas del caos. Así, para
la mezcla, el conjunto de los granos teje los lugares y el Uni­
verso: mediante cambios caprichosos del ahí, los seres de
ahí y de fuera de ahí conforman lo global.

La plancha de billetes

De paso, precisamente, detengámonos un momento en


la palabra: boulanger, panadero, caja negra que contiene her­
mosos secretos. Abramos el pequeño hom o: eí panadero,
boulanger, fabrica el pan en bola, boule, y lo consigue me­
diante movimientos bien definidos que la ciencia comien­
za a describir, pero que el habla popular, adelantada sobre
las cultas, como suele suceder, llama moverse, bottger. En la
caja, hay una palabra que se repite y lo dice todo: Pourfaite
la boule, ce boulanger bouge. ¿Con qué movimiento? Exacta­
mente, el que se observa en un líquido que hierve, bouf. la
misma palabra está de vueita. Describa el movimiento de
las burbujas, bulles, en el caldo, bouiUon, y habrá dicho la
cosa y la idea, recorriendo el área semántica de la palabra
popular. Genialmente, describe la ebullición, que con el tra­
yecto de las burbujas que bullen constituye la bola unitaria
y global.

101
Para acceder, dibujando determinados movimientos, al
globo del Mundo o al global, en general, utilicemos esta pa­
labra del hablar sencillo. Además, la palabra billete, común
en la banca y en las finanzas, tiene su origen en la misma fa­
milia y remite a la misma descripción: ¿cómo fabricar un
universo homogéneo a través de la economía y de los inter­
cambios de dinero, sí no es con los movimientos, idénticos,
de los billetes de banco? ¿Cuántas veces da cada uno, de
mano en mano, la vuelta al mundo, después de haber per­
manecido encerrado en una cuenta oculta o en un discreto
calcetín enterrado, moviéndose también como un átomo,
una mosca, un grano de harina en la masa, un Ángel, Her-
mes... una burbuja en ebullición? ¡Es volátil, así pues, el di­
nero, desde la primera invención de la moneda.
Con sus manos, el panadero traza los caminos de un mé­
todo sencillo, concreto, y muy poderosamente abstracto,
científico o racional, pero previsto y descrito por el habla
común.

Piano de construcción: una palabra desadaptada

Una fluidez, general y variable, condiciona estas diferen­


tes construcciones de universos, o aquellas en las que inci­
den prácticas relativamente recientes, más bien panaderiles.
Sin embargo, el término construcción designa demasiado el
trabajo con los sólidos, piedras de albañiles o bloques de los
diques portuarios, para damos en este caso una imagen fiel.
Las revoluciones industriales separaron nuestros trabajos,
cálidos, de estos transportes fríos y así nos acercaron a las
formas naturales de la Tierra. Nuestras técnicas, efectiva­
mente, acceden al universo global, gracias al recorrido de
elementos locales por un fluido cálido y un entorno visco­
so: el propio Universo se hace así en la meteorología, por
ejemplo. La contaminación marca con sus manchas este
acercamiento de nuestros trabajo y del tiempo que hace:
nuestras costumbres y nuestros abusos utilizan las mismas
prolongaciones, para alcanzar la misma dimensión que la
naturaleza.
Com o las antiguas técnicas de construcción se asentaban
sobre cristales o piedras, que nos parecían casi invencibles,
en lugar de tomar las rutas, que acabo de llamar metódicas,
hacia el universo, estas prolongaciones iban de un lugar a
otro por caminos sencillos y fáciles: sin trabajo de expan­
sión global, métodos con caminos rectos, rígidos y termina­
dos, sin contaminación. No se trataba en absoluto de lo
concreto, sino de una de sus partes, de los sólidos. ¿Hacia
dónde cree que se podría expandir una roca?

Dibujos de h concreto

Antiguamente, y en su origen, el adjetivo concreto, un


tanto alquímico, servía de equivalente a viscoso: opuesto al
fluido ligero, designaba los líquidos de consistencia espesa;
los perfumistas siguen hablando de «un concreto de rosa» o
un «concreto de jazmín», para el producto, relativamente
solidificado, obtenido mediante extracción de los princi­
pios olorosos de los vegetales. La raíz de la palabra expresa
el resultado del crecimiento (crescere) de varios elementos
colocados juntos (cum) para desembocar en otro cuerpo.
¡Diñase 5I producto de una reacción química! En suma, su
verdadero sentido le acerca a la dinámica de las mezclas.
Este crecimiento se asemeja a una especie de prolongación.
Ahora vivimos en lo concreto, en el sentido más claro y
más profundo de esta palabra, en la que el crecimiento de
elementos mezclados produce una nueva realidad, univer­
sal, mediante expansiones y prolongaciones imprevistas. En
este sentido, sólo la confluencia es concreta. El universo se
teje con estos nudos movedizos, pero al mismo tiempo,
nuestros trabajos cálidos y viscosos aceleran el crecimiento
hacia este universo. Estas mezclas hacen crecer, juntos, ele­
mentos diferentes. Estos caminos, cruzados, de crecimien­
to, se dirigen hacia el universo.
Así la distancia inmensa entre esta nueva concepción de
lo universal y la antigua que, inspirada del mundo vacío y
homogéneo de la mecánica racional, consideraba un espa­
d o transparente en el que reinaba una ley única, la de la luz

103
o de la fuerza del Sol: nada nuevo bajo su yugo. Se aseme­
jaba a un imperialismo. A la inversa, tomemos como
bandera de la mía el amor, cuyas delicias hacen crecer jun­
tos a dos seres.

De losplanos al mapamundi

Vuelve, curiosamente, una física estoica en la que conspi­


raban todos los flujos, en la que se cruzaban, en secuencias
causantes y causadas las cadenas de la determinación, o in­
cluso las turbulencias. ¿Por qué se abandonaron los ciclos?
Por razones de segmentación. En el sentido de la experi­
mentación en laboratorio, la experiencia exige, efectiva­
mente, que las variables, exigencias y circunstancias se en­
cuentren precisamente aisladas para la medición o para el
establecimiento de una sola secuencia causal.
Estos cortes imitan maravillosamente los bordes de los
sólidos invencibles. Por el contrario, en cuanto que la expe­
riencia aborda los estados gaseosos, aéreos o viscosos de la
materia, la demanda de segmentación cambia y se transfor­
ma, pues las cadenas, largas, se prolongan muy lejos, y son
difíciles de cortar sin cambiar el fenómeno, pocas veces lo-
calizable. De este modo, desde los inicios de la termodiná­
mica se plantearon verdaderas preguntas sobre los sistemas
abiertos, cerrados o aislados, de sus paredes, porosas o aisla-
bles, y de sus intercambios. La razón clásica se escapaba, en
el sentido de un recipiente que pierde o de su contenido
que se expande. Venus de Prometeo, el fuego y el calor
abrían una antigua y nueva caja de Pandora. Lejos de la me­
cánica racional, estos trabajos suscitaron una racionalidad
nueva, o trajeron de vuelta una razón antigua, de la que
procede, al menos de lejos, el Universo que nos ocupa y
que contribuimos a modelar.
Los mapas meteorológicos, sus turbulencias, sus tempes­
tades y sus pretensiones de predecir el tiempo local, aquí o
allá, se asemejan a modelos de física olvidados demasiado
pronto. Por mezcla y percolación, el sistema climático del
tiempo mxmáiú-’wedtber ofrece el más hermoso de los mo-

104
délos del tiempo -time, que antiguamente entendíamos y
medíamos únicamente con ayuda del sistema del mundo y
del planetario de bolsillo que llamábamos cronómetro;
pero también el más seguro ae los modelos del universo. El
planeta se asemeja a una bola de masa que amasa el pana­
dero. De esta arcilla, blanda y variable, fluida y volátil, im-
predecible y bastante estable, sí, de esta pasta de modelar
surge el más hermoso y el más verdadero de los modelos.
Una vez más, la lengua ofrece, en un momento inespera­
do e interesante, varias sorpresas sutiles. Pariente de la ar­
quitectura, el término sistema se adapta tan mal como la pa­
labra construcción a los pensamientos que hoy nos ocupan.
Al contrario de la palabra concreto, tomada en su origen, o
del modelo viscosamente modelado, supone en efecto que
algunas cosas permanezcan juntas, de forma constante y es­
table, sólida. Más valdría pues abandonarlo, en razón de su
estrechez; confluencia concreta le saca muchísima ventaja.
Así el Universo modela su unidad mediante innumerables
vertientes, diferente de los sistemas anteriormente conoci­
dos o construidos.
¿Qué hay de nuevo bajo el sol? No sólo el tiempo, sino
también una distribución global, un universo único y repe­
tido sin ¿esar, en sus variaciones. Los caminos de lo local a
lo global no se parecen en modo alguno a la extensión ho-
motética en un espacio-tiempo vacío, en el que lo minúscu­
lo imite a lo inmenso y lo grande se reduzca a lo pequeño
hinchado, ni a una cadena lineal de causas y efectos. Efecti­
vamente, cambiamos de escala cuando pasamos de aquí a
allá y, sobre todo, de estos lugares diversos al universo, pero
empezamos a conocer y a poder describir estos cambios y
tránsitos. Por esta razón he querido precisar con qué líneas
la filosofía de nuestros días redacta sus atlas y en qué dibu­
jos universales desemboca.

Del mapamundi a una red de informaáón


Estas reciprocidades fluidas se mezclan o amasan con
tanta perfección que pocos lugares ignoran el estado co­
rriente de los demás: se informan a través de los mensajes

105
que transportan esos flujos cruzados, en los que las sustan­
cias funcionan como soportes de información: esta última
se desliza, a su vez, corre, pasa, percola, unifica. Las ciencias
naturales o experimentales aprenden a leer, en estos sopor­
tes sustanciales, fluentes y mezclados, parte de la informa­
ción que en ellos se encuentra mezclada, codificada, impre­
sa o escrita. ¿Como nuestras técnicas pesadas y ardientes,
como Prometeo, nuestras tecnologías del espíritu, a la ma­
nera de Hermes — codificaciones y descodificaciones, escri­
tura, imprenta, transmisiones...— , imitan también la natu­
raleza? Las inteligencias individuales, colectivas o artificia­
les, ¿imitan a un Universo inteligente?
Así pues, que cambie la canícula en el desierto central de
Australia; trepidarán los vientos, normalmente regulares, a
lo largo del Ecuador; y así, puede aparecer la comente del
Niño, cuyo curso deshace el clima del Perú y cuyas varia­
ciones contribuyen a la formación de los ciclones, en el
Caribe, en el golfo de México, afectando a la corriente del
Golfo: de este modo, el tiempo de Bretaña cambia, es de­
cir, el de Copenhague y el de San Petersburgo. Pero ¿dón­
de van los vientos del Ural? ¿Por qué redes todavía desco­
nocidas llegan a los calores australianos? De fuego, de aire
o de agua, estas corrientes, cuya circulación se asemeja a
aquellas que describieron los antiguos estoicos, llevan nue­
vas de Alice Spring ante las islas del Poniente: el mensaje
codificado no se deja descifrar con facilidad, pero empeza­
mos a leerlo. ¡Frente al cabo Saint-Mathieu, debería infor­
mar a los primeros franceses de paso de lo que ocurre en
las Bahamas.1
Los elementos volátiles, mezclados, forman los soportes
materiales para una información, más volátil todavía y cuya
mezcla o modelado coadyuva, más todavía, a la formación
del Universo, que todo este concreto hace crecer. El mensa­
je lógico forma parte del río material y nace de él: levantáos,
tormentas deseadas... Afrodita, belía y desnuda, emerge de
las ondas, el Verbo nace de la carne del mundo y, como
contrapartida, lo crea como Mundo. Y como la informa­
ción es proporcional a la rareza, el azar milagroso colabora
en la inteligencia.

106
Curiosamente, el mapamundi de la meteorología prepa­
ra para construir nuestras redes de comunicación, para uti­
lizarlas, para concebirlas; aquí y allá, los mensajes que tran­
sitan parpadean de la misma forma.

Vivir, habitar, pensar

Fluentes, viscosos, inestables, caóticos quizá, los meteo­


ros ofrecen a los filósofos modelos más fuertes y más finos
ue la arquitectónica clásica, unida a los sólidos, fija, pesa-
Í a, pobre y tonta: para destruirla, basta el menor seísmo, a
veces, pero ¿qué es la desconstrucción de la meteorología,
que incluye los terremotos, tifones y maremotos? ¿Qué pa­
nadero colosal golpea, rompe, amasa su masa? Es un siste­
ma que queda globalmente estable, resistiendo a las inun­
daciones diluvianas, avalanchas bajas y ciclones amplios,
erupciones y sequías, el conjunto de las catástrofes natura­
les; en equilibrio pues, al menos relativo, por los movi­
mientos más lentos o los más repentinos, los más suaves y
los más violentos, regulares, desordenados... por las des­
trucciones más decisivas y profundas, telúricas, volcánicas,
transgresiones y glaciaciones... por desgastes más que len­
tos y rupturas brutales; estable por variaciones duraderas,
incluso de varias variables; casi determinista por todos los
azares posibles.
Y por estos obstáculos, la información pasa.
Por la larga historia de las ciencias del equilibrio, por sus
aclimataciones progresivas de todos los movimientos y de
todos los desequilibrios que conservan no obstante una in-
variancia residual, ¿existe una organización más completa,
más flexible y, a fin de cuentas, más resistente y fuerte? ¿Se
ha visto nunca base tan amplia para desviaciones tan mons­
truosas? ¿Se puede concebir mejor economía? Encontra­
mos todos los invariantes por variaciones ya localizadas; to­
dos los fenómenos antisistemáticos combinados parecen
darse libre curso y, no obstante, convergen en constantes
suficientes para que hayamos sobrevivido a ellos, al menos
hasta ahora, y para que hayamos construido, desde hace mi­

107
lenios, nuestras moradas, cavernas, chozas, casas de piedra,
madera dura, tiendas volantes, pabellones... cuyos pliegues
se estremecen en los imprevistos de los huracanes y las cir­
cunstancias caóticas de la historia, y desde donde escucha­
mos, fuera, algún germen de palabra y de conocimiento del
mundo.
Si bien la vida no se puede concebir sin el tiempo, el
modelo general del deslizarse, continuo y discontinuo,
que muestran los meteoros, proliferando, bifurcando, per-
colando sin cesar, mezcla de aleatorio y de necesidad, mu­
cho más flexible y pertinente, en sus multiplicidades, que
el modelo lineal, continuo o discontinuo, de una tradi­
ción más consagrada a medirlo que a describirlo o expli­
carlo, es adecuado para la evolución de lo vivo. Las espe­
cies, efectivamente, percolan: dependiendo de que algu­
nas variables permanezcan bajo el umbral de transición
de percolación o lo superen bruscamente, aparecen o no.
Esta solución, en la que el tiempo de la vida, se adapta al
del mundo, ¿es la suma del darwinismo, que opta por los
saltos discontinuos, propios del organismo, y de la de La­
marck, amonestada sin razón por el Pequeño Cabo, ya
que la meteorología interesaba en primer lugar al biólogo,
que describe las transformaciones continuas de acuerdo
con las circunstancias naturales, exteriores a dicho orga­
nismo?
Sí así fuera, se abriría un tiempo realmente universal, ya
que las cosas inertes lo modelizan, los seres vivos en él vi­
ven y pasan, ya que la historia podría entenderse por él,
pero también porque encierra la duración física y la inven­
tiva en el pensamiento, imprevisibles y chispeantes de nove­
dades.
Antiguamente condenado por los guardianes del orden y
los contadores del tiempo, el sistema — ¿podemos seguir
llamándolo así?—■, el sistema peor en apariencia — e inclu­
so portador de la huella del mal— , porque es blando, fluen-
te, azaroso y caótico, se revela, en realidad, como el mejor
y el más adaptado a la vida, y el más impensable nos ofrece
el modelo más poderoso del pensamiento o de una inteli­
gencia ligera, flexible, trágica y formidable.

108
Dejadme al menos soñar, ahora, con un entendimiento
del Mundo: en el mapamundi del tiempo, en los mapas de
los caminos metódicos que a veces se dibujan, en los ara­
bescos que surgen de los seres vivos, en los cuadros anima­
dos de la historia, incluso... tiembla su electroencefalogra­
ma, como hace el nuestro, caótico, imprevisible y regulado.
Por esta razón, objetivamente trascendentales, todas las co­
sas son comprensibles.
¿Podemos visitar en detalle este entendimiento? Más fá­
cilmente que el nuestro, en realidad. El universo muestra al
descubierto inmensos yacimientos que se asemejan, curio­
samente, a lo que se decía antiguamente de las facultades
del sujeto: los casquetes glaciares, desiertos y océanos, gi­
gantescas masas de hielo, de sequía o de agua, funcionan
como memorias, bancos, retención y regulación de esta in­
formación que los ríos generalizados reciben, intercambian,
emiten y clasifican, como por la inteligencia actual. Y como
todo flujo reacciona ante cada cosa ¿podemos seguir ha­
blando de sensibilidad? Comparemos ahora estos yaci­
mientos y estos ríos con nuestras técnicas, duras, y tecnolo­
gías, blandas: con nuestros códigos, esculturas, escarifica­
ciones o escrituras sobre soportes; con las representaciones
y con las-,imágenes en las pantallas... con la inteligencia, con
la memoria, con la imaginación... artificiales. ¿No le parece
que hacemos las cosas menos bien que el mundo? ¿Qué le
parece que somos en comparación con él? En fragmentos
dispersos en el universo de las propias cosas, pero también
en nuestra fabricación de herramientas groseras o refinadas,
yace fuera de nosotros el antiguo sujeto, o al menos su inte­
ligencia. Del mundo a las redes, prolongamos el mismo di­
bujo.
Pero ¿qué se movía hace un momento? ¿Un átomo de
harina, un elemento de flujo, la mosca... o Guyon, el narra­
dor del Moría, explorando detalladamente el espacio de su
morada inmemorial, antes de lanzarse a los caminos forá­
neos, o el que pasaba de pronto de los vergeles de su tierra
natal, a las primaveras lujosas del otro lado del planeta?
a-

109
é Volver a escribir sobre los meteoros ?

Nada más empezar el siglo, un erudito, dicen que muy


sagaz, escribió que la modernidad empieza cuando la filo­
sofía deja de hablar de los Angeles. ¿Qué ciencia, qué sabi­
duría se anuncia cuando estos mensajeros reaparecen para
entretejer, recorriendo nuevos caminos, un Universo que
conspira con alientos y redes? La filosofía contemporánea,
con seguridad, empezó cuando dejó que las ciencias asu­
mieran el riesgo de describir los Meteoros en su lugar. ¿Qué
filosofía podemos esperar cuando retumban de nuevo,
atruenan, soplan y acarician, chorrean y percolan, modelan
un mundo y graban los itinerarios de un método sobre el
atlas del tiempo?

110
Propagaciones
¿Qué hacer?
1

Espacios virtuales

TR A BA JO S

El sentido de dos palabras

A la pregunta: (q u é hacer? los idiom as ind oeu ropeos res­


po n d en utilizan d o dos o tres térm inos diferenciados: el tra­
bajo \travail\, térm ino qu e se u tiliza tam bién en francés
para el potro, antiguo instrum ento de tortura, constru cción
cú bica con vigas a escuadra, que solía tener tres pilares, al
que se ataba a los anim ales, caballos o bueyes, para herrar­
los; el trabajo decíam os, p o r el que servilm ente o teúrgica-
m en te ob ligad os, sudam os, sufrim os y nos deslom am os, se
com para c o n la labor \labeur\, pen o sa y paciente, para dife­
renciarlo de la obra \(>í'uvre\, liberal, personal y productora;
el inglés con algunos m atices diferentes pero un a intención
similar, separa work de ¡abour, o el alem án Arbcit de Werk.
D e la m ism a fam ilia, obra, work y Werk se construyen sobre
un origen griego, fácil de identificar en la palabra energía, o
en el erg, que es un a de las unidades de la m ecánica.

D r a m a un i r ü s a c t o s

N ecesitaríam os m u ch o tiem p o para resum ir aquí las m ú l­


tiples historias de estas dos o tres palabras, de las realidades
que designan o q u e ocultan, y de los hom bres, de las muje-

115
res o de las clases que convirtieron en libres o serviles. Un
interés de la historia reside en el estado actual de la cues­
tión: nos volvemos hacia los capítulos anteriores, cuando la
evolución actual, violentamente, se bifurca e inquieta. En­
tonces nos acordamos de plantear la pregunta: ¿cómo y por
qué hemos llegado hasta aquí? Y ahora, los trabajos y las
obras se transforman con rapidez, así como sus condiciones
generales, y los problemas que plantean estos cambios glo­
bales no nos dejan tranquilos, ya que suponen una revolu­
ción considerable de las costumbres y de las sociedades, de
nuestro planeta mismo y de la humanidad.
Desde la óptica del drama presente, ¿nos preguntamos si
seguimos trabajando, por comparación con nuestra propia
infancia, campesina o fabril, fuera, con el pico y la pala?
Sentados dentro y a la sombra, nos reunimos, charlamos,
llamamos por teléfono, viajamos mirando desfilar el paisa­
je... ¿Quién de nosotros acarrea materiales pesados o bate
duramente el metal al fuego de la fragua? Cifras precisas
anuncian que obreros o trabajadores, en función de que se
apliquen a la obra o al trabajo, los cuellos azules, como di­
cen nuestros amigos ingleses, han cedido casi todo el terre­
no a los cuellos blancos. ¿Qué es lo que hacen estos últi­
mos? ¿Trabajan realmente, en el sentido que la historia
daba a esta palabra?

Planes de arquitecto, diseños industriales

Sus relatos describen una serie de símbolos. ¿Recuerdan


las Cariátides que sostenían las columnas en los templos
griegos, antiguas figuras de mujer o de hombre, llamadas
Adas o Telamón, musculosos, resistentes y pacientes, ami­
gos de las formas y del equilibrio? Gracias a la geometría y
a la estadística, el albañil y el arquitecto, sobre planos de tra­
zado riguroso, realizados en piedra, transmiten esta carga
corporal o esta contención inmóvil a objetos que no se
apartan entre ellos de la vertical: los cimientos sostienen los
muros que soportan las vigas en las que se apoya el arma­
zón, etc. Labor primera o fundamental, obra estable que re­

116
siste al tiempo y a su erosión; en suma, trabajo de origen
para obra perenne.
Segunda imagen: a través de los países del Mediterráneo,
con su maza al hombro, golpeando con ella a diez mons­
truos o utilizándola de palanca, Hércules, semidiós de los
grandes trabajos, pidió ayuda a Atlas que sostenía el cielo
para que le ayudara con los remos del barco que salía hacia
el jardín de las Hespérides. Al movilizarlo, lo pone a traba­
jar: la historia se bifurca, pasando de la obra puramente es­
tática al trabajo cinemático, en movimiento, o a la dinámi­
ca de una transformación: nadar para que avance el barco,
limpiar los establos de Auejas... Ya se van de viaje, a sudar
para que el paisaje vaya desfilando: remando duramente,
entre Atlas y Telamón, Hércules labra las olas del mar.
En lugar de describir el cortejo de las ciencias mecánicas:
equilibrio, desplazamiento, fuerza, tiempo, potencia, ener­
gía, en las que volvemos a encontrar los ergs del principio,
¿por qué estas imágenes y símbolos de héroes o de antiguos
dioses? Porque las imágenes de la leyenda son más verdade­
ras que la historia, incluso que la de las técnicas.
Atlas sostiene, Hércules transforma las cosas. Decimos
que sus trabajos son duros y fríos: el labrador, el tejedor, el
tallador,‘¡el arquitecto, el albañil, el marinero a la vela o al
remo no suelen utilizar el fuego. Desde la revolución indus­
trial, la fragua pasó a primer plano. Nueva bifurcación: la
transformación ardiente de las cosas se convirtió en la base
del trabajo, que funde el mineral en lingotes y los convier­
te, sobre diseños industriales, en mil máquinas motrices
que cruzan el espacio ruidosamente y con rapidez, dejando
tras de sí una estela tóxica. A los dioses anteriores, verdade­
ros o falsos, añadamos a Prometeo, que robó el fuego del
Olimpo para dárselo a los hombres, o a Hefaistos, cuyo ta­
ller estaba, dicen, bajo un volcán, y un moderno demonio,
gran separador de moléculas, que Maxwell inventó el siglo
pasado para explicar que el calor y el frío no se separan ellos
solos. Nuestro mundo, estruendoso y termodinámico, se
está perfilando ya. Y sin embargo, siempre volvemos a la
misma pregunta: ¿cuántos herreros quedan? Y, según estas
definiciones, ¿estamos trabajando todavía?

117
Las redesy los microprocesadores de las mensajerías

Última bifurcación, que tomó por sorpresa a mi genera-


ción, cuya devoción a Prometeo no dejó ver venir a Her­
mes: comunicación, interferencia, tránsitos, traducción, dis­
tribución, intercepción y parasitado... transmisiones y re­
des... tras el sostén estático de las formas, tras su transfor­
mación, primero en frío y después en caliente, llegó el reino
de la información. Para comprender o definir el trabajo y la
obra, repetimos la misma palabra, idéntica por su historia,
continua y discontinua, como de costumbre. Nuevo símbo­
lo, pues, o tercera figura: obramos a la manera de los Ánge­
les, antigua pero reciente imagen de esta historia. En griego
antiguo, angelas significa mensajero. Reflexione, cuando se
va a trabajar por la mañana, la multitud que transita por las
calles: ¡cuán pocos Prometeos, y aún menos Hércules y At­
las, para tantos y tantos Arcángeles, que van partiendo de
viaje portando mensajes! Ahora vivimos en una inmensa
mensajería, en la que la mayoría trabajamos de mensajeros:
soportamos menos masas, encendemos menos fuegos,
pero transportamos mensajes que, a veces, gobiernan a los
motores.
Mensajeros, mensajes y mensajerías, tal es en resumen el
programa del trabajo. A los planos del arquitecto, a los dise­
ños industriales, suceden las redes y los microchips.

De ¡o sólido a lo volátil

Numerosos cambios acompañan este triple desplaza­


miento de hombres y de funciones: ya no trabajamos, por
ejemplo, sobre la materia. Obras, pues: las pirámides de
Egipto o el puente sobre el Gard, piedras; la colada en los
altos hornos, río de fuego; las señales de los satélites, que
vuelan como la luz. Porteadores o albañiles, los primeros
obreros manipulan y sostienen formas invariables y sólidas;
los segundos transforman las cosas licuándolas mediante el

118
calor, de donde viene, difusa, la contaminación, mientras
que nuestro mundo fluido, fluente, fluctúa, volátil: ley evo­
lutiva del trabajo en tres estados o cambios de fase: sólido,
líquido, gaseoso. Se dice volátil de una sustancia que cam­
bia, rápidamente, de fase, hada un estado sutil, y también
de una aparición que rápidamente desaparece. ¿Por qué en­
contrar más curiosos estos atributos angélicos, en la era de
la información o de las monedas volátiles, con cotizaciones
de Bolsa que dan la vuelta al globo en un abrir y cerrar de
ojos y que desestabilizan los equilibrios antiguos, que el de­
monio de Maxwell, en la época de la fragua, o que Atlas y
Hércules en otros tiempos?
Por supuesto, ahora y siempre, con encabalgamientos y
remanencias, perduran los antiguos trabajos: nunca podre­
mos prescindir de campesinos ni de tallistas, de albañiles ni
de caldereros; pero aunque sigamos siendo arcaicos en las
dos terceras partes de nuestras conductas, algunas obras,
más que otras, dan a una era su coherencia y su color singu­
lares: mientras que en otros tiempos fuimos más bien agri­
cultores, y no hace tanto especialmente herreros, ahora so­
mos sobre todo mensajeros, aunque todavía dependamos
de los campos y de la fábrica.
Y así Wegamos al punto en que la pregunta: ¿qué hace­
mos? se encuentra con la primera: ¿dónde estamos? ¿Ahí,
en la obra, en la fábrica... por los espados de la comunica­
ción? ¿No vemos que esta localización también se evapora?
¿Que si bien los planos y dibujos regulaban nuestros luga­
res habituales, nuestras redes los prolongan sin límite algu­
no? ¿Que trabajamos en espacios virtuales difíciles de repre­
sentar?

Sistemas: b inerte, h vivo, la historia

La historia acaba con un héroe, sin nombre, en tres per­


sonas, que reúne en él los sistemas estatuarios, sólidos y
bien cimentados de las formas estables, Hércules o Adas,
las transformaciones y génesis por la potencia del fuego, en

119
las que encontram os a P rom eteo y, finalm ente, el universo
inform ativo, co m p lejo y volátil, tejido p o r las mensajerías,
que antaño previo H erm es, el m ensajero, d em asiado solita­
rio, de los antiguos dioses, ahora c o ro n a d o por las cohortes
angélicas. Representaría bastante bien el m u n d o inerte que
estibam os visitando.
Pero está tam bién el organism o vivo: invariancia, a veces
con el esqueleto d uro y estático, form a sólida y porte ergui­
do; m etab olism o qu e transform a los alim entos y expulsa
los residuos, transform aciones cálidas y fluidas; sistem a ner­
vioso sutil, cuya red adm irable procesa la inform ación.
E quilibrio de portancia y de sustentación; trabajos de p ro ­
cesam iento y de elaboración; transportes im perceptibles de
.signos; ¿serían con ceb ib les nuestras vidas sin tod os nuestros
trabajos y sin Á n geles te núes i1
Para escribir la historia, q u izá haya q u e asociar al m en os
Ires tiem pos: al tiem p o, reversible, de los relojes o de la es­
tática, n acid o cerca cíe los pilares o de las palancas, el tiem ­
po irreversible del fuego que se apaga y cl del d e m o n io de
M axw ell que, al reanim arlo, po r el contrario, hace nacer las
singularidades. A ! anudar el tiem p o de las in v a r ia n ts cícli­
cas al de la m uerte o el desgaste y al que se inventa o que
brota, la historia deja de correr c o m o siem pre creim os.

H istoria, pues, o dram a de los trabajos y de las obras en


tres actos: llevar, calentar, transm itir; tres fam ilias de im áge­
nes o de actores: Atlas y H ércules, P rom eteo o el d em o n io
de M axw ell, Herxnes y los Ángeles; tres estados de la m ate­
ria: sólida, líquida, volátil; tres palabras que son una sola:
form a, transform ación, inform ación; tres tiem pos: reversi
ble, en tròp ico, n egucn trópíco... historia, pues, de los h o m ­
bres y de sus técnicas, pero tam bién de las ciencias, pues la
teoría de la inform ación sucede a la term odin ám ica, y ésta
a toda la m ecánica com pletam en te desarrollada: estática, ci­
nem ática, dinám ica... historias íntim am en te trenzadas co n
la de las religiones, m itos y m on oteísm o, que se expresa en
figuras...
«¡Telón?

120
p R O l.O N C A C IO N li.S HACIA l-,L U N IV E R SO

Mapamundi: la reunión de las intersecciones

N o , porq ue el últim o acto de este drama, el del an un cio ,


conform a el m u n do , pero n o c o m o lo hicieron A tlas, H ér­
cules o Prom eteo, cu y o trabajo sólo transform aba cosas. A l
ensam blar algunas piedras para dar form a a un tem plo, el
arquitecto y el porteador cam bian u n lugar y su en torno
más p róx im o; el cam pesin o ara un cam p o; en cu an to a He-
fáistos, nunca sale de la fragua en cu ya portería hace guar­
dia el d em on io de M axw ell: m u taciones de cosas y débiles
desplazam ientos.
El antiguo atlas dibujaba los planos de aquellos lugares.
Y sin em bargo, el calen tam iento y la fusión dejan qu e al­
gunos efluentes se escapen de nuestro con trol: ¿quién pude
predecir, en efecto, d ón d e irá el h u m o, la secuencia de las
pavesas, vuelos, olores, basuras, cenizas...? N uestro m u n d o ,
cu an d o em p ieza es ya global. A l lanzar signos p o r el tiem ­
po y el espacio, las m ensajerías están entrelazando un n u e­
v o universo. Esta es la revo lu ción inesperada: m ientras que
los trabajos y las obras sólo alcanzaron, entonces y ahora,
salvo acciden te, a lo local, H erm es cam bia lo global: opera­
dores, trabajadores, obreros de universo, los A n geles tejen
un m u n d o diferente.
L o vem os, lo escucham os, reaccionam os, en tiem p o real,
frente a sus señales, cuyas llam adas actúan sobre nosotros,
al m ism o tiem po. Este lugar yace, estrellado, en la intersec­
ció n de un universo que se puede definir c o m o la reunión
de las localidades desde las qu e afluyen los cam inos, hacia
la encrucijada. Por m u y lejos qu e el n u evo universal repita,
una v e z más, los im perialism os antiguos, en los qu e una
sola ley im pon ía su vitrificad o m o n ó to n o sobre el c o n ju n ­
to de los lugares, su red b ien conectada despliega la reu nión
de las intersecciones de todos, em isores y receptores en d o ­
ble haz.
El n u evo atlas dibuja este m apam undi.

121
Atltis mundial y humano tk !u conspiración

El adagio m ilenario, de una arm onía casi coral, del pri­


mer verdadero m u n d o unitario, natural, tal c o m o lo descri­
b ió la risica de los antiguos estoicos, de que to d o conspira,
se en trecm za e m teractúa, intercepta y se entreexpresa, co n ­
cuerda y consiente, lo p o d em os aplicar, ahora, al universo,
tecn ológico y cultural, de las obras contem poráneas. En
este n uevo universal, n o centrado, el centro yace en cual­
quier lugar, y cualquier cosa, cualquier lugar, cualquier
hom bre, cualquier grupo o cualquier frase ocu pan , al m e ­
nos en derecho, un lugar focal. ¿ D ó n d e ubicar una sola
cum bre privilegiada, en la que sólo se encuentran co n ex io ­
nes com pletas, diferentes co m o m ín im o por su lugar, igua
les c o m o m áxim o por su com pletud? Este p u n to yace en
este centro, ob viam en te relativo, en razón de sus co n e x io ­
nes globales, cen tro y circunferencia po r todas partes. El
universal liso invad id o por una ley única deja sitio a la co n s­
piración arm ón ica de estas singularidades universales, en las
que se apaga, al m enos en derecho, el co n flic to entre lo lo ­
cal y lo global: la M o n a d o lo gía de L eib n iz sucede al espa-
cío de Descartes.
M ientras que los antiguos cam in os y m étod os llevaban
de un lugar a otro, am bos d efin idos, las nuevas vías qu e si­
guen nuestras prácticas, nacidas aquí y allá, qué im porta, se
propagan por todas partes, en ram illetes y en haces, o aflu ­
yen a todas partes, en haces y en ramilletes: m il m ensajeros
brotan y co n flu yen , por estos diversos cam inos, en los que
redes de redes, circuitos m im aturizados y satélites gigantes,
conectan los lugares, intersectados co m o una rotonda.

(Q u ién no lia celebrado la resonancia decisiva del traba­


jo sobre el trabajador, de la obra sobre el obrero, en d im en ­
sión, núm ero y calidad? ¿Q u ién n o ha visto la lu d ia que
opone a los propietarios y los siervos? Solitario en el ca m ­
po, en el taller o en la fragua , el labrador y el artesano adap-

122
tan los gestos y la vista a los lím ites de los ob jetos labrados,
a veces hasta detalles exquisitos, vo lvién d ose pacientes y
lentos c o m o el tiem p o de sus bestias de carga, recortados o
forjados co m o piezas de fragua. ¿Se cultivan labrando, se
form an forjando? ¿La calidad del escritor d ep en de de su es­
critura? Sí, la atención soberana a la cosa le suelda el cuer­
p o y hace fusionar dos singulandades, m utuam ente escu lp i­
das, de m o d o que al m ezclarse la carne co n la m ateria, el
trabajo labra al sujeto, de la m ism a form a que la obra traba­
ja el ob jeto. M ás justa piensa, m ás herm osa su alma.
En el tajo o en la fabrica, el eq u ip o , la cadena, vieron cre­
cer el n ú m ero de los hom bres, desde que la prod u cció n de
cosas com plejas y m ultiplicadas exigió, m u ltip licó y co m b i­
n ó una colectividad, asociada o en luch a p o r la superviven­
cia de los explotados, m ientras qu e se dice que se perdió
hasta el recuerdo de la relación de los factores y de su per­
fecció n recíproca; n o obstante, jam ás se vio un grupo que
no asim ilase un ob jeto creado por él. Y las redes de c o m u ­
n icación ahora reclutan, para su co n ex ió n pú blica, a la hu
m anidad casi entera, que se convierte así en el sujeto de la
obra al m ism o tiem p o qu e en su objeto.
N uestro trabajo se dirige al universo, nuestra obra tiene
co m o d im en sión y co m o cosa el m u n d o , pero al m ism o
tiem p o recluta, enrola, contrata, despide... im plica a to d o el
m un do: la antigua resonancia del trabajo sobre el trabaja­
d o r apunta ahora al universo de las cosas y a la totalidad de
los hom bres. ¿A quién se o p o n e ahora esta integración?
E stam os lejos del cam p o solitario del agricultor o del ta­
ller cad en cioso de nuestros padres, y nuestras mensajerías
llegan ahora a las grandes p o b la cio n es de un m u n d o lleno.
Este trabajo, esta obra ¿tienen c o m o fin la solidaridad u tó ­
pica de la h um anid ad entera? ¿Estam os vie n d o acabar la lu ­
cha de los hom bres y de las clases o abrirse una guerra total?
C on struim os un m u n do , el universo m ism o, y la hum ani
dad, de paso. Pero, co n estas conexiones múltiples, ¿que ha­
cem os? ¿U n trabajo? N o se le parece. ¿U na obra? ¿D om in a­
m os sus efectos y sus cam inos? ¿Tecno-logias? En cualquier
caso, pasam os, por estos cam inos, de lo local a lo global: la
hum anidad construye el universo construyéndose por él.

123
Pantopíay utopía

Este universo de la Pantopía — todos los lugares en cada


lugar y cada lugar en todos los lugares, centros y circunfe­
rencia, relación global— fluye evidentemente hacia la Uto­
pía: pensamos y vivimos pues en la esperanza, múltiple, de
que este mundo, natural para la física, y cultural, por nues­
tras obras y trabajos, haga exactas y rigurosas nuestras imá­
genes de Mestizos y de Arlequines, para orientarse en polí­
tica y definir ía nueva república mundial, en la que cada
uno, a la escucha de la voz de los demás, haga escuchar la
suya propia, por caminos que ahora son fáciles de describir,
sencillos de construir y fiables; de este modo, con un poder
también compartido, mezclado, difundido en el espacio y
en el tiempo, en el que las tecnologías absorben, por prime­
ra vez en la historia, unas complejidades que hacían impo­
sible ahora y siempre, este reparto equitativo y calculable en
cada instante, ambas pueden prometer una paz perpetua.
Una definición, muy realista, de la utopía consiste en
que una cosa, tan fácil de hacer que ya está hecha, no se
haga, ¿por qué hacer las cosas sencillas, felices y apacibles,
cuando se pueden hacer complicadas, trágicas y mortales...?
¿Y por qué, lamentablemente, optar siempre por la misma
posibilidad, agotadora, estúpida y sangrienta?
Enseñad a los niños a reírse de los realistas más que de las
utopías.

El mundo, los aparatosy nosotros: misma red

Y mientras que nuestras redes, artificiales, claro, acceden


al globo, nosotros descubrimos, a modo de retomo, que
este último, real, material, físico, se construye, evoluciona y
se equilibra, mediante mensajes y mensajeros, como si
constituyese él también una inmensa mensajería. Delfines,
ballenas, abejas, termitas, hormigas... comunican con segu­
ridad, pero también hemos leído en los huracanes y las co­

124
mentes marinas, los soplos de viento y los fluidos, la tierra
en placas y los fuegos que las transportan, cuya volatilidad
más o menos viscosa transmite la información a lo lejos.
Como los seres vivos, las cosas inertes resuenan juntas sin
cesar, de modo que no existiría mundo sin este tejido engar­
zado de relaciones y continuamente trenzado. No cuestio­
namos que todas las cosas conspiren y consientan: ellas
también prolongan los lugares hacia el universo. Nuestra
obra nueva se comporta com o un mundo. ¿Accede al uni­
verso en el sentido de que resuena com o él? ¿Una segunda
utopía cantaría la armonía entre la cultura emergente y la
naturaleza evolutiva?
¿Podemos decir que esta armonía es tan nueva bajo el
Sol? Cuando indicaba la hora del equinoccio y la posición,
en latitud, del lugar, el eje del cuadrante solar escribía, en
otros tiempos, sobre la tierra, él solo, unos resultados que
nos adjudicábamos nosotros: esta inteligencia sutil, ¿tene­
mos que llamarla propia, interior a nuestras neuronas y vin­
culante de una sociedad de cerebros, o remitirla a las herra­
mientas, artificial, pues; o referirla al mundo, que traza, au­
tomáticamente, sobre sí, la longitud sombreada de su
propia luz? ¿Cuál de las tres, cultura, técnica o naturaleza,
goza de e?ta función? ¡Elija si se atreve!
De la misma forma, la memoria, otra facultad, duerme
en la biblioteca, en el museo, en el lenguaje, escrito o habla­
do, como bajo la pantalla de un ordenador, pero también
en los desiertos y en los casquetes polares, bancos inmensos
de calor y de frío; el recuerdo se despierta y alumbra, a la
luz de la vela como al paso de la corriente, cuyo vigor rea­
nima el olvido, pero también al soplo de los vientos cálidos
que hacen volver a la existencia a una corriente como el
Niño, desaparecida desde hace lustros; la imaginación lla­
mea, se apaga, se agota, en las páginas o las pantallas... grita
la estridente flauta de Pan, canta el clarinete, llora la canta­
rela y solloza el fagot, sensibilidad de metal, de cuerda y de
madera, alzaos tormentas que hacéis gemir a los árboles...
noy no somos tan excepcionales.
Lo que alpinos libros, recientes después de todo, llama­
ban facultades del alma,'ahora las vemos por el mundo,

125
inerte o fabricado. Creemos buenamente que la inteligencia
artificial es cosa de ayer, cuando fuimos siempre artificiosos
para una gran parte de nuestra inteligencia; y el mundo se
encarga del resto. Emisoras, receptoras, algunas cosas escri­
ben y miden, reciben y repercuten, conservan en una me­
moria larga datos múltiples, de modo que construimos co­
sas semejantes para que piensen con nosotros, entre noso­
tros, para nosotros, y por las cuales o en las cuales llegamos
a pensar. Sabemos desde hace tiempo construir lo que ha­
bíamos llamado nuestras facultades.
No proclamo el doble absurdo de que el mundo inerte
vive, en primer lugar, ni que los seres vivos y los materiales,
conjuntamente, gozan de conciencia. Cuando los primeros
fundadores de la física moderna dijeron que el mundo es­
cribe o habla el lenguaje matemático, no lo suponían cons­
ciente por ello. ¡Y sin embargo, expresa sus leyes! Y sin em­
bargo, con la sombra de sus árboles, traza, en el lugar indica­
do, hora, solsticio y latitud. ¿Quién no ve, no experimenta
la inteligencia sutil y la memoria enorme del mundo de las
cosas? Una evidencia como esta puede prescindir sin pro­
blemas de consciencia.

La red del vínculo social

De la misma forma, construimos nuestros grupos y nue­


vos vínculos sociales. Máquinas y herramientas no contri­
buirían tan poderosamente a tejer colectividades, ni empu­
jarían a la historia a bifurcarse con tanta fuerza, si se reduje­
ran a objetos pasivos. Estas puntas, escritorios, mesas,
libros, disquetes, consolas, microchips, redes... producen, al
mismo tiempo que conocimientos o información, al mis­
mo tiempo que facultades, imaginación, inteligencia o me­
moria, producen, pues, los grupos que piensan, que recuer­
dan, se expresan y, a veces, inventan.,, más aún, en el hori­
zonte, la humanidad, por primera vez, hoy, sujeto global
del pensamiento en el trabajo; y, como la producen, es tam­
bién su objeto. Al igual que una palanca se remite, local­
mente, al brazo del sujeto cuya fuerza la hace bajar y a la

126
carga objetiva que levantan entre los dos, la inteligencia ar­
tificial remite, doblemente y globalmente, a la inteligencia
natural, de las cosas y del mundo, y a la inteligencia colec­
tiva de los hombres, en guena perpetua.
El contrato natural los unió.

El sujeto, el objeto abogados en la red

Puede tetarse de acción o de conocimiento, de contem­


plación y de obra, el antiguo sujeto, Hércules o Vulcano,
trabajaba en un objeto, piedra tallada o pieza forjada, ahí,
ante él, es decir, bien definido, ambos entregados a la anti­
gua relación entre un ser, ahí, y este fragmento preciso de
espacio, de tiempo y de materia, localizado. La prolonga­
ción hacia el universo afecta a las dos instancias, ahora irre­
conocibles.
¿Cómo describir y nombrar el nuevo sujeto? Integra tan
bien la colectividad de los hombres y la suma de sus medios
que, trabajador o contemplativo, su red de todas las redes
incluye la memoria inmensa y total, enumeración y revista
general, sin omisión alguna; la inmediatez del recuerdo que
se hace presente de inmediato, a placer; una inteligencia
perfectamente conectada, cerebro suma de todos los cere­
bros; un juicio equilibrado, por control y regulación recí­
procos de las informaciones cotejadas; la imaginación,
como conjunto de las imágenes, reales y virtuales, y de las
situaciones posibles, que pueden sustituir a las antiguas ex­
periencias, demasiado lentas por comparación con su rapi­
dez... todas las antiguas facultades reunidas en esta trama
flexible y activa, siempre despierta, sin reposo, ausencia ni
sueño... sujeto único, conjuntador, global, colectivo, inte­
grado como un total en todas partes y siempre presente
para sí mismo. ¡Cuánto más claramente vemos en este nue­
vo sujeto, ya que podemos describir sin misterio sus medios
o facultades, desplazándonos por entre ellos o ellas, como
si se tratase de objetos! Al acceder al universo, ¿el antiguo
sujeto se tendría que objetivar?
Prolongado de la misma forma, el objeto se extiende y se

127
conecta, de modo que alcanza los límites del mundo, como
he dicho; sin embargo, consecutivamente, el sujeto se pre­
gunta si ahora tiene un objeto delante de él. ¿Qué podría
querer decir «delante de» en este caso, y cómo comprender
un objeto que goza de las mismas facultades que el sujeto
mismo, conectado, conspirador como él, dotado de memo­
ria y saturado de imágenes? Al acceder al universo, ¿el anti­
guo objeto se convierte en sujeto?
Y entonces, ¿cómo redefinir el pensamiento, cómo recu­
perar eí trabajo, del que vivimos desde hace milenios, y
cuya noción supone el dominio de un segmento pasivo de
espacio y de materia por un proyecto activo, mientras que
la prolongación hacia el universo de las dos instancias que
unían los cambió tan radicalmente a ambos?
Si las ciencias, en la actualidad, resuelven todos los días
sus problemas en el seno de esta nueva inmersión o de
esta nueva confrontación del sujeto-humanidad-objeto
con el objeto-mundo-sujeto, si un nuevo derecho ha podi­
do concebir un nuevo contrato, la filosofía, con una era
entera de retraso, sigue sin inventar los conceptos que po­
drían reformular el trabajo, para librarnos de lastres políti­
cos y sociales, despilfarradores de vidas humanas. O traba­
jamos para completar el nuevo tejido inteligente o trabaja­
mos por él, para conectarlo con el mundo. En ambos
casos, hay que aprender a hacerlo e inventar lo que no se
puede enseñar.
En los márgenes, el resto de nuestra obra se consagra a
limpiar nuestros establos del antiguo trabajo-rey.

Del drama antiguo a la tragedia contemporánea

Se acabaron los antiguos dramas locales en tres actos, la


tragedia contemporánea tiene dos protagonistas: ya no hay
actor solitario, ni figura legendaria, ni siquiera coro, ni dios
ni clase... la totalidad humana solidaria, por miríadas, pro­
ductora de redes y producida por ellas, ¿se encadenará o se
librará por ellas, frente a la nueva universalidad? Inmersa en
un mundo que se le asemeja, comunica, sí, pero ¿qué se

128
dice y qué le dice? ¿Con qué fin? ¿Podemos describir el
nudo y adivinar el desenlace de la tragedia global?

¿U n a n u e v a t r a g e d ia ?

é Trabajo antiproductivof

Vuelve, terca, la misma pregunta: ¿seguimos trabajando


si nos convertimos en Angeles, monjes agrupados en mi­
ríadas? No en el sentido de otros tiempos, cuando nos
deslomábamos sobre la parcela de alfolia o el montón de
piedras para transformar, con nuestras manos y con pe­
queñas herramientas y máquinas limitadas, cosas localiza­
das. Intercambiamos y propagamos información con ob­
jetos que más bien parecen relaciones: fichas, códigos y
circuitos.
Además, y esto es más grave, en el nuevo universo en co­
nexión creciente, el antiguo trabajo, que sin duda ha pasa­
do a ser antiproductivo y contaminante, produce crisis y
paro, por remanencia indebida, inútil y peligrosa, de la civi­
lización que en otros tiempos se organizó alrededor de él,
actividad'-central, que recluta y moviliza todavía a una so­
ciedad que sigue fascinada por su propia memoria. ¿Nues­
tros desastres vienen de antiguos éxitos, cuyo nuevo fracaso
mantenemos costosamente, de modo que lo mejor de ayer
se convierte en lo peor para mañana? En el fondo de este
callejón sin salida, ¿trabajamos únicamente para reparar los
estragos del antiguo trabajo? Nuestras tecnologías avanza­
das producen paro en las antiguas técnicas, en lugar de in­
ventar algo nuevo.
¿Nos espera a todos el paro-angustia? Salvando la redistri­
bución de la producción entre países que fueron más po­
bres y los bloqueos estúpidos, por parte de todos los que
tienen poder de decisión, en lo que se refiere al reparto del
trabajo y la reducción de su duración, históricamente con­
tinua y económicamente beneficiosa desde hace siglos,
nuestras ciencias trabajan, desde su origen, en aligerar las
penas del trabajo. ¿Lo habrán conseguido?

129
De nuevo ¡a utopía

Quien no lo vea está cegado. ¿Para qué trabajar? ¿Para ha­


cerlo menos bien que lo que se nos ha dado? Construir una
planta de refino, agotar a los obreros, destruir el medio am­
biente, amasar enormes fortunas cuyas consecuencias ma­
tan de hambre a los miserables... cuando hay microorganis­
mos que purifican, depuran o destilan mejor, más deprisa y
de forma más económica y más limpia que nosotros...?
¿Necesitamos contar el tiempo? ¿Para qué fabricar millares
de relojes, con los que pronto no sabremos qué hacer, cuan­
do en la naturaleza abundan moléculas, átomos o cristales
cuyas vibraciones laten exactamente al ritmo elegido?
Cuando lo que el mundo nos da ocupa el lugar de lo
construido por los hombres, la obra, innovadora, de com­
prensión sustituye al trabajo, heroico, de transformación.
Comenzada en el neolítico, una semana de nuestra propia
creación se termina, este domingo en el que llega el año sa­
bático, tercera utopía, tras las otras dos: todo el poder para
todos, por alimentación continua; la inteligencia de los
hombres en sintonía con la del mundo; ¡se acabó el tra­
bajo!
Invirtamos las antiguas divisas: ya hemos transformado o
explotado bastante el mundo, ha llegado el momento de
comprenderlo. O, mejor aún, de comprender que com­
prende, comunica, goza de las mismas facultades de las que
nos creíamos los únicos poseedores; ni la materia ni las co­
sas ni el mundo se reducen al cometido pasivo que suponía
la obligación laboriosa de transformarlos. De carácter jurí­
dico, el contrato natural de respeto mutuo ya no basta;
nuestro socio, global, sigue, además, los mismos caminos y
goza de las mismas facultades que la humanidad global en
formación; habla, como mínimo — Galileo ya lo sabía—
un algebraico y geométrico idioma; ahora enseña su inteli­
gencia, su memoria gigante y sus redes fluentes de comuni­
cación a los que se afanan en construir un universo seme­
jante. ¿Construimos un mundo para comprender el nuestro

130
y otros, posibles? Com o el conocimiento, el trabajo cam­
bia, a partir del momento en que se desvanece la distancia
entre el objeto, pasivo y el sujeto, activo, y que su diferen­
cia de naturaleza se anula también. Activamente, dos suje­
tos conspiran. Esta conveniencia contiene el programa de
nuestras obras nuevas.

De la injormarión a la pedagogía
¿Quién le teme a un mundo nuevo? Ni mejor ni por que
el antiguo, lleno de placeres y de peligros, como de costum­
bre, será: ya ha empezado. Pasadas las eras agraria e indus­
trial, avanzó el momento, hermético o angélico, de la trans­
misión: comeremos relaciones y sabiduría, más y mejor de
lo que vivimos de la transformación del suelo y de las cosas,
que continuará de forma automática.
¿Cómo colaborar con un mundo inteligente? He aquí el
trabajo y las obras venideras: el mundo de las comunicacio­
nes, el nuestro, ya envejecido, da a luz, en este momento,
ante nuestros ojos ciegos, una sociedad pedagógica en la
que la formación continua y d aprendizaje a distancia, por
todas partes y siempre presentes en las redes universales, se
sumarán á las bibliotecas, escuelas y campus, ghettos cerra­
dos para adolescentes empingorotados, concentración de la
cultura y de las ciencias, para acompañar, toda la vida, un
trabajo cada vez más raro, evolutivo y precioso. Responsa­
ble y productor de la movilidad universal de las cosas y de
los hombres, ¿por qué no va a venir el saber por fin hacia
nosotros, en lugar de que, con toda una cohorte de desi­
gualdades, sólo algunos de nosotros puedan ir hacia él?
Pronto dibujaremos un nuevo mapamundi para este nuevo
reparto y esta enseñanza virtual.

Infierno: la miseria universal

Antes que nada: ¿qué inconsciencia ciega se atreve a des­


cribir un nuevo Paraíso, en el que el maná suficiente, los
perjuicios y contradicciones de los antiguos trabajos se des­

131
vanezcan, durante largos años sabáticos en los que se armo­
nicen con un universo que se nos asemeja islas humanas de
poder ahora compartido, mientras que se anuncia clara­
mente un temible Infierno?
La acumulación, el monopolio y la distribución univer­
sales de todos los datos blandos, signos y valores, por parte
de un pequeño grupo al que, además, pertenecen las redes
duras de la circulación, y que hay que llamar, en bloque, el
nuevo capitalismo, acrecienta vertiginosamente su poder,
equipotente con el universo, no sólo en extensión espacial,
sino también por la totalización, en tiempo real, de los re­
cursos disponibles; ya nada puede escapar de su control, ya
que, por definición lógica, el universo no tiene excepción:
ya se ha hecho realidad la división inicua: todo y nada.
Al igual que, desde siempre, los ricos y los hombres lla­
mados libres, lúcidos sobre el mundo global, pero local­
mente ciegos a los pobres o a los esclavos, celebraban su
propia constitución igualitaria, de la misma forma, los que
participan en este poder omnímodo, recientemente adqui­
rido por el saber, la tecnología y la información, ven toda­
vía menos a los excluidos, precisamente los de la excepción,
los que no participan en nada porque los primeros, escasos,
lo poseen todo, incluido el conocimiento del mundo y la
definición constructora de la realidad, así como las faculta­
des para conocerla y rehacerla, a placer, y los demás, en tan
gran número que su número se prolonga hacia lo universal,
nada. Cuando los que tenían casa no podían comprender el
sufrimiento esencial de los que no la tenían, ¿cómo aque­
llos que construyen el universo podrían tener la más míni­
ma percepción de los que se excluyen del mundo, si su
mundo mismo condiciona toda visión y todo hábitat?
Se levanta en este momento, sin duda por primera vez en
la historia, el pueblo, multiplicado por miríadas y por miles
de millones, ae los miserables absolutos y sin esperanza, no
sólo privados del pan y la sal, de remedios para todos los
males, de libertad, de tiempo y de futuro, de sabiduría y de
trabajo, sino de esta representación elemental de sí mismo
en el universo, que a decir de los filósofos constituye la ho-
minidad.

132
Ahora y siempre, más privada de recursos que la pobreza
o la indigencia de alimentos, la miseria añade la privación del
hábitat; la expulsión de la casa-mundo y la exclusión de la
apropiación total producen, frente al universo en formación,
la miseria universal, en dos sentidos: se extiende por todas
partes y no tiene recurso. En la historia futura, ¿nuestro tiem­
po pasará por haber inventado la miseria total, por esta extra­
ña novedad lógica de la excepción de lo universal: la feroz ex­
clusión del mundo? Dos respuestas inversas a las dos pregun­
tas: ¿dónde estar? en ninguna parte; ¿qué hacer? nada bueno.
Lo concreto de las cosas locales se escapa incluso, efectiva­
mente, a los que hace poco todavía lo poseían, con sus ma­
nos y su penar; los trabajadores intelectuales se ocupaban an­
tes de lo formal y de lo abstracto, mientras que los trabajado­
res manuales trabajaban en lo dado, llamado bruto, local,
empírico y singular, despreciado por los maestros, cuya cabe­
za altiva planeaba sobre las alturas teóricas y concebía global­
mente el mundo. Sin embargo, estos últimos han puesto la
mano, al menos la yema de los dedos que pulsan los botones,
sobre el conjunto mundial de las herramientas universales, de
las prácticas ligadas a las teorías, materiales y lógicas. Los ex­
pulsados de esta creación de universo por los nuevos dioses se
ven totalmente expoliados de esta repleción total y densa de
sentido y de hechos. Abandonad toda esperanza; vosotros
que no hayáis cruzado el umbral de este nuevo mundo; aban­
donad toda libertad, vosotros que lo acabáis de cruzar.
La cuestión de la filosofía que agrupa, de golpe, los pro­
blemas de sentido y de angustia, de trabajo y de obra, de
uno, de múltiple y de universo, de existencia, de reaÜdad y
de verdad, de vida y de muerte, de servidumbre y libertad,
de sabiduría y de religión, se reduce ahora a la de la miseria,
excluida de las redes.

Plan estratégico de la guerra global


La lucha de clases, a su vez, se prolonga hacia el univer­
so: se enfrentan el universal del poder y de la gloria, de la
sabiduría, de las herramientas y del derecho, con el de la
masa de hombres, universal de sangre y de hecho.

133
Las guerras entre naciones se remitían en otros tiempos a
delimitar enclaves mediante fronteras cuyos límites y gru­
pos de hábitat habían sido dibujadas por la historia, las cul­
turas y las lenguas. Más allá de los enfrentamientos tradicio­
nales entre tribus minúsculas, la historia pasada, la primera
guerra auténticamente mundial, que no se puede expiar
porque es realmente global, ya que las precedentes se redu­
cían a conflictos meramente nacionales entre potencias im­
perialistas, es decir, falsamente universales, enfrentará de
aquí en más a dos grupos de hombres: los universalistas, pe­
queño grupo, escasísimo incluso, de recursos integrales,
contra los miserables totalmente desposeídos, pero que re­
presentan, realmente, la solidaridad de la humanidad. Se
desencadenará mañana, empieza ya, si los primeros cons­
truyen el universo con la destrucción de los lugares, deján­
dolos indiferentes o indefinidos, en lugar de suscitar la sin­
gularidad. Estos dos tipos de habitantes, ¿se arriesgarán a
esta nueva guerra, globalmente mortal, pues se implicará en
ella el planeta entero, o decidirán milagrosamente vivir to­
dos juntos y en paz?
Este conflicto nuevo, al ser universal, ¿cómo llamarlo, si
no es guerra de los falsos dioses contra los mortales, contra
los hombres, iba a decir? ¿Y qué nombre darle a esta paz?
Tragedia o utopía, nos vemos condenados a elegir.

134
RED ES

Globalmente, las tecnologías, blandas, arrebatan a las téc­


nicas, duras, el poder para dar los colores principales en el
momento de la historia y el dominio universal a los que los
poseen. Tenemos un mapamundi amplio, recorrido por ca­
nales, nuevo universo utópico y sombrío.
¿Cómo cambia también la evolución del trabajo la con­
figuración, local, de la arquitectura o del urbanismo? Afi­
nando el punto de vista, aquí tenemos, ahora, antiguos pla­
nos y algunos nuevos, en un lugar determinado.

Plano de calle en tres lugares ricas

Recorramos, para prolongarla, una calle rica de París,


bien llamada, ya diré por qué, que se abre en la Bolsa, para
acabar en el museo del Louvre, pasando por la Biblioteca
Nacional: me refiero a la calle Richelieu [lugar rico].
Frente al pequeño jardín Louvois, primera parada, está la
biblioteca: clasificadas, las palabras se alinean en dicciona­
rios, los índices en libros enciclopédicos, las listas en las fi­
chas de los catálogos, y este tesoro o fárrago, coleccionado,
se acumula en una biblioteca, tanto más citada cuanto con­
serva más textos de los que se pueda haber soñado nunca
reunir en una sola masa, nacional y central, suma de deta­
lles, que recuerdan, sí pueden, eruditos y juristas, lingüistas
e historiadores, críticos de filosofía y literatura... despertado­
res de fuentes entre estos restos adormecidos.
Una vez que hemos registrado estas memorias lineales
podemos imaginar otras, con dos o tres dimensiones, pla­
nos, de ciudades o de pueblos, mapas geográficos, de carre­
teras, marítimos, atlas de astronomía, de anatomía o de ofi­
cios, tablas de números, de elementos químicos o de notas
— todo instrumento musical, piano, violín, grandes órga­
nos, traza, a su manera, una tabla de este tipo— , cuadros o
reproducciones de pintura, fotografías, esquemas, películas

135
de cine o de televisión, estatuas, ídolos, joyas y objetos pre­
ciosos... ¿Cómo llamar los lugares en los que se concentran,
preciosas y conservadas, estas huellas planas, alabeadas o
voluminosas? ¿Museos o videotecas? De las letras o los li­
bros a las imágenes o iconos, pasamos de la Biblioteca Na­
cional al museo del Louvre, segunda parada, bajando hacia
el Sena por esta misma calle de Richelieu.
Existen otras imágenes o representaciones: algunas repro­
ducciones de cuadros multiplican el retrato de Blaise Pascal
o de George Washington y valen supuestamente quinientos
francos o un dólar, valores o divisas, cuya acumulación en
las cajas fuertes y en las cuentas bancadas, como las de las
finas botellas en las bodegas selladas, precede a su moviliza­
ción, volátil, o a su cotización diaria en Bolsa. De espaldas
al río, remontamos, de establecimientos bancarios a compa­
ñías de seguros y agencias de viajes, la misma calle de Riche­
lieu, la bien llamada, hacia el palacio Brongniart.
Divisas, libros, objetos preciosos... ¿cosas diferentes o si­
milares? Esta calle con tres lugares ricos de concentración,
¿debería reducirse a una plaza o a un punto? Sí, claro, ya

3 ue el conjunto de estos centros, unitariamente, sólo habla


e información o de signos.

De nuevo la animación
Antes de terminar nuestro corto paseo a la antigua para
trazar el plano de la calle, observemos que una biblioteca,
un museo, una videoteca... no sólo desempeñan el papel de
depósito inmóvil, sino también y, sin duda, sobre todo de
lugar de consulta, es decir, de movimiento. El recordatorio
despierta lo que duerme en la memoria, inútil y volumino­
sa sin el recuerdo vivaz. Y la memoria almacena, protege
del desgaste o del olvido lo que conserva, para que el re­
cuerdo rejuvenezca o resucite, algún día, lo que designa,
ciegamente, como los miembros dispersos de un cadáver
despedazado. ¿Para qué serviría almacenar unas existencias
cuyos elementos no rotasen jamás? El recuerdo, vivido, rea­
nima la inconsciencia adormecida; el soporte sólo tiene in­
terés por el transporte que hace posible.

136
Gracias a la clasificación informática, lo que se busca se
encuentra más fácilmente que con fichas ordenadas, el libro
se lee mejor que el rollo, la película que un conjunto de
imágenes, un mapa animado que un bloque de mapas me­
teorológicos, un guión que una serie de experiencias... lige­
ro y móvil, el microchip va ganando la partida a la tarjeta de
crédito, esta última al cheque, este al papel moneda, que va
más deprisa que el lingote de oro, cuya rapidez se impuso
al trueque entre los bueyes lentos y las semillas pesadas.
¿Quién recuerda que el adjetivo pecuniario evoca todavía
aquellos rebaños?

Puede tratarse de comercio, de museo, de biblioteca, de


banca, de seguros, de agencia o de bolsa, cuyas tecnologías,
desde hace mucho tiempo idénticas, siguen acelerando los
desplazamientos, es decir, haciéndolos volátiles para propa­
garlos hacia lo global; sin embargo, las funciones no cam­
bian: la acción de reunir para conservar sigue preparando
las movilizaciones presentes, como ías concentraciones es­
tables preparan las circulaciones rápidas. Esto es válido tan­
to para los libros como para el dinero, las personas y las co­
sas, las palabras y la información. Las nuevas tecnologías,
informática y comunicaciones, ordenan y gestionan mara­
villosamente estas funciones acopladas. Mediando un so­
porte y transporte fiables, las memorias de los ordenadores
pueden reunirse efectivamente en bancos de datos, inde­
pendientemente de los datos de que se trate, y las redes de
comunicación en redes de redes, que conecten los principa­
les contenidos y las mejores prestaciones de las acumulacio­
nes anteriores. Independientemente del contenido, sólo im­
portan el stock y el flujo: plano y animación.

CaUe, plaza, red mundial

¿Por qué una calle larga, cuando bastaría una plaza úni­
ca? En realidad sólo existe un lugar rico, riche tieu, puntual,
es verdad, provisto de las mismas herramientas universales

137
tapates de procesar la I n f o r m a t i o n en general, in d e p en ­
dientem ente de sus soportes.
Por otra parte, este pu n to, hin ch ad o, pasa a ser equipo-
tente con el planeta, o con la red de todas las redes, a lo lar­
go de la cual se acum u lan, se concen tran , se conservan y
por la que circulan, se consu ltan , se intercam bian tod os los
valores y iodos los datos, en un ú n ico y m ism o m o v im ie n ­
to puntual y propagado. La talle bien vale una plaza, y los
tres lugares valen c o m o u n o , pero ni siquiera necesitam os
un.i rotonda local, ya que se extiende al m u n d o global.
E fectivam ente, con cen tración y reunión se hacen inú ti­
les, e inclusa perjudiciales, desde el m o m en to en que la red,
conectada a todas partes, realiza ella sola las dos fun cion es
de Iransporte y de soporte, de plano y de anim ación : con
tina m ism a práctica, hacem os circular la in fo rm ació n y la
consultam os allá d on d e se encuentra, n o im porta d ón d e
esté 111 la cantidad que se concentre, au n q u e sea pequ eña o
única. Las antiguas acum ulacion es parecen converger en un
p un to, pero este p u n to diverge a con tin u ació n hacia el u n i­
verso, c o m o si la atracción de lo global igualase siem pre a la
de lo local. Este equilibrio exacto, este «fuera de ahí», este
fuera de nosotros reco n o cid o en nosotros, caracteriza n u es­
tro lienipo.

(jHliíYíl

Por la m ovilid ad que evoca su prim era parte y el d ep ósi­


to que designa la segunda, la palabra cineteca n o describe
mal esta red única y m últiple, versátil y estable, presente y
ausente, real y v id u a l, este conservatorio, gigantesco e inen-
conl rabie, universal y local, qu e podría sustituir m u y p ro n ­
to a las bibliotecas, m useos, videotecas, agencias, m ercados,
bancos, com pañías de seguros y bolsas vanas, cam pus y co ­
legios, lodos los lugares antiguam ente dispersos en sus res
pectivas concen tracion es, entre los que H en iles com u n ica
ba, interfería, traducía, distribuía, transitaba... A su paciente
y solitario Ira bajo suceden miles de m illones de Angeles
buenos y m alos, que soportan y transportan la in fo rm a­
ción , que aparecen aquí para desaparecer por todas partes:
esta tensión o equivalencia entre lo local y lo global, el ahí
y el universo, ¿debería llam arlo ubicuidad?
S ien do m em oria, p o r sus soportes, este entrelazam iento
de arabescos es capaz de recordar, por sus evocacion es y sus
transportes; experto por sus sistemas, capaz de aprender y
de buscar, flexible y adaptable, im aginativo por sus im áge­
nes, m im ètico p o r sus reproducciones íielcs, inteligente por
su pro d u cció n de inform ación... ¿no hem os dich o que go ­
zaba de las facultades dei pensam iento? ¿ Q u é enorm e ani
m al estam os construyen do? ¿N osotros m ism os? ¿Nuestros
antepasados im aginaron alguna vez que un día construiría­
m os, con nuestras m anos y nuestra experiencia, el cerebro
con los cin co sentidos del Leviatán, el espíritu de lo colecti­
vo y sus avatares?

Subconjuntns virtuales

¿D e que sirve capitalizar, aquí y allá, cu an d o la red anula


todas las distancias y acum ula, en la m edida en que c o n e c­
ta, c o m o si los cam in os sólo tuvieran q u e conectar carrctc
ras? ¿Para qué lugares, para qué estos m on ton es, estos luga­
res tan ricos, para qué centros y concen tración , ya que estas
dos n ociones se evaporan juntas, en la m edida en que la
una suponía la otra, cu an d o una reunión debía tener lugar
y un lugar sólo suscitaba interés cu an d o había reunido ele­
m entos cualesquiera, co m o un capital, real por actualizado?
¿D e qué vale ahora la acu m u lación de signos, de bienes o
de personas, cu an d o la red hace posible, en tiem po real,
cualquier disposición , co m b in ació n o asociación? ¡Reúnan
a placer lo que quieran y a quien quieran! D ad o que la ma
yor parte de los lugares se encuentran conectados, la red los
borra al hacerlos existir juntos, y la cineteca pasa a ser vn
tual, cu an d o en realidad se identifica con el m un do m ism o
L i salida de sí que este libro describió, en prim er lugar en
la experiencia hum ana viva, m ediante el viaje y el distancia-
m ien to de la concien cia, nuestras tecnologías la realizan, en
la práctica, asociando lo local y lo global en y por un espa-

139
cío virtual completamente nuevo, aunque tan antiguo
como esta experiencia humana. Com o paréntesis, las tecno­
logías informáticas y de comunicación se componen de he­
rramientas universales, máquinas bien localizadas, como
todos los objetos técnicos, pero capaces de procesar todas
las cosas y de alcance global; la ubicuidad de hace un m o­
mento llega hasta las manos.

Mapamundi de losposibles

Al igual que las ciencias estudian, ahora, al menos tanto


como lo real, los posibles, así nos los ofrecen nuestras tec­
nologías. Leibniz habría dicho, creo, que transportamos el
saber y las máquinas del mundo creado en el entendimien­
to de Dios, sede de los posibles y de sus infinitas combina­
ciones. Las concentraciones de hoy se hacen virtuales, efec­
tivamente, en el doble sentido de un abanico abierto de po­
sibilidades y de un lugar imposible de asignar. ¿Dónde se
encuentran, por ejemplo, las informaciones utilizadas en
este libro? En ninguna parte y recogidas en el universo. ¿Y
las personas que se comunican de un extremo al otro del
mundo? ¿En qué isla utópica y realizada? ¿Dónde se con­
centran los capitales financieros? Su volatilidad siempre los
empuja a ir más lejos. La materia o los objetos locales de
nuestras acciones y de nuestra comunicación, es decir, nues­
tro mundo global, han cruzado el límite antes insuperable,
y a veces considerado sagrado, que separaba lo actual de los
conjuntos de actualizabas, y los actos acabados de los hom ­
bres de la divina creación. Y como tenemos y tendremos
que decidir, entre los universos posibles, el que haremos
existir, nuestras responsabilidades, históricas y morales, cre­
cen de manera trascendente.

Elpensamiento algorítmico

Esta entrada general entre el universo virtual de los posi­


bles fue posibilitada a su vez por estas herramientas universa­

140
les de las que no puede prescindir ningún sabio de ninguna
disciplina, científica o no, haciendo así risible, o simplemen­
te política, cualquier clasificación, y que los bibliotecarios,
museógrafos, agentes de viajes, banqueros, agentes de segu­
ros, corredores de bolsa, administradores, comerciantes o
secretarias utilizan todos los días. Su construcción se basa
en la ciencia de los algoritmos, pensamiento tan global y re­
gulador com o lo íúe la geometría de inspiración griega, du­
rante el intervalo extinguido de los dos milenios transcu­
rridos.
Leibniz y Pascal atestiguan, en la época clásica, el punto
de equilibrio alcanzado por la influencia de estos dos pen­
samientos formalmente dominantes y universales porque
son los únicos que permiten retener o memorizar la infor­
mación en las fórmulas más pequeñas posibles y hacerla
circular minimizando el ruido: la geometría, declarativa, y
los algoritmos, procedimentales. Desde Platón, la filosofía
sigue la declaración de abstracción de la primera, pero em­
pezamos a entender el itinerario, fulminante, aunque paso
a paso, de los segundos. En el paso del aquella hacia estos
yace el secreto más profundo de nuestros pensamientos so­
bre la tensión entre lo local y lo global y sobre el nuevo uni­
versal.

Maquetas botnote'ticas

La repercusión obsoleta de la antigua historia explica, sin


duda, algunas prácticas: porque el progreso no consiste, ni
en la ampliación, por homotecia, de una biblioteca peque­
ña hacia una mediana y de una grande hacia una muy gran­
de, ni en la ampliación del museo o la construcción de un
gran Louvre, sino en la reunión puntual de toda la calle de
Richelieu en un solo lugar en el que se agrupen las antiguas
acumulaciones, incluíaos los campus enormes dispersos
por las afueras, concentraciones ahora y siempre amontona­
das aJ mismo tiempo que separadas, porque no se había
comprendido la función única, iba a decir universal, de los
soportes y de los transportes, de memoria, de recuerdos

141
y de actualización, es decir, el conjunto de las prolonga­
ciones.
Si este lugar único se dispersa hacia todos los lugares, lo
hace además en unidades tan pequeñas como se desee, ya
que las redes los reúnen. En este caso, sí, lo local, minúscu­
lo si quiere, puede acercarse a lo global, tan planetario
como se desee concebir. ¿Se puede concebir un lugar así?
¡De maravilla! Este punto, local, yace aquí, como si estuvie­
ra allá, pero su conexión universal lo disuelve en las dimen­
siones del universo. De este modo, cualquier lugar se con­
vierte en una parte total de la red.
La ampliación homotética — la de la rana que revienta al
querer ser tan grande como un buey— data de la época de
los imperios, cuando el universal imperialista consistía en
una hinchazón de lo local mediante la cual el Uno, inflado,
expulsaba al Otro. Pagándolo caro, corremos el riesgo de le­
vantar, con nuevos gastos, antiguas pirámides egipcias, m o­
delos históricos, precisamente, de la homotecia, de los tem­
plos de Angkor o Patan, que la jungla invadirá, o de estos
relojes de sol inmensos que los príncipes hindúes constru­
yeron en la época clásica, ignorando los descubrimientos de
Kepler y de Newton, que los dejaban obsoletos.
La solución contemporánea de lo local pasa, por el con­
trario, por la conexión, la acogida y la inclusión de todos
los otros, por muy pequeños que sean: la red escucha tanto
como habla. Vamos hacia lo universal por caminos inversos
de los que imponían los imperios. Los inmensos edificios,
cuya congelación mata el centro de las ciudades, estas am­
pliaciones, a la moda mimética y homotética de la rana, es­
tas inflaciones de planos dibujados por antiguos arquitec­
tos, ¿qué uso encontrarles, salvo, precisamente, el de mau­
soleo? ¿Por qué abrimos tantos muscos y trabajamos tan
poco en obras adaptadas a la hora de nuestra era? ¿Por qué
gobiernan los ancianos?
Porque las élites no comprenden el presente. En este sig­
no, que nunca engaña, podemos reconocer las grandes cri­
sis, entusiasmantes, de la historia: que los mejores expertos,
formados desde la infancia para ganar la última guerra, no
ven nada de la nueva.

142
Los mapamundis de los arquitectos de universos

Actualmente, se da el título de arquitecto a quien dibuja,


fotografía y monta pequeños chips miniaturizados; conec­
tando estas redes, teje, cose, esculpe o construye el cosmos
con microscopio. Ahí está el universo. Aquí la relación en­
tre lo local y lo global, nueva, es verdad, pero cercana a la
de los estoicos y del Renacimiento, cuando conspiraba la
repercusión recíproca de las cosas. ¡Cualquiera puede en­
contrar, esta mañana, por la calle, a los arquitectos del uni­
verso!
El arte de construir despega del ahí y pasa del azul del
plano que guiaba la mano de los albañiles para realizar un
espacio, cimentado en un lugar del mundo, al dibujo de un
mapamundi microscópico ae mil y un pliegues cuya red
abre espacios de transferencia en la virtualidad. Ahora vivi­
mos en esta virtualidad, cuya definición misma supone que
cada lugar debe repercutir con su conjunto.
Vayamos hacia las pirámides funerarias, cuya transparen­
cia repite, para enterrarlos mejor, nuestros olvidos pasados;
sí, incorporémonos al cortejo de luto, para festejar llorando,
el domingo, como en la misa de difuntos, la unción momi­
ficada de los paraísos perdidos, pero, durante la semana,
construyamos, o mejor dibujemos juntos, el nuevo adas,
con arabescos, stocks y circulación, y concibamos, juntos,
palabra, frase, lengua, imagen, ciencias, valores, informa­
ción... elementos similares dispuestos para fecundarse unos
a otros. La acumulación deja paso a la mezcla.

Vuelta al ahí

Mientras que antiguamente la acumulación decidía del


transporte y de la movilidad de lo que se conservaba, pues
el movimiento sólo se podía dar en el interior del stock, ac­
tualmente, la relación de los soportes con los transportes se
invierte, volviendo este último a ser esencial, com o siem­

143
pre. Qué importan los lugares de almacenamiento, ya que
nuestras redes los conectan juntos, por lo que pueden, si lo
deseamos, dispersarse tanto como las estaciones que inter­
cambian información entre ellas. Un banco de datos, míni­
mo, miniaturizado, podría contentarse con conservar un ele­
mento singular, en su propia morada: un libro, una palabra,
un cuadro, una divisa, una moneda... un individuo monádi-
co, César, Alejandro, Diógenes o un recién llegado, tú, mi
hijo o mi hermana, este ser ahí, glorificado u olvidado, rey o
miserable. Tú eres el Louvre, tú el más humilde, solo.
Cuando el stock se identifica con el flujo, las grandes
concentraciones se dispersan en singularidades. Por el uni­
verso o el planeta entero, las redes conectan a los indivi­
duos, tan diferentes como se quiera, siempre listos, si ven
que se equivocan, para coordinarse, de forma diferente y a
placer. Así como la filosofía de la sustancia aislada se en­
cuentra, sin paradojas, con la de la relación, así el universal
cuenta con el individuo. La mónada solitaria va hacia la
monadología que, a cambio, permite o construye la singu­
laridad de la mónada.
¿Quién piensa? La conexión universal. ¿Quién piensa
nuevamente? La insular singularidad. ¿Quién piensa por
fin? Una soledad ligada a lo universal de las islas.

El amo de los mapamundis

Pero de nuevo la tragedia sustituye al optimismo de estas


islas utópicas. ¿Quién mandará en el nuevo universo? ¿La
red misma? ¿Qué isla única, en la red? ¿El que la posea?
¿No damos razón, contra lo que antecede, a las prácticas de
la concentración y de la homotecia?
Como práctica de las acumulaciones actualizadas, ¿el ca­
pital corre el riesgo de no recuperarse de estos golpes posi­
bles o, por el contrario, se reforzará haciéndose él mismo
virtual y apropiándose del mundo de los posibles, sin lagu­
na ni excepción, es decir, del espacio, del tiempo, de las co­
sas, de los hombres, de la historia venidera? Volvemos a la
guerra total por la apropiación sin frontera.

144
El optimista dice que el universo se forma con islas. Te­
merosa de su destrucción, la tragedia se lamenta: ¿quién im­
pedirá a los que poseen ei poder y la gloria que impongan,
siempre y en todas partes, su verdad, pues se aseguran el
control de todas las operaciones de prolongación? ¿Su pu­
blicidad no propaga, no difunde su fuerza privada hacia to­
dos los públicos?
Para responder a estas preguntas, abandonemos los cana­
les para volvemos hacia los mensajes.

145
2

Encantamiento

La glona: mentir o decir la verdad

La información y la publicidad difunden y prolongan la


corta gloria de gallos de corral o de producciones locales, can­
tándola cara al universo, ¿Usted prefiere las noticias? Yo me

3 uedo con la pura propaganda. ¿Aunque propague falseda-


es, exagere, llene el espacio con clamores mediocres e imá­
genes f^as, haga pasar abominaciones por ambrosía de los
dioses, se multiplique de acuerdo con las leyes de la epide­
mia, intoxique y mienta siempre? Sí, hay que amarla a pesar
de todo. ¿Qué vicio le empuja a este elogio de la mentira?
Porque la publicidad muestra su marco, el cartel se exhi­
be en el interior de un cartucho recortado, porque el anun­
cio dura un intervalo definido, y que antes o después esta
caja de tiempo, alrededor de su parte de espacio o junto a
elú, dice o escribe que se trata de publicidad. Advierte leal­
mente de que advierte.

Mam del marco o del cartucho

‘ Hable, cuente esto o aquello: en el lenguaje así enuncia­


do y planteado se puede mentir o decir la verdad, exagerar,
engañar, intoxicar, es verdad. Pero si, antes de hablar dice:

147
esto que viene a continuación es un relato o una fábula, his­
toria, pura poesía, simple jactancia, el auditor o el lector,
por sí mismo e inmediatamente, rectifica su posición o su
escucha y adapta su crédito. Si miente después de haber ad­
vertido que lo que dice es historia, no le escuchará, igual
que si le engañase después de haber declarado que sólo se
trataría de fábulas.
Los lingüistas y los lógicos llaman metalenguaje a este
edicto previo, que no forma parte del enunciado de la fábu­
la o de la historia, como si un contenido se diferenciase del
sello aplicado sobre su continente; y así se llama porque
una etiqueta designa y califica, como en una caja, el lengua­
je que contiene esta última. Dibujar el plano de un marco o
no, he ahí el dilema.
Hablar de genialidad durante un anuncio chillón o du­
rante el telediario son dos frases totalmente diferentes: en
un caso, el auditor — o el lector— prepara su defensa instin­
tiva, porque el metalenguaje le ha advertido; en el segundo,
inocente e ingenuo, se entrega a la creencia inmediata indu­
cida por el lenguaje directo. Mienta: no tiene importancia
alguna en el primer caso; se trata de una decisión grave en
el segundo.
Hay que amar la publicidad, no por lo que dice, aunque
mienta siempre, o casi, como acabo de reconocer, sino por­
que confiesa la calidad de su canal mostrando la caja que
contiene el anuncio. Avisa de entrada de lo que va a decir,
previene que anunciará. Así sabemos inmediatamente qué
verdad estamos oyendo o la condición de las imágenes que
vemos. Incluso el más crédulo no se cree nada de verdad.
Es honesta, porque dice lo que es. Exactamente com o las

fmtas, cuyo cuerpo, vestimenta y actitud anuncian, desde


ejos, sus marcas distintivas: francas porque no se ve, en la
acera, que intenten hacerse pasar por monjas o damas de
beneficencia. La publicidad y las prostitutas son íntegras
como el oro en lo que se refiere al canal o al marco: por
ello, precisamente, los venden a precio de oro. Sobre la
mercancía, siempre cuidadosamente etiquetada, no enga­
ñan a nadie. Cuando el metalenguaje respira sinceridad,
qué importa en realidad el lenguaje.

148
Hay mentiras que engañan más que otras, o mejor, fun­
cionan, mientras que otras suprimen su guiño: mentira de
poca monta, cuando nos protege la advertencia, pero im­
portante en caso contrario. El mensaje mentiroso no tiene
ningún alcance, ya que todo es falso, ¿Qué puede haber
más práctico? Pocos discursos, pocas imágenes se pueden
juzgar tan fácilmente y a primera vista: basta con no com­
prar nunca lo que haga publicidad; este criterio de la cali­
dad no suele fallar, aférrese a él porque se basta a sí mismo.
Los mejores vinos del mundo, de Burdeos o de Borgoña,
prescinden de públicas jactancias. Hay que preferir con mu­
cho la publicidad que se reconoce como tal a la informa­
ción que sólo es publicidad y pretende ser información. La
mentira, pecado capital, no se encuentra en el mensaje, sino
en el canal.

Pían de batalla

Batámonos pues por el metalenguaje y sólo por él. No


hay que quedarse fascinado con el mensaje, con su senti­
do, con sü mítica o confusa quintaesencia, se trata de la
última guerra, acabada, perdida desde que los grandes y
los poderosos tocan a rebato. La lucha en primera línea,
)or la verdad del mensaje, se salda con una derrota desde
Eas primeras palabras de Satán a Eva, de Ulises a Aquiles,
grandes nombres, perennes, con mayúsculas, fruto de an­
tiguos publicistas. No la volvamos a emprender. ¿Por qué
perder nuestro tiempo? Hace varios milenios, la Odisea
trataba de vendemos un marino audaz y la litada un vale­
roso guerrero de pies ligeros, en realidad, sin duda, cobar­
des y vanidosos com o todos los militares fanfarrones y be­
licosos: ¿con qué habían pagado cada uno de ellos a su
bardo?
Mejor nos replegamos a la segunda línea, la del canal o el
metalenguaje: no sobre el reclamo, sino sobre el cartucho
que lo rodea, y después sobre los discursos que están fuera
del marco.

149
Límites de la caja: defensa inmunitaria

La verdad de la publicidad depende de sus límites. La in­


formación se detiene, ¡atención! pasamos a la publicidad.
Cartucho, delimitación en el espacio, marco como para la
obra de un pintor o el plano de una fortaleza, en lo que se
refiere a las imágenes, intervalo delimitado en el tiempo
para el parloteo: la propaganda se define, marca sus fronte­
ras, sus bordes y como se compartimenta bien, puede com­
prarse, venderse, negociarse, cambiarse, como cualquier
otro enser, envuelto en su caja. De este modo, los especta­
dores o auditores informados podemos reír y gozar ae sus
hallazgos y baladronadas; sin duda pierde eficacia con esta
lealtad que nos hace tomar distancia.
Compare todo esto con el sida. Atacados por los antibió­
ticos, los microbios o las bacterias pelean, tácticamente pri­
mero, en primera línea. Se hacen resistentes a la penicilina,
por ejemplo. Luego, cuando la guerra parece perdida en el
terreno de la infección, la eficacia de los virus se retira estra­
tégicamente a segunda línea y bloquea las propias defensas
inmunitarias. Ya no tenemos que defendemos de la enfer­
medad, sino de una metaenfermedad: el enemigo ataca la
construcción misma de la caja continente, y no los elemen­
tos contenidos. De la misma forma, la guerra, total, ataca
las defensas inmunitarias que el sello publicitario previo, fa­
vorece en cada uno de nosotros. Si los mensajes propagan­
dísticos invaden todo el espacio y todo el tiempo, sin mar­
co, cartucho ni intervalo, sin los límites de su plano, deja­
mos de reímos.
La publicidad, la de verdad, quiero decir, la falsa y men­
tirosa, la abominable y totalmente engañosa, presente por
todas partes, visible en todo lugar y audible en todo mo­
mento, pero imperceptible pues no lleva el sello, en lugar
de confesarse com o tal, anuncia, alto y claro, que se diferen­
cia de la publicidad en caja. Exactamente metamentirosa,
nos deja desprovistos de toda inmunidad. Su falsedad nace
de que se considera en el exterior de la caja. La publicidad

150
se detiene, ¡atención! pasamos a la información. Nadie es­
cucha ya el tambor, ni ve el sombrero y la pluma del tam­
borilero ni sabe qué grande paga para hacerse el importan­
te; todo el mundo se entrega, sin más defensas, a la creen­
cia en el hecho anunciado, y las putas se convierten en
damas de beneficencia, los criminales en angélicos y los la­
drones en regeneradores del género humano. Inocentes, no
nos enteramos de nada. La metamentira invade el espacio
de los signos, es decir, en este momento, el mundo.

Primera definición: prolongación

Nuestro lenguaje desvía la palabra publicidad de su senti­


do original, que no era el de propaganda, como lo entende­
mos ahora mismo, sino el de hacer público, exactamente
como ocurre con otras palabras del mismo sufijo: libertad
quiere decir lo que hace libres a los que tratan de serlo, o
igualdad, lo que une a los hombres que quieren vivir como
iguales. La mejor definición que se puede dar sería: la esen­
cia misma de la colectividad o de lo público.
Nuevo, el sentido de elogio o de propaganda se refiere
sin embargo a los asuntos privados: pagan los canales de ac­
ceso a lo público, comprando una caja definida, es decir,
privativa, para embellecer su imagen y aumentar su factura­
ción. Así negociada, esta ventana tiene como objetivo hacer
que se vea y se escuche lo privado en el mercado colectivo.
La caja de la que hablaba dibuja exactamente la prolonga­
ción de lo privado hacia lo público, uno de los caminos
más importantes desde lo local hacia lo global o desde un
punto al universo: un altavoz de voz muy alta. Es jurídica­
mente justo, moralmente bueno, y sobre todo verídico, tra­
zar exactamente el plano de la caja y de lo que contiene.
La publicidad lleva pues, de nuevo, un sentido falaz, ya
que más valdría llamarla privanza o privilegio, es decir, la
esencia misma de lo privado.
'Pregunta: ¿de quién o de qué depende precisamente lo
público? Respuesta actual, pero tan antigua como Adán y
Eva; de la propagación en sí mismo de la representación

151
que se hace de sí mismo. Los medios de comunicación tie­
nen ahora el monopolio de los caminos que permiten pasar
del conjunto de las personas privadas a lo público, en su
sentido más amplio. ¿Qué han dicho, por ejemplo, hoy al
medio día las diferentes cadenas de un país, sobre una per­
sonalidad, un grupo? Qué importa, han voceado su publi­
cidad, en su sentido ordinario, pero también en este último
sentido, más profundo, ya que una nación particular, un in­
dividuo singular, sí, un grupo de presión se procura una en­
trada en lo colectivo, en nuestra conciencia de lo que es o
de lo que hace lo público, por esta propagación, por esta di­
fusión, por estos canales dibujados en forma de haz o de es­
trella. Adivine ahora la ventaja de pasar, con este objetivo,
de los canales publicitarios a los de la información: ¡meta-
miente, que algo queda!
En otras palabras, mejores y más precisas, una localidad
se impone en el mundo; hinchándose de lo local a lo glo­
bal, invade, gracias al aviso, el universo: ¡obsérvese el origen
idéntico de estas dos últimas palabras! En las mencionadas
redes, vías conectadas por todas partes, estas voces constru­
yen lo universal. ¿La publicidad construye la verdad, pues
es la única que (dicen) puede pasar por universal? Un gru­
po, local y privado, entra en un amplio colectivo; como
ocupa su espacio, todos los demás desaparecen, excluidos.
¿Qué ocurre con esta exclusión?
La aparente comedia de la gloria ¿utiliza los mismos ca­
nales que la tragedia del poder?

Segunda definición, física

La información pasa a ser publicidad por omisión del


metalenguaje, como si repentinamente abierta la vieja caja
de Pandora extendiese mil males sobre el género humano,
pero también por otra razón, que ya no es lógica, sino físi­
ca. Llamamos información al conjunto de las noticias que
nos llegan del mundo por los canales de los diferentes me­
dios de comunicación; sin embargo, los sabios dan el mis­
mo nombre a una función definida y asignable de la rareza,

152
es decir, una cantidad, un número, puro y simple, que cre­
ce con la improbabilidad, que decrece al mismo tiempo
que ella. ¿Podemos encontrar alguna relación entre estos
dos sentidos?
Si hablamos de noticias, efectivamente, para que pasen
por los canales, tienen que manifestar alguna rareza: a nadie
se le ocurriría informamos de que sale el sol o de que el pre­
sidente come pan. Los dos sentidos se asemejan pues y la in­
formación usual está saturada de rareza, al igual que la de la
teoría. A la inversa, la publicidad repite, reitera, machaca, tar­
tamudea sin cesar las mismas viandas y las mismas nalgas.

Rareza de la rareza
Y sin embargo, esta evidencia, falsa, tiene que funcionar:
porque el contenido de información de dichas noticias cre­
ce hacia la nulidad, hacia la ausencia total de rareza; sí, tien­
de rápidamente hacia la publicidad. ¿Por qué? Porque reite­
ra, tartamudea, machaca. Pero ¿qué repite? Respuesta: la
ley. ¿Qué ley? (Hombre, la de la historia!
Tranquilamente, vive aquí, ocupado en leer, cavar el jar­
dín, podar ía viña, escribir, coser, nacer el amor, cortar len­
tamente «1 cuero y poner medias suelas a sus zapatos, aten­
to a lo que hace y, de repente, al otro lado de la pared, oye
gritos y clamores; despotrica contra el cernícalo, pero no se
altera por tan poco. Sin embargo, si el brusco estruendo
procede de una riña violenta, se levanta, corre a ver el espec­
táculo, abandonándolo todo. No todo el mundo es un mi­
rón de culos, pero todos los hombres acuden presuroso a la
vista de la lucha. Esta es la esencia del espectáculo, del tea­
tro, el resorte de toda llamada, de toda literatura también,
por supuesto, tan sencilla y fácil, 1a única ley de la historia:
ique corra la sangre, que mueran los hombres!

Tragedia delpoder: el crimen


Abra el periódico, encienda un receptor de radio o de te­
levisión. No, no haga nada; incluso antes de que algún me­
dio de comunicación escriba, diga o muestre algo, aquí es­

153
tán las noticias del día: violencias, duelos, catástrofes, bata­
llas, guerras, asesinatos, muertes y cadáveres; sobre todo, mu­
chos cuerpos tendidos, preferiblemente descuartizados. Des­
de que el mundo es mundo, la historia se entrega a U misma
publicidad, anuncia las mismas noticias, que datan de las dé-
cadas más arcaicas, diciendo y mostrando el crimen. ¿Hay
que suponer que la bestia humana se alimenta con sangre y
muestra a sus hijos su bebida o droga preferida?
¿Quieren leer las cuentas de la tragedia?: Aquí están: un
adolescente de catorce años ha visto ya, en las pantallas,
más de veinte mil crímenes: haga zapping con su televisor:
no pasarán más de unos minutos antes de asistir a un asesi­
nato; el anuncio de la próxima película elige preferiblemen­
te, para asegurar ía publicidad, las secuencias de crimen más
elaboradas y pedagógicas; como las tragedias, clásicas o ar­
caicas, dignas de suscitar el terror y la piedad, todo espectá­
culo, toda representación de hechos probados implica,
como mínimo, un asesinato, de las agencias al telediario de
la mañana, del mediodía o de la noche, las noticias pasan
en función del número de muertos y de la posible presenta­
ción de múltiples cadáveres, víctimas de asesinato. Con se­
mejante presión, ¿cómo no admirar en una población, so­
bre todo de jóvenes, sometidos a esta educación o forma­
ción permanente, que se entregue tan poco al asesinato,
desobedeciendo a sus padres, entregándose tan poco a las
delicias, tan alabadas del crimen? ¿Queremos convertir a
nuestros hijos en asesinos, incitándolos así al crimen?

Repetición

Por su tediosa repetición, el aprendizaje permanente del


crimen define el grado cero de la información, sin factores
inesperados, y la intención real de formación. ¿Qué interés
tiene para los responsables enseñar el asesinato?
Este mata a aquel: coloque un nombre bajo estos demos­
trativos y conseguirá la noticia del día. El Uno mata al
Otro: los filósofos anuncian que la ley de la historia, desde
hace tiempo, se describe lógicamente con esta dialéctica,

154
que no deja de repetirse, de machacarse, de hacer su publi­
cidad: grado cero de información gracias al asesinato. No se
preocupe, el nuevo mundo se adosa sin dificultades al anti­
guo, incluso a los más arcaicos. Aquiles, Ulises y tantos
otros que nuestros maestros nos obligaron a citar, son fa­
mosísimos asesinos.
Y durante las noticias, los nombres propios que sustitu­
yen a este o a aquel hacen tranquilamente su publicidad,
tanto más eficaz cuanto está bañada en sangre. Sólo la
enunciación siguiente pasa a ser una novedad o una rareza:
la historia corriente y las noticias del día dan publicidad a
lo que mata. Com o queríamos demostrar.

Invierta el punto de vista: la publicidad no está donde


está y está donde no está: esta es precisamente la definición
más antigua y mejor formalizada de la mentira, del error y
del engaño; el mismo Platón la dio. Creía usted que la pro­
paganda estaba encerrada en su caja y vemos salir de ella,
cual caja de Pandora, todos los males del mundo.
La mentira mana y se extiende, como la sangre, fuera de
su marco, sobre el mapamundi sin límites,
t

De nuevo elplano de la batalla

Desde que el arma atómica unlversalizó, en el espacio y


el tiempo, la guerra a la antigua, esta no se desarrolla tanto
en los campos de batalla, antiguamente delimitados como
cajas, en tierra, por mar o aire, o entre las estrellas; se desa­
rrolla menos con gran estruendo de choques y explosiones,
materiales y duros, que en el espacio de los signos, donde se
libra la de ahora, la guerra que ahora es blanda. Y no se li­
bra tanto sobre las diversas cajas de la publicidad local, don­
de el más rico compra y eso es todo, como en un mercado
regulado, sino donde, sobre todo, la eficacia se desgasta
más en función del sello leal que en la información fuera
del marco. La que se desea libre y objetiva se deriva del po­
der y de la gloria.

155
Todo lo que se dijo, en filosofía, sobre la fuerza y el dere­
cho, sobre el derecho del más fuerte y la creación de la so­
ciedad civil mediante contrato, lo reproduce palabra por pa­
labra, en este momento, la lucha competitiva a muerte en el
mercado de los signos. Lo que hoy se dice en él resulta de
esta batalla: el más fuerte hace hablar de él, se mide el po­
der por el ruido. La presión sobre el centímetro cuadrado
de papel impreso o el tiempo de escucha reproduce, lógica­
mente, en una transparencia aparente, la que se ejerció en
otros tiempo, físicamente, sobre un terreno, una ciudad,
un país, un hombre, un grupo, una nación, o sobre un pro­
ducto.

Plano de la propiedad

¿Cómo describir el régimen de propiedad sin hablar de


violencia? La violencia expulsa para instalarse en un espacio,
ahí. Sin dudarlo, Rousseau llama un cercado al objeto del
primer derecho de propiedad. En este lugar o esta caja, por la
fuerza o por derecho, cada uno vive en su casa. Y ahora, en
un espacio lógico, la batalla se libra alrededor de los signos.
Y para apropiarse de estos nuevos cercados, se puede de­
batir sobre los sentidos: probar, demostrar, convencer, en lo
que se refiere al contenido de los mensajes, de su verdad; en
segundo lugar, podemos emprendería con el sujeto mismo
sobre el que enuncia la boca: anatematizarlo, amordazarlo,
apresarlo, matarlo; en tercera línea, podemos echar mano al
canal o apropiamos del soporte de la señal: el sonido y el
ruido, las líneas o las ondas; de repente, todo lo que transi­
ta por él pertenece al que lo posee. Estas son, en resumen,
las estrategias antiguas y las nuevas. Las últimas, las mejores,
prefieren al debate o al dogma la compra, menos fatigosa,
más inocente, aparentemente sin violencia, ¡Los que po­
seen los canales denunciarán los dogmas!

Volvamos todos a nuestro cercado propio; ahí somos


amos de nuestros movimientos corporales y de su entorno:

156
podemos hacer el silencio si lo queremos o, si lo deseamos,
tocar el piano, cantar Manon o tocar la cometa. Una vez
traspasados los límites de la propiedad, el sonido llega al
otro y, como se suele decir, le molesta, trastorna su frágil in­
timidad o su quieta privacidad. Quien controla la emisión
de los ruidos que cruzan los muros será el amo del espacio.
Ya no se trata del mensaje, ni del canal, ni de las frecuen­
cias, sino del fenómeno físico, sonoro o luminoso, que ocu­
pa a placer los lugares de forma expandida o expansible,
que al invadirlo todo, designa las nuevas apropiaciones. El
amo del ruido lo ensucia todo y lo llama sonido limpio.
El que quiera conocer a su tirano, que preste oído a los rui­
dos más fuertes; escuchará, como un perro sentado, la voz
de su amo.
Este origen estercóreo del derecho de propiedad, excre­
mentos hediondos de clamores y de imágenes, viene del Pa­
rásito, nombre propio del que grita más fuerte, zumbando y
atronando, como canta el ruiseñor, por la noche, para cu­
brir su territorio, como mea el perro para marcar el suyo.
Los espacios virtuales se llenan de las basuras blandas de los
nuevos propietarios.

Un mapamundipara la verdad

A los antiguos desafios en los que se cimentaban las gran­


des potencias agrícolas, militares, políticas, industriales... su­
cede el imperio de los signos sobre el mundo. Objetivo: po­
seer el sentido de los mensajes; para ello, ser el amo de los
canales y dominar el material que hace posibles las circula­
ciones lógicas. En pocas palabras, controlar el conjunto de
los pasos de lo local a lo global, de lo privado a lo público,
de lo público a la humanidad entera: la red de todas las re­
des, las vías de lo universal. Y, de nuevo, ¿cómo definir la
verdad, si no es por la universalidad?
Aquí se juega, para la humanidad, el futuro de la verdad,
incluso para las ciencias, incluso para el derecho, incluso
para la formación. Como no es infrecuente en la historia, el
destino del mundo depende de un problema de filosofía.

157
Cuando hace estragos la guerra de la expresión o de la apro­
piación de los canales y de los materiales soporte de los
mensajes lógicos, lo verdadero pasa de estos últimos, evi­
dencia o certidumbre relativa a los contenidos, a los prime­
ros, mapas y planos de las redes, para convertirse en lo que
se extiende por todas partes, lo universal sin excepción.
Ahora bien, lo que se dice, sólo se dice en favor y para la
gloria de los poderosos, propietarios de los medios de co­
municación. Esta es la verdad simplemente dibujada sobre
el adas de estas redes, incluso antes de cualquier mensaje.
Se reduce al poder y a la gloria, y estas a la publicidad, y
esta al crimen. Hay que concebir pues la relación de lo ver­
dadero con la muerte.

Antigüedad de este nuevo mapamundi

La verdad se reduce a la circulación; exactamente a lo


que se coloca a la luz, se pone en escena, en imágenes y en
música, ante el universo. Volvamos a la definición que dio
de lo verdadero la Antigüedad griega; desvelada, la verdad
se reduce, decía, a lo que se coloca a plena luz. ¿Y qué co­
locaban los antiguos a la susodicha plena luz?
Ejemplo: que se haya demostrado históricamente que
Aquiles combatió realmente bajo las murallas de Troya o
que UÜses haya navegado, de hecho, por el mar Egeo o por
otros mares, no importaba en absoluto, desde el momento
en que Homero sacó estas hazañas a la visibilidad gloriosa
y bella de sus poemas, desde el momento en que inmortali­
zó a mortales muy comentes como si fueran héroes o semi-
dioses, desde el momento en que extrajo su recuerdo del
inevitable olvido en el que los habría sumergido la muerte,
desde el momento en que los trajo a esta orilla del Leteo,
río famoso que, tras la agonía, cruzaban los cadáveres, trán­
sito irreversible hacia otro mundo, tras el umbral del que ja­
más volvió ser humano alguno.
La ilustración luminosa los hacía volver atrás y cruzar de
nuevo las orillas del olvido. Aleteia describía esta victoria de
los resucitados sobre la muerte, las tinieblas y la amnesia.

158
En verdad, la verdad se reducía entonces a la notoriedad.
Bajo el nombre de ateté, los dueños de la verdad, en el hele­
nismo filosófico antiguo, sólo enseñaban la gloria, la publi­
cidad del poder, el poder de matar, pero de regresar de la au­
sencia después de la muerte. ¿Qué hay de nuevo? En Gre­
cia como aquí y ahora, verdadero quiere decir ilustre y
verdad la iluminación, es decir, la publicidad. Homero y al­
gunos reyes poseían los medios de comunicación, que glo­
rificaban a Aquiles y Ulises, tanto más célebres cuanto ma­
taron masivamente.
Mirad con toda vuestra atención la extraña transforma­
ción que sufren Aquiles y Ulises: cuando están muertos
para siempre, cuando los golpes de su espada no cercenan
las montañas y la roda de su barco ya no está entre Escila y
Caribdis, sobreviven en nuestras memorias, como los in­
mortales: sí, Homero los transformó en héroes y triunfó en
su empresa. En su sentido griego antiguo, la esencia de la
verdad consiste en esta apoteosis: convertir en dioses a estos
resucitados.
El fundamento de la verdad se confunde, en aquellos pri­
meros tiempos, con el politeísmo, cuyo mecanismo, ordi­
nario y fuerte, transforma a algunos hombres en dioses. La
tragedia'* mortífera, bañada en tenor y piedad, solía ser la
responsable de la metamorfosis, sacaba a un rey, un guerre­
ro o una mujer del sepulcro y, con sus ritmos mágicos trans­
formados en música, encandilaba divinamente a su espec­
tro translúcido. Así la historia se confunde con el mito.
Este es el camino del transporte de la muerte, ella de nue­
vo, hacia la inmortalidad, o de la sombra negra a la verdad
resplandeciente, de la tumba al escenario o de las tablas al
templo. Director de pompas fúnebres, Hermes recorre este
camino, o un médium cualquiera, palabra mágica, encanta­
miento rítmico o musical, prestigio de las imágenes y de las
máscaras, estatuas que se alzan de entre los muertos.
Las teorías de la luz com o signo de la verdad o de la vi­
sión com o sentido intuitivo de lo verdadero derivan de
esta injusticia negra, venida de la guerra por la gloria, siem­
pre ganada por los más fuertes, los únicos que pueden
buscar los focos, incluso después de la muerte. Dice la ver­

159
dad quien posee la claridad... ¡o ahora la ve lo cid a d de esta
luz!

Geometría, profecía

E ntonces, c o n dos truenos, bastante cercanos en el espa­


cio, novedades de las que nacim os, la verdad, en su acep ­
ción actual, apareció, en la z o n a griega co n la geom etría, y
en la zon a semítica con el D io s único. T uvim os que esperar,
efectivam ente, la aparición de otros dos m u n dos virtuales,
un o form al y abstracto y el otro en u n ciado p o r el m on oteís­
m o, para que existiesen o pudiéram os co n ceb ir falsos d io ­
ses, ya que, p o r una parte, la incredulidad filosófica se bur­
la de ellos y, p o r otra, el profetism o b íb lico , lu eg o cristiano
y m usulm án, considera engañosa esta fábrica social, en can ­
tadora de gloria y de inm ortalidad, rechazando esta base
m ortal y vio len ta de la verdad: el D io s verdadero proh íbe
las verdaderas m uertes, tragedias y sacrificios de ios que na­
cen los falsos dioses. N o es exactam ente o solam ente qu e el
D ios sea el ú n ico verdadero, sino que 110 h u b o verdad algu­
na antes de que existiese o se revelase; más todavía: que re­
sucitase, dejando que los m uertos entierren a sus m uertos.
El desan udam ien to del vín c u lo entre la m uerte y la ver­
dad abre la historia de nuestras ciencias y la de nuestras re­
ligiones. L o verdadero acontece de la m an o de los g e ó m e­
tras y de la b oca de los profetas.

El mapamundi encantado

A h o ra vivim os, a la escala glo b a l del m u n d o — iq u é re­


gresión!— , un estatuto de la verdad id én tico al de la G re­
cia más arcaica; en la luz, universal y verdadera, de la p e­
queña pantalla, bastante atestada de cadáveres y en la m a­
yor parte de los casos trágica, terrorífica y pen o sa, y po r
esta caja, esta tu m b a, teatro y tem p lo, fabricam os p eq u e­
ños dioses q u e só lo el eq u ivalen te d e un m o n o te ísm o , en
nuestras conductas colectivas, y un acrecen tam ien to de la

160
sabiduría, en nuestra formación, podrían considerar falsos
y mentirosos.
Enterrados vivos en el encantamiento mágico de un nue­
vo politeísmo, nuestras creencias se someten a él sobre todo
porque no lo vemos. ¿Por qué? Evidentemente, porque
abarca el universo, sin excepción, pero también porque
nuestros padres y nuestros maestros nos enseñaron a no
desconfiar de él, obligando a nuestra juventud a pronunciar
su elogio, en el arte, las ciencias humanas y la filosofía. For­
mados entre mitos, desde nuestra infancia, vivimos en ellos
y los creemos verídicos.
¿Puede emerger lo verdadero, bajo ía mirada del poder, y
cómo diferenciarlo de este encantamiento? ¿De dónde vie­
nen las verdaderas noticias? Planteado en otros tiempos ge­
nialmente por Cervantes, en una época en la que todavía
las armas superaban a las letras, vuelve el mismo interrogan­
te de la verdad: ¿quién encanta las cosas del mundo y
cómo? Ingenuo Sancho, dice el Caballero de la Triste Figu­
ra, ¿no ves que la varita mágica transformó a la divina Dul­
cinea en esta campesina tea y mugrienta, que corre tras su
asno? ¿Qué Hermes, qué Merlín convirtieron, a la inversa,
a esta hedionda maritornes en una hermosa princesa de en
sueño? ÍE1 universo entero, ríos, barcos, castillos, pueblos,
barberos, duques, campesinos y curas... se quedan congela­
dos en el encantamiento y se inmovilizan en su prisión!
¿Quién puede falsificar su lógica, o la del mito? Nadie.
¡Cóm o vuelve ahora el desencantamiento! La razón de­
bió criticar durante mucho tiempo a lo religioso por haber
encantado mágicamente el mundo y a los supersticiosos;
¿tendremos que pedir ahora a la historia de las religiones,
como a la de las ciencias, técnicas de exorcismo?

Las ciencias sorprendidas por el encantamiento

Porque el encantamiento de las redes, por la fuerza y para


la gloria, afecta también a las ciencias más verídicas y más
duras, antiguo y primer refugio de la verdad. Tan poderosas,
tan ricas y políticas, tan públicas y colectivas, tan determí-

161
nantes para el poder y la supervivencia de las empresas, tan
decisivas en el acceso al más alto rango social, tan trágicas
sobre todo desde Hiroshima — ¿cuántos millares de muer­
tos?— tienen ahora que hundir sus raíces en la publicidad,
tal y como se la consideraba antes: construyen, decidida­
mente, ellas también, la esencia misma de lo público.
Además, ¿quién sabe si un hallazgo se extiende porque es
verdadero o porque la persona, el grupo, la nación que lo
han descubierto controlan los canales y de ellos obtienen
gloria? La producción de la verdad dura yace, todavía, en
manos de los más fuertes. Así se da a conocer. Y más se da
a conocer como verdadera, más debemos presumir que al
que la extiende pertenece el canal por el que pasa, así como
su mensaje, emitido por su poder y para su gloria. Lo que
genera una duda radical.
¡Y la historia! La palabra estruendosa utilizada por los
griegos para designar el ruido esparcido por un nombre que
las bocas repiten, del que se derivan ilustres patronímicos,
Peri-cles para los hombres, Hera cles para los dioses, lo se­
guimos utilizando para Clío, la musa encargada de repartir
la fama: pone al descubierto la verdad, mítica, de la histo­
ria, mera gloria. ¡Conocíamos desde hace tiempo su relato
sorprendido por el encantamiento, incluso cuando relata la
historia de las ciencias! Clío, musa de la gloria, llena con su
ruido, también y sobre todo, la que estamos viviendo aho­
ra mismo.

Penetrando en la vida entera de la humanidad solidaria,


la cuestión de la verdad acaba, si podemos decirlo así,
como religión, y no únicamente en su historia. Com o en
otros tiempos, en la era de los mitos, el encantamiento ocu-
Í>a el lugar del vínculo social: estamos religados como en re-
igión, atados juntos por la liga de la historia.
¿Quién nos desencantará? La noche en la que nació la
era moderna, los portadores de mensajes, los Angeles me­
diadores, que por todo el universo recorren sin cesar las re­
des, se desembarazan definitivamente de la gloria: el canto
de su nuevo encantamiento la reserva para Dios mismo, el

162
altísimo, o, mejor aún, se la otorgan a la debilidad y a la po­
breza, a un recién nacido débil y miserable, al niño que to­
davía no puede hablar; esta nueva luz alumbra a media no­
che. La gloria a nadie más que al Ausente Inaccesible, invi­
sible y débil detrás de toda la miseria, y así alcanzamos la
paz, condición de la verdad.
Pero si nos falta la gloria, ¿cómo inventar un nuevo vín­
culo social? La tendremos que educar.

Meditaríany medicación

La cuestión de la verdad acaba en el desencanto, en una


desintoxicación, mejor aún, en el exorcismo. El idioma
francés hace que la meditación sea una expresión de la me­
dicación: que la primera tenga valor de cura de desintoxica­
ción. Como mínimo, de muerte y asesinato, de muerte uni­
versal. Como máximo, de la gloria: a Dios mismo, el diablo
le dice: te daré la gloria.
En otros tiempo, Rene Descartes se puso en escena, en su
casa, ante el fúego de su hogar o de su estufe, instalando
frente a él, como dramáticamente, al Diablo mismo, tram­
poso tan listo y tan astuto que encantaba todas las cosas y
todas las verdades, transformándolas a su aire. De ahí la
duda, radical y universal, a la que se decidió el filósofo: si
>rejuzgo que todo es falso, ¿quién garantizará la verdad de
Eo que pienso? Sólo Dios es bastante fuerte para declarar ja­
que mate al taumaturgo, una y otra vez. Así el filósofo escri­
bió sus Meditaciones.
¿Por qué pretendía que sólo Dios puede garantizar la ver­
dad? Habiendo bebido en la Antigüedad, Descartes la aban­
dona para conocerla más y para saber de los peligros o las
ilusiones engendrados por la maligna fábrica mágica del
mito. Doblemente griego, Descartes rechaza los falsos dio­
ses y confia en la geometría. Enlazando dos mundos, asocia
esta certeza, simple y fácil, demostrativa, con la tradición
proféüca del Dios verdadero porque es único. ¿Hemos in­
ventado otro anclaje de la verdad, realmente universal? Vi­
vimos en la misma encrucijada.

163
Dedicado a engañarme, el demonio maligno, que me en­
candila, ío puedo comprar ahora, para instalarlo permanen­
temente en mi casa, frente a mí, en mi estufa o mi chime­
nea, mago todopoderoso, que resuena en los multimedias.
Peor aún: en lugar de instalarlo en mi casa, ahora habito en
su puesto, cableado, encadenado.
¿Quién me librará de estas cadenas encantadoras? La en­
señanza, profética y geómetra.

164

I
3

Enseñanza

Batanee de las necesidades y de los medios

En los países ricos o pobres, al menos desde el punto de


vista financiero, las soluciones a los problemas que plan­
tean el paro, el hambre, la violencia, las enfermedades, las
crisis económicas, la explosión demográfica... dependen en
gran medida del desarrollo científico y cultural de las perso­
nas y efe los grupos: la innovación gobierna efectivamente
la economía. Y nosotros seguimos dando prioridad a esta
última, aunque sea más un resultado que una causa.
Todos los países del mundo, incluso los más ricos, ven en
consecuencia cómo su demanda de formación crece cada
año al menos en un diez por ciento, mientras que su presu­
puesto de enseñanza y formación, público o privado, cen­
tral o regional, saturado, no puede crecer.
Necesario y creciente, este desarrollo ve como decrecen
todos sus medios. Vivimos en la encrucijada en la que
se encuentran las necesidades que suben y los bienes que
bajan.
Todos los países del mundo, incluso los más pobres, vi­
ven en la era de las comunicaciones. Todos los países del
mundo, incluso los más ricos, no consagran casi ningún ca­
nal de comunicación a la enseñanza. Tenemos medios para
atender a esta necesidad de formación, prioritaria; para los

165
problemas más graves que conocemos y vivimos, tenemos
una solución, sencilla, que no utilizamos jamás.
La formación a distancia, con las tecnologías actuales,
cuesta menos que la enseñanza clásica, cuyo precio, demo­
ledor, no encuentra más que recursos que se van con­
sumiendo; se encuentra por todas partes a disposición de
todos.
¿Qué hacer? Decidirla.

Distancias vanas

¿Qué quiere decir: a distancia? Los primeros dibujos de


este adas tratan de resolver, en teoría, una cuestión de lugar:
¿dónde estar? ¿Dónde estamos?, pero además, ¿qué distan­
cias nos separan de los lugares a los que deseamos ir?
¿Dónde ir? ¿Cóm o? En la práctica, ¡cuántas fronteras,
distancias: geográfica, social, financiera, cultural, lingüísti­
ca... separan a los aspirantes del saber! Efectivamente,
nuestras tecnologías pueden abolir la primera, espacial; su
coste tan bajo y su flexibilidad reducen algunas barreras;
incluso sus virtualidades contribuyen a domesticar nuestra
timidez amedrentada, pero nunca las suprimiremos todas,
y menos la principal, que mide de las culturas y las cien­
cias la magnificencia y que sólo puede colmar el entusias­
mo por un entrenamiento austero. Razones de más para
luchar contra los poderes que levantan mil obstáculos ante
el saber.
Podemos pedir, por ejemplo, que mida esta distancia a
alguien que nació de un picapedrero y de la nieta de un fa­
bricante de matamoscas, cuyo origen, considerado bajo,
no predestinaba para nada a la Academia, o a otra perso­
na, abandonada por sus padres desde su nacimiento en la
inclusa y a quien esta desgracia, en el alba de la vida, no
predisponía en absoluto a proyectar una cadena de televi­
sión educativa; ambos responderán, supongo, con la espe­
ranza y el derecho a borrar los obstáculos y que el recorri­
do de largas distancias son lo más importante de la peda­
gogía.

166
Mapa para el viaje, en diferentes redes

El verbo viajar tiene ecos de la palabra pedagogía, que ha­


bla de un guía que acompaña al niño y dirige su aventura.
Desde siempre, la enseñanza plantea esta pregunta, a la que
puede responder un atlas: ¿en quéespacioy cómo desplazarse?
Recuerden: zarpábamos antaño nim bo a un saber miste­
rioso y lqano como una isla utópica, conservado en con­
centraciones y por monopolios, capital fijado, a veces, des­
de hace milenios, pero acrecentado cada día por ejércitos de
autores, conservado en bancos bien protegidos... ¡qué difí­
cil conquista, qué vallas tan altas había que franquear, qué
campo minado, qué severas eliminaciones! Y los viajes se
realizan ahora en un espacio diferente de utopía, en el que
vivir bloqueado, aquí o allá, por el trabajo, la familia, la po­
breza o el destino ya no impide comunicar con el exterior,
allá donde la sabiduría, móvil y extendida, llega fácilmente
para sumergir a los aprendices, que ya no se tienen que m o­
ver... y donde los docentes, a la inversa, se podrían conver­
tir en peregrinos.
ParaVeducir las distancias y allanar obstáculos, los docen­
tes sin fronteras, viajando por el espacio geográfico y el
cuerpo social, construyen estaciones, nuevas y universales,
de radio, de televisión por cable o satélite, de telefax, de co­
rreo electrónico... emisoras en continuo de programas de
formación, en todos los idiomas y para todos los temas...
utilizan todas las tecnologías disponibles. Innumerables, a
menudo desconocidos en el medio que está llamado a uti­
lizarlos, los sistemas abiertos de aprendizaje sólo se dirigen
todavía a un pequeñísimo número de elegidos. Estas redes
de comunicación: cable, videotexto, teléfono, módem, re­
des digitales, ordenadores, antenas de recepción de satéli­
tes,,, los materiales pedagógicos: casetes audio y vídeo, dis­
cos compactos, aplicaciones informáticas diversas... sí, el sa­
ber se vuelve ubicuo... más una extraordinaria proliferación
de inventos y de iniciativas sociales en materia de forma­
ción... se acumulan en una masa inmensa de medios trági-

167
camente infra utilizados; ¡tantos circuitos y agencias de via­
jes en este espacio, a un tiempo técnico y utópico, pronto
reunidos en una misma red... y tan pocas personas toman­
do ia salida!
Y como los mensajes dependen, más de lo que se piensa,
de los canales que los transmiten, pronto aparecerán sabe­
res y culturas independientes de los monopolios, del poder
y de la gloria de las personas y las naciones, y cuya difu­
sión extenderá, al contrario de los anteriores, la tolerancia y
ia paz.

Obstáculos

Utopía, dicen, y cómica además: pues el obstáculo prin­


cipal viene precisamente de las potencias que congelan las
distancias, monopolizando el saber, sus publicaciones, su
Ímblicidad, k innovación, las patentes, la gloria, el dinero...
os canales y las redes. Las comunicaciones de masas, por
otra parte, cuya propietaria es una sola cultura, la más rica
(¿no habría que decir a veces: pobre cultura de los ricos y
cultura opulenta de los miserables?) destruyen rápidamente
tas de los países pobres y los individuos desposeídos; inclu­
so las más ricas de algunos países ricos no están libres del
peligro de morir. Para salvarlas de la aniquilación, sólo uti­
lizábamos hasta ahora protecciones de museología, en las
que la conservación viene a ser otra forma de muerte, por
embalsamamiento y consumo turístico.
Hacer posible lo imposible, esta es la respuesta: ¿qué n o­
vedad, en la historia, ha aparecido nunca sin entusiasmo
utópico? Gracias a un contrato firmado entre las Naciones
Unidas esta isla existe, que yo sepa, independiente de ellas.
La U N ESC O , pues tal es su nombre, identificable con un
lugar, en el mapamundi, peto abarcándolo en su totalidad,
acaba de decidir la creación de una instancia abierta, univer­
sal, gracias a esta institución mundial, y virtual, por las tec­
nologías... o si se quiere, universal por las tecnologías y vir­
tual por la institución. Su égida garantiza una cierta autono­
mía al saber así compartido en el mundo y por los

168
hombres, así como a la escucha atenta de las culturas debi­
litadas.
Al igual que la ciencia y la cultura, o la información en
ambos sentidos, ya constituyen nuestra infraestructura o
nuestra condición general de vida, igualmente esta organi­
zación mundial para las ciencias, la educación y la cultura
realiza un proyecto fundamental, utópico y positivo, dejan­
do a otras instituciones paralelas la liquidación sangrienta
de la vieja historia.

La divisióny la desigualdad

¿Condición de vida? ¡Qué sueño! Y no obstante, la infor­


mación, expandida por todas partes, crea la realidad, en lu­
gar de expresarla, dirige la opinión pública, sustituye a me­
nudo al poder judicial, por no decir poli tico, procura perfi­
les rápidos y glorias efímeras, define la verdad, fabrica lo
sagrado por un uso intenso de los muertos... construye en
suma un universo intensivo por sus contenidos, extensivo
por su alcance, en el que los falsos dioses están interesados
en mantener a los mortales en la ignorancia, para asegurar­
se el d&minio en el ancho mundo y en la larga historia. El
poder pertenece a quien posee sus canales, de los que todo
se deriva, incluida la innovación científica y técnica, y cae
en la esclavitud quien carece de información, en sus dos
sentidos, común o raro, de datos y de instrucción.
Propio de los animales, el dominio embrutece al hombre
en el nombre, tanto si lo ejerce o lo padece como si lucha
por obtenerlo o conservarlo. La sabiduría libera del envile­
cimiento, aunque a veces embrutezca también, cuando se
une o se vende a los poderes. Para construir la igualdad en­
tre los individuos y los grupos, inventar un vínculo social
que minimice la violencia, pacificar el mundo y liberamos,
la única esperanza que nos queda, que sólo puede superar
la fe misma, reside en la formación.
¿Qué hacer? Sí, un solo proyecto en tres: formar, instruir,
educar. No dejar nunca de compartir la información.
¿Cómo? Un solo verbo activo y pasivo en lengua france­

169
sa, para el enseñante y para el enseñado, aprender/enseñar
debería describir una relación simétrica. Ninguno sabe más
que el otro, al menos siempre y para todas las cosas; sólo es
así a veces y en algunos puntos. Tiene entonces el deber de
compartir su ciencia y de intercambiarla con el que la igno­
ra, a cambio de lo que ignora. Dime cómo amasar la masa
del pan y te enseñaré física nuclear: así nos convertimos al
mismo tiempo en enseñantes y en enseñados; aprendemos
uno del otro, iguales en derecho. Equivalente, el intercam­
bio supone que al igual que los hombres, todos los saberes,
prácticos o teóricos, vienen a ser lo mismo, incluso aquellos
3ue la arrogancia no quiere reconocer, en razón de su con-
ición humilde y baja.
Todos los saberes son libres e iguales en derecho.

Patrimonio común de la humanidad

¿Por qué reconocerlos todos, sean cuales fueren? Porque


sólo existe la verdad al margen de toda forma de poder. Si
la posesión de una ciencia, si la retención de una informa­
ción es fuente de dominio, arrojad rápidamente a la papele­
ra esta protuberancia de violencia: lo verdadero nace al mar­
gen de ella. Sí todos los saberes vienen a ser lo mismo, nin­
guno es superior a los demás: la misma regla para los
hombre y para lo que saben; por muy miserable e ignoran­
te que se presente el enseñado, puede al menos enseñar a su
enseñante la miseria, información tan preciosa que no se
encuentra explicada ni descrita en libro alguno, si no está
inspirado. La ignorancia absoluta existe tan poco como la
sabiduría absoluta.
El docente plantea dos preguntas previas para escuchar
dos respuestas: ¿qué me querrías enseñar?, de donde se de­
duce la pregunta: ¿qué quieres, a cambio, aprender de mí?
Que el alumno se transforme primero en maestro, y el nue­
vo maestro aceptará convertirse a su vez en alumno. No
nos engañemos, cualquiera que hable, aunque esté solo,
ante un publico mudo, no encontrará qué decir, ni se senti­
rá elocuente si no escucha, bajo su voz, las preguntas sin pa­

170
labras de la asistencia; su discurso, secundario, responde: así
se gana una benevolencia que escucha sin obedecer. Previa­
mente al intercambio equilibrado reinan los parásitos.
Nombre sin gracia del contrato, la interactividad construye
el diálogo y la comunidad.
Sin compartir no hay formación, pues la sabiduría es una
continuación del poder, y la ciencia de la violencia, prolon­
gando la escala bestial de la jerarquía, por medios muy pa­
recidos a la fuerza. A la inversa, resulta de toda formación
el mestizaje de las buenas voluntades presentes. El maestro
puede así ejercer su maestría sobre los objetos de su arte o
de su experiencia, jamás sobre otros hombres, alumnos o
no: de no ser así, no se le podría diferenciar de un gángster.
Si además recluta a su alrededor, en alguna escuela o banda,
sus discípulos con los que gozar del poder que emana esta
sabiduría, ¿por qué no lo persigue la justicia por asociación
de malhechores? Que comparta, con sus alumnos, pero
también con los que pasan por ahí. Son ilícitos pues la con­
centración, apropiación o monopolio de la sabiduría y de la
información. ¡Que circulen, como el aire para respirar! Esta
exigencia de fluidez exige asimismo servidores, canales y re­
des. Allá donde se encuentren, acopladas, formación e in­
formación, no se separarán nunca más.
Basadas en la participación sin exclusivas, pertenecen a
todos: patrimonio común de la humanidad.

Planos de la isla de Utopia

Sueños y mentiras, repetid, desde el principio, en silen­


cio: iesta utopía no existió en ningún país ni en ningún
tiempo! Jerarquizado de sí mismo, el saber siempre contri­
buyó a levantar una escala social, tanto más rigurosa cuan­
to parece ir en función del mérito y la verdad. Qué impor­
ta, le digo: ¿no ve las necesidades y el impulso, que mil ini­
ciativas anuncian, listas para coordinarse? ¡Pero nada se
construye sobre sueños! Respuesta: isla o lugar que no figu­
ra en mapa alguno, Utopía debe esta ausencia a la contra­
dicción, lógica y física, cuyo principio gobierna el lugar:

171
yace ahí y, al mismo tiempo, no está. ¡Allí estamos! ¿No in­
cumplimos sin cesar esta ley, nosotros, habitantes de lo lo­
cal que rondamos por lo global, nosotros, con nuestras tec­
nologías conspiradoras, vivimos aquí pero allá, es decir, so­
bre una isla sin paradero? ¿Conocemos el instante propicio
de estos mapas sentimentales? Toda red se deriva de los an­
tiguos mapamundis para representar este atlas de utopía.
¡Pero no se trata únicamente de planos y de papel! No
del todo: como intención o proyecto, humano y político, a
continuación la utopía contraviene una vez más el princi­
pio de contradicción, físico y humano esta vez, que regula
el intercambio: en este país de jauja, se atan los perros con
longaniza y todo el mundo puede disfrutar de la mantequi­
lla y del dinero de la mantequilla. ¡Aquí estamos! Contrave­
nimos sin cesar la ley de los bienes y valores móviles, para
los cuales entregar y conservar, al mismo tiempo, ni es po­
sible ni es válido, en el campo del saber y de la informa­
ción, que podemos conservar para nosotros y acrecentar sin
duda cada vez que los entregamos. Compartir, extender
nuestra ciencia no impide que nos la quedemos, pródigos y
avaros al mismo tiempo: ¡tirémosla pues por la ventana (in­
cluso por la de la televisión)! Esta superabundancia nos
hace entrar en el país de Jauja, desbordante de abundancia
y de profusión.
¡Y así es desde que el mundo es mundo y la ciencia es cien­
cia! ¿Cómo nadie lo ha visto hasta ahora? Porque la sabidu­
ría nunca le dio su color a ninguna época. Y ha llegado su
hora. Dibujemos pues los planos de estos mágicos lugares.

La mejory la peor de las cosas

Nuevo obstáculo que me apunta un realista: opuesta a las


realidades virtuales, la vulgata, sobre este punto, recomienda
la presencia del cuerpo docente; los hombrecillos se apegan
a una persona, de modo que aprenden las matemáticas o la
historia paterna, como hablan su lengua materna. No hay
nada mejor que la relación cálida y vital del enseñado con el
enseñante, que Platón calificaba de relación del amante con

172
el amado; por este canal erótico pasan los saberes y las prác­
ticas, los juegos de manos, de lengua y de mente. Sí, la fiía
razón sólo se transmite con la carne y el fuego.
Nada se puede objetar. Sin embargo, la encamación de la
enseñanza en el cuerpo docente data de épocas en las que
sólo era portador del saber una persona excepcional: ancia­
no experimentado, sacerdote, maestro, autor... respetado,
consultado, venerado; se solía decir que a su muerte desapa­
recía una biblioteca entera. Esta añoranza significaba, a la in­
versa, que desde la invención de los nuevos soportes: escri­
tura, imprenta, libros y librerías... murió para siempre el
cuerpo vivo y presente, receptáculo o tabernáculo del saber.
Este es mi cuerpo: el libro que escribo es más la carne de mi
carne que mi propia carne. Y además, como el de un ángel,
este cuerpo sutil puede, virtualmente, partir, volar, hablar en
otros lugares sin el cuerpo presente. La enseñanza a distan­
cia nació con la escritura, para desarrollarse con la imprenta.
¿Presencial, dicen? ¿Qué anuncia el cuerpo docente, en
voz y hueso? ¡Simplemente lo virtual, que yo sepa! Sólo in­
dica, o significa, o muestra sombras: ausentes si se trata de
historia, formas y números en matemáticas, países descono­
cidos en geografía, sentidos y sintaxis arbitrarios en idio­
mas... Incluso el experimento de física, la reacción colorea­
da de la química, la rana que padece bajo el bisturí sólo es­
tán ahí por la ley, la fórmula o el dibujo de anatomía,
escritos en la pizarra, sobre el plano negro de su ausencia,
portadora de conocimiento virtual en su totalidad o en par­
te, modosita e ideal como una fotografía.

La remota antigüedad de lo virtual

Sí, está sin estar, ella también y sobre todo. Y fuera está
el universo al que nos arrastra. ¿Qué contenidos se podrían
adaptar m ejor a las imágenes, a las asambleas, a las institu­
ciones... virtuales que los del saber y la formación? Tras los
muros, los patios y los tejados, de la escuela o del campus,
cuya presencia densa confunde a tus ojos deslumbrados, se
oculta la verdadera vida, la única institución educativa; la

173
universidad virtual; entre paréntesis añado que utilizo por
supuesto el término de universidad en su sentido latín ori­
ginario de conjunto universal de todas las formaciones para
todo tipo de capacidades. ¿No ha existido desde siempre,
desde la Academia griega y las Ideas virtuales que mostraba
allí el filósofo geómetra?
No hay nada más precioso, en realidad, que la encama­
ción de los contenidos virtuales, pero nada más peligroso
también a veces: la fijación del afecto en una persona la
transforma en maestro, en gurú, en semidiós que hemos vis­
tos tratar a sus súbditos com o esclavos, subyugándolos; he­
mos visto también mil inteligencias sometidas de por vida
a locas ideas, pero aunque se trate de verdades, la rígida ad­
hesión no resulta ser mejor para la evolución de la investi­
gación y de la vivacidad venidera. Si los sabios se suelen
considerar como los propietarios de su especialidad, los do­
centes se apropian frecuentemente de sus alumnos, obliga­
dos a saber como ellos. Se escapa para siempre la libertad
de pensamiento. Si este último nunca arrebató su libertad a
nadie, el pensador lo hizo a veces.
No hay nada mejor, nada peor que lo presencial; sólo re­
cordamos lo mejor, y los grupos de presión y los corporati-
vismos nacen de estas influencias abusivas. ¿Cuántas veces
el maestro presente, odiado, impidió que tal o cual se inicia­
ra en tal o cual ciencia, odiada como él? Reconocedlo, que­
ridos colegas: no más estúpidos escándalos, ¡solamente vo­
luntarios! No hay nada peor, efectivamente, pero tampoco
nada mejor que lo virtual.
Desde que el viejo Esopo lo dijo de la lengua, todo me­
dio de comunicación es la mejor, paro también la peor de
las cosas. Encandila y también droga. Remedio para todo
veneno, veneno contra todo remedio, todos los canales son
iguales al principio.

Las técnicas toman el relevo


Ninguna técnica tiene posibilidades de extenderse si no
reactiva una aptitud, humana o cultural, ya presente. Los es­
pacios virtuales, hoy reticulados por los virtuosos técnicos

174
de la distancia y del tiempo abolidos en parte, están ocupa­
dos desde hace tiempo por todas las disciplinas del saber y
de las culturas. ¿Qué historiador, entrenado para entender
los mensajes grabados en los pergaminos contestadores por
generaciones de muertos, no los habita? Y las nociones abs­
tractas de las matemáticas, sin las que nuestra eficacia sobre
Jas cosas llamadas reales del mundo se desvanecería, ¿dón­
de están? ¿Con las sombras de la historia y de la literatura?
¿Y los conceptos de la filosofía? ¿Y las obras musicales? Pre­
sente en el centro de la clase, el maestro sólo está ahí en fun­
ción de otros espacios. Tal es el tejido y los arabescos de las
dos escuelas, la más nueva de las cuales es más antigua de lo
que se piensa.
¿Quién se podría extrañar, realmente, de enterarse, por te­
léfono, de un barrio a otro o a través de los continentes, de
las noticias del momento? ¿Quién no escucha cada noche las
llamadas del día? Mantenemos desde hace tiempo, por hilo,
sin hilo, por cable o satélite, conversaciones continuas entre
interlocutores dispersados por el espacio-tiempo del planeta,
labrado por el huso que escamotea un día. Cuando habla­
mos así, decía, ¿reflexionamos siempre sobre el lugar de la
conversación? ¿Tiene lugar aquí, donde hablo y escucho a
mi interlocutor, o allá lejos, donde mi amigo me pregunta y
me escucha, o en ambos lugares a la vez,futra y ahí, entre no­
sotros, al contrario del principio del tercero excluido, que
impide que un acontecimiento se produzca y no se produz­
ca en el mismo lugar y al mismo tiempo? Asimismo, cuando
organizamos una videoconferencia entre tres o cuatro, dis­
persos por Nueva Zelanda, Sudáfrica, Escandinavia y Fran­
cia, ¿dónde situar el punto de intersección de estas zonas?
Planteemos la cuestión del lugar a las diferentes redes de to­
das las técnicas de información, de comunicación y medio
de intercambio a distancia: estamos explotando, por medios
nuevos, nuestros antiguos hábitats virtuales, engendrados en
otros tiempos por la tecnología de la escritura y en ellos tra­
zamos caminos sobre mapas paradójicos que prolongan
nuestra participación desde lo local hacia el universo.
Volviendo a algunas meditaciones sobre los Ángeles, po­
blamos de dispositivos nuestro antiguo fuera de ahí [bors la].

175
El dispositivo desdefuera

¿Pero, qué fuera? Volvamos a antiguas técnicas: el marti­


llo trabaja y la pelota vuela, fuera del alcance de nuestros
brazos, el teléfono habla fuera del alcance de nuestra voz.
De estas dos distancias, una es cercana y visible, en la forja
o en el estadio y la otra se hace virtual a fuerza de alejamien­
to, ¿Qué loro no repite, por haberla escuchado, la frase sen­
tenciosa de la herramienta que prolonga el órgano? Para
que tuviera sentido, el miembro tendría que alargarse hasta
la longitud, mediocre, del martillo, luego considerable de la
pelota y, finalmente, inmensa del cable que da la vuelta al
mundo: ¿masculina jactancia fanfarrona de controlar?
¿Qué función prolongan una presa hidroeléctrica o una
central nuclear?
Obramos nosotros mismos, más bien, y sentimos el ex­
tremo de la maza o el cuero del balón que pasa, como el
ciego toca con el extremo de su bastón, como proyecto mis
palabras, a través del teléfono, en la lejanía, mientras que el
amigo se exterioriza hacia aquí: perdemos — en el sentido
en que pierde un vaso rajado— evadiéndonos de nosotros
mismos, fuera, y estos son nuestros dispositivos.
No somos seres del ahí: no sólo no solemos estar ahí,
sino que ni siquiera somos seres, porque salimos a placer de
nosotros mismos: pienso, actúo, trabajo, hablo, luego existofue­
ra de míyfuera de ahí. El cuerpo pierde o vierte fuera de sí sus
funciones, que se van a buscar fortuna por el mundo, noso­
tros sabemos lanzamos fuera de nosotros y por delante de
nosotros: tal es el sentido literal de la palabra ob-jet*. Así el
sujeto, personal o colectivo, se objetiva y aparecen las téc­
nicas.
Sabemos proyectamos tan bien sobre lo que hace tiem­
po llamé cuasi-objeto, ficha encargada de trazar entre noso­
tros las relaciones cuya red forma el grupo, que podemos

N. déla T.;jeter‘, lanzar, arrojar

176
formar igualmente un grupo a su alrededor: apuesta, feti­
che, mercancía... ¿qué institución no se proyecta en él o a él
se remite? Todas las técnicas nos llegan de esta capacidad,
individual y social, de distanciamietito y de extracción de sí.
La crítica de las técnicas, emana, a contrapelo, de un contra­
sentido sobre el lugar que asedia el estar ahí.

Lugares virtuales

En realidad, no estamos arraigados como los árboles, a


pesar de que toda la flora, aunque inmóvil, se fertilice por
turbulencias aleatorias del aire y siembre sus retoños en un
desorden caótico en el que sólo algunas circunstancias tie­
nen poder para anclarlos. A la inversa de las especies de la
fauna, cuyos migradores mismos no salen de las mismas ru­
tas, no nos contentamos con nichos ni caminos fijos: no so­
mos ganado. No somos seres que están ahí.
Madame Bovary somos todos nosotros. Maniatada en su
pueblo, en lugar de escaparse en sueños, como dicen los
que condenan a la mujer, habita, como todo el mundo, en
un lugar virtual; no esta habitación demasiado real, donde
su marido la irrita, ni tampoco la botica del tonto farmacéu­
tico, sino una combinación sutil de local actual y de global
impreciso, que se llamaba imaginación o deseo, cuando se
creía en las facultades del alma, y que designa exactamente
el hábitat de los contemporáneos, que recorre diferentes ca­
nales, como el de nuestros antepasados, a poco que hubie­
ran trabajado como marineros, soldados, jefes ae Estado,
jornaleros, misioneros, putas vulgívagas, banqueros, desho­
llinadores, diplomáticos, viajantes... ¿Por conductas tan co­
rrientes vale la pena arruinarse o suicidarse? Corresponsal
de periódico, el mediocre Homais se gana la cruz, porque
se extiende, a lo lejos, a través de la escritura, y Charles, mé­
dico y marido, no entiende nada de los sufrimientos de su
mujer, porque corre por los montes visitando enfermos...
Nadie está ahí, salvo ella.
Desde que salió de África, hace millones de años, el Homo
sapiens sapiens deambula por la tierra y habita en su cabeza,

177
al igual que Emma, nuestra hermana, prisionera en sus tie­
rras, habita un alma vagamente errante. Así es el hombre,
tan contrario a los seres vivos de flora y de fauna que, salvo
el mosquito y la gallina, se morirían al descender tres grados
de latitud: esos son los verdaderos seres que están ahí.
A la inversa, nosotros siempre estamos fuera de ahí.

El espacio virtual

Proyectado por nuestras costumbres, adaptado a nuestras


formas de vida, construido y suscitado entre nosotros; flo­
tante, global, tanto com o local; ausente, es verdad, pero
presente; técnico, al ir unido a construcciones, funciona­
mientos y conexiones de artefactos, y humano, a pesar de
todo, ya que nuestros grupos, antiguos, en él se encuentran,
mientras se van formando otros nuevos, el espacio virtual
no mantiene las mismas relaciones con el tiempo que el es­
pacio del mundo, sometido a lo simultáneo como a lo irre­
mediable; puede, efectivamente, negociar, a contratiempo,
un análisis que destruye en parte la obligación de simulta­
neidad, desincronizando la emisión y la recepción, por
ejemplo. Puedo escuchar mañana lo que me dijiste ayer, o
ver esta noche imágenes emitidas hace mucho. Hacemos
con ia actualidad presente lo que nuestros padres sólo po­
dían hacer con la historia: cortarla en trocitos, rehacerla, re­
comenzarla, plegarla tranquilamente.
El tiempo se convierte en una de las materias primas del
trabajo y de la enseñanza, como lo fueron antes el espacio
y cualquier otra materia, y no en su condición o exigencia
necesaria. Jugando con los husos horarios, la velocidad de
ios electrones o la de la luz, la flexibilidad de los intercam­
bios... aligeramos una vez más las necesidades que implica
el principio lógico según el cual es imposible que algo sea y
no sea al mismo tiempo. Tú hablas, yo puedo no escucharte,
ya que te grabo, para poder tener más adelante una audi­
ción tranquila y más atenta, mientras que esta noche convo­
caré al mismo tiempo, en un salón virtual y por una simul­
taneidad que he elegido yo y que no me viene impuesta por

178
lo que se llamaba antes el fluir o la naturaleza misma del
tiempo, a todos aquellos que me han dirigido un mensaje a
lo largo de todo el día. Como el del planeta, el espacio vir­
tual es un espacio-tiempo, con la salvedad de que puedo es­
tablecer algunas contracorrientes en la irreversibilidad del
transcurrir.
La ecuación del tiempo y del dinero utiliza sobre todo es­
tos espacios virtuales con vistas a perfiles monetarios rápi­
dos; sin embargo, las operaciones de comercio y de banca
precedieron también a las investigaciones sobre los algorit­
mos, lejanos antepasados de estas maquinarias. Hoy como
ayer, el control del espacio ayuda a ganar tiempo, pero tam­
bién sabiduría, todavía más preciosa.

El descubrimiento, la exploración, la explotación de los


espacios virtuales abiertos por estas distancias, largas, pero
rápidamente anuladas, fuera de mí y fuera del ahí, así como
la forma de vivir en ellos, de aprender en ellos, de trabajar
en ellos, prolongaron, en estas últimas décadas, la conquis­
ta, concluida, de las antiguas fronteras del mundo; una vez
que el espacio real no ofreció más lagunas para nuestros via­
jes, avenaras científicas e inventos técnicos, empezamos a
ocupamos de nuestros espacios virtuales, más todavía y más
eficazmente que del espacio astronómico, pero tan reales
como los jardines en los que Emraa tuvo un desliz. Sabién­
dolo sin quererlo, ¿Flaubert habría descrito, con los sueños
de Madame Bovary, las condiciones humanas estables, sin
memoria, en las que se instalan las técnicas nuevas? En la
misma fecha, el número de abonados al teléfono se vio fre­
nado, ¿lo sabían? por los maridos influyentes de estas socie­
dades de progreso, celosos de que esta herramienta sirviera
sobre todo a sus mujeres, para comunicarse con sus aman­
tes. ¡Mujeres, no salgáis, ni en sueños ni por teléfono! ¡No
hay virtualidad para Emma, soñada o técnica, sin ruina ni
suicidio! ¿El propio Flaubert intentó el verdadero proceso
Bovary?
• La anulación relativa de las distancias, que implican las
técnicas, y la maleabilidad del tiempo, suscitada por nues­

179
tras tecnologías, convierte este espacio virtual en el mejor
de los lugares de formación o en la más flexible de las escue­
las. Antes de que abarque al mundo, ¿entablaremos un pro­
ceso contra él nosotros también porque, como todos los ti­
pos de canales, se puede convertir en el peor de los lugares?
El propio Homais nos diría que fábrica medicamentos con
venenos.

Técnicasy tecnologías

El término tecnología designaba en otro tiempo, en fran­


cés, el estudio razonado de las herramientas y de las máqui­
nas, en un tratado discursivo sobre los artes y los oficios.
Bajo la influencia de los usos de la lengua inglesa y por ra­
zones, paralelas, de énfasis publicitario, parece utilizarse
cada vez más, en lugar del término técnica, y con el mismo
sentido que él. Deploramos la confusión y la pérdida de
una diferencia, útil, entre la cosa y su descripción.
Sobre todo porque necesitamos la palabra tecno-logía
para expresar las técnicas del discurso, al menos tanto como
el discurso sobre las técnicas. Mientras movilicen fuerzas a
escala entròpica, un martillo, una llave inglesa, una presa,
uñ motor de explosión, una bomba atómica... forman par­
te de las técnicas. La escritura, la imprenta, una máquina de
tratamiento de texto... manipulan, por su parte, fuerzas del
mismo orden con el fin de trabajar, mucho más ligeramen­
te, a escala informativa: pertenecen a las tecno-logías. La
arrogancia altiva de algunos acepta mal que se pueda colo­
car al mismo nivel una forja y una consola; y sin embargo,
tenemos dos bancos de trabajo similares, que se diferencian
únicamente en el orden de la energía, uno material, otro ló­
gico, técnico el uno y el otro tecnológico.
Este como aquel favorecen la salida de sí. La prolonga­
ción de los órganos de la que hablan los filósofos, cuando
se trata de una palanca o de un telescopio, sólo describe un
trayecto de nuestro exutorio: estamos, al final del camino,
en la punta del palo, en el parachoques del camión, en la
pantalla o la página, en los extremos de la línea telefónica.

180
Colmamos una distancia y allanamos los obstáculos.
¿Podemos soñar, repito, con mejor armonía entre la técnica
y la instrucción, pues ambas atraviesan espacios difíciles?
Incluso los sociales: ¿no queremos que los nombres confra­
ternicen?

¿Fin del estar ahí?

Esta doble salida de sí confirma, en primer lugar, el fin


del estar ahí. Sin embargo, ni una ni otro datan de ayer, ni
del invento, más o menos reciente, de tal o cual técnica o
tecnología, ya que nuestra memoria cultural tos menciona
desde Ulises y Gilgamesh, viajeros extraviados por tierra y
mar, relatores, más o menos mitómanos, de aventuras rea­
les o imaginarias, en tierras conocidas y desconocidas, y que
nuestra ciencia los conoce desde los primeros paseos vaga­
bundos de Sapiens sapiens desparramándose por el planeta,
fuera de su cuna africana; ni habita ni emigra: va errante, en
busca de sal y de comida, del golfo Pérsico a España, como
busca en nuestros días saber o información por nuestros ca­
nales. ¿Dejó nunca, viviendo aquí o allá, de recorrer el glo­
bo y los'espacios virtuales?
Todo lo contrario, el estar ahí emerge tarde, en el neolíti­
co, de las técnicas de la agricultura y se vincula a unas téc­
nicas particulares. Sí, actualmente vivimos dos desaparicio­
nes, relativas y contemporáneas: la de la agricultura, como
técnica dominante de nuestras culturas, y la del estar ahí,
como intervalo antropológico breve. De pronto, conecta­
mos con el fuera de ahí de nuestros primeros antepasados,
que nunca olvidamos realmente. Exilados, sin cobijo, fui­
mos excluidos del jardín.
Esta saÜda fuera de sí afecta también, y mortalmente, ya
lo he comentado, a las mencionadas facultades del sujeto.
Porque no disponemos solamente de tecno-Iogías del dis­
curso, sino de sonido e imagen, de conservación de los
stocks, de bancos de datos, de sistemas expertos... Para com­
binar la cabra con el conejo y obtener una quimera, habla­
mos, por ejemplo, de inteligencia artificial, acercando esta

181
arcaica psicología de las facultades, convertida en tic del
lenguaje, a capacidades prácticas que, fieros defensores de
lo contemporáneo, habíamos olvidado que nunca dejaron
de existir, mientras que dichas facultades, por el contrario,
jamás existieron en ese sujeto soporte que algunos vanido­
sos inventaron para ellas. ¿Dónde observar la memoria, repi­
to, si no es en los libros y en las huellas dejadas precisamen­
te para perdurar, surcos labrados sobre las tablillas mesopo-
támicas o los discos magnéticos? ¿Dónde, la imaginación, si
no es en la pintura, los dibujos, los espejos, el cine, la foto­
grafía, las pantallas de todo tipo, de las grutas de Lascaux a
mi ordenador? ¿Dónde, la inteligencia, si no es en el gno­
mon babilonio y griego o en alguna aplicación informática?
¿Los contemporáneos me perdonarán que remiende un
desgarrón tan amplio?
Admitan que existen tecnologías del espíritu, y compro­
barán en primer lugar la poderosa continuidad de su histo­
ria desde la antigüedad más remota y verán a continuación
cómo ese espíritu desciende, en su lugar, a las cosas mismas
y al mundo del que somos una parte total. ¡La enseñanza a
distancia nos sumerge en las facultades!

Antiguos planos de instituciones

Esta salida de sí, individual, va acompañada por la mis­


ma capacidad, social o colectiva, de reunirse en un lugar in­
definido y no cartografiable. De donde se deduce un cam­
bio, no sólo en nuestra forma de enseñar, sino en general en
todas nuestras instituciones. ¿Cómo se proyecta un grupo
también fuera de ahfí
Flaubert convoca, alrededor de Emma, a quien no le im­
porta un bledo, al cura, un marqués, un notario y al botica­
rio, representantes notables de las instituciones, antiguo tér­
mino cuya etimología denota y describe también un equili­
brio estable en o sobre una plaza. Religiosa, política,
judicial, científica... pero también militar, financiera, co­
mercial, industrial, deportiva... la institución tiene su sede
en un edificio: templo, catedral, ayuntamiento o capitolio,

182
escuela, palacio de justicia, laboratorio o leonera... cuartel,
nave, banco, fábrica, bolsa, campus, gimnasio... espacios
construidos de acuerdo con un plano arquitectónico, cerra­
do casi siempre, en el que el grupo tiene potestad para reu­
nirse y dividirse, para contemplarse, como espectáculo y
como espectador. Ejemplo elemental: en una institución
primaria, fundamental, enseña el maestro.
Pero la sociedad se puede reconocer sin reunirse siempre
localmente o físicamente, y lo hará como siempre lo hizo,
ahora y siempre. La pasión que ata a la radio o a la televi­
sión a tantísimos contemporáneos no nace, faltaría más, del
hechizo del sonido ni del prestigio de las imágenes, exagera­
dos, sino de las nuevas formas die reunirse. Cada uno se pro-
yecta en el espacio virtual que aparece en la caja y habita, se­
gún los casos, en el Elíseo o la Casa Blanca, en el estadio o
en el plato, con tal naturalidad que habita estos múltiples
hábitats virtuales más y mejor que su propia casa y frecuen­
ta, a distancia y virtualmente, cien personas que colman su
soledad, aunque nunca se encontrará en su presencia.
¿Quién no ha experimentado, cuando conoce a una de
ellas, una familiaridad a veces más fuerte que la que le une
a un allegado?
Los espacios virtuales nos reúnen virtualmente; eso no
quiere decir vana y falsamente. ¿Eran más reales las antiguas
asambleas? Tendremos que decir quién es el prójimo.

Instituciones virtuales

El maestro enseña en la escuela, visible, venerable y a ve­


ces pacífica institución. El arquitecto hace el plano y dirige
la construcción de estas instituciones, con cimientos esta­
bles, muros inmóviles, y tejado, visible desde lejos: esta es
una definición real. Hace poco visibles y edificables con
materia dura, las escuelas, quizá los tribunales, las diferentes
asambleas, las empresas, probablemente, por una nueva de­
finición del trabajo, las bolsas de valores y de trabajo, difú-
minan las distancias en el espacio real y reúnen, en espacios
imposibles de asignar, grupos virtuales. Este último adjetivo

183
pronto caerá en desuso y nuestros idiomas designarán ma­
ñana, con las antiguas palabras de colegio o campus, de ofi­
cina o fábrica, de iglesia, de bolsa, de instancia o de admi­
nistración... lo que ahora nos parece, si puedo decirlo así,
ex-tituciones, colectividades que ya sólo necesitarán como
arquitecto al diseñador de circuitos, de pequeñas y grandes
reaes de comunicación, por las que estas asociaciones se ha­
cen y se deshacen. En las escuelas virtuales, invisibles en el
espacio del mundo, ¿qué puede haber más normal que
compartir números, historias, idiomas, recetas, direcciones
o trucos... cuasi objetos ausentes?
Al igual que los espacios del mundo, percibidos o vivi­
dos, los espacios sociales se deslizan hacia lo virtual, para
que podamos levantarle mapas, flotantes.

Antigüedad de las tekinstituáones

Para zurcir de nuevo los dos mundos, ¿quieren ver, me­


jor de lejos que de muy cerca, la formación de un colectivo
fuerte por un cuasi objeto técnico, exterior a cada uno y a
todos, y cuya función, poco a poco, se desvanece en la ima­
gen? Aquí está: cada nueve años, los antiguos atenienses de­
bían enviar a Creta un tributo de siete doncellas y siete mu­
chachos, víctimas destinadas a ser devoradas por el Mino-
tauro, y obedecieron a este monstruo hasta que Teseo, al
matarlo, los liberó de esta deuda odiosa; a partir de aquel
día, agradecidos a los dioses, enviaron el mismo barco a Dé­
los, en una peregrinación durante la cual no se debía ejecu­
tar ninguna sentencia de muerte. La costumbre duró tanto
tiempo que el barco se desgastó.
Esta historia, tan común, de sacrificios humanos suspen­
didos para la salvaguardia común, suele olvidar el creador
de relaciones entre el continente y las islas, este barco de Te-
seo que los mismos atenienses reparaban indefinidamente
para que siguiera siendo el mismo, como se remienda y zur­
ce sin cesar la misma red política: al margen de su desgaste,
y de las vías que los marineros reparan sin cesar, la perma­
nencia del barco garantiza la del contrato social, al margen

184
de sus desgarrones. Que la suerte de la ciudad vaya unida a
un barco... ¿qué puede haber m is normal para una ciudad
comercial y marítima? Evidentemente, pero bajo la imagen
convencional, la existencia misma del vínculo o del contra­
to colectivos se proyecta en este cuasi objeto, interminable­
mente reparado, zarpando hacia alta mar.
Como Roma ya no estaba en Roma, Atenas salió: vivió
en el barco de Teseo, por los parajes de Creta y de las Cicla­
das, donde los representantes, víctimas, se transformaron
en peregrinos. Fuera de sí, Atenas se representa ya, virtual­
mente, com o una tele-polis, embarcada en esta nave. ¿No re­
conoce, en estas doncellas y estos muchachos, a los alum­
nos de la Paideia griega y de la nuestra, virtualmente aleja­
dos de la tierra? ¿A qué redes de virtualidad anudadas
alrededor de qué lanzadera espacial confiamos ahora la re­
paración indefinida de nuestros vínculos, tan colectivos
como objetivos?

Mapamundi de enseñanza virtual

En un establecimiento de enseñanza no hay una sola ac­


tividad que necesite realmente la antigua arquitectura, pre­
sente únicamente para la idea antigua de institución, y no
por sus funciones, que necesite pues un edificio, cuatro pa­
redes, salas cerradas en forma de cuadrado o de anfiteatro y
pupitres dispuestos en paralelo para mirar hacia el maes­
tro... ¿Qué relación tiene este plano, este proyecto, esta ma­
queta, en el exterior como en el interior, con la difusión de
un saber o de un conocimiento cualquiera, en la que los
flujos y los programas se intercambian y se comparten?
¿Toda esta materia dura tiene algo que ver con esta realidad
tan blanda? ¿Esta circunstancia tan pesada y lenta ifcctí en
algo a materia tan rápida y ligera? ¿Qué puede haber más
volátil que una demostración, un relato y sus figuras retóri­
cas? Podemos pues reunimos en lugares virtuales para anu­
dar estos flujos en circulación,
¿Hay que exceptuar el laboratorio de física, de química y
de historia natural, el taller de formación profesional, donde

185
la experiencia directa sigue siendo insustituible? ¿No tienden
las simulaciones por ordenador a sustituir a la experimenta­
ción? ¿Desde cuándo esta última no tiene demasiado que ver
con la experiencia directa? ¿Desde la era nuclear y de los ge­
nes bioquímicos o desde el siglo clásico, con sus experiencias
de pensamiento que pocas veces se hicieron realidad? ¿Qué
oficio se puede pasar ahora de estas tecnologías? ¿Cuántos ni­
ños respirarían aliviados al no tener que soportar, por fin, las
relaciones violentas y brutales del patio de recreo y el ajetreo
de los viajes pendulares de ida y vuelta hacia y desde la escue­
la en las grandes ciudades atestadas? Devolvamos pues, a
quien la solicite, la experiencia indispensable y dispensemos
ae la presencia si estas cosas vinieran a faltar.
Como el conjunto de la red ofrece la posibilidad de arre­
glar o combinar a placer las estaciones y los canales, ayer es­
tuvimos cuatro millones escuchando este curso, mañana se­
remos sólo cien mil o todavía menos... Una clase clásica es
más o menos estable, porque reúne a un número dado de
personas en un lugar; construida con materia dura, como la
escuela, es una institución, mientras que si es virtual, su di­
bujo espacial y el número de personas que reúne fluctúan,
de modo que su plano, siempre diferente, sigue siendo el
mismo a pesar de todo: es como la nave de Teseo, estable,
pero siempre nueva. ¿Quieren ver este mapa? Recorten una
parte cualquiera de la red y verán, de nuevo, con su anima­
ción, un incendio, de una casa o de un bosque, que llamea,
la primavera que vuelve a un valle o a una isla floral...
Estas proyecciones, como se dice en cartografía, este per­
fil móvil, volátil mejor, del mapamundi de las comunica­
ciones es válido para cualquier institución virtual: escuela,
empresa, banca, bolsa, iglesia, cualquier representación o
espectáculo, como perfil variable de la red general o combi­
naciones de cualquier parte de sus elementos. El mapamun­
di de la enseñanza virtual se ciñe al mapamundi virtual uni­
versal, como conjunto de las partes de la red. Tierra de for­
mas fluctuantes en un océano abierto, tal es el archipiélago
de la utopía.
Al recuperar la flexibilidad y la fluidez, ¿nuestras relacio­
nes conquistarán alguna libertad?

186
Duro y pesado, blandoy ligero

Definidas, planificadas, construidas en un lugar del espa­


cio usual, pedregosas, las instituciones aportan estabilidad a
un grupo dado, así como una relativa lentitud a su historia,
cuyo tiempo se ancla en el espacio o se inmoviliza en un lu­
gar, y cuyas relaciones, volátiles, adquieren peso con la ar­
quitectura. Las mismas funciones relaciónales pueden flotar
ahora como un estandarte o una llama que danza al viento,
según el perfil de la red y su propio perfil. El poder pertene­
ce a quien domine esta volatilidad. Antiguamente más fijas,
las formas mezclan sus límites en un dibujo atigrado, mati­
zado, tornasolado, variable y variado. ¡La inteligencia para
quien perciba la mezcla! No se trata del mismo espacio ni
del mismo tiempo ni, en definitiva, del mismo mundo: el
antiguo, duro, remedaba la casa, local, y el nuevo, blando,
fluctúa como el clima. El éxito contradictorio de las nuevas
meteorologías, en una sociedad que vive y trabaja en el in­
terior y que ha perdido hasta el recuerdo de las inclemen­
cias, viene de que reconocemos nuestro destino corriendo
por esto^ dibujos movedizos y fluidos. Por esta razón he
querido trazar el mapamundi, antiguo como el mundo,
pero finamente contemporáneo, en el atlas de hoy.
¿Han observado que nuestra sabia lengua dice que lo frá­
gil supone, porque se rompe, un material sóüdo? ¿Como lo
fluido no se puede quebrar dura más y mejor que lo rígido?
Sí, pues podemos observar que las riberas se hunden, que
las montañas se desgastan y se derrumban, que las rocas se
disuelven, mientras que no les falta una gota a los ríos ni al
mar, ni un soplo al viento, a pesar de sus locas turbulencias,
o quizá gracias a ellas y a su suma recuperada. ¿Lo duro
dura menos que lo blando? ¿Lo volátil, aparentemente dé­
bil como un suspiro, permanece de forma duradera?
Antes, lo pesado ocultaba lo ligero; la pesadez podía ca­
recer de gracia; mañana lo blando carecerá de dureza: los
que procesan mensajes y expedientes ya tienen una falta de
experiencia que roza lo tragicómico. ¿Qué opción ha paga-

187
do o pagará más caro? De nuevo la bandera ondea al vien­
to: ¿no habíamos dicho que la tela imita a la vida? Los ena­
morados de los flujos y de las inteligencias rápidas, que a ve­
ces deberán volver a la paciencia de las piedras, no echarán
demasiado de menos el peso lento de los morrillos y de los
muertos.

La red únicay elfin de los monopolios

¿Por qué? Porque la conexión de todos los medios en


una red, que sea única, que fluidifique de forma creciente
los tránsitos, no puede no tener como consecuencia el des­
moronamiento de los obstáculos, las ventanillas, las conce­
siones, las apropiaciones de cualquier orden, es decir, los
monopolios del saber. Laissezfaire, laissez passer\ ¿por qué la
divisa del libre cambio no se iba a aplicar también a lo que
más importa hoy en día? Asombraos hasta el escándalo de
ía expresión corriente: banco de datos; sí se trata, realmen­
te, de dar’1', ¿a qué vienen capitales y banqueros? ¿Se nego­
cian los regalos?
Guardado, dado, acrecentado al mismo tiempo, el saber
circula gratuitamente com o una propiedad de la humani­
dad. Quien se lo apropie debe ser perseguido ante los tribu­
nales: la venta del saber, de la formación o de la informa­
ción es un robo. La enseñanza virtual o a distancia está
abierta y es gratis, quien lo desee se sirve libremente.

La red del vínculo social

La mayor esperanza utópica de la empresa reside en tejer


de nuevo, en y por la red, el vínculo social en general: en lu­
gar de reducirlo a las relaciones de fuerza y de jerarquía, de
dinero, de violencia y de asesinatos, la red de información
y de intercambio contribuye a trenzarlo con nuevos cabos
procedentes de iniciativas imaginativas.

* N. dt la T.; Banque de données’, base de datos; donner, dar

188
¡Otra utopía grandiosa y loca! Está claro, todos los pode­
res pertenecen a los que controlan lo duro y lo blando, en
particular, lo volátil que, al transitar rápidamente por la red,
no tropieza con ningún contrapoder: a los propios medios
de comunicación que controlan, en los mensajes, el poder
[Persuasivo de la seducción; a la ciencia que controla su va-
or de verdad; finalmente, al derecho, a quien corresponde
lo performativo. Es imposible gustar sin gloria, decir false­
dades, vivir fuera de la ley. Ninguna fuerza blanda equilibra
estas potencias. Podríamos decir incluso que la red como tal
piensa, sabe, domina, juzga, crea el espacio y el tiempo, los
poderes y la historia, los valores y lo sagrado, que es el
vínculo social mismo.
Respuesta tímida que llega a pasitos de paloma: el siste­
ma abierto universal de formación y de enseñanza pone,
precisamente, a disposición de todos, como derechohabien-
tes, estos tres poderes conjugados.
¡Utopía por fin! Todas las instituciones, desde el alba de
la historia, se basan en la violencia y en la apropiación que
la precede o que la sigue. En caso de que el saber se vuelva
tan precioso que domine nuestro tiempo, será inevitable­
mente objeto de conflictos feroces para que el vencedor se
lo apropk. Habrá que irse a la guerra y encontrar otros con­
tratos.

La red: capacidad de todos

Los medios de comunicación desarrollan espacios virtua­


les, Experimentando menos de lo que simulan que hacen y
ocupándose de los posible más que de lo real, las ciencias se
desarrollan en la actualidad también en espacios virtuales.
El derecho regula las conductas posibles. Y todo poder po­
lítico consiste, desde siempre, en el arte y la capacidad de lo
posible y de lo virtual. Así pues, el poder tiende a caer en las
redes de los medios de comunicación, en los posibles de la
ciencia y en las reglas del derecho.
Al afectar, localmente, a cada individuo y al trazar nume­
rosos caminos, directos e inversos, de lo local a lo global,

189
nuestras redes, tecnológicas, tienden, poco a poco, a susti­
tuir a las antiguas grandes instancias o instituciones respon­
sables de lo global: Estados, Derechos, Iglesias, Bancos y
Bolsas, Escuelas y Universidades. Tras la revolución indus­
trial, la nueva revolución tecnológica se refiere exactamente
a la construcción de un universo. La innovación afecta me­
nos al trabajo, la producción, o incluso el comercio, que al
conjunto de los vínculos entre lo local y lo global. Lo que
permanecía cegado y oculto en las instituciones, siendo
fuente de representación, se materializa, se vuelve presente
y visible, en tiempo real. Esta realidad del tiempo duplica y
refuerza todo lo que es virtual en los espacios.
Para formar lo colectivo, la antigua técnica apelaba al
cuasi objeto, elemento encargado de trazar las relaciones en
el seno del grupo: estatua en procesión, dinero, pelota, fi­
cha... la red invisible aparecía, por estallidos y ocultaciones,
en el momento del tránsito, rápido o lento, deslumbrante
de este testigo de nuestra existencia colectiva. Ahora, visi­
ble, construida, útil, fascinante... la red se Ínstala entre no­
sotros, más aún, habitamos en ella. ¿Cómo quieren que no
haya tendencia a apelar a las antiguas técnicas o institucio­
nes sociales, cuanto estas tenían como objetivo hacer apare­
cer la red misma de nuestros vínculos, damos la percep­
ción, al menos instantánea, de que existía? Ya no tenemos
necesidad de probar que existe: ¡ahí está! La fascinación
S ue ejercen los medios de comunicación no depende tanto
el sonido o de las imágenes como del descubrimiento des­
lumbrante de que existimos colectivamente de acuerdo con
las relaciones que hemos construido por fin. Com o el con­
junto de los cuasi objetos circulan por estas redes, ¿qué ne­
cesidad tenemos de los demás?
Así encontramos su capacidad de destruir o de sustituir,
para bien y para mal, a la política, la religión, el derecho, la
cultura y el saber; las relaciones de violencia y de fuerza; el
comercio y el dinero-, tres instancias encargadas, desde el
alba de la historia, de hacer aparecer y de forjar el vínculo
social. Porque estas instituciones y las personas que las fre­
cuentaban recibían antiguamente sus funciones y sus pode­
res de una circunstancia: no sabíamos trazar los caminos de

190
lo local a lo global e ignorábamos incluso lo que este últi­
mo significaba. Y ahora los trazamos cada día y seguimos,
en tiempo real, su cableado. El que controla esta red, que va
de lo local a lo global, porque acapara todos los poderes,
sustituye a la política; porque tiene todos los derechos sus­
tituye a lo judicial; porque lo sabe todo, sustituye a la sabi­
duría; porque hace funcionar su máquina de fabricar dioses
posee lo sagrado; elige los lugares de la violencia; hace cre­
cer o no el comercio y el intercambio.
La red misma puede, en eí sentido de la capacidad. Si,
por ella misma piensa, domina, sabe, convence, persuade,
juzga y consagra... ía enseñanza abierta, difundida por ella,
sería la primera victoria de los hombres, libres, sobre un po­
der, universal, que puede someterlos, es cierto, pero tam­
bién liberarlos.
Esta elección, decisiva, es posible ahora. Por primera vez
en la historia, aparece, visible en el atlas, nuestra voluntad
general.

191
¿Quién ser?
Principio de contradicción o de identidad

Este es un compendio general de todo lo que antecede,


resumido bajo un principio sencillo y aparentemente uni­
versal.
Ni el dinero ni los bienes se comparten, no sólo por la
avaricia y la codicia de unos pocos, sino porque nadie pue­
de, al mismo tiempo, tener y no tener, dar y conservar un
valor material. Dar, pero conservar, no es posible ni válido.
Si se cede algo, se deja de poseer, y a la inversa. Sin este
principio lógico de contradicción no existiría el intercam­
bio, la circulación ni la economía. ¿Quién puede disfrutar
de la mantequilla y del dinero de la mantequilla?
Cuando se trata de lugares, parece también evidente que
no se puede estar aquí y allá al mismo tiempo, ni mucho
menos en un lugar determinado y en todas partes. Y sin em­
bargo, de la conciencia a las técnicas, el Horla — hors-la— se
expande, habita la casa, el jardín, el bosque, ronda por los
barcos y los medios de comunicación, de modo que se
mezclan lo local y lo global, desactivando, a través de lo vir­
tual, este principio de contradicción. Los dibujos del adas
se invierten en este punto, como si cambiáramos el mundo
que hay que cartografiar.
Si la misma regla funciona para la desigualdad de los bie­
nes, que no pueden, al mismo tiempo, pertenecer al uno y
al otro, o encontrarse en un lugar y en otro a la vez — la
mantequilla, aquí, para él, el dinero, allá, para ti— , la fuer­
za, el poder y la gloria se reparten también, no sólo por la
ambición megalomaníaca de algunos, sino porque igual­
mente nadie puede gozarlos y darlos al mismo tiempo.

195
¿Quién, salvo la mentira confesa de las modernas democra­
cias, puede dominar permaneciendo igual?
Y los planos y mapas de los atlas usuales se basan todos
en este principio, universal, de contradicción o de identi­
dad, lógico, es cierto, pero también físico, financiero, co­
mercial, político... cuya soberanía intangible afecta a un
tiempo a los lugares del espacio y de la geografía, los bienes
del comercio y del consumo, el poder y la gloria, la apropia­
ción de los lugares y la localización de las rarezas... es decir,
los mapamundis geológicos, humanos, históricos, econó­
micos... que no dibujan en realidad más que límites o bor­
des, ya que todo límite se define de acuerdo con el mis­
mo principio: nadie puede estar dentro y fuera simultánea­
mente.

Dos atlas

Y este atlas trata de cartografiar un nuevo mundo sin


fronteras, estas fronteras mismas que el tiempo presente res­
peta tanto que deben haber perdido mucho de su impor­
tancia. El hors-la no las conocía, las comunicaciones las ig­
noran. <Por qué? Porque el saber y la información rompen
con este principio invencible que domina la circulación y la
propiedad de los bienes: enseñad a placer a las muchedum­
bres, las multitudes, conservaréis al mismo tiempo lo que
dais; podréis incluso acrecentarlo, en vosotros y para voso­
tros. Aquí, dar y guardar al mismo tiempo es posible y váli­
do. Y así nos encontramos con una superabundancia tan
milagrosa, una plétora contraria a las leyes lógicas, físicas y
sociales, que el saber y la información se convierten en una
mercancía cuya rareza persiste a través de la universal difu­
sión, siempre tan preciosa a pesar de que todo el mundo
puede disfrutar de ellos sin límites, exclusividades ni fron­
teras.
Sí, el mundo que intentamos cartografiar ya no es el
mismo.
Comprendíamos por qué desgraciadamente las socieda­
des humanas se entregaron a crímenes inexpiables susdta-

196
dos por la desigualdad cuando se basaban en la posesión de
los lugares o los poderes de la fuerza, del dinero, de la glo­
ria... imposibles de compartir: parecían obedecer entonces a
un principio universal. Mientras se trataba de definir estas
rarezas, fue lógico desgraciadamente trazar fronteras, lími­
tes, definiciones de espacio, de exclusiones y de pertenen­
cias, crestas de equilibrio entre diferentes haberes y poderes,
localizados con la precisión más exacta. Sin embargo, cuan­
do la información y el saber constituyen las concentracio­
nes difundidas más decisivas, entonces, es decir, en este m o­
mento, el escándalo humano sería precisamente mantener
la desigualdad, injustificable bajo ningún concepto. Ya no
funcionan la misma lógica, ni la misma estática en el inter­
cambio, ni los mismos equilibrios, ni la misma física, ni las
mismas leyes sociales y humanas,
El atlas ya no dibuja los mismos mapas.

Elpunto, para localizar todo el atlas

Así pues, el principio de contradicción se aplica:


a la pregunta: édónde estar? a la localización y al lugar,
donde define fronteras, límites, inclusiones y exclusiones,
establecidas al mismo tiempo que él. Cóm o cartografiar en­
tonces el hábitat y las relaciones de los hors-lá, es el proble­
ma de la ciudad y del mundo por el que pasan los mensaje­
ros, por el que circulan los conjuntos de mensajes, por mil
mensajerías;
a la pregunta: ¿quéhacer?, a la definición precisa y delimi­
tada de los objetos, del trabajo y de las técnicas, que estable­
cen las tecnologías, desde el momento en que abren espa­
cios e instituciones virtuales;
a la pregunta: iqué tenemos?, a los bienes del intercambio
y de la economía, a la apropiación, cuyo balance se invier­
te y no se decide desde el momento en que se intercambia
saber, propiedad universal y superabundante de todos.
El atlas actual ha llegado, en este momento, en esta pági­
na misma, a la cima del principio que lo anima.
Y continúa aplicándola sin trabas:

197
a la pregunta: ¿quién soy?, a la identidad personal y colec­
tiva, a la pasión, constructiva en apariencia y realmente de­
letérea, de la adscripción;
a la pregunta moral: ¿cómo comportarse? a la violencia que
nace de la desigualdad, de la apropiación y, sin duda, sobre
todo, de las adscripciones... es decir, al principio mismo de
sus aplicaciones;
a la pregunta: idónde ir? a los caminos que van de lo lo­
cal hacia lo universal global, a lo largo de los cuales volve­
mos a encontrar los problemas del lugar y del mundo.

Mapa-documento de identidad

Y de nuevo: ¿de qué o de quién se traza un mapa? Esta


es una de las preguntas fundamentales del atlas. La respues­
ta es indudable: siempre de una identidad, es decir, de aque­
llo de lo que nadie, nasta ahora, ha encontrado razón, de
aquello cuya diferencia es irreductible. ¿Por qué dibujamos,
habíamos dicho, un mapa de los planetas desde el momen­
to en que Newton descubre su ley, ya que basta con dedu­
cir las figuras y ios movimientos del mundo? A la inversa,
nadie conoce, por el momento, la razón de las costas y de
los continentes. Com o, por el momento, no se puede dedu­
cir de ninguna ley la existencia de este paisaje, de esta re­
gión, de este animal, de tu persona, este condicionamiento
obliga a dibujarlos o reproducirlos, a trazar un plano, a ha­
cer un retrato. La representación señala la falta de razón.
¿Qué se dibujaba antes sobre este mapa-documento lla­
mado precisamente de identidad cuando se trataba de ti? El
dibujo del pulgar, huella irreductible en su diferencia; trazo
a trazo, similar a un retrato. ¿Qué se escribe además, como
al final de los atlas usuales se coloca un índice tras los ma­
pas? Una lista, ya que ningún idioma dispone de palabras
suficientes para describir la huella del pulgar. El documen­
to de identidad lleva, bajo la fotografía, incomparables con
seguridad, el nombre, apellidos, sexo y nacionalidad, por­
que pertenecemos a una familia un sexo y un país determi­
nados, y no a otros; estas marcas no agotan las caracteristi-

198
cas singulares, innumerables y variables con el tiempo, pero
son suficientes para una identificación policial.

Definición del racismo


Escandalosas injusticias y miserias insoportables nacen
de una simple falta de lógica, cometida con frecuencia y
consistente en confundir, precisamente, la identidad con
una u otra de estas características. Por la primera, singular,
somos nosotros mismos, individuo o persona singulariza­
dos con tanta fuerza que, sin duda, la genética no lo ha re­
petido ni lo repetirá mientras existan seres vivos. Por las se­
gundas, siempre colectivas, formamos parte de los franceses
o de los argelinos, de íos morenos o ae los calvos, varones
o mujeres, blancos o negros, cristianos o ateos, sabios o ba­
chilleres, qué sé yo...
¿Qué es él racismo? Consiste en definir, considerar o tra­
tar a alguien como si su persona se agotase en una de sus ca­
racterísticas, elegida o perseguida: eres negro o varón o ca­
tólico o pelirrojo. El racismo se define simplemente como
esta confusión entre el principio de pertenencia o de inclu­
sión y el de identidad. De este modo, decir identidad mas­
culina o pacional viene a ser confundir una categoría con
una persdha o reducir lo individual a lo colectivo: falta de
lógica, constructora de un clan local, de un grupo de pre­
sión, pero humanamente y globalmente destructora. No,
solamente formamos parte de un país, de una religión o de
nuestros sexo. Provoca tantas desgracias que caen sobre el
mundo, que hay que rectificar este error tan común.
El corporativismo, que reivindica también la pasión de la
pertenencia, poco descrito y sin embargo poderoso y trági­
co, comete otros errores, teóricos y concretos, pero igual­
mente peligrosos.

Marcas sobre el mapa-documento

El documento de identidad sólo incluye dos o tres de


nuestras adscripciones, entre las que nos acompañarán toda
la vida, porque seguiremos siendo varón o mujer o hijo de

199
nuestra madre. Esta pobreza lógica roza la miseria, pues en
realidad nuestra identidad auténtica se detalla, y sin duda se
pierde, en una descripción de la infinita virtualidad de estas
categorías, que cambian sin cesar con el tiempo real de la
existencia: ayer entró en un club ciclista por sus talentos de
escalador, mañana se sumará a tal partido político por sus
opiniones y esta mañana, vencedor de tal prueba, pasa a
formar parte, por concurso, de un grupo de expertos.
¿Quiénes somos? La intersección, nuctuante en función
de la duración, de esta variedad, numerosa y muy singular,
de géneros diferentes. No dejamos de coser y tejer nuestra
propia capa de Arlequín, tan matizada o abigarrada como
nuestro mapa genético. No procede pues defender con
uñas y dientes una de nuestras pertenencias, sino multipli­
carlas, por el contrario, para enriquecer la flexibilidad. Ha­
gamos restallar al viento o danzar como una llama la orifla­
ma del mapa-documento de identidad.

Dipbmas defin de estudios

Los viajes, contactos, trabajos y aprendizajes, la experien­


cia profesional, concreta, humana, lúdica, artística... pronto
hace crecer los subconjuntos de los que formamos parte:
mañana formaremos parte de los que hablan vietnamita, o
saben enumerar las piezas de tal o cual lavadora, o conocen
cien recetas de tortilla... nada aumenta el número de colec­
tivos de pares o el de características personales como la pe­
dagogía o la adquisición de competencias nuevas. De nue­
vo: ¿pertenencia o identidad? ¿Es preferible decir: sé reparar
un ciclomotor, hablar chino, etc. o: empiezo a vivir un
poco, entre los mecánicos o los lingüistas o los intérpretes?
Por una parte, describimos nuestras cuaüficaciones y por la
otra nos incluimos en la clasificación social que Ies corres­
ponde. Com o otras muchas, la palabra y título de agregado,
por ejemplo, confunde estas dos intenciones y tiene el do­
ble sentido de una especialidad, así com o el de integración
en una sociedad.
Como el racismo, los diplomas pueden asimilar una apti-

200
tud singular — para los idiomas, la cocina o las matemáticas—
a la entrada en una categoría, una escuela, un escalafón, la po­
blación estrecha y definida por este nivel de cualificación y, a
fin de cuentas, el poder que posee un grupo de presión. En­
tonces, el saber corre el riesgo de desviarse hacia el poder.

Circuitos para perfiles singulares inimitables


¿No es evidente que sería bueno, justo, razonable y salu­
tífero separar individuo y categoría, pertenencia y singulari­
dad, pericia y jerarquía, y para hacerlo, sustituir los diplo­
mas, pobres mapas de identidad, que condenan a la mise­
ria, lógica o descriptiva, y al desprecio jerárquico, por
perfiles más ricos y variables en el tiempo, es decir, incom­
parables?
Entra en ti mismo: ¿qué te queda, viajero por el mundo
y por el género humano, portador de experiencias improba­
bles y múltiples, cuya vecindad sólo te pertenece a ti, enve­
jecido y olvidadizo por añadidura, perdiendo la cultura y la
ciencia como los árboles sus hojas en invierno, de aquel
apuesto bachiller de antaño, de aquel bisoño de verdes co­
nocimientos? Y ahora estás tan más y tan menos, tan mejor
y tan peor* tan diferente. Recuerda lo que sentías en aque­
llos primeros años, ya más abigarrado de lo que hacía pen­
sar la blancura simplona e imberbe de tus diplomas y de
tu faz.
¿Y si reuniéramos en un circuito este perfil móvil y flo­
tante? Se acercaría a la identidad, en lugar de fijamos en al­
gunas características.

Inclusióny exclusión
A las cosas más elementales de la lógica responden a ve­
ces cosas igualmente elementales en moral. La pasión de la
pertenencia implica, efectivamente, una norma de conduc­
ta: amaos los unos a los otros.
Fuera del límite, los otros no pueden disfrutar de este be­
neficio, pues la pertenencia implica, lógica y apasionada­
mente, la exclusión: si alguien pertenece a tal o cual sub-

201
conjunto, ello supone que existe al menos alguien que no
pertenece al mismo; este último, exterior, queda excluido
por fuerza o de hecho: pasa a ser víctima de violencia... ex­
traña relación entre la pertenencia y el pertenecer, entre
nuestras conductas con los demás y las que tenemos con
los objetos, entre el amor y el odio, entre el principio de
contradicción y el de identidad.
¿Todo el mal del mundo viene de ía pertenencia? Sí.
Todo el mal del mundo viene de la comparación. Y de la
gloria innoble que da la entrada en un colectivo noble por
encima del común de los mortales.
A través de los niveles jerárquicos, por la fuerza o por
suerte, por conocimientos o por pericia, los superiores, efec­
tivamente, examinan, por debajo de ellos, a algunos reba­
ños imprecisos en los que el hombre es un lobo para el
hombre, animal dañino, mientras que estos últimos supli­
can, hacia arriba, al hombre dios para el hombre, fetiche de
su supervivencia: en ambos casos, nadie piensa que los
hombres son hombres para los hombres. Y estos animales
desgraciados se comen entre ellos y los dioses, crueles, con­
denan a los mortales a muerte.
El género humano aparece desde el momento en que, al
contrario de los animales, rompe con la regla darwinista de
la selección del más fuerte. ¿Quién no ve que están desapa­
reciendo especies, erradicadas precisamente por este decreto
de poder? De este modo, las leyes de nuestra propia historia
se oponen, en momentos raros y decisivos, a las de la evolu­
ción. Milagro, un pobre se alza de entre los frágiles, un débil
entre los simples. Por esta razón, secretamente, no somos ni
animales ni dioses, es decir, inteligentes. La jerarquía preser­
va lo que queda en nosotros de animales, tontos. ¿Podemos
soñar con borrar esta bestialidad, en el sentido etimológico
de la palabra, en toda formación para una ingeniosidad?

Pasaportepara la sabiduríay lafelicidad


Una felicidad positiva vendría de acumular, en sí y para
sí, múltiples capacidades, de aprender, de conocer, de espe­
cializarse, de comunicar incluso, ¡qué sueño! Sin tener que

202
pasar por la pasión de la envidia o de la competencia hirien­
tes, sin exclusión ni condena al hambre de los perdedores,
sin escaleras hacia el Parnaso, sin establecer jerarquías.
Una cartografía instantánea, compleja, variada, una pelí­
cula continua de nuestras aptitudes, variables, no se parece­
rían con seguridad a ninguna otra, ya que seguirían o descri­
birían un perfil evolutivo de nuestra identidad singular o in­
dividual, desde el punto de vista pedagógico únicamente y
sin pretender agotarlo, pero, sobre todo, establecerían una
diferencia clara con los colectivos correspondientes a cada
nivel de habilidad, cuyo poder contribuirían a borrar. Un
microchip de este tipo, fácil de realizar, repararía el error ló­
gico y la injusticia de que hablamos y además muchas des­
gracias humanas. ¿Quién nos impide crearlo, no sólo para
las personas, sino también para cualquier grupo asociado?*.

No importa quién seas, clasificado, aparcado, estrujado


por niveles, con un alma mater alimentada con un resenti­
miento ácido o un desprecio acerado hacia categorías que
crees más altas o más bajas, sal ya de la prisión, para conver­
tir este estandarte flotando al viento en tu capa de Arlequín,
abigarrada, atigrada, tornasolada, moteada, salpicada, mez­
clada, vanada, variable, tan plisada como la piel y tan mó­
vil como el rostro, sonrisas, guiños y llantos: ¿quién podría
jerarquizar unos retratos?
Momento solemne en el que, no reductora y tributaria
de la complejidad, aparece una nueva igualdad.

* M ichel Authier, Pierre Lévy, Les Arbres de anmaissance, La D écou­


verte 1992, ¡N. del autor.]

203
Próximo
¿Cómo hacer?
1

Violencia

Vuelta a las institucionesy a las imágenes

Júpiter dirige a los reyes y los sacerdotes; Marte gobierna


a los ejércitos; Quirino preside los trabajos de los producto­
res, con las semillas, cosechas y vendimias, pero organiza
también el comercio y sus circulaciones. Estos tres dioses
con nombres latinos, pero equivalentes precisos en las ver­
tientes hindú, iraní, celta, irlandesa, gala... de las culturas in­
doeuropeas representan las tres funciones sociales de lo sa­
grado, de la guerra y de la fortuna, según Georges Dumézil.
Esta trilogía, ficticia, ilustra y describe, sin pretender expli­
carlo, el funcionamiento ordinario de nuestras sociedades,
de las más remotamente arcaicas, incluso antes de Atenas y
Roma clásicas, hasta las más recientes, ya que la Edad Me­
día, según Georges Duby, al igual que los Estados Genera­
les, en vísperas de la Revolución Francesa, dividen de la
misma forma nuestras colectividades: clero, aristocracia, ter­
cer estado. Admiren en estas instituciones su larga invaria-
bilidad.
Jovial, la primera de las imágenes incluye la política y la
religión, la cognición y el derecho, mientras que las otras
dos, más sencillas, se consagran, exclusivamente, a la vio-
lenfcia y a la economía. Georges Dumézil no se alarga dema­
siado en las posibles relaciones entre las tres divinidades; ía

209
vestal Tarpeya, por ejemplo, corresponde a la tercera, ya
que su cuerpo muerto se cubre con oro y joyas, pero el li­
bro que el autor le consagra pasa por alto su lapidación,
omisión extraña para un destino de drama final inolvidable.
Como este linchamiento es el colmo de la violencia, ¿no
habrá que plantearse las relaciones entre Quirino y Marte?
¿Aquel se reduce a este? O , por traducción de estas imáge­
nes, ¿debemos considerar la economía como un conflicto
continuado por otros medios? Tenemos que volver a mar­
chamos a la guerra, decía hace un momento: ahora estamos
inmersos en su furor.
En historia comparada de las religiones, Georges Dumé-
zil propone un análisis interior al politeísmo, figurativo,
descriptivo, sin enigma ni misterio, estático o relativamente
invariable a muy largo plazo, mientras que, siguiendo la gé­
nesis de lo sagrado a través de la violencia, Rene Girard des­
vela el advenimiento, misterioso y progresivo, de un solo
Dios, a lo largo de un tiempo cuya unidad vincula los anti­
guos mitos con los dogmas nuevos, los politeísmos y los
monoteísmos, en el que la ignorancia y la mentira van de­
jando paso poco a poco al conocimiento y a la verdad ra­
cionales, y en el que la violencia sacrificial va cediendo
poco a poco ante el amor. Conservar el pluralismo trinita­
rio o, uniendo las tres figuras funcionales entre ellas, encon­
trar una explicación única y descubrir el monoteísmo, este
es el dilema.

iDiferencia cultural o universo ?

La trilogía, por otra parte, parece cubrir un terreno, so­


cial y conceptual, más amplio que el de la violencia y lo sa­
grado, ya que Marte parece representar a la primera, y una
parte de Júpiter solamente a lo segundo. Sin embargo, sí sa­
bemos reducir a la unidad instituciones tan diversas como
la economía y la producción, la guerra, el derecho y el sa­
ber, la explicación racional, por el contrario, prevalece so­
bre la descripción. Finalmente, si la obra de Georges Du-
mézil se limita a las culturas indoeuropeas, espacio inmen­

210
so, es verdad, pero particular, la de Rene Giraid se prolon­
ga hacia el universo, siguiendo la propagación de la violen­
cia misma.
Esta búsqueda de una ley universal, en los tiempos actua­
les, consagrados a lo local porque cualquier pretensión ha­
cia lo global es sospechosa de imperialismo, ¿constituye
una fuerza o una debilidad? Comparar estas dos historias
de las religiones comparadas acaba relacionando dos pro­
blemas básicos: ¿reducir o no las tres funciones a la unidad:
Dios único o Trinidad? ¿Describir culturas singulares o de­
finir de nuevo la universalidad? Si la primera nos lleva a ele­
gir entre el politeísmo y el monoteísmo, la segunda turba el
tiempo presente: ¿vivimos, pensamos en la actualidad en
lugares separados o construimos un Universo? ¿Se trata en
realidad de la misma pregunta? Llegados a este punto, ¿no
preferiremos habitar la diferencia y concebir sus fragmentos
dispersados únicamente en razón de nuestras prácticas y de
nuestra fe ciegas en los mitos del politeísmo?
¿Construimos de nuevo un universo? La fabricación de
un atlas plantea la misma pregunta.

La v i o l e n c i a u n i v e r s a l

Ordmy motor: ¿violencia causa de sí?

Ilustradora y verificable — aunque no falsificable, como


suele ocurrir en las ciencias humanas— , la división triparti­
ta propone nombres o imágenes para categorías, pero sin
orden ni concierto, ordena especies o géneros, pero sin dar
el principio de clasificación: tenemos, mutatis mutandis, una
sistemática y una taxonomía sin motor de evolución, o Lin-
neo sin Darwin. La energía necesaria, productora de desor­
den, de crisis, de explosiones, de movimientos y de ordena­
ciones varias, procede de la violencia misma, inagotable­
mente, según Rene Girard. En lo que se refiere a los grupos
humanos, este último sería a Darwin lo que Georges Dumé-
zil'es a Linneo, porque propone una dinámica, muestra una
evolución y plantea una explicación universal.

211
Volvemos así a la primera pregunta sobre esta energía: ¿la
violencia entre los hombres se desencadena por ella misma
o, por el contrario, aparece como el efecto de una causa,
otra y diferente? En este último caso, esta razón sería esen­
cial y su consecuencia violenta únicamente derivada. La ex­
periencia, sin embargo, muestra que, sin padre ni madre ni
predecesor alguno, la violencia, por ella misma, se reprodu­
ce indefinidamente y la lógica lo demuestra también por­
que guerrear contra la guerra conduce a la guerra: su antíte­
sis o su negación vienen a ser la misma cosa. Que lo otro,
en estas circunstancias primeras, remita una y otra vez a lo
uno indica, para René Girard, un origen mimètico; sin pa­
dre ni madre, efectivamente, la violencia nunca carece de
hermano gemelo. Solamente goza de su propia imagen. Ci­
temos otras causas para su aparición y se reducirán a excu­
sas que, por el contrario, se derivan de ella. Así pues, es cau­
sa de sí.

¿La violenciay lo sagrado o Martey Júpiter?

Y, como un torrente tropieza con los aluviones que arras­


tra, por sí mismo, como se desvía a veces ante los cúmulos
arrastrados por la furia de su corriente, este rio de fuego des­
hecho atraviesa y construye imágenes, funciones y clasifica­
ciones.
En primer lugar, lo sagrado nace de la violencia y la con­
gela o la frena, a cambio, al menos temporalmente; sin esta
forma religiosa arcaica, los grupos humanos se habrían des­
truido entre ellos y se seguirían destruyendo hasta el últi­
mo: no habríamos subsistido para contarlo. Muy justamen­
te llamado patriarca, Noé, por ejemplo, prepara y preserva
un resto antes y durante el Diluvio, imagen global de la lu­
cha mortal de todos contra todos: descendientes afortuna­
dos de estas secuelas, renacemos sin cesar de la violencia co­
rriente y de una paz salvada de sus aguas. Ebrios de muerte
íntraespecífica, los hombres se matan entre sí, no los anima­
les: tenemos así el Arca, nave que desempeña el papel de
conservatorio de los animales.

212
Júpiter, a medias, yugula, como sacerdote, las violencias
de Marte, el guerrero. Es el primer resultado de René Gi­
rard, formulado en los términos de Georges Dumézil.

Violenciay derecho: pretoriosy tablas

Sin embargo, la otra semifimción jovial, la del derecho y


de la soberanía, trata de desviar también la misma furia:
sean cuales fueren las leyes, privadas o públicas, civiles o pe­
nales, todas se basan, en suma, en algún contrato, imposi­
ble de concebir o de definir si no es como un pacto o un
acuerdo que termina o evita un conflicto.
De este modo, la Alianza puso fin al desastre diluviano y
firmó su contrato del arco iris, puente celeste sobre las
aguas. Otro ejemplo, entre diez mil: en la tragedia de Ata-
lía, Voltaire veía la obra maestra del espíritu humano; lo sa­
grado triunfa directamente de la violencia. Has ganado, Dios
de losjudíos, concluyen los ejércitos de la reina cruel. A esta
media verdad, añadamos su complementaria: Horacio, de
ComeUle, merecería, sin duda, la misma lisonja, pues los
com bate! cuerpo a cuerpo, en público, entre dos veces tres
soldados elegidos, y el asesinato, en privado, de una herma­
na por su hermano, con desprecio de las leyes, emanan de
reglas que emergen, en el último acto, en un tribunal en el
que imparte justicia el rey juez y en el que discuten los pro­
tagonistas, disfrazados de fiscales y abogados; la obra descri­
be el nacimiento trágico del derecho. La acción judicial fi­
nal se desarrolla como un combate o com o la misma gue­
rra continuada por otros medios: en el sentido del juicio, la
crítica cierra la crisis. La Tragedia, en general, representa el
intermediario entre el espectáculo directo de una riña o de
un sacrificio y esta puesta en escena que lleva el nombre de
proceso. El tragos permite pasar de la víctima al acusado, es
decir, del acto violento a la acción jurídica regulada por un
derecho.
* Com o lo sagrado o ío religioso, las leyes nacen de la vio­
lencia, y com o ellos, nos protegen de ella temporalmente.

213
Vioknáay cognición

Damos actualmente, en este libro mismo, una importan­


cia creciente a un tercer atributo de Júpiter, el del conoci­
miento, del que Georges Dumézil habla poco. Si la historia
enseña algo, la de las ciencias, ai menos occidentales, enseña
que de la religión y del derecho se derivaron las ciencias. En
las sociedades tradicionales de esta región cultural, los ma­
gos, druidas, pastores, sacerdotes, clérigos... es decir, Júpiter,
monopolizaron durante mucho tiempo el conocimiento y
la enseñanza. Ahora y a la inversa, los sabios forman una
Iglesia, con sus dogmas, sus dignatarios y sus heréticos, su
hagiografía y sus ritos.
Y de nuevo vecinas de la violencia y produciéndola a ve­
ces, las ciencias luchan contra ella y la atajan: abrir una es­
cuela viene a ser cerrar una cárcel, dice Víctor Hugo; y Spi-
noza: las pasiones más violentas se calman con el conoci­
miento de estos movimientos del alma. Tras Atalía y
Horacio, tomados de tradiciones colectivas por autores indi­
viduales de idiomas hermanos o vecinos, la humanidad en­
tera, horrorizada, asistió hace medio siglo a la tragedia glo­
bal titulada Hiroshima, para la que la comunidad científica
de la época, tras haberla escrito, en el desierto, en lenguaje
físico, se ocupó de la puesta en escena gigante que terminó,
también en este caso, con un pacto frágil, gracias al cual so­
brevivimos todavía en este momento. Sí, el teatro gigante
cambió de escala aquel día y pasó de las ciudades llamadas
eternas por las lenguas de estos lares, Roma y Jerusalén, al
mundo entero, sacralizado, mientras que, huyendo de las
gradas, el público pobló el planeta. Día de ira, en el que co­
menzó la ciudad universo.
La violencia siempre deja huella, más o menos visible, en
las instancias que se alzan para hacerle frente: las religiones
más avanzadas se siguen deslizando por la pendiente del
consumo de sacrificios; procesos clamorosos nos devuelven
de vez en cuanto a las bases de las leyes. En cuanto a la his­
toria de las ciencias está cayendo en acciones judiciales y sa-

214
crifkiales en las que también se pueden detectar la huella
religiosa y el recuerdo jurídico de sus inicios sin cesar reco­
menzados: procesos de Zenón de Elea, de Anaxágoras de
Clazomene, condena a muerte de Sócrates, suplicio de
Abelardo, hoguera de Giordano Bruno, juicio de Galileo,
decapitación de Lavoisier, suicidios trágicos de Boltzmann
y de Turing... Ubri calamitatum... ¿qué pasa en las escuelas
cuando se inventa una ciencia?
Sacerdote, y juez, y sabio, Júpiter en suma, se afena en la
obra de Marte: aquí termina la primera demostración.

Elplano de los campos de bataüa

¿Y qué hace Marte en realidad? Comprender, ahora, que


la propia guerra trata de detener, al menos durante un tiem­
po, como un sálvese quien pueda, los peligros terribles a los
que la violencia expone, requiere un esfuerzo inteligente de
generosidad paradójica.
No digamos que la guerra resuelve problemas, porque es­
tas palabras se adaptan mal a los hechos. En lugar de impo­
nerse, cqmo un pro blema ob jetivo se arroja frente a noso­
tros, la viblencia yace en mí, en ti, en él, en todos, se extien­
de alrededor nuestro y entre nuestras relaciones, como el
aire que nuestra vida quema o un agua en la que nos deba­
timos, y en la que la hominidad se sumerge con complacen­
cia y repulsión. Si podemos, como m udio, apartamos de
un problema, o suscitarlo con la actitud, ¿cómo escapar a
aquello en lo que estamos sumergidos? ¿Cómo prescindir
en el mar de una barca?
En ese caso y sin paradoja, por muchos estragos que
haga, la guerra supone el reconocimiento, entre ellos, de go­
biernos y capitanías, así como la observancia, al menos re­
lativa, de reglas comunes o de convenios: inicialmente de­
clarada dentro de las formas de un derecho, se acaba con un
armisticio o un pacto, lo que significa, en todos los casos,
contrato y acuerdo, como nos proponemos demostrar.
Marte rinde pleitesía a Júpiter el jurista.
O la guerra resuelve temporalmente los litigios y los con­

215
tenciosos, es decir, los conflictos engendrados dentro del
marco de un derecho previo, o, en caso contrario, y al con­
trario de lo que parece, nunca se declara para que un grupo
se vengue de las violencias que otro le ha hecho sufrir ante­
riormente, como en vendetta, sino para sustituir, con toda la
rapidez posible, por el conflicto organizado, ordenado, la
verdadera violencia, desorganizada, cuyo desorden resulta
ser rápidamente demasiado peligroso para ambos beligeran­
tes al mismo tiempo; esta última circunstancia revela que
los dos grupos realizan su guerra. En consecuencia, su ges­
tión, común, necesita un acuerdo.
Así tenemos que entender, por ejemplo, que en los tiem­
pos míticos de los orígenes de Roma, los dos reyes, de Alba
y de la Ciudad, eligieran, para combatir, entre la población,
que quedó así liberada, un ejército de soldados, y luego de
esta división, que queda en reserva, tres campeones en cada
campo. Se preparan baluartes sucesivos cuyos restos expo­
nen a un mínimo de hombres, economizando en el sentido
literal de la palabra: leva de una legión, en primer lugar,
para preservar la vida del pueblo, elección a continuación
del equipo triple para preservar la vida de la mayor parte de
los reclutas; doble elección cuya superposición funciona
como dos cortafuegos. A las violencias de hecho, fatales
para grupos enteros, porque se prolongan sin obstáculos y
universalmente, las guerras oponen un orden que salva a
gran número de hombres. ¿Habrán inventado ellas los pri­
meros contratos?
Marte se vuelve hacia Júpiter el soberano.
Como este último, el guerrero tiene también el objetivo
de regular la violencia y, como pretende frente a todas las
críticas, preparando la guerra hace perdurar la paz. Hace fal­
ta mucho tiempo, muchos conocimientos y experiencia, sa­
biduría e incluso resignación para acabar pretendiendo que
las guerras, los ejércitos, las estrategias establecidas, gendar­
merías y policías, como marcos colectivos y jurídicos de la
violencia, protegen en realidad contra ella, que resulta mor­
tal, para los individuos y para los grupos, si se desencadena
sin ley. La guerra se opone pues a la violencia al menos tan­
to como a la paz.

216
Y es no obstante una solución sacrificial. Los polemólo-
gos, como los reyes de Alba y de Roma, ¿no se suelen apo­
yar en el argumento sacrificial típico: más vale matar a unos
pocos que ver morir a muchos, o incluso llegar a la extin­
ción?
¿Marte se confunde con el Júpiter sagrado?

Prolongación en el mapamundi

Júpiter: el derecho y Marte: los ejércitos, un solo dios en


dos personas, es decir, dos métodos similares para combatir
la violencia. Cuarenta legiones de Ángeles y Arcángeles se
disponen en formación de batalla en nombre de este dios,
casi único... Si quieres la paz, prepárate para la guerra: ¿pode­
mos traducir esta antigua expresión para inscribirla, a modo
de divisa, sobre sus cascos azules?
Cuando una instancia, tan global que se convierte en
universal, se interpone en guerras lo bastante locales como
para que las veamos como tribales, pide armas para desar­
marlas. La historia, aquí y ahora mismo, ¿no repite el gesto
arcaico de su propia fundación, en la que una prolongación
hacia addante exige una fuerza para atajar una propagación
amenazadora? La tesis de René Girard va hacia el universo
construyéndolo paso a paso, a lo largo de un camino que va
de un lugar hacia una extensión. ¿La antigua paradoja gue­
rra-paz se explica por la oposición entre lo global y lo local?
¿Sólo nos entregamos a la violencia por estrechez de miras,
corporativismo, particularismo o pasión desatada por nues­
tra pertenencia? ¿Qué paz, falsa o verdadera, anuncia el uni­
versal único?

Historia de la historia: estado de naturaleza

Las culturas de las que procedemos todos, dado que las


otras, erradicadas de la faz de la tierra han desaparecido, re­
tiradas de la construcción lenta de lo universal, son testimo­
nio todas ellas, al menos en mi conocimiento, del carácter

217
originario de estas guerras, entendidas com o acciones con­
flictivas en las que el ordenamiento y el derecho permiten a
los beligerantes no destruirse hasta el último.
Así hay que entender las gigantomaquias míticas o las
guerras bíblicas, o que descifrar la imagen misma del Dilu­
vio o, ante todo, la de las primeras aguas mezcladas sobre
las que se cierne el espíritu ordenador de Dios, desde nues­
tras religiones semíticas o indoeuropeas, o que recordar las
guerras de Troya, o de Alba, o de los etruscos, para la zona
grecolatína..,. Con este paso de un estado defacto a un esta­
do de iure, realizan todas ellas tal progreso cultural, o firman
un contrato tan decisivo, desde el punto de vista antropoló­
gico, que los hombres actualmente vivos descienden, sin
duda, todos ellos de antepasados que sólo sobrevivieron
gracias a pactos de este tipo. Por eso ocupan un lugar origi­
nario en los mitos y las leyendas.
La filosofía del derecho moderno traduce, en una tesis
abstracta, esta historia de origen o de antropología funda­
mental; el estado natural consiste, no en una guerra — Tilo­
mas Hobbes parece cometer un contrasentido cuando escri­
be btüum omnium contra omnes— sino en la violencia libre
que, desatada, enfrenta a todos contra todos y a cada uno
con cada uno, amenazando al grupo con la extinción total.
Así pues, el contrato social que se deriva, pacto de dere­
cho, designa la guerra como institución posterior al estado
de naturaleza y productora de la historia. Esta última co­
mienza y se comprende por las guerras y gracias a ellas; al
menos no habría existido la historia sin ellas, tan funda­
mentales en este sentido como la economía, pero sin duda
más arcaicas, primitivas y fundadoras que ella.

Sacrificio a Marte

Que se me entienda bien. No pongo en duda en modo al­


guno que, injustas y criminales, la mayor parte de las guerras
expresan la ley atroz del más fuerte; a veces terminan con la
muerte, accidental, de algunos puñados de combatientes,
entre los poderosos, y de varias decenas de miles de hom­

218
bres entre los débiles, confrontación de un desequilibrio tal
que equivale a un linchamiento colectivo organizado de
hombres que no se pueden contar porque no cuentan.
No obstante, entre la violencia sin leyes que invade lo co­
lectivo, como una epidemia de peste, entre este estado de na­
turaleza, con prolongaciones incontrolables, invocado como
original por algunos filósofos del derecho, y el ejercicio orga­
nizado de la guerra, el derecho y sólo el derecho es la diferen­
cia, cuya marca se ve en las barreras que se alzan ante la pro­
pagación, que se mide con el ahorro de la pandemia.
Efectivamente, el derecho suele ser el del más fuerte, Y el
único progreso notable en la historia de la humanidad pasa
siempre por la defensa, sin condiciones, del más débil. Que­
da el trabajo de corregir indefinidamente las leyes y el dere­
cho, que siempre se apartan de la justicia. Y enmendar las
reglas es siempre mejor que matar. La guerra produce me­
nos muerte que la violencia: sacrificio colectivo a Marte, si­
gue funcionando el proceso economizador del sacrificio.
Mientras que la paz inocente sueña con no provocar nin­
gún muerto.

Planos del ting, del campo defútboly del estadio

Antes de dejar a Marte, destaquemos que preside tam­


bién representaciones similares a la tragedia pero de una na­
turaleza diferente, sin texto para declamar, por lo que los
doctos las desprecian ampliamente. Aquí y allá, en función
de las circunstancias, estalla la violencia; vuelan los puñeta­
zos, las patadas, las puñaladas o los tiros... las reglas del bo­
xeo, del fútbol, de la esgrima o del triatlón los reducen a un
lugar, exactamente dibujado, a un tiempo bien delimitado,
a unas conveniencias y a una desnudez predeterminadas,
fuera de los cuales el enfrentamiento no conoce ninguna re­
gla y la violencia se desencadena a veces gravemente. El
rugby pasaba en otros tiempos por un pasaüempo de gam­
berros practicado por caballeros, cuando en realidad es la
mejor forma de elevarse del estado de golfo al de adulto
educado. En un espacio y durante un tiempo determina­

219
dos, quien juega arriesga su cuerpo desnudo, de acuerdo
con un rito y con referencia a un árbitro, considera protegi­
das sus partes vitales y leales sus propias acciones de fuerza,
como las reacciones violentas, incluso desviadas de sus ad­
versarios. Al reconocer el arbitraje, al que se somete la vio­
lencia, la riña entra, a través del deporte, en el derecho,
como lo hacía la guerra. Inocentemente, como la ciencia,
espero, mañana.
¿Y qué es el libre albedrío? La instancia de derecho que
invento, en mí, para aculturar a la fiera que mata.

Vuelta a la cognición

Terminemos con Marte como con Júpiter. Cuando se


hace científica, la eficacia mortal de la guerra pasa a depen­
der de nuestros conocimientos, ciencias y técnicas. Recípro­
camente, los avances de estas proceden a menudo, en lo
que se refiere a sus programas y financiación, de las institu­
ciones consagradas a los combates. Vuelven las preguntas
que planteó Hiroshima, tragedia y sacrificio humano al
mismo tiempo. Desde aquel día de ira, que se multiplica a
veces por Chemobil, Seveso y otros océanos y hospitales,
tenemos miedo de perpetrar algunos sacrificios, imprevisi­
blemente nacidos de nuestra libre investigación.
Una ciencia moral nueva, decidida a dejar de ser sacrifi­
cial, ¿se desgajará mañana de la actual, resignada a seguirlo
siendo? Este es un criterio ético, sencillo y decisivo, que se
impone en un momento en que todos los saberes exploran
lo posible y a veces lo hacen realidad.

E c o n o m ía y s a c r if ic io

Extensión del sacrificio hacia la universalidad

Dentro de la órbita de Júpiter, el carácter sagrado del chi­


vo expiatorio, cargado con la violencia y los pecados del
grupo, viene de que cada uno y todos, unánimemente im­

220
plicados en la crisis, lo inmolan en su lugar para reconciliar­
se tras el linchamiento. Emerge entonces una evaluación
propiamente económica, cuyo principio justifica siempre el
sacrificio por un ahorro máximo de víctimas: «uno por to­
dos», el propio chivo expiatorio, en caso de lo sagrado o de
Júpiter, y «unos pocos por todos», en el de la guerra o de
Marte, caso en el que tres campeones se entregan en lugar
de los ejércitos de Roma y de Alba, entregados a su vez en
lugar de los adultos de ambas ciudades. Estas sacas electivas
responden, acabamos de verlo, a la pregunta ¿cuántos
muertos cuesta la conservación del grupo? Uno a Júpiter,
los portadores de armas a Marte, ¿cuántos más a Quirino?
El principio de la economía se dirige hacia la economía
misma.
La cuestión práctica de los trabajos y prestaciones que
pueden cambiar la faz de la tierra, por medio de herramien­
tas o de máquinas, se plantea en los mismos términos:
¿cuánto cuestan esas realizaciones, en dinero y en capitales,
pero también y sobre todo en sufrimiento y en muertos?
No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, dice
la sabiduría popular. De ahí viene que toda praxis sea sacri­
ficial, cuando calcula, con rigor, el mejor resultado con el
mínimo gasto, ya que esta optimización dirige el gesto del
sacrificio, religioso, claro, guerrero también, pero ahora téc­
nico y productivo.

Prácticasy teorías científicas

Al igual que la guerra y lo sagrado aceptan pagar el pre­


cio de la sangre para la conservación del grupo, el trabajo y
ía investigación científica de lo posible y de lo verdadero,
dentro de la objetividad de lo real, llevan a aceptar también
un precio, aunque lo minimicen. Ejemplos: ¿cuántas armas
para cuántas herramientas? ¿Cuántos ignorantes, misera­
bles, hambrientos... para tanta concentración gigante de
medios, de dinero, de conocimiento y de patentes? Al ex­
plorar la virtualidad de los escenarios posibles, nuestras
ciencias, cuyas teorías dirigen o hacen eficaces la mayor par­

221
te de nuestras prácticas, obedecen pues al mismo principio
del mejor resultado con el mínimo gasto. ¿Qué entende­
mos por esta minimización? ¿El gasto del que hablamos su­
pone muertos? ¿Cuántos?
Aquí tenemos, bien planteada, la cuestión práctica: con­
creta y moral, dirigida ahora a nuestros conocimientos teó­
ricos, entendidos como los mejores o los más eficaces, o
como nuestros únicos programas a largo plazo hacia el fu­
turo; teóricos y prácticos, es verdad, pero al mismo tiempo
económicos en este sentido. Una inquietud: ¿las ciencias se­
guirán siendo también sacrificiales?
Por primera vez, que yo sepa, en la historia de la sabidu­
ría, el principio del ahorro no hace diferencia entre las cien­
cias sociales y las ciencias duras: para la supervivencia y la
estabilidad de los grupos humanos, así como para la realiza­
ción de objetos que nay que descubrir o transformar, acep­
tamos un coste, que nuestros ideales de seguridad mini­
mizan.
Es el precio del sacrificio. Donde dice: todo se paga,
todo tiene un precio... debe leerse: hay que matar. Todo cál­
culo de optimización — ¿cómo actuar o pensar sin él?— es­
conde y revela en realidad el problema del mal. Aquí está,
trágico, yaciendo, en la base y en la regulación del saber y
de los hechos, en el mínimo aceptado para un máximo es­
perado.

Leibniz

Sólo Leibniz, en mi conocimiento, trató de hacer cohe­


rentes los vínculos entre la acción o el conocimiento pro­
ductores, la cuestión del mal y el principio de Maximis et
Minimis, que contribuyó, entre los primeros, a formular,
relacionando en su sistema la creación del mejor de los
mundos con los males menores. Este principio aparece
precisamente en el filósofo que supo desplegar los mundos
posibles, y adquiere toda su importancia ahora, en el nues­
tro, que recupera y explota estos mismos posibles y lo vir­
tual.

222
Superficial hasta la tontería, Voltaire hubiera debido
aprender mejor de su marquesa la mecánica matemática,
para evitar la metedura de pata de hacer pasar por optimis­
ta beatífico a aquel cuyos sistemas de ecuaciones tienen en
cuenta, por supuesto, que la tierra tiembla aquí y en Lisboa,
lo que nadie ignora, pero sobre todo el hecho de que los
seísmos y las víctimas que implican entran dentro de los mí­
nimos aceptados para un mundo de armonías maximiza-
das: el mal yace en el mínimo. De este modo, en la conclu­
sión del proceso de la Teodicea, hacia la cúspide de la pirámi­
de, imagen de este universo, se consuma un sacrificio
humano, gasto más ligero o número de muertos más pe­
queño.
Raro y maravilloso descubrimiento de un paso del No­
roeste, entre una de las ciencias más claras y duras, el
cálculo infinitesimal, y dos ciencias sociales, una, entre las
más útiles, dicen, la econometría, y otra entre las más som­
brías, la antropología: el cálculo de las variaciones y de la
asignación de extremos en las curvas corresponden, efecti­
vamente, al número tolerado de sacrificios, como principio
de economía, entendida en el triple sentido numérico, pro­
ductivo o práctico y religioso. Lo que pasa es que estos co­
nocimientos, calificados con conocimiento de causa como
rigurosos, suponen muertos. El cadáver, como objeto, es
fundador del grupo, desde el punto de vista sociológico, y
el mismo hombre muerto es fundador, cognitivamente, del
objeto como tal que, efectivamente, se puede convertir en
moneda de cambio, como Índica el sacrificio de Taroeya, la­
pidada con joyas de oro. Así este muerto es el fundamento
del objeto, que es el fundamento de la ciencia y el grupo,
que es el fundamento del objeto, que... Statues relataba esta
fundación en espiral hasta la intuición de que la muerte es
fundamento de la sabiduría.
¿Cóm o liberamos de este maelstrom? Al margen de estas
tragedias repetitivas, de formas monótonas, ¿qué ética nos
guiará, pasada la época de Leibniz, cuando la filosofía y las
ciencias más racionales continúan con siniestras prácticas
arcaicas, para reducirlas hasta que cesen pura y simplemen­
te? ¿Qué buena nueva nos librará de estos sacrificios?

223
Vuelta a ía verdad

Valedero para las religiones arcaicas, para la gestión de la


guerra, para la economía y la cognición, de valor práctico,
teórico y científico, el principio de optimización dirige la
acción, objetiva y social, pero, como ley de la naturaleza o
de organización razonable del mundo, regula el conoci­
miento racional. Ahora bien, por anulación de su mínimo,
sugiere, evidentemente, una moral, siempre tan nueva
como es antiguo este principio por su repetición, cuya úni­
ca regla considerará inaceptable a partir de ahora lo que
mate, y admisible lo que no mate.
Y además, en el ámbito cognitivo en particular, lo verda­
dero corresponde a lo que se puede recibir, a aquello sobre
lo que podemos ponemos de acuerdo. Aunque no existe
criterio alguno de verdad o de verificación decisiva de una
idea o de una teoría, indefinidamente obligadas a la falsifi­
cación, el «No matarás», precepto exclusivo de moral en
otros tiempos, converge hacia el criterio, epistemológico,
de la verdad.
Sólo aceptaremos esta ciencia, no si acepta matar muy
poquito, sino únicamente si no mata en absoluto, exacta­
mente cuando abandone el ámbito de lo sacrificial. La ver­
dad equivale a fin de cuentas a la inocencia. C on este rase­
ro se miden la verdadera filosofía y, sin duda, la verdadera
ciencia.
Esta es también una gran novedad sobre la noción de
verdad, como las dos revoluciones que tuvieron lugar, la
primera, cuando la aurora griega diferenció la aleteia homé­
rica, gloria deslumbrante, exclusivamente social, o notorie­
dad nacida de la historia, más allá de la muerte, de la verda­
dera luz, evidentemente y objetivamente solar, de los filóso­
fos geómetras, o cuando el alba de nuestra era separó los
dioses, considerados falsos, del Unico verdadero: los falsos
dioses matan; el verdadero crea.

224
¿Un solo diosen trespersonas?

El sacrificio tenía pues función y valor universales: para


la sacralidad jovial el «uno por todos» del chivo expiato­
rio; los «algunos por todos» de la guerra o de Marte, tres
campeones o dos ejércitos enfrentados; el principio del
gasto mínim o: «¿cuánto cuesta?» para la práctica de nues­
tros trabajos y proyectos o para la realización de una posi­
bilidad o de lo verdadero, en el campo de las ciencias y de
las técnicas... aquí tenemos, en su principio, el concepto
mismo de Economía. Vuelta a la cuestión de partida y
paso a Quirino: los balances de producción y de intercam­
bio, los beneficios y los costes, los mejores negocios... ¿se
deducen de la violencia, a través de la optimización sacri­
ficial?
¿Qué resulta de todo ello? Criterios, preguntas y respues­
tas: ¿mientras que las guerras inmolan, evidentemente, las
religiones conservan o no los sacrificios? Las mejores los su­
primen. La cognición y la práctica, las ciencias y las técnicas
¿seguirán siendo también sacrificiales? Las verdaderas aban­
donarán es{a condición. ¿La economía se entrega o no, ella
también, a estos crímenes repugnantes?
¿Las tres funciones tienen el mismo objetivo? La econo­
mía, en general, ¿continúa esta misma guerra con medios
diferentes de las armas? ¿Quirino se entrega a las mismas
ocupaciones de Marte? Ausente de la clasificación, ¿un
solo dios de violencia, o un demonio único, podría susti­
tuir a los tres dioses fundamentales del politeísmo anti­
guo?
Júpiter trata de limitar la violencia con la religión, el de­
recho y el saber; Marte, con la guerra, como acción de dere­
cho, y la participación regulada en los conflictos de legiones
armadas; ¿Quinno los imita con la competencia entre pro­
ductores y las batallas comerciales, la lucha de clases y la ex­
plotación de los hombres por aquellos que no se conside­
ran Sus semejantes?
Monoteísmo formidable de la violencia universal.

225
Los Miserables

Para ampliar las demostraciones a este tercer dios, la últi­


ma prueba debería estudiar detalladamente la economía y
las ciencias correspondientes. Suponiendo, cosa improba­
ble, que pudiéramos dominar semejante masa de datos,
¿cómo estar seguros de poder reducirlos a un resultado tan
sencillo? Más vale invertir la cuestión y considerar un esta­
do concreto límite, en el que la ausencia total de fortuna
equivaldría a la desaparición de Quirino. En otros térmi­
nos, ¿qué ocurre, no en la producción, los intercambios y
los bienes, pero sin ellos?
Así llegamos a los Miserables, Más que la indigencia y la
pobreza, la miseria, radical, ¿será tan universal como la vio­
lencia misma? ¿Podemos hablar entonces del hombre mise­
rable? Una demostración negativa siempre vale más que ve­
rificaciones positivas, indefinidas, pero nunca plausibles.

La m is e r ia u n iv e r s a l

Miseriay violencia

La experiencia de la miseria muestra que, sin fortuna


— sin el dios Quirino— , el individuo o el grupo ven desa­
parecer también el derecho, la cognición y toda soberanía:
ya están sin Júpiter; así como toda policía o gestión de las ac­
ciones conflictivas: ya están sin Marte, entregados a la vio­
lencia pura y sin reglas. La ausencia de uno de los tres dio­
ses, Quirino, implica también una falta total de los otros
dos: ¿podemos descubrir mejor índice de su relación y de
su unidad? Estas desapariciones implican sobre todo la pér­
dida de toda protección contra la permanencia de relacio­
nes violentas: ¿podemos descubrir mejor índice de la reduc­
ción? La violencia es el fundamento de toda institución,
^Individual o colectiva, la miseria hunde a los hombres a
los que abruma en un estado límite en el que la violencia

226
no conoce reglas ni leyes, ninguna barrera para su propaga­
ción universal. Esta exclusión fuera de la ley se acerca al
riesgo máximo de eliminación o de erradicación: supera al
homicidio, ya que este último se define de acuerdo con le­
yes penales... y roza el genocidio, ya que está en juego la
práctica totalidad del género humano.
El universal que buscamos se descubre, no en la organi­
zación social, las instituciones o la política, sino, a la inver­
sa, en la desorganización, que deja al desnudo todas las es­
tructuras, y en el límite, en este estado de miseria, quizá tan
antiguo como el origen del hombre, que los filósofos des­
cribieron, desde hace cuatro siglos, sin saberlo demasiado,
cuando abordaron el problema del Mai. El miserable, efec­
tivamente, sufre males físicos: hambre y frío, enfermedades
y muerte precoz... pero también mal moral, ya que un
acuerdo social se suele realizar en función de la responsabi­
lidad que asume de encontrase en tal estado... la palabra mi­
serable, al menos en francés, designa no sólo al más que po­
bre e indigente, desgraciado y patético, sino también al des­
honesto, malvado, vergonzoso y despreciable; la historia
occidental dudó durante mucho tiempo entre la horca y la
piedad. 4
Si formulamos, de nuevo, el principio de economía, ¿no
debemos resignamos a producir esta miseria como un pre­
cio que hay que pagar por el crecimiento y el progreso de
algunos hacia el bienestar y la sabiduría? ¿No se trata de un
escándalo inmenso? ¿No intercambian su lugar el máximo
y el mínimo, ya que un grupo escaso sacrifica a sus valores
óptimos una multitud colosal de miserables?

Holocausto a Quirino

Porque hombres ricos de naciones acomodadas los sue­


len considerar responsables de su propia condena a muerte,
los Miserables se cuentan por centenares de millones, en el
Tercer Mundo del Sur, y en el Cuarto Mundo que crece rá­
pidamente en nuestras ciudades, tanto en Oriente com o en
Occidente, entre las nuevas víctimas del más inmenso sacri­

227
ficio que nuestra historia, bastante repugnante sin embargo,
haya conocido y perpetrado. Si la guerra es un sacrificio co­
lectivo a Marte o preparado por él según el principio de la
economía, la miseria parece más sacrificial todavía, ya que
afecta a una población tan importante que iguala práctica­
mente al total de los hombres: aceptamos un holocausto gi­
gantesco a Quirino.
Este otro falso dios, ¿no mata también en gran número,
a través de ciencias y prácticas de cuya verdad deberíamos
dudar? ¿Mata más que los rituales antiguos y los combates
marciales, en un crecimiento histórico escandaloso que ta­
pan las supuestas necesidades de la economía? ¿No será que
este aumento innoble marca un desgaste progresivo de los
obstáculos para la violencia, a medida que vamos de Júpiter
a Marte, y de este a Quirino, ya que el primero acepta sacri­
ficar a un solo hombre, chivo expiatorio en la cúspide de la
pirámide, el segundo a tres campeones o a un ejército,
mientras que el tercero, más contemporáneo, asesina a la
humanidad prácticamente entera? Como la economía espe­
cula con el conjunto de recursos y su escasez, ¿habrá que es­
perar que las pocas pandillas de gángsters que gozan de
ellos logren, por meaío de esta violencia pura y sin ley, la
erradicación de los grupos de Miserables, numerosos y ma-
yontanos, para quedarse, sobre el Arca rica, como únicos
supervivientes de un nuevo Diluvio? ¿No están patentan­
do, para convertirse en sus propietarios, a la totalidad de las
especies animales y vegetales?
Terrorífico mapa del atlas contemporáneo: una pequeña
isla o la cima de una montaña emergen de un océano o de
una tierra infausta.

Miseriafundamental

Entre la muerte definitiva y la existencia relativamente


cómoda y protegida, garantizada por las culturas, sus dife­
rentes contratos y sus instituciones, este es el estado en el
que la violencia destruye antes de producir sus propios lími­
tes: estado primordial, condicional, fundamental, universal,

228
que expresa nuestra condición mortal o nuestro ser para la
muerte. Eccehomo.
Sí, tal es la universalidad del hombre. Venimos del sufri­
miento, de la miseria, de las aguas fluctuantes sin límite, de
la tierra y de la muerte. En ella vivimos en parte. A ella es­
tamos siempre condenados, desde el momento en que con­
fesamos que sólo somos hombres, frágilmente protegidos
por débiles instituciones. Nos reconocemos todos, en el
fondo de nosotros mismos, como miserables o siempre ex­
puestos, vertiginosamente, al riesgo de volver a serlo.
¿Qué estatuto pretenden los demás? ¿La divinidad? ¿Nos
convertimos en falsos dioses? ¿A qué extraño y bárbaro po­
liteísmo de nosotros mismos nos sometemos?

Vuelta al estado de naturaleza

De golpe, lo que los teóricos del derecho, Hobbes o


Rousseau, por ejemplo, dicen del estado previo de Natura­
leza, o de cualquier condición primitiva, en donde la uto­
pía o la ucrania, formales o condicionales, preceden al esta­
do social de derecho, con la soledad salvaje de los hombres
o la gueirt de todos contra todos — impropiamente llama­
da guerra, lo repito, pues esta violencia sin leyes no tiene
nada que ver con el estado jurídico de conflicto regulado
mediante declaraciones— , todo lo que pretenden de abs­
tracto o de teórico, sobre este estado primero, fundamental,
abstracto, ahistórico, trascendental incluso, se realiza, entre
el dolor y la concreción, cerca de nosotros o en nuestra pro­
pia existencia, en la supervivencia de los Miserables. Con­
ceptual o imaginario, el estado de Naturaleza, en el que la
violencia no conoce regla alguna, se muestra como univer­
sal y más real que la realidad cultural, local, frágil y relativa,
tal y como la vivimos en el bienestar económico, jurídico y
civilizado de las tres funciones: se trata del estado de Mise­
ria, que nunca tuvo historia ni filosofía, porque yace antes
de la primera y apartado de la segunda.
Contra los politeísmos ricos, sólo algunos monoteísmos
lo han conocido: por revelación.

229
Desmoronamiento de las clasificaáones culturales

Duelista o guerrero, Marte, y Quirino, cultivador, herre­


ro, comerciante o banquero, simplemente porque son dio­
ses, se colocan del lado de los sagrado, por consiguiente de
Júpiter, Acabo de demostrar que Júpiter y Quirino trabajan
ambos para controlar la violencia: aquí están, en compañía
de Marte. Cuánto tiempo y fuerzas consagraron la historia
y las ciencias sociales para demostrar que lo religioso y lo
marcial se reducen a lo económico... yo estoy gastando el
mío y las mías para demostrar más bien lo contrario o la re­
cíproca de estas teorías: Júpiter y Marte se apuntan del lado
de Quirino, por el principio, universal, de la economía.
Si dos de ios tres dioses se reducen siempre al tercero, in-
difaenciada, impotente para clasificar, la trilogía se viene
abajo. El empuje de lo universal destruye este aspecto local
cultural. Como queríamos demostrar.

Mapamundi; la violencia universal

Las tres imágenes o funciones, identificadas por Georges


Dumézil en las instituciones indoeuropeas, consumen las
tres los mismos sacrificios, siguen el mismo principio eco­
nómico: rituales e infrecuentes en los templos y los tribuna­
les; imprevisibles y quizá evitables en los laboratorios; he­
roicas, pero limitadas, en los campos de batalla; generaliza­
das al universo entero por las reglas del intercambio, de la
producción y de la mencionada economía.
Dime cuántos hombres contribuyes a matar y te diré tu
oficio; deduciré incluso tus ideas, ai menos las más medio­
cres, las que defienden tu pertenencia o tu corporación.
¿Ahora tratas, lealmente, de trabajar en la inocencia de lo
verdadero? O la falsedad definida en el universal de la
muerte o la verdad definida en el universal de la vida.
Comparar las dos historias comparadas de las religiones
nos lleva a reducir las funciones a una sola o tres dioses al

230
único y a mostrar la universalidad del sacrificio y de la eco­
nomía. Abominable y presente, este universal sigue exigien­
do en todas partes la muerte de los hombres, en gran núme­
ro, en los combates, el saber, la producción y la circulación
de los bienes. Cuando mi lejana juventud abandonó la epis­
temología, le di a eso el nombre de Tanatocracia.
No hemos salido todavía de las edades arcaicas, ciegas a
estos holocaustos, nada ciegas a la Ilustración de nuestro sa­
ber. Un día cambiamos de religión, dejando los sacrificios.
Ahora hemos cambiado de universo. El pueblo preferiría
que los sabios fueran los primeros en resolver el nuevo ca­
mino. ¡Inventarían!
¿Cómo? Aquí lo tenemos, primero la escritura, y después
nuestra decisión.

La palabra positiva correspondiente

Con dos parábolas paralelas, San Lucas y San Mateo ex­


presan el principio de la economía no sacrificial, que recha­
za el más mínimo gasto, uno por todos, siendo este único
el propio sacrificado: ¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si
pierde una de ellas, no deja las noventay nueve en el desiertoy va
a buscar la 'que se perdió hasta que la encuentra? (Mat.18, 12;
Luc.15, 6).
El que trae de vuelta la oveja descarriada invierte, de for­
ma simétrica, toda la lógica económica, pues deja las otras
noventa y nueve ovejas en el desierto, lugar del que se sue­
le expulsar al chivo expiatorio, actúa de acuerdo con la in­
clusión, cuya forma invierte la lógica de exclusión, y al con­
vidar a sus amigos para la vuelta de la extraviada, transfor­
ma en fiesta positiva el sacrificio, la arcaica gala sangrienta:
sin muerte ni expulsión, nos alegraremos todos juntos de
que la víctima haya vuelto entre nosotros. El hijo pródigo
ha vuelto: ¿había sido expulsado por su hermano?
No sólo el gesto nuevo rechaza, negativamente, toda eco­
nomía basada en el cálculo de un porcentaje, incluso míni­
mo, de pérdida, aquí uno por ciento, sino que muestra, po­
sitivamente, que el trabajo consiste en salvar, precisamente,

231
lo que por la costumbre y la razón habíamos aceptado per­
der. No digamos más: el progreso a cualquier precio, pero
paguemos todo el precio que cuesta el progreso.
Perder... alma perdida, mujer de costumbres perdidas...
este verbo vale tanto para la moral como para la economía
de los balances, llamados de pérdidas y ganancias. Y no se
hace pasivo hasta que se cumple su acepción activa. Este
hombre, esta mujer, esta oveja... descamados, ¿quién los
quiso perder?
Este animal que expulsas, ¿quién lo echó de casa para
que vagase errante por los desiertos, las montañas y los
hielos?

232
2
Contrato

Métodosy técnicas: de la creación

Adoptado hoy en día por todas las disciplinas científicas,


el método por modelízación y simulación cambia la condi­
ción de la experiencia y de la realidad. Antaño objeto, crite­
rio, prueba o juez de la ciencia, la realidad deja paso a lo vir­
tual, La ciencia se convierte en la ciencia de tos posibles. En
biología,‘■por ejemplo: por el paso del tratamiento del cuer­
po al del genoma. Había que obedecer a la naturaleza para
controlarla. Ahora, le damos órdenes sin consultarla. Esta
ascensión hacia lo posible nos abre mundos nuevos, que
trataremos de crear cada vez más, sin vemos obligados a te­
ner en cuenta el obstáculo o la prueba de la realidad, anti­
guamente irrecusable, que evitaremos mediante variaciones
virtuales.
Esta liberación, relativa, con respecto a una realidad que
antes era necesaria, impone a los científicos responsabilida­
des nuevas, ya que están menos unidos que antes y que el
resto de los hombres al destino o a la fatalidad de la expe­
riencia o de la encamación. Antes realizaban sus aplicacio­
nes bajo el control del mundo tal cual. En parte liberados
de estas exigencias, crean ahora, como el Dios clásico de los
filósofos y de los sabios, mediante posibles que se realizan
o que imponen sus cálculos.

233
Verdad

Así nos encontramos con un cambio considerable en la


condición de la verdad: antes estaba unida a las sentencias
emitidas por la realidad misma, experimentada en manipu­
laciones en las que la teoría se sometía a las condiciones
prácticas del mundo. En la posibilidad de las modelizacio-
nes y la materialización de una realidad creada, la verdad
deja paso a la responsabilidad con respecto a una posibili­
dad realizable o impuesta. Sin salir del campo mismo de la
ciencia, con la virtualidad de la simulación estamos pasan­
do de lo epistemológico o de lo cognitivo a la ética de la ac­
ción, porque ahora pasamos, sin cesar, de la simulación al
acto, del modelo a su realización, de lo posible a lo real.
La pregunta: ¿decimos la verdad? converge hacia la pre­
gunta ¿actuamos bien? ¿A qué peligros de violencia, de
hambre, de dolores, de enfermedades, de muerte... exponen
estos mundos de nueva creación a nuestros contemporá­
neos y sus sucesores, a las generaciones futuras? El proble­
ma, epistemológico, de lo falso converge hacia el problema,
ético, del mal. La ley: di la verdad, converge hacia ía regla:
no matarás.

El compromiso del áentífico

Estas preguntas se han planteado, al menos una vez en la


historia, a un médico griego de buena voluntad: Hipócra­
tes. En aquella fecha, sólo la medicina era responsable de la
vida y de la muerte de los hombres. Ni el físico ni el quími­
co, ni mucho menos el matemático o el astrónomo, todos
ellos consagrados a la explicación o a la experiencia verídi­
cas, tenían que plantearse preguntas de este tipo. Una épo­
ca tras otra, todos los médicos prestan, al finalizar sus estu­
dios, el juramento hipocrárico: única prueba, o mejor, úni­
co testimonio de que una moral y un esbozo de derecho
pueden mantenerse a lo largo de las generaciones venideras.

234
Hay que escribir de nuevo un juramento generalizado al
conjunto de las ciencias, ya que todos los sabios se encuen­
tran ante responsabilidades creadoras. Lo prestarán o no, de
acuerdo con su libre decisión.
Quien lo escriba abrirá el nuevo milenio.

235
3
Distancia y proximidad

Invitación al viaje

Adivinen por qué después de haber leído Tintín en el Tíbet


preparé inmediatamente, hace ahora cuatro años, una mo­
chila de montaña, una manta polar y una colchoneta, y me
subí, un hermoso día invernal, al avión de Katmandú, vía
Nueva Delhi, para ir a pie desde Nepal hacia la frontera de
China.
Un tanto heroico para alguien que superó hace tiempo la
edad del Capitán, pero soberbio si se anda en buena com­
pañía, este viaje exige, efectivamente, que haya visto y leído
las viñetas mágicas dibujadas por el gran predecesor: enton­
ces, y sólo entonces, pasa por el lado adecuado de los «tsor-
tengs» asiste con respeto a los ritos de los monasterios tibe-
tanos, cruza en equilibrio los rápidos sobre puentes frágiles
que incluso los sherpas franquean con angustia, come son­
riente su comida, ama su amistad, admira su resistencia ante
el peso que llevan como ante el frío que soportan... ¿Cómo
llevar a cabo esta pequeña hazaña sin recordar continua­
mente la búsqueda de Tchang desaparecido, sin reproducir
el itinerario tantas veces recorrido, al menos en la ¡magina-

* Las páginas que siguen exigen la lectura previa de Tintín en ti Tíbtt, de


Hergé. [N. M autor.]

237
ción, durante la infancia? En uno de aquellos monasterios,
¿cómo no sucumbir a la tentación irresistible de soplar a es­
condidas por la larga trompa, a riesgo de profanar un silen­
cio sagrado difícil de escuchar?
Si adivinan por qué me fui, tendrán ganas de emprender,
como yo, la ascensión conmovedora de sus recuerdos, la
otra, cautivadora, del macizo del Everest, o la mejor, des­
lumbrante, del genio de Hergé: admirarán la precisión de
este documental; no se perderán ni siquiera el cráneo del
yeti, sí.
Pero esto no basta.

El abominable hombre de las nieves

Si, además, como lo hizo en mi favor, la suerte les sonríe


tanto como para encontrar allí a Robert Riefíel — ]Ñamaste',
te saludo, viejo camarada!-— ángel maravilloso del lugar,
con su bondadosa sonrisa amistosa, autor, además, de la
mejor guía que se haya escrito sobre Nepal, descubrirán,
gracias a él — ¡sí, también!— al monstruo que se suele lla­
mar el abominable hombre de las nieves.
Viajero infatigable, experto inigualable sobre el Himala-
ya, Robert Rieffel ha reunido, a lo largo de investigaciones
largas y pacientes, todos los testimonios de los encuentros
probados con el migou, desde hace unos cuatro siglos; los
na comparado, confrontado, criticado, analizado, cotejado,
relacionado con su propia experiencia, para llegar a esta ra­
zonable, científica y sin cuestionamiento posible evidencia
de que claramente el yeti existe. ¿Por qué? Porque hombres
de buena fe, como él y yo, se lo han encontrado. Sin em­
bargo, el número de testimonios comprobables desciende
regularmente desde hace tres o cuatro siglos, hasta desapa­
recer prácticamente en nuestros días. Esta extinción progre­
siva de las evidencias designa una especie de gorila de mon­
taña en vías de desaparición.
Suponiendo que quede alguno, los últimos individuos
de esta especie deben ser muy raros.

238
La caza de la singularidad más singular

Como el de Tintín, el viaje se dirige pues hacia la pura ra­


reza. ¿Por qué ponerse en camino, sudar, arriesgarse a un ac­
cidente a veinte días de marcha de la primera y tosca enfer­
mería, pasar sueño, hambre y frío, si no corremos hacia lo
extraordinario? ¿Qué puede haber en el mundo y en la
vida, tan precioso y tan singular que valga semejantes es­
fuerzos? ¿La amistad que mueve montañas y descubre al
amigo en peligro a diez mil kilómetros de aquí? ¿El amor a
la vida, cuando alrededor el mundo sólo habla de muerte?
¿El santo monje que vuela, en éxtasis, Rayo Bendito y Gran
Precioso? ¿Las especies en vías de extinción? ¡A fin de cuen­
tas, raro porque es único, este techo abierto del universo!
Sí, por todo ello vale la pena cargar con una pesada mo­
chila y ascender durante largos días, en busca de semejantes
excepciones. Mejor aún, ¿existen en la vida otros objetivos
interesantes? Salgamos pues abandonándolo todo.
Sin embargo, todas estas singularidades resultan corrien­
tes, con respecto al inmenso descubrimiento realizado de
repente, ptomero por Tchang y después por sus amigos, que
salen a salvarle, pues comparado con él, ningún otro, en el
mundo y en la vida, ni siquiera quizá los anteriores, los más
raros, merecen el más mínimo esfuerzo.
¿Por qué me marché yo también? Porque tuve un sueño:
no, no soñé con Tchang, claro, sino con el yeti, precisamen­
te, y más generalmente con los animales que llamamos salva-
ies y consideramos feroces, que expulsamos hacia la cima de
las montañas o el fondo de fa selva. A veces los perseguimos
para capturarlos, vivos o muertos, hasta su total extinción. Si
desaparecen, ¿quién tiene la culpa? En francés, el verbo chas-
ser tiene dos significados. Primero quiere decir expulsar, ex-
:luir, rechazar, despedir, desterrar, exilar, echar; a continua-
zión, cazar, perseguir una presa dada para matarla. En una pa­
labra encontramos dos sentidos muy diferentes, que mi
sueño asoció durante una partida de ajedrez, en la que la pie­
za de mi adversario expulsaba a la mía de su casilla.

239
Me desperté gritando: iah!¡a ckáMsse, com o sí estornuda­
se. Este sueño o pesadilla me reveló que cazábamos a estos
animales, fusil en mano, porque los habíamos expulsado de
nuestra casa. No, soñé: algunas especies no se domesticaron
a partir de un primer estado salvaje, sino a la inversa, se hi­
cieron salvajes a partir de un primer estado doméstico; no­
sotros mismos los devolvimos antiguamente a la selva, ex­
pulsándolos de nuestra vecindad. En un principio, reinaba
el paraíso de los seres vivos concillados; vivimos desde en­
tonces en el tiempo y en la historia de la exclusión. Sólo se
trataba de un sueño, pero me marché inmediatamente de
viaje, siguiendo y persiguiendo esta intuición.

Lo kjano o h cercano: el monstruo

Chasser significa también apartar, rechazar, colocar entre


sí y el desterrado toda la distancia posible, por ejemplo, la
que separa Bélgica del Tíbet, la mitad del mundo, sustituir la
proximidad por la lejanía: la exclusión convierte al prójimo
en un ser lejano. Sólo el intenso esfuerzo de un gran viaje
puede, a la inversa, hacer que el ser lejano se vuelva cercano.
Volvemos a encontrar los viajes y las distancias que medía
antes la pedagogía; sin embargo, la instrucción en este caso
se vuelve educación y el saber deja paso a la moral.
Al haber sido expulsado de una casa dulce y tranquila,
casi materna, en la que encontraba comida y calor, físico y
humano, descanso, consejo y caricias, al haberse visto obli­
gado a vivir en lugares inaccesibles, o a errar sin abrigo, por
regiones que nadie quiere, en las que no se encuentra nada
para comer, sobre todo cuando llega el invierno con la nie­
ve, el hielo y el viento, ¿quién de nosotros no se volvería rá­
pidamente duro, hirsuto, bruto... flaco, sucio, descamado...
espantoso, feo como un mono, peludo, terrible, peligroso...
destruido por ía miseria... inhumano... tan abominable que
no tiene otro nombre... Pronto los hombres saldrán a su
vez, de su casa tranquila y suave, para cazar a aquellos que
sus antepasados expulsaron y cazaron.
De aquel sueño nació esta marcha por el espacio del Hi-

240
malaya, pero también otro viaje, más extraordinario toda­
vía, durante el cual haremos juntos el hallazgo de la singu­
laridad inestimable. Pueden preparar todas las mochilas del
mundo, ropa polar y colchonetas, alquilar los servicios de
veinte sherpas y de otros tantos yaks, escalar diez paredes,
plantar el campamento base sobre el hielo, orar en los cua­
tro monasterios que se encuentren, buscar por todas partes
las especies desaparecidas; se pueden quedar en casa, no ser­
virá de nada mientras no accedan a esta verdad que acabó
por descubrir el genio de Hergé. Aquí está, les digo.

Tres viajes con tres mapas


Quiso hacerlo como yo lo hice, mucho tiempo después
de é l Porque el propio Tintín pasa, en un momento dado,
por una inmensa circunstancia que divide trágicamente su
viaje, como una grieta.
Al principio sólo se trata de marcha de aproximación,
por senderos trillados, en compañía. Sin embargo, cuando
todos los sherpas huyen sin retomo, dejando al guía, el jo­
ven y el capitán librados a sus propias fuerzas, comienza la
verdadera expedición. El corte brusco es éste. ¿Qué valdría
un viaje, si, los participantes no dejaran de estar asistidos,
servidos y animados? ¿Un cheque para el Club Méditerra-
née? Además, esta expedición verdadera termina, una vez
más, en las cercanías de un monasterio, bajo la avalancha de
nieve y a las puertas de la muerte. Sin la visión extática de
Rayo Bendito, ¿qué habría sido de los tres hombres? La úl­
tima parte, decisiva, sale de ahí y ahí vuelve. En otras pala­
bras, el final del viaje pasa a ser iniciático y religioso, místi­
co incluso, y contiene todas las enseñanzas.
¿Cuáles? Ya llegamos. Pero hace falta otro mapa para no
perderse.

Nuevo espado en él que lopeor es la mejor...


Aquí estamos. Calentitos en nuestras casas, nos gusta ha­
cemos tras una buena comida preguntas muy complicadas
a propósito de la ética: si existe, por qué se pierde, cómo

241
añadir su pólvora ligera a las técnicas pesadas... cuando sólo
hay una moral, muy sencilla pero terrible. Tintín en el Tíbet
relata con toda la limpidez del mundo la verdad más fuerte
y más profunda que se haya dicho nunca bajo el cielo y
para los hombres: que lo abominable es bueno y que actúa
como ningún ser civilizado lo haría, con dulzura y caridad.
Ocurre en este relato la misma desgracia que ocurrió en
otros tiempos al buen samaritano, que todo el mundo co­
noce sin comprenderla, desde hace dos milenios: su clari­
dad blanca nos impide, al deslumbramos, entenderla.
Acompañado por su Capitán, gran bebedor y vocinglero
sin par, nuestro héroe, com o el samaritano, nos da, inagota­
blemente, tantas pruebas de bondad que, conmovidos, nos
quedamos en esta lección. Com o los monjes del Tíbet le
llaman Corazón Puro, tratamos más bien, inspirados por li­
bros de psicoanálisis acusativo, de ennegrecer la blancura
de la nieve, del perro y del alma infantil, desde que dejamos
de amar el amor. Y todo lo contrario, bajo su luz incandes­
cente, estas bondades ocultan la verdadera lección: sólo es­
tán para cubrirla. Las singularidades visibles, por las que nos
decidimos a marchar, ocultan la verdadera singularidad. El
buen samaritano asimismo desgrana tales buenas acciones
que creemos ingenuamente que el relato tiene como objeti­
vo enseñamos a recoger a los heridos en la cuneta, cuidar­
los, llevarlos al hospital, pagar a las enfermeras... ¿No sabía­
mos ya eso, y en demasía? ¡Piedad plana, elemental! No, en
tiempos de Cristo, los vecinos de los samaritanos, separa­
dos de ellos, los odian, los evitan, ellos y su país, como los
más detestados de los enemigos, de modo que los llaman,
o casi, los abominables hombres de las montañas. Así, la
parábola evangélica del buen samaritano — en la que el ad­
jetivo contradice el nombre— dice muy poco sobre la bon­
dad, como se suele creer, sino que propone el descubri­
miento inmenso de la única maravilla que tiene valor: que
el peor de los hombres, bandido desterrado, ignominioso,
criminal ante el género humano, se conduce con huma­
nidad.
Ahora conocemos tantos equivalentes de estas dos histo­
rias, similarmente conocidas e idénticamente incomprendi-

242
das, tantos hombres monstruo, imposibles de nombrar
que, si decimos, ahora, expresamente, en este texto mismo,
que son buenos, nos veríamos condenados también por los
tribunales. Aquí tenemos una prueba, terrorífica, de la ex­
cepcional singularidad de la moral.

...y lo lejano vuelve a serpróximo

Por su ciclo mundial de viajes extraordinarios, condeco­


ré a Hergé hace tiempo con el título de «Julio Veme de las
ciencias humanas». Me equivoqué, lo confieso. Porque es­
tas ciencias crean tanta distancia entre el hombre que estu­
dia a los otros y los otros estudiados, que el foso no se lle­
ga nunca a colmar, que nunca se da la reciprocidad. Tin­
tín, por el contrario, reduce la distancia y convierte al
alejado o expulsado en alguien cercano. Inventa pues la
acción o el viaje humanitario, como alardeamos de practi­
car ahora. ¿Viviremos lo bastante com o para que las cien­
cias sociales sustituyan una objetividad, a menudo inhu­
mana, por esta bondad inaccesible? ¿Veremos nacer las
ciencias^humanitarias? En los viajes singulares dibujados
por Hergé no se trata de fotografiar lo extraño y lo diferen­
te, para satisfacción exótica y viajera o para publicidad de
los expertos ricos: todo lo contrario, lo lejano se vuelve
cercano.
Lo más alejado, proscrito o desterrado se vuelve mi ve­
cino: no Tchang, evidentemente, amigo de siempre, ya
cercano y fraterno, perdido porque un avión, accidental­
mente, cayó; sino sobre todo, y esencialmente, este ani­
mal hostigado por los cazadores y los sabios, separado de
nosotros por la especie y por el espacio, diferente y, por
sus costumbres, abominable: extraño, alejado, excluido,
alienado, pero de repente, por mi desplazamiento volun­
tario: vecino, próximo y fraterno. Tchang es la ocasión, el
pretexto del viaje; da simplemente un objetivo a la marcha
de acercamiento. ¿Cuál es la finalidad de la auténtica ex­
pedición?
El yeti. Marchando en busca de un hombre, encontra­

243
mos al yeti. A la inversa, ¡si hubiéramos salido en busca del
yeti, a nadie se le ocurriría buscar a un hombre! Una vez
descubierto el yeti, ya que tenemos la suerte de haberlo al­
canzado, ahora tenemos que encontrar al hombre. ¡Aten­
ción, es él!
¡Lo peor se convierte en lo m ejor y el animal es bello y
bueno! ¿Qué visión hace levitar a Rayo Bendito y sólo le
hace volar a él, porque, visiblemente es el único que com ­
prende, y te hará volar mañana a ti, a tres palmos del sue­
lo, si cambia tu alma? Este inmenso descubrimiento de
que el peor de los animales, el más cruel de los brutos, el
que se ilustró con los peores asesinatos, el que ponemos
todos, de común acuerdo, en la picota, sí, bestia feroz in­
munda, espantosa, negra, velluda, provista de un cuerpo
repugnante y de una faz innoble, cargada con todos los
crímenes del mundo, sí, ella misma, es un hombre, aun­
que parezca imposible. No es que el blanco, nieve, hielo
y pelaje, se vuelva negro, sino que la propia excepción ne­
gra, greñas y caverna, accede a la luz transparente y cán­
dida. Todas las psicologías del mundo le convencerán
siempre de las impurezas de la pureza o de que el infier­
no está empedrado con buenas intenciones, que no hay
nada más fácil que enturbiar un manantial... pero la revo­
lución más inusitada consiste en ver que lo más impuro
es puro.
Exactamente por esta razón, sin esperar, hay que empren­
der ese viaje. En el país de todas las singularidades, por las
circunstancias más improbables, hacia las cimas más altas
del mundo, saldrá al encuentro de una especie en peligro,
que mañana podría desaparecer, sobre la que cambiará de
opinión: la especie humana.
La mejor de las bondades va a veces cubierta de un ropa­
je negro. Vale la pena arriesgar la vida para aprenderlo y ver­
lo, el paraíso perdido recobrado, la vuelta a casa del expul­
sado. Entonces, toda nuestra imagen del mundo se invierte,
de izquierda a derecha y de atrás hacia delante. Todo gira a
nuestro alrededor al mismo tiempo que nosotros. Como
todo se invierte también de arriba a abajo, ¿qué tiene de ex­
traño que levitemos?

244
Inversión del espacio

Leed y mirad con toda vuestra atención: que Tintín haya


perdido a su amigo, es algo que le conmueve a él y a noso­
tros: emprendemos con él el más peligroso de los viajes del
mundo y el más maravilloso, hacia todas las singularidades,
para encontrarlo. Se ha terminado la marcha de aproxima­
ción. Que el migou se encuentre, a su vez, separado de su
nuevo amigo ¿a quién le importa?
La última desgarradura, tan profunda, tan arcaica y tan
negra, que ignoramos de qué pozo fabulosamente inmemo­
rial, perforado en el fondo de su tórax, brotan las lágrimas,
está en la última viñeta oval donde, visto de espaldas, el so­
litario de las nieves se queda solo en las cimas — no en el
Hotellas Cumbres, cómodamente instalado, entre viaje y via­
je— mientras que la larga caravana va bajando por la caña­
da y los hombres hablan de él, preguntándose si acaso no
será más humano, él, que ha salvado la vida al joven, que se
pregunta si...
¿Hay^que dar la vuelta al mapa del relato e incluso al at­
las universal? ¿El viaje acaba aquí? ¿O comienza otro en
este punto de simetría de este relato redondo que comien­
za por una imagen de un hombre de las nieves, visto de
frente, y se termina por la de un montañés, visto de es­
paldas?
Sí, todas las desgracias del mundo vienen de esta exclu­
sión; todas las desgracias del mundo corren con estas lágri­
mas que nos brotan al mismo tiempo que las que llora el
abominable, en estos instantes desgarradores en los que
hombres lamentables se preguntan si el caritativo tiene de­
recho al título de hombre. Quién sabe, dicen... ¿A quién
hay que considerar salvaje en esta viñeta final? ¿A los que
marchan en caravana y bajan hacia el valle, dando la espal­
da, sin sospechar que su historia da vueltas en círculo, ni
que este nuevo habitante de las cumbres debería volver a sa­
lir al encuentro del nuevo amigo que un nuevo accidente
de fotografía le hizo perder? ¿A los que no ven las lágrimas

245
del abominable caer, ya que, como muchos otros, no miran
a los miserables de frente? ¿Para qué viajar tan lejos y negar­
se a verlo?
El francés designa con la palabra misérable al que vive en
la miseria, en el frío, sin comida ni cobijo, al que sólo tiene
una cueva para vivir y huesos de pajaritos para roer; pero
también al que los otros consideran no humano. ¿La mise­
ria destruye la humanidad en el hombre? O, todo lo contra­
rio, ¿no será que sólo habita en lo que fue destruido por la
miseria, hasta la humildad más abyecta? En francés, el hu­
milde y el hombre vienen de la misma palabra. Ecce homo.
En las calles y en la plaza de Atenas, Diógenes el cínico se
pasea, enarbola un farol encendido, en pleno día: busco un
hombre, grita. Rumbo a un viaje sin retomo por eí cuerpo
social, hacia el estado de miserable sin cobijo, consagrado a
la filosofía sin idioma, cuyos gestos ejemplares son los úni­
cos conceptos, Diógenes el centinela va en busca de lo raro
y lo precioso, él también, marcado por la aversión de los
hombres; este brillo añadido de su lamparilla significa que
la luz blanca del sol oculta la verdadera singularidad.
Mientras que Platón enseñaba que el hombre se define
como un animal bípedo, sin plumas, Diógenes lanzó, di­
cen, en medio de los académicos en pleno debate, un pollo
desplumado, declarando: ¡Aquí está el hombre de Platón!
Diógenes mostraba, ya lo hemos visto, que el animal era el
hombre mismo. ¿Qué ilumina pues su farol? Sólo ilumina
al que lo lleva y se mantiene muy cerca de su luz paradóji­
ca: el propio Diógenes el cínico, el perro inmundo, el abo­
minable hombre del tonel. ¿Buscáis un hombre? Encontra­
réis un animal. Atención, el hombre es ese animal mismo,
tan miserable que sobrevive como un perro, sin hablar, y
que duerme en las calles, desnudo, sin recursos.

Itinerario en el otro mapa

¿Qué ocurriría si el migou bajara a su vez, no de la nieve


de los Alpes, sino de los hielos del Himalaya, para ir a bus­
car y a salvar a Tchang, a la calle Labrador o a Moulinsart,

246
de las garras de los hombres, caravana y capitán que se lo
llevan lejos de él? ¿Le trataríamos, como se suele decir aho­
ra, de forma humanitaria? ¿O lo colocaríamos, después de
haberlo estudiado, en un zoo o en un campo? ¿Qué bondad
sobrenatural nos falta, en esta hora vespertina y matutina?
La exacta simetría de la historia, en la que el protagonis­
ta simplemente bueno sueña con Tchang, al principio, so­
bre una cima, donde el otro, sobrenaturalmente bueno, so­
bre las nieves eternas del fin, llora al mismo Tchang, debe­
ría conducimos a leerla al revés: a emprender los mismos
viajes desandando lo andado; a volver a mi sueño de caza,
en el mejor sentido de la palabra. Decid: ¿qué vamos a en­
contrar, en Occidente, a la vuelta del Himalaya? Bestias
abominables que dan caza a los miserables.
Si entendiéramos esto, que lo abominable es bueno, que
la bestia inmunda es el hombre mismo, y si hiciéramos en­
trar a todos los excluidos en la casa, nuestro mundo, en el
que la denuncia es el pan nuestro de cada día, se convertiría
en un paraíso en el que levítaríamos, com o Rayo Bendito.
Al inventar, medio siglo antes que nosotros, lo que llama­
mos viaje humanitario, Tintín llega al Tíbet, como viajó a
los Andes, China o las islas, para encontrar o para dar el te­
soro de. la bondad, para hacer lo que los Médicos sin Fron­
teras, o los Voluntarios de la Ayuda a los Desamparados del
Cuarto Mundo hacen, todos los días, en este momento, en
todas las latitudes, en la acera, enfrente de tu casa.
Decididamente no, no es necesario irse tan lejos para ac­
ceder a la gran singularidad: el planisferio del mundo glo­
bal, ojeado para encontrar el itinerario hacía países lejanos,
equivale al mapa o al plano de los países cercanos. Abrid la
puerta o mirad por la ventana: el abominable y bueno yace
muy cerca de aquí.

Itinerario sobre las redes

Pero no lo vemos, desde que hemos dejado de observar


el mundo y los hombres, salvo por las mil escotillas de la
pantalla de televisión: no la tenemos en [a casa, sino que vi­

247
vimos, viajamos, soñamos, dormimos en su pantalla. H o­
rror profetizado por Hergé en Tintín en el Tíbet, en el m o­
mento del terrible encuentro, imprevisto y formidable, con
el hombre mono: ¿y si, con el flash de las fotografías de
prensa, el circo idiota de los ricos, mirón sediento de mise­
ria y de muerte, expulsara y cazara por el mundo entero,
para hacerle huir a pasos agigantados, el pudor de la
bondad?

Del invento racional en moral

Hay grandes inventos, en la moral como en las ciencias:


ambas se parecen.
Por la primera, muy lógico, debemos amamos los unos a
ios otros y abolir la costumbre, nacida de la pasión de la
pertenencia, de amamos, exclusivamente, los unos a los
unos. Entonces las fronteras se convierten en anillo de
Moebius, a lo largo del cual la exclusión se convierte en in­
clusión. Entonces el espacio del atlas cambia.
Por las segundas, absolutamente matemáticas y similares
a la prolongación analítica, debemos amar al prójimo como
a nosotros mismos, es decir, abrir el camino más pequeño
hacia lo más infinitesimalmente cercano, para abolir la cos­
tumbre, vanidosa y popularizada, del amor, global, a la hu­
manidad, acompañado a veces de un trato abominable in­
fligido al entorno inmediato, por aquel que lo practica.
Quien ama al vecino no puede proclamarlo a los cuatro
vientos, porque esta prolongación, discreta, secreta, casi in­
visible, como mucho la perciben dos personas. El amor glo­
bal a la humanidad es, a la inversa, uno de los reclamos más
seguros, pues hay que anunciarlo con voz tan fuerte como
la cantidad de hombres que deseamos amar, lo que, para el
conjunto de los hombres, supone tener una poderosa voz.
Ahora bien, si la prolongación analítica se extiende de pró­
jimo a prójimo, como transitivamente, de vecino a vecino,
el amor global se hará realidad sin que domine voz alguna;
hay que entender que el término prójimo se construye so­
bre un superlativo, mínimo, la menor distancia posible.

248
En suma, la única regía de moral podría asociar estos dos
inventos, lógico y analítico, ambos eminentemente raciona­
les, precisando que el prójimo es precisamente el otro más
otro, que se puede buscar durante un largo viaje, paso a
paso, en un país muy lejano. ¿Qué puede haber más racio­
nal que esta regla, en la que la suma de las dos primeras, casi
científicas ambas, retoma la noción matemática, admirable,
de holomorfismo: palabra rara, derivada del griego, que sig­
nifica sencillamente que un minúsculo fragmento de espa­
cio tiene la misma forma que su todo? La moral más formal
sólo puede llegar a lo universal a través de su contenido:
mediante la prolongación o el viaje poco a poco y como
paso a paso; así solamente se puede construir un universal
no abusivo. La moral que dice que lo abarca por otros me­
dios grita por las redes... virtuaJmente.

Prójimoporpropagacióny porprolongación

¿Dónde estar? Para llegar a unos amigos japoneses, para


coser una floración primaveral con otra, ¿por qué agotarse
cruzando Europa Central, los Urales, el Tíbet, el Nepal y
China, sus montañas y sus ríos gigantescos, cuando el espa­
cio virtual, en tiempo real, hace entrar en contacto directo
con ellos? Ni el Mont Blanc ni el Viso son un obstáculo
para las llamadas, que espero con impaciencia, de mi amigo
de Florencia; pronto, ni siquiera me impedirán verlo. Aquí
estoy, cerca de Chile, de Beirut y de San Francisco, como
antes lo estaba, en d pueblo, del hom o y del lavadero, al al­
cance de la vista y de la mano. Por este espacio, proliferan
nuevas vecindades, que fueron raras en el antiguo. A las dis­
tancias espaciales, difíciles de reducir, sustituyen nuevas
proximidades, redistribuidas, cuya sutileza convierte a un
nombre, lejano, en mí prójimo. ¿Responde alguna prolon­
gación de la moral a este cambio de espacio?
¿Dónde vivir y dónde habitar? Cuando los viajeros natu­
ralistas traen al museo y acercan, colocándolos en el mismo
vecindario, en los jardines botánicos y en los zoológicos, se­
res vivos de una especie que descubren a miles de kilóme­

249
tros unos de otros, construyen un espacio refinado en el
que estas proximidades no simulan en modo alguno la rea­
lidad del terreno, pero cuyas aproximaciones, aunque artifi­
ciales, permiten al menos la clasificación y, como mucho,
que se reproduzcan entre ellos. Los lugares, reales, de la Tie­
rra, perpetúan su esporádica dispersión, el espacio virtual
del jardín garantiza su reunión: despegado de aquéllos, este
los prolonga sin embargo. Para lo peor y para lo mejor, las
redes de comunicación nos transportan a este tipo de jar­
dín, que los antiguos persas llamaban Paraíso, y que nos
hace vivir en una cercanía, más virtual que real, lógica, no
material, los unos de los otros, en un mundo que ya es glo­
bal, cuya coherencia nos solidariza, en el sentido físico y
moral del término. La humanidad entera es, virtualmente,
mi prójimo. Sí, todo se invierte: ¿quién carece ahora de vi­
sión global? Antes olvidaríamos nuestra localidad. Enton­
ces este hermoso Paraíso se va convirtiendo en Infierno: el
más humanitario de los hombres corre el riesgo de perder
de vista a su vecino y su hermano, reales. Siempre recono­
ceréis la bondad de la moral en el tratamiento del prójimo.
Al despertar de la pesadilla de su siesta, Tintín grita, pre­
cisamente: ¡Tchang! Que una llamada como esta parezca
querer alcanzar la mayor distancia posible, y podremos
considerarla global. Y funcionará. No hay ninguna esperan­
za, sin embargo, de que, desde los Alpes hasta China o In­
dia su amigo le oiga, por propagación física de las ondas vo­
cales; el amigo llama al amigo y ya que lo más cercano evo­
ca a su prójimo, diremos que este grito es local. Global,
local, ¿cómo describir este milagro? ¿Holomorfismo, en el
sentido que le dábamos más arriba?
El amigo asiático de Tintín, europeo, no habla el mismo
idioma, no vive la misma cultura, es decir, no pertenece al
mismo subconjunto. Cuando la lejanía y la pasión de la
pertenencia hubieran debido separarlos, están reunidos
para lo bueno y para lo malo. El uno ha encontrado al otro,
se aman el uno al otro; el cercano ha elegido al lejano, que
se convierte en su prójimo, en una perfecta simetría de lo
asimétrico. Las dos reglas precedentes, reunidas en una sola,
se han cumplido.

250
Entonces, hay que volver a empezar, pacientemente, por
los caminos de la montaña, a buscar al otro, todavía más
otro, el yeti, que prolonga la búsqueda anterior hasta lími­
tes inhumanos esenciales, del hombre al animal y de lo
peor hacia lo mejor... para que estas contradicciones y estas
imposibilidades se calmen, una vez más, por prolongación
de cercano en cercano: esta es la continuación de la moral,
practicada aí inventarla. Sí, de cercanía en cercanía, hacia lo
más lejano, lo que nos arrastra hacia Tchang nos arrastra ha­
cia el migou. Entonces la prolongación continua lleva lo lo­
cal a lo global y modela el espacio holomorfo.
Allí, el animal no es solamente un hombre, sino todos
los hombres, o el Hombre mismo.

Con una extensión virtual de la geografía, saber funda­


mental porque, como seres vivos, habitamos este mundo,
como árboles frutales o animales por el valle, hacia una car­
tografía nueva, que contenga los espacios virtuales, exten­
sión continua porque ni las técnicas ni las tecnologías tienen
posibilidad alguna de extenderse ni de servir de soldadura
con conductas corporales usuales y, sin duda, inmemoriales,
dibujemps pues el mapa, real e imaginario, único y doble,
ideal y fidso, virtual y utópico, racional, analítico, de un
mundo en el que los Alpes se desplacen hacia el Himalaya,
de modo que sus formas se hagan eco y las llamadas de
aquí correspondan, allá, a los gemidos del excluido. Esta
Caríe du Tendre" — verbo y adjetivo— muestra y demuestra
la moral, concreta, razonable y verdadera.

No tenemos sin embargo ninguna seguridad de que esta


prolongación continúe, de cercanía en cercanía: su transiti-
vidad se quiebra más veces de las que se prosigue. Por ía in­
mensa red de las relaciones humanas, la bondad, la fraterni­
dad, hacen guiños y centelleos, aquí, allá, lejos y cerca, de

* N. de la T.: Caríe du Tmdrr. Mapa imaginario del país de Tierno, de


Enamorado, y también tendré, tender.

251
forma inesperada hasta el milagro, nacen y se apagan, tien­
den brazos cortos o largos, durante intervalos breves o pa­
cientes, en direcciones caprichosas, como constelaciones vi­
sibles bajo un banco de niebla o un cielo negro.

252
¿Pasar por dónde
para ir a dónde?
Espacio real: este camino conduce del pueblo a la granja,
el otro de la iglesia al pozo, una carretera va de la ciudad al
centro, en estrella, de la capital, del puerto a la isla o de un
aeropuerto al de otro continente... ¿Existe un camino, por
tierra mar o aire, del que no se pueda decir con precisión el
punto de partida y el fugar de destino, para seguir al menos,
su dirección y su longitud en un mapa?
Espacios virtuales: si Mermes sin embargo sólo llevara su
mensaje de un emisor único al lugar puntual en el que es­
pera el receptor, es decir, de un sitio a otro, en lugar de con­
ducirse como un dios, iría como tú y yo, portador de agua
o de harina, del fregadero al lavadero, o del molino al hor­
no, sin que sea una hazaña notable, y quién pensaría en
mencionarlo, cuando Leibniz, com o los Angeles, describe
los tránsitos, antaño raros o paradójicos, ordinarios ahora,
gracias a las redes, de un lugar cualquiera hacia el universo,
o de lo global a una estancia, mediante intermediarios vir­
tuales: así vino la idea de dibujar estos haces, como mapa­
mundis en un Atlas.

En la emisión:Juegos

De un punto al otro, pues, Descartes traza los caminos


de un método muy sencillo y fácil, mientras que a la inver­
sa Leibniz describe los pasos de la mónada solitaria a la mo-
nadología universal, complejos y difíciles de trazar.
Pero antes de citar a los grandes maestros, abundan los
ejemplos, reales y triviales, de vías cuyos destinos, múlti­
ples, se difunden y se expanden en el espacio, con el riesgo

255
de perderse o con la esperanza de construir un nuevo hábi­
tat; el canto del ruiseñor, el grito de Estentor, en la guerra
de Troya, o el de los galos cuando se transmitían las noti­
cias, de colina a montículo, despliegan las llamadas de sus
voces hacia la extensión en la que se sumerge su nicho de
emisión y salen a la aventura por el amplio mundo, de
modo que, si nadie los escucha o si la bruma los intercepta,
en vano habrán gritado en el desierto o habrán tratado de
construir su nido, su brigada, su alianza nacional. ¿A qué
ausencia desgarradora se dirigen los gemidos de la madre o
del amante ante la amante o el hijo muerto, quejas largas y
roncas, de las que proceden la música primitiva y nuestras
primeras palabras? ¿A qué universal van los gritos en el de­
sierto del Bautista? Una piedra lanzada al agua de un estan-
3 ue concentra, circularmente, ondas alrededor del punto
e impacto o de conmoción, hasta las orillas caprichosas;
de la misma forma el brillo o las desapariciones de los faros
avisan, en la noche, a los barcos que pasan lejos de la costa:
señales sonoras o luminosas cuyo deslumbramiento se pro­
paga de un punto a los alrededores abiertos, todos ellos ca­
sos concretos de emisiones puntuales en los que la inva­
sión, más o menos bien controlada, del volumen circun­
dante llevaron sin duda a Leibniz a utilizar la palabra
armonía para describir el sistema que teje al difundirse.
Una especie de red, como en un mapa trazado, permite
seguir las invasoras propagaciones, pero ¿basta para captar
la sinfonía coral cuyos acordes e Interferencias combinadas se
extienden por el universo para construirlo o para dar testi­
monio de su arquitectura? <Sobre qué mapa dibujar estos
ramos flotantes?
No crean que los caminos de un lugar cualquiera al uni­
verso datan únicamente de las difusiones por las redes de
medios de comunicación mundiales o de un filósofo de
genio barroco; observen más bien este fuego de ramas y
adivinen dónde va el humo, cuyas volutas se retuercen, el
calor, tan extrañamente disperso que no sabe dónde po­
nerse para que le reconforte, las teas y las ramillas inflama­
das, arrastradas, como haces que crepitan, en los diferen­
tes lechos del viento hacia los posibles incendios, a lo le­

256
jos, así com o los relámpagos imprevistos que la espera o la
desatención pueden captar, aquí y allá, en función de la
niebla, de sus explosiones repentinas y de sus extinciones
momentáneas. Una de tres: apagado, el foco desaparece,
nulo, por fin, en el mundo; o, multiplicado exponenrial-
mente, provoca inmensa devastación en cadena, cuyos
brazos virtuales se propagan a lo lejos; o finalmente, obe­
diente, sólo dura el tiempo previsto para su uso: hacer her­
vir el puchero. Observen incluso la triple horquilla en el
caso de otras propagaciones, de microbios o virus en una
epidemia contagiosa, de la publicidad orquestada o boca
a boca y de los rumores recalcitrantes: parásitos, peste, glo­
ria o execración, ¿invaden el tiempo como el espacio, im­
previsiblemente?
Lo virtual y las posibilidades se multiplican.
Los filósofos de profesión se burlaron en otros tiempos
de los físicos estoicos, cuando trataron de descubrir la extra­
ña aventura de una gota de vino vertida en un punto del
mar Mediterráneo, perla en la que adivinamos que, mezcla­
da con sus aguas amargas, la solución o diseminación po­
dría llegar, cómo, y esa es la cuestión, y un tanto decolora­
da a Beirut, Tánger, Caribdis, qué sé yo, Chio y Aigues
Mortes, "aquí y allá, por todas partes al mismo tiempo y en
la misma relación, burlándose, visible e invisiblemente, del
principio de identidad, que estipula, precisamente, que el
mismo ser no puede estar en varios lugares al mismo tiem­
po o del axioma aceptado por el sentido común, por ejem­
plo, de que el todo es mayor que la parte, ya que la gota, pe-
3 ueña, se amplía hasta las dimensiones del mundo habita-
o, de modo que todas las flotas de Atenas y de Persia
puedan navegar en su volumen para combatir en su super­
ficie. Impensable, dictaron los doctos, que una lágrima col­
me el océano enorme. Los caminos inesperados seguidos
por este dadito de vino, del lugar puntual en el que el anti­
guo físico lo vertió, hacia los puertos, las islas, los cabos y
alta mar, ¿no parecen formar un arabesco voluminoso de
cabellera más interesante, porque fortuitamente anudada,
compleja y enmarañada, que el camino, usual y recto, por
el que sin riesgo se lanzó Descartes, seguro de llegar a su

257
destino? (Dominamos este enmarañamiento? ¿Podemos di­
bujarlo sobre el mapa de rutas deí Mediterráneo?
Aquí está el meollo de nuestro adas y los principios sen­
cillos que reúnen sus mapas.

Breve revista

Inútiles son entonces los métodos y caminos de Comuni­


cación,, de punto local a lugar puntual, si no tienen en cuen­
ta, al menos, estas Distribuciones cuyos Pasos por parajes tan
difractados como los del Noroeste, multiplican a su alrede­
dor, o dividen, mediante bifurcaciones, imprevisibles a ve­
ces, la música, el pan, los peces, el correo, los gases, útiles o
peligrosos, los rumores y los mensajes del saber o de la glo­
ria, los microbios o la generosidad... las Traducciones, cuyos
resultados afortunados difunden una obra por naciones de
lenguas inesperadas... caminos de aquí hacia un Universo
que estos mismo caminos, cerrados o no por el Parásito, cu­
yas intercepciones anulan o cambian los mensajes en bene­
ficio propio, contribuyen a construir o a destruir para susti­
tuirlos por otros, como los Fuegos y Señales en la bruma de
hace un rato. Estas posibilidades en miríadas transforman
en aventuras los viajes.
Estos caminos interesantes no siguen el curso de los ríos,
guías fijos río arriba y río abajo, modelos débiles de un
tiempo que no sabemos qué hace cuando decimos que flu­
ye, imágenes ingenuas de un sentido, falso, y de fuentes, es­
túpidas, de la historia, sino más bien el de las Turbulencias
preñadas, aqui y allá, por sus flujos. Historia pues: antes del
nacimiento fortuito de las cosas, los átomos caían paralela­
mente, de un punto a otro, una y otra vez, sin producir
nada más que este río estéril de aburrimiento; sin embargo,
basta que uno de ellos se bifurque, apartándose muy poco
de estas trayectorias metódicas monótonas, para que una
cosa y un mundo nuevo, poco a poco, se formen: la anti­
gua lección de Lucrecio pasa por este torbellino acuoso, es­
piga fértil de una cabellera enmarañada.
Así parpadean los caminos del Génesis-, «Así se borra casi

258
siempre y casi por todas partes, cuando comienza una vida
casi infinitamente breve, que muere casi en el momento
mismo de nacer: llamadas, pequeñas señales, fuegos, que
luego desaparecen en la bruma... una forma larga aparece
entonces, vivida hasta la adolescencia para desvanecerse
casi al mismo tiempo que sus semejantes: cadena blanda y
frágil, fácil de cortar en fragmentos que se pueden sustituir,
rota por casi todas partes, casi siempre decreciente, aquí y
allá algo creciente... o creciente aquí bruscamente, locamen­
te, para invadir la plaza, el espacio temporalmente... cadena
del tiempo y de la vida...» ¿No le parece estar viendo el in­
cendio de una casa, incendios forestales en el Mediterráneo,
la floración primaveral de una isla o de un valle, o animar­
se uno de los cuadros históricos cuyos movimientos impre-
decibles dibujaba este atlas? Centellea caprichosamente el
punto local en estrella alrededor de la fundación recomen­
zada de Roma, en el que la irregularidad de los rayos, aun­
que desconcertante, modelará sin embargo su historia.
Así las nociones globales en las que desembocaron, por
fin, el Contrato naturaly el Tercero instruido, así como losAnge­
les, obreros de universo, se descubren poco a poco, en el ho­
rizonte de largos caminos, complejos, caóticos y aventura­
dos, en^pulsaciones arrítmicas, a partir de localidades dis­
persas, intermitentes, centelleantes, hacia varios ensayos,
logrados o fallidos, de prolongación o de propagación.

En la recepción

¿Pero de dónde vienen estos gritos dispersos por el espa­


cio, estos rayos aislados, estos alientos, estos flujos? El oído
lo precisa, la mirada decide; el olfato intercepta e identifica
un aroma que se propaga por el bosque, fertilisina emitida
por alguna hembra o efluvios de una trufa, exhalados sin
destinatario, desplegados hacia quien los quiera; vigila la
vista que caracolea y vierte, del ápex al nadir y de derecha a
izquierda por todo el horizonte, acechando, estocástica-
mente, los obstáculos y las transparencias; vale más visita
que vista; exacto, preciso, local aunque extendido por la

259
piel toda, el tacto nos sumerge en el frío húmedo y tranqui­
lo o la electricidad cálida y seca de la atmósfera, mientras
nos arrastra por las olas del mundo; al igual que las gradas
del teatro descienden gradualmente hacia el foso de la or­
questa, igualmente, abierto a todos los vientos, el pabellón
de la oreja se arremolina, festoneado, hacia el orificio de la
escucha. En total, los Cinco Sentidos nos mezclan, globales
en lo global, con las cosas mismas, mezcladas a su vez, para
llevar, como en un pozo de potencial, hasta el lugar que
ocupamos, las diferentes señales dispersas por los universos
virtuales que nos circundan.
Emisión: explosión, diseminación; concentración y reco­
gimiento en la recepción: escuchar, sentir, vigilar... estos ver­
bos expresan los picoteos de una atención tan dispersa
como concentrada, fluctuante, cuyo despertar recorre el vo­
lumen global, como una mosca traza su vuelo en el espacio
de la sala, para captar, repentinamente orientada o focaliza­
da, la señal que pasa y remitirla, si es posible, a su lugar úni­
co de recepción y de emisión. Si dibujáramos los zigzaguees
de nuestros órganos de captura, ¿obtendríamos el trazado
caprichoso de un electroencefalograma? Vías, inversas, de lo
global hacia lo local. Los sentidos construyen el lugar singu­
lar de la vida, el aquí o el allá, replegando en el mismo pun­
to estas búsquedas inquietas a través de lo global, al igual
que los gritos, los deseos y las señales construyen un mundo
a partir de su lugar de emisión de mensajes, como si el senso-
rium ocupase la punta de un doble ramillete, que brota en
forma de abanico como fuegos artificiales o la cúspide de un
cono con dos cascos. Construir lo local importa tanto como
abrir lo global a partir de él. Mediante pulsaciones similares,
el lugar construye el mundo mientras que este último se re­
pliega en él. En todo intervalo pululan los posibles.

Espado-tiempoy posibles

Los investigadores siempre sabemos bastante bien de dón­


de venimos, por lugar nativo, cultura singular e instrucción
preparatoria, recogida en los campos de nuestros azares, por

260
la formación de nuestra infancia, sin saber demasiado anti­
cipadamente hada dónde nos dirigimos precisamente, por
dónde pasaremos y dónde nos encontraremos en un momen­
to dado, pues, para conocer estas posiciones y trazarlas so­
bre el mapa del proyecto, tendríamos que haber encontra­
do lo que buscamos incluso antes de descubrirlo. En estos
espacios virtuales nos aniegan multiplicidades de posibles.
Podemos efectivamente suponer problemas bien defini­
dos ya resueltos, pero ¿cómo presumir construido un mun­
do cuyo espacio nos supera, nos atraviesa y no existe toda­
vía? El filósofo espera, cíe forma permanente, que a pesar de
todos los obstáculos, sus aventuras errantes servirán para
abrir un universo próximo, hacia el cual, ciegamente, se diri­
ge. Las ciencias inventan, pero localmente, mientras que la
filosofía modela el universo global y como el terreno o el
entorno de los inventos venideros. ¿Qué significa entonces
realmente el verbo: ir hacia un universo? ¿Cómo construir,
lugar a lugar, el mapa de mundos todavía desconocidos?
¿Volando como una mosca, o más bien como los Ángeles,
cuyos pasos y mensajes tejen permanentemente la ubicui­
dad divina, yendo hacia lo universal a través de lugares vir­
tuales?
Además, estas imágenes, todavía espaciales, perdieron rá­
pidamente su interés a partir del momento en que, en un
mundo acabado y totalmente explorado, las carreteras
' abiertas se recorrieron en su totalidad: con la garantía de no
omitir nada, ía odisea del método cartesiano se termina
cuando desaparecen los espacios desconocidos, recubiertos
por cien redes. La novedad viene del tiempo, con la condi­
ción de concebirlo de nuevo. Comparemos el que se desa­
rrolla sobre una línea, para imitar la trayectoria sensata y
previsible de los planetas o geodésica del espacio y del
mapa, con el que hemos descrito hasta aquí, que se bifurcó
tres veces: el fuego o la señal se desvanecen en la nada de la
inexistencia, explotan en la multiplicidad alocada de una
fertilidad imprevisible o se canalizan por la línea previsible
y razonable de los proyectos repetitivos; así el Parásito mata
a su huésped, a fuerza de alimentarse de él, y prolifera loca­
mente durante un momento, para morir, a corto o a largo

261
plazo, después de él, o firma con él un contrato explícito o
tácito de simbiosis y de mantenimiento, para acompañarle,
con constancia, en la vida cotidiana.
No en su medida, sino por su naturaleza, el tiempo bro­
ta de una red muy diseminada, sobre las cúspides, múlti­
ples, cuyas bifurcaciones se marcan y cuya desconexión o
congelación, contenidos, pasan a la helada o al deshielo por
debajo del umbral de la percolación; solamente entonces
entendemos lo que queremos decir cuando nos repetimos
que el tiempo pasa: percola, en realidad. Así podemos com­
prender, localmente, algunos Elementos de historia de las
ciencias y, en particular, los Orígenes de la Geometría y el gran
relato de esta última; así, globalmente, podemos comenzar
a soñar con una ciencia de la historia.
Por esta red fluctúan los nudos o centros temporales y los
ramilletes flotantes de caminos en haz, de modo que unos
y otros aparecen y desaparecen, parpadean como estrellas
vivas o volcanes despiertos, pseudópodos o ramas vivaces,
los primeros muriendo para reaparecer en otro lugar y con
una forma diferente, mientras que los otros, com o frondo­
sidades complejas agitadas por el viento, brotan y se agos­
tan, crecen o se anulan... Permanentemente transformada,
la red se disuelve o se agarra, líquida o cristalina, cambia sin
cesar de fase, de apariencia o de función, de modo que el
mapa de la región y de las vías se graba o se escribe, visible,
sobre arcilla o mármol que se desgasta o se borra, en la su­
perficie de un fluido de viscosidad variable en el que se des­
vanece o, invisible, sobre el aliento del viento volátil.
¿Cómo captar, en las páginas de este atlas, demasiado sóli­
das, estos hermosos mapas ágiles?
Por esta razón, los mapas meteorológicos, rápidos y lábi­
les, o los lentos y pacientes que nos muestran las nuevas
ciencias de la Tierra profunda, sus placas movedizas, líneas
de fractura y puntos calientes, interesan más al filósofo que
los antiguos mapas de carreteras que servían para orientarse.
Cuando seguíamos, gracias a ellos y por mar, un camino
cartesiano trivial, el método consistía en optimizarlo: en­
tonces, trazábamos un gran arco de círculo, para navegar
más deprisa, o la loxodromia, para procurarse la tranquili­

262
dad de un rumbo constante; en cada caso, una línea estable
comunicaba un puerto con un remanso. Sin embargo, no
E>odemos trazar una línea de este tipo en el mapa meteoro-
ógico, cuyos puntos se enrollan y cuyos brazos se lanzan
hacia un mundo posible, de tifón o de bonanza, vernal o
invernal. El tiempo, del cronómetro o-del barómetro, nues­
tra historia, singular y colectiva, nuestros descubrimientos y
nuestros amores emocionados, se parecen más a las apues­
tas azarosas del clima o de los seísmos que a un viaje orga­
nizado provisto de un contrato de seguros: pululan los po­
sibles y las virtualidades.
Ahora bien, de acuerdo con una armonía cuya extrañeza
sorprende solamente a los que creen que llega un nuevo
mundo, de repente, sin costura paciente con una antigüe­
dad a veces imperceptible, estos arabescos múltiples, de re­
laciones parpadeantes, se parecen a las redes de tecnologías,
que sabemos grabar y después construir, para reducirlos a
una sola, y donde los numerosos posibles esperan nuestras
señales y nuestros actos. Sus virtualidades tienen que ver
con el saber y con el poder, en su definición, su naturaleza
y su difusión, con las instituciones y su arquitectura, con el
conocimiento y con sus facultades, con el individuo pues,
y sus colectivos, con la naturaleza y la humanidad. Ya no
nos dirigimos hacia un universo, sino hacia multiplicidades
de mundos posibles. Dibujémoslos pues.

éUn solo mapa?

Vamos a ojear ahora el Atlas mapa a mapa: comienza


con la animación y el impulso de dos primaveras, llamean­
tes, cuyos colores y flores, diferentes en función del clima
de la estación, bordean un espacio en blanco, deslumbran­
te como la danza de las llamas en la que estallan el incen­
dio de una casa, en Normandía, o el mego de los bosques
en el Mediodía tan seco; estas floraciones de llamas nuc-
tuantes se parecen al jirón andrajoso que restalla al viento
sobre un cuerpo desnudo, como un estandarte sobre un
asta, o a la animación de las espirales de nubes en los mapas

263
meteorológicos que tratan de prever el tiempo, o a la red
admirable, de una finura arácnea y movediza, formada por
una gota de vino disuelta en el mar, con la que los estoicos
mostraban la conspiración del mundo; ¡diríase el mapa de
nuestras neuronas! Sí, todos estos mapas centellean de ra­
yos parpadeantes, actuales o virtuales, en un espacio-tiem-
po. De la misma forma, en tiempo real transformada por si­
milares pulsaciones irregulares, aquí tenemos la animación
de los cuadros de los historiadores, de causalidades posi­
bles, múltiples, cruzadas, archipiélagos diseminados de flu­
jos inesperados o largas coagulaciones, en función de que se
cruce o no el umbral de transición de la percolación; aquí
tenemos, ahora y siempre, en las redes de comunicación la
fluctuación de nuestras reuniones o intercambios, de las te­
leinstituciones, de los planes de enseñanza y de los diplo­
mas microchip; así, por ejemplo, cuando un texto sabia­
mente escrito sobre una página, así llamada porque los lati­
nos llamaban pagus al campo labrado, la parcela de alfalfa o
de vid, fácilmente reproductibles, por yuxtaposición de pla­
nos, en el catastro, cuando un texto, decíamos, pasa a ser hi-
pertexto, su mapa entonces se parece a este tejido provisto
de cien mil pseudópodos posibles movedizos, recortados,
en tiempo real, sobre un patrón más amplio, y lanzado en
el tiempo de los posibles. Este libro atrapa este devenir y lo
dibuja.
Mi presencia, la tuya, la nuestra, la de tal o cual sentido
o ensamblaje de palabras o de signos, tiemblan, parpadean
y centellean, sobre estas redes, en función de nuestras lla­
madas, recíprocas o no, aquí, allá y más lejos, ayer, esta ma­
ñana y mañana, de modo que mi prójimo se encuentra en
mi vecindario, pero también en Florencia, Kioto, Rabat,
San Francisco, Beirut o Valparaíso... no, nunca tendremos
ninguna seguridad de que la buena prolongación continúe,
de prójimo en prójimo, con la mejor voluntad: parpadea,
ella también, y centellea, aquí y allá, lanza los brazos cortos
o inmensos, durante tiempos breves o largos, en direccio­
nes caprichosas, como la floración vernal o la danza move­
diza de una cortina de llamas.
Este Atlas sólo dibujó un mapa, sólo habéis leído una pá­

264
gina de fuego en el libro que se va a terminar, sólo un ma-
E amundi y una animación, en todas partes, en la vida y el
ábitat, la muerte y ía miseria, la presencia y la ausencia, los
viajes soñados o muy verdaderos, por los espacios reales o
virtuales, los canales de comunicación y los hipertextos, el
poder y la apropiación, la mentira y la formación para la
verdad, en los límites de las instituciones, en la vida públi­
ca y moral, como en eí electroencefalograma danzarín del
entendimiento, entregado a la memoria, la imaginación, la
intuición y el pensamiento, del mundo, de las cosas y de
los hombres.
De este incendio, ¿moriremos? ¿naceremos?

¿Un solopaisaje?

Este mapa o danza de llamas movedizas, lo veo y sigo


desde hace tiempo y, sobre todo, ahora, al borde del río de
caudal caprichoso e irregular, cuya corriente llameante ocu­
pa o deja de lado, por riegos o crecidas catastróficas, su lla­
nura aluvial, plantada de albaricoqueros, de árboles de nec­
tarinas, de melocotoneros de diez especies, pronto vecinos
de las hayas y los arces, pero sobre todo de las vides, desde
las primeras estribaciones de las colinas; no lejos de aquí se
alzan en el aire turbulento los robles rojos de América, cas­
taños, ciruelos y liquidámbares que nuestros amigos de
Québec llaman copalme y, finalmente, más abajo, arbustos,
el cornejo sanguíneo y el viburno, ante la casa invadida por
la vid roja.
Com o termina el otoño, con la edad y la noche, una bri­
sa ligera desviste de sus hojas, en harapos temblorosos o
puntilla encamada, las ramas negras de frutos ya cosecha­
dos, de modo que el universo explota, estalla y levita de
rosa, colorado, carmín, coral, escarlata y burdeos, en follaje
bermellón, púrpura y rubí, en cortinas desgarradas de fuego
carmesí, cascadas ascendentes como llamas hacia un cielo
azul negro. Cada especie toca su partitura granate. Retorci­
da y excitada en todos los sentidos por las dulces turbulen­
cias, toda la tierra hasta el horizonte llamea, enrojece y re­

265
bulle; ¿asisto al incendio del planeta o al de mi propio cuer­
po, aspirado?
¿Dónde estoy? En el valle de mi ciudad natal, en Aquita-
nia? En las bienamadas orillas del San Lorenzo, alrededor
de la Cheasepeake Bay, durante un verano tardío? ¿En una
isla conmovedora del mar interior japonés? Sí, a cada pre­
gunta, sí, aquí y allá, sí; en otro lugar, sí también. Las hojas
centellean y se mueven por todas partes con el mismo
ardor.

Esta danza ardiente de follaje móvil, estas lenguas rápi­


das, bífidas, movedizas, de llamas, altas y bajas, este mapa,
inestable y estable, escrito sobre las superficies incandescen­
tes, ¿cómo llamarlo? ¿El propio lugar universal, el planeta
cálidamente desmelenado? ¿O la luz comprendida en su
velocidad tanto como en su claridad, respetando las som­
bras? ¿La rama dorada, gracias a la cual atravesamos la tierra
real y los espacios virtuales, eí paraíso o el infierno, sin per­
demos? ¿La intuición que comienza o el incendio que des­
truye? ¿La columna de fuego que sirve de guía en el desier­
to? ¿La zarza ardiente en la cima de la montaña? O el fue­
go del Espíritu en la mañana de Pentecostés, del que está
escrito que aquellos sobre quienes descienda tendrán el don
de lenguas.

266
Colección Teorema. Serie m enor
Jacques Heers

L a INVENCIÓN
DE LA
E d a d M e d ia
Universidad Alberto Hurtado
Biblioteca
JACQUES HEERS
*

LA INVENCIÓN
DE LA EDAD MEDIA

Traducción castellana de
MARIONA VILALTA

U n iv e r s id a d
ALBERTO
HURTADO
B IB L IO T E C A

[ J j (L ie -2. t / <1006.0 i% ZZ ^Ò

CRÍTICA
BARCELON A
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo
las sanciones establecidas en las leyes, ia reproducción total o parcial de esta obra por cualquier
m edio o procedimiento la reprognift'a y el tratam iento inform ático, y la distribución de ejem ­
plares de ella mediante.alquiler o préstam o públicos.

T ítulo original:
L E M O Y E N Â G E, UN E IM P O S T U R E

C ubierta: Joan Batallé


© 1 9 9 2 : Librairie Académ ique Perrin, París
© 1995 de la traducción castellana para E sp añ a y A m é rica:
E d i t o r i a l C r í t i c a , S .L ., C orsega, 2 7 0 , 0 8 0 0 8 B arcelona
IS B N : 8 4 -8 4 3 2 -0 3 2 -4
Depósito legal: B. 2 .3 6 5 -2 0 0 0 - .
Im preso en España
2 0 0 0 . — H U R O PE, S .L ., L im a, 3 bis, 0 8 0 3 0 B arcelona
... puesto que crear frases, y admitirlas sin creer en
ellas, es la característica principal de nuestra época.

A. de G o b in e a u

Cuando un error entra en el dominio público, ya no


sale nunca más de 61; las opiniones se transmiten heredi­
tariamente. Y , al final, eso se convierte en la Historia.

R ém y de G ourm ont

Solamente podemos transmitir una información en


tanto que 6sta se inserta dentro de lo que ya hemos di­
cho; en tanto que permite confirmar algunas verdades
ya afirmadas.
A. F e r ro
i
PRÓLOGO
»

Muy a menudo, nuestras sociedades intelectuales manifiestan ser


abiertamente racistas. No en el sentido en que interpretamos ese tér­
mino generalmente, es decir, no en el sentido de desaprobación o des­
precio hacia otras civilizaciones, costumbres o religiones distintas de
las nuestras, sino por una asombrosa propensión a juzgar negativa­
mente su pasado.
Desde hace mucho tiempo, algunos espíritus distinguidos, libera­
dos de todo prejuicio ridículo y deseosos de definir minuciosamente la
naturaleza del hombre extranjero, han dado a conocer de forma sere­
na la vida de los otros pueblos, así-como sus particularidades y sus mé­
ritos. Ese interés se ha revestido incluso a veces de una admiración que
implica, deforma tácita o totalmente explícita, un desengaño y una crí­
tica acerba de la sociedad europea denominada «civilizada» y, por
consiguiente, corrompida. La imagen del «buen salvaje», populariza­
da por Jean-Jacques Rousseau y sus coetáneos, ya había arraigado in­
mediatamente después del descubrimiento de América, en tiempos de
Colón, y sin duda volvía a encontrar en la historia de la conquista te­
mas y acentos mucho más antiguos-1
Sin embargo, hay que constatar que esta feliz disposición de espí­
ritu no se aplica siempre a todos los campos de observación. El hom­

1. Francesco Guicciardini, caído en desgracia en 1537 por haber disgustado a Cos­


me de Médicis, nutre su exilio de amargas reflexiones sobre los vicios de su tiempo. En
su Storia d'Italia consagra un largo discurso a las hazañas de los navegantes portugueses
y españoles, pero inmediatamente opone las costumbres de los indios, tan próximos a la
naturaleza, a las del viejo mundo corrompido: «... se contentan con las bondades de la na­
turaleza; no les atormentan ni la avaricia ni la ambición, sino que viven felices sin reli­
gión, ni instrucción, ni habilidad para los oficios, ni experiencia en las armas y en la gue­
rra...». Storia d’Italia, ed. F. Catalano, Milán, 1975, vol. I, pp. 209-210.
10 LA INVENCIÓN DE LA EDAD MEDIA

bre de hoy, y especialmente el hombre inteligente, que sabe mantener


una honestidad ejemplar al estudiar otras civilizaciones muy alejadas
en el espacio, no muestra ni rigor ni tolerancia al describir las de su
propia tierra, separadas de él por algunos siglos. Lo que comprende y
respeta de otros lugares 'es lo que critica, deforma vehemente y des­
pectiva, en su propia civilización, simplemente porque ha pasado el
tiempo; y ese desprecio está tan profundamente anclado que acaba por
suscitar reacciones de autómata. Así, numerosas obras o discursos es­
tán dominados por juicios definitivos que solamente descansan sobre
ese credo, sobre ^certezas injustificadas.

S o b r e l a n e c e s id a d d e l c h iv o e x p ia t o r io e n l a h is t o r ia

Una de nuestras grandes satisfacciones consiste en poder juzgar el


pasado. Quizá el historiador no destaca más que otras personas, pero
ofrece de buen grado el ejemplo; distribuye, sin dudarlo por un mo­
mento, censuras y coronas. Describir, analizar y explicar lo dejan con
hambre y carecen en definitiva de atractivos; en cambio, lo que hay que
hacer es tomar partido, poner a los malos en la picota, cargarlos de in­
famia para la posteridad, y exaltar las maravillosas virtudes de los
buenos. Ese juego pueril afecta en primer lugar a los grandes perso­
najes, a los que «han hecho la Historia»: héroes gloriosos o héroes-ca­
tástrofe; opone deforma resuelta los buenos a los indignos, los valien­
tes un poco estúpidos a los retorcidos que urden sus telarañas; y, sobre
todo, los que se han atascado en formas antiguas de ser y de pensar
«que ya no corresponden a su tiempo», a los «modernos» que van en
buen camino. Nuestros recuerdos se encuentran inevitablemente po­
blados de reyes buenos (los que han preparado la llegada de los días
gloriosos) opuestos á reyes malos, poco recomendables, crueles, abso­
lutistas, y a menudo ciertamente perdedores . Ese patrón se puede apli­
car a los demás maestros del destino.
Las elecciones, en este juego de masacres, se fundamentan a me­
nudo en razones muy inconsistentes: un trazo en el carácter, una anéc­
dota concreta, generalmente falsa e inventada por puro placer; en de­
finitiva, una imagen de composición. Revestimos a los hombres de
sobrenombres ridículos, de chirigotas; les prestamos palabras que ja ­
más han pronunciado, a sabiendas de que sólo esas palabras perma­
necerán en las memorias. Para muchos, el conocimiento histórico,
PRÓLOGO 11

como la política actual, se reduce a pequeñas frases. En el fondo, todo


el mundo reconoce la existencia de esas artim&ñas; pero la etiqueta se
pega y generaciones enteras de pedagogos aplicadosf. de autores de
manuales de un conformismo lastimoso, y también de novelistas, vuel­
ven a utilizar indefinidamente los mismos clichés gastados, las mismas
clasificaciones maniqueístas, sin remontarse a las raíces.
Los juicios de valor todavía asombran más, pero también pesan
más... puesto que se refieren no ya a algunas personas, mascarones de
proa, sino a una sociedad, catalogada en bloque, sin remisión: se tra­
ta de un camino audaz, que se halla en los antípodas de una reflexión
científica aunque sea rápida; una toma de posición en la que podría­
mos sobre todo discernir los signos de una inmodestia maravillosa o de
una ignorancia insondable. Pero también en ese caso, la costumbre ha
recibido derecho de ciudadanía.
Es cierto que los autores que se otorgan el derecho de juzgar no es­
tán siempre de acuerdo: algunos considéran que el siglo xixfue estúpi­
do, y otros en cambio que fue notable; unos creen en el «Siglo de las
Luces» de Voltaire y Diderot, mientras que otros espíritus más inde­
pendientes ponen en duda una fama que consideran artificial, cons­
truida con piezas diversas e impuesta a voces: la época de las «luces»,
dicen, fue el tiempo del gran rey Luis XIV.
Sin embargo, en este concierto las trompetas tocan al unísono pa­
ra expresar la maldad de ese largo período que denominamos la
«Edad Media»; nadie se extraña; no aparecen sonidos discordantes, o
apenas.
Grandes períodos del pasado han escapado, por lo menos en Fran­
cia, al desprecio y a las condenas. Nunca se atacan ni las civilizaciones
ni tan sólo las sociedades griegas y romanas, desde el momento en que
Atenas se impuso en el círculo de naciones hasta la caída del Imperio
romano, que se considera, en los países latinos como mínimo, una ca­
tástrofe. Esos romanos, cuyas costumbres en ciertas épocas fueron tan
detestables y tan poco ejemplares, siguen no obstante siendo los mode­
los propuestos para la edificación de nuestros hijos, puesto que Tiberio,
Nerón y Calígula no pueden hacernos olvidar a los Gracos y a Augus­
to. Además, lo más corriente es que la explicación se limite a algunos
grandes acontecimientos, orientados hacia el culto del héroe, y que no
alcance mucho más allá de algunas anécdotas y leyendas. Se nos invita
siempre a estudiar, preferentemente, los siglos de las luces, «cunas de
nuestra civilización»; a hallar en ellos motivos para fortificar nuestras
12 LA INVENCIÓN DE LA EDAD MEDÍA

virtudes cívicas y para desarrollar nuestro amor a la libertad. Todavía


hoy, la Antigüedad, Grecia y Roma, forman parte constantemente de los
programas de acceso a las grandes escuelas, mientras que la Edad Me­
dia y el Antiguo Régimen antes de 1789 ni se mencionan.
Esa elección, sorprendente pero constantemente repetida, tiene en
gran parte un origen intelectual y se inscribe sin duda dentro de una
larga tradición; la de los géneros literarios. El héroe de la Antigüedad
ha atravesado los tiempos, en1cierta forma, gracias a sus autores. En
ningún momento se empaña el recuerdo, sino que, al contrario, se
adorna con innumerables aportaciones (Eneas, Demóstenes, Alejan­
dro, César, Augusto, Marco Aurelio...). A partir de 1500, esas figuras
fueron las únicas que se ofrecieron a la admiración pública. De los
Nueve Prohombres hasta entonces cantados por los romances y pre­
sentados durante las fiestas populares, no se retuvieron más que los
tres «antiguos», es decir , los griegos y romanos; los demás desapare­
cieron, los de la Biblia y los de las grandes gestas cristianas (Carlo-
magno, Godofredo de Bouillon). Todos los ciclos de la epopeya caba­
lleresca y de la canción cortesana, de Roland a Lancelot du Lac y al
rey Arturo, se borran del repertorio; cada vez más ignorados, esos mi­
tos solamente se mantienen en extraños países alejados de las modas.
Los autores «humanistas» y luego «clásicos» sólo se encuentran a gus­
to entre los «antiguos»; imitan o fusilan sus escritos, buscan en ellos
inspiración o, como mínimo, referencias. El amor por las letras se
acompaña desde ese momento de una familiaridad, e incluso a veces
de una especie de pasión por la historia de los tiempos antiguos.
Más tarde, esas mismas preferencias y su mantenimiento contra
toda otra curiosidad han dependido todavía más de intenciones políti­
cas o de apriorismos ideológicos. En gran cantidad de círculos, que, en
Francia sobre todo, marcaban las pautas que se debían seguir, se admi­
tió y proclamó que esa Antigüedad ofrecía buenos modelos de gobierno,
de «república», decían, y, por si fuera poco, de pueblos prendados de la
libertad. Se podían aplicar para la Antigüedad las palabras soberanas,
y hasta osaron, en cada página de los buenos libros, hablar de «demo­
cracia ateniense» sin discernimiento ni pudor, en contra incluso de toda
verdad establecida por el estudio, aunque fuera superficial. Todas las
obras sin excepción fustigaban las costumbres políticas de Esparta y
evocaban, por mencionar una de las locuras, Atenas y su gobierno de
«hombres libres»; esa «democracia» en la que se discernían indiscuti­
blemente las razones y circunstancias necesarias para el desarrollo de
PRÓLOGO 1 13

una civilización brillante. Cada redactor de manuales analizaba las ins­


tituciones atenienses en sus mínimos detalles, el régimen de sus asam­
bleas todopoderosas, y el control por parte de los ciudadanos «virtuosos»
por naturaleza; sin mencionar generalmente, por un acuerdo tácito, los
rigores de la esclavitud, el hecho de que la ciudadanía estaba reservada
a un grupo muy reducido, la corrupción política y las horrorosas prác­
ticas demagógicas; ignorando la explotación descarada de las colonias,
las razzias de hombres y riquezas, las represiones sangrientas infligidas
a los rebeldes desarmados y a los vencidos.
Parece darse a entender, pues, que nuestra civilización, la europea
en sentido amplio, ha vivido dos edades gloriosas marcadas con el sello
de las libertades y de las creaciones originales. En primer lugar, la An­
tigüedad, capaz de administrar tan bellas lecciones. Luego, mucho tiem­
po más tarde, pasados un pesado sueño y una espera interminable, el
«Renacimiento», en el que los hombres se despertaron finalmente, cam­
biaron completamente de actitud ante la vida y tomaron las riendas de
su destino. Entre esos dos tiempos fuertes se halla la noche, los tiempos
oscuros de la Edad Media a los que es de buen tono no hacer ni caso, ex­
cepto, aquí y allá, por algunas manifestaciones marginales, por algunos
espíritus fuertes naturalmente desconocidos o incomprendidos, e inclu­
so perseguidos en su tiempo, contestatarios por fuerza y mártires des­
graciados (Abelardo, sin duda, y algunos otros...). Tomada en bloque,
esa Edad Media no es más que mediocridad. De ahí el entusiasmo con
que se cantan los albores más tempranos de nuestros tiempos modernos.
En esa aurora vemos la emergencia de otro hombre que, o bien d efor­
ma brutal por no sabemos qué gatillo del destino, o bien poco a poco
gracias a una fructuosa maduración, habría adquirido otra naturaleza.
La idea de un corte preciso, de un umbral dentro de la evolución,
guía todos los discursos. Muchos autores, y no los menos importantes,
cuyas buena voluntad y gran audiencia no podemos negar, se preguntan
seriamente si ese o aquel personaje (rey, consejero, guerrero o prelado)
fueron «todavía un hombre de la Edad Media» o «un hombre ya mo­
derno»?

2. Vemos buenos ejemplos de ello, en estos últimos tiempos, con motivo de las con­
memoraciones del descubrimiento de América. Algunos autores, o comentadores, o pe­
riodistas, se preguntan seriamente dónde situar a Cristóbal Colón: ¿era acaso un hombre
«todavía de la Edad Media» que sin embargo anunciaba ya una era nueva, o bien era un
hombre «moderno», inadaptado en su tiempo, que habría tenido la desgracia de nacer de­
masiado pronto? Eso no son más que falsos problemas y juegos pueriles...
14 LA INVENCIÓN DE LA EDAD MEDIA

Admitida esa idea de una vez por todas, la reputación de esos tiem­
pos sumergidos en la noche se degrada hasta lo detestable. ¿Cómo fio
ceder a las facilidades? «Medieval» ya no sirve solamente para desig­
nar una época, para definir tanto bien como mal un contexto cronoló­
gico, sino que, tomado decididamente como un calificativo que sitúa en
una escala de valores, sirve también para juzgar y, consiguientemente,
para condenar: es un signo de arcaísmo, de oscurantismo, dé algo real­
mente superado, objeto de desprecio o de indignación virtuosa. «Me­
dieval» puede ser y se ha convertido en una especie de injuria.
Cada sociedad se inventa sus chivos expiatorios como un acto re­
flejo para justificar los fracasos o las equivocaciones, y sobre todo
para alimentar las animosidades. La historia del lenguaje político, de
las consignas y de los gritos de adhesión para atraer a las masas en la
calle y lanzarlas al asalto, o simplemente para movilizar las concien­
cias, se halla consiguientemente jalonada de esos asombrosos tesoros
de vocablos; la palabra, privada o vaciada de significado, se impone,
virulenta como un automatismo, para fustigar al enemigo y señalarlo
para la venganza pública: es una vía apasionada, vulgar a fuerza de
ser ordinaria, con acusaciones a menudo ridiculas en su formulación,
pero que hacen su camino. De los «lobos rapaces» de los italianos del
siglo xill a las «víboras lúbricas» de los soviets de ayer, en todos los ni­
veles la gama es infinita.
En las comunas de Italia, centros de civilizaciones brillantes, en­
salzados como abras anunciadoras del Renacimiento, los hombres del
partido vencedor, verdaderos tiranos, acusaban a sus adversarios redu­
cidos al exilio y desposeídos de sus bienes, de todo tipo de crímenes, los
colmaban de palabras indecentes y, como último asalto verbal, y el más
peligroso de todos, los denunciaban como «enemigos del pueblo». Así
pues, pertenecer al partido derrotado era suficiente para verse cargado
con todos los vicios. En Florencia, por ejemplo, ciudad reconquistada
por los güelfos en 1267 y sometida a duras medidas de excepción y a
constantes sospechas, no existía insulto mayor que el de «gibelino». Esa
costumbre se mantuvo durante generaciones y se seguía llamando gibe-
linos a los hombres hostiles a los dirigentes del momento, aun cuando
ese partido había sido reducido a la nada desde hacía mucho tiempo y
la búsqueda de un solo gibelino capaz de reaccionar en toda la ciudad
habría sido en vano. Esa era y es todavía la ley del género humano...
Las costumbres políticas y los procedimientos de tribuna y de plu­
ma han seguido siendo los mismos en el transcurso de los siglos, igual
PRÓLOGO 15

de virulentos e igual de ridículos. En el tiempo de las guerras de reli­


gión, de los terrores revolucionarios, del «affaire Dreyfus»... los ata­
ques se han ido simplemente desplazando á otros planos. Ahora utili­
zamos otras palabras, lanzadas a menudo a diestro y siniestro sin
motivo real, de tal modo que los vocablos pierden una parte de su gra­
vedad a fuerza de ser prostituidos: «fascistas», «racistas» y otros mu­
chos; sin olvidar, en un curioso regreso al pasado, «medieval».
La palabra medieval, erigida en insulto corriente, mucho más dis­
creta, es cierto, que muchas otras y practicada más bien en los círcu­
los selectos, procede del mismo proceso aproximativo. Se trata de una
condena sin beneficio de inventario, confortada además por la necesi­
dad de enmendarse, de afirmarse uno mismo, virtuoso, por encima de
toda crítica. El hombre^ «contemporáneo» (¿o «moderno»?) se siente
poseedor de una superioridad evidente y, al mismo tiempo, de un dis­
cernimiento suficiente para proferir censuras o alabanzas; tarea de
exaltación en la que se complace, incluso ignorando completamente
las realidades, y contentándose simplemente con volver a utilizar por
su cuenta antiguas consignas. Nuestros autores, en todos los campos
de las letras, hablan con gusto del «hombre medieval» como de un an­
cestro no del todo consumado, que alcanzó solamente un estadio inter­
medio en esa evolución que nos ha llevado hacia los niveles más altos
de la inteligencia y del sentido moral en los que nos hallamos ahora.
Esos mismos autores ven en ese hombre medieval un ser de una natu­
raleza particular, como si fuera de otra raza. Ese hombre no es un ve­
cino suyo, por lo que lo aplastan todavía con más gusto.
Justificados o no y no siempre exentos de segundas intenciones,
proferidos la mayoría de las veces a la ligera, esos juicios han trazado
su camino deforma brillante y se han ganado un público cada vez ma­
yor. De tal modo que lo que, al principio, no era sin duda más que op­
ciones de algunos autores, ha conquistado un consentimiento univer­
sal, hasta tomar la forma de un lugar común. Colmar el pasado con
todos los males y fechorías, revestirlo de una imagen negra, permite
sentirse más a gusto, más feliz en la propia época y en la propia piel.
La causa está vista: lo medieval da vergüenza, es detestable; y lo
«feudal», su carta de visita para muchos, es todavía más indignante. No
encontramos palabras nuevas suficientes para condenar esos tiempos
de «barbarie», cerrados al progreso; esos tiempos en los que duras res­
tricciones aplastaban, no lo dudamos, lo mejor de la naturaleza huma­
na bajo una capa de oscurantismo y de supersticiones. Todo lo pequeño,
16 LA INVENCIÓN DE LA EDAD MEDIA

lo mediocre, todo lo que, en nuestra vida pública o privada, no va más


allá de torpes balbuceos, todo lo que rechaza las bondades miríficas de
las novedades y no se prepara con entusiasmo para el horizonte del
2000 es, por definición, medieval. Todo lo que disgusta en las relaciones
humanas, en la gestión de la sociedad y en la manifestación de los po­
deres, todos esos abusos y esas antiguallas, todo eso es feudaL Sin ha­
blar, evidentemente, de las crueldades, de los dramas y de la violencia.
De lo lamentable a lo ridículo, cada uno de nosotros podría, leyendo
periódicos o novelas y escuchando la radio, crear una especie de florile­
gio, un bello repertorio de sandeces. Quien quiere denunciar una injus­
ticia, o más todavía una superstición, escribe con gusto, para exhortar a
sus lectores a indignarse, que «ya no estamos en la Edad Media». Esa
fórmula figura en todos los libelos, en todos los informes de aconteci­
mientos escandalosos. «Se diría que estamos en la Edad Media», oímos
a menudo en los discursos. No hace mucho tiempo, un ministro acusaba
públicamente a uno de sus conciudadanos, culpable de abuso y de prác­
ticas indignas, haciendo referencia naturalmente a esos tiempos oscuros
de la Edad Media; eso se daba por descontado. Más recientemente, en
París y ante la Asamblea Nacional, un político de cierta importancia re­
cordaba sin pestañear que «los doctores de la Iglesia de Francia han
discutido durante siglos para averiguar si las mujeres tenían alma» (se
refería, naturalmente, a los tiempos medievales); ello provocó los aplau­
sos de sus amigos de partido, muy numerosos, sin que apareciera segui­
damente ningún comentario o rectificación, en lo que, sin embargo, esos
profesionales se muestran generalmente como buenos expertos; no se
movilizaron los adversarios para defender cierta verdad, ni inmediata­
mente ni un poco más tarde en los periódicos de gran tirada.
Lo importante no es, sin duda, meditar sobre la deshonestidad o la
distracción del orador que descubría quizá, palabra a palabra, un tex­
to preparado por algún subalterno: el hombre público dice a menudo
lo que sea e intenta sobre todo utilizar palabras suficientemente con­
tundentes para que sean luego noticia. Lo importante tampoco es acu­
mular hechos y argumentos contra tal burrada; cualquier estudiante
que hubiera leído y reflexionado un poco gritaría que eso es una men­
tira. Lo que cuenta, en esos hechos diversos retenidos al azar, es la
acogida que tienen: en cuanto se habla de la Edad Media, se puede
proclamar impunemente cualquier disparate, con muchas probabilida­
des de encontrar ecos favorables.
Para quien tienda al género burlesco, la cosecha no sería peque­
7 PRÓLOGO 17

ña: un periódico francés, que se tiene^ por una publicación seria, ha­
blaba de la «Edad Media de los ferrocarriles», y otro, que se precia de
estar bien informado, calificaba a Gengis Jan de «asesino medieval»...
Dentro del género dramático también tenemos ejemplos: un co­
rresponsal de prensa que informaba sobre las horribles matanzas en
Líbano y que descubría a cada paso nuevas señales de horror, jalona­
ba su crónica con las mismas referencias: «...y nos hundimos todavía
' más en la Edad Media ...».
Los autores más discretos, más sagaces, no caen evidentemente en
tales niveles de infantilismo, sino que'se mantienen decididamente crí­
ticos; algunos caen en un género que pretenden científico alineando
las mismas imágenes.

¿H a y q u e r e h a b il it a r l a E d ad M e d ia ?

No se trata en modo alguno de instruir un falso proceso y de tomar


la defensa del acusado invocando algunos bellos trazos de civilización,
algunos aspectos quizá desconocidos de la sociedad de entonces. Mu­
chos buenos autores ya lo han hecho, a decir verdad desde hace poco
tiempo, y siguen haciéndolo deforma muy afortunada. La señora Per-
noud, a través de sus obras y de sus conferencias, describe claramente
las realidades sociales de esos tiempos medievales, citando sin cesar
textos auténticos y obras de escritores y artistas. En otro registro, las
novelas históricas de Zoé Oldenbourg me han aportado grandes pla­
ceres de lectura nunca desmentidos; sus evocaciones de la vida seño­
rial, del trabajo de la tierra, de la guerra y de las cruzadas, atraen la
simpatía del lector y, por lo que a mí se refiere, la adhesión del histo­
riador. Tales libros, inspirados por un gran respeto a la verdad histó­
rica, existen. Se han anunciado y recibido con simpatía; sus tesis no se
han discutido y ninguna de sus posturas se ha puesto en tela de juicio.
Pero ¿con qué resultados? ¿Cuánto tiempo y cuántas obras de esa ca­
lidad harían falta para que la opinión pública evolucionara fundamen­
tal y verdaderamente y para que cesaran esas necedades?
Los viajeros de verano y sus guías continúan apiñándose ante nume­
rosas obras maestras del arte de ese pasado «medieval», vestigios bien
conservados, restaurados, o exhumados en algún caso de un semiolvido,
y presentados deforma atrayente e inteligente. ¿Es eso suficiente?
En el fondo, nada cambia, o muy poco. Las ideas sólidamente an-
18 LA INVENCIÓN DE LA EDAD MEDIA

ciadas y administradas permanecen inquebrantables, como vigoriza­


das incluso por un frescor nuevo. Admiramos la catedral gótica o, no
tan a menudo, algunos códices miniados, pero, para juzgar la sociedad
en su conjunto, nos armamos siempre de la misma seguridad para po­
ner en la picota las formas de ser y de pensar de un pasado todavía tan
mal conocido. Rebajamos con una mirada condescendiente ese tiempo
«de las lámparas de aceite y de la navegación a vela», y evocamos, re­
firiéndonos a ese «hombre de la Edad Media», condiciones de trabajo,
vivienda y vida pública realmente insoportables por el solo hecho de
ser distintas a las nuestras.

No cabe duda de que afirmar sistemáticamente lo contrario pare­


cería también excesivo y artificial. Mostrar una especie de nostalgia
por las épocas pasadas, por las formas de vida de las que se nos esca­
pan todavía tantos aspectos que permanecen confusos, equivaldría a
aferrarse a ideas preconcebidas . Sin duda todo el mundo puede que­
jarse de la edad contemporánea y soñar con delicias más o menos ima­
ginarias, y todo el mundo puede preferir, por ejemplo en París, Notre-
Dame al Centre Pompidou y al forum des Halles; la planta de un
monasterio cisterciense a los nuevos barrios de la City de Londres y a
lo largo del Támesis; la Plaza del Campo en Siena a la del Louvre,
donde brotan extrañas pirámides. Todo es cuestión de gustos y el de­
bate no puede situarse en ese nivel.
Lo importante no me parece elaborar, sobre tal o cual punto, una
rehabilitación de esa «Edad Media», y tampoco evocar, por una elec­
ción personal, una especie de edad de oro donde todo habría tenido
otra calidad humana en una sociedad más serena . Se trata, en cambio,
de afirmar que esa Edad Media, en realidad, no existió; que no es más
que una noción abstractaforjada a propósito, por distintas comodidades
o razones, a la que se ha aplicado a sabiendas ese tipo de oprobio. Se
trata, pues, de buscar, para denunciarlos, los orígenes y el mecanismo
de ese proceso, de esa verdadera impostura intelectual, responsable
tanto de la creencia en un período específico calificado como tal, como
de esa mala imagen injustificada, rediseñada con tanta ligereza...
como malas intenciones. Una fama que, de forma perfectamente gra­
tuita, pesa sobre nueve o diez siglos de nuestro pasado tomado en blo-.
que, sin discriminación ni matices.
La visión de conjunto, retenida como una verdad cierta, fue fabri­
cada al principio de forma deliberada, y luego fue alterada deforma
PRÓLOGO
19

voluntaria a lo largo del tiempo eji distintas operaciones. Se trató de


verdaderas campañas de denigración con mecanismos bien regulados
vinculados a la coyuntura política de los momentos en los que los hom­
bres de poder, o próximos a acceder al poder, pretendían abolir las in­
justicias, los privilegios, todas las m arcasen definitiva, de la barbarie
medieval y feudal. Seguidamente, sus herederos y sus hombres de plu­
ma no han cesado de reconsiderar las mismas acusaciones, los mismos
esquemas. Todo eso ha quedado.
Finalmente, es muy necesario recordar que toda comparación en­
tre civilizaciones alejadas en el tiempo es delicada si no imposible y
que los conceptos de «progreso», de «calidad de vida», de «bondad»
(sin hablar de las libertades...) siguen siendo muy relativos, ¿del domi­
nio de la literatura fácil? Afirmar, por ejemplo, que la casa medieval
carecía de comodidades da que pensar. Todo es una cuestión de apre­
ciación y de costumbre. Ante la ausencia de agua corriente, ante los
olores de humo, ante las habitaciones mal calentadas y mal ilumina­
das, ¿debemos preferir el aire de las ciudades, cargado de los gases de
los automóviles; el ruido incesante dé los motores; las carnes con hor­
monas y los mariscos contaminados? Las facultades de adaptación y
de autosatiifacción parecen infinitas.

En esa vía del análisis de la idea misma de la Edad Media y de su


contenido, el discurso puede articularse en tres puntos:
— Un replanteamiento de ese concepto mismo, de su carácter am­
biguo e impreciso, de los abusos que de él hacemos con demasiada li­
gereza; y eso, en particular, ante otra entidad abstracta también im­
precisa y arbitraria, la del Renacimiento.
— El examen del encarnizamiento en la condena de los «tiempos
feudales», y de esa literatura, cuyos efectos todavía soportamos, que se
ha dedicado a presentar esafeudalidad bajo una apariencia completa­
mente falsa; una empresa de demolición que alcanzaba y sobrepasaba
los límites del ridículo, pero que no obstante ha dejado rastros tenaces.
— Finalmente, un análisis de algunos aspectos de sociedad o de
civilización que esa leyenda negra y las costumbres adquiridas pre­
sentan todavía .bajo aspectos horribles, pero sobre los que gran canti­
dad de trabajos recientes aportan rectificaciones interesantes y sor­
prendentes; un recuerdo, pues, de los trabajos que tienen el mérito de
apoyarse sobre algo más sólido que los fantasmas de autores anima­
dos por una obsesión ideológica.
Prim era parte

EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO:


LA MAGIA DE LAS PALABRAS INVENTADAS
>
1. SOBRE EL RIGOR

L a h is t o r ia y l a s m o d a s

La trama cronológica sostiene la evocación del pasado. Es una ver­


dad que creeríamos evidente pero que nuestros pedagogos redescubren,
algunos arrepentidos y un poco avergonzados, y otros de una forma to­
talmente descarada. Estos últimos pueden afirmar tranquilamente dos
extremos en un intervalo de diez o veinte años.
Durante generaciones, el estudio y la enseñanza de la historia se an­
claban en pilares sólidos, sobre marcas perfectamente situadas en el tiem­
po. Todo acontecimiento y todo fenómeno político, social, económico
o religioso debía inscribirse en un marco que aclaraba su contexto y sus
distintos aspectos. Sin embargo, no hace aún mucho tiempo, en los
años sesenta — una época de grandes y miríficas fermentaciones inte­
lectuales— , el viento de los replanteamientos, las reformas y las inno­
vaciones barrió con todo. Se instruyó rápidamente el proceso contra la
historia «tradicional» o «clásica» (¿o «hurgona»?): rutina, falta afligente
de imaginación..., todo podía reexaminarse o tirarse a la basura. Du­
rante algunos años, vimos florecer numerosas y atrevidas iniciativas,
talleres experimentales y círculos de reflexión. Todo ello se hallaba ge­
neralmente apoyado, oficializado por diversas instancias, por un gran
número de comités, comisiones y convenciones, revestidas de etiquetas
y de siglas, capaces a fin de cuentas de imponer sobre la enseñanza se­
cundaria de Francia una panoplia de reformas aclamadas y aplaudidas.
No más cronología, a partir de entonces declarada frustrante y humi­
llante; no más discursos continuos; la historia debía hacerse y presen­
tarse por temas; era de buen tono estudiar las herramientas y las técni­
cas, las formas de vida, los elementos de la civilización e incluso las
creencias, cruzando las fronteras de las edades y de los países: eran
24 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

aproximaciones a menudo acrobáticas pero seductoras; el triunfo del


' «más o menos», de lo elegante y del maquillaje. El maestro podía ale­
gremente trascender, franquear los siglos y los continentes, hablar de
los merovingios y de los mongoles, de Carlomagno y de los sultanes
del' África negra. Nuestros estudiantes escucharon confusos esos dis­
cursos disparatados, ese cúmulo de bellas imágenes de colores; atonta­
dos o risueños, se arrastraron o corrieron de sala en sala en todos los
museos. Pero, evidentemente, no entendieron ni retuvieron nada.
Algunas universidades, principalmente francesas, se sacrificaron
de buen grado a las nuevas formas. El recuerdo de algunos programas de
entonces, en los mejores tiempos de esa euforia, nos dejaría ahora estupe­
factos: chiquilladas para afirmar una disponibilidad, y, en definitiva,
adaptarse a las modas. Determinado especialista de la historia de Francia,
con justicia muy apreciado por sus trabajos, se dedicaba laboriosamente a
dar la lista de las dinastías del imperio de China y, dos semanas más tar­
de, disertaba sobre las etnias y religiones de la América precolombina.
La historia por temas, la historia universal, la historia farragosa...
Parece que.ya regresamos de esa moda. Los programas actuales y, qui­
zá también los manuales, atestiguan un esfuerzo serio para fijar en el
tiempo un determinado acontecimiento o característica de civilización.
El extraordinario éxito de los «libros de historia», de las biografías y de
los estudios de síntesis, o incluso de las publicaciones de textos de épo­
cas pasadas (diarios, memorias, epistolarios), nos indica claramente
que existe esa necesidad de situar a los hombres y a sus actos dentro de
su contexto exacto.
¿Queremos con ello decir que las novedades e invenciones ya no
suscitan un gran interés? El sensacionalismo, las peticiones de princi­
pios para que se hable de uno mismo despiertan siempre la atención. De
vez en cuando se nos anuncian grandes trastornos. Hace unos treinta
años, una «Nueva Historia» se esforzaba por anunciar sus métodos y
sus objetivos; se-habló mucho de ella; durante años, fue imposible evo­
car en público la mínima investigación sin que te pidieran de inmedia­
to que te definieras en relación a esa pléyade; si no se quería decir una
locura, lo mejor era mantenerse dentro de un tono moderado, de una ad­
miración cortés. Todavía estamos esperando trabajos importantes que
puedan saciar nuestra espera y nuestra curiosidad ingenua hacia esa
«Nueva Historia» que sigue lanzando manifiestos de vez en cuando.
La moda de lo que se denomina «antropología», ¿se inscribe dentro
de esa misma corriente? Esa palabra ha tenido un éxito asombroso. No
SOBRE EL RIGOR 25

está mal hallada:, tiene resonancias científicas y una tonalidad nueva


que agradan al intelecto. Esa vieja palabra, antiguamente aplicada a una
ciencia precisa o por lo menos circunscrita, es hoy en día el comodín
para todo; su utilización es tan general que se resiste a cualquier defini­
ción clara y coherente. Pero lo importante es, como siempre en esos ca­
sos, afirmar la propia pertenencia a una capilla y autodenominarse ini­
ciado. ¿Qué es la antropología? ¿El estudio de los comportamientos
individuales y colectivos; de las relaciones sociales, familiares y políti­
cas; de los ritos; de las creencias y sus manifestaciones; de los juegos y
las fiestas; de los enfnentamientos y de las distintas formas de violen­
cia...? Todo se puede incluir y nada es nuevo. En las obras de numero­
sos autores del siglo xix podemos hallar análisis admirables de ese gé­
nero y podemos perfectamente creer que, al igual que el señor Jourdain
que habló en prosa sin saberlo jamás, hubo muchos colegas que fueron
buenos historiadores «antropólogos» sin reconocerse como tales. Ni
sus maestros ni sus amigos les informaron de ese ascenso.
No se trata más que de una forma de erudición, directamente im­
portada, al parecer, del otro lado del Atlántico, y que acaba por presen­
tarse como una especie de cenáculo, una herramienta de casta y de ex­
clusión. A decir» verdad, ese ejercicio teórico sigue sin tener mucha
importancia, puesto que solamente nos estamos refiriendo a palabras
nuevas que sirven para calificar análisis por lo demás bastante corrien­
tes y a menudo de buena calidad, siempre que ei autor no se interese
más que por el estudio puntual de un comportamiento perfectamente si­
tuado y circunscrito. Pero cierta forma de antropología, que seduce por
su brillantez y más aún por su facilidad, pretende privilegiar el examen de
las actitudes y de las reacciones fundamentales del hombre a través
de los tiempos y los lugares. El autor antropólogo, buen escritor sin
duda pero mal historiador, trasciende constantemente los límites y co­
rre de un lado para otro; establece curiosas concordancias, elabora hi­
pótesis y, a veces, extrae conclusiones definitivas a partir de simples
apariencias sacadas de sus contextos y, por lo tanto, mal interpretadas.

P o l í g r a f o s o. e s p e c i a l i s t a s

Esta simple evocación de las novedades y, en algunos casos, de las


extravagancias que generalmente se han presentado y que a menudo se
han aceptado, nos llama a ser exigentes: no se puede hacer Historia, ni
26 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO >

investigación, ni publicaciones, ni enseñanza sin situarse en el tiempo;


sin conocer el entorno.
Nadie podría negar de un modo razonable que’, especialmente en el
campo de la investigación, se imppnejnevitablemente cierta espe_ciali-
i zación. El historiador en busca de un estudio original, que no se con­
tente con volver a copiar a su modo lo que otros han descubierto antes
que él, o con extraer reglas generales y lecciones, debe ceñirse a la fuer­
za a un período más o menos largo pero no obstante definido y qüé do­
mine perfectamente. ¿Podemos confiar en un estudioso que se crea ca­
paz de disertar sobre los romanos de la Antigüedad, sobre los reyes de
Francia de antes de la Revolución, y sobre las convulsiones políticas o
económicas de hoy?
Ningún investigador puede vanagloriarse de dominar ni tan sólo la
lectura de todo tipo de documento. ¿Qué puede hacer el historiador de los
tiempos contemporáneos, acostumbrado a compulsar montones de in­
formes,atestados y periódicos — todos ellos impresos— , ante una acta
notarial de los siglos xv o xvi? Estos documentos, de escritura hermé­
tica, atiborrados de abreviaturas a primera vista incomprensibles, de
arcaísmos o de incorrecciones lingüísticas, exigen un largo aprendiza­
je. Del mismo modo, el historiador de la Edad Media se hallará en una
situación bastante embarazosa ante una inscripción grabada sobre una
estela antigua, de no iniciarse en su lectura por su propia cuenta. La
paleografía y la epigrafía, por no citar más que esas dos ciencias «au­
xiliares» de la historia, no se aprenden en un momento. Y sin embar­
go, ese documento que muy a menudo tanto se resiste a ser descifrado
es, en eso estamos de acuerdo, la única base verdadera de la investi­
gación. ¿Qué podemos esperar de la división entre el historiador-in­
vestigador capaz de conseguir y de explotar las fuentes al precio de
una inversión laboriosa, a veces ingrata, y el escritor-polígrafo? No
hay duda de que esas dos personas se pueden confundir; pero no
siempre.
La necesidad de generalizar para producir reglas de conjunto se ali­
menta de una especie de intoxicación mental provocada por las teorías
que pretenden abarcar con una sola mirada la evolución de la especie
humana y de sus comportamientos. Pero en realidad ocurre lo contra­
rio; el mínimo examen serio conlleva una lección indiscutible: los he­
chos de sociedad o de civilización y los destinos políticos no obedecen
ni a leyes uniformes ni tan siquiera a preceptos particulares; en nuestro
Occidente, en todo caso, todo cambia de un país a otro, e incluso de una
SOBRE EL RIGOR 27

ciudad a otra. Así, se imponen como evidencias importantes distorsio­


nes cronológicas; «progreso» de las técnicas en un lugar, y «retrasos» o
«arcaísmos» en otros lugares.

A r t if ic io s y c o n v e n c io n e s : l a e l e c c ió n d e l o s p e r ío d o s

Toda investigación debe insertarse en un marco cronológico. Pero,


de ahí a promover una estricta periodización de los estudios y de la en­
señanza, ¿no hay más que un paso inevitable?
Cortar el pasado en rebanadas perfectamente definidas se ha consi­
derado generalmente, en el pasado y ahora, una comodidad pedagógi­
ca, e incluso una necesidad. Cada año de estudio, cada clase de las es­
cuelas y de los institutos debían ceñirse a una parte razonable de un
vasto programa de conjunto que iba desde la Antigüedad hasta nuestros
días. AI convertirse la enseñanza en una cuestión de Estado, estrecha­
mente controlada por las instancias administrativas y políticas, pareció
en seguida deseable, o incluso indispensable, para que todo el mundo
llevara el mismo paso y para facilitar la preparación y la difusión de los
manuales, hacer que las divisiones impuestas fueran en todas partes
idénticas, presentadas de forma simple y rígida.
La división de la historia del pasado en períodos bien distintos, cla­
ramente individualizados, responde efectivamente a preocupaciones
pedagógicas. No es de ayer. Su inventor fue el estudioso alemán Chris-
tophe Keller, llamado Cellarius, que no era en absoluto un historiador
sino un «infatigable autor de manuales». Después de un primer libro
consagrado a la Historia antigua (1685), hizo publicar otra obra cuyo
título le planteó sin duda más problemas; fue, en 1688, la Historia de la
Edad Media desde los tiempos de Constantino el Grande hasta la toma
de Constantinopla por los turcos. De repente, todo aparecía simple y
con límites claramente fijados... ¡Y esa división iba a durar mucho
tiempo! La denominación Edad Media, despreciativa sin duda, adqui­
rió a partir de entonces otro espesor que no iba a perder en el futuro.
Hasta entonces, numerosos autores habían utilizado, desde el siglo xv
y de forma generalizada a partir de entonces, distintas expresiones sin
duda equivalentes o casi {media tempesta, media aetas o media antiqui­
tas)^aunque no se trató más que de «vagos ensayos para situar crono­
lógicamente a escritores que no habían sido ni antiguos ni modernos».
Desde entonces, el término «Edad Media» quedó bien fijado, entró
EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

obligatoriamente en el lenguaje comente, y las palabras se cargaron de


sentido: herencia de los humanistas italianos*, y, también, acción deter­
minada de los historiadores protestantes. Estos, «encarnizados contra la
Iglesia medieval y contra todo lo que ésta hubiera producido, aportaron
un nuevo contenido a esa época intermedia». De tal;forma, que esa di­
visión del pasado en tres períodos (antiguo, medieval y moderno; el
contemporáneo llegó más tarde) fue muy probablemente consecuencia
de esas dos corrientes de ideas.1
En todo caso, nosotros y nuestros vecinos europeos hemos respeta­
do siempre esos grandes períodos de la Historia, rodeados con la au­
reola de un gran prestigio, maravillas de claridad. Nuestras actividades
pasan por ese molde; todos los programas nos lo imponen: Antigüedad,
Edad Media, Edad Moderna, Época Contemporánea.2 Y , sin embargo, la
existencia de esos cuatro períodos, y sobre todo de esos cortes brutales, y
la forma en la que se nos dictan en todos los grados de la investigación
y la enseñanza, merecen una reflexión. Trabajamos, estudiamos y ense­
ñamos dentro de un marco que se nos presenta, desde hace generaciones,
construido y forjado de pies a cabeza. El análisis más simple debería lle­
var a preguntamos hasta dónde llega nuestro respeto.
No parece ni urgente ni deseable oambiar o volver a dar las cartas
de otra forma. Cualquier otra división cronológica, preparada de forma
laboriosa, fruto de largas discusiones y de querellas de capillas, inevi­
tablemente discutida aquí y allá, nos parecería igual de artificial y po­
dría ser igualmente criticada.
La verdadera cuestión no es esa. No se trata de reformar, de re­
construir sobre ruinas, de colgar el nombre de una escuela a un nuevo
plan de estudios. Se trata simplemente de tomar conciencia de esos ar­
tificios. ¿Es realmente necesario convertir esos cortes en postulados,
dar fuerza de verdad e insuflar una vida propia a lo que no es más que
el resultado de una elección entre tantas otras igualmente arbitrarias,
igualmente discutibles desde muchos puntos de vista? Inscribirse de
buen o mal grado en un marco, resignarse a una convención, son una

1. W . K. Ferguson, La Retíaissanee dans la pensée historique, París, 1950 (trad. de


la edición inglesa de 1947); a propósito de los historiadores protestantes: pp. 52-62 y 76-
77; a propósito de la utilización, del término «Edad Media»: p. 75, nota 3.
2. La historia «contemporánea» se introdujo en los programas del bachillerato fran­
cés en 1902. En aquel momento se definieron claramente los cuatro períodos... que no
han variado desde entonces. Se precisaba que la «Edad Moderna» se limitaba a los siglos
xvi-xvni.
SOBRE EL RIGOR 29

cosa. Pero creer en la realidad intrínseca de una abstracción nacida de


especulaciones intelectuales, en una imagen forjada, es otra cosa.
Definís, siguiendo un criterio propio, un «período»; lo apartáis del
curso de los tiempos; lo aisláis de entrada en virtud de vuestra deci­
sión, y luego lo oponéis de una foraia u otra — o mejor dicho de todas
las formas— a los que le preceden o siguen; y, finalmente, os dedicáis
a pintar ese período, fruto de vuestra arbitrariedad, con determinados
colores, a postrarlo o a glorificadlo con adjetivos. El proceso llega a su
término: habéis dado cuerpo y carácter a esa entidad artificial, y con­
templáis los trazos de la naturaleza cuyos únicos responsables sois v o - «
sotros. Enarboláis estandartes y emblemas; habláis del «mundo medie­
val» o «moderno», del «hombre medieval», y todo lo que evocáis, en
todos los terrenos de la vida individual o de la vida de las sociedades,
es desde ese momento medieval. Solamente olvidáis una cosa: que
nada de ello existió realmente, que todo es invención vuestra, fruto de
vuestra arbitrariedad.
Esta curiosa disposición de espíritu parece a muchos normal y co­
rriente. Insistimos: nuestro propósito no es vestir esa Edad Media míti­
ca con adornos más dignos o más brillantes. Nuestro propósito consis­
te en negar su existencia deliberadamente. No queremos demostrad que
la Edad Media merece más simpatías o alabanzas, sino que ese término
solamente representa una idea abstracta y muy vaga.
2. LA EDAD MEDIA, UN FANTASMA VIVO
y

¿D ó nde co m en za r? ¿D ó n d e a c a b a r ?

¿Podemos creer realmente en algo que no podemos definir conve­


nientemente y que, sobre todo, no podemos limitar en el tiempo y en el
espacio? Al hablar de un período debemos necesariamente proponer fe­
chas, como mínimo indicativas, que marquen su inicio y su final. En ese
sentido, el nombre que se ha dado a la Edad Media parece sin duda con­
tener una certeza: la Edad Media se sitúa entre dos tiempos fuertes, el de
los mundos «antiguos» y el de la modernidad, que algunos identifican
con lo que se denomina «Renacimiento». He aquí una definición per­
fectamente clara, implícitamente reconocida y admitida... pero que no se
tiene en pie en el momento en que comenzamos a profundizar un poco
y a examinar los hechos. Un simple recuerdo de algunas realidades his­
tóricas indiscutibles lo derriba todo o, en todo caso, introduce tantas du­
das, tantas excepciones, que el acuerdo se derrumba a la fuerza.

La caída de Roma y los bárbaros

¿Dónde debemos situar los límites? En un extremo, nadie lo duda­


ba, en la caída del Imperio romano o de su civilización. Pero ¿debemos
hablar verdaderamente de caída? ¿Para qué época exactamente? Cuan­
to más precisos son los estudios, y cuantos más análisis en profundidad
vienen a completar las lecturas de simples anales, más se dibuja un cua­
dro complejo, una imagen ambigua, a veces inasequible; y más se im­
pone al investigador la idea de una evolución lenta, con múltiples face­
tas, que ningún autor serio se atrevería hoy a circunscribir dentro de un
tiempo concreto ni a encerrar eñ una fórmula cualquiera.
LA EDAD MEDIA, UN FANTASMA VIVO 31

Hablamos de la caída, o de la decadencia de Roma. Incluso supo.-


niendo cierto consenso en lo referente al sentido de las palabras, ¿cómo
debemos situar el fenómeno, y dónde buscar sus raíces? ¿Acaso, en el
exterior, por la llegada y el establecimiento de los bárbaros, que cons­
tituyen acontecimientos con ritmos distintos y con fases discordantes
según las regiones? ¿Fueron infiltraciones o fueron invasiones? ¿Aca­
so, en el interior, por la corrupción dé las costumbres políticas y do­
mésticas? ¿Por la degradación del sentido cívico, el hastío y la falta de
entusiasmo? ¿Debemos también evocar la difusión del cristianismo, los
problemas demográficos, algunas circunstancias particulares o catás­
trofes naturales? O bien, tal como se admitió durante mucho tiempo,
¿ceñirse al hecho político puramente circunstancial; a la abdicación del
último emperador de Occidente? Esta última parece hoy una posición
demasiado simplista y ajena a los nuevos enfoques. En todo caso, se­
gún la elección que tomemos, adelantamos la fecha hasta el siglo I o n
de nuestra era, o bien prolongamos los tiempos «antiguos» hasta los si­
glos v o vi.
Los historiadores, verdaderos conocedores de esos tiempos que se
consideran de transición, si no de ruptura, tienen problemas a la hora de
fijar esa bisagra incluso de una forma amplia y, afortunadamente, han
renunciado a ello. Algunos afirman con razón que en muchas regiones
de Occidente la contracción demográfica y topográfica de las ciudades
romanas había precedido con mucho tiempo la llegada de los bárbaros
y, por lo tanto, debería analizarse por sí misma. Otros observan, tam­
bién con razón, que los reyes de los tiempos «bárbaros» no renegaban
de todo lo que procedía del pasado romano y que muchas de sus ciuda­
des se inscribían todavía de una forma directa, por sus paisajes, sus mo­
numentos y sus tejidos urbanos, dentro de una tradición antigua, sin so­
lución de continuidad.
Así, en la investigación y la. enseñanza universitaria por lo menos,
y en algunos países (Francia y Alemania entre otros), los responsables
acabaron por abandonar esa cesura entre la Antigüedad y la Edad Me­
dia para estructurar sus trabajos y lecciones de otra forma; en lo que de­
nominan «Antigüedad tardía y Alta Edad Media». De eso hace ya unos
veinte años.
Además, al hablar de la caída del Imperio romano en los siglos iv o
v, ¿no estamos privilegiando deliberadamente a Occidente y a sus crisis
políticas? ¿No estamos imponiendo de una forma muy arbitraria una di­
visión del Mediterráneo, al separar Italia y España de Constantinopla?
32 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO 1.

¿No estamos relegando las civilizaciones cristianas de Oriente a la ca­


tegoría de sociedades marginales; o acaso no las estamos ignorando
completamente? Esos cortes no se justifican. Llevan a ignorar el mante­
nimiento de las instituciones y de la noción de imperio en tomo a Bizan-
cio; tienden a borrar la reconquista, por parte de los generales de Justi-
niano, de la casi totalidad de Italia, y de las provincias litorales de España
y de África. Occidente se trata de fornia aislada, para de repente redescu­
brir en el siglo xi a los países bizantinos y a los que se han convertido en
musulmanes en ese lapso de tiempo; la historia de Oriente se aborda
entonces solamente como preludio de la historia de las cruzadas.

Hacia la era moderna y las mañanas radiantes

Definir y situar el fin de los tiempos «medievales» y la llegada de


la época «moderna» o «renacimiento» plantean asimismo muchos pro­
blemas e igualmente insolubles. Durante mucho tiempo, la historia ofi­
cial se definió de una forma decisiva, sin dejar ninguna duda acerca de
la realidad de un corte brusco ni acerca de la fecha de ese corte. Du­
rante los años de 1930, e incluso tras la segunda guerra mundial, los es.-
tudiosos franceses profundizaban en su conocimiento del pasado te­
niendo siempre presente una gran cantidad de marcas cronológicas que
se juzgaban esenciales e indiscutibles. Las editoriales difundían en las
escuelas primarias y, en particular, en el último curso de la educación
primaria, un pequeño desplegable, de color verde sobre un papel recio,
en el que se alineaban, de una forma sensata, entre doscientas y tres­
cientas fechas de la historia de Francia y, como complemento, de la his­
toria universal. El buen estudiante se alimentaba de esas fechas en su
vida diaria, leyéndolas y releyéndolas, aprendiéndolas sin fallos. En ese
folleto se destacaba, y me parece recordar que en caracteres más ne­
gros: «1453. Fin de la guerra de los Cien Años, toma de Constantino-
pla por los turcos, fin de la Edad Media». El autor de ese memorándum
no precisaba qué relación pensaba establecer entre los dos primeros
acontecimientos y el advenimiento de la Edad Moderna. En todo caso,
ahora nos podemos preguntar qué imagen sugería, en los niños alimen­
tados con escasas lecturas, una definición tan lapidaria: ¿grandes des­
pertares tras largos siglos de sueño?, ¿determinación brusca de sacudirse
el polvo acumulado durante tanto tiempo?, ¿una llamada temprana del
futuro radiante?
LA EDAD MEDIA, UN FANTASMA VIVO
33

La escuela actual ya no invita a cargar el espíritu de los alumnos


con listas de fechas; eso equivaldría, se dice, a agobiarlos con referen­
cias inútiles y a frenar al mismo tiempo sus impulsos intelectuales. Sin
embargo, la idea de un corte preciso, fijado en el tiempo, sigue presen­
te en gran cantidad de historiadores, novelistas y enciclopedistas. Ha­
blar del final de la Edad Media sitúa el acontecimiento.3
Efectivamente, hoy hallaríamos numerosos signos de esa fidelidad
irreflexiva a esos hábitos tan sólidamente anclados en todo tipo de li­
bros, manuales y artículos destinados a públicos diversos. Y , sin em-
bargQ, ¿quién cree en ellos?
Incluso en la práctica de la enseñanza, la fecha de 1453 se pone
constantemente en tela de juicio, y se sustituye por otras fechas que se
juzgan, según cada lugar, más significativas. En el cursus francés, por
ejemplo: Luis X I, que murió en 1483, a veces presentado como un
hombre ya consciente del sentido «moderno» del Estado (rechazo de lo
caballeresco, cinismo y gusto por la intriga), sigue siendo un «hombre
de la Edad Media» y su reino se estudia generalmente dentro del perío­
do denominado medieval. La contradicción, o como mínimo el desa­
cuerdo, parecen flagrantes, puesto que entre 1453 y 1483 existe el es­
pacio de una generación.
Algunos manuales insisten, en cambio, en la gran apertura que las
célebres «guerras de Italia» provocaron en Francia; esas guerras, libra­
das en los años 1490-1500 se nos ofrecen como grandes novedades. Sin
embargo, esa elección contiene errores y olvidos, puesto que presentar
esas expediciones de finales del siglo xv como acontecimientos excep­
cionales, como giros en la Historia, supone hacer caso omiso de todo lo
que las precede. Supone ignorar soberbiamente los primeros estableci­
mientos transalpinos de los príncipes franceses, de sus administradores,
artistas y hombres de letras, que se remontan mucho más atrás en el
tiempo, a partir del de Carlos de Anjou, hermano de Luis IX, en los
años de 1260. Si consideramos que las aventuras de Italia y los inter­
cambios culturales que de ellas se derivaron marcaron, para Francia, el

3. El artesano de una cronología que se adjunta a una versión francesa de una de las
novelas de Stevenson recuerda de ese modo, para el año 1453, diversos hechos esencia­
les entre los cuales se encuentran la victoria de los franceses en Castillon y la reconquis­
ta de Burdeos; pero precisa inmediatamente, dentro de la más pura tradición; «Fin de la
guerra de los Cien Años y fin de la Edad Media», y ello en una publicación de 1983. Cf.
R. L. Stevenson, La flecha negra (ed. fr.; 10/18, París, 1983, p. 316; trad. cast.: Planeta,
Barcelona, 19882).
34 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

fin de una época, la de la Edad Media, entonces debemos situar ese hito
a finales del siglo xm y no doscientos años más tarde: el intervalo es de
cuatro a cinco generaciones. D e‘ese modo podemos medir hasta qué
punto cierta escuela de pensamiento se empeñaba en datar esas «nove­
dades» de Italia, adornadas con tantos méritos, en la época moderna;
hacerlas remontar a la Edad Media habría chocado con demasiadas
ideas recibidas, con demasiados apriorismos.
En ese mismo campo del estudio de los intercambios de civiliza^
ciones y de los descubrimientos de mundos nuevos, el año 1492 mere­
cería evidentemente hacer mella y marcar un «giro»: en octubre de ese
año, Cristóbal Colón atracaba en las primeras islas de América.
Por otro lado, para quienes quisieran a cualquier precio justificar un
corte entre la Edad Media y la Edad Moderna, no sería ridículo referir­
se a las manifestaciones culturales, a las creaciones literarias y artísti­
cas que son reflejo de la civilización. Pero ¿cuáles?, y, ¿para qué paí­
ses?, y, ¿cómo datar el surgimiento de un arte distinto? Las distorsiones
cronológicas entre la realidad y la idea que generalmente nos hacemos
de ella son evidentes, y la simple cronología de las vidas de artistas o de
escritores lo vuelve a poner todo en tela de juicio. Para Italia, hacia la
que se dirigen todas las miradas desde que se perciben los primeros sig­
nos, los estremecimientos anunciadores de concepciones y formas de
expresión nuevas, se cita generalmente a Dante, a Petrarca o a Boccac­
cio, y a los Pisani y a Giotto. Pero, ¿seguimos teniendo presente que l a '
Divina comedia fue escrita entre 1307 y 1321, las Rimas de Petrarca en
1327, y el Decamerón entre 1350 y 1355? ¿Que Niccolo Pisani termi­
nó el púlpito del baptisterio de Pisa en 1260 y que Giotto finalizó las es­
cenas de la iglesia superior de Asís antes de 1300? Nos hallamos, pues,
mucho antes de 1453 y de otras fechas bisagra que se han propuesto
generalmente: nos hallamos ante una playa cronológica de más de un
siglo...
Quienes ven en las letras y las artes de Italia los frutos de una bús­
queda nueva y quieren de ese modo demostrar que esa civilización per­
tenece a otra época, se hallan igualmente ante problemas insolubles.
Algunos no temen conformarse totalmente con esa visión abstracta y
han acabado por imponer algunas prácticas perfectamente artificiales,
pero cuyas ridiculeces nadie parece notar. En la mayor parte de las uni­
versidades francesas y en algunas universidades de nuestros países ve­
cinos, es una norma que el arte francés del siglo xv se estudie y enseñe
en el marco del arte medieval, mientras que los artistas italianos de la
LA EDAD MEDIA, UN FANTASMA VIVO 35

m;sma época, e incluso los del siglo xiv, son materia de los especialis­
tas en el arte moderno. No evocar al mismo tiempo dentro del mismo
curso', dentro de los mismos manuales o libros, las culturas italianas y
francesas exactamente contemporáneas obedece, y en ello debemos estar
de acuerdb, a métodos detestables. Significa privar al lector o al audi­
torio de establecer comparaciones;, es acantonarse en discursos especí­
ficos sin investigar ni analizar las influencias recíprocas y, en definiti­
va, significa impedir un verdadero examen de los intercambios, de los
préstamos y de las elecciones.
* Tales anomalías no son más que una sumisión a las ideas recibidas,
desprovistas de toda justificación. Volvamos, por un momento, a las
bellas figuras esculpidas del púlpito de Pisa, en el baptisterio y la cate­
dral, de buen grado estudiadas y presentadas como manifestaciones de
un arte nuevo perfectamente original o, mejor dicho, que se inspira di­
rectamente en ciertos cánones y temas de la Antigüedad. Precisamente
esas figuras, se nos dice, sirvieron a menudo de referencia y fueron co­
piadas a cual mejor por numerosos artistas preocupados por iniciarse en
esas formas tan particulares. No todo es inexacto en esos discursos
constantemente renovados. Pero ¿por qué acallar la evidencia, bien de­
mostrada en la actualidad, de que hacia 1260 el primero de los Pisani se
había inspirado amplia y profundamente en la escultura gótica france­
sa, la de las grandes catedrales del patrimonio real tan conocidas y ad­
miradas en Italia? ¿Dónde se sitúan entonces lo medieval y lo moder­
no, la invención y la novedad?

En esa búsqueda a veces ingenua, a veces burlesca, de una defini­


ción estricta de los límites entre los períodos, los historiadores econo­
mistas no se han quedado con los brazos cruzados, antes al contrario, y
algunos de ellos se han distinguido por sus extravagancias. Una idea
esencial animaba, y me temo que todavía anima en algunos, sus pro­
posiciones: la existencia de una gran ruptura, de una fractura o, vol­
viendo a utilizar una palabra que durante mucho tiempo estuvo de
moda en los cenáculos, un umbral entre una economía medieval, arte­
sanal, encerrada en reglas restrictivas y, por otro lado, una economía
moderna marcada por el advenimiento de otras técnicas, por el desa­
rrollo del gran comercio y de la banca, y en particular de los préstamos
de dinero; en una palabra, por la explotación del hombre por el hom­
bre, del trabajo por el capital. Ello llevaba a hablar corrientemente del
paso de una era llamada «feudal» a una era «capitalista»: se trataba de
36 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

un esquema rígido, de una simplicidad maravillosa, que se inscribía


dentro de un materialismo muy de moda que privilegiaba los factores
económicos y que, desde distintas perspectivas, tomaba su sitio tran­
quilamente en el concierto de las teorías evolucionistas y otras fábulas
por el estilo. *
La caza del umbral económico (del take off o despegue, si seguimos
a los autores más conscientes del éxito de las palabras) fue, durante algu­
nos decenios y principalmente entre 1950 y 1970, un verdadero deporte
practicado por gran cantidad de historiadores, por lo general bastante se­
rios. Se trataba evidentemente dé delimitar lo mejor posible ese adve­
nimiento del capitalismo y, al mismo tiempo, ese surgimiento, ese des­
pegue de la actividad económica. ¡Qué debate tan serio! Cierto número
de trabajos habían demostrado que en distintas ciudades de mercaderes,
en Italia y en Alemania, y también en Londres por ejemplo, los hom­
bres de negocios no habían esperado la llegada del Renacimiento para
comenzar a practicar comúnmente distintas técnicas de naturaleza y
forma capitalistas, y hacían fructificar su dinero de mil formas. Por otro
lado, se sabía que la economía de mercado se había extendido amplia­
mente en Occidente mucho antes del siglo xv ; que había penetrado en
profundidad en distintos medios sociales, incluidos los propietarios te­
rratenientes que vivían de la explotación de sus tierras. Desde ese mo­
mento parecía difícil negar la aparición precoz de un capitalismo, aun­
que fuera solamente de modo embrionario: eran prácticas sin duda
todavía imperfectas, pero ya constituían formas de pensar y de gestio­
nar los negocios sólidamente afirmadas.
Algunos fabricantes de doctrinas se han inventado el «precapitalis-
mo», pero su buena voluntad no ha tenido el éxito que esperaban y esa
palabra no ha gustado realmente por ser demasiado vaga y ambigua. De
modo que más valía hacer retroceder el famoso umbral y colocarlo en
una fecha más temprana, por ejemplo a principios del siglo xv. Eso es
lo que se hizo, en efecto, pero sin fijar de forma muy precisa los límites
y sin explicar tampoco el porqué. En el otoño de 1966, una orden mi­
nisterial de Francia, preparada por uno de nuestros grandes maestros,
nos hizo saber que, a partir de entonces, para los programas de historia
de nuestras universidades, la Edad Moderna debía englobar todo el si­
glo xv. Esa orden, responsable de grandes trastornos en algunas biblio­
tecas, no duró ni un mes... sin duda porque las personas más razonables
fueron conscientes de que, acorralando en el tiempo esos albores del
capitalismo, se habría podido retroceder mucho más en el tiempo sin
L¿?EDAD MEDIA, UN FANTASMA VIVO
37

hallar nada definitivo. Incluso el equipo que había promovido>la refor­


ma se cansó, de su juego y no dio más que hablar sobre ese punto’ ocu­
pado como estaba con otros pensamientos. Ello demuestra, por lo ab­
surdo, que el concepto de «modernidad» sigue siendo difícil si no
imposible de definir. v

Conclusión: el «hombre medieval», una utopía

¿Qué hacer con esa Edad Media tan molesta cuyo inicio y cuyo fi­
nal nadie se atreve a fijar de forma razonable? ¿Qué debemos hacer
con esa imagen abstracta, imprecisa, nacida de un consenso cómplice,
fortificado por las rutinas? He aquí, y eso lo olvidamos demasiado a'
menudo, un período que, incluso reducido por arriba y por abajo, se
extiende a lo largo de varios siglos, a lo largo de casi o de más de un
milenio. ¿Cómo podemos entonces justificar esa costumbre detesta­
ble, sostenida sin duda por el gusto por lo fácil y por asombrosas pe­
rezas de espíritu, que consiste en incluirlo todo en un solo bloque y en
caracterizar constantemente como medieval cualquier cosa, sin mati­
ces, sin esbozos de distinciones, sin tener cuidado en situar los hechos
un poco mejor en el tiempo? Las alusiones o referencias a la Edad Me­
dia, lanzadas sin precisar nada, salpican no obstante numerosos dis­
cursos y escritos. Día tras día, libro tras libro, leemos, de la pluma de
autores llegados de horizontes diversos, fórmulas del tipo de «en la
Edad Media» o «en la época medieval»; ¡y no hablemos de las civili­
zaciones, de las mentalidades o de las espiritualidades medievales!
Todas ellas son fórmulas vagas, desprovistas de todo significado. ¿De
quién o de qué queremos hablar? ¿De ios tiempos de Meroveo, de
Hugo Capeto, de Juana de Arco o de los primeros Médicis? ¿Qué imá­
genes se les pasan por la cabeza a los autores y lectores familiarizados
con esas negligencias, signos del rechazo por conocer y profundizar?
¿Las de los reyezuelos holgazanes sobre sus carros tirados por bueyes
o las de las cortes principescas de los Valois? ¿Las de los campos la­
brados con la azada, desbrozados a duras penas en desiertos hostiles o,
seiscientos o setecientos años más tarde, las de las grandes propieda­
des inglesas, modelos de una gestión programada para producir un alto
rendimiento?
¿Y qué decir de ese hombre medieval tan bien caracterizado, que
responde, me imagino, a ciertos trazos precisos, como si fuera de otra
38 EDAD MEDIA y RENACIMIENTO

raza? Hallamos al hombre medieval a cada paso en gran número de dis­


cursos, pero dichoso el que tenga* la menor idea de lo que realmente
fue: una abstracción, una forma de hablar, y nada más... Evidentemen­
te, nadie se arriesgaría a enunciar una sola característica común aunque
sólo sea referente a un aspecto (formas de vida, vestimenta, vivienda,
actitudes mentales y espirituales) para generaciones tan alejadas las
unas de las otras, separadas por cientos de años. Esto lo sabe todo el
mundo perfectamente, pero se olvida con facilidad: las palabras proce­
den de ellas mismas, se acomodan a todo, y cultivan la noción natural­
mente ficticia de «edad media» tomada como un conjunto, sin matices,
sin acordarse de las evoluciones. ¡Todavía se puede hablar mucho del
hombre medieval!
Esas facilidades de escritura y esos rechazos a hacer distinciones no
se aceptan siempre. Hace ya cierto tiempo que los historiadores de ofi­
cio han tomado conciencia de que esa Edad Media no se podía consi­
derar como un todo y de que la más mínima reverencia hacia nuestro
pasado consistía en no confundirlo todo de una forma tan descarada, en
no abarcarlo todo con una sola mirada que no tuviera en cuenta las di­
ferencias y originalidades. Esos autores han propuesto romper el blo­
que cronológico y hablan de la «alta» y de la «baja» Edad Media con,
entre ambas, una Edad Media que se quiere «clásica». Pero aquí se nos
plantean los mismos problemas, aunque sólo sea para fijar los límites
entre esos tres períodos de nueva creación.
De hecho, el rigor, o el simple sentido común, exigen rechazar los
mitos, las generalizaciones y las ambigüedades. La Edad Media no
puede, en ningún caso, concebirse como una realidad. Esa es una ver­
dad que deberíamos tener en cuenta siempre y deberíamos imponer al­
gunas reglas para todos los discursos: deberíamos sobre todo evitar ese
adjetivo medieval, indefendible puesto que estrictamente no significa
nada; deberíamos utilizar la denominación de Edad Media por pura co­
modidad, pero sin llenarla de un significado cualquiera y solamente
para indicar, de una forma muy aproximativa, dónde se sitúa un deter­
minado asunto en un discurso que abarca un período muy amplio. Lo
ideal sería, con riesgo incluso de sobrecargar la frase, precisar, datar lo
mejor posible, dentro de unos decenios si es posible, y, de esa forma, si­
tuar el tema del que hablamos más que lanzar al aire abstracciones va­
cías de significado.
, LA EDAD MEDIA, UN FANTASMA VIVO 39

L os A B U S O S D E L A L E N G U A , L A S P A L A B R A S C Ó M P L IC E

Los ^tiempos de transición


La creencia en períodos históricos netamente definidos y caracteri­
zados, y, por lo tanto, en rupturas dentro del curso de los tiempos, lleva
inevitablemente a analizar de una forma particular las épocas límite,
que sin embargo también están determinadas con la parte de arbitrarie­
dad que ya conocernos. La tentación de considerar los años situados en­
tre la Antigüedad y la Edad Media, y luego entre la Edad Media y la
Edad Moderna, como tiempos «de transición» es muy fuerte. Esta idea,
tan especiosa como la que preside la periodización, impone en la in­
vestigación y. en la enseñanza ciertas ópticas de las que no nos libramos
con facilidad.
En primer lugar, esos cortes arbitrarios, artificiales y tiránicos han
creado, durante mucho tiempo, un fuerte desequilibrio en los estudios;
una verdadera ruptura en el discurso científico. No cabe duda de que esos
tiempos intermedios, que, tal como se creía, no ofrecían más que imáge­
nes inciertas, sin valor demostrativo, se han descuidado muy a menudo.
Las lecturas e investigaciones se han dirigido más bien hacia los siglos
«clásicos» del Imperio romano que hacia sus últimos momentos. Por
otro lado, los reinos de Carlos VII y de Luis X I de Francia llamaban la
atención por algunos aspectos, por la personalidad de los soberanos, de
quienes cada libro ofrecía imágenes con trazos incisivos poco acordes
con la moda romántica, por la vida política, la afirmación del Estado y
la lucha contra la casa de Borgoña. Pero, hasta hace poco tiempo, los
trazos de la civilización, tanto sobre el plano material como sobre el
cultural, no han suscitado realmente el mismo interés; la vida económi­
ca de los años 1400 seguía estando mucho menos estudiada que, por
ejemplo, la de la época de las ferias de Champagne y de la primacía de
París.4
Por otro lado, y ello tiene consecuencias mucho más funestas, esa
explotación del concepto de periodización acaba por falsificar la inter­
pretación de los hechos e incluso por dictar hipótesis de trabajo que todo
autor se ve invitado a verificar. Parece evidente que el tiempo que mar-

4. Destaquemos sin embargo el notable estudio de síntesis (aparecido en 1941) de


R. Gandilhon, La Polilique économique de LouisXI, París, que, injustamente marginado
por la «escuela» de los Armales, no ha gozado del éxito que se merecía y no ha tenido
continuidad en. otras obras de la misma envergadura.
40 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

ca el paso de un período a otro tiene que ser «de transición». No se tra­


ta solamente de palabras y de conceptos sin importancia, sino de la
orientación de la investigación, o incluso de la interpretación de los re­
sultados. Las hipótesis de trabajo pesan siempre mucho y muchos son
los que se dedican ante todo a ilustrar la idea que prima más que a lle­
var a cabo una investigación no deteiminada de antemano. Se ha dicho
y escrito demasiado que en el siglo x v el mundo occidental se halló
confrontado con serias incertidumbres, que la sociedad ya rio se sentía
sólida sobre sus bases habituales. Se ha impuesto un cuadro de conjun­
to; sólo hacía falta iluminarlo en sus más pequeños detalles. Preocupa­
dos por quedarse en esa línea tácitamente admitida, muchos historiado­
res de buena fe han acorralado los signos de una evolución dramática
en las estructuras socioeconómicas, en las relaciones humanas, y en el
reparto de los poderes y las fortunas. Han exhumado una gran cantidad
de indicios más o menos claros pero siempre interpretados en el mismo
sentido. Esos tiempos de transición se caracterizaban inevitablemente
por trastornos notables dentro del régimen de las propiedades y de las
explotaciones, y, por lo tanto, de las formas de enriquecimiento; tam­
bién se caracterizaban por el desconcierto y, de un modo más dramáti­
co, por los conflictos, los tumultos sociales, los motines y las «revolu­
ciones». Esos mismos esquemas se aplicaban naturalmente a otros
campos: devociones y sentimientos religiosos, reglas de vida, o expre­
siones culturales. Todo ello llevaba a imágenes de enfermedad, de de­
sequilibrios.

¿El otoño de la Edad Media?

¿La crisis, las crisis?


Las palabras no nacen simplemente por azar y siempre están carga­
das de intenciones. Nos imaginamos que hemos sabido, desde siempre,
escoger vocablos portadores de imágenes, de mensajes más o menos
claramente expresados pero, a la larga, imparables.
Calificar de «moderna», hoy en día, una edad que hacemos remon­
tar hasta el siglo xvi como mínimo y que cerramos aproximadamente
tres siglos más tarde nó es más que una pura convención. Las palabras
se cargan de un color vago pero no corresponden a nada. Se trataba
simplemente de oponer una era de grandes progresos, de liberación del^.
hombre de gran número de prohibiciones, a un largo período de escle-
LA EDAD MEDIA, UN FANTASMA VIVO

rosis, de oscurantismos y de tabúes. Con la palabra «Renacimiento» esa


•intención era todavía más clara e incluso se avivó a lo lajrgo del tiempo.
Hay que constatar que esa idea de despertar, o de renacer, fue la
causa de grandes errores de los que todavía no nos hemos desembara­
zado. Las miradas lanzadas sobre varios siglos del pasado han sido, a
causa de esa idea, completamente extraviadas, falsificadas, puntuadas
de imágenes de bisutería. Y todo ello por la simple magia, por el gran,
peso de las palabras.
La afirmación de la existencia de un renacimiento convence más si
se injerta sobre una decadencia: el contraste será más vivo y el concep­
to más fácil de creer. Los tiempos que preceden ese despertar maravi­
lloso ya no son solamente «el fin de la Edad Media» o la «Baja Edad
Media» (matiz interesante, ya de por sí cargado de sombras), no son
simplemente tiempos intermedios o tiempos de transición, sino decidi­
damente tiempos de decadencia. La palabra y la idea han hecho su ca­
mino, han penetrado en nuestros manuales e incluso se han impuesto en
las líneas de investigación. Todo en ese período, que engloba los siglos
xiv y xv, debe ser decadente: debe reinar un ambiente de futilidad, de
hastío. La humanidad, nos dicen, se busca y ya no se encuentra a sí
misma. ¡Cuántos tópicos, cuántos aforismos ridículos repetidos hasta la
saciedad, reutilizados y adornados de cien hallazgos! También en
este caso priman la abstracción, los conceptos, las maniobras dé las
palabras...
Para explicar esa decadencia de entrada en el plano material, hacía
falta hallar razones, evocar catástrofes, o como mínimo grandes difi­
cultades. Para Francia, nuestros maestros han recordado con razón las
desgracias de la guerra de los Cien Años: el abandono del campo y de
las iglesias, el peso financiero de las levas y de los rescates, la mina de las
actividades económicas, la inseguridad en los caminos, las disputas en­
tre príncipes, las guerras civiles... Sí, todo eso es cierto... todo eso es
exacto, pero exagerado de buen grado, adornado con acentos dramáti­
cos, extendido de lo particular a lo general. Durante ese período otros
países se enriquecieron; Inglaterra, por ejemplo, nutrida con el fruto de
sus conquistas, de los rescates y de las rapiñas; son los años gloriosos
de la «alegre Inglaterra» que, lejos de ensombrecerse, se abría a gran­
des empresas, é iniciaba una prosperidad insolente.5 En Inglaterra no

5. A. R. Bridbury, Economic growth England in the Late Middle Ages, Londres,


1962,1975 2; W. G: Hoskins, The Making ofEnglish Landscape, Londres, 1955.
42 EDAD MEDIA Y REHACIMIENTO

hubo decadencia... ni en las ciudades del sur de Alemania, «cubiertas


de oro», y tampoco en Italia...
Otras desgracias afectaron de una forma más amplia: las malas
cosechas, el hambre, y sobre todo las epidemias. En los „años 1950-
1960, la atención de los historiadores se centró en las pestes, y en par­
ticular en la de 1348-1360, que tantos estragos causó entre la pobla­
ción. Cada cual se dedicó a proponer cifras de pérdidas en vidas
humanas en su país o en su ciudad. Esa gran peste negra, y luego los
«rebrotes» de peste, fueron catastróficos, tal como todos hemos escrito
y seguimos pensando no sin razón: punciones demográficas, angus­
tias y melancolía, miserias psicológicas, desesperación y morbosidad.
Sin embargo, no todo es tan simple y, como mínimo en un punto, las
conclusiones deben matizarse si no invertirse puesto que la división
de las herencias enriqueció evidentemente a los supervivientes, y
puesto que la escasez de mano de obra disponible hizo, en cierta me­
dida, mejorar la condición de los obreros tanto en las ciudades como
en el campo. Eso debería evaluarse y medirse con más detalle. No es
fácil.
Algunos acontecimientos e iniciativas espectaculares desmienten
netamente la imagen de decadencia y de depresión. Hace ahora más de *
treinta años, algunos historiadores más preocupados por lo real que por
las teorías, Yves Renouard, Armando Sapori y luego Federigo Melis
entre otros, planteaban la verdadera pregunta y ponían de relieve una
contradicción evidente: ¿cómo imaginarse ese mundo occidental, por
un lado afectado por el letargo, por la desesperación, vacío de hombres
y de entusiasmo, incapaz de restablecer una economía de conquista,
que se refugiaba en inversiones friolentas, en una palabra esclerótico,
y, por otro lado, seguir a esos mismos hombres lanzados al descubri­
miento de mundos lejanos hasta entonces perdidos en brumas legendarias
y luego a la sumisión de vastos imperios, pronto poblados con sus co­
lonos, bien explotados y bien administrados? Nunca se ha dado res­
puesta a esta pregunta.
Pero la cuestión estaba decidida de antemano: decadencia y crisis.
jSe ha escrito tantísimo sobre las crisis del siglo xiv, sobre las desgra­
cias de ese tiempo apocalíptico, sobre los dramas de adaptación, sobre
las bruscas mutaciones con grandes consecuencias y, más todavía, so­
bre todas las formas de declive, de degradación! No había duda de que
la humanidad, en Occidente, se hallaba entonces en plena depresión, o,
por utilizar un lenguaje más culto, en plena «fase B», donde sólo-cabía
LA EDAD MEDIA, UN FANTASMA VIVO

enumerar los fracasos o las regresiones.6 Al investigador o al conferen­


ciante les era imposible escapar a esas crisis, múltiples, omnipresentes,
monstruos de cien caras y responsables de todo.'Cualquiera que se
aventurara en esos tiempos de oscuridad se encontraba con las crisis a
3cada esquina.

El flamígero: ¿una dimisión? 1

La certidumbre de una decadencia irresistible se impone siempre,


de la misma forma, igualmente extendida y sin provocar grandes opo­
siciones, en otros campos, en particular en lo referente a las creaciones
artísticas y literarias. Según leemos en nuestros manuales o en ciertas
obras especializadas, el arte de finales de la Edad Media se hundía en
un estilo manifiestamente decadente. Se designa con distintos nom­
bres: «gótico tardío», «flamígero» sobre todo en Francia, «decorated»
en Inglaterra y, para un período ligeramente posterior, «plateresco» o
«manuelino» en los países ibéricos. Pero en todas partes aparece la
misma lección: a un período de apogeo en el que el gótico clásico res­
pondía a cánones bien definidos (equilibrio de las formas, pureza de las
líneas, moderación en los ornamentos y simplicidad de buen gusto) su­
cedió un tiempo en el que los maestros de obra y los escultores se mos­
traron incapaces de proseguir el esfuerzo creativo; su aliento se agota­
ba, su arte transgredía los grandes principios mientras que el impulso
religioso también se hallaba gravemente afectado por diversas desvia­
ciones y faltaban además los medios financieros, consecuencia eviden­
te de la crisis.
Así pues, los artistas se habrían refugiado en la búsqueda y la inven­
ción de recetas, de procedimientos de ornamentación a ultranza, facilida­
des, frivolidades y complacencias: sobrecargas y acrobacias, formas
atormentadas que traducen un malestar real. El elemento puramente ar­
quitectónico, hasta entonces mostrado en su puro rigor, ya no era más
que un soporte para esas fantasías decorativas, como las que entorpecían
las claves de arco y las prolongaban hacia el suelo en estalactitas per-

6. Testimonio de las teorías de una escuela histórica que en Francia se dedicaba, si­
guiendo a Emest Labrousse, a explicarlo todo en función de la coyuntura. En los años
1950, los cursos multicopiados de la Sorbona ofrecían una perfecta ilustración de esas ac­
titudes y de las complacencias hacia las «fases» y los «ciclos».
44 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

fectamente gratuitas que rompían la armonía de la nave y que rompían


y recargaban los volúmenes. Las bellas estatuas monumentales desapa­
recían de las fachadas ahora trabajadas como retablos cada vez más
complejos: altos gabletes, divididos en llamas y lancetas, escondían la
rosa. Nos han enseñadp que todo ello carece de simplicidad y de mo­
destia: esas fachadas de las iglesias del flamígero sólo son un pretexto;
se oponen con mala fortuna a las del siglo xin, mucho más estrictas y
más reservadas; y, sin embargo, se guardan generalmente de decir que
las esculturas de las fachadas del siglo xm, del arte gótico clásico, esta­
ban pintadas dp colores variados, hoy lavados y ausentes, aunque rea­
vivados de vez en cuando. En todo caso, para una escuela de historia­
dores y de estetas, el postulado no se discute: un decorado demasiado
rico atestigua a la fuerza una pobreza real de inspiración, y por lo tanto
una decadencia.
Esas formas de juzgar fueron impuestas quizá, durante los siglos
xvn y xvm, por los estetas e historiadores ingleses y franceses que veían,
en ese arte de finales de la Edad Media, la negación misma de los va­
lores de simplicidad y de simetría, tan enamorados estaban en esa épo­
ca del «clasicismo». Ese arte, al que denominaban gótico moderno, por
oposición al gótico antiguo, en el que algunos querían ver influencias
árabes hasta el punto de hablar de un estilo sarraceno, les parecía dema­
siado ligero; reprochaban a los maestros de obra y a los arquitectos del
flamígero francés y del decorated inglés «un estilo de construcción fan­
tasioso y desordenado» y los acusaban de hacer «basar las bellezas de su
arquitectura en una delicadeza y una profusión de ornamentos hasta en­
tonces desconocidos, exceso en el que cayeron, sin duda, por oposición
al arte gótico que les había precedido o por el gusto que recibieron de los
árabes y de los moros que aportaron ese género a Francia». Los autores
del artículo «Gótico» de la Grande Encyclopédie estuvieron de acuerdo
en condenar una forma cuyo «principal carácter» consistía en estar «car­
gado de ornamentos que no tienen ni buen gusto ni refinamiento».7
Se habla del arte flamígero, un arte de fin de época, un arte deca­
dente: había que preferir (¿y hay que preferir todavía?) Amiens o
Reims y, más aún, Noyon o Senlis, a Brou o a Vendôme, o a Saint-Ma-
clou de Ruán.

7. A. O. Lovejoy, «The first gothic revival and the retum to nature», trad. fr. en M.
Baridon, Le gothique des Lumières, Gérard Montfort, éd., Saint-Pierre-de-Saleme, 1991,
pp. 14-16.
LA EDAD MEDIA, UN FANTASMA VIVO 45

Tales juicios de valor no valen evidentemente más que tantos otros


igualmente arbitrarios; pero han tomado coloi; de verdad. Y ello tanto
más cuanto que, tal como se nos dice, esos artes decadentes se inscribían
en un contexto económico y social siempre presentado como muy som­
brío, «en crisis». Todo coincidía a la hora de completar un cuadro que
una generación de estudiantes pudo ver analizado en el libro de Hui­
zinga, El otoño de la Edad Media, obra ya antigua pero que a veces se
cita»como una especie de Biblia. La idea que guía el libro al abordar el
examen de las culturas y las civilizaciones de los últimos siglos de la
Edad Media, es efectivamente la creencia, constantemente afirmada, en
una decadencia o como mínimo en un serio desequilibrio; una sociedad
caballeresca desorientada, un sentimiento religioso reducido a formas
extemas dramáticas, a imaginerías: «excesiva y decadente madurez de
una sociedad que había perdido toda vitalidad y todo contacto con lo
real». Como tantos otros en su género, ese discurso seduce y atrae
adhesiones por la firmeza de las conclusiones. Salpicado de graves
errores en los hechos y las interpretaciones arriesgadas, ese libro piloto
mezclaba percepciones afortunadas sobre algunos aspectos de la civili­
zación con paralelos o aproximaciones completamente ficticios. Hui­
zinga ha causado furor, ha hecho escuela; nos ha inducido al error du­
rante mucho tiempo.
ì

3. LOS INVENTORES DEL RENACIMIENTO


(SIGAOS XIV Y XV)

¿Cómo definir el Renacimiento?


¿Se trata simplemente de un momento de despertar tras un largo pe­
ríodo de letargo; de un momento en el que los hombres comenzaron a
escribir mejor, utilizando una lengua más depurada? ¿Un momento,
por encima de todo, en el que los señores, los poderosos y los ricos
favorecieron el desarrollo de las artes, hicieron construir bellos monu­
mentos, llevaron a cabo generosos encargos, y protegieron a los sabios,
los escritores y los artistas?
Si nos limitamos a esa concepción, relativamente perceptible, de­
bemos también admitir que cualquier período de fuerte desarrollo de
las actividades culturales dentro de la Edad Media sería también un
«Renacimiento». De ese modo se han presentado distintos Renaci­
mientos. Muchos libros siguen hablando del «Renacimiento carolin-
gio»: Carlomagno enseñaba a leer y a escribir, visitaba y controlaba las
escuelas, y acogía en su palacio a maestros de latín y filosofía. Otros
autores querrían hablar de un Renacimiento «artístico», basado en las
fuentes bautismales, que en Francia se situaría en el siglo x i i ; pero pa­
rece que ese adjetivo no quedaba bien y esa idea no se consumó.8 ¿Por
qué no continuar por ese camino y sugerir otros criterios de «renaci­
mientos», igualmente válidos? Aunque solamente nos basemos en esa
idea de un gran interés por las creaciones literarias y artísticas, ¿por qué
limitamos a ese Renacimiento, inicialmente italiano, de los siglos xiv
al xvi? Ningún historiador puede ignorar y callar los indiscutibles tes­
timonios de ese mismo interés en períodos variados que precedieron en

8. W. K. Ferguson, La Renaissance ..., pp. 300 y 341.


> LOS INVENTORES DEL RENACIMIENTO 47

mucho tiempo a ese pretendido despertar. Como mínimo dos o tres


siglos antes de ese gran Renacimiento, los »señores, los príncipes, los
guerreros, los obispos y los cabildos se vanagloriaban de dar trabajo a
artistas, de coleccionar todo tipo de libros, obras eruditas e incluso pro­
fanas en muchos casos; todos esos personajes mantenían a su alrededor
un séquito, una «corte» ya, de poetas, de escritores y de hombres capa­
ces de compilar textos antiguos y de ponerlos al día.
1

Sin embargo, lo que queremos considerar como el único verdadero


Renacimiento no se distingue especialmdnte por la intensidad o la canti­
dad de producciones artísticas y literarias, sino por su calidad. Se mani­
festaría en una evidente superioridad; en la originalidad de la inspiración,
en la perfección de las técnicas, y en Ja habilidad de la ejecución.
¿De dónde procede la idea? ¿Cuándo y en qué medio se proclamó
inicialmente que no había duda de un corte respecto a las épocas prece­
dentes? Por otro lado, ¿quién puso el nombre de moda y acabó por im­
ponerlo? Las respuestas no son simples y, en todo caso, debemos hablar
de dos momentos distintos separados por varios siglos. La creencia en
una ruptura y, por consiguiente, en un progreso decisivo se afirmó mu­
cho antes de que la palabra «Renacimiento» hiciera su aparición: debe­
mos retroceder hasta comienzos del siglo xiv para hallar el origen de la
idea, y hasta 1820-1850 para hallar la utilización corriente de la expre­
sión, entendida en su sentido actual, para calificar todo el período.

E l ARTE DE CONVENCER: PET R A R C A Y BO CCA CCIO

Sobre el primer punto se impone una certeza: la convicción de la


existencia de una renovación y ese juicio de valor aplicado a las obras
no fueron de ningún modo fruto de un consenso, de una toma de con­
ciencia colectiva lentamente madurada en el transcurso de los años y en
distintos medios sociales. Al contrario, esa idea fue enunciada y luego
divulgada por algunos escritores, personalidades sin duda notables pero
que no representaban a nadie más que a ellos mismos o, como mucho, a
un círculo relativamente reducido. Todo comenzó en Italia y precisa­
mente dentro de un pequeño grupo de amigos vinculados por intereses
comunes y por estar todos al servicio de la corte de Nápoles. Fue, en
definitiva, una operación de información o de publicidad, conducida
con cierta obstinación, que acreditaba como una evidencia la idea de
48 £DAD MEDÍA Y RENACIMIENTO

esa superioridad respecto a los tiempos precedentes y, de un modo ape­


nas menos discreto, respecto a los países vecinos; o incluso respecto a
otros focos de cultura y de producción artística en la misma Italia sobre
los que todavía no se había imprimido el sello de la excelencia. En al­
gunos círculos privilegiados, muy poco numerosos al principio, algu­
nos autores — que se afirmaban capaces de juzgar sin posibilidad de ré­
plica— proclamaron una nueva calidad en las letras y las artes.
j

Debemos a Petrarca la primera intervención decisiva en ese senti­


do. Su toma de posición no alberga ninguna ambigüedad. Consiste en
criticar, denigrar y condenar las obras de los últimos siglos para poner
por las nubes las de la Antigüedad romana. Sin embargo, sus intencio­
nes, y eso se olvida o se soslaya con demasiada facilidad, eran delibe­
radamente políticas, y sus acciones se inscribían dentro de un verdadero
combate. Petrarca no era ni puro espíritu ni un autor ingenuo única­
mente preocupado por las letras, sino uno de los escritores más viru­
lentos de su tiempo que estaba implicado en una gran querella contra el
papado de Aviñón; y el encarnizamiento de esa lucha dirigía sus opcio­
nes tanto políticas como culturales.
Petrarca lo debía todo a esos papas de Aviñón y a sus cardenales, que
le habían acogido, ayudado, colmado de honores... y de cargos lucrativos.
No le faltaba dinero: «Era bastante rico a pesar de mostrar un desdén con­
vencional por la fortuna». Además, su educación se había completado en
el mismo Aviñón; allí tomó lecciones de griego con Barlaam y luego
con Nicolás Sigeros, ambos legados de Bizancio en la corte pontifical.9
Pero el atractivo de Roma, los sueños y las nostalgias fueron más
fuertes que todo lo demás. Lleno de admiración ante las ruinas roma­
nas, se complacía en evocar los esplendores de la ciudad en los tiempos
antiguos y deseaba la llegada de días mejores, de nuevo gloriosos. Ello
le llevó a expresar juicios severos sobre la era cristiana y a oponer lo
que denominaba las historiae antiquae, los siglos luminosos de la
Roma antigua, a las historiae novae, los tiempos que comenzaron en el
momento en que «el nombre de Cristo comenzó a ser célebre en Roma
y a ser adorado por los emperadores». Según él, estos últimos fueron
épocas oscuras condenadas al declive. Entonces Petrarca se unió a una
pléyade de panfletarios, visionarios y místicos o políticos llenos de ren­

9. J. Guiraud, L ’Église et les origines de la Renaissance, París, 1902, pp. 59-60 y


71-73; E. H. Wilkins, «The Coronaúon of Petrarca», Speculum (1943).
LOS INVENTORES DEL RENACIMIENTO 49

cores o de ambiciones, que denunciaban violentamente los escándalos


del papado de Aviñón, sus vicios y su bajeza; y que, sobre todo, habla­
ban con desprecio de esa «cautividad de Babilonia», de las desgracias
de la Roma abandonada y huérfana. Pero todavía fueron más lejos, y
con ello agravaron a menudo el debate, haciendo a toda la Iglesia res­
ponsable y cubriéndola de graves reproches entre los que se hallaban,
sin duda, la destrucción, con el advenimiento del cristianismo, de las
glorias de la ciudad eterna, antaño dueña y faro del mundo.
Petrarca militó naturalmente por el regreso de los papas a Roma; al
deplorar «los tiempos del olvido» y evocar «los nuevos tiempos», las
«tinieblas disipadas», está soñando con ese regreso, que según él es lá
condición indispensable para un nuevo período glorioso. Su sueño con­
siste en que esa ciudad desamparada, empobrecida y librada a combates
sangrientos entre príncipes vuelva a hallar la paz y el prestigio. Cuando
viajó por primera vez a Roma, en 1336, y posteriormente el año si­
guiente, Petrarca no pudó visitar en paz la ciudad, víctima de las guerras
entre facciones, y se refugió en Sutri en el castillo de un pariente suyo.
Regresó a Roma escoltado por un centenar de caballeros del clan Co-
lonna. Esas luchas entre partidos se le hicieron insoportables; acusaba a
los nobles, tanto a los Orsini como a los Colonna, «todos extranjeros en
Roma», de haber arruinado la ciudad, devastado las iglesias, destruido
los puentes, transformado los monumentos romanos en fortalezas, y de
haber vendido «materiales antiguos». Según él, los papas mismos tam­
bién eran responsables de esos desórdenes por el solo hecho de estar au­
sentes, y Roma solamente podría revivir sus días gloriosos recuperando
las tradiciones y las costumbres de los tiempos antiguos.
En 1341, a la edad de treinta y siete años, recibió con gran pompa
la «ciudadanía» romana en una ceremonia grandiosa que él habría que­
rido celebrar en el Capitolio, sede del concejo municipal, y a decir ver­
dad bastante eclipsada en aquella época. Se trató de una verdadera co­
ronación, con la concesión del cappello, la corona de laureles y la
diadema, en la que el príncipe de los poetas pronunció, el día de Pas­
cua, día de la Resurrección, un interminable discurso exhortando a los
habitantes de la ciudad a recordar los tiempos en los que sus antepasa­
dos gobernaban el mundo.
En 1353 Petrarca abandonó definitivamente Aviñón para estable­
cerse en Roma, de algún modo como «ciudadano» de honor. El año si­
guiente Cola di Rienzo fue capturado por sus enemigos, asesinado en el
acto, y sus cenizas se arrojaron al Tiber; con él se derrumbó la esperan­
50 > EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

za de una «dictadura republicana». El poeta, que lo había defendido


fielmente, se volvió entonces hacia el emperador Carlos IV de Luxem-
burgo: «... vos sois el rey del mundo, el emperador de Roma, el verda­
dero César». Recuperó por su cuenta ese «sueño gibelino» de la mo­
narquía universal como heredera de la Roma antigua, un sueño que? ya
lo había sido de Dante; sus discípulos o continuadores se conformaron
con ese sueño de buen grado.10
El recuerdo de esas alianzas hace patente que, dejando a un lado todo
sentimiento estético, o incluso toda referencia histórica, ese tan célebre
«regreso a lo antiguo» estuvo, en su primer y principal propagandista, di­
rectamente inspirado por preocupaciones o por polémicas políticas.

Esa primera mención, de la pluma de Petrarca, de una superioridad


de los tiempos antiguos sobre los tiempos del pasado más o menos re­
ciente, se traduce efectivamente en un derrumbamiento de los valores y
en una crítica de los tiempos «de la Iglesia». Pero va acompañada, en el
mismo momento y de la mano del mismo autor, de otra novedad tam­
bién decisiva: la afirmación de una renovación notable, de una superio­
ridad indiscutible de unos pocos artistas de su tiempo, a saber Simone
Martini y Giotto. Petrarca no duda en cantar las alabanzas de ambos
hombres, en invitar a sus amigos y a sus lectores a visitar la capilla real
de Nápoles donde Giotto, «el hombre más grande [princeps] de su tiem­
po, dejó un gran testimonio de su habilidad y de su genio».
La elección de esos dos pintores no es casual ni gratuita, y dudamos
de que se manifestara con plena libertad. En todo caso, se trata de una
elección que se explica fácilmente por relaciones comunes y por la per­
tenencia, en definitiva, a una misma clientela: la de la corte angevina de
Nápoles. El poeta, miembro del entorno familiar del rey Roberto, pro­
clama las virtudes de dos artistas colmados de favores y de títulos, que
recibían buenos salarios por parte del mismo soberano. Simone Marti­
ni, instalado en Nápoles desde 1315, pintó una Vida de san Luis de To-
losa, hijo primogénito del rey Carlos n , en la que muestra al rey Ro­
berto, arrodillado, recibiendo la corona real de manos de su hermano
mayor.11 Dos años más tarde, el mismo año de la canonización de Luis,
Simone fue ordenado caballero de la corte, honor insigne que nunca se

10. Sobre los compromisos y los escritos de Petrarca en ese tema, cf. los análisis
muy pertinentes de W. K. Ferguson, La Renai,ssance pp. 16-18.
11. P. L. De Castris, L' arte di Corte nella Napoli angioina, Florencia, 1986;
LOS INVENTORES DEL RENACIMIENTO 51

había otorgado a un artista del entorno del rey. Giotto trabajó durante
cuatro años, entre 1329 y 1333, en encargos del rey, y gracias a ello ob­
tuvo un gran éxito, por lo que también él fue distinguido y recompen­
sado: prothopictor y protomagister operis y luego incluso familiaris et
fidelis, sin contar el buen sueldo y la casa y mesa en palacio. Simone
Martini y Giotto, los únicos pintores de quienes Petrarca habla bien,
eran entonces artistas de corte que debían fidelidad al soberano, le pres­
taban juramento, y recibían de él protección y seguridad, además de ob­
tener en ese servicio una gran fama.
Ahora bien, Petrarca, el hombre que inaugura la serie de elogios de la
que emana sin duda esa idea de Renacimiento, también fue un hombre de
corte y un miembro de lafamilia del rey Roberto. Antes de ser coronado
en Roma, el principé de los poetas se había sometido durante tres días, en
marzo de 1341 en Nápoles, a una especie de examen ante los doctores y
los estudiantes de la universidad. El rey mismo le interrogó sobre meta­
física, sobre Aristóteles y sobre los grandes hombres de la Antigüedad, y
también sobre los historiadores griegos y latinos. Ambos hombres esta­
ban unidos por una misma cultura, por grandes simpatías, por el gusto
por las bellas letras, por las ciencias y por la historia antigua, y Petrarca
no escondía su admiración por esa dinastía de los angevinos, protectora
de las artes. No es por lo tanto de extrañar que coloque por encima de to­
dos los demás a esos dos artistas tan próximos a su señor, que también es­
taban al servicio de la mayor gloria del rey. Los tres formaban parte del
mismo círculo y, en el plano social, de la misma familia señorial. Esa so­
lidaridad de equipo era lo más natural; la encontramos constantemente a
lo largo de los siglos y todavía hoy en gran cantidad de ocasiones: com­
placencias e intercambios de buenas formas entre escritores y artistas que
pertenecen al mismo medio cultural o incluso a la misma familia de pen­
samiento, o a una escuela, o incluso a una casa editorial (lo vemos en las
reseñas llenas de elogios y a veces entusiastas en los periódicos y revis­
tas; en los premios literarios; en las distinciones de distintos tipos).

Ese vínculo, inspirador de esos cantos de alabanza, iba más allá del
marco estricto de la corte de Nápoles y respondía, en el plano de la po­
lítica y de las relaciones entre estados, a intenciones muy precisas. Para
todo florentino, y por lo tanto para Petrarca, los angevinos eran socios
privilegiados, campeones de su independencia, núcleo fuerte de la liga
güelfa que reunía Roma, Nápoles y Florencia en un mismo destino,
gracias a una entente sólida demostrada en múltiples ocasiones. Carlos
52 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO >

de Anjou, fundador de la dinastía, abuelo de Roberto, fue en dos oca­


siones «senador» de Roma y pensó incluso en gobernar Florencia que,
en todo caso, se benefició de su ayuda y de su protección. Roberto re­
cogió esa herencia de simpatía y de gratitud; y Petrarca se convirtió en
el intérprete de esa herencia. La señoría de Florencia solamente autori­
zaba pintar en las puertas y los palacios de la ciudad las figuras de Cris­
to y la Virgen, y la de Carlos de Anjou; en 1310 se habían colocado el
retrato y las armas de Roberto en el Palazzo della Parte Guelfa y Giot-
to pintó quizá personalmente el fresco del Palazzo dei Priori en el que
Roberto aparece de rodillas ante la Virgen.
En el conjunto de empresas llamadas a dar testimonio de esa fideli­
dad, los artistas desempeñaban un papel nada despreciable no solamente
por sus obras (retratos, escenas alegóricas o lecciones políticas), sino
también como hombres de corte, de consejo, como hombres capaces de
negociar y de convencer. Tras su estancia en Nápoles, Giotto fue acogi­
do en Florencia no como pintor, sino como arquitecto de la catedral y de
la ciudad, campo en el que nunca se había adentrado hasta ese momento.
En vez de confiarle un trabajo determinado, la señoría lo contrataba
«para recompensar su virtud y su arte» (fórmula exactamente copiada de
la que se utilizaba en la corte de Nápoles) y para que su cargo fuera «el
gran ornamento dé toda la ciudad». Por eso, teniendo en cuenta la noto­
riedad de Giotto y los títulos y honores que había adquirido en Nápoles,
«parecía más bien que quisieran disponer de él para hacerle ocupar un lu­
gar en la política exterior de Florencia», que deseaba sin duda emplear a
un artista célebre para «cultivar sus relaciones con las cortes». Al cabo
de muy poco tiempo, los priores lo mandan a Milán a la corte de Azzo
.Visconti, vicario imperial (1335). Un año más tarde, Simone Martini fue
llamado por el papa de Aviñón para representar a la ciudad de Siena.12
Evidentemente, los escritores y pintores no estaban solamente preo­
cupados por su arte, o deseosos únicamente de evaluar los méritos inde-

12. Sobre todo lo que precede, cf. la obra muy documentada y los análisis origina­
les de M. Wamke, L ’Artiste et la Cour. Aux origines de l’artiste moderne, Paris, 1989
(ed. alemana, Colonia, 1985), pp. 13-211. E igualmente E. Muentz, Pétrarque: ses étu­
des d'art, son influence sur les artistes, ses portraits et ceux de Laure; l'illustration de
ses écrits, Paris, 1902; P. Mürray, «On the date of Giotto's birth», en Giotto e il suo tem­
po, Roma, 1971, pp. 25-34; A. Smart, «Quasi tutta la parte di sotto del Ghiberti e le attri-
buzioni del Vasari a Giotto degli affreschi d’Assisi», en ibid., pp. 79-103; D. Russo,
«Imaginaire et réalité: peindre en Italie aux derniers siècles du Moyen Âge», en Artistes,
artisans et production artistique, vol. I, Pans, 1986, pp. 354-380.
LOS INVENTORES DEL RENACIMIENTO 53

pendientemente de compromisos y restricciones. Analizar las apreciacio­


nes de Petrarca sin tener en cuenta el contexto sociopolítico y sus tomas
de posición, sus relaciones u obligaciones, supone privarse de un factor de
análisis sin duda esencial. Las protecciones y clientelas, los servicios
de corte y las amistades, y las alianzas interesantes se unían para llevarlo
a poner de relieve virtudes que sin duda no habrían pasado desapercibi­
das, pero que debían, en esa óptica, prevalecer sobre todas las demás...
sobre lo que se había conocido hasta entonces, y también sobre lo que se
seguía produciendo fuera de ese círculo, a sus ojos por fuerza privilegiado.

Las tomas de posición militantes que afirmaban la existencia de


una gran renovación, se precisaron y extendieron posteriormente a dis--
tintos campos de la producción artística. Ello se produjo en distintos
tiempos y a lo largo de procesos complejos, a veces vacilantes y a ve­
ces incluso contradictorios; pero todos, en definitiva, destinados a exal­
tar esa superioridad.13
Esa forma de juzgar sobre la evolución de las artes fue, en primer
lugar, impuesta por Boccaccio (en 1373), que utilizaba a la vez las pa­
labras de Petrarca y de Dante, de quienes se proclamaba el comentador
más competente.
Sabemos que Boccaccio no ¿s, en sus alabanzas al Giotto artista de
corte, ni más inocente ni más libre que Petrarca, e incluso estaba más in­
volucrado en la fidelidad napolitana, siempre dispuesto a proclamar la
magnificencia y los logros extraordinarios de los angevinos. Vivió du­
rante muchos años en Nápoles, entre 1327 y 1341, como representante de
la poderosa compañía mercantil de los Bardi, y tenemos algunas razones
para creer que Giotto fue recomendado al rey Roberto precisamente por
esos Bardi.14 En Nápoles, Boccaccio frecuentaba la corte y exploraba to­
dos los barrios de la ciudad; allí estableció relaciones y allí escribió va­
rias novelle de su Decamerón , tomando diversos modelos de la sociedad
mercantil y cortesana.15 Posteriormente, durante toda su vida, no cesó de

13. Buen resumen y análisis de los problemas en el libro de E. Panofsky, La Re­


naissance et ses avant-courriers dans l'art d’Occident, Pans, 1990 (ed. inglesa, 1960),
pp. 18 ss. Cf. también M. Baxandall, Giotto and the Orators. Humanist observers o f
painting irt Italy and the discovery of pictural composition. 1350-1450, Oxford, 1971.
14. R. Salvini, Tutta la pittura di Giotto, Milán, 19622, p. 39.
15. N. F. Faraglia, «Barbato di Sulmona e gli uomini di lettere délia corte di Rober­
to d’Angio», Ârchivio Storico Italiano (1889), pp. 313-360; E. G. Léonard, Un poète à la
recherche d'une place et d’un ami: Boccace à Naples, Pans, 1944, 19542.
54 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

intrigar y de suplicar por volver y obtener un alto cargo en la corte; resi­


dió en Nápoles en 1355 y luego en 1362-1363. También cortesano, B oc­
caccio no podía menos que servir a la gloria del señor de la corte.

’ E l p r í n c i p e y e l a r t i s t a , s e r v i c i o s y COMPLACENCIAS

En efecto, ésos elogios no responden solamente a la complicidad y


al intercambio de cumplidos; deben interpretarse como un procesd que,
por encima de los artistas mismos, sirve también y sobre todo a íos se­
ñores que. los emplean y los mantienen dentro de su entorno familiar.
Esta tesis, original y fecunda, es la que sostiene un historiador alemán en
un ensayo bien documentado que aporta más de una respuesta a los pro­
blemas que plantea el origen de la fama del Renacimiento.16 El autor,
Martin Wamke, enuncia claramente cuál es su intención: pretende apli­
car a la historia del arte una teoría más general, expresada por uno de sus
maestros, Hermann Heimpel, quien, en 1953, afirmó que «desde el pun­
to de vista político ... el advenimiento de la Edad Moderna no está mar­
cado por el sello de la libertad de las ciudades y de la burguesía, sino si­
tuado bajo el signo del poder principesco o estatal»; que «la Edad
Moderna fue inaugurada por los príncipes y no por la burguesía».17
Martin Wamke no toma partido sobre la noción de Edad Moderna;
no habla ni de superioridad ni de progreso. Dice simplemente que quie­
nes cantaban las alabanzas de los «nuevos» artistas, esencialmente en
el campo de la pintura, lo hacían para marcar, en ese plano, la supe­
rioridad del príncipe sobre la ciudad y para afirmar que sólo él podía,
gracias a su cultura, apreciar las verdaderas bellezas de una obra. En
1427, un escritor de la corte de Ferrara, Guarino, recordaba en un poe­
ma dedicado a la vida de Pisanello que los doctos de la Antigüedad y
sobre todo los emperadores y los reyes, practicaban las artes. Alberti y
Ghiberti. redactaron más tarde catálogos de los hombres de estado pin­
tores y esos ejemplos ilustres se invocaban constantemente. Petrarca
había regalado una Virgen de Giotto a Francesco Carrara, señor de Pa-
dua, puesto que él, como hombre de buen gusto y persona «clarividen­
te», era capaz de apreciar los méritos de la obra, mientras que los flo­
rentinos, «gente ignorante», no sabían hacerlo (esa Virgen se la había

16. M. Wamke, L'Artiste et la Cour ...


17. Artículo de H. Heimpel en Archiv fü r Kulturgeschichte (1953), citado por M.
Wamke, L'Artiste et la C o u r ...
LOS INVENTORES DEL RENACIMIENTO 55

dado precisamente up amigo florentino que quería deshacerse de ella).


Esa oposición a menudo proclamada entre clarividentes e ignorantes
«revela el abismo que, hacia 1350, se abrió entre los medios urbanos y
las cortes».18 Más aún, la corte ofrecía generalmente una situación ma­
terial mejor y cierta seguridad, y en todo caso una mayor libertad de in­
vención y de ejecución. En la corte, el artista podía escapar a las res­
tricciones que le imponían las exigencias y los pareceres divergentes de
los consejos del gobierno municipal, las complicaciones y los regla­
mentos de las arti, y la agitación e incertidumbres políticas. En la ciu­
dad, el arte parece Codificado, limitado por un molde social; en la cor­
te, el arte se expande: «El servicio del príncipe era fundamentalmente
una actividad libre ...» y «la posición de artista de corte implicaba una'
nueva imagen de la profesión».19
Más adelante, los escritores humanistas a quienes debemos juicios
definitivos sobre el valor de las obras volvieron a utilizar los mismos
argumentos hasta la saciedad. Sachetti coloreaba sus novelas con gran
cantidad de anécdotas en las que presentaba siempre la vida de la corte
bajo un aspecto favorable, oponiendo la nobleza y el ingenium de sus
artistas a la tosquedad de los demás; Giotto aparece en más de un mo­
mento, como <<^ran maestro en el arte de la pintura» y «maestro en las
siete artes liberales». Vasari no dudaba en subrayar una distorsión pro­
funda entre las dos condiciones, la de la corte y la de la ciudad, des­
tacando incluso que «los hombres que cambian de estatus cambian
también generalmente de naturaleza y de voluntad».20 Alberti proclama
claramente su deseo de ser admitido como familiaris en la corte de
Mantua, donde, según afirma, «el artista estaba considerado de forma
muy diferente»; dedica al duque la edición latina de su Tratado sobre
la pintura, y a Brunelleschi la edición en lengua vulgar en el momento
en que éste había sido multado por no haber pagado sus derechos de
inscripción o de cotización al arte de los albañiles.21

18. E. H. Wilkins, «Peírarch’s last retum to Provence», Spéculum (1964); M. Meiss,


Painting in Florence and Siena after the Black Death, Nueva York, 1964, pp. 70 y ss.
19. G. Vasari, Les Vies des meilleurs peintres, sculpteurs et a r c h i t e c t e s A. Chas-
tel, éd., París, 1981, II, pp. 50 y 333 (hay trad. cast.: Vidas de artistas ilustres, Iberia, Bar­
celona, 1957).
20. íbid., VI, 28.
21. R. A. Goldthwaite, The Building of Renaissance Florence, Baltimore, 1980, pp.
259-260; G. Giomi, «Délia Famiglia alla Corte: Itinerari e allegorie nell época di L . B.
Alberti», Bibliothèque d’Humanisme et de la Renaissance (1981).
56 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

No cabe ninguna duda de que, glorificando a sus artistas, los hom­


ares de letras aportaban su contribución al edificio de una fama y ser­
vían, de un modo eficaz, ai prestigio del príncipe. Su poder se justifica­
ba y reposaba sobre bellos logros en todos los campos: urbanismo y
arquitectura, letras y bellas artes. Los méritos de los pintores alimenta­
dos en la corte, méritos proclamados en toda Italia e incluso fuera de
Italia, servían a una política, y a esa empresa eminentemente política
debemos muchos juicios decisivos, no solamente sobre la calidad de las
obras, sino sobre el hecho de que éstas prevalecieran sobre otras obras
encargadas y elaboradas en otros medios. *
Esos escritores, recordémoslo una vez más, son nuestras únicas
fuentes para conocer lo que los contemporáneos pensaban de tal o cual
artista. Las opiniones del público, de los hombres «corrientes» de pro­
fesiones variadas, se nos escapan por completo; solamente nos hablan
aquéllos cuyo oficio consistía en escribir, y en escribir bajo condicio­
nes particulares, puesto que su situación podía depender incluso de lo
que escribieran. De esas alabanzas, que hoy leemos sin ponerlas en en­
tredicho, hicieron su profesión, a veces por necesidad o por encargo: se
les pedía, entre otros servicios, que redactaran la arenga , una especie
de discurso que servía de preámbulo al contrato del artista y que, evi­
dentemente, recordaba sus virtudes y méritos. Estos ensayos, «ejerci­
cios intelectuales o textos de complacencia», sirvieron posteriormente
de modelos y se adoptaron de forma muy generalizada.22
Y ello tanto más por cuanto que los escritores hallaban fácilmente
en la historia antigua, en lo que mejor conocían y lo que más frecuen­
taban, bellos ejemplos de la familiaridad del príncipe con el hombre de
arte. Invocaban a cada paso las relaciones privilegiadas entre Alejandro
y Apeles. Del mismo modo que Alejandro había rechazado todos los
retratos excepto el de Apeles, igualmente Filippo Maria Visconti, «que
no quería que nadie le hiciera un retrato», se dejó convencer para con­
fiárselo a Pisanello que lo hizo «con un arte admirable ... y el parecido
era tan perfecto que parecía respirar»P Otras reminiscencias litera­
rias de ese género contribuyeron a forjar famas que queremos creer que
nacieron de apreciaciones espontáneas.
De todo ello se obtiene claramente la idea de que el artista de corte
se proclamó y se autoafiimó como hombre fuera de lo corriente; miem­

22. M. Wamke, V Artiste et la Cour ..., p. 46.


23. Ibid., pp. 52-53.
LOS INVENTORES DEL RENACIMIENTO 57

bro de la familia del príncipe, sirve a su gloria y. recoge naturalmente


una parte de esa gloria. Y a Giotto se había colocado en persona en la
serie de Hombres ilustres que? hacía figurar en una de las paredes del
castillo real de Nápoles. Más tarde se podía ver a Benozzo Gozzoli en­
tre los personajes del séquito de los Reyes Magos de la capilla del pala­
cio Médicis en la vía Larga de Florencia; y, posteriormente, aparecía
Mantegna en la Camera degli Sposi de Mantua. Vasari pensaba adornar
una de las nuevas salas del Palazzo Vecchio de Florencia con una vas­
ta composición en la que el duque Cosme y sus padres estarían rodea­
dos, no de sus consejeros y de sus capitanes de armas, sino de sus ar­
tistas preferidos, sobre todo pintores. Filarete, arquitecto y urbanista
particularmente original, autor del plano y de un proyecto muy minuT
cioso para una ciudad nueva dedicada a Francesco Sforza — la Sforzia-
da— , se imaginaba poblar la plaza principal con un gran grupo escul­
tórico en el que él mismo acompañaría al príncipe y a su hijo.24
De ese comercio de la Antigüedad, de esas ansias por referirse a
menudo a ella, todos esos escritores, los primeros en conceder elogios,
adquirieron un gusto inmoderado, una verdadera monomanía, por la
gloria: «Imponerse a la atención y a la admiración de sus contemporá­
neos era para ellos una necesidad enfermiza; y, puesto que las alaban­
zas que recibían no les parecían suficientes, no dudaban en hacer su
propio panegírico».25

Los HUMANISTAS, ORÁCULOS AUTOPROCLAMADOS DEL BUEN GUSTO

A partir de Petrarca y de Boccaccio, que habían abierto el camino


de una forma tan decisiva y que habían lanzado esa nueva moda, se
tomó por costumbre considerar que los humanistas eran jueces compe­
tentes, en lo referente a la creación artística, para decidir sobre todo sin
que su veredicto se cuestionara; lo observamos en el entorno de los
príncipes, tanto en Mantua como en Milán, y todavía más en Florencia
en la corte de Cosme el Viejo, ya no un simple ciudadano sino un «ti­
rano», un señor que reinaba sobre una clientela de fieles.
La conformidad con esas opiniones se impuso de una forma extra­
ña; la excelencia, el carácter ilustre de Giotto, de entrada, inspiraron

24. Vasari y Filarete citados por M. Wamke (L’Artiste et la Cour ..., pp. 138-139).
25. J. Guiraud, L'Eglise et les origines ..., p. 71.
EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

todo lo que se escribía sobre el arte y los artistas. Ese fue el caso de
Benvenuto Rambaldi, nacido entre 1336 y 1340,' erj la época de la
muerte de Giotto, que, al igual que Boccaccio, se autodenomina exege-
ta de Dante ( Commentum súper D antis^escrito en 1380); o el caso del
cronista Filippo Villani, autor de un Líber de origine Florentie (hacia
1400), obra escrita a la gloria de la ciudad, libro de propaganda políti­
ca en el que la evocación de Giotto, un pintor tan célebre, no es evi­
dentemente inocente; y es sobre todo el caso de tres artistas, autores a
su vez de tratados didáctico-históricos que son de hecho obras que, al
tiempo que analizan los problemas que plantea la,representación de la
naturaleza (y en particular la del cuerpo humano), magnifican algunos
destinos excepcionales: nos referimos a las obras de Cennino Cennini
(II libro delVarte, hacia 1370), Lorenzo Ghiberti (/ commentari, 1378-
1455), y Alberti (Della pittura, 1436). Toda esta serie de obras cada
vez más eruditas debían hallar su mejor expresión, un siglo más tarde o
casi, en los trabajos de Alberto Durero (1471-1528) que, enriquecido
con aprendizajes diversos, tanto en Alemania como en Flandes y en Ita­
lia (sobre todo en Venecia en 1495 y luego en 1505-1507), escribió su­
cesivamente una Introducción sobre la forma de medir (1525), un Tra­
tado sobre las fortificaciones (1527), y los Cuatro libros sobre las
proporciones del cuerpo humano, publicados tras su muerte en 1538.
Se trata de obras verdaderamente técnicas, pero en las que el autor de­
cía claramente que, según él, esas artes y prácticas perfectamente do­
minadas antaño por los griegos y romanos fueron «devueltas a la luz
tras haber estado perdidas durante mil años».16
Paralelamente a esos trabajos de profesionales, se afirmaba y gana­
ba un gran renombre un género literario pseudohistórico directamente
inspirado en la Antigüedad y muy exactamente en las Vidas ilustres de
Plutarco; este género se puede ilustrar con De viris illustribus de Bar-
tolomeo Fazio (1456) y, de nuevo cien años más tarde, por las Vidas de
Vasari (1550),27

Esa literatura erudita, obra de autores de una gran cultura, amplia­


mente distribuida en su tiempo y en distintos medios, no podía menos
que imponerse y proponer modelos. El resultado no consistió solamen­

26. E. Panofsky, «Dürers Stellung zur Antike», Jahrbuch fiir Kunstgeschichte


(1921-1922) (trad. ing. en Meaning in the Visual Arts), pp. 236 y ss.
27. G. Vasari, Les Vies ...
LOS INVENTORES DEL RENACIMIENTO 59

te en forjar o servir a determinadas reputaciones, o en cantar los méri­


tos de algunas personas, sino también en afirmar ideas claramente defi­
nidas sobre la evolución de la producción artística. A esa literatura le
debemos los principales caracteres que reconocemos generalmente en
el Renacimiento.
Para esos autores, no cabe ninguna duda de la existencia de una
ruptura. Todos están de acuerdo en ese punto, Boccaccio habla del ge­
nio de Giotto que «devolvió a la luz ese arte que durante tantos siglos
había sido ocultado bajo los errores de algunos».28 Él fue «el primero
que, por su arte y su genio , comenzó a' volver hacia la representación
exacta el arte envejecido de la pintura que, como consecuencia de la ig­
norancia de los pintores, se había pervertido y extraviado y, por decir­
lo de alguna forma, se había alejado puerilmente de la realidad» 29 «Era
tal su excelencia que no había nada de lo que produce la naturaleza,
madre y operadora de todas las cosas en el curso de la perpetua revolu­
ción de los cielos, que él no pudiera pintar con el estilete, la pluma o el
pincel, y con tanta veracidad.»30 Regreso a la naturaleza, admiración
poruña habilidad desconocida desde hacía mucho tiempo, superioridad
técnica de los artistas de ese tiempo en comparación con los de los
tiempos de la «ignorancia»...
El «regreso a lo antiguo» o el «regreso a los clásicos» que nos pa­
rece la esencia misma del Renacimiento, no se invocó hasta un segun­
do período, casi un siglo más tarde, esta vez no por parte de los pinto­
res, sino por parte más bien de los escultores y los arquitectos. Hacia
1460 Filarete descubrió las bellezas de los edificios levantados por los
florentinos «a la manera antigua» y renegó inmediatamente de todo lo
que había visto o incluso concebido hasta entonces. Esos palacios flo­
rentinos le hacían pensar constantemente en «esos nobles edificios que
se hallaban antiguamente en Roma y en los edificios de Egipto que co­
nocemos gracias a nuestras lecturas».31 El precursor habría sido, en ese
campo, Brunelleschi, que «había resucitado la antigua forma de cons­
truir», que «supo estudiar y recuperar la manera excelente y el gran arte
que los antiguos demostraron al levantar paredes, así como sus propor­
ciones armoniosas, elegantes y sobrias a la vez, llevadas a cabo sin ex­

28. Boccaccio, Decamerón, VI,>5.


29. F. Villani, De Origine civitatis Florencie eiusdam famosis civibus, G. C. Ga-
Iletti, ed., Florencia, 1847.
30. Cf. supraynota 28.
31. Filarete, Trattato d'archittetura, A. Finale, ed.v2 vols., Milán, 1972.
60 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

cesos o errores», y que «había hecho renacer esa forma de construir


edificios que se denomina a la romana y ala antigua ... mientras que
antes que él todos esos edificios era alemanes y modernos».32 En 1480
Cristoforo Landino exaltaba, por primera vez, a un maestro escultor,
Donatello, por su maestría en la traducción de la actitud y los movi­
mientos, en lo que le parecía ver una demostración de un regreso, tam­
bién en ese campo, a las formas y maneras de los antiguos.33
No fue hasta ese momento, o sea ciento cincuenta años después de
que Petrarca hablara de Giotto, cuando la admiración por el regreso a
las formas e inspiraciones antiguas se unió a la admiración por la habi­
lidad en la reproducción de la naturaleza. Las dos ideas fundamentales
del Renacimiento surgieron y, consiguientemente, se impusieron de
una forma desigual según la naturaleza de las obras y por razones dis­
tintas. Hacia finales del siglo xv , las dos corrientes acabaron pór unir­
se en algunos autores, pero no en todos.

¿ U n a s im p l e p r o p a g a n d a ?

Por la comuna

El artista que volvía a su ciudad natal después de haber realizado


trabajos en la corte que le garantizaban la fama, se ponía al servicio del
municipio, o de una facción de él, o en todo caso de una comente de ideas.
¿Debemos ver en ello el origen de una fuerte comente de inspira­
ción municipal, o incluso directamente partidista, que, en esa época,
utilizaba las composiciones pictóricas que se ofrecían a la admiración
de las masas para servir a quien se hallara en el poder en aquel mo­
mento, para celebrar sus logros y poner a los enemigos en la picota?
Tales intenciones no podrían aparecer de una forma más clara de lo que
lo hacen en Siena, en el Buen y Mal Gobierno de Ambrogio Lorenzet-
ti, o en Perugia, en las composiciones políticas del palacio munici­
pal.34 En todo caso, los florentinos, liberados de la tiranía de Gautier de
Brienne en 1343, encargaron rápidamente a Giotto que pintara, en la to­

32. Ibid. y A. Di Tuccio Manetti, Vita di Filippo di ser fyrunellesco, Florencia,


1927, pp. 18-19.
33. E. Panofsky, La Renaissance p. 24.
34. J. B. Riess, Political Ideáis in Medieval Arts. The frescoes in the Palazzo dei
Priori di Perugia (1297), Michigan University Press, 1981.
LOS INVENTORES DEL RENACIMIENTO 61

rre del Palazzo del Bargello, una escena edificante en la que apareciera
Gautier de Brienne rodeado de «numerosos animales tan voraces como
él mismo».35 Esas imágenes de infamia, evidentemente más elocuentes
que las sentencias de condena y de destierro que simplemente se leían
en la plaza pública o que se grababan sobre la pietra del bando, eran
parte de una política, de la lucha por el poder. El artista hacía su apor­
tación a esa lucha; no sólo obtenía beneficios materiales de un encargo,
sino también una posición ventajosa dentro de la ciudad, así como con­
sideración y fama.
f

Contra la barbarie del norte

El regreso a lo antiguo atestigua la misma voluntad polémica y se


inscribe igualmente dentro de un contexto político deliberado, valién­
dose de una corriente nacionalista no disimulada. Se trataba de exaltar
el genio romano del pasado y, consiguientemente, la herencia que las
ciudades de Italia, y Roma en primer lugar, creían haber conservado;
una herencia desgraciadamente alterada durante siglos por una gran
cantidad de aportaciones extranjeras poco dignas de estima. Después
de Petrarca y de sus invectivas contra los papas de Aviñón, los cronis­
tas y los biógrafos de los artistas afirmaron claramente sus intenciones
y no se privaron de criticar lo que se había hecho tras la caída del Im­
perio romano: era la expresión de un combate cultural que echaba las
culpas a todos los enemigos, reales o supuestos, de la Roma antigua. Y
eso quizá al precio de algunas curiosas distorsiones y utilizaciones de
testimonios, o bien de graves errores de interpretación.
Los ataques lanzados entonces de forma a menudo virulenta apo­
yaron, pues, la condena de los tiempos «oscuros», los que hoy denomi­
namos Edad Media. Esos ataques se dirigieron generalmente en dos di­
recciones.
De entrada contra los bárbaros, gente del norte que, desde los go­
dos a los lombardos, habían destruido Roma, su paz, sus instituciones
y su civilización. De ahí viene, y de un modo más bien paradójico, el
favor que esos humanistas le concedieron a Carlomagno, rey de los
francos aunque feliz y merecido vencedor de los lombardos. Un escri­

35. G. Villani, Crónica, F. G. Dragomán ni, ed., 3 vols., Florencia, 1847, lib. XH,
cap. 34.
62 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO )

tor como Gianozzo Manetti (1396-1459), autor del tratado De dignita-


te et excellentia hominis, atribuía alegremente a Carlomagno, nuevo
emperador tanto «romano» como germánico, una renovación de las
formas arquitectónicas que, para la circunstancia, databa unos cuantos
siglos antes.36
Para todos, dejando a parte la época de Carlomagno, la desapari­
ción del Imperio romano anunciaba una larga era de decadencia provo­
cada inevitablemente, en la propia Italia, por la invasión dé formas y
tradiciones bárbaras, de pueblos que — y esa es una de las articulacio­
nes esenciales de la argumentación— no sabían nada o casi nada de ar­
quitectura; esas gentes no eran más que albañiles (muratori), orfebres o
pintores, y construían los edificios a su modo. Bajo su influencia se co­
menzaron a construir en Italia iglesias y palacios en forma de taber­
náculos y de incensarios... según esa moda llegada del otro lado de los
Alpes de la mano de los alemanes y los franceses.37
Todo el mundo se esforzaba en denigrar esas formas. En una carta
dirigida al papa Médicis León X y atribuida a artistas tan célebres en su
tiempo, y sin duda igualmente sagaces, como Rafael y Baltasar Casti-
glione, hallamos estupefactos una explicación del arco apuntado, de in­
vención nórdica. Según esa explicación, los bárbaros habrían empleado
de entrada, para la construcción de sus edificios, «árboles vivientes cu­
yas ramas estaban encorvadas y unidas en lo alto». De ahí ese arco tan
particular que esos artistas italianos y sus amigos humanistas conside­
raban, en el plano estético y quizá también en el plano técnico, muy
inferior al arco de medio punto: algunos afirmaban que esos perfiles
apuntados eran menos sólidos, menos resistentes a los empujes que los
arcos construidos a la antigua, es decir, «a la romana».38 Un erudito
lombardo no dudaba en calificar todo estilo gótico, inspirado en el nor­
te, de incredibile galliche fo lie.39
Los autores italianos acreditaron así la idea de una «barbarie» que,
desde el final del Imperio romano y hasta sus días, habría trastornado,
destruido o envilecido constantemente la herencia de una civilización
brillante, la de la Roma antigua. De ahí llegó la llamada a un regreso a
lo clásico que otros, recuperando ese espíritu mucho más tarde, deno­

36.Manetti, Vita d i pp. 78 y ss.


37.Filarete, Trattaio .... XIII, p. 428.
38.E. Panofsky, La Renaissance ..., p. 26.
39.M. Borsa, «Pier Candido Decembrio e rUmanesimo in Lombardia», Archivio
Storico Lombardo (1893).
LOS INVENTORES DEL RENACIMIENTO 63

minaron Renacimiento. Todo lo que procedía del otro lado de los Al­
pes, todo lo «aleipán» (los teóricos humanistas escribían más bien te-
deseo que goiicó), se podía rechazar como bárbaro y decadente.

Contra los griegos de B izando

Los mismos autores humanistas y críticos de arte procuraban ha­


blar poco de la herencia griega que aparentaban conocer mal o despre­
ciar. Cubrían de silencio siglos enteros cargados de historia y numero­
sos monumentos insignes. ¿Se trataba de una mala información, de
ignorancia, o acaso la documentación era todavía demasiado escasa?
Sin duda nada de eso... Los testimonios de la civilización griega se co­
nocían perfectamente en Occidente, y particularmente en Italia, gracias
a todo tipo de intercambios, de informes, de viajes de mercaderes o de
intelectuales, y gracias a una gran cantidad de contactos humanos.
Desde los últimos años del siglo XIV, numerosos eruditos, filósofos
y hombres de letras llegados de Constantinopla o de Creta enseñaban la
lengua, la literatura y la filosofía de la Grecia antigua en las ciudades de
Italia; Crisolora, «noble y letrado de Constantinopla», obtuvo una cáte­
dra de griego en la Universidad de Florencia en 1396, y Jorge de Trebi-
sonda, encargado de la enseñanza en la escuela de la cancillería ducal
de Venecia, dedicó al dux su traducción de las Leyes de Platón. Las vi­
sitas a Occidente de los dignatarios de la iglesia oriental, las de los pro­
pios emperadores, y las largas estancias del patriarca, de los obispos y
teólogos de la iglesia ortodoxa durante el concilio para la Unión de las
Iglesias (1438-1439), habían ampliado y profundizado esos contactos.
En Venecia, y luego en Ferrara y sobre todo posteriormente en Florencia,
esos griegos hicieron admirar durante muchos meses su liturgia, parti­
ciparon en interminables debates, y desfilaron en largas procesiones
por la ciudad. Muchos de ellos permanecieron en Roma al servicio del
papa; Bessarion, arzobispo de Niza, se convirtió en cardenal de la igle­
sia romana, legado pontificio en Alemania, y cedió su magnífica bi­
blioteca traída de Oriente a la ciudad de Venecia.
En 1430-1450, precisamente en el momento en que los humanistas
italianos disertaban sobre la excelencia de los artistas que eran «gran­
des imitadores» de Roma, Ciriaco de Ancona, mercader, viajero y hu­
manista, multiplicó sus investigaciones en el mundo griego, desde Ate­
nas a Asia Menor y a las islas del Egeo. De sus expediciones a veces
>64 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

arriesgadas, de sus visitas a numerosos yacimientos arqueológicos cé­


lebres, ese pionero infatigable regresába con numerosos objetos «cu­
riosos» que luego regalaba... o con los que comerciaba; pero también
redactaba informes de excavaciones y de observaciones.40
Se trata claramente de un rechazo. La exqlusiva en favor de Roma
resulta de una actitud deliberada para dejar Grecia a un lado y, en defi­
nitiva, de una toma de. posición guiada por intenciones propiamente po-
’ líricas, reflejos una vez más de un sentimiento ampliamente compartido
que buscaba sus raíces en un pasado antiguo y que se había consolida­
do en el transcurso del tiempo. Para los hombres de Occidente y en Ita­
lia de una forma más virulenta que en los demás lugares, Grecia no era
la madre de Roma sino la enemiga. Los caballeros de Occidente se con­
sideraban herederos de los troyanos masacrados por los griegos. Roma
nació del exilio de Eneas. En la época de las Cruzadas, esa hostilidad,
agravada todavía más por el cisma oriental, se hizo evidente. La toma
de Constantinopla en 1204 por parte de los cruzados procedentes de
Champagne, Borgoña y Flandes, con la poderosa ayuda de los venecia­
nos, de sus naves y de su maquinaria de sitio, no fue en absoluto una
desviación sino que, al contrario, se inscribe dentro de una serie de en­
frentamientos. La proclamación de un emperador franco y de un pa­
triarca veneciano en Constantinopla marca simplemente el fin de un
largo proceso de conflictos entre dos mundos antagónicos; conflictos
que se alimentaban a menudo de deseos de revancha por antiguas que­
rellas.
Las perfecciones de la Grecia antigua se ignoraron voluntariamen­
te. Hablar de griego, de maniera greca, equivalía, para nuestros auto­
res de Italia, a evocar no el arte del tiempo de Pericles sino el arte de
Bizancio y de sus provincias. Todo lo procedente de Bizancio parecía
malo y despreciable; los nuevos griegos eran «tan bastos y groseros
como los antiguos habían sido hábiles y competentes».41 La expresión
maniera greca solamente se empleaba para designar obras de un estilo
pasado de moda, anticuado, sin interés real. Se cumplimentaba a Giot-
to por haber «devuelto el arte de la pintura del griego al latín y por ha­
ber dado luz de ese modo a un arte nuevo».42 La misma opinión iba a

40. J. Colin, Cyriaque d'Ancóne, París, 1981.


41. Ghiberti, I Commentari, J. V. Schlosser, ed., Berlín, 1912, pp. 5-6.
42. Cennino d1Andrea Cennini Da Colle Di Val d’Elsa, II libro delV arte, D. V.
Thompson, ed., New Haven, 1893, II, p. 2.
LOS INVENTORES DEL RENACIMIENTO 65

prevalecer durante siglos, igualmente deliberada, y en definitiva igual­


mente sectaria: según Vasari (1550), las artes comenzaron a rebrotar1
desde el momento en que se renunció a imitar a «los griegos» (es decir,
a los artistas de Bizancio).

En definitiva, esos escritos, didácticos o biográficos, que sin duda


forjaron la idea de una ruptura decisiva con el pasado y que, por consi­
guiente, contribuyeron ampliamente a difundirla y a acreditarla, pare­
cen estar en una feliz armonía con su tiempo; se insertan en él a la per­
fección. Son las obras de hombres comprometidos, que se esforzaron
por servir a una empresa, a una fama: manifestaciones de un naciona­
lismo que quiere excluir todo lo que recuerda a las influencias extran­
jeras; que no ignora sin duda la existencia de otros focos artísticos que
el suyo, pero que se niega a darlos a conocer, e incluso los cubre de un
rudo desprecio. Esos humanistas, e incluso esos artistas-escritores,
que evidentemente sabían muy bien lo que se hacía en otros lugares, que
recibían noticias y visitas, solamente hablaban de buen grado de los ita­
lianos, romanos y toscanos sobre todo; y nunca, o raramente, de los
flamencos, los alemanes o los franceses. Ello es el reflejo claro de un
apriorismo. Nosotros hemos aceptado su herencia y, quizá'incons­
cientemente, hacemos nuestros juicios de valor manchados de parcia­
lidad.
Se mezclan el nacionalismo, un espíritu exclusivista en algunos
casos, el servicio del príncipe para muchos, pero, al mismo tiempo, el
placer de considerarse miembro de un círculo de iniciados. Esos autores,
que seguimos generalmente como si fueran oráculos, no fueron muy nu­
merosos; no escondían su deseo de desmarcarse de los hombres corrien­
tes. A menudo, osaban erigirse en los únicos capaces de contemplar y de
juzgar obras de más difícil acceso que las imágenes «vulgares» que se
ofrecían a las masas de creyentes; las obras que gozaban del favor de los
sabios se cargaban de símbolos esotéricos y, en todo caso, seguían re­
glas de composición rigurosas que sólo podían descubrir los espíritus
superiores. Boccaccio no dejó de denunciar los errores de los pintores
anteriores a Giotto «que pintaban para agradar a los ojos de los igno­
rantes y para ganar dinero más que para satisfacer la inteligencia de los
sabios».43 Y, se decía, el mérito de Giotto fue precisamente haber dibu­
jado una Virgen «cuyas bellezas confunden a los maestros del arte pero

43. Boccaccio, Decamerón, VI, 5.


66 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

que los ignorantes.no pueden captar», La inteligencia triunfa por encima


de la ignorancia: he aquí un tema preferido de esos cenáculos...
Durante casi dos siglos (entre 1350 y 1550 aproximadamente), en el
transcurso de esa larga gestación que conoció la afirmación de juicios
definitivos que recuperamos ahora por nuestra cuenta, las intenciones
políticas y los esnobismos de intelectuales ligados por amistad, por in­
terés o por connivencia, se unieron y afianzaron para trenzar coronas y
establecer famas. No fue en definitiva nada excepcional: este proceso
es muy corriente en todos los tiempos. Pero en este caso, que tanto éxi­
to ha tenido, no traduce en absoluto un amplio consenso y las eleccio­
nes solamente representan el parecer de un grupo restringido, a fin de
cuentas sin mandato ni competencias particulares, que, en algunos me­
dios elitistas, se autoatribuyó la capacidad de juzgar mejor que los de­
más hombres de su tiempo.
4. EL RENACIMIENTO, GÉNESIS DE UN MITO

E n BUSCA DE LAS PALABRAS: LAS INCERTIDUMBRES

La historia de una reputación nunca es fácil de seguir. La fama vin­


culada a esa producción artística calificada de «Renacimiento», muy
extendida en el tiempo, a menudo apreciada de formas diversas y a ve­
ces caótica en sus manifestaciones, todavía no puede, a pesar de un nú­
mero considerable de artículos críticos o de exégesis, apoyarse sobre
jalones sólidamente plantados.
En ese campo de la investigación, el examen de las palabras mere­
ce sin duda una atención especial, puesto que esas palabras, ya sean
lanzadas por el azar de una pluma o bien escogidas deliberadamente,
conllevan a la fuerza un mensaje y acaban por suscitar una convicción.
En la época de los humanistas italianos no existía una gran preocu­
pación por definir de una forma rigurosa, ampliamente seguida por to­
dos, esa época de gran renovación que ha sido objeto de tantas alabanzas.
En ese campo, la utilización de las palabras estuvo durante mucho
tiempo cargada de incertidumbres, y en la época de Vasari seguía rei­
nando una enorme confusión que ni él mismo logró aclarar. La palabra
«moderno» designaba según algunos el período que nosotros denomi­
namos mediéval, y por lo tanto el período del oscurantismo por oposi­
ción a lo antiguo; según otros, en cambio, lo moderno se aplicaba a los
tiempos de la luz, es decir, a partir de Giotto. Antico podía referirse al
pasado romano, pero también a un pasado más reciente. Vasari quería
distinguir la maniera antica, la de la Antigüedad, de la maniera greca,
que no era la de los griegos antiguos sino la de los bizantinos; y esa ma­
niera greca correspondía, en el campo de la pintura, a la maniera te-
desca en lo referente a la arquitectura. De ese modo seguían existiendo
incertidumbres o ambigüedades, y algunas palabras, especialmente la
palabra «moderno», acabaron por ser simplemente incomprensibles.
68 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

Más de doscientos años después de Petrarca y de Boccaccio, y aunque


tenía la ventaja de una notable perspectiva en el tiempo, Vasari tuvo
que lanzarse a diversas acrobacias y tuvo que usar rodeos que no for­
zosamente aclaraban más las cosas: que lia maniera moderna, o todavía
mejor, que lia terza maniera che noi vogliamo chiamare la moderna
Ninguna palabra clave logró imponerse. La única preocupación con­
sistía, pues, en evitar confusiones al acumular precisiones en la escritura
que, naturalmente, hacían el discurso más farragoso: buona maniera mo­
derna lindaba con buona maniera moderna greca antica, o incluso con
moderno glorioso. Si Vasari escribió, parece ser que solamente en una
ocasión, rinascita delV arte, lo hizo a vuelapluma, para expresar una ad­
miración, un juicio de valor, sin ninguna otra intención. La palabra Re­
nacimiento no aparece en los textos italianos hasta finales del siglo xvi.
Hasta entonces, solamente hallamos una expresión similar, y dentro de
un contexto particular, en un esbozo de los Cuatro libros... de Durero, es­
crito en 1532; la palabra es exactamente Wiederwachsung y se hace difí­
cil precisar a qué se refiere. ¿Se trataba de un regreso a las fuentes? ¿O
bien de un resurgimiento?45
Posteriormente, en Inglaterra, en Alemania y en Francia, nos halla­
mos ante una floración de palabras diferentes, inciertas o ambiguas, que
insisten sobre todo en el concepto de despertar, en la calidad y la admi­
ración que deben inspirar, sin querer, de ningún modo, calificar una
época entera ni tan sólo una escuela artística en su conjunto. En la déca­
da de 1670, un autor francés, biógrafo de los «artistas antiguos y mo­
dernos», seguía todavía a Vasari e investigaba sus palabras; escribía que
en Italia, en la época de los humanistas, el arte «se había renovado», se
había «puesto al día» y, en definitiva, que a partir de Cimabue y de Giot-
to «la pintura comenzó a renacer».46 Lo cual no significa gran cosa...

¿ U n l a r g o s il e n c io ? ¿ U n l a r g o o l v id o ?

De hecho, la idea de un Renacimiento tal como lo concebimos en


nuestros días, para designar no la novedad particular de una obra defi­

44. Enfoque muy interesante de E. Panofsky, La Renaissance pp. 33-34.


45. Ibid. y p. 50, nota 93.
46. Félibien des Avaux, Entretien sur les vies et sur les ouvrages des plus excellents
peintres anciens et modernes, 5 vols., París, 1666-1668. Citado por W. K. Ferguson, La
Renaissance..., p. 69.
EL RENACIMIENTO, GÉNESIS DE UN MITO 69

nida, sino el conjunto de la producción artística y luego literaria o in­


cluso filosófica de una época y, finalmente, esa época en sí mjsma, do­
tada de una personalidad propia, es una creación muy tardía. Esa idea
no se consolidó hasta los años 1830-1850.
Así, en el momento en que se impuso en la lengua y en los espíritus
ese Renacimiento como una realidad verdaderamente histórica, habían
pasado más de cinco siglos desde la época en la que los autores de cor­
te de Italia se habían esforzado por acreditar la idea de vivir unos años
excepcionales, en total ruptura con un pasado de oscurantismo y de me­
diocridad, En el transcurso de ese larguísimo intervalo, las conviccio­
nes y las teorías de esos humanistas italianos no siempre gozaron de tal
fortuna. Al contrario. Entre la época en que Petrarca o Boccaccio en­
salzaban las excelencias de Giotto, y el Renacimiento de los libros de
historia del arte del siglo xix, se intercalan largos olvidos, cuestiona-
mientos o como mínimo dudas.
Es cierto que todavía dos siglos después de Petrarca, Vasari recu­
peraba por su cuenta, en sus Vidas de artistas ilustres, las afirmaciones y
los juicios de valor de sus predecesores. Ese sentimiento era entonces
ampliamente compartido en los distintos países de la Europa occiden­
tal, o en los más próximos por lo menos; los países que por las corrien­
tes comerciales o por los avalares de la guerra mantenían una relación
habitual con Roma o Florencia; los países que todavía no manifestaban
un nacionalismo muy marcado y que aceptaban esa forma de depen­
dencia. Los artistas italianos eran apreciados, solicitados y acogidos de
buen grado en la corte de Francia y en las ciudades de Castilla; algunos
se instalaron en el extranjero y conocieron una gran fama, mantenien­
do con su sola presencia, y con sus obras o sus escritos, esa reputación
que nadie a su alrededor osaba poner en tela de juicio.

La época de las «luces»: Roma ante todo

Los historiadores o «filósofos», los arquitectos y los que ya podría­


mos calificar de críticos de arte de la época «clásica», tanto en Inglate­
rra como en Francia, no dejan de manifestar sus gustos y de marcar sus
preferencias, o sus rechazos en todo caso. Todos, exceptuando muy ra­
ras excepciones, expresan juicios muy duros sobre ese arte medieval
que califican generalmente de gótico. Sus observaciones, inapelables,
eran exactamente las mismas que las de los humanistas italianos de an­
EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO
70

taño. No se cansaban de recordar que ese arte mediocre, eminentemen­


te «bárbaro», había nacido sobre las cenizas de Roma, de su imperio,
de su civilización; era un arte de conquistadores, impuesto por tribus
casi primitivas que pisoteaban culturas infinitamente superiores a las
suyas:

Tras la irrupción y la invasión por parte de esos puebios feroces lle­


gados del norte y de los moros y de los árabes llegados del sur y del este,
que asolaron el mundo civilizado, en todas partes donde se establecieron
comenzaron a corromper ese arte noble y útil de los romanos; y, en el lu­
gar de aquellos bellos órdenes ... elevaron pilares débiles y mezquinos,
o más bien gavillas de picas y de otros elementos incongruentes desti­
nados a soportar pesos desmesurados.

Los mismos autores nos decían también que los maestros albañiles
de esos tiempos de barbarie,

aunque no estaban desprovistos de una gran habilidad técnica ... deso­


rientaban la vista más que llenarla y no producían un placer razonable...
dispersaban y dividían el ángulo de visión y lo confundían tanto que no
se puede deliberar, ante tan poca consistencia, por dónde comenzar y
por dónde acabar, alejándose de ese aire noble y de esa grandeza ... que
los Antiguos habían establecido con tanta conveniencia y excelencia,47

Por su parte, Montesquieu escribía que, en esa arquitectura gótica,


«la confusión de los ornamentos fatiga por su pequeñez... de forma que
disgusta por los elementos que precisamente se han elegido para hacer­
la agradable» y «que un edificio de orden gótico es una especie de enig­
ma para los ojos que lo ven», que «el alma se halla confusa como cuan­
do se le presenta un poema oscuro».48 Y Goethe confesaba, antes de
haber podido contemplar la catedral de Estrasburgo: «por lo que había
oído, yo era un enemigo declarado de las arbitrariedades de los orna­
mentos góticos. Bajo el concepto “gótico” acumulaba todos los errores
que se cometen generalmente sobre el sentido de ese término; m e,ve­
nían a la imaginación calificativos como indeterminado, desordenado,
antinatural, sin unidad o sobrecargado».49

47. J. Evelyn, Account of Architects and Architecture, 1697. Citado por A. O. Lo-
vejoy, Le G o t h i q u e pp. 10-12.
48. Montesquieu, Esquisse sur le goüt ... Citado ibid., pp. 18-19.
49. Citado ibid. p. 25 y p. 54, nota 20.
EL RENACIMIENTO, GÉNESIS DE UN MITO 71 ’

En la época de las Luces, o incluso del prerromanticismo, se impu-


* sq un sólido consenso; todos aquellos que se sentían autorizados para
decidir y todos aquellos que determinaban la moda, condenaban el arte
de la Edad Media. Sin embargo, no parece que, en esa misma época, los
expertos y los mecenas, o los escritores enterados de los gustos del mo­
mento, hayan cantado unánimemente ios méritos de los pintores o es­
cultores italianos, de Giotto a Leonardo, o de Donatello a Miguel Ángel.
Un gran número de franceses iba a Roma para aprender quizá otras téc­
nicas, o más bien para buscar otros temas de inspiración y sobre todo
otros decorados; pero aunque algunos por lo menos manifestaran un in­
terés pronunciado por lo «antiguo», por los paisajes y los marcos ar­
quitectónicos que evocaban reminiscencias literarias, no les vemos
apenas utilizar los modelos del Renacimiento.
Aunque los autores exaltaban entonces las bellezas y los genios de las
civilizaciones antiguas, de Grecia en particular, no hacían prácticamente
referencia a las artes de Italia del Trecento o del Quattrocento. Cuando La
Bruyère se felicita de que se haya «abandonado enteramente el orden gó­
tico que la barbarie había introducido en los palacios y los templos» y de
que se hayan «recuperado los órdenes dórico, jónico y corintio»; cuando
destaca que «han transcurrido tantos siglos antes de que los hombres ha­
yan podido volver, en las ciencias y las artes, al gusto de los Antiguos, y
recuperar en definitiva lo simple y natural»,50 está soñando con Francia y
con el siglo de Luis XIV, no con un Renacimiento italiano cuya existen­
cia parece ignorar o que no le parece digno de ser mencionado.
Las Vidas, escritas por Bartolomeo Fazio o por Giorgio Vasari, que
fueron tan célebres en la época de los grandes entusiasmos, ¿acaso se
han vuelto a publicar a menudo? La obra monumental de Vasari sola­
mente se podía dirigir a un público de curiosos perfectamente enterados
y su continuación exigía la certeza, o como mínimo la esperanza, de
obtener cierto éxito. Sin embargo, esas Vidas, cuya edición original en
su versión retocada y completada data de 1568, no se volvieron a edi­
tar hasta 1759, dos siglos más tarde: he aquí un largo silencio que po­
dríamos interpretar como un signo de indiferencia... La primera edición
francesa, por cierto incompleta (faltaban tres volúmenes), data de
1803; la alemana de 1832 y la inglesa de 1850-1853.
Es verosímil pensar que la preeminencia de esos italianos del Re­
nacimiento no se volvió a aclamar hasta muy tarde, durante los prime­

50. Ibid., pp. 19-20.


e d a d m e d ia y r e n a c im ie n t o
72

ros decenios del siglo xix. De alguna forma, se han redescubierto tras
un largo olvido. ,
Los signos aparentes de una toma de conciencia se limitan de en­
trada a palabras y a fórmulas. Los vemos surgir, al principio aislados,
luego más numerosos y, finalmente triunfantes, pero, como ocurre a
menudo en esos casos, seguimos siendo incapaces de datar su origen
exacto: ¿fueron acaso la iniciativa de un autor inspirado?, ¿la secreción
de un círculo de eruditos?, ¿o bien fueron fruto de una lenta madura­
ción, o de un simple azar?
Según Huizinga,51 la primera cita de la palabra Renacimiento se ha­
llaría en una novela de Balzac, Le Bal de Sceaux, escrita en 1830: la he­
roína, Émilie de Fontaine, «espiritual y nutrida de todo tipo de literatu­
ra ... discutía con soltura sobre la pintura italiana y flamenca, sobre la
Edad Media o sobre él Renacimiento». La intención parece clara: se
trataba de calificar un período histórico, un conjunto de obras. Que Bal­
zac se expresara de ese modo sin ninguna precaución en una novela
destinada a un público amplio, implica que la idea o incluso el uso de
esa palabra ya se habían consolidado más allá de unos pocos cenáculos
de críticos.
¿Se trataba de una invención francesa y, en este caso, parisiense? El
novelista inglés Anthony Troilope (1815-1882), en una de sus primeras
obras, habla del «estilo del Renacimiento, tal como los franceses quie­
ren denominarlo» (Summer in Britanny, 1840).52 En todo caso, esa pala­
bra se impone a partir de entonces en todos los países y en todos los- re­
gistros de la escritura. El pastorcillo, «bello como un san Juan Bautista
de los pintores del Renacimiento», de George Sand aparece como un cli­
ché que todo el mundo reconoce y acepta. Luego fueron Ruskin (Stones
o f Venice, 1851), Michelet (La Renaissance, 1855), y finalmente las
obras decisivas de Jacob Burckhardt (1819-1897) que, en 1867, adoptó
la palabra francesa sin tan siquiera buscar una traducción: D ie Kultur
der Renaissance in Italien y Geschichte der Renaissance in Italien.
Esos son, para ceñimos a los más representativos, los hitos de un
proceso que acabó por crear un concepto. El detalle de las distintas co­
rrientes de influencia, de las génesis y de los refuerzos, el papel de
las personalidades o de las escuelas filosóficas no se disciernen con fa­

51. J. Huizinga, «Das Probleme der Renaissance», en Wege der Kulturgeschichte,


pp. 89 y ss.
52. E. Panofsky, La Renaissance p. 41, nota 11.
EL RENACIMIENTO, GÉNESIS DE UN MITO 73

cilidad.53 Sin embargo, dos puntos merecen estudiarse con mayor dete­
nimiento: por un lado, el hecho de que ese nuevo entusiasmo por ese
arte italiano, lejos de ser compartido por unanimidad, entraba en com ­
petencia con otras modas, otras simpatías y en particular con un nuevo
interés por el gótico medieval, interés que sostenía cierta nostalgia «ro­
mántica» o un nacionalismo muy consolidado; y por otro lado, la pre­
gunta de si los alegatos en favor de ese Renacimiento italiano estaban
verdaderamente generados por una admiración fuerte y exclusiva hacia
las obras, o más bien por una disposición de espíritu que les llevaba a
identificarse con los hombres de esa época, o en todo caso con la ima­
gen que se hacían de ellos.

El neo gótico, expresión de los nacionalismos (siglo xvui)

Desde el decenio de 1700, en los países del norte y más concreta­


mente en Inglaterra y en Alemania, aunque también en menor medida
en Francia tanto en la corte como en las ciudades, los hombres de letras,
aristócratas o burgueses, demostraban un gran interés por las formas
del gótico, de lo «medieval». Ese redescubrimiento (gothic revival) pa­
rece muy anterior al descubrimiento del Renacimiento y fue sin duda
apreciado por un amplio público durante varias generaciones. El arte
gótico, sobre todo en sus aspectos arquitectónicos y ornamentales, tan
duramente vilipendiado tan sólo poco tiempo antes, recibía ahora todo
tipo de favores. En 1720-1730 ese movimiento ya se había manifesta­
do en algunos aspectos en Inglaterra, de entrada en el mobiliario, los
decorados de las ventanas y las puertas, las dependencias (caballerizas,
graneros, bodegas) de las casas señoriales, y hasta en una «sala de billar
gótica» y una «arena gótica destinada a las luchas de gallos». Algunos
años más tarde, los lores ingleses mandaban restaurar sus castillos en el
mismo estilo. En 1742, Batty Langley (1696-1750) publicaba una pri­
mera obra (Anden Architecture Restaured) en la que emprendía la ta­
rea de conciliar, mediante un proceso curioso pero con algunos argu­
mentos interesantes, el arte medieval con los órdenes antiguos; en 1747
salía de la imprenta su Gothic Architectural Improved by Rules and
Properties que citaba los nombres de ciento catorce «bienhechores de

53. W. K. Ferguson, La Renaissance ..., en particular los últimos capítulos, pp. 128
y ss.
74 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

la restauración de la arquitectura sajona»; aquí, el abanico sociál, des­


de los duques y condes hasta los simples artesanos, atestiguaba una
moda sólidamente implantada. Langley se atrevía a escribir que «los
mejores edificios góticos superan con mucho en magnificencia y en be­
lleza todo lo que habían hecho los griegos y los romanos». Otros auto­
res, aficionados instruidos, a menudo terratenientes y propietarios de
parques y jardines, siguieron,con entusiasmo los encantos y los méritos
de ese gótico medieval, proclamándolos en contra de un conformismo
«clásico» que había sido aceptado durante tanto tiempo; son los casos
de Sanderson Miller (1716-1780) y William Shenstone (1714-1763).
Esa fuerte corriente, animada sin duda por un nacionalismo apenas
moderado, y consiguientemente por un regreso a todo lo que podía evo­
car un fondo «sajón», se apoyaba también sobre un gusto pronunciado
por la naturaleza más o menos controlada, por las grandes frondosida­
des, los jardines y las rocallas, por las minas y las grutas. Un gran nú­
mero de historiadores, preocupados por mostrar los orígenes, según
ellos «bárbaros», de ese arte gótico, afirmaban de buen grado que los ar­
quitectos de la Edad Media se habían inspirado constantemente, tanto
en lo referente a las estructuras como en lo referente a los ornamentos
de sus edificios, en los grandes bosques de los países de sus antepasa­
dos. Ya en 1724 William Stukeley (1687-1785), animador de la Society
of Antiquarians, apasionado del druidismo, que mandó hacer vidrieras
góticas en un templo consagrado a la diosa Flora situado en su jardín, ci­
taba, como un perfecto ejemplo de bellos ornamentos arquitectónicos,
el claustro de la catedral de Gloucester, «puesto que se había tomado la
idea de una avenida de árboles, cuyas copas entrelazadas se imitan en
las bóvedas de una manera curiosa». William Warburton (1698-1779),
obispo de esa misma catedral, analizaba con mayor profundidad y no
dejaba de invocar las herencias decisivas de un pasado bárbaro:

esos pueblos nórdicos estaban acostumbrados a adorar a la divinidad en


el corazón de los bosques ... Cuando su nueva religión exigió la cons­
trucción de templos, decidieron ingeniosamente hacer que se parecieran
a los bosques, tanto como les permitiera la distancia de la arquitectura ...
nadie ha contemplado jamás de forma minuciosa una avenida de grandes
árboles que entrelazan sus ramas en lo alto, sin que ello le haya hecho so­
ñar con la elevada perspectiva que ofrecen las catedrales góticas.54

54. A. O. Lovejoy, The first gothic pp. 33-35.


J EL RENACIMIENTO, GÉNESIS DE UN MITO 75

Para analizar las particularidades de ese arte gótico, para hallar en él


un sentido y distinguir sus influencias fundamentales, los ingleses del si­
glo xvni volvían, pues, con pocas variantes, a las teorías emitidas tres-
cientos o cuatrocientos años antes por los humanistas italianos respon­
sables de la idea del Renacimiento. Pero lo que para éstos no eran más
que objetos de burla y de desprecio, adquirió ahora virtudes nobles; y
esa forma de apreciar un arte esencialmente bárbaro siguió vigente hasta
los primeros decenios del siglo xix, cuando algunos comenzaron a ha­
blar de la superioridad del arte italiano del Trecento o del Quattrocento.
En Francia, en la época del redescubrimiento de los inestimables ta­
lentos de los pintores del Renacimiento, es decir, en los años 1810-1820,
no todas las miradas eran de admiración hacia Italia. Lejos de ello. Los
novelistas y los poetas, los dramaturgos de la era «romántica» francesa,
manifiestan a menudo un gusto pronunciado por los tiempos góticos,
por las arquitecturas y las decoraciones complicadas, por esas expresio­
nes de arcaísmo que, como en Inglaterra, parecen entonces el reflejo de
una cultura propia, no importada de allende los montes, sino casi «na­
cional». En cuanto a las influencias y a las lecciones llegadas del ex­
tranjero, estamos en el momento en el que los aficionados se interesan
apasionadamente por España y se contagian de una «hispanomanía»,
una moda reciente que se impone como una gran novedad. Los pintores
españoles parecían casi desconocidos todavía a principios del siglo xix.
El Joven mendigo de Murillo, comprado por Luis XVI en 1782, seguía
siendo la única obra española de las colecciones reales. Las telas captu­
radas por los ejércitos napoleónicos solamente se exponían en galerías
privadas o fueron restituidas en 1815. Pero a partir de 1816 Quillet pu­
blicó su Dictionnaire des peintres espagnols, y la misión del barón Tay-
lor, entre 1835 y 1837, que permitió abrir un Museo español en las salas
del Louvre, suscitó grandes entusiasmos; diversas colecciones puestas a
la venta se vendieron a precios elevados y se mandaron editar nuevos
catálogos.55 Al visitar los conventos de Castilla creyendo poder realizar
fructuosas adquisiciones, Théophile Gautier, víctima complaciente de
esa admiración, tuvo que constatar, triste y amargado, que los cuadros
más bellos ya habían desaparecido.56 Los autores, aficionados y críticos

55. I. Hampsel Lipschutz, Spanish Painting and the French Romantics, Harvard
University Press, 1972.
56. T. Gautier, Voyage en Espagne, J.-C. Berchet, ed., Gamier-Flammarion, París, 1981
(hay trad. cast.: Viaje por España, J. Batlló, Barcelona, 1985).
76 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

de arte dirigían entonces sus intereses y su admiración tanto hacia Espa­


ña como hacia la Italia del Renacimiento.
>

E l « h o m b r e d e l R e n a c i m i e n t o »: u n a m o d a , u n m a n if ie s t o

Es sin embargo en ese contexto cultural en el que nació y luego se


propagó en Europa la idea de una indiscutible superioridad de ciertos ar­
tistas italianos. Al principio, los responsables fueron algunos escritores
viajeros que se afirmaban capaces de distinguir los verdaderos valores
artísticos y que proclamaban muy alto sus veredictos. También en ese
caso se trataba de una cuestión de «escuela», y, como en la época de Pe­
trarca y de Boccaccio, de pequeños grupos que dictaban una moda ase­
gurando su fama.
Ya existía un germen de esa idea en algunos pasajes de la Historia
de la pintura en Italia, publicada en 1817 por Stendhal y firmada Sola­
mente con sus iniciales (H.B. = Henri Bey le). La obra, reeditada en
1825, esta vez bajo su nombre literario, y luego en 1834 y en 1854 tras
su muerte, no se presentaba como un estudio crítico original, fruto de
análisis personales o de investigaciones científicas. N o era más que la -
versión francesa de textos recogidos en sus visitas y lecturas; Stendhal
no lo escondía y convenía en que, «de veinte páginas, por lo menos die­
cinueve eran traducciones del italiano». Había sobre todo plagiado o
ampliamente copiado la Storia pittorica delYItalia de Luigi Lanzi, edi­
tada en 1789 y una notable obra de referencia.
Sin embargo, Stendhal iba, en unas pocas páginas, más allá de las
descripciones y de las biografías; su Historia está cargada de reflexio­
nes personales que le llevan a definir lo que denomina un «bello mo­
derno» y a indicar claramente sus preferencias. Habla de progreso, de
perfeccionamiento de la pintura, de Giotto a Leonardo da Vinci, y co­
loca efectivamente a Leonardo en una especie de cima jamás igualada,
consagrándole largas y entusiastas páginas. Su libro tuvo escaso éxito
y sólo halló un público reducido, aunque selecto y capaz de amplificar.
Esa admiración por una escuela, por una época, no se basaba úni­
camente en la calidad de las obras, en su inspiración antigua más o me­
nos afirmada, ni tan sólo en una perfección técnica cualquiera en la
representación de las formas y de las perspectivas. Para Stendhal y sus
semejantes, esos artistas del Renacimiento eran los testigos, o aun me­
jor, los símbolos, de una civilización y de un espíritu. La idea flotaba en
EL RENACIMIENTO, GÉNESIS DE UN MITO

el aire; para cierto número de autores, se trataba de una elección mani­


fiestamente subjetiva y, en el pleno sentido de la palabra» de una sim­
patía. Vivían con los héroes de esa época y se identificaban con ellos;
se deleitaban en crónicas, novelas, melodramas sombríos que a veces
>rayaban en lo ridículo, que describían asesinatos, venganzas, crímenes
con hierro candente o con veneno, raptos de monjas: en definitiva, pa­
siones exacerbadas, amores y celos. Los escritores más célebres habían
prestado su talento a esa literatura,, pura invención pero revestida1ge­
neralmente con un toque histórico tomado en Italia: Byron (Marino
Faliero en 1820 y los D os Foscari de 1821); luego Stendhal mismo
{Crónicas italianas), Balzac {Facino Cane y La confidencia de los
Ruggieri, ambas de 1836), y Victor Hugo (Lucrecia Borgia de 1833 y
Angelo, tirano de Padua de 1835). Estos cuentos extravagantes, teñi­
dos incluso de brujería y de magia negra, de crueldades malsanas, les
procuraban «un estremecimiento estético» que creían de gran calidad.
Todos se apasionaron por una época que consideraban turbulenta, con­
ducida por hombres fuertes, libres de toda restricción; por una época
«marcada por el sello de la irreligión, la violencia, las pasiones y los
crímenes contra natura».51
En 1829 apareció una nueva edición de la Vida de Benvenuto Ce-
llini, héroe «que respondía maravillosamente a la idea que se quería te­
ner del Renacimiento italiano, por oposición al oscurantismo cleri­
cal».58 Ese hombre no tiene, en efecto, todas las cartas para complacer:
estafas, abusos de confianza y raterías, asesinatos y corrupción... Su
Vida, escrita por él mismo, no es más que una serie de aventuras ro-
cambolescas, en algunos casos inventadas, y de alegatos pro domo. De
todos modos, Cellini, nacido en 1500, no pertenece en absoluto a nin­
guna de las generaciones que generalmente han sido célebres como ca­
racterísticas del Renacimiento; llega demasiado tarde y, en relación con
los grandes artistas de la época, se situaría más bien, como un pequeño
maestro, al final del período. Pero eso qué importa... Cellini encamaba
un ideal.
Stendhal fue uno de los primeros que hizo suyo ese ideal. La Intro­
duction de su Histoire de la peinture en Italie es una especie de himno
a la pasión que «busca satisfacción» y a la violencia; bajo el pretexto de

57. W. K. Ferguson, La Renaissance ..., pp. 122-123.


58. R. Beyer, prefacio a la edición de la Vie de Benvenuto Cellini écrite par lui-
même, Juillard, París, 1965, p. 8.
78 EDA D M EDIA Y RENACIMIENTO
*

evocar el marco sociocultural de Florencia en el Quattrocento, utiliza


gran cantidad de episodios dramáticos, de intrigas oscuras y de crímenes
de sangre. Cellini y los caracteres fuertes de su tiempo (o aproximada­
mente de su tiempo...) como los papas Alejandro VI y Julio n , César
Borgia, Francesco Sforza y los Médicis, los príncipes y cardenales, to­
dos esos hombres admirables por su «genio», se unían a César y a Na­
poleón en el panteón de las glorias.
Aproximadamente treinta años más tarde, ese entusiasmo sigue sien­
do de buen tono y Jacob Burckhardt lo sigue cultivando. Reconoce,
evidentemente, que Benvenuto Cellini «sólo se revela como artista con­
sumado en el género decorativo y es inferior a muchos de sus coetáneos,
si le juzgamos por aquellas de sus obras que nos han llegado»; pero no
se cansa de admirar al hombre: «la impresión que produce esa natura­
leza violenta, enérgica y completa, hace olvidar todo lo demás ...»; y
luego: «Benvenuto es un hombre que lo puede todo, que se atreve a
todo y cuya medida sólo está en sí mismo».59
Burckhardt, «dotado de una integridad de carácter ascética», inse­
guro de sus propias elecciones a medida que proseguía sus lecturas y
profundizaba en sus reflexiones, acabó por desdecirse, o casi. Tras un
primer volumen consagrado solamente a la arquitectura, dejó inacaba­
da su Historia del arte del Renacimiento, en la que había trabajado du­
rante mucho tiempo, y rechazó volver a tratar el tema, afirmando «que
esa época se le había convertido en una extraña».60 Sin embargo, se ha­
bía dado el impulso irresistible; esa obra, de ese modo abandonada y
que su autor habría reconsiderado ampliamente de haberla terminado,
conoció un éxito extraordinario. Sus intenciones e impulsiones siguie­
ron igualmente vivas y sus opciones siguieron deliberadamente muy
marcadas: exaltación del hombre de acción, del héroe y de sus auda­
cias; en definitiva, del individualismo que permitía a cada talento ex­
presarse plenamente; y además, identificación de una época, de una
civilización, de un medio cultural, geográfico, o incluso étnico para al­
gunos, de un genio propio. Todo ello se vuelve a encontrar, a veces ma­
nifiestamente acentuado y orientado en determinadas direcciones, en
los autores que han transmitido el mensaje y han fijado las elecciones.
Lo vemos por ejemplo en Hippolyte Taine (Filosofía del arte en Italia,
1866), que de una forma decidida, al precio de repeticiones farragosas,

59. J. Burckhardt, La Civilisation de la Renaissance en Italie, p. 9.


60. W. K. Ferguson, La Renaissance p. 171, nota 6.
EL RENACIMIENTO, GÉNESIS DE UN MITO

insistía en el Concepto de medio sociopolítico y vinculaba estrecha­


mente las creaciones artísticas y culturales con ese medio; para él, el
medio sociopolítico del Renacimiento era, por excelencia y como por
definición, perfectamente apto para forjar indiscutibles obras maes­
tras. Lo vemos también en Gobineau {El Renacimiento, 1877), que, en
una serie de escenas historiadas, bastante mal yuxtapuestas,- mostraba a
los príncipes y capitanes, mascarones de proa de su tiempo, y natural­
mente a los Borgia y los Médicis, encamando en sí mismos lá sed de
poder con una apreciación ilustrada y a menudo juiciosa de la literatu­
ra y de las artes.-
Había nacido el «hombre del Renacimiento», que se oponía vigo­
rosamente a los hombres de los tiempos precedentes: esas imágenes
eran puras ficciones que descansaban, generalmente, sobre simples
azares o sobre malentendidos; sobre interpretaciones erróneas, o inclu­
so sobre distorsiones cronológicas; pero son imágenes que no obstante
han hecho su camino y que se han anclado más sólidamente con el paso
del tiempo.

E l R e n a c i m i e n t o h o y : u n m it o c o n s ie t e v i d a s

Hoy en día esta cuestión es un asunto concluido: ya sea por convic­


ción o por puro hábito e irreflexión, la palabra «Renacimiento» tiene
derecho de ciudadanía y universitario. Hallamos ese Renacimiento en
todas partes: en títulos de obras o de capítulos, en fórmulas constante­
mente recordadas, incluso en los textos de las cátedras, de los centros
de investigación y de los programas de estudios. ¿Qué universidad se
privaría de hacer figurar el Arte del Renacimiento en sus folletos y sus
carteles?
Es cierto que esa palabra ha tenido una suerte desigual y fluctuante
en los distintos países. Hasta estos últimos años, en Francia éramos
bastante modestos en comparación con nuestros colegas del otro lado
del Atlántico, que no solamente aplicaban esa formulación a todas las
formas de producción artística, literaria o musical, y a todos los signos
de la actividad humana (como por ejemplo la vida económica), sino
que admiten hoy en día, tanto en la investigación como en la enseñan­
za, un corte cronológico que define claramente un período específico
denominado Renacimiento. Ese período, tomado en bloque y marcado
por una verdadera identidad, sustituye, de un modo bastante vago, lo
80 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

que se denominaba Edad Moderna (o en algunos casos solamente una


parte de ella). Así, en Estados Unidos, vemos florecer una gran canti­
dad de obras que, desde el título y la cubierta, sitúan su objeto de estu­
dio «en el Renacimiento»; en un libro cuyo título en castellano sería «la
Florencia del Renacimiento», el autor habla tanto de las instituciones,
de las estructuras sociales, de los conflictos políticos, y de las activida­
des mercantiles y bancadas, como de las manifestaciones artísticas. La
invasión semántica toma a veces dimensiones sorprendentes: hoy se
habla del «primer Renacimiento» (the early R.) y del «Renacimiento
tardío» (the late R.). ¿Cuándo se produjo el «Renacimiento clásico»?
Se trata de una evolución extraña, quizá de procedimientos de edi­
ción, que se supone deben recibir una buena acogida. A juzgar por los
escaparates de nuestras librerías, ya se nos ha contagiado algo de eso.
5. LAS IDEAS HEREDADAS SOBRE
EL RENACIMIENTO

Por lo general, se admite todavía que el Renacimiento se habría ma­


nifestado mediante un retomo a ciertas fuentes fundamentales, median­
te un redescubrimiento de la Antigüedad, principalmente en lo referen­
te a las bellas letras (historia, poesía, teatro y escritos políticos), a la
filosofía y a las artes. No cabe duda de que la palabra misma que de­
signa ese movimiento se inspira en esa convicción.
Esa verdad tan ampliamente aceptada reposa sobre dos grupos de
afirmaciones que se nutren a su vez de ¿lecciones naturalmente subje­
tivas o de graves eiTores e ignorancias. Se trata, por un lado, de un jui­
cio de valor: a saber, que las obras antiguas y las que se inspiran direc­
tamente en ellas son manifiestamente superiores, en el plano estético y
de la inspiración, en su calidad humana intrínseca podríamos decir, a
las de la Edad Media. Por otro lado, y sobre todo, ha existido un grave
error de apreciación que ha llevado a afirmar que las obras antiguas ha­
brían sido redescubiertas en los últimos tiempos de la Edad Media tras
un larguísimo olvido.
Todo ello debe ser revisado.

U n a c u r i o s a i n c l i n a c i ó n e n l o s j u ic io s d e v a l o r :
l a E d a d M e d i a , t ie m p o d e t o r p e z a s

Si creemos lo que nos dicen nuestros libros, el arte «antiguo» y e l ,


arte «medieval» serían decididamente de naturalezas distintas, y esta­
rían marcados por una oposición fundamental en el plano técnico: el
uno contiene una perfecta maestría en la representación de la naturale­
za (y sobre todo del cuerpo humano) de un modo exacto y armonioso,
82 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

sin errores o incoherencias; y el otro muestra una falta de respeto por


las proporciones, una carencia de equilibrio, una incapacidad para tra­
ducir el concepto de profundidad, y un desconocimiento de las reglas
de la perspectiva. No hace mucho tiempo, algunos espíritus distingui­
dos no dudaban en hablar de las «torpezas» que cometían los pintores y
los escultores de la Edad Media; veían en ello la demostración de una
especie de inferioridad, y, en definitiva, de una falta de oficio, y pensa­
ban que, a falta de algo mejor, los hombres de aquellos tiempos no te­
nían más remedio que contentarse.
Aunque las opiniones en cierta medida han evolucionado o, como
mínimo, ya no se expresan de un modo tan radical, esa convicción sigue
vigente y se considera a menudo que la introducción de técnicas espe­
cíficas, como las que mostraban mejor el escalonamiento de los distin­
tos planos, debe interpretarse como el signo de un verdadero progreso.
Descubrir o redescubrir esas formas de componer y de dibujar habría
sido, para los artistas ilustrados, un fin en sí mismo. Los historiadores
de las formas investigan de buen grado las primeras manifestaciones,
los balbuceos todavía imperfectos de esos progresos; siguen su evolu­
ción, atentos, escrupulosos y maravillados, hasta el momento en ei que
se ’considera que el artista ha alcanzado una perfección; sus lectores si­
guen esa gestación y esos primeros pasos con admiración. Todos pien­
san que se trata de un logro; del nacimiento de un «nuevo arte».
Pero las disposiciones de espíritu y los apriorismos que llevan a
esas formas de ver las cosas nos parecen, como mínimo, curiosos. Todo
el mundo podría preguntarse en qué se basan las tomas de posición que
autorizan a disertar sobre los «valores», sobre las perfecciones o torpe­
zas, sobre esa o aquella civilización, y que permiten establecer clasifi­
caciones en función de determinados criterios. En el caso que nos ocu­
pa, supone dar importancia solamente a la representación exacta de lo
real, de lo material: al cuerpo del hombre, por ejemplo, y no a sus
creencias, sus esperanzas y devociones, o sus angustias. Supone intere­
sarse excesivamente por las técnicas en estado puro desdeñando la- ins­
piración.
En el origen de esa óptica, todavía admitida, confluyen distintas co­
rrientes de pensamiento. Por un lado, una admiración sin límites por los
procedimientos, propiámente técnicos, por las invenciones capaces de
transformar el curso de las cosas y la marcha del mundo. Por otro lado,
y uniéndose a esta actitud, el descrédito que afecta a toda forma de espi­
ritualidad y en particular, en este caso, a la espiritualidad cristiana, con­
LAS IDEAS HEREDADAS SOBRE EL RENACIMIENTO 83

siderada como una coacción, una obligación, o en todo casó como un


obstáculo a la libre expresión. Considerada desde este punto de vista, la
representación exacta del cuerpo humano podía parecer el signo de una
expansión del individuo, de su acceso a una forma de libertad personal.
Justificamos fácilmente, incluso en los pequeños manuales, a los
egipcios de la Antigüedad que, al representar figuras humanas, coloca­
ban ambos ojos de lado sobre un mismo perfil. Nos esforzamos por
reintegrar las imágenes del África negra y de la América precolombina,
o de cualquier otra civilización marcada por sus devociones y sus cul­
tos, dentro de sus complejos entornos. Pero no llegamos igual de lejos
a la hora de examinar nuestro propio pasado; nos lo impiden la idea del
Renacimiento y la firme creencia en el redescubrimiento de elevados
niveles técnicos.
Por otro lado, por lo que podemos contemplar de la Edad Media, las
composiciones debían adaptarse a menudo a las superficies propuestas
(tímpanos y dinteles de portales, capiteles, relicarios...) y por lo tanto
debían imponer a sus temas, a los personajes o a los animales, graves
distorsiones, y debían esforzarse por poblar espacios que tenían formas
incongruentes.

¿ S u p o n e l a E d a d M e d i a e l o l v id o d e l a A n t i g ü e d a d ?

Una cultura siempre nutrida de los hechos de los griegos


y de los romanos

El redescubrimiento de la Antigüedad, que se afirmó con tanta


fuerza y constancia, merece algo más que un rápido examen. ¿Es cier­
to que el Renacimiento exhumó lo que había permanecido desconocido
desde hacía mucho tiempo?
Afirmar que a los hombres de la Edad Media no les gustaba hacer
referencia a su pasado griego o romano demuestra estar dominado por
ideas preconcebidas y haber leído realmente poco; ambas cosas van ge­
neralmente unidas, puesto que es naturalmente más cómodo afirmar
grandes verdades a la sombra de la ignorancia que conocer numerosos
ejemplos que matizan o contradicen ciertas afirmaciones. Es evidente
que el cristianismo, las gestas de sus mártires, y luego la caballería, sus
combates o sus juegos, enriquecieron el bagaje cultural de Occidente y
le dieron otro color. Pero ese enriquecimiento no implicaba hacer tabla
84 , EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

rasa de una herencia que no sólo no se olvidó sino que se cultivó con
una viva reverencia y a veces con pasión. Determinados ciclos* antiguos
seguían vivos, en el centro de las preocupaciones^ e inspiraron gran
cantidad de escritos, de reflexiones, de actitudes intelectuales y de fi­
delidades espontáneas.

¿Cómo podemos afirmar que los hombres de esa época ignoraban o


simplemente despreciaban la herencia antigua, cuando esa herencia no
cesó de inspirar numerosas obras maestras de la literatura «medieval»
que obtuvieron un éxito sorprendente entre públicos numerosos y va­
riados?
Las gestas de Alejandro están presentes en todo Occidente, desde
los países del norte hasta España e Italia, en decenas de obras, princi­
palmente poemas épicos de miles de versos. Alrededor del año 1000, el
sacerdote León el Diácono, que vivió tanto en la corte .de Constantino-
pla como en la de'Nápoles, tradujo al latín las historias griegas; y su
Vita Alexandri, muy apreciada, fue el orígen'dé una floración de poe­
mas y de novelas de todo tipo creados por escritores de todo tipo de fi­
liación. Hacia finales del siglo XI, un francés, Albéric de Pisangon, es­
cribió una Alexandréide inspirada en un autor romano del siglo rv}
Julio Valerio, y en la obra de León el Diácono: ese canto épico fue pla­
giado poco después por el alemán Lamprecht (en 1138) e incluso am­
plificado por un continuador anónimo (entre 1160 y 1170). En Francia,
esa obra fue recuperada por Lambert de Tors, esta vez ya no en latín
sino en dialecto picardo para obtener una mayor difusión, y en 1175 por
Alexandre de Bemay, clérigo de París, que también escribió en picardo
y según una métrica que, a partir de entonces, se utilizó regularmente
en todos los poemas consagrados a la vida del héroe griego. De ahí sur­
gió, mucho más tarde (hacia 1400), el nombre de alejandrinos aplica­
do al principio a esos versos de la Vie d ’Alexandre.
Esas compilaciones e historias más o menos afortunadas emanaban
de una única fuente antigua: una Vida abreviada del héroe escrita en
Alejandría en el siglo m de nuestra era, conocida con el nombre de
Pseudo-Callistenes, cuyo original se había perdido pero que fue explo­
tada por diversas versiones que se sucedieron sin discontinuidad. Como
sus posibilidades novelescas eran limitadas, y el deseo del público por
saber más no cesaba de crecer, alrededor del año 1200 varios autores
incorporaron nuevos episodios a esa historia antigua tan familiar, pre­
sente en todos los repertorios.
LAS IDEAS HEREDADAS SOBRE EL RENACIMIENTO 85

A sí surgió el tema del encarcelamiento de Alejandro y del castigo


de los culpables; dos poetas, Gui de Cambrai y Jean de Nevilos, com ­
pusieron una Vengeance d 1Alexandre. Luego aparecieron otros aconte­
cimientos, tan numerosos como diversos. Entre ellos destaca la cere­
monia del juramento prestado a un animal para vengar a Alejandro y
castigar a los infames; a partir de aproximadamente 1300 floreció el
Voeu du Paon, poema de pura ficción que conoció un éxito extraordi­
nario; Y todavía en 1340, Jean de la Mote presentó otra versión ador­
nada de ese poema, el Parfait du paon, mientras que en la misma épo­
ca, en Inglateua, la vida de Alejandro y el culto del conquistador
inspiraron el Roman de toute chevalerie, escrito por un tal Thomas de
Kent. Así, los caballeros de los tiempos «feudales» hallaron raíces y
modelos para sus diversiones y para sus hazañas en ese ciclo surgido en
línea directa de la historia antigua.
El Roman de Thébes, de un autor anónimo que vivió hacia 1150,
originario de la Touraine o del Poitou, cuenta la historia legendaria de
la ciudad y abre la obra con un largo preámbulo de diez mil versos so­
bre las aventuras y desventuras de Edipo.
Virgilio, a veces considerado como una especie de profeta y otras
veces como un mago, siguió siendo, a lo largo del período medieval,
objeto de un verdadero culto. En numerosas ciudades del sur de Italia
se hallaban huellas de su paso, testimonios y recuerdos piadosamente
recordados por diversas leyendas. Fue él quien levantó las dos columnas
que se encuentran detrás de la catedral de Brindisi; quien construyó
«por su arte mágico, con piedras lisas de formas iguales y anchas», la
bella calzada antigua que une Roma con Nápoles;61 quien hizo levantar
«numerosos edificios antiguos, hoy completamente destruidos», que
salpican el campo cercano a Roma si se llega desde Velletri;62 y fue él
quien hizo perforar en Nápoles la «Grotta Vecchia» o «Grotta di Virgi­
lio», un túnel que permitía llegar a Pozzuoli a través del Posillipo.63
Pero no solamente circulaban fantasías o fábulas referidas a los lu­
gares donde vivió el poeta. Su obra siguió siendo, durante siglos, una
de las grandes fuentes de inspiración para los escritores, compiladores

61. Itinerarium cuiiusdam anglici. 1344-1345, G. Golubovich, ed., Karachi, 1923,


vol. IV, p. 434.
62. Itinéraire d’Anselme Adorno en Terre Sainte. (1470-1471), J. Heers y G. De
Groer, eds., CNRS, París, 1978, p. 425.
63. D. Comparetti, Virgilio nel Medio Evo, 2 vots., Florencia, 1896, vol. I, pp. 33,49,
52,126.
86 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

y moralistas. Una primera imitación, de la Eneida vio la luz alrededor


del año 1160 bajo la forma de un poema de más de diez mil versos en
dialecto normando, obra de un clérigo anónimo que plagiaba en ella a
otros muchos autores antiguos, especialmente a Ovidio; ese Roman
d ’Eneas fue rápidamente reanudado, a partir de 1170, por Henricf} von
Veldeke, un hombre de Limburgo que empleó unos veinte años en
completar la obra, puesto que su manuscrito todavía incompleto, guar­
dado en la corte de’la condesa Margarita de Cié ves, fue hurtado por el
conde de Turingia y no le fue devuelto hasta nueve años más tarde: ello
demuestra el vivo interés que esos temas despertaban en los príncipes y
las cortes de esos tiempos tan alejados del Renacimiento.
La leyenda de Troya, transmitida directamente a través de la Enei­
da, es el origen de un primer Roman de Troie, epopeya de tres mil ver­
sos, escrita en 1165 en dialecto de Touraine por Benoît de Sainte-Maure,
que la dedicó a Leonor de Aquitania; ese largo poema tuvo una carrera
triunfal, especialmente en Alemania, donde, de generación en genera­
ción, sufrió diversas transformaciones y adaptaciones no exentas de in­
tenciones «nacionalistas»: fue el momento en el que los caballeros ale­
manes emprendieron una cruzada que, a su paso por los Balcanes, infligió
a los griegos duros reveses aunque no logró tomar Qonstantinopla.
Un célebre avatar de ese Roman de Troie, un roman medieval por
excelencia, fue la historia de los amores desdichados de Troilo, otro hé­
roe troyano, y de Griselda (o Cresida), hija del gran sacerdote Chalcas.
Parece ser que fue Boccaccio quien ofreció la primera versión bajo el
'título de Filostrato («Afligido por el amor»), poema compuesto en Ná-
poles en 1337-1339. Sin embargo, para esta composición, Boccaccio,
humanista y apasionado por las letras antiguas, no buscó su inspiración
directamente en Virgilio, sino que se contentó con explotar uno de los
episodios del Roman de Troie francés, que conocía bien gracias a la tra­
ducción latina de Guido delle Colonne. Vemos, pues, que esa obra, que
generalmente se ha considerado como uno de los primerísimos signos
de una renovación del interés por la herencia antigua, utilizó de hecho
como fuente un texto puramente medieval y se inspiró en él con gran
detalle tanto en lo referente a su estructura como al modo de escribir.
La oscura Edad Media sirvió de vínculo entre Virgilio y uno de los más
célebres autores del Renacimiento.
Estas obras, destinadas a ser leídas o más bien contadas ante un pú­
blico reunido; esos largos poemas que buscaban lo más fuerte de su ins­
piración en las «historias» griegas o romanas y bordaban con cierta re­
LAS IDEAS HEREDADAS SOBRE EL RENACIMIENTO 87

dundancia sobre esos entramados clásicos, no quedaban al margen de


la vida social. Siempre estuvieron, hasta los tiempos del humanismo y
del Renacimiento, en el corazón cíe la creación literaria, constantemen­
te honradas y constantemente solicitadas. La forma en la que se pre­
sentaban atestigua claramente el deseo de propagar mitos y leyendas de
la Grecia antigua en distintos medios culturales y sociales; no estaban
absolutamente reservadas a círculos reducidos y eruditos: prueba de
ello es la intervención y la solicitud de los príncipes y, por otro lado, el
empleo frecuente de dialectos provinciales o lenguas vernáculas. Ade­
más, las alegorías representadas en muchos lugares en los muros de los
castillos y de los palacios, las historias presentadas bajo la forma de
juegos de personajes en las fiestas callejeras (por ejemplo, en el trans­
curso de las visitas reales), muestran que esas leyendas antiguas se
ofrecían corrientemente a las masas,64

Este análisis podría extenderse a todos los dominios y llegaríamos


siempre a las mismas conclusiones. Una proposición nutrida de prejui­
cios, desgraciadamente todavía admitida en gran número de obras, pre­
tende que las grandes obras «técnicas» de la Antigüedad permanecie­
ron desconocidas durante mucho tiempo. Ello sería el signo de una
gran ruptura, de un oscurantismo, del triunfo de creencias simplistas
que no se apoyaban en nada real, de supersticiones generadas por los
relatos de las Escrituras y por la machaconería de los hombres de Igle­
sia y de los maestros de las universidades de la época, tan pedantes
como intransigentes. En nuestros manuales, y más aún en la literatura
vulgar, se ha impuesto la idea de una Edad Media ignorante y estrecha
de miras, en la que se creía que la Tierra era plana como una galleta y
estaba rodeada de terribles precipicios. Todo ello es perfectamente ine­
xacto. Ptolomeo fue leído y releído, publicado y comentado. Como mí­
nimo desde los años 1300, más en las cortes y universidades de Francia
que en la Italia «renacentista», se precisaba la imagen de la redondez de
la Tierra siempre presentada como una esfera. En 1377 Nicolás de Ores-
me, obispo de Lisieux y consejero del rey Carlos V, autor de un tratado

64. Cf. en particular los numerosos trabajos de E. Faral, Recherches sur les sources
latines des contes et romans courtois du Moyen Age (1913), y L' Orientation actuelle des
études relatives au latín médiéval (1923), que afirma, entre otras cosas: «Todo lo que el
siglo xvi poseía de la Antigüedad latina, exceptuando dos o tres textos, también lo había
poseído y lo había meditado el siglo xn». Citado por W. K. Ferguson, La Renaissance ...,
p. 302.
88 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

sobre la moneda y sobre las mutaciones monetarias, de manuales de as-


' tronomía y de matemáticas y traductor de Aristóteles, proponía a sus
lectores una especie de juego: suponía que, partiendo de un mismo lu­
gar de Europa, Platón había ido hacia el oeste para dar la vuelta a la
Tiferra, mientras que Sócrates se había dirigido hacia el este; la solución
era que Platón viviría un día menos que los habitantes de Europa y Só­
crates un día más. Un poco más tarde, volvió a tratar y a desarrollar esa
misma idea en dos obras eruditas tituladas Sobre el espacio y Libro del
cielo y del mundo; en ellas afirmaba la necesidad de determinar una lí­
nea de demarcación cuyo paso marcaría el cambio de día. Todo ello
existía y era ciertamente analizado, comprendido y asimilado.65
Contrariamente a una idea difundida en distintos niveles de la en­
señanza y entre la opinión pública, y sostenida en los últimos tiempos
con una virulencia malsana, los traductores o sabios judíos o «árabes»
(persas sobre todo y andaluces) no fueron los únicos que durante la
Edad Media transmitieron las lecciones de los autores de la Antigüe­
dad. A l contrario: sus actividades y su influencia, ciertamente nada des­
deñables, estuvieron limitadas a unos sectores geográficos determina­
dos. Los sabios de Occidente, los hombres de Iglesia y los hombres de
leyes, no esperaron al exilio de los griegos de Constantinopla, tras la
toma de la ciudad por los turcos en 1453, para iniciarse directamente en
los textos antiguos, para estudiarlos y apasionarse por ellos. Sin em­
bargo, es cierto que los textos llegaron por vía bizantina, aunque mucho
más temprano, a partir del siglo xn. Durante el curso que impartió en la
Sorbona en 1950, Yves Renouard llamó la atención sobre el extraordi­
nario florecimiento intelectual de la ciudad de Pisa inmediatamente
después de la primera cruzada. Burgundio, nacido en Pisa en 1110,
residió en Constantinopla de 1135 a 1140; allí aprendió griego, perfec­
cionó sus conocimientos de teología y emprendió una larga serie de
traducciones al latín de obras eruditas griegas, traducciones que a su
vuelta mostró, acompañadas de comentarios, a los sabios de su ciudad

65. Desde 1913, la obra monumental de P. Duhem (.Études sur Léonard de Vinc
ceux qu’il a lu et ceux qui l’ont lu, 3 vols., París, 1913) paso las cosas en su lugar. Apa­
recieron posteriormente, con algunos años de intervalo, los estudios muy documentados
de Haskins (Etudes sur l'histoire de la science médiévale , 1924), de Thomdike (A His-
tory ofm agic and experimental science , 6 vols., Nueva York, 1923-1ÍH1), y de Sarton
(Introduction of the History o f Science, 2 vols., Washington, 1927-1931), que unánime­
mente se negaban a.admitir la mínima discontinuidad entre la ciencia de la Edad Media
y la de la Edad Moderna. Cf. W. K. Ferguson, La Renaissance ..., p. 304.
LAS IDEAS HEREDADAS SOBRE EL RENACIMIENTO 89

natal: se trataba de las obras de Juan Crisostomo y de Juan Damasceno,


y de libros de medicina como los de Galeno e Hipócrates. Dio a cono­
cer el De Natura hominis de Nemesio, «fundamento de la antropolo­
gía cristiana», así como libros de historia natural como las Geopónicas
de Casio Baso, una vasta compilación de recetas y de prácticas agra­
rias. Fue él quien ofreció a Pisa el famoso manuscrito de las Pandectas,
una compilación de decisiones de los juristas romanos reunidos por or­
den de Justiniano y sobre las que se fundamentaban ya, desde hacía dos
o tres generaciones, los contratos comerciales y las sentencias de arbi­
traje que constituían la base de los reglamentos de la vida económica
pisana, de los armamentos de las naves y de las asociaciones mercanti­
les, Ese manuscrito era entonces considerado «el más valioso del mun­
do tras la Biblia»; fue guardado celosamente por los magistrados de la
ciudad... hasta que, doscientos años más tarde, los Médicis se apodera­
ron de él para colocarlo en su Biblioteca Lorenziana, De modo que los
florentinos del Quattrocento, hombres del Renacimiento, no fueron en
nada innovadores, sino que se contentaron con apropiarse, con robar, lo
que los mercaderes de la Edad Media habían recogido. También fue
Burgundio quien propuso al emperador Federico Barbarroja un ambi­
cioso programa de »traducciones de obras griegas que debía englobar el
conjunto de los conocimientos humanos. Sus discípulos y continuado­
res fueron muy activos: Ugo Eteriano, que vivió también en Constanti-
nopla; Uguccione, comentador del Decreto de Graciano, profesor de
derecho canónico en Bolonia en 1178 y luego obispo de Ferrara; y fi­
nalmente Rolando Bandinello, canónigo y maestro de teología en Bo­
lonia, que fue papa con el nombre de Alejandro III.66

La producción artística, siempre fiel a la herencia clásica

Durante toda la Edad Media, la creación artística nunca desdeñó los


modelos antiguos, sino que, al contrario, buscó en ellos inspiración y
ejemplos a seguir o a interpretar. Las copias, las imitaciones o las adap­
taciones más o menos fieles son abundantes.67

66. Y. Renouard, Les Villes d’Italie de la fin du X e au début du X I V e siècle, SEDES,


París, 19692, pp. 189-190.
67. J. Adhémar, Influences antiques dans l'art du Moyen Âge français; recherches
sur les thèmes et les sources d'inspiration, Londres, 1937.
90 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO
i

Los humanistas italianos del Trecento, que reprochaban a los artis­


tas de los siglos «bárbaros» que hubieran olvidado o despreciado las
lecciones de la Antigüedad, exceptuaban, como hemos visto, a los ar­
tistas de la época de Carlomagno, paladín de la reconstrucción del im-
,perio.
Efectivamente, Carlomagno hizo transportar mármoles esculpidos,
columnas y canceles, tomados de las iglesias bizantinas de Ravena,
para ornamentar la basílica de Aquisgrán. Esta iglesia, y más todavía la
sala imperial del palacio en forma octogonal, se inspiraron en los cáno­
nes del mundo mediterráneo de los tiempos del esplendor de Roma y de
Bizancio; en elPanteón de Roma, en San Vitale de Ravena e incluso en
iglesias de Constantinopla. La decoración sobria de las fachadas, con
un revestimiento rosado y cornisamentos acentuados y más oscuros, re­
cordaba a los monumentos del bajo Imperio romano. Para el trabajo del
marfil y las estampas iluminadas, los artistas recuperaron igualmente,
en esa misma época, gran cantidad de temas y de ornamentos. En las
páginas de los evangeliarios, de las Biblias y de los misales ricamente
decorados, las cenefas y las letras iniciales se cargaban de follajes y de
rosetones como las finas esculturas ornamentales de Roma. También se
impuso un arte de la compaginación en el que se colocaban grandes fi­
guras bajo arcos que representaban techos artesonados, soportados por
columnas con capiteles de estüos antiguos, a menudo corintios. Inclu­
so algunos paisajes, en los fondos de las páginas pintadas, evocaban
imágenes de épocas helenísticas.68
. Todo ello es exacto, pero no excepcional. El interés de Carlomag­
no, coronado en Roma en el año 800, y la inspiración de los artistas de
su tiempo, se inscribían dentro de una larga tradición y no se debilita­
ron de ningún modo después de ellos.
Más adelante, una vez consumada la caída del imperio carolingio,
los modelos romanos siguieron gozando de una gran fama en Occiden­
te; los maestros constructores, los escultores, los pintores y los orfebres
los solicitaban constantemente. A principios del siglo xin, los artistas
de las ciudades del Mosa, orfebres y maestros esmaltadores, buscaban
inspiración para sus marcos, sus temas y sus tipos de personajes en las
formas antiguas. Y se ha afirmado con razón que sus fuentes y mode­

68. A. Grabar y C. Nordénfalk, La Peinture du Haut Moyen Age, Skira, Ginebra,


1957; J. Hubert, J. Porchery W. F. Volbach, L ’Empire carolingien, París (col. L’Univers
des Formes).
LAS IDEAS HEREDADAS SOBRE EL RENACIMIENTO 91

los no solamente fueron los marfiles carolingios, lo que parece muy


normal, sino también obras más alejadas en el tiempo como los cama­
feos o figurines de la época del emperador Teodosio (fallecido en 395),
las estatuas helenísticas o incluso las pinturas murales de Pompeya. La
fama de estos artistas se extendía mucho más allá del Mosa. A partir de
1180, Nicolás de Verdún se hizo famoso por un magnífico pulpito
construido en la iglesia del colegio de los canónigos de Klostemeu-
burg, a orillas del Danubio más arriba de Viena.
Decir que el arte «románico» de Italia, España-y Provenza se inspi­
ró ampliamente en la Antigüedad romana es simplemente recordar una
evidencia. Desde las esculturas de los sarcófagos y las tumbas del pe­
ríodo paleocristiano en la más temprana Alta Edad Media, hasta las más
bellas manifestaciones de ese arte románico en su pleno apogeo, se
mantuvo una fidelidad a unos mismos temas iconográficos y a unas
mismas facturas; y ello no solamente en las iglesias de las ciudades pró­
ximas al mar, sino también lejos de la costa, tierra adentro, hasta los va­
lles del alto Dróme, por ejemplo. Ya fuera mediante la reutilización o la
copia, o mediante la simple impregnación, las esculturas monumentales
de los pórticos de los santuarios o los capiteles de los claustros atesti­
guaban por toda^ partes en Provenza y en el Languedoc oriental las mis­
mas influencias. Algunos talleres de Arles, de Saint-Gilles-du-Gard y
de Maguelonne trabajaban en ese mismo registro; las bellas figuras de la
fachada de Saint-Gilles se presentaban en un marco característico de
esa forma que recordaba la Antigüedad. En cuanto a la arquitectura, las
arquerías y las franjas con relieve, las molduras y las comisas recordaban
exactamente las de los arcos de triunfo y otros edificios romanos. Tales
órdenes «clásicos» se observan no sólo en Saint-Trophime de Arles y
en Saint-Gilles, tan a menudo citadas, sino en toda Provenza, incluso en
las iglesias modestas que evocan, por su forma y dimensiones, así como
por su aspecto de conjunto, la cela de un templo antiguo.
Esas formas arquitectónicas tan características llegaron a otras pro­
vincias cuyo arte románico parece a menudo muy distinto del de Pro-
venza. La catedral de Autun, levantada en los años 1150-1170, presenta
en su interior una elevación de tres pisos; uno de ellos, el triforio, re­
produce fielmente los órdenes y las formas de una de las puertas de la
muralla romana de la ciudad; la base de ese triforio está ornamentada
con un friso de rosetones directamente copiado del de los monumentos
antiguos, y que volvemos a encontrar en la iglesia de Beaune y en la ca­
tedral de Langres.
EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

El arte gótico no rompe de ningún modo con esa fidelidad, sino al


contrario. Es posible que nuestra tradición Kistoriográfica haya privile­
giado en cierto modo las técnicas de construcción, acentuando sobre
todo el célebre crucero de ojivas, sin duda una creación original, pero
olvidando o colocando en otro nivel de interés las decoraciones y orna­
mentos, y la escultura monumental en particular. Desde este punto de
vista, la óptica es muy distinta. Los historiadores del arte están de acuer­
do én hablar del «taller antiquizante» de Reims (principios del siglo xm),
ilustrado efectivamente por las dos figuras de la Visitación, en la parte
derecha del gran pórtico occidental, aunque presente en gran cantidad
de otras esculturas dispersas por el edificio. La nueva forma, bien afir­
mada en Reims pero ya anunciada en talleres anteriores, se distanciaba
claramente de la de numerosos talleres «románicos» y atestiguaba sin
discusión el deseo de traducir formas que se aproximaran al máximo a
la realidad (figuras, actitudes, proporciones); marcaba también una
búsqueda estética diferente que algunos caracterizaban hablando de un
esfuerzo por traducir lo «bello». Todo ello demuestra un renovado in­
terés por la Antigüedad y nos obliga a constatar que los humanistas y
críticos de arte de la Italia del Renacimiento dieron el nombre infa­
mante, o en todo caso despreciativo,» de gótico (es decir, bárbaro) a un
arte que precisamente se inspiraba en la herencia antigua.
Del arte carolingio al gótico, y en todos los dominios de la expre­
sión artística, desde el arte monumental a las pequeñas esculturas, las
iluminaciones y los esmaltes, esos hombres de la Edad Media cultivar
ron sin duda sus propios registros de emoción pero supieron, en gran
número de ocasiones, utilizar las fuentes antiguas.
La idea de un olvido de esa herencia y de esos modelos parece,
como tantas otras ideas igualmente definitivas, fruto de una visión sim­
plista, artificial y errónea.

R e n a c im ie n t o y A n t i g ü e d a d

¿Respeto o desenvoltura?

¿Podemos, por otro lado, hablar con certeza de un interés unánime


por la Antigüedad, incluso en los momentos privilegiados de ese Rena­
cimiento de los siglos x iv al xvi, y en las ciudades pioneras que gene­
ralmente se citan como ejemplo? ¿Fue ese interés realmente el fermen­
LAS IDJEAS HEREDADAS SOBRE EL RENACIMIENTO 93

to de un «arte nuevo» que se impuso por completo y sin problemas, ba­


sado en el deseo de saberlo todo sobre esa herencia y en los esfuerzos
por preservarla? Esie es uno de los grandes temas que hay que debatir,
mucho más complejo de lo que imaginamos por regla general, dado que
a menudo tendemos a encerrarlo todo en unas pocas fórmulas.
En esa época, se manifestó en Italia efectivamente una cierta curio­
sidad, o incluso una pasión por lo antiguo, aunque de una forma muy
desigual. Los monumentos romanos que existían no inspiraban ge­
neralmente más que ligeras preocupaciones, y sus ruinas todavía me­
nos. Florencia había olvidado los suyos por completo y no intentaba re­
cuperarlos: el teatro, las termas y el anfiteatro, invadidos por nuevas
construcciones, se habían tachado del mapa. En la época de los primeros
Médicis y, por lo tanto, en pleno Renacimiento, los magistrados e in­
cluso los escritores no sabían para qué habían servido esos edificios an­
taño y se inventaban leyendas sorprendentes acerca de ellos. En todas
las ciudades de Italia, el forum estaba borrado, irreconocible bajo una
red de callejuelas y de edificios inconexos, y compartimentado gene­
ralmente en islotes cerrados. En Florencia, ese forum se había conver­
tido en el Mercato Vecchio atestado de más de una decena de almace­
nes y de iglesias de grandes familias. En Bolonia, era el Mercato rdi
Mezzo, cruzado por una calle comercial, estrecha e irregular.
En ningún sitio, en la época de ese Renacimiento marcado — según
nos dicen— por una admiración respetuosa por la Antigüedad, los edi­
les municipales se dedicaron a poner de relieve esos lugares romanos
importantes, centros socioculturales, antaño emblemas y vitrinas de la
ciudad. La misma palabra forum no se utiliza mucho en los textos de
la época y los propios humanistas no se preocuparon por marcar, en ese
plano, un determinado interés por el retomo a las formas de la Anti­
güedad clásica. Los autores de los tratados de arquitectura y de urba­
nismo presentan proyectos de ciudades que no se inspiran en absoluto
en la herencia romana; se pretende que esas ciudades sean en todo nue­
vas y por su forma radial concéntrica se desmarcan de las de la Anti­
güedad.
En Roma, demasiados monumentos bellos se destruyeron o se re­
convirtieron, bien o mal, en fortalezas privadas o en iglesias, sin que los
dueños del momento ni los mecenas del Quattrocento soñaran con res­
taurarlos. En los mejores tiempos de ese «regreso a lo antiguo» no se
reconstruyó ninguna ruina y todo el mundo siguió alegremente explo­
tando templos, teatros y anfiteatros como si fueran verdaderas canteras.
'94 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

Los caleros seguían encendiendo sus hornos de cal que quemaban no­
che y día, seguían cargando el aire de humos acres en el campo de Marte
y en pleno corazón de cada foro. Los marmoleros arrancaban bloques
de mármol, columnas y arquitrabes, balaustradas y losas funerarias de
los monumentos ya maltrechos por el tiempo,6S>y tanto los utilizaban en
su ciudad para los palacios de los cardenales o de los banqueros floren­
tinos, como los mandaban a distintas regiones de Italia: a Pisa, a Luc-
'ca, para el baptisterio de San Juan de Florencia, a Orvieto... Ello no era
de ningún modo un signo de curiosidad, de reverencia, o incluso de
preocupación de coleccionista o de erudito deseoso por estudiar, sino
simplemente el hábito de la reutilización y la preocupación por la eco­
nomía. Esas canteras romanas de mármoles antiguos hacían la compe­
tencia a las canteras naturales de Carrara; el mármol antiguo era menos
caro y el respeto por la Roma antigua, tan celebrada en los escritos, no
era lo bastante fuerte en el decenio de 1500 como para poner término a
tales prácticas devastadoras. En esa época, el distrito di Calcarario («de
los hornos de cal»), en el que se levantaban como mínimo cuatro igle­
sias (situadas alle Calcarare, es decir, en medio de las canteras y hor­
nos), todavía merecía ese nombre.70
A lo largo del siglo xv, tras tei retomo de los papas a Roma, en la
época en la que la ciudad se estaba convirtiendo indiscutiblemente en
un gran centro del humanismo, en la que los doctos se jactaban de co­
nocer bien a los autores antiguos, los papas y cardenales, amigos y pro­
tectores de esos sabios, hacían arrancar bellas columnas antiguas toda­
vía intactas para los peristilos de los cortili de sus palacios o para lia
basílica de San Pedro y el Vaticano. Nicolás V (1447-1455) hizo traba­
jar a canteros en Tivoli, pero más bien en la antigua villa de Adriano
que en las montañas; hizo llamar a Roma a un maestro constructor de
Bolonia, un especialista muy conocido, para que transportara enormes
fustes de mármol desde el templo de Minerva al Vaticano. Otros maes­
tros de obras, mal vigilados o con el consentimiento tácito de los due­
ños, hicieron otro tanto con la basílica de Constantino. Un poco más
tarde, Pablo II (1464-1471), veneciano, gran humanista, cogió asimis­
mo gran cantidad de elementos de los monumentos antiguos que some-

69. C. Huelsen, Le chiese di Roma nel Medio Evo , Florencia, 1926; G. Lugli, Roma
antica; il centro monumentale, Roma, 1946.
70. G. Marchetti Longhi, «Le contrade medievali della zona», en «Circo Flaminio»; Il
«Calcarario», en Atti della Società Romana di Storia Patria , voi. XLII, 1919, pp. 401-435.
LAS IDEAS HEREDADAS SOBRE EL RENACIMIENTO 95

tió al pillaje para su «palacio de Venecia» levantado en el corazón del


tejido urbano; y Sixto IV (1471-1484) no dudó en hacer destruir com -’
pletamente ei templo de Hércules y un arco de triunfo del forum boa-
rium para construir su biblioteca vaticana.71
El foro republicano no era entonces más que una enorme cantera de
explotación alquilada por sectores a maestros de obras a cambio del
tercio de sus beneficios. Por supuesto, algunos responsables, los ediles
municipales o el papa, se lamentaron y protestaron enérgicamente y a
veces señalaron a los culpables. Ya Petrarca les acusó y lanzó contra
esos bárbaros duras invectivas. En 1363, los magistrados de la comuna
proclamaron estatutos que prohibían atentar contra los monumentos
antiguos y, cien años más tarde, Pío II (1458-1464) promulgó una bula
para proteger los monumentos que todavía quedaban en cierto buen es­
tado; incluso antes de su elección había amonestado seriamente al pueblo
romano, culpable de tantas negligencias o de tantas complacencias:
«¡Oh, Roma ... tu pueblo arranca bellos mármoles de los muros vene­
rables para hacer de ellos vil cal! ¡Oh, pueblo indigno, si perpetuas du­
rante otros trescientos años tales profanaciones, no te quedará ningún
signo de nobleza!». Entre tanto, diversos autores, humanistas, miem­
bros de la curia pontifical o de las cortes cardenalicias, se emplearon en
describir las glorias del pasado y denunciaron de forma virulenta las
destrucciones de esos vestigios excepcionales, dignos de elogios y de
servir de ejemplo. De regreso a Roma (septiembre de 1443), en el sé­
quito del papa Eugenio IV que había tenido que huir ignominiosamen­
te de la ciudad diez años antes, Flavio Biondo emprendió la redacción
de sus Romae instauratae, dedicadas precisamente al sumo pontífice:
incluían un intento de reconstitución topográfica de la ciudad antigua,
un inventario de los monumentos insignes, y una llamada al respeto por
las ruinas. El panorama es desolador en todo momento. Biondo mues­
tra la plaza del Capitolio en un estado lastimoso; el único edificio toda­
vía en pie servía a la vez de sala de reunión de los senadores y de al­
macén de sal; a su alrededor no había más que ruinas y bloques de
travertino apilados; cada día acudían mercaderes, que habían hecho
de ello una especialidad, a robar hermosas piedras y mármoles para
venderlos lejos. En cuanto al trazado de las calles y al emplazamiento

71. R. Weiss, Un umanista veneziano . Papa Paolo II, Venecia y Roma, 1956; P.
Partner, «Sisto IV, Giulio II e Roma rinascimentale: la politica sociale di ima grande ini­
ziativa urbanistica», en Atti e Memorie della Società savonesa di Storia , voi. XXII, 1986.
96 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

de los edificios, Biondo sólo pudo ofrecer un esquema más o menos


coherente para algunos escasos sectores: para el trazado de las mura­
llas, para el barrio del Vaticano, el Esquilino y una parte del Viminale;
en el resto de la ciudad, tuvo que contentarse con citar simplemente los
edificios antiguos y clasificarlos según sus usos (las termas, los tem­
plos, los teatros...), sin situarlos con certeza. Está claro que, aunque
apasionado por esa reconstrucción del paisaje urbano, del trazado de
las vías y las plazas, ese científico tuvo que abandonar su primer pro­
pósito y limitar sus ambiciones: había habido demasiadas destruc­
ciones, demasiados trazados completamente borrados, perdidos en las
memorias.72
En esos tiempos, nada podía frenar el apetito por los grandes bene­
ficios. En 1518 Rafael escribió al papa Médicis León X para quejarse
amargamente de esas desapariciones; le recordó, amargado y desenga­
ñado, que, en los doce años que había pasado en Roma, había visto de­
rribar el templo de Ceres en el foro, la puerta triunfal de las termas de
Diocleciano y una buena parte del foro de Nerva.73
Lo menos que podríamos decir es que la pasión que pusieron algu­
nos, humanistas o artistas, en magnificar la ciudad, en perpetuar el re­
cuerdo de sus glorias y sus virtudes, de sus conquistas y de su dominio
sobre el mundo, no había suscitado todavía grandes esfuerzos de con­
servación del patrimonio heredado de esos tiempos de apogeo. Sin
duda debemos ver en ello la consecuencia de la estrechez de los medios
financieros; pero no es descabellado invocar, más allá de las costum­
bres y de la búsqueda de la economía en los materiales y en la mano de
obra, una cierta indiferencia, una falta de verdadera curiosidad.

De todos modos, la interpretación de los gritos de alarma o de in­


dignación y de las pocas medidas de conservación, más o menos apre­
miantes y eficaces, plantea en ella misma un problema. Todas esas in­
tervenciones,. esas proclamaciones y esas prohibiciones no respondían
solamente a un vivo interés por los vestigios de la civilización antigua;
las comprenderíamos mal si sólo viéramos en ellas signos de respeto.

72. Sobre esas críticas y esas lamentaciones, véanse los textos reunidos por S. Bor-
si, Giuliano di Sangallo. / disegni di archittetura e dell'Antico, Roma, 1985, pp. 32-33.
Sobre navio Biondo, véase B. Nogara, ed„ Scritti inediti e rari di Biondo Flavio, Roma
(col. Studi e Testi, n.c 48), 1927; en particular, pp. xcvh-xcix.
73. E. Muntz, Raphael, París, 1881, p. 603.
LAS IDEAS HEREDADAS SOBRE EL RENACIMIENTO 97

Esos discursos se fortificaban de intenciones políticas: se trataba de


proclamar muy alto la gloria de Roma, su paz y su justo gobierno en el
tiempo de su esplendor, y de realzar a la vez el prestigio del papado que
se afirmaba como heredero de sus tradiciones.
La comuna de Roma, vacilante, sin grandes poderes políticos rea­
les, invocaba constantemente la Roma republicana; se había instalado
sobre una de las eminencias del Capitolio y cultivaba el culto del re­
cuerdo y los símbolos. La ciudad se esforzaba por promover, aliada con
los papas, la reconquista de los lugares y edificios insignes que consti­
tuyeron el adcymo y la fama de la Urbs, y esa reconquista no reflejaba
naturalmente sólo intenciones culturales; se cargaba de preocupaciones
precisas y se inscribía en un clima de luchas a menudo dramáticas con­
tra las grandes familias nobles, todavía dueñas de la ciudad. Cuando los
Annibaldeschi, señores guerreros, fueron expulsados del Coliseo, en
1332, esa victoria fue celebrada como un triunfo con bellas fiestas, tor­
neos y carreras de caballos; la avalancha de gente en la arena fue tal que
hubo once muertos que fueron sepultados como héroes o mártires en
Santa María Maggiore y en San Juan de Letrán.
La idea de continuidad y la fe en la gloria inmortal de Roma soste­
nían, en la misma época, los discursos y los escritos de Petrarca: el acuer­
do entre el aventurero político y el humanista se afirmaba sin discordan­
cia, puesto que ambos estaban comprometidos en el combate ideológico;
y ambos proclamaban que las virtudes del imperiwn se habían transmiti­
do directamente desde los tiempos antiguos a la Roma de su tiempo.
Ello no era tan simple como se podría creer. Petrarca debía, al in­
sistir sobre las vidas de los romanos ilustres y reducir a la ciudad de
Roma su único campo de observaciones, rechazar toda la transiado im­
pertí y borrar los tiempos de los bárbaros, y el imperio restaurado por
los carolingios y luego por los otoñes. Esos imperios germánicos no
contaban a sus ojos: «Si el imperium romano no está en Roma, ¿dónde
puede estar?». Por otro íado, decía y repetía que la virius romana se ha­
bía mantenido, dormida quizá durante un tiempo, en el pueblo romano
incluso degenerado.
En Italia, muchos se negaban a aceptar esas afirmaciones: «Esa
identificación de la virtuosa Roma republicana con la ciudad de los pa­
pas se correspondía tan poco con la realidad, que no produjo una gran
impresión en los humanistas italianos posteriores a él».74 Una fuerte co­

74. W. K. Ferguson, La Renaissance p. 18.


98 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

rriente, política y literaria, exaltaba al contrario la virtud de las «comu­


nas», ciudades de Italia que se autogobemaban y que escapaban de ese
modo a la tiranía de un príncipe y a la corrupción de las costumbres
inherente a la corte. En esas ciudades libres, y solamente en ellas, se
habían refugiado las virtudes de antaño. Este discurso se desarrolló,
durante más de un siglo, en un gran número de Historias fuertemente
alentadas por los gobiernos municipales que no veían ninguna ventaja en
una sumisión, aunque fuera simplemente cultural, respecto a Roma. Leo­
nardo Bruni, canciller de la señoría de Florencia, escribió una Historia
del pueblo florentino (1449).75 Marcantonio Cocci, llamado Sabélico,
redactó una Gesta de los venecianos (1498). Más tarde, Maquiavelo,
también al servicio de la señoría de su ciudad, se inscribe exactamente
en la misma corriente con sus Historias florentinas (1525), afirmando,
sin sombra de reverencia alguna por Roma (él que mostraba tanta ad­
miración por los autores de la Antigüedad), que «de las ruinas de Roma
no había surgido nada que pudiera compararse a su antigua grandeza»;
mientras que las ciudades nuevas, entre ellas Florencia evidentemente,
dieron muestras de tanta virtud y genio, que fueron capaces de vivir en
libertad y de defenderse contra los bárbaros.76
Sin embargo, Roma prevaleció y, a pesar de esas competencias y ri­
validades, se erigió indiscutiblemente en la única heredera^ o poco le
faltó. A sus defensores no les faltaban argumentos; volvieron a utilizar
los de Petrarca y, como él, hablaron de la ciudad, de sus monumentos y
de sus ruinas grandiosas. Es muy significativo, en ese sentido, el itine­
rario intelectual de Flavio Biondo, humanista, autor fecundo que tam­
bién acabó por actuar al servicio de una política determinada. Después
de su Italia illustrata que dedicaba un amplio espacio a la historia y a
la descripción de numerosas ciudades y regiones tras la caída del Im­
perio romano; después de mostrar un gran interés por Venecia en los
años del exilio del papado, lo volvemos a encontrar, en 1443, en su
Roma instaurata, donde se desarrolla todo el arsenal pro romano. En
aquella época era miembro del séquito del papa y de la curia; pasó por
todos los escalafones de la jerarquía; era un consejero escuchado, a me­
nudo cargado de misiones, un hombre influyente capaz de orientar y de
sostener una acción diplomática y de guiar a la opinión pública. Em­

75. Ibid., p. 19; L. Brani, Historìarumfiorentinipopuli libri XII, ed. E. Santini (Mu­
ratori, XIX, 3), Città di Castello, 1914. .
76. W. K. Ferguson, La Renaissance p. 25, nota 5.
LAS IDEAS HEREDADAS SOBRE EL RENACIMIENTO 99

prendió esa obra para defender mejor la posición del papa Eugenio IV
en la ciudad que, a su llegada, halló devastada y todavía desgarrada por
las luchas entre facciones. Pero para Biondo, Roma, cabeza de la cris­
tiandad, seguía siendo la capital del mundo y todo el discurso tendía a
demostrarlo. Amonestó severamente a los pueblos cristianos de Euro­
pa, de Asia y de Africa (habían llegado para una visita enviados del
Preste Juan), y les pidió que se sometieran al «imperio cristiano de
Roma». No dejó de recordar el carácter mediocre, o en todo caso el
poco espacio, de las ciudades en las que, en los tiempos de desgracia,
tuvo que instalarse la corte pontifical. Aviñón, Bolonia, Ferrara, Siena
o Florencia no podían según él rivalizar con Roma. ¿Cuál de esas ciu­
dades podía llamarse heredera de un pasado cargado de tales glorias?77
Para él, como para todos los que se adhirieron a esa política tras la
«cautividad de Babilonia» en Aviñón, describir ese pasado, inventariar
los testimonios ilustres, nombrar las «maravillas» de la ciudad, exhibir
bellos fragmentos de columnas o de tímpanos, bellas estatuas mutiladas
e incluso monedas de oro o joyas, servía al mismo propósito: conven­
cer para afianzar fidelidades.
í

¿Eruditos, coleccionistas o anticuarios?

En los años fastos del Quattrocento, tanto en Roma como en el res­


to de Italia, lo que despertaba mayor interés eran los «tesoros» busca­
dos tanto por su rareza o por su precio, como por su significado histó­
rico: camafeos, medallas y monedas, estatuillas, todos ellos objetos de
moda y ya piadosamente conservados por aficionados apasionados,
consagrados al enriquecimiento de sus colecciones. ¿Se trataba de una
veneración por esos testimonios directos de un pasado lejano que ha­
bían desafiado el paso del tiempo y daban a los hombres conciencia de
su historia? ¿O bien era pura admiración por las formas bellas y por los
materiales nobles? ¿O acaso esos objetos proporcionaban placeres para
el espíritu y entusiasmos en los expertos? Nos inclinamos por otra op­
ción: indudablemente esos objetos ofrecían más a menudo ocasiones de
comercio lucrativo y de especulación, eran a veces fuente de rivalida­
des, de tráficos dudosos, e incluso de falsificaciones. Esa pasión se pa­
recía en muchos casos al pillaje.

77. B. Nogara, Scritti.


100 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

Queda fuera de duda que el hallazgo, generalmente fortuito, de una


«pieza» romana, de una «antigüedad», naturalmente extraña o insólita,
pero siempre admirada, tomaba cariz de acontecimiento. El que entraba
en posesión de esa pieza ofrecía una fiesta, la mostraba y luego la expo­
nía. Estaban tomando forma los primerós museos: salas o galerías bien
iluminadas, que podían acoger vastas colecciones. El papa Pablo II ha­
bía reunido ricos tesoros: un inventario preciso, iniciado en. 1459 por
uno de los notarios apostólicos y todavía no terminado tres años des­
pués, nombraba más de cien monedas de oro, más de mil de plata, cien­
to treinta y seis piezas grabadas, decenas de pequeños bronces y dos­
cientos veinte camafeos que el papa hizo enmarcar en marcos de plata
dorada en los que estaban grabadas sus armas e inscripciones tanto a la
gloria de san Pedro como a la de Baco. En 1466 alquiló los servicios de
una cuadrilla de albañiles y precisó que debían entregarle inmediata­
mente todo lo que encontraran que fuera interesante para sus coleccio­
nes: «imágenes» esculpidas, monedas, aunque fueran de cobre, etc.78
Sixto IV, también aficionado empedernido, hizo todo lo posible por
prohibir la salida de Roma de piezas antiguas, a menudo compradas
por comisionados de los príncipes; los Sforza de Milán, los Este, y los
Médicis sobre todo, que pagaban generosamente a diversos intermedia­
rios secretos. Ese papa donó a la ciudad de Roma diversas estatuas o
grupos notables (un Hércules de bronce dorado, el Tirador y la Loba),
situados en el Capitolio, que fueron las primeras piezas de un Museo
Capitolino que inauguró con gran pompa el 14 de diciembre de 1471.79
Las estatuas que habían quedado en un foro, escasas ciertamente
pero conocidas, formaban parte del decorado cotidiano y figuraban en
todas las imágenes de la ciudad y servían de punto de referencia; algu­
nas habían dado su nombre al barrio en el que se hallaban: ¡en el Qui-
rinal, la contrada de’Cavalli (también llamada ad equos marmareos)
debía su nombre a los dos grandes caballos que la tradición atribuía a
Fidias y a Praxíteles respectivamente!80
En cuanto a los «descubrimientos», los hallazgos más bellos susci­
taban verdaderas devociones y a veces grandes movimientos de masas.

78. E. Rodocanachi,Histoire de Rome de 1354 à 147l .L 'antagonisme entre les Ro­


mains et le Saint-Siège, París, 1921, p. 438.
79. E. Rodocanachi, Histoire de Rome. Une cour princière au Vatican pendant la
Renaissance (1471-1563), Pans, 1925.
80. C. Corvisieri, «Il trionfo romano di Elenora d’Aragon», en Atti della Società
Romana di Storia Patria, vol. I, 1878, p. 637.
LAS IDEAS HEREDADAS SOBRE EL RENACIMIENTO 101
En 1485 una tarea de derribo dejó al descubierto casualmente y sin
romperlo, en una de las grandes tumbas de la via Appia, el sarcófago de
una joven romana todavía adornada con sus joyas. Una vez expuesta en
el Capitolio, la afluencia de curiosos fue tal que al cabo de unos días.el
papa tuvo que mandar enterrarla, de noche y secretamente; en un lugar
apartado.
Sin embargo, para algunos, esa búsqueda de antigüedades se con­
virtió en un verdadero oficio; desde los albañiles y los viñadores, los
jardineros, los libreros y los orfebres, hasta los artistas que servían de
intermediarios y copiaban medallas y estatuillas, mucha gente obtuvo
ingresos considerables. En la década de 1510 la veta todavía no estaba
agotada y los comercios seguían floreciendo. Benvenuto Cellini se ha­
bía conchabado con peones lombardos que binaban las cepas en pri­
mavera: «Esos palurdos, al cavar la tierra, hallaban a cada instante
medallas antiguas, ágatas de distintos colores, cornalinas y camafeos,
piedras finas, esmeraldas, zafiros, diamantes y rubíes. Hombres que es­
taban al acecho, compraban esos descubrimientos por casi nada y yo
corría tras ellos». Entonces los revendía a los cardenales, se ganaba así
su reconocimiento y amistad; a uno una esmeralda en forma de cabeza
de delfín, «tan grande como las habas que se utilizan en los escruti­
nios»; a otro un camafeo en el que aparecía Hércules encadenando las
tres cabezas de Cerbero; o bien una Minerva hecha con un topacio.81
Vemos pues que ese interés por lo antiguo se limitaba a menudo a
la búsqueda de objetos y fragmentos de decorados. En definitiva, el arte
romano se apreciaba a pedazos, a base de elementos a la fuerza dispa­
res y no vinculados, sin datar ni identificar, y generalmente mal inter­
pretados. La pasión por el detalle, por el motivo, dominaba general­
mente sobre cualquier otra aproximación.
Todo el mundo se extasiaba y se entusiasmaba en el momento en
que un feliz azar aportaba un descubrimiento, pero nadie podía situarlo
en el tiempo ni tan sólo, en la mayoría de los casos, definirlo. El es­
fuerzo por inserir una pieza en su contexto seguía siendo limitado. Se
contaban leyendas sorprendentes y explicaciones extravagantes sobre
los lugares insignes, las estatuas y los edificios en ruinas, en una con­
fusión total, sin que ninguna investigación sistemática acudiera en ayu­
da de la verdad. Constantemente se evocaba, no un pasado histórico
bien definido, sino la intervención de lo sobrenatural, y a veces de lo

81. Vie de Benvenuto C e l l i n i pp. 113-114.


102 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

sobrenatural en el sentido pristiano. Los milagros ocupaban un lugar de


privilegio. Se divulgaban historias que incluían maravillas, tesoros,
placas de oro... Los romanos veían sin duda en el Capitolio un lugar im­
portante de su pasado, pero lo rodeaban de historias fabulosas totalr
mente inventadas. Allí se levantaba antaño, según contaba el pueblo y
escribían los-mejores autores, un edificio admirable revestido de cristal
y de oro, construido para ser el espejo de todas las naciones. ¡Se creía
que ese Capitolium aureaum había estado coronado por una grán torre
en la que se encontraba una linterna de oro para indicar a los marineros
donde se hallaba la capital del mundo! En el interior se alineaban las es­
tatuas de todos los reyes y de todos los emperadores.
Cada plaza pública y cada monumento tenía su leyenda en la que se
mezclaban los recuerdos de la mitología antigua, de la historia más o
menos legendaria de Roma y de las Escrituras. Se creía que Noé, tras el
fracaso de la torre de Babel, había fundado la ciudad de Roma, y que su
hijo instaló su palacio fortificado sobre el monte Palatino. Para las otras
colinas se citaba a Saturno y a Hércules, a un rey llamado ítalo, Evandro
rey de Arcadia, Tibris rey de los aborígenes, Coribas, Glanco, el hijo
menor de Júpiter, e incluso... una hija de Eneas que no se nombraba per­
sonalmente. A muchas ruinas también se les atribuían falsas apelaciones
surgidas de confusiones sorprendentes perfectamente inexplicables, o
bien de una ignorancia total, o de lecturas erróneas de inscripciones.
Nuestros romanos del Renacimiento, incapaces de comprender sus
vestigios antiguos, de inserirlos en una historia de la que no obstante se
contaban las mil y una maravillas, procuraban salir de apuros utilizando
simples juegos de palabras. El Velabro, esa depresión pantanosa y ba­
rrio popular situado entre el Palatino y el Capitolio, simplemente ilus­
trado por la pequeña iglesia de San Giorgio in Velabro, se convirtió en
el lenguaje popular, de un modo como mínimo inesperado, en el Velum
Aureum... En 1452, un viajero alemán que se había informado en la pro­
pia Roma, decía que la estatua ecuestre de Letrán (el Marco Aurelio) re­
presentaba «a un ciudadano llamado Septimio Severo que mató a un rey
que asediaba Roma y Uevó su cuerpo a la ciudad»; también afirmaba que
Rómulo estaba sepultado bajo la pirámide de Cestius.82 Cuando, en
1480, se descubrió en las viñas del cardenal Della Rovere una admirable
estatua de Apolonio inmediatamente expuesta en el Belvedere del Vati­
cano, nadie fue capaz ni de dataría aunque fuera de un modo aproxima­

82. E. Rodocanachi, Histoire de Rome p. 268.


LjAS IDEAS HEREDADAS SOBRE EL RENACIMIENTO 103

do, ni de identificarla; los sabios y notarios de los cardenales, los huma­


nistas de las academias, sin duda entusiastas, propusieron una gran can­
tidad de explicaciones y de atribuciones, a cual más fantasiosa.
Hay que reconocer que el gusto por lo maravilloso y la moda del
momento no facilitaban las cosas. En esa época, la fama popular dio a
una estatua de Isis de la que no se sabía qué decir el nombre de Lucre-
zia; y ello se produjo simplemente por referencia a la favorita del rey de
Nápoles cuya visita a Roma, poco tiempo antes, y su séquito habían al­
terado fuertemente las imaginaciones.83
Estas pocas indicaciones muestran claramente el carácter imperfec­
to y fragmentario, en el Quattrocento y en la propia Roma, del conoci­
miento de la Roma antigua, por lo menos en este plano. Los hombres
más enterados, los humanistas apasionados por lo antiguo, debían con­
tentarse con admirar sin saber en muchos casos qué era lo que admira­
ban. Las verdaderas identificaciones seguían siendo escasas, y se ce­
lebraban en el círculo de los eruditos como verdaderos milagros. El
famoso grupo de Laoconte y sus dos hijos atacados por serpientes, des­
cubierto el 14 de enero de 1505 en un viñedo cercano a las termas de
Tito e inmediatamente admirado por Miguel Ángel y por Sangallo, se
reconoció gracias a que Plinio mencionaba esa obra insigne. El descu­
bridor de esta pieza excepcional, un tal Félix de Fredi, recibió honores
de héroe, gozó de favores toda su vida y, tras su muerte, fue sepultado
en la iglesia de Aracoeli consagrada, en el Capitolio, a las glorias de la
Urbs. El papa Julio II dio seiscientos escudos para que el Laoconte se
incorporara a las colecciones del Vaticano. Un éxito de esa magnitud y
esos entusiasmos, ¿eran solamente fruto de una veneración pura por el
arte antiguo o del placer de volver a encontrar uno de los episodios fa­
miliares y de los más dramáticos de una historia cantada y aprendida
durante siglos? En efecto, ese drama era muy conocido simplemente
porque se insería en la historia de la guerra de Troya y del caballo de
Ulises, ampliamente divulgada durante generaciones. Así, por la gracia
de un repertorio propiamente «medieval», los hombres de la Roma
«renacentista» fueron capaces de poner un nombre a uno de sus descu­
brimientos antiguos.
Los tímidos, ensayos de reconstrucción de las civilizaciones desa­
parecidas se hacían en un orden disperso, utilizando desordenadamen­
te elementos de los tiempos republicanos y elementos de los últimos si-

83. Ibid., p. 340.


104 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

glos del imperio. El culto del objeto y la locura por coleccionar empu­
jaban a apasionarse por los accesorios ornamentales o anecdóticos cu­
yos significados no siempre se comprendían. Preocupados por seguir
esas modas, los pintores cargaban sus composiciones abusivamente
con un gran número de elementos arcaizantes, con un verdadero bati­
burrillo romano. Lo vemos, en particular, en los Trionfi: el de Julio Cé­
sar creado por Mantegna (de 1484 a 1494), y el de Escipión el Africa­
no creado por Jules Romain unos diez anos más tarde. En el tiempo del
papa León X, Rafael se inspiró, para las logias del Vaticano, en los fi­
nos decorados de la Casa Dorada de Nerón: guirnaldas de follajes,
hombres y animales fantásticos o burlescos. Desde entonces, los escul­
tores pusieron guirnaldas de ese tipo en todas partes y, como en esa
casa los albañiles habían puesto al día sobre todo las grutas del jardín,
esas fantasías tomaron el nombre de «grutescas», y causaron furor.
¿Estamos ante una reverencia consciente por lo antiguo? ¿Podemos
dudar de ello? ¿No es mejor invocar en muchos casos la magia de las
modas, una especie de esnobismo diríamos, y el deseo de recuperar
hasta la saciedad y servilmente el gusto de aquella época?

¿Paganismo o regreso a las fuentes del cristianismo?

Roma seguía estando en el centro de todas las miradas y el saber


se apoyaba sobre todo en descubrimientos hechos en la ciudad o en
los alrededores inmediatos, en las ruinas, los campos o los viñedos;
generalmente en las propiedades de los cardenales de la Iglesia. Esa
constatación invita a subrayar una orientación de la curiosidad y de
los intereses.
Contrariamente a lo que se ha escrito a menudo, ese renacimiento
no se afirma en absoluto como una complacencia por los tiempos del
paganismo, como una liberación de las creencias tradicionales. Ni la
admiración por los autores antiguos, por las obras de arte halladas de
nuevo, ni, por otro lado, la libertad de las costumbres que se atribuía a
los hombres de letras de la época, excluían de ningún modo la fidelidad
a la religión de los padres ni las múltiples referencias a la cultura cris­
tiana. La leyenda del Capitolio se apoyaba en un milagro. A llí fue don­
de, según se decía, Octavio Augusto vio aparecer en plena luz — visión
provocada por la Sibila de Cumas— , una Virgen llevando un niño en­
cima de un altar y anunciando la llegada del Salvador; en ese preciso
LAS IDEAS HEREDADAS SOBRE EL RENACIMIENTO 1Ó5

lugar fue construida la iglesia de Aracoeli en la que Cola di Rienzo de­


bía dirigirse a las masas, y en el que los héroes del pueblo romano y
cristiano debían hallar su descanso eterno. En el lenguaje popular, la
Porta Aurelia cambia de nombre y pierde esa referencia al emperador
para convertirse en la Porta Aurea, en memoria de la puerta de Jerusa-
lén en la que Joaquín encontró a Ana, en la que Cristo fue. aclamado el
día de las palmas, y por la que Heraclio entró en la ciudad llevando la
Santa Cruz tras su victoria frente a los persas.
Las únicas exploraciones romanas que se emprendieron en la época
del Renacimiento, las únicas investigaciones de estructuras antiguas, no
estuvieron guiadas por el interés de exhumar vestigios paganos, templos
o teatros, sino por el interés por los cementerios, testimonios de los pri­
meros tiempos del cristianismo en Occidente.
Ese interés, centrado en esa época, en los siglos xv y xvi, en las ca­
tacumbas romanas, extraña generalmente a los historiadores que pien­
san que los hombres del Renacimiento, y principalmente los poetas o fi­
lósofos humanistas, no sentían curiosidad más que por los tiempos de la
república romana y del imperio triunfante, el tiempo de los dioses pa­
ganos. Para ellos, la arqueología cristiana no se afirmó verdaderamen­
te, tras algunos torpes balbuceos a finales del siglo xvi (y debidos al
azar de un descubrimiento inopinado el 31 de mayo de 1578), hasta los
trabajos del padre Marchi y de Giovanni-Batista De Rossi a partir de los
años 1850. El artículo del Dictionnaire d ’archéologie chrétienne et de
liturgie (1910), firmado por Henri Leclercq, afirma que los cemente­
rios cristianos de Roma fueron completamente olvidados durante siglos
y que «la Edad Media hizo aún más densas sobre los cementerios las ti­
nieblas con que cubría todo el pasado en general». En cuanto a los
tiempos del Renacimiento, el autor indica que la catacumba de Calixto
contenía grafitos de hermanos franciscanos, de 1433 a 1482, y la de los
santos Pedro y Marcelino las firmas del célebre Pomponio Loto y de
sus compañeros (1475). Pero el mismo artículo da poca importancia a
esos hechos y parece incluso sugerir que esos escritores, miembros y
ornamentos de la célebre Academia romana condenada por el papa Pa­
blo II, habrían hallado en las catacumbas un refugio contra la persecu­
ción, o por lo menos un lugar seguro en el que se podían reunir a cu­
bierto.84 •

84. H. Leclercq, artículo «Catacombes» en Dictionnaire d’archéologie chrétienne


et de liturgie, vol. 2, 1910, cois. 2.375-2.450.
106 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

En definitiva, las dos proposiciones deben ser revisadas. En primer


lugar, las catacumbas no fueron ignoradas en la Edad Media ni por los
romanos ni por los visitantes. En 625-638, un peregrino anónimo ofre­
cía una gran cantidad de detalles sobre las iglesias y los cementerios
antiguos de Roma en un relato que pretendía ser sobre todo una guía.
Un contemporáneo de Carlomagno dejó notas topográficas y listas de
inscripciones. Las catacumbas figuraban en un buen lugar, en el si­
glo xi, en las descripciones de la ciutiad, esos M irabilis urbis Romae
tan ampliamente difundidos, y, aproximadamente un siglo más tarde,
en los escritos del inglés Guillermo de Malmesbury, que evocaba el
paso de los cruzados por Roma en la época de Urbano II y reproducía
una lista topográfica de los monumentos y de los cementerios.85
En segundo lugar, los humanistas hicieron mucho más que aventu­
rarse por azar o refugiarse, obligados y forzados, en uno de los cemen­
terios. Visitaron con interés varios de ellos (el de Pedro y Marcelino, y
también el de Calixto, el de Pretextato y el de Priscilo), situados en lu­
gares alejados y todos ellos de estructuras diferentes. Fue una verdade­
ra exploración y sacaron provecho de ella.86
Para esos hombres, humanistas del Renacimiento que se atribuían
nombres de autores griegos y latinos (Calimaco, Asclepíades, Glauco,’
Sabellicus), las antigüedades cristianas les hablaban tanto o más que las
otras. Maffeo Vegio (m. 1458) consagró en esa época todo un volumen
a una descripción muy minuciosa de la primera basílica de San Pedro.
Flavio Biondo (m. 1463) dedicó su Roma instaurata al papa veneciano
Eugenio IV; el libro estaba dedicado a la glorificación de todas las an­
tigüedades de Roma, a sus grandes basílicas cristianas tanto como a los
vestigios más antiguos. Todo ello da testimonio de un interés vivo, que
se une al que suscitaban, exactamente en la misma época, las iglesias y
baptisterios de Ravena.87

85. R. Aigrain, «Les catacombes romaines», en Archéologie chrétienne, Bloud et


Gay, Paris, 1942, pp. 9-10.
86. Stomaiolo, <<HGiovanni Battista ed il Pantagosto compagni di Pomponio Leto
nella visita delle catacombe romane», Nuovo Bollettino di Archeologia Christiana (1906).
87. D. Spreti, De Amplitudine, vastatione et instauratione civitatis Ravennae\ in­
ventario preciso y entusiasta esento en 1489.
LAS IDEAS HEREDADAS SOBRE EL RENACIMIENTO

C o n c l u s ió n

Es muy posible que la afición manifestada por los autores de los


años 1820-1840 hacia los pintores italianos del Trecento y del Quat-
, trócente sea, en buena parte, fruto de un malentendido o quizá mejor
de un equívoco. ¿Querían que se admiraran las obras por ellas mismas
o más bien sus autores? Esos promotores de una nueva moda no pare­
cen estar en perfecto acuerdo con los que habían lanzado esa moda an­
taño, en la época de los humanistas. No recuperan los criterios de Pe­
trarca o de Alberti. Hacen bastante poco caso del arte de representar
bien la naturaleza, y no invocan a diestro y siniestro la imitación de
las obras antiguas ni las altas gestas de los griegos y los romanos. Lo
que parece interesarles sobre todo es la idea que se hacen de la per­
sonalidad de los artistas de esa época y, más generalmente, de la con­
dición del hombre frente a las limitaciones de la sociedad y de la re­
ligión.
A ese hombre, a ese artista, podían conocerlo, definir sus insercio­
nes sociales y su carácter, mientras que todos los artistas de los siglos
precedentes les eran completamente desconocidos, a falta de documen­
tos o de investigaciones suficientemente profundas. Gracias a Petrarca
y a Boccaccio, y luego sobre todo a Vasari, los críticos de arte y los afi­
cionados del siglo xix disponían finalmente de nombres y de figuras.
Esas Vidas de Vasari los colmaban de satisfacción; la de Benvenuto
Cellini escrita por él mismo, una verdadera novela de capa y espada, les
apasionaba. Esa intimidad les parecía una novedad maravillosa y es, en
definitiva, a su entusiasmo — y a su ignorancia— a los que debemos
esa idea perfectamente errónea del anonimato del artista en la Edad
Media.
Además, esos pintores, escultores y orfebres les gustaban. Por lo
que sabían de ellos, se identificaban personalmente con ellos. Para
esos historiadores y críticos de principios del siglo xix, no había nin­
guna duda de que el Renacimiento había marcado un claro rechazo de
las limitaciones «morales» y sociales, y un abandono inteligente de las
devociones tradicionales. Stendhal el rebelde, que se declaraba ateo y
jacobino, no cesaba de aplaudir esas vidas; sus Crónicas de Italia
muestran claramente sus fervores por un mundo de-violencia y de
blasfemias; Burckhardt hacía de Cellini un héroe, y quizá incluso un mo­
delo. No cabe duda de que en esos casos no se trataba más que de un
error de apreciación; pero ese error se ha mantenido y la idea de un «mo-
108 EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

demismo» pagano, de un Renacimiento que aceptaba todo lo que


procediera de la Antigüedad y rechazaba el cristianismo, ha progre­
sado.
En 1942 el admirable libro de Lucien Febvre, Problème de Vincro­
yance au xvie siècle»denunció esas visiones tan simplistas y puso ma­
gistralmente las cosas en su lugar. Un estudio pormenorizado de las
verdaderas curiosidades intelectuales en la Roma del Quattrocento y
algo más tarde, aportaría a su tesis, desgraciadamente a menudo olvi­
dada, numerosas confirmaciones y relegaría esa imagen del Renaci­
miento — apasionado por la civilización antigua, sin discernimiento, y
por ello mismo pagano— , al repertorio de los clichés pasados de moda.
3

Segunda parte

EL FEUDALISMO Y LOS DERÉCHOS SEÑORIALES

l
1. LAS IDEAS PRECONCEBIDAS
t

E l e s t a d o t e n t a c u l a r y s u s v ir t u d e s

Lo que sabemos, o mejor dicho lo que hemos retenido, acerca de la


Edad Media, de su civilización, de sus estructuras políticas y sociales,
de las formas de vida, y sobre todo de las relaciones humanas, nos ha
sido dictado, desde hace ya mucho tiempo, por obras de pura propa­
ganda, elaboradas a conciencia y reutilizadas por una gran cantidad de
polígrafos que solamente se han dedicado a copiar. Estos autores han
dado lecciones en las que, sin ningún complejo, han juzgado duramen­
te un pasado sobre el que no saben gran cosa. En todas partes hallamos
los mismos clichés, repetidos en los simples manuales para las escuelas
de enseñanza básica, en bellos libros ilustrados destinados a un amplio
público cultivado, e incluso en estudios tan especializados como los co­
mentarios de obras literarias o artísticas. Sin mencionar, claro está, lo
que se escribe sin reflexionar a vuelapluma o en los discursos no con­
trolados.
La condena, ya muy severa para la Edad Media en su conjunto, se
eleva de tono y alcanza su máxima expresión en cuanto se habla del
feudalismo y de las «sociedades feudales», fuentes de tantos abusos, de
tantas desgracias y de tantos crímenes. Se trata de una condena sin ma­
tices, puesto que ese concepto se analiza generalmente en bloque, des­
de los países del norte de Europa hasta las costas del Mediterráneo, y
desde los tiempos de la caída del Imperio romano hasta el alba radian­
te de la «Edad Moderna». El feudalismo es el mal absoluto; la encama­
ción de la barbarie.
Bastaría con leer un manual de enseñanza anterior a la segunda
guerra mundial, o incluso anterior a 1950-1960, en la época en que era
lícito qúe esos libros transmitieran determinados contenidos, para obte-
112 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES
5

ner una idea bastante clara de las intenciones subyacentes. En Francia,


en todo caso, la escuela sabía a qué discurso atenerse y, bajo distintas
etiquetas, no introducía en él muchos cambios. El libro de Malet-Isaac
indicaba claramente la línea que se debía seguir; ni los alumnos ni sus
maestros conocieron jamás otras líneas y tampoco plantearon pregun­
tas. Esos libros desarrollaban e ilustraban con numerosos ejemplos edi­
ficantes un análisis que apoyaba la idea de que la República aportaba la
paz y la justicia social; más aún, reforzaban la convicción de que no se
podía hacer nada grande, sólido y justo sin una fuerte concentración
político-administrativa. Hay que destacar, por otro lado, que ep este úl­
timo punto — los méritos del Estado rígidamente estructurado y ios da­
ños de la «anarquía feudal»— los adversarios y los partidarios del
ideal republicano no se distinguían en nada. Todos se dedicaron a con­
denar el feudalismo, origen de la anarquía. En las esferas del pensa­
miento político siempre ha habido acuerdo sobre las ventajas de un po­
der fuerte, y sobre la obra meritoria de los reyes de Francia (de Luis el
Gordo hasta Luis XIV) que supieron dominar a los terribles señores.
No hay ningún desacuerdo en este sentido: de todas partes llegaban
y llegan todavía duras diatribas contra los bandidos feudales que, tal
como se sabía y cada uno podía ilustrar a su gusto, habían asolado
Francia. Conocemos perfectamente todas esas llamadas de alerta so­
lemnes contra la anarquía feudal cuyo espectro de miserias espantosas
agitan nuestros maestros de pensamiento incesantemente. Ese consen­
so parece sólidamente arraigado incluso hoy en día.
De ese modo, la imagen del feudalismo siempre se ha manchado
con el vicio abominable de la completa disolución del poder; se ha acu­
sado y condenado todo el sistema por su naturaleza misma, fuente de
anarquía y de desgracias.

H is t o r i a d e u n a l i t e r a t u r a d e c o m b a t e

Esa literatura pretendidamente histórica, y los mensajes y consig­


nas de los que hemos aprendido, fueron, en su tiempo, obras de com­
bate político e ideológico dictadas por programas de acción cuidadosa­
mente elaborados. Debemos admitir (y deplorar) que cada «escuela»
histórica e incluso cada investigación individual lleva la marca de su
tiempo; que los autores, por muy escrupulosos que sean, no pueden li­
berarse fácilmente de las preocupaciones de su tiempo, ni de las modas,
LAS IDEAS PRECONCEBIDAS 1 113

ni del contexto espiritual en el que viven; y que existen pues, en toda


obra llamada a obtener cierto éxito, límites en la objetividad y la im­
parcialidad. Sin embargo, en lo referente tanto al feudalismo como a la
Iglesia en la Edad Media, más vale no hablar de un clima reinante, sino
de consignas, de directrices, y realmente de una falta total de originali­
dad. Los esquemas impuestos no eran evidentemente fruto del azar,
sino, por el contrario, fruto de sólidas determinaciones.
Quienes forjaron esa imagen de una Edad Media marcada por el
sello del oscurantismo constituyeron a menudo, sin ni tan sólo encon­
trarse, círculos de pensamiento cuidadosamente protegidos de las in­
jerencias exteriores y de las críticas. Los espíritus demasiado inde­
pendientes, demasiado curiosos por estudiar los hechos, se apartaron
deliberadamente del escenario pedagógico; sus trabajos permanecieron
generalmente desconocidos para el gran público, 'mientras que las
obras de los amigos de los creadores de opinión y las de quienes, a sa­
biendas o no, se adaptaban a los conformismos, fueron ensalzadas, ana­
lizadas o mejor dicho reproducidas, y citadas hasta la saciedad. En to­
das partes se hallaban las mismas fórmulas, los mismos ejemplos
capaces de despertar emociones. Y ello hasta el punto de que el discur­
so histórico, mediocre y sectario, se repetía constantemente al abordar
la sociedad feudal. Por desgracia, todavía quedan muchos restos de esa
concepción.

Antes de 1789: los ministros del rey

La denuncia de los derechos feudales estuvo guiada por dos co­


rrientes de ideas, por dos reflexiones y acciones netamente distintas al
principio, pero convergentes a fin de cuentas por sus efectos.
En primer lugar, y de una forma perfectamente lógica, por la co­
rriente que encamaban los ministros del rey o sus consejeros. Ello no es
extraño; esos ministros pretendían consumar el establecimiento del po­
der central y, consiguientemente, suprimir las particularidades, los de­
rechos señoriales y privados; querían convertir a todos los hombres en
súbditos directos del rey. Los autores, a menudo teóricos de la econo­
mía agraria, atacaban esencialmente la existencia de la servidumbre y
de las corveas, «vestigios de los tiempos bárbaros» y responsables de la
mala explotación de las tierras y de tantos desórdenes. En sus dominios
propios, el rey ya había abolido esos derechos tan antiguos; por lo tan-
114 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

to, estaba en condiciones de exigir las mismas reformas a los nobles e


incluso a las abadías.
Turgot emprendió la supresión obligatoria de los derechos feudales
y sobre todo de las corveas, que debían sustituirse por una contribu­
ción. Fracasó en su empeño, pero su programa inspiró numerosas
obras. De entrada, la obra de Boncerf, jurista de Besançon y defensor
de los siervos, cuyo libro titulado Inconvénients des droits féodaux co­
noció un gran éxito. 'Su ejemplo fue pronto seguido por Letrosne {De
Vadministration provinciale et de la réforme de l’impôt, 1779) que tam­
bién afirmaba abogar por una buena gestión de las tierras y por obtener
beneficios de la agricultura, y que denunciaba sin ambages ese feuda­
lismo «tan oneroso y tan contrario a la plenitud de la propiedad y al
bien de la cultura»; ese feudalismo que «no proporciona ninguna ven­
taja real que pueda compensar el más pequeño de sus inconvenientes».
Por lo tanto, había que suprimirlo... Por su lado, d ’Argenson publicó en
1784 sus Considérations sur le gouvernement anden et présent de la
France. La cuestión de las corveas y de los derechos señoriales se dis­
cutía públicamente: Correspondance d'un homme d ’Etat avec un pu-
blicicite sur la question de savoir si le roi peut affranchir les serfs des
seigneurs à charge d'indemnité (A. Mangard, 1789).

Los reformadores de las «Luces»

Esa corriente reformadora, inspirada por los funcionarios del Esta­


do preocupados por la eficacia y el orden, fue rélevada o mejor dicho
reforzada, ya en la misma época, por otra comente más polémica y
contestataria. Ésta denunciaba los abusos, las situaciones indefendibles
e insoportables, y atacaba las arbitrariedades que segrega invariable­
mente toda forma — incluso atenuada— de feudalismo. Esos autores
querían ante todo situarse en el plano de la condición del hombre y de
su dignidad. Les debemos un gran repertorio de obras «históricas»
perfectamente explotables para grandes polémicas, puesto que fueron
escritas con ese propósito. Su intención y su concertación no ofrecen
ninguna duda y, desde hace algún tiempo, los historiadores franceses,
ocupados en un análisis menos falaz de los orígenes de la Revolución

1. Sobre todo lo que precede: P. Kessel, La Nuit du 4 Août 1789, París, 1969, pp.
46-47,340,360-361.
LAS IDEAS PRECONCEBIDAS, 115

de 1789, han vuelto a adjudicar a-ese movimiento intelectual la impor­


tancia que se merece, no más. Ese movimiento, al que Daniel Momet
consagró en 1933 una obra notable,2 ya no se admitía en los años 1940
como hipótesis de investigación, puesto que estaba demasiado en opo­
sición, en París sobre todo, con lo que los maestros del materialismo
histórico creían poder enseñar.3
¿Quién soñaría hoy en negar o minimizar la influencia de los grandes
pensadores del siglo de las luces, de esa pléyade (fe moralistas virtuo­
sos: Voltaire, Rousseau, Diderot..., todos ellos hombres de gran re­
nombre, mimados por los príncipes y los grandes, reparadores de en­
tuertos, dispensadores de lecciones, y siempre dispuestos a denunciar
los abusos y a tomar partido por las causas justas?4 Sin embargo, esos
maestros de los ejercicios del espíritu se limitaban a los males de su
época; eran en definitiva más panfletarios y periodistas que historiado­
res y no se remontaban lejos en el tiempo. Otros hicieron de ello su ofi­
cio, y sus trabajos (?), o sus afirmaciones en todo caso, manifestadas en
forma de verdades, les llevaron a condenar duramente el pasado y a re­
clamar profundas reformas; ya no se contentaban con denunciar unos
cuantos abusos, sino que exigían transformaciones profundas y ha­
blaban de suprimir los privilegios odiosos y ridículos; y se remitían
preferentemente a la Edad Media. Esos autores, muy prolijos, halla­
ron en la Edad Media su pozo de informaciones más o menos contro­
lables y su fuente de anécdotas de todo tipo. Una buena parte de nues­
tro folklore medieval, de apariencia científica a veces y ridicula otras
veces, nació de ese modo, en el contexto de la preparación de la Re­
volución.
El Montesquieu del Espíritu de las leyes (1748) se sitúa exacta­
mente entre esos autores tan comprometidos, capaces de acreditar fan­
tasías sorprendentes buscando en él pasado los orígenes de tal o cual
práctica. Germain-François Poulain de Sainte-Foix le siguió de cerca
y recuperó los mismos discursos, limitándose a Île-de-France, en sus
Essais historiques sur París (1754-1757). Unos treinta años más tarde,
en vísperas pues de la Revolución, floreció una literatura, ya realmen-

2. Les Origines intellectuelles de la Révolution française. 1715-1787, París, 1933,


1947 2.
3. E. Labrousse, La Crise de Véconomie française à lafin de VAncien Régime et au
début de la Révolution>Pans, 1943.
4. F. Furet y D. Richet, La Révolution, París, 1966.
116 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

te específica, que se limitaba por un lado a los derechos del señor feu­
dal y a sus» abusos {Des banalités de Frémainville, D es droits de ju sti­
ce de Baquet), y por otro lado a la vida política y a las relaciones >so-
ciales en el marco de un único gran feudo (Mémoires pour servir à
VHistoire du comté de Bourgogne de Dunod de Chamage, Mémoires
historiques sur la ville d ’Alençon et sur ses seigneurs de Odolant Des­
nos). Estos libros se publicaron unos meses antes o en el mismo mo­
mento de la redacción de los cahiers de doléances en los que sería di­
fícil hallar el reflejo de cierta espontaneidad e incluso de una total
sinceridad, tal como varios estudios serios afirman hoy en día muy
claramente. Otros libros aparecieron en los últimos meses anteriores a
la Revolución; panfletos en forma de tratados eruditos que se vestían
con el título, muy de moda en la época, de «memorias»: M odestes ob­
servations sur le «Mémoire des princes» faites au nom de 23 millions
de citoyens français (G.Brizard, 1788); Mémoire sur les moyens d'a­
méliorer en France les conditions des laboureurs, des journaliers, des
hommes de peine vivant dans les campagnes et celles de leurs femm es
et de leurs enfants (S. Cliquot de Blerwache); luego llegó el Cri de la
raison ou Examen approfondi des lois et des coutumes qui tiennent
dans la servitude mainmortable quinze mille sujets du roi (abate Cler-
get, 1789).

Las borracheras y los discursos de la noche del 4 de agosto de Î789

Los adversarios de los privilegios y de los «derechos feudales» se


jactaban de tener suficientes argumentos; más allá de los principios ge­
nerales referentes a la preocupación por la igualdad y la fraternidad,
aportaban una gran cantidad de hechos precisos, sacados de esos trata­
dos «históricos» que ofrecían un rico repertorio, casi inagotable, de
prácticas escandalosas, de abusos, de crueldades y de arbitrariedades.
Ante la Asamblea constituyente, durante esa sesión memorable de la
noche del 4 de agosto que conoció, según nos dicen, la «abolición de
todos los privilegios», los oradores de la primera línea política utiliza­
ron un rico arsenal de hechos diversos.
Habían preparado su ataque a la perfección; un ataque dirigido por
un grupo de hombres muy unidos, y bien informados del proyecto.
Todo había comenzado con la adopción de un nuevo reglamento que,
a las sesiones generales de la mañana, añadía las de la noche, que se
LAS IDEAS PRECONCEBIDAS 117

prolongaban hasta muy tarde, con el fin de desmovilizar a quienes no


estaban informados «de los motivos ocultos». A ello siguió inmediata­
mente la elección de un nuevo presidente que «se empeñó con todas
sus fuerzas en reducir a sus adversarios a la inercia haciendo sonar ía
campanilla mañana y noche»; y Camille Desmoulins, buen observador
de esas maquinaciones, explica: «su actuación fue genial y a esa acti­
tud debemos los grandes acontecimientos de su presidencia y la noche
del 4 de agosto». A ello hay que añadir las grandes cenas ofrecidas por
. los partidarios de la abolición: «Un festín espléndido como Luis XIV
no lo había ofrecido ni en los días de su mayor magnificencia. Se es­
canció todo tipo de vinos ... La orgía duró hasta las nueve de la noche ...
De todos los diputados que habían cenado en casa de los duques de A i­
guillon y de Liancourt, no había uno solo que no se hallara en estado
de embriaguez total ... Los Voidel, los Chapelier y los de Aiguillon
habían bebido tanto que el vino les salía por los ojos en plena asam­
blea».5
Los discursos de esa noche atestiguan esta «documentación» saca­
da de libros o panfletos muy recientes. Tras algunas exposiciones de
principios muy generales,6 subieron a la tribuna los denunciantes de los
abusos, que, a lo largo de sus lecturas, habían recogido una gran canti­
dad de ejemplos horribles y de anécdotas escandalosas. Las dos estre­
llas de la noche fueron Le Guen de Kerengal, diputado de la nobleza de
Bretaña, y Lapoule, abogado de Besançon, «llevado por el horror que
deben inspirar en toda alma honesta los deplorables vestigios de la bar­
barie feudal». Pero ambos, al igual que muchos otros, se cubrieron de
ridículo y fueron mandados de nuevo a sus asientos en medio de los
abucheos de la Asamblea. No obstante, no es seguro que esos discursos
extravagantes se olvidaran y que no se citaran luego como grandes ver­
dades^ Durante mucho tiempo quedó algo de ellos. Y quizá todavía
hoy... Los manuales describen regularmente muchos de esos abusos
puramente imaginarios. Los historiadores se han inspirado en ellos mu­
chas veces sin matizarlos y sin clasificarlos.
Además, está claro que el ataque contra los privilegios, preparado
durante años por una gran cantidad de escritos, y perfectamente con­
certado, no pretendía llegar a una reestructuración total de los sistemas

5. P. Kessel, La Nuit du 4 A o û t pp. 122, 127,192-193.


6. Como los del duque de Aiguillon y el vizconde de Noailles («Nos quedaba un
monstruo, el feudalismo, abatido por Noailles; ruge, cae, expira»).
118 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES'

ep vigor; no buscaba realmente establecer una igualdad entre los hom­


bres. ante las cargas y los impuestos. Los únicos privilegios abolidos en
ese entusiasmo se referían exclusivamente a los derechos feudales y a
todo lo que concerniera a la propiedad rural. Otros privilegios siguieron
vigentes»sin demasiados murmullos.7
Según un programa definido desde hacía mucho tiempo, los dipu­
tados de la Asamblea constituyente se dedicaron a reforzar los poderes
del Estado y de las ciudades, cuyos dirigentes se beneficiaron tras 1789
de nuevos medios de acción, de mayores fortunas y en todo caso salie­
ron indemnes de esas transformaciones.

De M ichelet a nuestros días:


la anarquía feudal denunciada p o r nuestros maestros

Tras ei Primer Imperio y la Restauración, la escuela histórica fran­


cesa se inscribió de nuevo, y de un modo igualmente virulento, en una
corriente «republicana» deliberadamente hostil al Antiguo Régimen.
Un gran número de autores, y no de poca importancia, cuyos nombres
citamos siempre con una especie de reverencia emocionada, se dedica­
ron entonces a denunciar las fechorías de los nobles y de los señores y
los males del feudalismo; y añadieron además la denuncia del propio
poder del rey. Escribieron, durante medio siglo y en distintos grados de
seriedad, una serie de estudios precisos o, más a menudo, de grandes
frescos, que llevaban invariablemente a las mismas conclusiones. Se
pusieron al día los catálogos de anécdotas dramáticas y de abusos inso­
portables, y se eligieron y presentaron argumentos qué estuvieran al
servicio de una sola idea: el sentido de la Historia, el progreso continuo
tanto de las técnicas como del sentido moral, y la marcha ineluctable
hacia la paz y la justicia republicana que forzosamente halla sus apoyos
más sólidos en las virtudes naturales del hombre liberado de los prejui­
cios y de las limitaciones.
Hoy en día, Augustin Thierry se conoce sobre todo por sus Récits
des temps mérovingiens (1840) y en segundo lugar por la Histoire de
la conquête de VAngleterre p a r les Normands (1825). Pero los hom­
bres de su tiempo se interesaban tanto o incluso más por sus trabajos y
escritos más dispersos, más fragmentarios, y de otra naturaleza. Las

7. P. Kessel, La Nuit du 4 A o û t p. 162.


LAS IDEAS PRECONCEBIDAS 119

Lettres sur Vhistoire de Francte (1827) y las Nouvelles lettres (1833-


1837), las Considérations sur l'histoire de France (1840) y sobre todo
el Essai sur l’histoire de la formation et des progrès du tiers d'état
(1853), eran obras que respondían claramente a intenciones polémicas
y políticas: eran verdaderas lecciones que distribuían alabanzas y
oprobios.
El mismo análisis se puede aplicar sin duda a Jules Michelet (1798-
1874), escritor polígrafo, uno de los «padres» indiscutibles de la histo­
ria de Francia que, aun siendo un hombre de talante discreto que escri­
bía bellamente, consiguió imponerse y ejercer, más que ün control, una
especie de dominio tiránico sobre las carreras y sobre las famas. Ahora
bien, la obra de Michelet, de la que podemos citar sin duda páginas
muy vigorosas, también es muy compleja y los trabajos propiamente
históricos no ocupan más que un lugar relativamente limitado: se trata
más bien de libritos ligeros, de simples evocaciones, de reflexiones per­
sonales e incluso de recuerdos anotados casi día a día; y además, de una
serie de obras más o menos noveladas de las que ya no hablamos pues­
to que ese género ya no está de moda. Dejando a parte su Histoire de
France, un fresco apresurado que podríamos considerar como una ini­
ciación, no más, sus librds de historia se dedican esencialmente a re­
cordar los abusos de antaño y el surgimiento de un orden nuevo que
goza de todas las simpatías. Es el caso de sus Origines du droit
français, y es también el caso de su Histoire de la Révolution françai-
je (1847-1853).
Ya en 1833 se había publicado el último de los quince volúmenes
de la Histoire de France de Henri Martin; luego fue la France histori­
que et monumentale de A. Hugo (1849), y, marcados por la misma ins­
piración y sobrecargado con los mismos clichés, la Histoire des serfs
de Gaudy, los Fiefs et Champarts y las disertaciones Des droits hono­
rifiques y sobre las Corvées de Maréchal et Guyot; sin olvidar a Bargi-
net de Grenoble, Horace Raison e incluso a Mas Latrie.
Todos esos autores no se parecían entre sí. Algunos habían realiza­
do, en efecto, investigaciones específicas sobre temas determinados, y
se consagraban a indagaciones serias y originales; en ellas mostraban
innegables cualidades de análisis crítico y sus trabajos siguen siendo
apreciados. Pero, en cuanto se trataba de los derechos feudales, de la-
nobleza y del Antiguo Régimen, las intenciones y las conclusiones de
todos ellos coincidían. No se oía ninguna nota discordante: solamente
un unísono por todas partes. La fabricación de las imágenes estaba per-
120 EL'FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

fectamente asegurada: un largo trabajo aplicado, de carácter a menudo


meticuloso, cuyos frutos calibrados, acondicionados maravillosamen­
te, recogemos hoy.

Tales escritos, que a veces eran folletos de carácter erudito, no eran


en su totalidad accesibles para el gran público. Su vocabulario y ciertas
referencias a textos jurídicos desalentaban a un gran número de lecto­
res e impedían una amplia difusión en el sistema educativo. Tomaron el
relevo una serie de libros destinados a gozar de mayores éxitos peda­
gógicos: manuales escolares, tratados didácticos y disertaciones, e in­
cluso novelas de capa y espada que, bajo la narración de aventuras ro-
cambolescas, transmitían el mensaje en cuestión.
Los fabricantes de manuales de historia, responsables de la doctri­
na de las escuelas tras las leyes de 1880-1882, quienes fabricaron las
palabras y las imágenes vehiculadas por todas partes y todavía hoy im­
puestas a los niños, y esas guías, a menudo oscuras, mediocres en todo
caso y completamente extrañas al concepto de rigor histórico, no es­
condían sus intenciones. A principios de nuestro siglo, los libros de his­
toria anunciaban un compromiso político fuertemente asentado desde
las primeras páginas. Los límites de la exposición se definían en fun­
ción de un servicio al Estado; había que sustituir «la biografía de los re­
yes y los discursos convencionales durante tanto tiempo confundidos
con la Historia» por la «historia del pueblo francés»; había que dismi­
nuir «el espacio dedicado a los siglos lejanos en beneficio de los perío­
dos cercanos a nosotros». Ello evitaba, naturalmente, iluminar con una
luz nueva las zonas cubiertas de sombras. En cuanto al contenido, ha­
bía que «hacer de los alumnos, desde su más tierna edad, hombres de
progreso, buenos y sinceros republicanos».8
Esos autores profesionales, redactores de manuales para los pe­
queños, no tenían, principalmente en los años 1900-1930, ninguna
formación científica; no se preocupaban en absoluto por verificar da­
tos; podían, en su camino hacia una meta tan claramente declarada y a
sus ojos perfectamente honrosa, contentarse con volver a utilizar lo
que leían aquí y allá, y de hecho disponían de un repertorio muy rico
de obras escritas para ese propósito: las de los grandes autores del si­
glo *xix.
Además, para quienes quisieran instruirse fuera o después de la es­

8. J. Guiraud, Histoire partielle. Histoire vraie, vol. I, París, 1912, p. 38.


LAS IDEAS PRECONCEBIDAS 121

cuela, floreció una literatura «histórica», a la vez erudita, sermoneado­


ra y romántica, que bebía exactamente de las mismas fuentes. Hacer un
listado de todos esos libros sería una tarea fastidiosa; algunos no han
dejado ningún recuerdo, pero, en su época, es decir, en los años 1850 y
durante más de una generación, cada uno de ellos aportó su piedra al
edificio. Todos atestiguaban la misma voluntad de convencer a cual­
quier precio... al precio de las peores extravagancias, amalgamas, acro­
bacias etimológicas, exageraciones y chiquilladas.
?

2. ANATOMÍA DE UNA PROPAGANDA REPUBLICANA

Entre todos los libros que ya nadie o casi nadie lee, existe uno que
presenta un mérito doble para el historiador que analiza esas manipula­
ciones y los métodos utilizados: por un lado, su naturaleza misma (es­
tilo, guiños y alusiones) que lo destinaba a un gran público; por otro
lado, el hecho de que sus autores citan constantemente y con compla­
cencia obras, panfletos, actas o discursos más antiguos. Se trata de un
volumen titulado Les Droits du seigneur sous la féodalité, con el subtí­
tulo de Peuple et Noblesse. Grand román historique, cuyo autor es
Charles Fellens. En cuanto al editor, se menciona simplemente: «Bu-
reaux de la Publication. 78, boulevard Saint-Michel, Paris». No se men­
ciona explícitamente ninguna fecha, pero el curso de la obra nos sitúa
en 1851. Es un libro en cuarto correctamente encuadernado e ilustrado,
con un texto rico y denso de setecientas sesenta páginas a dos colum­
nas. Nos hallamos sin duda ante uno de esos libros que se entregaban a
los colegiales brillantes de las clases más avanzadas durante la distri­
bución de premios, o que los padres de familia burgueses y de buen ni­
vel cultural compraban y guardaban en sus bibliotecas para su propia
educación y la de sus hijos.
Como tantos antes que él, el autor no esconde para nada su inten­
ción de servir a una causa justa; se emplea a esa tarea sin pudor ni mo­
deración, utilizando todo tipo de artificios y procurando llegar a los co­
razones y los espíritus. Ello resulta en un conjunto a la vez literario e
histórico, bastante complejo y de un género más bien bastardo: una
yuxtaposición de textos que se sitúan en distintos niveles y que des­
conciertan en cierto modo. Este género ya no se utiliza y todo lleva a
creer que, en nuestros días, tales procedimientos gozarían de un éxito
de público muy reducido. Sin embargo, hacia 1850, los propagandistas
podían, al parecer, entregarse a ese género sin temor de fatigar o de pro-
ANATOMIA DE UNA PROPAGANDA REPUBLICANA 123

vocar sarcasmos. La forma y los procedimientos de esa obra merecen


que nos detengamos a analizarla, puesto que muchas cosas en ella se
utilizaban ya con anterioridad, y no todo lo que esa obra contiene se ha
abandonado a partir de entonces.

L a NOVELA HISTÓRICA COMO MODO DE EN SALZAR LA VIRTUD


i

De entrada, el libro pretende ser una «gran novela histórica». La


primera parte, efectivamente una novela, consta de aproximadamente
quinientas cincuenta páginas grandes de una tipografía densa y sigue
las reglas de un género que había conocido ya grandes éxitos. En ella
hallamos todos los registros de la invención y una forma de escribir
que, desde las primeras novelas de Alexandre Dumas ofrecidas al pú­
blico unos veinte años antes,9 se había seguido utilizando ampliamente
y había obtenido suficiente éxito como para no tener que renovarse de­
masiado. Se trata de una serie ininterrumpida, siempre confusa y a ve­
ces indescifrable, de episodios rocambolescos que entre desastres y re­
cuperaciones llevan al lector, a gran velocidad y sin dejarle tiempo para
orientarse, del castillo señorial a las chozas de los campesinos, de la
corte del rey al claustro del monasterio; constantemente aparecen com­
bates y duelos, desafíos y traiciones, sorpresas totalmente esperadas y
evasiones acrobáticas; no se nos ahorra nada. Los numerosos persona­
jes, héroes o demonios, se insertan en esa cadena tan bien urdida y no
sorprenden a nadie: el noble perverso, lujurioso, codicioso, sediento de
sangre y de venganza; el joven pobre pero valiente y honesto, paladín
de virtudes y de las reivindicaciones justas; la joven tan sensata y fiel
como bella; los confidentes de quienes deberíamos desconfiar; los vie­
jos que dan buenos consejos; el capitán de armas no del todo malo pero
que no comprende nada y se deja engañar... En definitiva, un folletín,
un gran fresco que se sacrifica a determinados modelos; una novela de
capa y espada que se nutre de hechos fáciles y que, desde el punto de vis­
ta literario, no muestra ninguna pretensión de originalidad. La origina­
lidad se afirma en la intención política y pedagógica: el deseo de ins­
truir y de convencer, de describir abusos e infamias, no solamente
mediante una «historia» y una intriga inventadas, sino también me­
diante referencias frecuentes a lo que se presenta como «pruebas».

9. Henri III et sa cour (1829); La Tour de Nesle (1832); La Reine Margot (1845).
124 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES ,

El título nos informa claramente del registro en el que se inscribe


esta serie de aventuras, a cual más inverosímil; se trata de oponer el
«pueblo» a la «nobleza» y de denunciar los terribles derechos señoria­
les. Nos hallamos naturalmente ante un cuadro de un completo mani-
queísmo, y no podía ser de otro modo; los hombres del pueblo, todos
honestos, todos consagrados a su trabajo, entregados hasta el sacrificio
a servir a sus vecinos, se encuentran incesantemente expuestos a veja­
ciones, abusos y exacciones por parte de señores codiciosos y sin Cora­
zón que los reducen a condiciones miserables, a la desesperación y a la
revuelta. La novela habla de esas desgracias durante páginas y más pá­
ginas: escenas de violencia y de crueldad gratuitas, de encarcelamien­
tos y de torturas. El autor nos presenta a menudo personajes siniestros
de nobles capaces de todo, que persiguen con todo desprecio a sus súb­
ditos, y que les abruman de impuestos, robando sus mujeres y sus bie­
nes, con la única finalidad de satisfacer el capricho de un momento; son
personajes caracterizados por una arrogancia insoportable. Estas silue­
tas hechas en un mismo molde pueblan constantemente el relato.
La altanería del «noble feudal», su desprecio por las «clases traba­
jadoras» son estereotipos utilizados en todo momento hasta la saciedad,
que se repiten en cada página hasta el aburrimiento. En la época en la que
esa obra fue escrita, ningún autor escapaba a esos clichés.
El aspecto en el que los autores de los Droits du seigneur sobresa­
len y en el que su arte no conoce límites, no es su tono o la invención
de caracteres y de situaciones, sino la habilidad en dárselas de pedago­
gos serios, constantemente empeñados en demostrar que, precisamen­
te, ni las tristes aventuras ni los perfiles de sus personajes eran en abso­
luto fruto de la imaginación o del azar; no se trata, tal como recuerdan
los autores a menudo, ni de ficciones ni de exageraciones o arrebatos
por parte de simpatizantes, sino de realidades, de hombres y de hechos
concordantes con lo que atestiguan generalmente los relatos de la épo­
ca y las «costumbres» transmitidas tanto por juristas eminentes como
por los trabajos de los mejores autores. Y también son enormemente
hábiles a la hora de suministrar pruebas mediante citas (más bien alu­
siones...) y referencias, aunque éstas sean generalmente imprecisas o
mutiladas. Cada capítulo del libro está nutrido y enriquecido con digre­
siones farragosas y largas, con el simple propósito de demostrar que tal
o cual abuso, o tal forma de violencia, realmente existieron. .
Cuando la ocasión se presentaba, o incluso sin ningún pretexto,
esos añadidos «documentales» alcanzaban proporciones sorprenden-
ANATOMÍA DE UNA PROPAGANDA REPUBLICANA 125

tes: verdaderas lecciones, llamadas a los buenos sentimientos y a la in­


dignación; sartas de ejemplos siempre de gran relieve, pero siempre ex­
travagantes. Cualquier cosa valía para recordar que la ficción noveles­
ca se apoya en una documentación «indiscutible»; que no es en realidad
más que una ilustración con'el simple objetivo de hacer que las verda­
des establecidas sean más accesibles.

L as G R A N D E S F I G U R A S D E L P A S A D O : L E C C I O N E S D E C IV IS M O
t

Ello conduce a colocar en el mismo volumen una segunda parte


muy curiosa que se titula Marche et Décadence de la féodalité, ya no
una «novela» sino un «relato» que echa mano de personajes históricos
para volver a tratar los mismos temas bajo otros aspectos, y que se es­
fuerza por demostrar siglo tras siglo, reino tras reino, los defectos de un
sistema político que toleraba, junto con los privilegios, la existencia de la
nobleza. La historia comienza con Enrique I, rey de Francia, hijo de
Roberto el Piadoso, durante cuyo remado se establecieron en Francia,
contra las exacciones de los señores, la tregua de Dios y las comu­
nas, signos precursores de la libertad y de la paz. El relato continúa del
mismo modo. Uno de los capítulos lleva el sorprendente título de Dé­
cadence des communes. La tour de Nesles, sin que el vínculo de causa-
efecto aparezca claramente. Otro capítulo se titula Dissolution des mo­
eurs. La Jacquerie. La mère des écoliers, esta última víctima de un
injusto juicio por brujería; luego aparecen el Premier Prisonnier de la
Bastille, el Maréchal de Rais, y el Bâtard de Vauru. Para el capítulo de­
dicado a Louis XI. Les fous des rois de France, el autor transcribe ex­
tensamente pasajes larguísimos de una tragedia de Casimir Delavigne10
en la que aparece el rey hablando sobre las virtudes de la generosidad y
sobre la muerte que sentía próxima con san Francisco de Paula, «ermi­
taño de una austeridad extrema». Todos los grandes momentos del pa­
sado tienen derecho a esas evocaciones desenvueltas, hasta la Saint-
Barthélémy des privilèges, es decir, la noche del 4 de agosto de 1789,
ampliamente descrita gracias a los «recuerdos» del señor de Saint-Hi-
laire, una parte muy efectista de esa voluminosa obra... que termina,
como cabría esperar, con una absolución de los excesos de 1792-1793.

10. Louis XI (1832); C. Delavigne, también autor de Marino Fallero (1829); Robert
le Diable (1831); Les Enfants d'Edouard. (1833); Les Vêpres siciliennes (1855).
126 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

La tercera parte del volumen trata sobre los Impôts singuliers et Re­
devances bizarres, una serie de anécdotas pescadas aquí y allá sin nin­
gún discernimiento que permiten al autor, siempre animado por un es­
píritu vengativo y poruña gran frescura de ánimo, burlarse de las gestas
y símbolos vinculados al homenaje feudal: actos de reconocimiento,
ciertamente caídos a menudo en el olvido, que colocaban al vasallo o al
tenente en una situación de dependencia, que tenían como objetivo, se
nos dice, humillarle y quitarle toda parcela de dignidad. Es un florile­
gio, un inventario, totalmente desordenado y lleno de errores y de apro­
ximaciones.
Quedaban aún más de doscientas páginas para hablar de la noble­
za, un tema vasto y temible abordado en dos apartados por otro autor
llamado J. A. Dulaure. Se trata de entrada de una exposición, cons­
truida según una trama cronológica, que examina seriamente todos los
medios de represión y todas las fechorías de esos nobles bajo las «ra­
zas» sucesivas de reyes de Francia. La intención está muy clara en el
título: Histoire de la noblesse depuis le commencement de la monar­
chie jusqu’à nos jours, où Von expose ses préjugés, ses brigandages,
ses crimes; où l’on prouve qu’elle a été lejïéau de la liberté, de la raison,
des connaissances humaines, l’ennemi du peuple. Ni más ni menos...
Dulaure emprende ese programa con un celo intachable y menciona
uno tras otro a los bandidos de los tiempos bárbaros: los hunos, los
vándalos, los «burgundios», los visigodos, «pueblos brutos y vagabun­
dos que solamente vivían del pillaje, y de quienes todos los nobles pue­
den considerarse dignos herederos». Pillaje, usurpaciones y violencia
son la historia del pasado francés hasta la aurora republicana, y se ins­
criben inevitablemente en ese clima de crímenes y de terrores, de lu­
chas dramáticas, en las que los privilegios aplastaban con toda impuni­
dad a quienes vivían a duras penas, con el único fin de saciar los
apetitos y los vicios de los nobles. Nada escapa en ese sentido a la mi­
rada vigilante del enmendador de entuertos que juzga para la posteri­
dad. Todo este relato se halla atiborrado de burdos errores y de ana­
cronismos que nos dejan boquiabiertos. Esa inspiración y ese capital
de indignación se exasperan a la hora de evocar las cruzadas que, no lo
dudemos, fueron para los nobles una buena ocasión para dar rienda
suelta a sus malas inclinaciones; se habla de las «traiciones, perfidias,
robos, pillajes y crueldades de los nobles»; pero también se recuerda
(pp. 463-464) que durante la primera cruzada de Oriente, «esos caba­
lleros que lo devastaban todo en su camino y se entregaban por devo­
ANATOMÍA DE UNA PROPAGANDA REPUBLICANA 127

ción a los excesos más atroces, sin orden y sin instrucción, fueron ma­
sacrados por Solimái?» (¡que vivió más de cuatrocientos años más tar­
de [1494-1566]...!).
Sin embargo, el señor Dulaure se había informado y no dejaba de
recordarlo a sus lectores;,había leído a Joinville y había hallado en su
obra, según dice, informaciones curiosas que merecen ser recordadas
para la edificación de los ciudadanos cultivados: en Damiette, los no­
bles («varios ilustres caballeros ...») se libraron al oficio indigno de
. acaparadores de víveres; confiscaron las vituallas y alquilaron a los
mercaderes «sus puestos y empleados para vender sus mercancías tan
caras como pudieran». El «colmo de la bajeza» aparece cuando el devo­
to rey Luis descubrió, en su campo, a un tiro de piedra de su tienda, «va­
rios burdeles que mantenían sus gentes», lugares públicos de libertinaje
«cuyos administradores y beneficiarios eran los oficiales nobles». Mu­
jeres prostituidas explotadas por los nobles de la casa real...; todo se re­
pite a lo largo de los siglos; el procedimiento «histórico» bien demos­
trado puede servir para todas las ocasiones: las desgracias de cada
época, las miserias, los crímenes y los excesos no son culpa ni de las in­
clemencias, ni de las gueiras, ni de la naturaleza humana y sus malos
instintos sinp, siempre y simplemente, de la supervivencia de los horri­
bles privilegios que solamente corrompen. El hombre es bueno por na­
turaleza, lo único que lo pervierte es el sistema.
Los salteadores de caminos, los bandidos, las grandes compañías y
los desolladores «que asolaron Francia entre los siglos X II y xvi», eran
todos nobles... En cuanto a los gendarmes («que eran todos nobles de
raza») del tiempo de Carlos VII, sus compañeros, sus sirvientes y sus
escuderos «eran también, por lo general, hidalgos»; incluso uno de esos
domésticos era denominado lepillard ( ‘saqueador’, ‘ladrón’), «nombre
que indica bastante bien la función que cumplía para con sus señores».
El discurso, siempre virtuoso,' siempre sostenido por el mismo tono de
indignación, se va construyendo pieza a pieza hasta llegar a una con­
clusión muy larga, estructurada en dos grandes capítulos muy docu­
mentados que proporcionan la demostración de que «el régimen feudal
destruyó en Francia la agricultura, el comercio, las letras y la indus­
tria»; de que él fue el «único que causó los excesos de barbarie de los
siglos x, X I y xii»; y finalmente de que «los nobles han sido general­
mente más ignorantes que los no nobles».
128 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

E l d ic c io n a r io in c r e íb l e
p

Llega, en último lugar, lo que hace las veces de repertorio científi­


co y resume las informaciones sobre la sociedad, el derecho y las cos­
tumbres, hasta entonces dispersas en ese grueso volumen. Se trata del
Dictionnaire de laféodalité. Son en total doscientas páginas densas y
exactamente doscientas sesenta y ocho voces de todo tipo tratadas del
mismo modo, con la misma preocupación por demostrar lo que se afir­
ma; con la misma dosis de deshonestidad y la misma gala de ignoran­
cia. Se comienza por «Abbaye», «Ahonnement», «Adultere», y se llega
hasta «zéro»: «Bajo las leyes feudales, esa cifra enumeraba los dere­
chos del hombre cuando no era noble»; pero ahora que los siniestros
derechos feudales ya no existen, que se ha introducido una «legislación
nueva», todo es perfecto: «Los feudos y los retrofeudos, los derechos
honoríficos, las servidumbres de la gleba, las justicias señoriales y las
torturas ... todos los derechos señoriales, hasta el derecho de pernada, y
todas las corveas, los diezmos y los privilegios, todo se ha reducido a
«cero». Dejando a un lado esas chiquilladas y esas bellas profesiones
de fe cívica, el Dictionnaire no enseña nada nuevo al lector que haya
leído atentamente hasta entonces. Pero es al parecer una herramienta
cómoda, prueba de que el autor se tiene por un pedagogo y no descui­
da ningún medio de instrucción.
Se utilizan también con frecuencia otros procedimientos más direc­
tos, sin duda más capaces de provocar la indignación y de grabar el es­
píritu con imágenes; y ello sin que se nos explique el porqué, sin previo
aviso y sin referencias. Al final del volumen hallamos una gran canti­
dad de escenas ilustradas, de grabados o dibujos provistos de sus pies
respectivos. Los grabados, cuyo autor y procedencia no conocemos, de
ejecución cuidada y a menudo con decorados atestados de ese batibo­
rrillo romántico que se quiere medievalesco, elevan el tono dramático
y prolongan él combate contra los abusos y las injusticias; podemos ob­
servar a Les Moines chez eux (aparece una joven con cara angelical y
monjes gordos con vasos en la mano), La Justice du seigneur (una jo­
ven abrumada en prisión), Une orgie dans un couvent (con demonios
cornudos bailando sobre la mesa y vomitando llamas); y no olvidemos
a las Oubliettes: un joven bello a cuyos pies se abre el suelo, precipita­
do a un calabozo por un juez feroz que blande una antorcha encendida
bajo su nariz, ante un altar y un gran crucifijo. Los simples dibujos, me­
diocres, se limitan, con trazos rápidos, a escenas de género, bien esco­
ANATOMÍA DE UNA PROPAGANDA REPUBLICANA

gidas e ilustradas con dos o tres líneas de aclaración en forma de mora­


leja o de diálogo. No todos son del mejor gusto, ni mucho menos, pero
todos pretenden instruir, provocar la indignación y llamar a la rebelión.
Aparece, por ejemplo, un monje gordo que mira a tres pobres hombres
royendo unos miserables huesos: «jComen ratas, ratones, perros y ga­
tos! ¡Qué suerte tienen de estar hambrientos!». Otro reza de rodillas a
los pies de una cruz inmensa mientras que hombres armados incendian
el pueblo: «En el nombre del*Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en el
nombre del Dios de misericordia, ¡matad, colgad, quemad!».
*

L O S DESTAJISTAS DE LA PEDAGOGÍA AL ESTILO DE JU L E S F E R R Y

Insistir sobre un solo libro y analizar el proceso a partir de un caso


particular, ¿nos permite verdaderamente concluir y caracterizar, o de­
mostrar una evolución? Esa obra no fue sin duda presentada como una
especie de Biblia, como un manual que gozara de algún tipo de apoyo
oficial. Pero, no obstante, este trozo, o mejor dicho esos trozos dispersos
de literatura de combate, me parecen significativos. En ellos aparece de
todo; todos los medios de escritura y de presentación, desde la novela y
el diccionario científico, hasta la caricatura social y política. Y, en cada
uno de esos géneros, ese libro representa un logro perfecto, un ejemplo
destacable, una especie de arquetipo de obras ampliamente ofrecidas a
varias generaciones de lectores atentos y deseosos de aprender. Lo que
hemos visto en ese volumen se hallaba en muchos otros volúmenes y se
iba a repetir, indefinidamente, durante más de un siglo, en todos los
grados de apariencia de autenticidad y seriedad. Y ello hasta los auto­
res de no hace mucho tiempo (¿o quizá todavía de hoy?) que, con una
gran ingenuidad o falta de pudor, o sin temer en todo caso la mínima
contradicción, han recuperado esas imágenes y nos han dado de beber
el mismo brebaje virtuoso.
Además, dejando incluso a parte su contenido, esa obra voluminosa
atestigua un procedimiento pronto erigido en costumbre: confiar la re­
dacción de libros de historia con vocación pedagógica a redactores que
no gozaban de ninguna cualificación científica y que se contentaban
con volver a copiar, perfectamente ajenos a la investigación propia­
mente dicha. Afortunadamente, esa costumbre ya no rige en la actuali­
dad, pero perduró a partir de los años 1850-1860 durante varias genera­
ciones; el tiempo necesario para imponer determinadas imágenes.
130 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

Los dos autores de esos Droits du seigneur, los señores Fellens y


Dulaure, no fueron en absoluto historiadores en el sentido en el que no­
sotros lo entendemos; tampoco fueron directores de escuela, sino per­
sonajes más bien mediocres.
Uno y otro se sitúan exactamente en^la línea predominante de su
época y se nutren de las ideas de su tiempo. Sus «trabajos» no pasan de
compilaciones y no lo esconden. Los esfuerzos de esos pedagogos para
llegar al gran público se limitan pues a reproducir, deformando si es ne­
cesario, las «obras eruditas y escrupulosas» de hombres que debemos
considerar, al parecer, eruditos y pscrupulosos. Y se limitan a concluir
con una especie de confesión: «El lector me agradecerá el haberle ini­
ciado en la opinión más o menos avanzada, más o menos democrática,
de un cierto número de escritores cuya propiedad literaria he creído mi
deber respetar». Ello basta para situar exactamente la naturaleza de un
trabajo hecho de apaños y de préstamos... No se trata, en efecto, de
nada más que de iniciar a un público quizá neófito, que sin duda toda­
vía ignora las reglas, los ritos y los símbolos; no se trata tanto de con­
vencerle mediante demostraciones o análisis, sino de llenar su espíritu
de falsas pruebas y de certezas aparentes; de conducirlo hacia los pel­
daños de un altar. >
Cualquiera que se atreva a analizar la situación con cierta perspec­
tiva podrá medir, todavía en nuestros días, los efectos de esa iniciación,
llevada a buen término a fuerza de pedagogía autoritaria; una verdade­
ra tiranía intelectual que ha orientado completamente nuestras formas
de comprender ese pasado medieval, y, sobre todo, feudal.
J

3. EXAGERACIÓN Y RIDÍCULO

Esa imagen que debía ser tan clara y definitiva, ha sido hoy en día
retocada en algunos aspectos. No conservamos de ella más que el ca­
rácter general, como una silueta más o menos vaga. Pero seguimos es­
tando convencidos de determinadas verdades que nos llevan a con­
denar el feudalismo en bloque y a inscribimos en esa corriente de
pensamiento preparada desde hace mucho tiempo, en la época de las
primicias «revolucionarias». Cuando invocamos, a diestro y siniestro,
las virtudes de la imparcialidad y del rigor histórico, seguimos siendo
herederos y cómplices de hombres comprometidos en su tiempo en un
combate político que ocultó completamente las realidades,
Esa herencia merece ser examinada y no nos parece inútil tomar
conciencia de las «verdades» que nos querían imponer entonces como
prioritarias; algunas, demasiado exageradas, tuvieron poco éxito, pero
algunos de nuestros autores actuales siguen fieles a diversos clichés in­
ventados y pulidos en aquella época.

E l ARTE DE LAS AMBIGÜEDADES Y LA CONFUSIÓN DE LAS PALABRAS

Lo que sorprende de entrada en todos los escritos prerrevoluciona-


rios y más tarde en los textos puestos al servicio del adoctrinamiento es­
colar, es que parecen complacerse en una gran confusión. Las palabras
portadoras de ideas se emplean a diestro y siniestro sin que esos «histo­
riadores» se tomen la molestia de definirlas. ¿Acaso no eran capaces de
definirlas? ¿Se trata simplemente de un acto de ignorancia; de hábitos
demasiado anclados; o de la opción pór una escritura fácil? ¿O bien, al
contrario, de. una voluntad de mantener determinadas amalgamas y de
no remitirse a la realidad? Ninguna de esas palabras, que sin embargo
se encuentran en el centro de todos los discursos y demostraciones, se
libra de ambigüedades que pueden considerarse sabiamente cultivadas.
132 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

En vísperas de la Revolución de 1789, los escritores podían hablar


de una nobleza que conocían perfectamente y que tenían ante sus pro­
pios ojos, y cuyo estatus y estructuras podían fácilmente estudiar. Sin
embargo, el proceso de transponer esa imagen de la nobleza del si­
glo xviii a períodos mucho más antiguos, a la Edad Media en concreto,
nos parece como mínimo audaz. Los libros de entonces, como por otro
lado los del siglo xix, caen con facilidad en el anacronismo, que es evi­
dentemente una fuente de graves errores. Aunque sólo sea por esa cos­
tumbre tan corriente de imponer la idea de una nobleza medieval como
una casta cerrada, inaccesible a la gente del pueblo. Esa clase social so­
lidaria, coherente, esclerotizada, no es más que un producto de la imagi­
nación; de una mentalidad sistemática que se niega a analizar las rea­
lidades y a tener en cuenta las verdaderas investigaciones. Hoy en día
sabemos que el concepto mismo de noble era en aquella época, en mu­
chos países de Europa occidental y en Francia en particular, una noción
muy vaga; 11 que la nobleza no gozaba de un estatus jurídico preciso
sino que estaba, al revés de lo que afirman las ideas que hemos recibi­
do, en perpetua renovación, tanto por la llegada de nuevas familias
cuya ascensión social estaba perfectamente admitida,12 como por el
abandono de infortunados que, una vez arruinados y desposeídos de sus
mejores bienes, no podían mantener su rango.13
A esos privilegiados, tomados en bloque, se oponen generalmente
o bien los campesinos — tanto libres como siervos— o bien, a partir de
la Revolución sobre todo, el pueblo; pero nadie sabe explicar, desde el
punto de vista social, lo que abarcan esos conceptos que tienen tantas
resonancias y un poder casi mágico. Lo único que parece aglutinar a
ese pueblo, durante los siglos prerrevolucionarios, es el hecho de que

11. Sobre ese carácter mal definido de la nobleza: M. T. Carón, La Noblesse dans
le duché de Bourgogne. 1315-1477, Lille, 1987, pp. 21-56; G. Sivéry, Structures agrai­
res..., vol: H, pp.-596-609. («En el Hainaut ya no se conoce el término de noble en la vida
cotidiana y en loâ textos corrientes.»)
12. M.-C. Gerbet, «Les guerres et l’accès à la noblesse en Espagne de 1465 à
1492», en Mélanges de la Casa de Velâzquez, 1972, pp. 295-326, y la obra colectiva Ori­
gines et renouvellement de la noblesse dans les pays du sud de VEurope au Moyen Age,
Fundación C. Gulbenkian, Paris, 1989.
13. Sobre la decadencia de los nobles: A. Bouton, Le Maine. Histoire économique
et sociale, vol. II, Le Mans, 1970, pp: 94 y ss„ y pp. 206 y ss. G. Sivéry, Structures
agraires ..., vol. II, pp. 45 4 -4 5 5 , 598-599. («En el norte de la Thiérache, el señor de
Avesnes, la abadía de Maroilles y las comunidades campesinas aplastaron a los peque­
ños señores.»)
EXAGERACIÓN Y RIDÍCULO 133

estuvo constantemente oprimido, abrumado de impuestos y humillado,


aunque provisto de todas las virtudes cívicas. Los discursos se articula­
ban casi siempre de una forma decididamente maniqueístá; por un lado
los buenos y por otro lado los malos, lo cual encamaba un antagonismo
fundamental y llevaba a luchas sociales ineluctables. Pero ¿qué era ese
pueblo? ¿Podemos ir más allá del nivel de la pura abstracción? Ningu­
na de las obras claves de antes y después de la Revolución se dedicaba
seriamente a definirlo y todavía menos a mostrar su diversidad, sus je­
rarquías y sus disensiones internas. ¿Quién constituía ese pueblo: el
simple tenente del señor, el campesino enriquecido, el obrero de las
ciudades, el mercader, el «burgués»? Ese burgués propietario adquirió
tierras y señoríos desde una época muy temprana, desde los años 1200 -
1300 en algunos casos; lo siguió háciendo durante siglos y, sin duda,
todavía más en los tiempos de la Revolución. Ese hombre que después
de 1793 poseía verdaderas fortunas territoriales adquiridas a bajo pre­
cio gracias a la emigración de los nobles y a la confiscación de los bie­
nes del clero, y que ahora exigía con un esmero muy particular los in­
gresos y los derechos del señor, ¿seguía formando parte del pueblo?
¿Simplemente porque no era (o todavía no era...) noble?
Observamos, sin ya sorprendemos mucho, que los libros que, por
profesión y con gran entusiasmo, toman por blanco a los privilegiados
y a los favorecidos por la fortuna, a los ricos que abusan de sus poderes
y que explotan el trabajo de los débiles, no mencionan ni atacan al gran
burgués propietario terrateniente. En los años 1830-1860 nunca se ha­
bló de los acaparadores de bienes, de los especuladores y traficantes de
todo tipo, de los nuevos ricos, ni de los compradores de bienes nacio­
nales, proveedores de los ejércitos y financieros poco honestos. Ni tam­
poco se atacó a los empresarios de nuevas industrias. Los únicos que se
tuvieron en cuenta y se señalaron como objetivo de la vindicta pública
fueron los antiguos dueños del suelo, no los nuevos.
Esos olvidos y esas opciones aportan algunos argumentos en apoyo
de una tesis que intenta demostrar que los esquemas «históricos», la
exaltación de la Revolución y la condena de todo el Antiguo Régimen,
se cultivaron escrupulosamente por parte de los herederos de los insti­
gadores de esos ataques contra el feudalismo y de los afortunados be­
neficiarios del nuevo orden político-económico; por parte de hombres
que eran miembros o afiliados de esas grandes dinastías de aprovecha­
dos, o incluso que estaban a su servicio; hombres que, cumpliendo ór­
denes, dictaron durante mucho tiempo la historia de Francia.
134 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

L O S T IE M P O S D E B A R B A R I E

Se nos dice que feudalismo y nobleza equivalen a barbarie, cruel­


dad y corrupción de las costumbres. El señor feudal o el noble no eran
a la fuerza más malos que otros; sin duda también los había virtuosos,
generosos y honestos; pero estaban todos inevitablemente descarriados
y corrompidos por el sistema social de la época, por esos privilegios
que les permitían utilizar impunemente la violencia con el fin de satis­
facer sus ambiciones y sus caprichos. Esa estructura de la sociedad im­
puesta durante tanto tiempo era la fuente de todos los males:

Esos derechos tiránicos o absurdos, ese orgullo extravagante, ese


poder ciego llamado feudalismo que destruyó el comercio y la agricul­
tura y que asentó la barbarie en Francia durante varios siglos, surgen de
esa fuente vergonzosa. Y el ejercicio de ese poder familiarizó a los espí­
ritus con esa monstruosa asociación de ideas que vinculaba los crímenes
más bajos y más atroces con la idea de nobleza, de forma que no ha pa­
recido extraño dar el nombre de grandes a asesinos, a salteadores, y a
malhechores infames.14

De esa forma se afirmaba con gran ingenuidad esa creencia tan curiosa
que pretende que la felicidad de los hombres, la igualdad y la generosi­
dad, vienen aseguradas por el simple advenimiento de «mejores» insti­
tuciones y de determinados sistemas políticos, mientras que otros siste­
mas engendran todo tipo de vicios y de abusos. Se trata de una utopía
generalmente aprendida por los ciudadanos, del culto al ídolo... .
Esos horribles «señores bandoleros» se complacían, a la vez que
amasaban fortunas, en atracar a los viajeros y en despojarles de todo lo
que tuvieran... También se nos dice que los peajes señoriales destruye­
ron el comercio... Esas mismas ideas, aunque ilustradas con distintas
consideraciones o adornos, se encuentran en gran cantidad de libelos e
incluso en los .escritos de Michelet: «Como en el reino ya no existía
una administración general, se dejaron de mantener los caminos». Es una
afirmación curiosa, una postura que atestigua ya, aproximadamente un
siglo antes del triunfo del estatismo, el deseo de verlo todo regulado
desde arriba por parte de un poder central responsable de todo y natu­
ralmente dispensador de favores.
Desde los primeros tiempos de la Escuela republicana de Jules

14. J. A. Dulaure, Les Droits du seigneur ..., p. 449.


EXAGERACIÓN 'Y RIDÍCULO

Ferry, los libros para niños, los manuales escolares, y otras herramien-
, tas pedagógicas han seguido cultivando la imagen de la «guerra feu­
dal»: «los barones feudales eran brutales y feroces; algunos eran tan fe­
roces como los hunos que habían venido a la Galia antaño»; «el señor
vive únicamente del bandidaje, del pillaje de las chozas y de atracar a
los viajeros; ese hombre basto y brutal sólo sueña con la guerra, siem­
pre la guerra ... sus placeres son bárbaros»; «el señor es un guerrero
brutal, cruel e ignorante; la guerra constituye su única ocupación ...
destroza las mieses doradas y siembra la ruina en todas partes; el sier­
vo tiene para él menos valor que un animal»; y finalmente, «el siervo
vive como una liebre cobarde, siempre con las orejas tensas; a la pri-
1mera ocasión huye con su mujer ... vive en un estado de terror» .15 Los
maestros de escuela enseñaban tales estupideces sin pestañear y sin
ningún sentido del ridículo; debían ilustrar y adornar determinadas ideas
mediante gran cantidad de ejemplos edificantes; y se juzgaba a los ni­
ños por esos conocimientos.
Es cierto que las formas han cambiado y, generalmente (aunque no
siempre...), los autores evitan esas exageraciones que quizá harían du­
dar de su buena fe. Pero, dejando al margen algunos libros editados en
los últimos años, muy escasos por cierto, el fondo del discurso sigue
siendo el mismo. El señor feudal, brutal e inculto, ocupado sobre todo
en guerrear, se nos impone todavía como una imagen determinante de
nuestro pasado y, lejos de ver en ello uno de esos viejos tópicos pasa­
dos de moda, nos adherimos a menudo a esa idea. Así nos lo muestran
numerosos libros, y determinados historiadores, al explicar la evolu­
ción de las sociedades y de las economías, construyen sus hipótesis so­
bre ese postulado.
Se nos dice que esos señores-bandoleros luchaban sin cesar, por
cualquier motivo; por una querella con un vecino, por un gesto tomado
por una afrenta, o por una parte de una herencia. La guerra era su oficio
y su gozo: lo demuestran la justas y los torneos, los juegos y las diver­
siones de los caballeros, sus canciones y sus novelas, e incluso la cere­
monia de armarse caballero y el prestigio de los hombres capaces de

15. Y también: «¡Cuántas cargas pesan sobre ese miserable siervol Construye gra­
tuitamente las carreteras, cava fosos, ayuda a levantar las fortificaciones del castillo.
¡Dios sabe cómo abusa el tirano! ... Las chozas son quemadas a menudo y las cosechas
saqueadas cada año reducidos a nutrirse de hierbas y de animales inmundos, los mi­
serables se rebelan». Cf. J. Guiraud, Histoire partielle .... introducción al cap. X X («La
féodalité, les seigneurs féodaux»), que presenta extractos de los manuales escolares.
136 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

combatir. Efectivamente, nada de eso es inexacto, y nadie puede hacer


caso omiso de esos servicios armados, del atractivo o como mínimo de
la importancia del oficio de armas como factor social de discriminación
y de promoción. Sin embargo, varios historiadores, todavía en nuestros
días, dominados por la idea que se han forjado de esos tiempos guerre­
ros, van más lejos y nos quieren hacer creer que el señor — o el n o b le -
obtenía de la guerra su principal fuente de ingresos; que solamente la
guerra le permitía, gracias al pillaje, mantener su rango.
No es extraño encontrar, en libros recientes, un análisis muy co­
rriente de los orígenes de la guerra de los Cien Años, a saber, que la
nobleza de Francia, y consiguientemente los señores feudales, veían
disminuir sus ingresos territoriales de una forma dramática (la crisis,
jsiempre la crisis!...), y el único medio que hallaron para mantenerse en
el mismo nivel de fortuna consistió en empujar al rey a la guerra contra
los ingleses. Hicieron todo lo posible por evitar la reconciliación o el
compromiso entre los dos soberanos, y el país se vio precipitado, por su
culpa y su codicia, y también por su suficiencia, a ese drama que oca­
sionó sufrimientos tan crueles a los hombres del reino.
La Encyclopaedia Universalis, que presume de ofrecer el último
estado de la cuestión, expone e incluso pondera las posiciones general­
mente expuestas en algunos manuales ya antiguos. El artículo consa­
grado en esa enciclopedia a la guerra de los Cien Años afirma, con el
título de «El feudalismo en proceso de mutación», que «las causas pro­
fundas de la guerra de los Cien Años» deben buscarse en las reacciones
del mundo feudal ante «las transformaciones que los historiadores han
bautizado con el nombre de “crisis” del siglo xrv». Los nobles, grave­
mente perjudicados por los cambios en la economía y más particularmen­
te por el desarrollo de la economía monetaria, veían en la guerra una
solución a sus dificultades. Durante más de cien años, reanudaron cons­
tantemente los combates empujados por el deseo de obtener beneficios
(mediante pillajes y rescates), por la esperanza de tomar o recuperar
buena parte del poder político, por la esperanza también de que la guerra
frenara las «evoluciones naturales» que les eran tan contrarias, e inclu­
so por la búsqueda de la «diversión» que hallaban en las «aventuras mi­
litares» .56
Ignorancia o ideas preconcebidas... Todo se debe revisar; todo es

16. Encyclopaedia Universalis, ed. 1984, vol. 8, p. 1.150, artículo «Guerre de Cent
Ans» a cargo de J. Le Goff.
EXAGERACIÓN Y RIDÍCULO 137

falso. Por un lado, decir que ía nobleza terrateniente h^bía conocido


una disminución sensible de sus ingresos a principios del siglo xiv sig­
nifica enunciar uno de esos postulados comodín que hace medio siglo
gozaban de un gran prestigio, pero que hoy se han puesto en tela de jui­
cio y a menudo se han contradicho. Es muy verosímil que esa i‘dea de
una nobleza «en crisis» haya tenido tanto éxito por el hecho de que se
inscribe perfectamente dentro de una visión general de las famosas, y
en su mayor parte míticas, crisis de finales de la Edad Media. En todo
caso, en vísperas de la guerra de los Cien Años nos hallamos todavía
muy a principios del siglo xiv; esa crisis sería pues la cónsecuencia de
los tiempos de san Luis y de sus sucesores inmediatos, una época que
se califica a menudo como de gran prosperidad o, como mínimo, de
equilibrio. Por otro lado, numerosos estudios bien documentados de­
muestran claramente que los grandes propietarios e incluso los nobles
menos favorecidos podían hacer frente a eventuales dificultades de te­
sorería, a devaluaciones de la moneda, y a las evoluciones de los mer­
cados y los gustos.
Además, y sobre todo, la imagen del señor empujando a la guerra
con el fin de enriquecerse es pura abstracción e invención: esa imagen
traduce una grave falta de información. Al llamar a sus vasallos nobles
a las armas para combatir contra los ingleses y defender su reino, el rey
Felipe VI de Francia tuvo que enfrentarse a una gran cantidad de malas
voluntades y de rechazos deliberados. Las amonestaciones dirigidas a
los hombres obligados al servicio de hueste, lejos de provocar grandes
movimientos de adhesión, a menudo no tuvieron una gran respuesta;
los nobles se zafaban o llegaban muy tarde, mal armados y con séqui­
tos demasiado reducidos; algunos apenas combatían y preferían nego­
ciar y entregar su castillo o guarnición.17
En resumidas cuentas, la guerra más bien arruinó a la nobleza de
Francia, infligiéndole pérdidas considerables en hombres y dinero, obli­
gándola a alienar sus bienes y a endeudarse sobremanera... Ello tuvo
como consecuencia, naturalmente, la pérdida de una parte de su inde­
pendencia y un refuerzo del poder real o principesco, puesto que el ser­

17. P. C. Timbal, La Guerre de Cent Ans vue à travers les registres du Parlement
(1337-1369), Paris, 1961, pp. 7 , 14-19; M. Jusselin, «Comment la France se préparait à
la guerre de Cent Ans», Bibliothèque de VÉcole des Chartes (1912); R. Cazelles, La So­
ciété politique et la crise de la Royauté sous Philippe VI de Valois, París, 1958; «Lettres
closes, lettres de “par le roy” Philippe VI de Valois», Annuaire-Bulletin de la Société de
r Histoire de France (1958).
13 8 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

vicio al Estado era el único que podía ofrecer compensaciones intere­


santes para contrarrestar las pérdidas sufridas en los campos de batalla.

Desde otro punto de vista, se considera que ese señor feudal, ex­
perto en el manejo de la lanzadera evidentemente incapaz de gestionar
adecuadamente sus tierras, de prever y de especular, de ganar dinero;
sólo sabía gastar, dilapidar antiguas fortunas e ir derecho a la bancarro­
ta: un hombre de otro tiempo que, decididamente, no había «todavía
entrado en la Edad Moderna». Estando como estamos ocupados en en­
salzar las virtudes del «modernismo», no podemos sentir más que des­
precio o conmiseración por ese hombre fósil. Le negamos cualquier cu­
riosidad cultural; lo consideramos inculto, poco propenso a leer otros
libros que los de caza y caballería. ¿Quién se esfuerza en estudiar esa
cultura feudal de los señores, de los nobles; por determinar sus lecturas;
por inventariar sus bibliotecas cuya existencia se quiere, por otro lado,
ignorar; por definir las formas de protección, de «mecenazgo» en defi­
nitiva, que atraían a poetas, narradores y eruditos? 18
Son muy escasos los autores que se han dedicado a dar a conocer la
verdadera personalidad de esos hombres que siempre se nos muestran
espada en mano; también son muy poco numerosos, y muy mal cono­
cidos, quienes han intentado demostrar la importancia de la literatura
de los humanistas directamente vinculada con la guerra y generada por
el oficio de las armas y el ritual de las batallas. La ceremonia de los tor­
neos se nos presenta a menudo, efectivamente, en su extraña compleji­
dad,19pero no se ha dicho nada o casi nada respecto a los combates; ni
acerca de los poemas y de los cantos de guerra; ni sobre todo, aunque
es más significativo, acerca de esas cartas de desafío llevadas al adver­
sario por parte del héroe de armas la víspera del compromiso: eran car­
tas de un estilo florido, ampuloso, cargado de fuertes reminiscencias

18. P. Strinemann, «Les bibliothèques princières et privées aux x iic et XHle siècles»,
en Histoire des bibliothèques françaises. Les bibliothèques médiévales du VIe siècle à
1530, obra colectiva, París, 1989, pp. 173-192;. por el mismo autor: «Quelques bibliothè­
ques princières et la production hors scriptorium au xn e siècle», Bulletin Archéologique,
(1984), pp. 7-38; J. Bento, «The court of Champagne as a Litterary Center», Speculum,
(1961) pp. 551-591.
19. L. de Beauveau, Le Pas d’armes de la Pastourelle, Chapelet, París, 1928; F. R o­
bin, La Cour d’Anjou-Provence. La vie artistique sous le règne de René, Paris, 1985, pp.
46-58. El propio René de Anjou es el autor de un Traictié de la forme et devis comme on
fait les tournois, dedicado a su hermano Carlos, conde de Maine.
EXAGERACIÓN Y RIDÍCULO 139

antiguas, que el capitán guardaba a continuación ton gran cuidado y


que el príncipe hacía retranscribir (ÿ quizá arreglar un poco) para la
posteridad.20
Los testimonios de tal cultura, del interés del guerrero ^or la crea­
ción literaria o por las obras de la Antigüedad, sorprenden; algunos, in­
cluso ante la evidencia, no se atreven a creerlos. En 1978 el Museo del
Louvre consagró una exposición muy interesante y perfectamente do­
cumentada a la más prestigiosa de sus nuevas adquisiciones: el Refrato
de Segismundo Malatesta por Piero délia Francesca. El Petit Journal
des expositions publicado en esa ocasión evoca el mecenazgo del señor
de Rímini e incluso sus esfuerzos como escritor: por un lado, los dos
poemas que dirigió a Isotta degli Atti, de quien estaba perdidamente
enamorado y con quien se casó más tarde, unos poemas bellísimos en
los que aparecen los héroes de la Antigüedad, los signos del zodíaco y los
planetas; por otro lado, tras la muerte de Isotta, la colección de epísto­
las (las Isottaei) encargadas a dos de los poetas de su corte.21 Pero, en
la misma sala, la nota explicativa de la vitrina consagrada a los libros
sobre el arte militar, obras de escritores de la antigua Roma recogidas
por Malatesta, se iniciaba con esta frase: «Aunque condottiere, Simón
Malatesta se interesaba por las letras y por las obras de la Antigüe­
dad ...»(!). No se podía dar un testimonio más claro de esa manía por
clasificar a los hombres y por encerrarlos en su categoría. Está perfec­
tamente claro: el hombre de guerra no se interesa por los libros, y la so­
ciedad medieval, en buena parte dominada por señores guerreros, se
halla evidentemente, en el plano cultural, sumida en las tinieblas de la
ignorancia.

E L S E Ñ O R F E U D A L D E S P R E C I A Y H U M IL L A A L P U E B L O

¿Siervos o esclavos?

Cuando se quiere evocar el abuso social más insoportable en tiem­


pos del feudalismo se habla de entrada de la servidumbre: condiciones

. 20. J. Glenisson, «Notes d’histoire militaire. Quelques lettres de défi du xiv* siè­
cle», Bibliothèque de VÉcole des Chartes (1947-1948), pp. 246-252.
21. Le Petit Journal des grandes expositions, ed. Réunion des Musées nationaux,
del 9 de junio al 18 de septiembre de 1978, redactado por M. Laclotte, D. Didier y N.
Reynaud.
140 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

jurídicas inferiores y condiciones materiales precarias, restricción drás­


tica de las libertades, derecho por parte del señor de vender a los sier­
vos con la tierra y de separar a las familias. Se insiste también en el ca­
rácter hereditario de la servidumbre, transmitida incluso en caso de
matrimonio mixto .entre un siervo o sierva y una mujer o un hombre li­
bre. Todo ello, tomado en conjunto, es exacto. Lo que falta, y falsifica
esa visión, son los matices o los análisis precisos de las situaciones o de
los destinos humanos.
Sin ni tan sólo entrar en el detalle de las numerosas especificidades
regionales, el respeto por la realidad exige que se tenga en cuenta el mo­
vimiento de emancipación o de liberación de los siervos, ya sea por el
pago de un rescate, ya sea para poblar tierras incultas, o bien por simple
don. Esa emancipación conoció, en ciertos aspectos por lo menos, una
aplicación considerable en los distintos lugares y en distintas épocas, se­
paradas a veces por uno o dos siglos. Los señores laicos emanciparon a
sus siervos más fácilmente que muchas comunidades eclesiásticas. La
servidumbre desapareció más temprano en los países que estuvieron más
expuestos a la circulación monetaria — en los que së5podía fácilmente
pagar a asalariados— que en los países más aislados, situados fuera de
los circuitos mercantiles y de los intercambios frecuentes. Sin embarJ
go, los autores que lo tratan todo en bloque y que denuncian la servi­
dumbre como un mal universalmente existente todavía en vísperas de
1789, o incluso a finales de la Edad Media, dibujan un cuadro general a
partir de lo que no eran más, en definitiva, que estructuras residuales.
Finalmente, no es del todo honesto hablar solamente de los siervos
vinculados a los dominios de los señores feudales, y no mencionar
otras formas de sujeción, simplemente económicas o incluso jurídicas,
igualmente restrictivas. ¿Por qué se habla tanto en nuestros manuales
de los siervos rurales y en cambio no se dice una sola palabra acerca de
la esclavitud doméstica que, en las ciudades del Mediterráneo, ciuda­
des «burguesas» por excelencia, se mantuvo hasta el siglo xvi como
mínimo, gracias a la trata comúnmente practicada en los mercados de
Oriente? Se trató de una aportación de mano de obra considerable: no
era una esclavitud «económica», no era para el trabajo en las minas o
los campos, pero implicaba igualmente una privación total de los dere­
chos individuales y la incapacidad de poseer bienes en propiedad.22 Y

22. C. Verlinden, L'Esclavage dans VEurope médiévale, vol. I, Brujas, 1955; J. Heers
Esclaves et domestiques au Moyen Âge dans le monde méditerranéen, Paris, 1981.
EXAGERACIÓN Y RIDÍCULO

ello, insistamos, no en el medio rural sometido a los señores bárbaros,


sino en las ciudades, en Italia sobre todo, que generalmente presenta­
mos como modelos que prefiguran la Edad Moderna; como faros de la
civilización.
En ese sentido, hay que recordar que en esa era que muchos con­
sideran radiante, en ese Renacimiento anunciador de grandes progre­
sos, no cambiaron en absoluto esas formas de explotación de los hom­
bres. Mal que les pese a quienes se afanan por alabar la marcha de la
humanidad hacia una especie de perfección, y están convencidos de
ello, en lo referente a la esclavitud las costumbres no evolucionaron en
el buen sentido. Al contrario. Parece ser que el ejemplo de la Antigüe­
dad, que la moda de los trionfi a la romana, acabó por impregnar los
espíritus y por promover la aceptación de lo que sin duda se había re­
chazado hasta entonces. La época del Renacimiento es, en algunos paí­
ses, una época en la que se pisotea al enemigo vencido, se le lleva en­
cadenado hasta los vencedores y, consiguientemente, por lo general se
le reduce a la esclavitud. En Italia precisamente, a lo largo del Trecen-
to y del Quattrocento, pero sobre todo a partir de los años 1480, esos
triunfos insolentes recorren las calles para festejar no solamente gran­
des victorias frente a los infieles, sino también frente a otras naciones
cristianas enemigas.
La historia de los conflictos entre dinastías o entre ciudades, y en­
tre partidos sobre todo, ofrece numerosos ejemplos de atrocidades in­
dignas. ¿También en la Italia del Renacimiento? Sin duda... Cola di'
Rienzo, gran admirador de la Roma republicana, se vanagloriaba de ha­
ber llevado a dos mil hombres a Roma para venderlos como esclavos
en 1354, tras su victoria contra los Colonna y otros barones romanos.
Los florentinos, vencedores en Arezzo en 1381, saquearon la ciudad
por completo, masacraron a los hombres, entregaron las mujeres y los
niños a la soldadesca: «... tantas mujeres jóvenes y niñas, y tantas reli­
giosas violadas; muchas de ellas llevadas por el mundo para prostituir­
las; los niños morían de hambre y, de tan hambrientos, comían la carne
de los caballos muertos ...». Tras un largo sitio, Capua cayó el 24 de ju­
lio de 1501 en manos de los ejércitos del rey de Francia, Luis XII, y de
César Borgia: se produjeron masacres y violaciones: «las mujeres se
lanzaban al río o a los pozos para no ser capturadas por los enemigos»;
veinticinco años más tarde, un burgués de Roma quedó profundamente
impresionado al saber esa historia y, en su diario doméstico, recordaba
el acontecimiento; describía ampliamente la violencia, afirmando que
142 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

los franceses mataron a cuatro mil personas y que todas las mujeres
fueron entregadas al ejército (.sbordeliate); más tarde, Francesco Guic­
ciardini, más sereno y menos directamente afectado, escribe como si se
tratase de un historiador y confirma que «las mujeres de todas las cla­
ses fueron las miserables presas de los vencedores; muchas de ellas
fueron posteriormente vendidas a bajo precio en los mercados de
Roma»,23
Estas atrocidades apenas se evocan en nuestros manuales, o bien no
se mencionan en absoluto. Hay que pensar que esas violencias y masa­
cres no eran buenos ejemplos de desarrollo y de edificación personal. ,
En este caso era imposible culpar al feudalismo o a la Edad Media
como tipo de sociedad y de civilización.
Sin embargo, los hechos hablan por sí mismos y llevan a concluir
que a finales de la Edad Media, el mantenimiento de la esclavitud do­
méstica en las ciudades por un lado, y, por otro lado, el resurgimiento
de los triunfos y de la esclavitud a la antigua para los prisioneros, no
ofrecen ninguna duda. Así pues, precisamente en época en la que la ser­
vidumbre rural, impuesta antaño por los señores de la tierra, ya había
desaparecido en gran parte de los dominios de Europa occidental, se
consideraba posible en las ciudades del mundo mediterráneo, ciudades
«libres» e impregnadas de recuerdos de la Antigüedad, arrastrar, a los
mercados de esclavos a hombres vencidos en guerras entre cristianos.

Los ataques contra el honor y la libertad de los hombres

Los «derechos del señor» han sido siempre un gran objeto de estu­
dio. Los primeros «historiadores» de la Edad Media no dejaron de tra­
tarlo, basándose en las colecciones de costumbres y secundariamente
en algunas crónicas. ¡Cuántos abusos se descubrieron, denunciaron y
libraron a la indignación de los buenos burgueses de las ciudades que
no pedían más que una confirmación de su odio hacia el señor rural; ha­
cia los dueños de los castillos que todavía no habían podido confiscar o
comprar a buen precio aprovechando las transformaciones políticas y
sociales! Cuando el cuadro parecía algo apagado, sin mucho relieve, no

23. J. Heers, «Guerres et rébellions en Europe méridionale (xiie-x v c siècles). Pri­


sonniers et esclaves», en Trabajos en Homenaje a Ferran Valls i Taberner, Málaga,
1990, pp. 3.371-3.395.
EXAGERACIÓN Y RIDÍCULO

se arriesgaba mucho adornándolo e inventando hasta lo inverosímil y


hasta lo ridículo. Eso no tenía ninguna importancia: todo ataque de ese
género hallaba a la fuerza una gran simpatía y un éxito seguro.
De libro en libro, el catálogo de los derechos feudales qué ofendían
gravemente el buen sentido o el pudor se fue cargando cada vez más.
Lo importante era reunir carpetas muy gruesas, aunque sólo fuera a
base de recoger chismes. Al lector de hoy, esos discursos asombrosos
le dejan a veces desconcertado: listas interminables de censos variados
y extravagantes, pagados al señor o al jefe de su peaje. Esas exigencias
sin grandes consecuencias financieras no podían en ningún caso pesar
mucho en una economía familiar, pero subrayaban una dependencia es­
trecha y se utilizaban para humillar.
Para tomar un camino o cruzar un puente, el «vasallo» debía cons­
tantemente entregar algunas monedas, un animal de poco precio, un
simple gesto incluso, pero a menudo en situaciones bastante desagra­
dables o supuestamente desagradables: «El día en que el obispo de Ca-
hors entraba en su ciudad episcopal, el barón de Ceissac estaba obliga­
do, como vasallo de ese prelado, a colocarse en un determinado lugar
para esperarlo; en una plaza que los títulos mencionaban formalmente.
Con la cabeza descubierta, la pierna y muslo derechos desnudos, y el
pie derecho calzando una zapatilla, el barón debía, después de haber sa­
ludado humildemente al obispo, tomar la muía episcopal por la brida y
caminar hasta la iglesia catedral y luego hasta el palacio, residencia del
obispo»; y allí, debía servirle la mesa... Una vez hecho esto, el barón
podía partir, llevándose la muía y la vajilla que, desde entonces, le per­
tenecía.24 Algunos autores que se tenían a sí mismos por muy serios se
dedicaban a menudo a narrar tales sandeces.
Algunos veían en esos hechos algo más que simples extravagancias
y afirmaban que esas exigencias curiosas «eran como las adarajas de
procesos largos y minuciosos»; quien no respetara exactamente el rito
impuesto y no aportara escrupulosamente el objeto designado, se veía
arrastrado ante la justicia y era duramente multado. No había que olvi­
dar nada, ni el día, ni la hora, «ni la forma de presentar esa paja» (para
las tomas de feudos, por lo general, entre el pulgar y el índice de la
mano derecha). Los propios objetos, quizá signos simbólicos, se defi­
nían de un modo formal e inmutable: un gavilán, -un lebrel blanco, un
perro cuyas orejas hubieran sido cortadas de una determinada manera,

24. C. Fellens, Les Droits du seigneur ..., p. 436.


144 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

o bien una Janza, unos guantes o unas espuelas. Algunos eran evidente­
mente difíciles de hallar: «el señor feudal no exigía más que un conejo,
pero ese conejo debía tener la oreja derecha blanca y la otra negra. Si el*
enfeudado llevaba un conejo con las marcas convenidas, ocurría a me­
nudo que se disputaba o litigaba por saber si la oreja negra estaba teñi­
da», ¿Se trataba de fuentes de ingresos suplementarias, del placer de
dar qué pensar a los juristas o más bien de un deseo de subrayar de una
forma impropia lo arbitrario? También leemos que quienes arrendaban
los derechos de pesca en el lago de Grandlieu debían, delante del señor,
«bailar una danza que todavía no se hubiera visto jamás y cantar una
canción que todavía no se hubiera oído, sobre una melodía que no fue­
ra nada conocida».25 Un vasallo de Île-de-France debía «imitar a un bo­
rracho, danzar igual que los campesinos y cantar una canción picaresca
ante la mujer de su señor soberano».26 Esos bárbaros disfrutaban mu­
cho con las canciones...
Algunas de esas extravagancias, que se recuerdan con complacen­
cia, cayeron en seguida en el olvido; nadie habla ya de esos vasallos
obligados, un día concreto, a «besar la cerradura y el cerrojo de la
puerta del feudo dominante»; ni de quienes estaban obligados por la
costumbre a presentarse ante su señor para que les tirara de la nariz y
las orejas o les diera bofetadas.27 Pero otras «curiosidades» de ese tipo,
repetidas constantemente, tuvieron mucho más éxito; algunas se nos
han quedado grabadas en la memoria. Es el caso de la obligación que
en algunos lugares tenían los vasallos de agitar el agua de las maris­
mas mientras la señora del lugar estaba de parto para que no la moles­
tara el ruido de las ranas.28 Esa historia tan edificante fue la preferida
por los fabricantes de manuales destinados a los niños durante genera­
ciones (e incluso hasta hoy). Esos batidores de los pantanos poblados
de ranas encamaban la miseria de un pueblo sometido a lo arbitrario,

25. Ibid., pp. 432-433.


26. D. Salvains de Boissieu, De Vusage des fiefs, Grenoble, 1731.
27. J. A. Dulaure, La Noblesse p. 539.
28. Intervención durante la noche del 4 de agosto de Le Guen de Kerengal que se au-
todenominaba diputado campesino bretón, aunque de hecho era mercader de paños:« ... ese
extraño derecho establecido en'algunas de nuestras provincias, en virtud de] cual los vasa­
llos están obligados a batir el agua de las marismas cuando la dama del lugar está dando a
luz, para librarla del ruido inoportuno de las ranas ... Que se nos traigan esos títulos que
obligan a los hombres a pasar noches enteras batiendo las lagunas para evitar que las ranas
molesten el sueño de sus voluptuosos señores». Citado por P. Kessel, La Nuir..., pp. 142-143.
EXAGERACIÓN Y RIDÍCULO 145

a todo tipo de humillaciones y de fatigas. ¡Los escolares debían ima­


ginarse miserables puebluchos habitados, por pobres campesinos ar­
mados de garrotes y de mayales, que se pasaban sus tenebrosas noches
batiendo ranas!
Las investigaciones y las denuncias de abusos se han interesado
muy especialmente, como es natural, por todo lo referente a la vida pri­
vada: amores, matrimonios, raptos y violaciones... exigencias crueles o
»fútiles del señor. El repertorio de sandeces se hincha desmesuradamen­
te. Todas las obras que hablan de los derechos feudales no dejan de re­
cordar, con el apoyo de anécdotas más o menos escabrosas, el control
que el señor pretendía ejercer sobre las uniones de sus siervos e inclu­
so de sus campesinos tenentes sometidos a su voluntad. No todo lo que
se cuenta es inventado, pero todo se ha deformado, o incomprendido o
mal interpretado.
A veces, nuestros grandes autores del siglo x l x se contentaban con
describir algunos rasgos de barbarie que completan o cargan un poco
más la imagen del señor feudal, capaz de infligir, puramente por placer
y por la diversión de un momento, las peores humillaciones. Esas anto­
logías de fechorías demuestran que el público de los historiadores de
los primeros tiempos republicanos eran lectores complacientes que,
privados de sentido crítico e incluso lisa y llanamente del sentido del ri­
dículo, o bien ya condicionados por otros libelos de propaganda, esta­
ban dispuestos a aceptar cualquier exageración. Hoy en día, esto nos
hace sonreír y solamente lo podrían seguir explicando algunos profe­
sionales del adoctrinamiento de espíritus débiles. Pero en su época,
esos libros se editaban corrientemente y gozaban de una gran difusión;
los niños aprendían con ellos a leer y a pensar; se comentaban en familia
y entre amigos.
Una gran cantidad de exigencias feudales de apariencia fútil afec­
taban a la dignidad de los hombres y mujeres y a la intimidad de la pa­
reja. «En un señorío del Poitou [¿cuál y en qué fecha?], el día de la boda
los esposos debían saltar por encima de un foso lleno de agua, y todos
salían de él empapados»; en otros lugares sólo se sometía al marido,
vestido de blanco, a esa prueba, pero el foso estaba lleno de barro; en
otros lugares, debía cruzar de un salto una cornamenta de ciervo y si
fracasaba, «debía colocarse esa cornamenta injuriosa sobre la cabeza».
Y mejor todavía: en la región normanda de Vexin, algunos señores
obligaban a sus vasallos a pasar su noche de bodas en la copa de un ár­
bol y consumar allí su matrimonio; «... había que pagar muy cara la re­
146 EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

dención de esa obligación más que extraña». Sin duda uno de esos mis­
mos «feudales», puesto que también ocurría en el Vexin normando,
reunía en junio a sus siervos — hombres y mujeres— en edad de casar,
los urna como a él le parecía e imponía «a las parejas que le parecían
más enamoradas algunas extrañas condiciones, que sin duda satisfa­
cían su lubricidad, como por ejemplo quedarse en camisa dos horas en
el agua helada del río», o bien «los enganchaba a un arado y los obli­
gaba a trazar algunos surcos».29
Aunque el repertorio se haya despejado un poco, siempre nos que­
da como verdad comprobada el famoso «derecho de la primera noche»
que permitía al señor poseer el primero a la esposa de cada uno de sus
vasallos. Una gran cantidad de obras hablan todavía muy seriamente de
ese derecho; una gran cantidad de novelas históricas e incluso muchos
guiones de películas han adornado o reforzado sus intrigas con tales
episodios escandalosos que provocaban, con razón, la revuelta de los
citados vasallos ayudados por sus amigos. Los historiadores del si­
glo xix eran inagotables respecto a ese punto y recordaban con regula­
ridad los abusos de «un derecho que demuestra los excesos de la tiranía
de los señores y de la esclavitud de sus súbditos». Escribían que en Fran­
cia ese derecho de pernada se mantuvo durante más tiempo que en
otros lugares «por el carácter de los franceses, que atribuyen mucho va­
lor a tales derechos».30
Contra ese derecho, varias protestas y rebeliones alimentaron di­
versas leyendas revestidas con un cariz histórico curioso. Una de esas
leyendas afirmaba que, precisamente para sustraerles de esas exigen­
cias viles por parte de los abades — que las reivindicaban igual que
cualquier otro señor— , Alfonso de Poitiers, hermano de san Luis, dio
una porción de tierra a los súbditos de la abadía con el fin de que se
establecieran en ella al abrigo de las persecuciones: ¡fue el origen de la
villa nueva de Montauban! Desde entonces ya no se inventa tan bien
la Historia...
Algunos señores, a veces pequeños señores, pedían ese derecho a
cada paso: en la zona de Caux, en Souloire concretamente, cerca de
Caudebec, el juez del señor, propietario de un camino que recorría la

29. Sobre todo lo que precede, C. Fellens, Les Droits du seigneur pp. 435 y ss.;
pp. 541 y ss.
30. Sobre ese «derecho», todas las anécdotas han sido referidas muy seriamente por
J. A. Dulaure, LaNoblesse pp. 605 y ss.
EXAGERACIÓN Y RIDÍCULO 147

orilla del lago, pretendía ejercer en su propio beneficio el derecho de


pernada sobre todas las mujeres que pasaran por delante de su casa; la
Historia le concede a pesar de todo cierto discernimiento: sólo retenía a
las más bellas, y las otras debían pagar simplemente cuatro dineros.
Algunos señores del Piamonte se vieron obligados a renunciar a
muchos de esos derechos: varios pueblos se rebelaron y se llegó a cier­
tos «arreglos»: en los lugares en los que el señor pasaba tres noches con
las recién casadas, se acordó que no pasara más que una. En otros lu­
gares el señor solamente tenía derecho a una hora, y en otros lugares a
un cuarto de hora («es cierto que se-pueden hacer muchas cosas en un
cuarto de hora; pero los señores estaban como mínimo obligados a ser
galantes si querían obtener determinados favores»).
Todo ello, insistamos, se presenta sin orden, a menudo sin precisar
fechas, sin la mínima prueba sólida, pero con mucha seriedad y llegan­
do a públicos tan bien preparados que las más increíbles pamplinas se
creyeron durante generaciones. En los últimos decenios de esa época,
se llevaron a cabo varias investigaciones rigurosas sobre el tema; esas
investigaciones condujeron a conclusiones completamente diferentes
que solamente demostraban la supervivencia de una tasa sobre el ma­
trimonio de los siervos; 31 pero*esos trabajos permanecieron (y perma­
necen todavía...) inéditos, y jamás se han utilizado en los libros de am­
plia difusión. Nadie los tuvo en cuenta y se siguió, de forma más o
menos directa, acreditando todo tipo de leyendas.

M a lo s tr a to s y c r u eld a d es po r pu ro p la c e r

«Jean Jacob, ese viejo del monte Jura, de ciento veinte años de
edad, que alguien vio en París a finales del año 1789, contaba a todo
aquel que iba a visitarlo que en su juventud había visto a Antoine de
Bauffremont, abad de Clairvaux, divirtiéndose disparando a los piza­
rreros y a los campesinos. Ese noble ejercicio, muy utilizado antaño, se
llamaba la caza de los villanos.»32
Tales excesos, divagaciones y fábulas, ya no son admisibles. Hoy en
día, ya no vamos tan lejos y dudamos de que los adversarios encamiza-

31. Hace ya más de un siglo: C. Schmidt, «Der Streit über das Jus primae noctis»,
Zeitschriftfür Ethnologie, vol. XVI (1984).
32. Citado por J. A. Dulaure, La Noblesse ...
148 , EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

dos del «orden feudal» hayan podido aportar alguna prueba para de­
mostrar tales extravagancias. Y, sin embargo, todo eso se escribía co­
rrientemente y se utilizaba en distintas circunstancias; todo valía en los
dos momentos esenciales de la lucha contra el feudalismo, contra sus
defectos y sus privilegios (es decir, antes de 1789 y después‘de 1850-
1860). Además del derecho de pernada, otros derechos feudales se be­
neficiaron de una presentación verdaderamente cuidada y muy particu­
lar; una presentación que, para quien quiera redactar un catálogo de
errores y de exageraciones, merecería más de un momento de atención:
*
— Derecho de ravage (destrozo, devastación): «Cuando un señor
estaba descontento de los campesinos de sus feudos o incluso cuando
quería divertirse de una forma distinguida, mandaba a sus perros y a sus
caballos al pequeño campo del desdichado siervo ... y destrozaba en un
instante toda la esperanza y todos los trabajos de un año». Comentarios
sobre lo mismo: «Ese derecho no era ni ventajoso ni honorífico; al leer ta­
les abominaciones, uno se pregunta si los derechos feudales fueron ejer­
cidos por hombres». Afortunadamente, la Asamblea constituyente abolió
ese derecho «como todos los demás privilegios del despotismo señorial».
— Derecho de manos muertas: la «gente sujeta al derecho de manos
muertas eran siervos sometidos a un señor que era el único que tenía de­
recho a heredar sus bienes ... se les dejaba vivir porque se les considera­
ba bestias de carga cuyo trabajo era necesario ... se les obligaba a traba­
jar hasta su última hora para pagar sus derechos, enriquecer a su tirano y
no dejar a su familia más que la miseria más profunda y la suerte más te­
rrible». Las definiciones, algo terminantes, no son inexactas en el fon­
do; pero los comentarios atestiguan las intenciones del historiador.
Además, el libro contiene, dentro de la novela histórica, úna descripción
muy detallada del castillo señorial: encima de la puerta de la caballeriza
principal se hallaba un espacio triangular donde se podían ver clavadas
varias manos.de hombres, «algunas de las cuales ya estaban completa­
mente desecadas y las otras devoradas a medias por los pájaros noctur­
nos». Eran manos de campesinos, claro está, y el autor especificaba, en
una nota y a título de referencia científica: «Derecho de manos muertas».33
— Derecho de prélassement (descanso): denunciado en distintos
momentos, en vísperas y durante la Revolución de 1789, cuando todo

33. Fellens y Dulaure insisten mucho sobre esos derechos odiosos, en particular e
el «Dictionnaire» de su voluminoso libro (Les Droits du seigneur ..., pp. 603-676).
E X A G E R A C IÓ N Y RID ÍCU LO 149
;
el mundo se dedicaba con empeño a describir las «infamias feudales»
más atroces. Uno de los autores más bien documentados parece haber
sido el cura Clerget que cita de entrada a algunos señores del Franco
Condado y de la Alta Alsacia, y especialmente a los condes de Mont-
joie y a los señores de Méchez. De regreso de la cacería, escribía, en las
duras noches de invierno, esos señores «tenían el derecho de hacer des­
tripar a dos de sus siervos para calentarse los pies en sus entrañas hu­
meantes». Como ya es habitual, el autor no menciona ninguna fuente
precisa, aunque sí una «prueba», a saber, el proceso entablado ante el
parlamento de Besançon por cierto conde (el nombre se deja en blanco)
que reclamaba a sus campesinos el pago de elevados censos por la re­
dención de ese derecho. Afortunadamente, «para el honor de la Francia
moderna», el magistrado se indignó y el conde se volvió a su casa con
las manos vacías. Ese cura Clerget pretende naturalmente no inventar­
se nada; no trata el asunto a la ligera, sino que le consagra amplios co­
mentarios. Cree seriamente en lo que acaba de escribir y en ningún caso
menciona que fuera un acto realizado por un enfermo mental o un
monstruo, sino que lo presenta efectivamente como un derecho que los
señores utilizaban corrientemente: «¡Cuántas veces ejercieron ese de­
recho, por desgracia! ¡Y la naturaleza, sublevada contra ese atentado
horrible, jamás armó el brazo de un hijo indignado o de una madre de­
sesperada!». Denuncia estos derechos hasta perder el aliento e incrimi­
na una vez más a los privilegios y, consiguientemente, al sistema feu­
dal: «¡Hasta ese punto estaban esos hombres embriagados con los
caprichos del poder absoluto!». Sobre todo condena las complicidades
y la ley del silencio que durante tanto tiempo escondieron tantos hechos
odiosos, de forma que se hace muy difícil la tarea de echar luz sobre
esos crímenes atroces, mucho más numerosos sin duda de lo que po­
dríamos creer. La noche de la Edad Media lo esconde todo: «... esos si­
glos de ignorancia y de tinieblas que fueron testimonio de tantos crí­
menes, guardarán el silencio de las tumbas, mientras que un velo
espeso recubre todavía ahora las atrpcidades del régimen feudal».34

34. P.-F. Clerget, nacido en Besançon en 1746, escribió y publicó en 1785, en cola­
boración con J.-P. Baverel, una obra titulada: Coup d'oeil philosophique et politique sur
la main-morte, que editó en solitario en una versión más virulenta en 1789. Cura de Or-
nans, elegido diputado del clero, se unió al tercer estado. Sus escritos y discursos han ins­
pirado a menudo a los historiadores de los abusos del Antiguo Régimen; pero éstos ca­
llaron el hecho de que Clerget se negara a prestar el juramento constitucional y de que
muriera exiliado en las islas Canarias en 1808.
150 » EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

En su época, ese discurso no fue en absoluto considerado como las


elucubraciones de un espíritu fanático y algo perturbado. En la noche
del 4 de agosto, durante la «sesión que cortó de raíz el viejo árbol del
feudalismo cuyas ramas habían cubierto Francia durante tanto tiempo
con una sombra funesta», todos los oradores que se apresuraron a de­
nunciar esos «monumentos de la barbarie» hablaron de esos derechos
«que constituyen un ultraje no solamente para el pudor sino para la
humanidad misma ... que humillan a la especie humana». Uno de los
primeros en tomar la palabra fue el diputado del tercer estado, Lapou-
le, que habló de varios abusos y no fue interrumpido por los abucheos
hasta que evocó «ese horrible derecho, relegado sin duda durante siglos
a los polvorientos monumentos de la barbarie de nuestros padres, en
virtud del cual el señor estaba autorizado, en algunos cantones, a hacer
destripar a dos de sus vasallos de regreso de la caza, con el fin de descan­
sar metiendo los pies en los cuerpos sangrantes de esos desdichados».35
Efectivamente, se trataba de tinos pocos señores y, lo que es más,
en tiempos antiguos de los que hemos, en resumidas cuentas, perdido la
memoria («... polvorientos monumentos»). Pero está claro que la exis­
tencia de abusos en una época muy lejana, aunque esos abusos ya hu­
bieran sido abolidos, justificaba ampliamente ia condena del régimen
feudal en bloque y permitía exigir, basándose solamente en esos re­
cuerdos, la supresión de los derechos y privilegios particulares... o por
lo menos de los vinculados al señorío rural y al derecho del ban. Sin
embargo, la Asamblea acogió esa arenga con «gritos de horror y de in­
dignación» que interrumpían al orador, aunque — por lo menos— se le
pidió que aportara algunas pruebas.
Las actas de esa sesión memorable del 4 de agosto de 1789 en la que
se decidió la abolición de determinados privilegios (no de todos), redac­
tadas con posterioridad y no sin discreción, no nos ofrecen ciertamente
más que un cuadro suavizado, lo cual es una lástima, y provocaron la in­
dignación de muchos. Sin embargo, dejando a un lado la generosidad
demostrada por algunos nobles que no tenían nada o poco que perder,
se ve claramente que los ataques contra los derechos feudales no se di­
rigieron únicamente, ni tan sólo principalmente, contra los impuestos,
los pagos y las exacciones; los ataques más duros, y ridículos a fuerza
de invenciones, fueron contra crímenes de los que nadie, seguro, había
sido jamás testigo y de los que nadie había podido ser víctima, conoci­

35. Citado por P. Kessel, La N u i t p. 144.


EXAGERACIÓN Y RIDICULO 151

dos solamente por la lectura de tratados considerados de calidad. Ello


era la consecuencia de una fuerte corriente de denigración, el resultado
lógico de una ofensiva dirigida desde hacía algún tiempo por autores
que se las daban de serios; por todos esos profesionales que, desde
Montesquieu, habían disertado sabiamente sobre los derechos de uso y
de justicia, y que parecían ofrecer toda garantía y podían citarse como
referencia. Las Constituyentes de 1789 no se privaron tampoco de esas
fuentes; por lo que parece eran sus únicas ñientes; la Asamblea estaba
impregnada de ellas.
El hábito de referirse a esas obras no evolucionó muy deprisa. To­
davía hace poco tiempo, los redactores de manuales de enseñanza, en
todos los niveles, cómplices o ignorantes, se limitaban a utilizar clichés
de ese repertorio (las ranas, etc.) y se situaban, fuera de todo rigor his­
tórico, en el mismo frente de combate. Y, ¿acaso están en la actualidad
los conocimientos de dominio público muy lejos de esa corriente? 36

36. En su libro, publicado no hace mucho tiempo (en 1969), La Nuit du 4 Aoüí
obra bien documentada y por lo general rigurosa, P. Kessel no parece poner en duda las
palabras del abogado Lapoule cuando afirmaba que el señor podía usar ese derecho de
prélassement y, por lo tanto, destripar a dos de sus campesinos para calentarse los pies:
«Es difícil de imaginar, por otro lado, por qué un abogado como Lapoule habría sentido
la necesidad de exagerar: estaba bastante al corriente de las cuestiones feudales, de la
realidad feudal en el Franco Condado, como para cometer, errores y arriesgarse a com­
prometer su exposición». Y esto se ha escrito con la mayor seriedad (p. 144).
Tercera parte

LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA


R2S!
Durante mucho tiempo, el historiador medievalista se ha sentido
perfectamente çomodo al hablar del medio rural. El esquema de traba­
jo, las líneas de investigación e incluso las conclusiones se imponían de
común acuerdo: se afirmaba la existencia de una «masa» campesina
(palabra lo suficientemente imprecisa y cargada de sentido) miserable,
sometida a los azares del destino y sobre todo explotada por algunos
señores que les arrancaban, con pleno derecho o mediante exacciones
arbitrarias, la mayor parte de sus pobres cosechas. Por un lado, nos en­
frentamos a la pobreza, los trabajos penosos y la desesperación y, por
otro lado, a la altanería de aquellos a los que todo les estaba permitido.
Esa imagen tenía la ventaja del prêt-à-porter y admitía sólo algunos
matices. ¿Quién habría osado oponerse a esa imagen, o quién habría
orientado su investigación sin hacer referencia a ella?
Por fortuna las cosas han cambiado completamente a partir de 1960
aproximadamente. Los especialistas del mundo rural — me limito de
momento a Francia y no me refiero más que a los verdaderos historia­
dores— han reaccionado contra esa especie de conformismo. Sus tesis,
ya numerosas, han renovado y profundizado esa cuestión estudiando
regiones repartidas de norte a sur y desde el Loira hasta las zonas mon­
tañosas. Y esa renovación se debe simplemente a que esas tesis no son
disertaciones ai servicio de conceptos, sino investigaciones que se en­
marcan en sectores geográficos relativamente reducidos y que no in­
tentan de ninguna manera dar lecciones. Sus autores se han dedicado a
leer, aunque a veces resulte difícil, documentos diversos qúe luego han
confrontado; han estudiado la realidad de las condiciones humanas, de
las relaciones sociales y de las prácticas comunes. Han aceptado inte­
resarse por las diversidades posibles y por las inevitables jerarquías.
En definitiva, bajo sus plumas, nuestro mundo rural tomó vida.
¿Hace falta decir que esos historiadores que siguen escribiendo,
que participan en numerosos coloquios y que han adquirido una fama
internacional merecida, y que además — algunos desde hace varios de-
156 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

ceñios— se dedican a la enseñanza, siguen siendo desconocidos, al


igual que sus conclusiones, por parte de un público que se tiene por cul­
tivado y apasionado por las novedades? Sabemos el abismo que existe,
en todas las ciencias, entre el investigador que se preocupa poco por
darse a conocer y el lector de publicaciones de gran difusión, o incluso
de manuales. En el caso de la Historia pasan siempre inevitablemente
varias generaciones entre el momento del descubrimiento o de las rec­
tificaciones, y el momento en que finalmente se aceptan. Algunos des­
cubrimientos permanecen inéditos; no se habla de ellos y seguimos,
como hasta entonces, enraizados en los hábitps y utilizando ante todo
las palabras portadoras de imágenes y las frases hechas.

Esa imagen catastrofista, o más bien «miserabilista», del medio ru­


ral medieval debe ser revisada. Todo en ella es falso y exagerado.
Debe quedar claro que no se trata de ningún modo de oponer a esa
leyenda negra un cuadro del que se habrían borrado todas las desgra­
cias y los abusos. No debemos tapamos la cara ni negar la existencia de
graves distorsiones sociales y de graves desigualdades de fortuna y de for­
mas de vida. Esas distorsiones y desigualdades eran sin duda numero­
sas e importantes y estaban muy arraigadas. Lo que debemos hacer es
intentar por lo menos precisar las jerarquías, mostrar los distintos gra­
dos, analizar cuáles eran las relaciones entre los distintos escalafones,
las esperanzas de ascender, y los riesgos de decaer. Postular, antes de
todo examen, la existencia de una sociedad dividida en dos bloques
monolíticos (propietarios y explotados) y de una sociedad completa­
mente petrificada, constituye un grave error de método. Esa afirmación
simplifica sin duda la investigación y la exposición, pero no hace ade­
lantar mucho los conocimientos.
La idea de un mundo campesino reducido a una condición univer­
sal miserable no corresponde a la evolución económica de nuestro pa­
sado medieval. Se nos presenta a rústicos cultivando tierras que no les
pertenecen, duramente explotados, sometidos a vejaciones constantes e
insoportables, y empujados a buscar refugio en las ciudades para men­
digar o vivir de pequeños oficios pero por lo menos respirar «aires de
libertad»; una masa de campesinos y de siervos desgraciados, encade­
nados a sus duros trabajos, sin obtener ningún beneficio y, naturalmen­
te, sin entusiasmo; pobres gentes resignadas. Pero lo que vemos en
realidad son hombres sin muchos medios técnicos, sin especies vegeta­
les seleccionadas capaces de soportar los rigores del clima, sin ayuda
LOS CAMPESINOS O L f LEYENDA NEGRA 157

del Estado, y sin embargo capaces de construir notables paisajes agra­


rios perfectamente adaptados a las circunstancias; familias y comuni­
dades campesinas que triunfan sobre la naturaleza más rebelde, que do­
man «desiertos» (marismas o bosques) que ninguna sociedad antes que
ellos — ni tan sólo la de los tiempos de los romanos— había intentado
conquistar. Esos campesinos sombríos, incultos y explotados de la
Edad Media desbrozaron mediante chamiceras, rozas y sembraduras
vastas extensiones boscosas en Europa'occidental; y desecaron también
inmensas marismas. Sin ninguna duda, en esos «tiempos de miseria y
de barbarie» se sitúan las conquistas humanas que han dado forma a los
paisajes de Europa durante siglos y hasta hoy en día. Esa empresa, la
más espectacular de la historia de nuestro medio rural, ¿es acaso el sig­
no de un desencanto o de un malestar social crónico? ¿Acaso esos cam­
pesinos solamente trabajaron bajo la férula?
En el plano económico hay que admitir que no todo es mensurable
en la Edad Media. Nos faltan datos cuantitativos precisos, y los intentos
de calcular rendimientos y producciones conducen siempre a resulta­
dos muy aproximativos o muy discutibles. Algunos estudios de histo­
riadores «cuantitativos» atestiguan una gran audacia en ese sentido,
pero no son de fiar. A falta de poder ofrecer cifras, presentar cuadros y »
curvas de rentabilidades y de cosechas, hay que limitarse por fuerza a
los testimonios y, sobre todo, a apreciar las situaciones de conjunto.
El eco de las fluctuaciones climáticas se reproduce y amplifica
cuando leemos a autores de la época que se lamentan al evocar las gran­
des heladas de los inviernos, los desbordamientos dramáticos de los
ríos y los veranos ardientes, y que insisten inmediatamente, con razón,
en la subida de los precios del grano y del pan, y en la miseria de la gen­
te pobre. Ello afectaba sobre todo a las ciudades y, más particularmen­
te, a las ciudades situadas en tierras interiores que no podían importar
grano de tierras lejanas puesto que sólo podían recibir provisiones gra­
cias a acarreos difíciles. Sabemos que, en los años 1316-1318, hubo
grandes hambrunas que hicieron estragos en el norte de Francia y, so­
bre todo, en Flandes, y que provocaron una gran mortandad. Algunos
autores hablan incluso de una desnutrición endémica que habría provo­
cado un debilitamiento fisiológico de la población y que habría favore­
cido la propagación de epidemias, y más concretamente de la gran pes­
te de 1349.
Sin embargo, la impresión que produce el examen del período me­
dieval es la de una sociedad y una economía capaces de alimentar a los
158 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

hombres, de hacer frente a un crecimiento demográfico, reducido sola­


mente o detenido durante unos años por las,epidemias, y, generalmen­
te, capaz de llenar rápidamente los vacíos. El equilibrio, quizá desigual
pero cierto, estaba asegurado, y ningún historiador sostendría hoy se­
riamente la hipótesis de una economía rural constantemente al borde del
desastre; y todavía menos la de una sociedad sometida a largas angus­
tias y a insuficiencias, temibles. Sería excesivo presentar todavía, como
se complacían en hacer los fabricantes de manuales del siglo x d í , esos
tiempos medievales como tiempos de desgracias vividas día tras día.
Las grandes empresas de conquistajdel suelo, en distintos momen­
tos, en tierras cercanas o muy lejanas, bajo distintas circunstancias, y
siempre sin ninguna ayuda exterior, atestiguan con creces esa capaci­
dad de producir y ese impulso para el asentamiento y la explotación.
Los campesinos de Flandes, de Renania y de Baviera comenzaron a
desbrozar los bosques y las landas de ese «Far East europeo» hacia el
año 1000, llegando hasta los valles de los Cárpatos y hasta los países
eslavos. Aproximadamente un siglo más tarde, los hombres de varios
países de Occidente, del Poitou a Provenza y Lombardía, construyeron
bellos paisajes agrarios en Tierra Santa, plantaron cepas, e instalaron en
una zona de nómadas una sociedad sedentaria enmarcada por señores
laicos o eclesiásticos muy parecida a la de sus pueblos de origen. El ter­
cer tiempo de esa expansión fue el de la colonización de las islas atlán­
ticas, desde las Canarias a las Antillas, y luego de Brasil y de Nueva Es­
paña. En definitiva, estas conquistas se llevaron a cabo durante más de
quinientos años siempre bajo el control del señorío, la estructura social
de los tiempos medievales. Los pioneros se adaptaron bien a esa es­
tructura. ¿Cómo podemos, a la vista de los resultados, hablar de una so­
ciedad de oprimidos, condenada al fracaso o a la revuelta?
1. FEUDALISMO Y SEÑORÍO

U n a c o n f u s ió n m a n t e n id a a p r o p ó s it o

Los autores que veían en el feudalismo el origen de la servidumbre


y de la violencia, de los abusos y de los derechos escandalosos, de esas
barbaridades que deshonraban a la humanidad, también lo acusaban de
arruinar al país y de haber conducido el campo francés a una situación
económica miserable. En sus obras se confundían constantemente las
estructuras políticas y el régimen de explotación de la tierra; hablaban
tan pronto de «campesinos» como de «siervos» o de «súbditos», y aún
más a menudo de «vasallos», sin establecer diferencias entre esos con­
ceptos. De ese modo, su discurso ofrecía una imagen más bien borrosa
y los campesinos, ya fueran siervos o tenentes libres, o incluso propie­
tarios de sus bienes, eran calificados indiferentemente de vasallos del
señor. El objetivo era evidentemente cargar toda la culpa al régimen
feudal.
Todavía hoy caemos en el grave error de hablar de «economía feu­
dal» o de «sociedad feudal», fórmulas que han recibido derecho de ciu­
dadanía sin haber sido precisadas. Y , sin embargo, la confusión es fla­
grante. El «feudalismo», o digamos más bien el «vasallaje» para ser
más claros, era un sistema eminentemente político que definía, según
normas diversas, y según la época y el país, las relaciones de hombre a
hombre en la jerarquía de los poderes y los mandos. Que la contraparti­
da de un servicio, generalmente militar, el llamado «beneficio» o «feu­
do», haya sido muy a menudo una tierra es sólo un aspecto, importante
pero no exclusivo, de, esas relaciones. Todos los demás tipos de benefi­
cios, en dinero, renta, cargos administrativos o derechos fiscales, se
concedían en las mismas condiciones: a cambio de servicios y de fide­
lidad. Por otro lado, no todas las tierras eran detentadas en feudo, ni mu-
160 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA
>

cho menos. En resumen, los vínculos de vasallaje se superponían a las


estructuras económicas y no dirigían todos los aspectos de las relacio­
nes sociales. Sociedad feudal y economía feudal son dos conceptos in­
ventados y naturalmente muy ambiguos, cuando no vacíos de sentido.
Ese error se acompaña además de generalizaciones abusivas. Se le
hace un gran honor al sistema feudal, y se le da demasiada importancia,
al invocarlo en todo momento, para grandes períodos cronológicos y
para todos los países de Occidente, como si ese sistema formara en to­
das partes el esqueleto de las sociedades y de las civilizaciones. De he­
cho, el feudalismo puro o clásico, tal como lo describen generalmente
los manuales, solamente se aplicó en todo su rigor y amplitud a las re­
laciones políticas de una área geográfica relativamente reducida, la que
los historiadores franceses de la primera mitad del siglo — y yo diría
más bien los de la escuela «de París»— podían observar con más faci­
lidad: Île-de-France, Picardía, Champagne... En otros lugares se produ­
jeron otros procesos. En el sur de Europa, los derechos feudales hallaron
muchos obstáculos y tuvieron que adaptarse a herencias o tradiciones;.
fue el caso de Provenza, del Languedoc e incluso de Aquitania; y toda­
vía más en el caso del norte de Italia. Los países germánicos también
evolucionaron de otra forma distinta.
En gran cantidad de obras algo apresuradas, esas diferencias esen­
ciales se borran para hacerlo pasar todo por el mismo molde. ¿Por qué
razón? ¿Quizá para cuidar la exposición? ¿O bien por la necesidad de
sacrificarse a los imperativos pedagógicos? En todo caso, nuestra vi­
sión, reducida a una sola imagen bosquejada a grandes trazos, ha sido
deformada, puesto que ese sistema feudal — esa bestia vergonzosa a
nuestros ojos de hombres de progreso— no intervino directamente en
la gestión o la explotación de las tierras, ni en las relaciones propieta­
rios-cultivadores. La estructura fundamental de la explotación de la tie­
rra, casi omnipresente pero no exclusiva, era el «dominio» rural más o
menos extenso, dividido en un número variable de unidades de cultivo.
Es lo que también podemos denominar el señorío. La «economía seño­
rial» o «del dominio» no es, pues, «feudal».
Esta observación es más que un matiz y no es en absoluto una dis­
cusión entre palabras. La confusión entre ambos conceptos, que sin em­
bargo son muy específicos, fue quizá al principio la consecuencia de un
deslizamiento semántico desprovisto de intenciones particulares; es
cierto que la misma palabra, «señor», podía designar tanto al propieta­
rio del dominio como al hombre a quien un vasallo prestaba fidelidad.
FEUDALISMO Y SEÑORÍO 161

Sin embargo, en cierta escuela histórica, el empleo de esa palabra res­


pondía a una voluntad y a un acuerdo con el fin de sostener un comba­
te ideológico y de ocultar, sólo con la magia del discurso, los resultados
de investigaciones serias. Se trataba de imponer una determinada vi­
sión sobre el Antiguo Régimen y, consiguientemente, sobre la Revolu­
ción de 1789. Los autores que se dedicaron a subrayar las ventajas de
esa revolución fueron quienes insistieron en ese sentido. Albert Soboul
fue, en 1970, el pionero y luego el defensor de esa forma de compren­
der la sociedad anterior a 1789 mediante el estudio de la crisis del An­
tiguo Régimen.1También en 1970, uno de sus discípulos le apoyó con
otra obra; éste no dejaba ninguna duda sobre sus compromisos políti­
cos y sobre su forma de concebir la investigación científica:

rechazar el empleo del concepto de «régimen feudal» para designar, en


historia, el conjunto del sistema económico, social y jurisdiccional del
Antiguo Régimen es un testimonio inequívoco de conservadurismo ...
Solamente el empleo de «feudalismo» para calificar el régimen de ex­
plotación feudal es progresista, puesto que asocia a la definición del re­
ferente la connotación peyorativa sin la cual el trabajo histórico sobre el
Antiguo Régimen no sería más que una acta y no un combate.2
ï

El acta, la descripción objetiva y el análisis se oponen al combate; se


entiende perfectamente cuál es la intención. Cada uno toma sus propias
opciones.

El señorío rural, un conjunto de tierras, en parte explotadas directa­


mente por el señor, y en parte divididas en tenencias, granjas o fincas
en aparcería confiadas a campesinos arrendatarios, no es en absoluto un
producto del feudalismo. La estructura dominical ya existía mucho
antes de la desorganización de los poderes públicos y, consiguiente­
mente, mucho antes del surgimiento del vasallaje. Se desarrolló fuera
de él; y se mantuvo mucho después de que las prácticas políticas pro­
piamente feudales hubieran desaparecido ante el ascenso de un poder
central, principesco o real.

1. A. Soboul, La Civilisation et la Révolution française, vol. I, La Crise de l’Ancien


Régime, Paris, 1971 (hay trad. cast.: La Revolución francesa. Principios ideológicos y
protagonistas colectivos, Crítica, Barcelona, 1988).
2. C. Mazauric, Sur la Révolution française, París, 1970, p. 134; contra esos prejui­
cios, véase F. Furet, «Le catéchisme révolutionnaire», Annales É.S.C. (1971 ), pp. 255-289.
162 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

El feudalismo y el señorío son indiscutiblemente de naturalezas


distintas y ambos tuvieron su propio destino. Confundirlos, o presen­
tarlos estrechamente vinculados, responde a un objetivo deliberado que
permite no contradecir las teorías, durante tanto tiempo de moda, que pre­
tendían ofrecer un resumen simplificado de la evolución de las relacio­
nes socioeconómicas. Según esas teorías, cada fase de esa evolución es­
taría separada de la precedente por una ruptura y estaría claramente
caracterizada por un «sistema»: esclavismo, feudalismo, capitalismo...
Una serie de ismos que algunos se esforzaban por llenar de cierta con­
sistencia, pero que tenían el mérito de la ambigüedad.
En primer lugar, si consideramos las formas de vida y las relacio­
nes humanas en el plano económico y fiscal, incluso en las zonas de un
feudalismo sólido, no constatamos siempre una correspondencia terri­
torial exacta entre la propiedad de las tierras (el señorío territorial) y la
propiedad de los distintos derechos, como la justicia por ejemplo, que
podemos calificar de feudales (señorío «banal», por utilizar la expre­
sión de Robert Boutruche).3
Una visión abstracta tendería a mostrar un territorio rural detentado
por un solo señor que, como propietario de las tierras, impondría tam­
bién sus derechos de justicia y sus derechos banales: un único señor te­
rritorial que al mismo tiempo sería el señor del ban. Esta imagen tiene
sin duda el mérito de la claridad pero es, de hecho, una pura construc­
ción intelectual. Se nos ha dictado insidiosamente por parte de una do­
cumentación muy incompleta y dispersa que nos lleva a hacemos una
idea del pasado medieval de acuerdo con determinadas informaciones
muy escasas y fruto del azar.
De hecho, los pueblos divididos entre dos o tres señoríos territoria­
les, o más, eran muy numerosos; los derechos feudales, la justicia y el
ban eran ejercidos por uno solo de esos señores propietarios... o por un
hombre que no poseyera ningún dominio en ese territorio. En un pue­
blo, la casa señorial (hôtel o «castillo») se levantaba en el corazón del
núcleo habitado, cerca de la iglesia, en una encrucijada de caminos; en
cambio, en otro pueblo, podía haber varias «casas fuertes» dispersas en
los límites de las parcelas habitadas, o a veces completamente aisladas.
Para Inglaterra, algunos estudios permiten captar mejor esas di-

3. R. Boutruche, Seigneurie et féodalité. Le premier âge des liens d'homme à hom­


me, Paris, 1959 (hay trad. cast.: Señorío y feudalismo, Siglo X X I, vol. I, Buenos Aires,
19762).
FEUDALISMO Y SEÑORÍO 163

versid^des que, de una región a otra, imponen un paisaje social muy


diferente: En algunos condados, principalmente en las Midlands, en
las regiones de los Cotswolds y de los Chiltem Hills, uno de cada dos
pueblos estaba dominado, efectivamente, por un solo señor, mientras
que ese «señorío exclusivo» sólo se hallaba en siete dominios de cada
veinticinco en Bedfordshire y solamente en doce de cada ciento doce
en el condado de Cambridge (alrededor del año 1300). De modo que, li­
mitándonos a ese reino, debemos admitir que existieron estructuras se­
ñoriales y vínculos de dependencia completamente diferentes de un lu­
gar a btro, y en zonas que no estaban muy alejadas entre sí. ¿Eran esas
diversidades fruto de herencias muy antiguas sólidamente mantenidas
o bien frutos de una lenta maduración? En todo caso, este ejemplo es
una lección que nos impide, de nuevo, considerarlo todo en bloque.
En el norte de Francia, y más exactamente en Île-de-France, un
análisis realizado a partir de actas notariales saca a la luz una extraor­
dinaria multiplicidad y un enmarañamiento de feudos (vasallos y se­
gundos vasallos) y de señoríos en muchos pueblos al oeste de París:
una gran complejidad de jerarquías sociales, mosaicos de dominios y
de tierras, y una ambigüedad o confusión de los derechos.4 En esa zona,
là regla era el coseñor. ¿Ocurría lo mismo en las regiones vecinas, en
Picardía o en Normandía por ejemplo? No lo sabemos, pero para esas
regiones carecemos generalmente de esas actas notariales o de otros
textos igual de precisos, o bien aparecen muy tarde.
Como conclusión, y para ceñir esa tiranía feudal dentro de sus lí­
mites, parece ser que en la mayor parte de Europa había un elevadísimo
número de comunidades de aldea que no se hallaban bajo el poder de
un solo señor, de un verdadero potentado, sino que dependían, al con­
trario, de diferentes propietarios terratenientes, incluidos abades y gen­
te de las ciudades. De esa situación surgían, como podemos imaginar,
conflictos de influencias, querellas entre señores, y disputas de todo
tipo que los campesinos no podían ignorar; las relaciones sociales se
establecían o evolucionaban de distintas formas. El «dominio señorial»
era, de hecho, mucho más complejo de lo que nos cuentan generalmen­
te las imágenes comodín.

4. Para Inglaterra, E. A . Kosminsky, Studies in the agrarian History ofEngland in


the xinth. Century, Oxford, 1956; para Île-de-France, I. Attard, Villepreux et sa région à
lafin du XVe siècle d'après le registre du tabeilionnage de Villepreux, tesis, Université de
Paris IV, 1987.
164 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

¿ E r a n l o s d u e ñ o s d e l $ u e l o b a n d id o s o g e s t o r e s ?

Los grandes dominios: beneficios y calidad


>

Por otro lado, parece que demasiado a menudo tendemos a ignorar


la extrema diversidad de las condiciones sociales de esos señores, pro­
pietarios de los dominios. Los señoríos detentados por hombres que
sólo tuvieran una propiedad, y que vivieran en ella, en un castillo ca­
paz de ofrecer refugio a los campesinos, o bien en una casa fuerte, más
modesta, construida sobre una colina, en un recodo de un río o en una
encrucijada de caminos, representaban sólo una pequeña parte de la
vida rural. Los dueños de enormes propiedades, de conjuntos de tie­
rras considerables, complejos y dispersos en distintos lugares a veces
alejados entre sí, eran personajes poderosos que no tenían nada en
común con el guerrero feudal qúe tan constantemente se evoca. Esos
personajes eran el rey, los príncipes, los condes y otros grandes del rei­
no, los obispos y los abades de los monasterios ricos. No es fácil esta­
blecer el alcance exacto de sus posesiones, pero sus bienes incluían sin
duda una proporción notable — si no la mayor parte— de las mejores
tierras. Habían reunido pacientemente dotes, herencias y compras; ha­
bían logrado realizar intercambios interesantes para dar más cohesión
a sus patrimonios; y algunos profesionales de la política habían acu­
mulado los frutos de las confiscaciones de los traidores y los rebel­
des... o simplemente de sus adversarios. Sin embargo, esos hombres
que presidían de ese modo la gestión de vastas extensiones de tierra
cultivable, de bosques, pastos y viñedos, y que, como dueños a menu­
do de los derechos feudales, extendían su jurisdicción sobre numero­
sos pueblos y sobre multitud de campesinos, eran evidentemente, en el
plano cultural, gente de calidad, de ciencia y de cálculo. Evidentemen­
te, su objetivo no era acumular terrenos para su diversión, sino más
bien fuentes de ingresos. Procuraban constantemente mejorar los ren­
dimientos y favorecer mejores explotaciones. Ellos personalmente, o
bien sus oficiales, eran capaces de llevar sus cuentas y de hacer balan­
ces. Gracias a una documentación de una magnitud excepcional, por
ahora única en Francia, Gérard Sivéry ha demostrado que los registros
del conde de Hainaut dan testimonio de la utilización de técnicas con­
tables perfectamente válidas, directamente inspiradas de las de los lom­
bardos instalados en Maubeuge, en Mons o en Valénciennes; técnicas
FEUDALISMO Y SEÑORÍO 165

muy fáciles de empleo que eran a la vez herramientas de control y de


previsión.5
Los historiadores ingleses pueden analizar en los más mínimos deta­
lles la gestión de los grandes dominios, de las posesiones de los landlords
laicos o eclesiásticos. Esas tierras, que el rey había dispersado a propósi­
to en distintas regiones del reino, eran no obstante sólidamente controla­
das por parte de una administración central suprema; por una especie de
consejo de administración, el formal baronal council al que eran llama­
dos no solamente los oficiales {sergents, baillis y reeves) responsables de
cada dominio, y uno o dos jueces encargados regularmente de defender
los derechos del lord ante los tribunales reales, sino también un pequeño
grupo de especialistas designados para que dieran su opinión: trained ex­
perts de las ciudades (para los consejos jurídicos y lo que llamaríamos los
«estudios de mercado»), o local landlords and gentry, caballeros propie­
tarios, perfectamente enterados de las condiciones de cada sector.6 Para
cada año y para cada dominio se elaboraba un plan de explotación que
evaluaba las necesidades de mano de obra, de animales de labor y de se­
millas, pero que también determinaba la cifra de todas las cosechas pre­
vistas; cifra que cada intendente responsable debía alcanzar bajo pena de
elevadas multas si faltaba demasiado.7 De ese modo, con gran cantidad
de escrituras, de instrucciones, de inventarios y de registros de cuentas,
esos dominios del high farming inglés se hallaban bajo un control supre­
mo, gestionados por señores cuyo perfil social y cultural no tenía nada en
común con el del señor feudal que se nos presenta generalmente.

5. G. Sivéry, «La gestión du temporel du Saint-Sépulcre de Cambrai», Études Ru­


rales, 48 (1972), pp. 120-134; « L ’évolution des documents comptables dans l’adminis-
tratíon hennuyéré de 1287 á 1360 environ», Bulletin de la Commission royale d’Histoire,
Bruselas, (1975), pp. 133-232: el autor estudia 260 libros de contabilidad para los domi­
nios del conde, entre 1295 y 1505; 119 del señorío de Blaten y Feignies (entre 1381 y
1505) y 208 del señorío de Bouchain (entre 1320 y 1502); además de otros varios, hasta
un total de más de un millar de registros.
6. L. Fox, The Administration of the Honour of Leicester in the xivth. Century, Lei­
cester, 1940; B. Somerville, «The Duchy of Lancaster Council and Court of Ducher
Chamber», Transactions of the Royal Historical Society (1941), pp. 59-177; R. H. Hil­
ton, The Economic development of the higher nobility in the Xivth. Century England,
Cambridge, 1957; M. Me Kinsack, «Rural Society in the Fourteenth Century. 1307-
1399», en Oxford History of England, 1959; F. R. H. du Boulay, The Lordship of Can­
terbury, Londres, 1966.
7. H. S. Bennett, «The reeve and the manor in the xivth. century», English Histori­
cal Review (1926); T. F. T. Plucknett, The medieval Bailif Londres, 1954.
166 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

Los responsables deesas vastas y ricas posesiones territoriales no


se fiaban solamente de la experiencia o de un proceso empírico. Los in­
tendentes y sus señores se referían también con frecuencia a tratados
didácticos más o menos precisos, limitados a menudo y adaptados a
una región determinada. Los tratados heredados de la Antigüedad,
retocados y adaptados a las necesidades de la época y a las nuevas prác­
ticas, fueron fusilados por varios autores que aseguraron su supervi­
vencia. Pietro de’ Crescenzi, de Bolonia, escribió un Ruralium Com-
modorum Libri duodecim (Tratado de agricultura y de la vida en el
campo) que tuvo gran éxito en todo Occidente. Carlos V lo hizo tradu­
cir al francés y lo hizo guardar en la «librería» del Louvre, al mismo
tiempo que el Art de la Bergerie de Jean de Brie.8 Ese tratado de Pietro
de’ Crescenzi tuvo una amplia difusión: si bien el manuscrito de la bi­
blioteca del Arsenal, un ejemplar de lujo, está ilustrado con estampas
iluminadas magníficas, otro ejemplar, conservado en Ruán, editado de
una forma muy modesta, atestigua evidentemente un uso más corrien­
te.9 El libro fue imprimido en Augsburgo en 1471 con el título de Sum­
iría Agriculturae, y luego en Venecia en 1495 con el título de Opus ru­
ralium commodorum. En Inglaterra, una gran cantidad de tratados de
explotación y economía agrarias, independientes de toda tradición an­
tigua, respondían muy particularmente a las preocupaciones de los se­
ñores interesados por una gestión sana y por obtener rendimientos ele­
vados. Esos libros evaluaban el coste de la productividad de cada
actividad e insistían constantemente en el concepto de beneficio. Esta­
blecían lo que debía ser el rendimiento mínimo de cada cereal, y uno de
ellos incluso invitaba a los intendentes a calcular esos rendimientos
para cada parcela, con el fin de deducir las mejores condiciones del
suelo para los distintos cultivos.10
Recordemos, a propósito de ello, que esos manuales de agricultura,
enciclopédicos y prácticos a la vez, preceden en Inglaterra en aproxi­

8. M.-T. Kaiser, Le Berger en France à la fin du Moye Âge, París, 1974.


9. Ruán, Biblioteca Municipal, Mss. n.° J. 1 (977).
10. Traité d’Économie rurale composé en Angleterre au xme siècle, E. Lacour, éd.,
Bibliothèque de VEcole des Chartes (1856); Walter o f Henley's husbandry, Seneschan-
cie and Robert Grosseteste’s rules, Laraond, 1890; G. Duby, L ’Économie rurale et la vie
des campagnes dans V Occident médiéval, Paris, 1962, vol. I, pp. 311 y ss. (hay trad.
cast.: Economía rural y vida campesina en el Occidente medieval, Península, Barcelona,
1968); D. Ochinsky, «Medieval Treatises on Estate Accountings», Economie History Review
(1947); «Medieval Treatise of Estate Management», ibid, (1956).
FEUDALISMO Y SEÑORÍO 167

madamente un siglo a los manuales escritos para los mercaderes en


Florencia, Venecia o Génova.
Se trataba sin duda de una búsqueda de beneficios, pero también de
la calidad. Podemos seguir los esfuerzos y los resultados de los cister-
cienses — en Inglaterra y también en Escocia— por obtener de sus cor­
deros un vellón más mullido; mediante cruces con animales del norte de
Africa crearon la nueva raza de la oveja merina. Hacia 1340 un manual
destinado a lós asociados y los agentes de una compañía toscana citaba
una por una las abadías y las ferias del norte, hasta los límites de Esco­
cia, indicando para cada una la calidad de la lana cru&a como si se trata­
ra de los caldos de los viñedos.11 Y hablando precisamente de vino, aun­
que dejando a parte las investigaciones constantes para mejorar en
muchas zonas las prácticas de la vinificación, observamos por ejemplo la
intervención enérgica de Felipe el Atrevido para obligar a sus súbditos
borgoñones a arrancar las plantas de gamay que daban mejores rendi­
mientos pero un vino «de una naturaleza tal que es muy perjudicial para
las criaturas humanas, hasta el punto de que muchos que en el pasado lo
bebieron, se infectaron de graves enfermedades, puesto que el citado
vino ... está lleno de una gran y horrible amargura, y adquiere un olor he­
diondo». Denuncia a los viticultores «codicioso^ por obtener gran canti­
dad de vino» que de ese modo comprometen la excelencia de los caldos
de Beaune, Dijon y Chalón que se vendían hasta en París y Roma.12
Incluso los bosques, terrenos de caza sin duda pero también de pas­
to para los animales domésticos, no estaban de ningún modo librados a
una explotación salvaje o anárquica, ni tan sólo desordenada, conduci­
da al capricho de las necesidades de unas arcas empobrecidas por ex­
cesivos gastos suntuarios. Al contrario, los grandes bosques represen­
taban generalmente, en Francia sobre todo, una parte muy importante
de los ingresos dominicales. El rey Felipe VI recibía de los bosques de
sus tierras en el Gâtinais ocho mil libras anuales de un total de veinte
mil. La abadía de Saint-Denis poseía en Île-de-France varios miles de
hectáreas de bosques y obtenía de ellas más de tres mil libras al año.13

11. A. Evans, La pratica delía mercatura di Francesco di Balduccio Pegolotti,


Cambridge, 1936; R. S. López, «El origen de la oveja merina», Estudios de Historia Mo­
derna (1954), pp. 3-11.
12. Citado por R. Dion, Histoire de la vigne et du vin en France, Douïlens, 1959, p. 283.
13. G. Fourquin, Le Domaine royal du Gâtinais d’après la prisée de 1322 , Paris,
1963; «La part de la foret dans les ressources d’un grand seigneur d’île-de-France à la fin
du xm e et au xrve siècle», en Paris et VÎle-de-France, 1970, pp. 7-36, mapa.
168 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

Y ello gracias a una explotación perfectamente razonada y planificada,


con talas medidas por adelantado y espaciadas de forma distinta según
las especies; y también gracias a repoblaciones inmediatas sometidas a
una supervisión estricta. El conde de Hainaut y los otros grandes seño­
res del condado dividían periódicamente sus dominios forestales en lo­
tes llamados «de quince tallas», es decir, en talas espaciadas por quin­
ce años; durante los cinco o seis primeros años de la repoblación unas
empalizadas protegían las plantas jóvénes.14
He aquí tierras, pastos, viñedos o bosques gestionados racional­
mente; explotaciones señoriales que manifiestamente se apartan de la
imagen tradicional del señor feudal, esa imagen de nuestra infancia y,
todavía hoy, de los buenos libros ilustrados.

Juristas y hombres de finanzas

Al otro extremo de la gama social, hallamos un número importante


de tierras, de pagos, de granjas y de señoríos que eran propiedad de ha­
bitantes de las ciudades más o menos cercanas: burgueses, notables, ju­
ristas, notarios, mercaderes y artesanos.15Esos ciudadanos buscaban en 4
esas posesiones la seguridad y el placer de su propio avituallamiento,
pero para muchos eran sobre todo una fuente de beneficios. Los domi­
nios de los Cotswolds ingleses, por ejemplo, y particularmente en el
distrito de Castle Combe donde se cultivaban cereales, fueron compra­
dos por hombres de negocios de Londres que instalaron batanes en los
valles y emprendieron el tejido de paños cuya venta aseguraban ellos
mismos, ya fuera a proveedores del ejército, ya fuera a mercaderes de
Londres o de Bristol, o a italianos (genoveses y florentinos).16 Final-

14. G. Sivéry, Structures p. 455; O. Graff, La Fôret d’Halatte à lafin du Moyen


Âge, tesis, Université de Paris-Sorbonne (Paris IV), junio de 1973; F. Leloup, Le Coutu-
mier des forets royales de Normandie d'Hector de Chartres, ibid., junio de 1975.
15. G. Fourquin, Les Campagnes de la région parisienne à lafin du Moyen Âge, Pa­
ris, 1954, pp.-347 y ss. En el norte de Alemania, en 1375, 88 «burgueses» de la pequeña
ciudad de Stendal, al sur del Elba, poseían bienes territoriales, parcelas de tierras y ex­
plotaciones enteras, en 114 pueblos distintos de la región vecina (el Altmark) y obtenían
de ellos ingresos considerables: W . Abel, «Geschichte der deutschen Landwirtschaft von
frühen Mittelalter bis zum 19 Jáhrhundert», en Deutsche Agrargeschichte, G. Franz, ed.,
Stuttgart, vol. II, 1962, p. 182.
16. E. Caras Wilson, «Evidences of Industrial growth on some xvth. century ma-
nors», English Historical Review (1959); hacia 1450, un hombre de leyes de Londres, Ri-
FEUDALISMO Y SEÑORÍO ' 169

mente estaba el aspecto social de la posesión de tierras, que era muy im­
portante; esos nuevos propietarios y señores esperaban adquirir de ese
modo un derecho de inserción en determinados medios, un título de hono­
rabilidad o incluso de nobleza.
Desde los años 1250 aproximadamente, se multiplicaron en todo
Occidente las compras de dominios enteros, y a veces incluso de feu­
dos con sus derechos de jurisdicción, por parte de gente de las ciuda­
des. Los ejemplos son innumerables y bien conocidos, y su multiplici­
dad desafía todo intento de establecer un balance. Ninguna ciudad
escapa a esa atracción por la propiedad rural, por las promesas de res­
petabilidad que comportaba la compra (o la confiscación...) de un se­
ñorío. Ese era el caso de los grandes burgueses, de los juristas, de los
consejeros o simplemente de los cambistas o pañeros de Lyon; 17 y el
caso de todos los «mercaderes» de las ciudades italianas sin excepción.
Ese era el destino más corriente de los grandes notables parisienses, ne­
gociantes, financieros, gente de toga y de gobierno; de esos Des Essarts
o Coquatrix que hallaban en la adquisición de grandes dominios seño­
riales en íle-de-France, con hótels o casas fuertes, o incluso castillos, la
coronación de una brillante carrera social y, sin duda, una seguridad
contra los dramáticos reveses de fortuna políticos. Los mercaderes de
Metz pasaban fácilmente del comercio a la aristocracia terratenien­
te; algunos se esforzaban incluso por forjar nuevos señoríos a base de
distintas piezas, reuniendo numerosas parcelas en una sola explotación
coherente que denominaban un gagnage, severamente cerrado y prote­
gido (hacia 1300).18
Era comente que algunos hombres, a prior i decididamente ajenos
a la posesión de tierras, que eran apartados voluntariamente de esos
señoríos territoriales, lograran en cambio notables integraciones y as­
censos sociales mediante la posesión de dominios rurales reunidos a
fuerza de perseverancia o de protecciones. Ese fue el caso, en varias re-

chard Maryot, compró uno de los cuatro manors del pueblo de Sherington, en Buckin­
ghamshire; para conseguirlo, se había asociado con varios ciudadanos de su ciudad, entre
los cuales se encontraban un comerciante de paños y un mercader de sal. El manor y las
tierras estaban gestionados en común, como si fueran una sociedad mercantil: cf. A. C.
Chibnall, Sherington, Fiefs and Fields of a Buckinghamshire Village, Cambridge, 1965.
17. R. Fédou, Les hommes de loi lyonnais à la fin du Moyen Age, Lyon, 1964; M.-
T. Lorcin, «Le vignoble et lés vignerons du Lyonnais aux x iv c et X V e siècles», en Le Vin,
production et consommation, obra colectiva, Grenoble, 1971.
18. J. Schneider, La Ville de Metz auxxiue et xrv‘ siècles, Nancy, 1950, pp. 394 y ss.
170 LOS CAMPESINAS O LA LEYENDA NEGRA

giones del norte y el este de Francia, de los prestamistas lombardos


que, confiscando parcelas, a menudo minúsculas, de campesinos (o de ?
señores) endeudados, acabaron por poseer vastos dominios de un gran
valor. Renier Accord, «prestamista» originario de Florencia, usurero
pues, establecido en Troyes, chambelán y familiar del conde de Cham­
pagne, logró de ese modo reunir varios grandes señoríos con casas fuer­
tes, campesinos serviles y derechos de justicia en los años 1270-1288;
y ello al precio de un extraordinario trabajo de concentración de tenen­
cias campesinas, de granjas, de porciones de dominios; alrededor de la
motte de Mont-Flambain reunió, mediante compras sucesivas o me-,
diante intercambios, más de quinientas treinta parcelas de tierra,19
Se trata de un ejemplo límite, sin duda, pero no excepcional y que
ilustra claramente que, por sus orígenes, su naturaleza y la calidad so­
cial del señor, el señorío rural y consiguientemente la explotación de las
tierras no se inscribían forzosamente en el marco feudal- El príncipe y
los obispos por un lado, y los cambistas y juristas por el otro, nos ale­
jan, en lo referente a las estructuras socioeconómicas del medio rural,
de la situación descrita como típica y generalmente ofrecida a nuestra
imaginación. De hecho, una parte muy considerable de las tierras esca­
paba a ese dominio feudal. Se puede aventurar la pregunta de si el cam­
pesino era más «libre» y gozaba de más ventajas desde el punto de vis­
ta fiscal estando bajo el control de un oficial real o abacial escrupuloso
y experto, que tomaba sus decisiones lejos del pueblo y era responsable
de sus cuentas, o bien estando bajo el control de un castellano próximo
que explotara personalmente tierras cercanas y que estuviera atento a
los azares climáticos o a los estragos de las guerras, capaz además de
matizar sus exigencias. También es interesante saber si ese campesino,
en el momento de la transferencia de propiedades, ganaba en algo al
pasar de ser arrendatario del antiguo señor a arrendatario del ciudada­
no; hombre de finanzas diestro en todo tipo de prácticas, proveedor de
mercados y ávido de ganancias. Ello sería ciertamente un tema de reflexión.
En todo caso, todo examen un poco serio lleva a excluir las referen­
cias a ese feudalismo mítico, y a limitarse al señorío rural como dominio
de un señor propietario de tierras que formaban un conjunto complejo; a
su vez, esos señores eran de orígenes y de condiciones sociales muy di­
versas.

19. B. Grandjean, Etu.de du cartulaire de Renier Acorre, tesis, Université de París


X , 1971.
2. LAS SOCIEDADES RURALES:
¿DICOTOMÍA Ó DIVERSIDAD?

Al evocar la vida en el campo y al reconstruir su paisaje social,


¿basta con hablar sólo de los señores de los dominios? ¿Obtenemos de
ese modo una imagen aceptable de la realidad? No, sin duda. A pesar
de las dificultades documentales que nos encontramos en el camino, y
aunque sea necesario contradecir algunas ideas preconcebidas, las in­
vestigaciones deben ir más lejos y se deben realizar con mayor profun­
didad.

Señores y campesinos... ¿Cuántos libros, cuántos capítulos de ma­


nuales y cuántos enunciados de exámenes utilizan invariablemente esa
fórmula? Ello nos parece muy natural... como si la vida rural de la épo­
ca medieval solamente se pudiera analizar en términos de las relaciones
sociales entre señores y sometidos y, consiguientemente — siguiendo la
óptica más extendida que analiza los modos de explotación del trabajo
del hombre— , en términos de antagonismos. Como si el campesino y,
de una forma más general, todo habitante de las aldeas, sólo existiera
en función del señor, solamente cultivara las tierras señoriales, y no po­
seyera nada en propiedad.
Era difícil introducir matices o contradicciones en este postulado
«señor-campesinos», admitido por una especie de consentimiento táci­
to; iniciar una investigación fuera de ese esquema podía parecer extra­
vagante y, sobre todo, el estudio documental se revelaba en ese senti­
do especialmente delicado y a menudo arduo. El historiador, nunca se
recuerda lo suficiente, trabaja con lo que le llega de los tiempos pasa­
dos, con lo que los desgraciados azares de las destrucciones, azares cie­
gos, le han dejado. Esos fondos son forzosamente incompletos y desi­
guales; y a veces no son más que pedazos sueltos. Los archivos privados,
172 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

los de las explotaciones rurales de todo tipo, se hallaban naturalmente


muy dispersos en gran cantidad de pueblos o de casas nobles. No se han
reseñado ni rápida ni fácilmente, y se han añadido a los depósitos del*
Estado de una forma parsimoniosa. En su lugar de origen no se podían
beneficiar a menudo de un cuidado escrupuloso: estaban mal clasificados,
mal protegidos de los avatares de los años, y muchos cayeron en el ol­
vido; muchos fondos importantes desaparecieron simplemente en el mo­
mento de una herencia o de una transmisión. A esos avatares se unen
también los furores destructivos de las guerras civiles o de las cruzadas
de los salvadores de la sociedad; en Francia sobre todo, las guerras de
religión, y los saqueos e incendios sistemáticos ordenados por la Con­
vención revolucionaria, empobrecieron considerablemente ese patrimo­
nio archivístico.
Además, esos documentos «señoriales» eran naturalmente de natu­
ralezas diversas; los archivos de los grandes dominios se conservaron
mejor que los de los pequeños señores y, sobre todo, mejor que los de
los simples campesinos. Y aquí reside de hecho la laguna más grave.
Para el historiador del siglo xix que no se imaginaba la existencia de
una propiedad campesina con sus jerarquías, e incluso para el historiador
de hoy, existía y existe todavía la fuerte tentación de utilizar al máximo
los documentos más accesibles e, ignorando sus insuficiencias, de ex-,
traer conclusiones que se presentan como definitivas. Las investigacio­
nes que privilegiaban el papel de los señores e ignoraban determinados
aspectos de la vida rural se realizaron al principio de ese modo, y ello
se ha seguido haciendo durante mucho tiempo, simplemente por falta
de testimonios.
Incluso en el marco del señorío hay muchas informaciones esen­
ciales que sólo aparecen raramente, y la documentación revela grandes
lagunas, algunas de ellas irreparables. Nos han llegado, cuidadosamen­
te copiados con una bella escritura en buenos pergaminos o papeles, los
«cartularios» señoriales (colecciones de cartas, de acuerdos entre dos
partes), que informan sobre las compras, los legados y los intercam­
bios; también se han conservado, aunque con una presentación más de­
sigual, los «censales» o «becerros», catálogos de censos y servicios que
debían los hombres instalados en las tierras del señor, en las tenencias.
Muchos de esos registros se han clasificado, estudiado, e incluso publi­
cado. Pero solamente hablan del señorío y de los hombres dependien­
tes de él. Han permitido elaborar cuadros de la vida rural, pero se trata
de cuadros en los que solamente aparece la explotación del hombre que
LAS SOCIEDADES RURALES 173
i

cultiva los campos de un señor, el verdadero propietario, se decía, del


suelo.
Hasta las últimas investigaciones, las de los últimos treinta o cua­
renta años, nuestro conocimiento de la vida rural derivaba de ese tipo
de estudio. Sin embargo, esos conjuntos documentales, sin duda pre­
ciosos, son evidentemente incompletos. El territorio aldeano no estaba
formado exclusivamente por tenencias señoriales confiadas a campesi­
nos arrendatarios, tenentes dependientes económicamente de un domi­
nio. Lejos de ello... Si nos limitamos a ese tipo de lectura, olvidamos
como mínimo dos aspectos de la estructura social y de las formas de ex­
plotación de la tierra.

E l s e ñ o r o c i o s o : ¿ un e r r o r o u n a d e s c r ip c ió n f á c i l ?

Los cartularios no permiten ver qué parte del dominio se reservaba


el señor para explotarla directamente, con mano de obra servil o asala­
riada reforzada con las corveas de los tenentes. Los censales o becerros,
por su propia naturaleza, ignoran esa «reserva». De ese modo, se hace
difícil analizar los campos, prado^ o viñedos en explotación directa; el
investigador que quiera conocer ese aspecto debe llevar a cabo investi­
gaciones paralelas y proceder a veces atando cabos sueltos, lo cual no
deja de ser arriesgado. Ese desconocimiento o esas informaciones real­
mente fragmentarias y aleatorias impiden la elaboración de un cuadro
exacto de la distribución de las tierras, de su régimen de explotación, y,
en una palabra, del paisaje rural que nos gustaría reconstruir de una for­
ma más completa y más rigurosa, lo cual no es posible debido a algunas
grandes lagunas que interrumpen a la fuerza el dibujo parcelario. Por
otro lado, y sobre todo, la imagen del señor rural se ve gravemente al­
terada y a veces deformada. Al disponer de listas de censos, de arrien­
dos y de rentas de todo tipo, hemos olvidado o ignorado con facilidad
esa reserva que queda por descubrir o, por lo menos, por evaluar. Al­
gunos autores se dejaron llevar por esa inclinación natural que lleva­
ba a privilegiar lo que veían y, en este caso, a anteponer un señor ocio­
so, incompetente e indiferente a las realidades de la tierra, cuyos únicos
ingresos eran los que le aportaban regularmente «sus» campesinos. El
señor entrojaba pues grano que no había sembrado, y se dedicaba sim­
plemente a contar sus sueldos y denarios, fruto del sudor de «sus» tenen­
tes o de «sus» siervos. La expresión «rentista del suelo» que uno de los
174 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

pioneros franceses de la historia social propuso, con buen juicio, para


describir una situación determinada y muy particular de un momento
determinaclo, se utilizó y aplicó a diestro y siniestro de una forma, de­
masiado amplia. Algunos manuales o incluso libros más precisos igno­
ran de ese modo al señor como jefe de explotación que supervisa los
trabajos, participando a menudo de ellos, y que está enterado de las di­
ficultades o de los azares, para reducirlo a un perceptor de prestaciones
y censos: grave error y desinformación total.
En efecto, en cuanto la documentación permite realizar un examen
aunque sólo sea aproximativo, se observa claramente que los señores se
habían reservado, para explotarlas directamente, considerables porcio­
nes de su patrimonio territorial. Es cierto que algunas de esas reservas
sólo constaban de vastos bosques o de pastos; en ese caso, los señores
vendían la madera de sus talas o los peces de sus lagos. Sin embargo,
otros poseían grandes superficies de tierras arables. En íle-de-France,
en las tierras más ricas, todas las explotaciones — las «granjas»— de
las abadías de la capital poseían cada una entre setenta y cien hectáreas
de campos cultivables en explotación directa. En Tremblay, la reserva de
la abadía de Saint-Denis abarcaba doscientas hectáreas de tierras y tres­
cientas setenta de bosque. Del conjunto de los dominios de esa abadía,
las rentas pagadas por los campesinos solamente ascendían a treinta li­
bras por año sobre un total de treinta mil übras (entre 1284 y 1304), o
sea un 1 por 100 nada más.20

O f i c i a l e s y h o m b r e s d e l o f ic io ; n u e v o s r ic o s y u s u r p a d o r e s

La presencia de esos hombres, jamás discreta, viene a enriquecer


todavía más una estructura social que no se reduce en absoluto a un
simple dualismo. Los señores, propietarios terratenientes, no eran los
únicos que se situaban por encima o al margen de la condición campe­
sina. Diversos'personajes se inserían de formas diferentes en el cuadro
de las fortunas y de los poderes; disponían de autoridad y de poder, o
bien de medios de coerción, de privilegios, de herramientas económi­
cas indispensables para la comunidad, y de fuentes particulares de in­
gresos, e incluso en algunos casos todos esos factores a la vez.
Se trataba, ele entrada y dentro del marco de los grandes señoríos,

20. G. Fourquin, Les Campagnes pp. 137-138 y 149-159.


LAS SOCIEDADES RURALES 175

y especialmente los de los monasterios o abadías, de los oficiales en­


cargados de las funciones administrativas o financieras. Esos «minis­
teriales» lo supervisaban y controlaban todo: hacían respetar los de­
rechos del señor, defendían sus bosques y sus terrenos de caza de toda
intrusión, perseguían a los cazadores furtivos, a quienes recogían ma­
dera verde, y a los pastores de los animales que salían de los pastiza­
les comunales; cobraban impuestos y censos en especie o en dinero;
llamaban a los campesinos sujetos a corveas a acudir para la siega del
heno o la vendimia, para los acarreos, o para limpiar los saetines
de los molinos. Esos prevostes, guardas, recaudadores y guardabos­
ques, a menudo de origen servil, recibían naturalmente tierras para
cultivar y, sobre todo, en tanto que representantes del señor investi­
dos de responsabilidades y enterados de las posibilidades reales, usa­
ban y a veces abusaban de sus poderes; se esforzaban por reunir más
campos de los que podían cultivar y vendían sus excedentes en los
mercados.
Por otro lado, la comunidad campesina, en el momento en el que se
desarrollaban nuevas técnicas agrarias, llamaba a artesanos más espe­
cializados para que se establecieran en el pueblo. Cuando se extendió el
uso del arado de vertedera en una amplia zona geográfica, aparecieron
herreros capaces, si no de foijar las pesadas rejas de hierro disimétricas,
por lo menos sí de reparar las piezas metálicas y de herrar a los caba­
llos. Esos trabajos del hierro costaban bastante caros y pronto se con­
virtieron en el oficio más preciado; los primeros nombres de familia
que distinguieron a esos hombres del resto de los habitantes simple­
mente dedicados a las tareas comunes atestiguan esa precedencia y esas
fortunas nacientes: esos nombres son desde entonces los más numero­
sos, con creces, en diversas regiones del norte y el oeste de Europa:
Febvre y Lefebvre, Smith, Schmidt...
El molino «banal», el molino en el que los campesinos sometidos al
derecho del ban debían llevar su grano, estaba arrendado por el señor a
un molinero que se quedaba, al parecer, con una gran parte de los be­
neficios. Poco a poco se multiplicaron los molinos de agua de todo tipo,
no solamente para moler grano, sino también para abatanar la lana y los
paños, y para accionar mazos y fraguas; los cursos de los ríos, por pe­
queños que fuesen, se cortaron con saetines supervisados y manteni­
dos; el molinero hacía valer sus derechos, exigía las corveas debidas
por los tenentes y perseguía a quienes escapaban a esa obligación. Se
convirtió rápidamente, en casi todas las sociedades aldeanas, en un
176 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

«notable» capaz de redondear una fortuna, de comprar tierras y casas,


y de cobrar por ellas alquileres y rentas.
Vemos pues a hombres procedentes de diversos horizontes sociales
que se alzaban decididamente por encima de la mayor parte de la po­
blación: «gallitos de pueblo», más presentes que el propio señor, e igual
o incluso más exigentes.

i
Lo QUE SE QUERÍA IGNORAR: E L CAMPESINO PROPIETARIO
i

Desde hace aproximadamente medio siglo, algunos autores que han


estudiado la realidad han hablado de la existencia de tierras pertene­
cientes a los campesinos en propiedad. Esas tierras, que denominamos
generalmente «alodios», no estaban sometidas a ningún censo de ca­
rácter económico sino solamente a los derechos «banales», los que
ejerce generalmente el Estado. Sin embargo, es sorprendente constatar
que un componente tan importante de la estructura socioeconómica de
la época haya permanecido silenciado en gran cantidad de libros e in­
cluso de libros recientes que, imperturbablemente, siguen hablando so­
lamente de las «tierras señoriales», de los dominios de los señores y de
las tenencias campesinas dependientes de ellos. El alodio siempre sor­
prende porque va contra la imagen feudal...
Hay que reconocer que nuestros primeros maestros, en los últimos
decenios del siglo xrx y a principios del nuestro, no lo tenían fácil. He­
redaron consignas sólidamente afirmadas durante generaciones, desde
los grandes y pequeños autores de la época de las Luces. Parecía difícil
ir contra la corriente o tan siquiera poner en duda o matizar ciertas afir­
maciones, a falta de argumentos sólidos y de documentación. Los do­
cumentos que habrían permitido conocer exactamente las posesiones
campesinas ya no existían o todavía no habían sido identificados. Los
aldeanos, incluso los que habían aprendido a leer y a escribir— más nu­
merosos de lo que creemos generalmente— , no sentían ninguna nece­
sidad de mantener un registro de las tierras que explotaban personal­
mente y cuya propiedad nadie les discutía. El censal señorial no citaba
los alodios. Únicamente los registros del impuesto territorial, estableci­
dos por las comunas enalgunas regiones del sur de Francia, en el cen­
tro y el norte de ítalia, en Lombardía por ejemplo y en Toscana, enu­
meraban las propiedades que se encontraban fuera de los señoríos; pero
se trataba generalmente de las propiedades de los burgueses. Los testi­
LAS SOCIEDADES RURALES

monios del alodio campesino, las-indicaciones precisas sobre su im­


portancia, su naturaleza y su destino, deben buscarse en otros lugares
mediante una larga batida, siempre arriesgada. Los archivos judiciales
no aportan por lo general más que piezas sueltas. Los únicos textos de­
cisivos son los testamentos o, todavía mejor, los inventarios que se re­
dactaban tras una defunción y que dan una imagen completa de las for­
tunas; son testimonios fieles pero escasísimos. En todo caso, los que
nos han quedado constatan, para algunas regiones de Francia, esa pre­
sencia, multiforme pero relativamente regular, de la propiedad campe­
sina, libre y hereditaria, y exenta de todo censo.
En Francia, el primer signo de ese interés reside sin duda en el ma­
gistral estudio que Robert Boutruche consagró, en 1947, al alodio en la
región de Burdeos,21 en el que mostraba que los campesinos podían tra­
bajar el suelo al margen de la explotación señorial e incluso contra tal
explotación. Desde entonces, otros análisis específicos han descubier­
to, aquí y allá, otros aspectos del alodio campesino.
Está claro que el alodio, heredero sin duda del tiempo de los roma­
nos, se mantuvo sobre todo en el sur de Francia, en Italia, en Provenza
y en el Languedoc, regiones en las que los notarios nos muestran a
campesinos modestos que vendían tierras con toda libertad, exentas de
toda obligación; y también se mantuvo, aunque en una proporción me­
nor, en él Máconnais,22 en el Borbonesado y en el Forez.23 Sin duda
prácticamente desconocido en determinados condados de Inglaterra, en
Île-de-France y en Normandía (dejando a parte el islote de la región de
Y vetot), y al parecer en vías de desaparición en Bretaña, el alodio cam­
pesino ocupaba, en cambio, una parte notable de las tierras situadas
más al este (especialmente en la región del Mosa) y sobre todo hacia el
norte, en Artois, Hainaut y Flandes.24
Estas informaciones todavía muy dispersas, generalmente no del
todo evaluadas, no permiten elaborar un cuadro preciso para el conjun­

21. R. Boutruche, Une société provinciale en lutte contre le régime féodal : l'alleu
en Bordelais et Bezadais du XIe au xvui* siècle, Paris, 1947.
22. G. Duby, La Société aux XIe et XIIe siècles dans la région mâconnaise, Pans, 1953.
23. M. Gonon, Les institutions et la société en Forez d’après les testaments, xive-
x v e siècles, París, I960; La vie quotidienne en Forez d’après les testaments, xive~xvf siè­
cles, París, 1968.
24. P. Feuchère, «Un obstacle aux réseaux de subordination: alleux et alleutiers en
Artois, Bourbonnais et Flandre wallonne», en Études publiées par la section belge de la
Commission internationale pour F Histoire des Assemblées d’Etat, 1955, pp. 1-32.
178 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

to del mundo occidental. Sin embargo, las informaciones son conver­


gentes y autorizan a concluir, de momento, junto con Georges Duby,
que «en todas partes, en realidad, las posesiones señoriales estaban lejos
de cubrir la totalidad del territorio. Éstas dejaban, por el contrario, gran­
des espacios en los que se extendían los modestos alodios».25 También
podemos afirmar, junto con varios historiadores ingleses, que «esa ob­
sesión por la agricultura.señorial y por los ingresos que generaba ha pro­
vocado un desconocimiento básico del desarrollo económico y social
del siglo xm».26
Sin duda, queda por hacer una investigación en profundidad. Ç1 ori­
gen y la naturaleza de esas tierras totalmente libres de cargas económi­
cas quedan por definir. ¿Se trataba de herencias que se remontaban muy
lejos en el tiempo, o bien de redenciones o de adquisiciones recientes
como consecuencia del desmantelamiento de determinados señoríos?
No lo sabemos. Durante mucho tiempo estas preguntas no se han plan­
teado, porque toda la atención se centraba exclusivamente en el señor, y
porque existía la costumbre de considerar al campesino sólo en su cali­
dad de explotado, de dependiente privado de bienes propios.

25. G. Dubÿ, L'Économie rurale p. 379.


26. E. Miller, «The English Economy of the Thirteenth Century», Past and Present
(1964), pp. 21-40; C. Dyer, «A Redistribution of Incomes in xivth. Century England»,
ibid. (1968).
3. ALGUNAS REFLEXIONES HERÉTICAS
SOBRE LAS CONDICIONES DEL CAMPESINADO

Esa imagen de una sociedad rural infinitamente variada contradice


el esquema que se nos ha presentado generalmente. Pero las realidades
se imponen: existieron una gran diversidad y complejidad, pero tam­
bién, naturalmente, jerarquías sociales. Una gran impostura consistió,
entre otras muchas, en hablar generalmente de una «masa» campesina
como si todos los hombres se encontraran obligatoriamente reducidos a
la misma condición miserable y sin ninguna esperanza de alzarse por
encima de sus vecinos. Para muchos autores era sin duda más fácil
hablar en estos términos. Pero entonces, ¿dónde está el rigor científico?
En otros autores, todavía numerosos, esas afirmaciones transmiten
unas intenciones y objetivos determinados; estos autores se esfuerzan
por silenciar los matices y la existencia de una fluidez, por encerrarlo
todo en clasificaciones ridiculas a fuerza de abstracción, por presentar
una sociedad petrificada en la que los hombres, sujetos a su parcela, in­
tentaban sobrevivir tras haber satisfecho las exigencias del señor, do­
blegándose, y rogando a Dios que les ahorrara nuevas exacciones. Era
la imagen de una sociedad estancada, por oposición a la de las ciudades
donde todo eran promesas para los audaces, donde el dinero circulaba
con rapidez e irrigaba una gran cantidad de mercados, y donde se acu­
mulaban fortunas sorprendentes. En una palabra: «feudalismo» contra
«capitalismo».
El examen de los textos, por rápido que sea, no permite de ningún
modo adherirse a esas visiones simplistas. Todo habla en sentido contra­
rio. El historiador que esté un poco familiarizado con los libros de con­
tabilidad, con los registros fiscales, y con las actas privadas de diferentes
naturalezas, constata indefectiblemente una extraordinaria fluidez so­
cial, mucho mayor incluso de la que formularía cualquier hipótesis de
180 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

trabajo atrevida. Ello se constata en dos campos especialmente signifi­


cativos: la renovación de la población, y el desarrollo de las fortunas.

E l CLICHÉ DEL C AM PESINO V INC U LAD O a LA GLEBA

La imagen del campesino sujeto a la tierra se encuentra profunda­


mente anclada en nuestro bagaje cultural; creemos en ella y hablamos de
ella con facilidad: hablamos del amor por las tierras cultivadas genera­
ción tras generación, pero, sobre todo, de las restricciones señoriales que
prohibían desplazarse y de la imposibilidad de establecerse libremente.
Esa imagen surgió, sin duda, de las obligaciones de residencia impues­
tas en algunos casos y solamente para las poblaciones serviles; pero se
ha difundido ampliamente y se ha aplicado a toda condición campesina.
Sin embargo, esa visión es errónea. Los hombres del campo acep­
taban la aventura en gran número de ocasiones. Las grandes migracio­
nes, los desplazamientos de comunidades, las cruzadas, las roturacio­
nes de tierras lejanas, y la repoblación de las zonas recuperadas a los
musulmanes hasta Andalucía, son fenómenos perfectamente situados y
, analizados que ilustran esa capacidad, o en algunos casos esa propen­
sión a la movilidad, e incluso ese gusto por lo desconocido. Y no olvi­
demos, evidentemente, la emigración hacia las ciudades en plena ex­
pansión; podemos afirmar sin mucho esfuerzo y sin discusión que esos
movimientos afectaban por igual o más al mundo rural en sí que a la
ciudad. Las sauvetés, y luego las villas-nuevas y las bastidas, en_Cham­
pagne y en Aquitania sobre todo, y también en Toscana y en Umbría,
aglomeraciones que en muchos casos eran esencialmente rurales, se
poblaron con familias llegadas de distintos lugares y no forzosamente
de los alrededores del nuevo núcleo; numerosos grupos de campesinos
bien informados sobre esas fundaciones situadas a cientos de kilóme­
tros de su lugar de origen, emprendieron el camino con sus carros, sus
animales domésticos y sus herramientas. Esos procesos ponen de relie­
ve la sorprendente frecuencia y el alcance de esas migraciones, que se
reemprendieron mucho más tarde, en la época de la guerra de los Cien
Años, bajo la amenaza de la invasión y de las desgracias.27
27. R. Boutruche, «Les courants de peuplement dans TEntre-Deux Mers (Borde
lais), étude sur le brassage de la populatíon nirale du xie au xve siécle», Armales É.S.C.
(1935), pp. 15-37.
LAS CONDICIONES DEL CAMPESINADO 181
El estudio atento de las listas fiscales nominativas, desgraciada­
mente demasiado escasas u hojeadas-demasiado a la ligera con la prisa
de no retener más que las estadísticas, muestra cifras considerables de
emigración desde un mismo territorio; y no menos importantes cifras
de llegadas de familias hasta entonces desconocidas en un determinado
pueblo; y ello incluso en el espacio de algunos años. Ese tipo de inves­
tigación todavía no es muy frecuente. Sin embargo, apoyándose en los
registros de un impuesto particular —el «monedaje»—, Denise Angers
ha demostrado esas fluctuaciones en la población de la Baja Norman-
día, y más concretamente en el vizcondado de Bayeux.28 Para el con­
junto de las parroquias de ese vizcondado, el número de contribuyentes
cayó en un 23 por 100 entre 1389 y 1464; pero, si se estudian y men­
cionan los nombres de familia, resulta que un 58 por 100 de los grupos
patronímicos desaparece mientras que un 47 por 100 de esos nombres
son nuevos al final del período. En una parroquia determinada, la dis­
minución es sólo del 10 por 100, pero esa cifra es engañosa: de hecho,
un 90 por 100 de los nombres no se reseñan en 1464, y aparecen en
cambio sustituidos por una proporción aproximadamente igual de nue­
vos nombres. En sólo quince años, entre 1389 y 1404, otra parroquia si­
gue más o menos estable en número de habitantes (con una pérdida del
1,5 por 100), pero pierde un 60 por 100 de sus patronímicos. Estas ci­
fras son claras y no son más que algunos ejemplos entre muchos otros.

Los NIVELES DE RIQUEZA DENTRO DE LA COMUNIDAD CAMPESINA


Los mismos análisis de esos registros fiscales, apoyados por mu­
chas otras indicaciones, muestran además una gran fluidez en las pro­
piedades y, como consecuencia directa, jerarquías notables de riqueza
dentro del mundo campesino. Suponiendo incluso que, en la época del
origen del señorío, todos los tenentes hubieran recibido una tierra de
una superficie o de un valor determinado —el «manso» campesino—,
es evidente que esas distribuciones igualitarias conocieron rápidamen­
te graves alteraciones. En el curso de las generaciones, entraron en jue­
go matrimonios, herencias, y roturaciones individuales que ganaron
28. D. Angers, «Mobilité de la population et pauvreté dans une vicomté normande
à la fin du Moyen Âge», Journal of Medieval History (1979), pp. 233-248; «La vicomté
de Bayeux au bas Moyen Âge (1389-1500)», Francia (1980) pp. 141-172.
182 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

nuevos campos al bosque, los baldíos o las marismas, ya fuera median­


te acuerdos con el señor o mediante usurpaciones y acaparamientos
clandestinos. Además, no hace falta un gran esfuerzo imaginativo para
súponer que determinados tenentes salían adelante mejor que otros y
llevaban al mercado cosechas más abundantes o mejores; estos tenen­
tes reunían lo suficiente como para poder prestar semillas o dinero a sus
vecinos menos afortunados y, finalmente, compraban o confiscaban las
tierras de esos vecinos.
Para los siglos xiv y xv, los textos atestiguan movimientos consi-
^derables de las propiedades territoriales, ya fueran tenencias o alodios,
entre la gente del campo: compras, arriendos, subarriendos, préstamos
garantizados con los bienes territoriales, etc. En Inglaterra, esas con­
centraciones de propiedades aparecen en una época muy temprana; por
ejemplo en el condado dé Leicester, donde «asistimos al ascenso mis­
terioso y al enriquecimiento progresivo de familias enteras a partir de
1250».29Las cuentas de los manors muestran constantes cambios en el
reparto de las tenencias y la existencia de un mercado de tierras bastan­
te activo. En 1447, en uno de ios dominios del arzobispo de Canter-
bury, el de Gillingham, más de la mitad de los tenentes (cincuenta de
noventa y ocho) cultivaban tierras recientemente cedidas por otros.30
Esos resultados no sorprenden en absoluto: esa escala amplia y
abierta de riquezas, de condiciones y de géneros de vida, no es más que
el reflejo de una sociedad en perpetua evolución. El historiador de la
vida rural «medieval» encuentra en su camino, en todos los territorios,
a campesinos ricos provistos de numerosas parcelas de tierra, de viñedos
y de rebaños, capaces de mantener más de una yunta. La historia de esas
fortunas, azares y vicisitudes, de esas circunstancias favorables, de los
méritos o de las expoliaciones, debería seguirse más de cerca, puesto que
de momento parece imposible conocer todas sus etapas por falta de do­
cumentación suficiente. Pero esas diferencias existían y los coetáneos
sabían reconocerlas. Determinadas familias adquirieron dignidad y
prestigio gracias a su riqueza.
Acudamos, una vez más, a los libros de contabilidad de los manors
29. C. Despretz, Désordres et Instabilité dans l’Angleterre du xive siècle, tesis me­
canografiada, Université de Lille m , 1989, vol. I, p. 66.
30. A. R. H. Baker, «Open fields and Inheritance on a Kent manor», English Histo-
rical Review (1964); B. Dodwall, «Holdings and Inheritance in Medieval East Anglia»,
ibid. ( 1967); y sobre todo J. A. Raftis, Tenure and Mobility: Studies in the Social History
ofthe Medieval English Village, Londres, 1964.
LAS CONDICIONES DEL CAMPESINADO 183
ingleses, fuente inagotable de informaciones precisas que además han
sido estudiados por numerosos autores que no se contentan con gene-
ralidades ambiguas sino que reúnen cifras y van hasta el fondo de los
análisis. Esos registros describen con claridad importantes jerarquías
dentro del campesinado. Algunos tenentes solamente cultivaban una
parcela, mientras que otros tenían quince o veinte; unos sembraban me­
nos de una hectárea (dos acres), mientras que otros, en el mismo pue­
blo y manor, más de cincuenta; y sus vecinos se situaban en todos los
niveles intermedios.
Los hombres ricos adoptaban nombres particulares para hacer alar­
de de su independencia y sus recursos: yeomen, good men, franklins,
husbandmen o thrifty men («los que han ahorrado»). Esos campesinos
provistos de vastos campos de cultivo y de grandes rebaños tenían a
asalariados trabajando para ellos. Los padres de algunos habían sido
molineros; otros habían hecho fortuna invirtiendo sus esfuerzos en la
desecación de marismas, los Fens de East Anglia. Uno de ellos, bien
conocido por lo que cuenta su propio hijo, Hugh Latimer, teólogo y
predicador famoso, explotaba mía gran granja en la que empleaba a
doce hombres para las labores; tenía treinta vacas lecheras y cien ove­
jas en sus pastos cercados; ofrecía hospitalidad a los pobres que estaban
de paso y repartía limosnas a su alrededor.31
En Francia, el «riche laboureur» de La Fontaine no es ni un simple
personaje de fábula ni una novedad. El campo francés de la Edad Me­
dia conocía bien a ese personaje y, designándolo de ese modo («labra­
dor», el que tiene un arado), ios habitantes demostraban cierta reveren­
cia por quien poseía a la vez un arado y caballos de labor; sus tierras
estaban mejor cultivadas y producían mejores cosechas. Los demás
campesinos, sus vecinos, trabajaban de otra forma, a veces con pobres
medios, reducidos a pequeñas parcelas, y muy a menudo a simples
huertos o a unas pocas hileras de cáñamo.
Esa jerarquía rural, dentro del mundo de los no nobles, no podía,
31. F. R. H. du Boulay, «Who were farming the English Demesne at the End of the
Middie Ages?», English Histórical Review (1965). Sobre esas aristocracias campesinas,
cf. por ejemplo J. A. Raftis, «Social Structures in Five East Midland Villages», ibid.\ F.
Rapp, «L’aristocratie paysanne du Kochesberg à la ñn du Moyen Age et au début des
Temps modernes», Bulletin Philologique et Historique du Comité des Travaux Histori­
ques et Scientifiques (1967); A. Rochette, «Fortunes paysannes du xive siècle en Forez»,
en Études foréziennes. Mélanges, 1970; J. Tricard, «La tenure en Limousin et Marche à
la fin du X V e siècle. Étude des structures agraires et foncières», Annales du Midi (1976).
184 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

con el paso de las generaciones, más que reforzarse. Por un lado estaba
una verdadera aristocracia de grandes cultivadores y, ál otro extremo
de la escala, un proletariado de hombres que vivían miserablemente
ofreciendo a menudo sus brazos para trabajar en tierras de otros; hom­
bres que en invierno trabajaban en la ciudad en la construcción o que,
sobre todo, tejían paños bastos en casa; esos trabajos adicionales eran
suficientes para definir esa existencia precaria. Labradores ricos por un
lado, y braceroS|.o jornaleros por otro lado... En Italia, la palabra brac-
cianti, signo de una condición pobre y azarosa, ha sobrevivido al paso
de los siglos e, incluso en nuestros días, sigue estando pargada de sen­
tido. Los textos alemanes hablan de gartner, hortelanos y obreros agrí­
colas; y, en Inglaterra, se habla de los cottagers, confinados a un cottage,
una vivienda frágil, construida a toda prisa y destrozada instantánea­
mente en cuanto se producía el primer incendio.
Los niveles de riqueza imponían forzosamente cierta dureza en las
relaciones sociales, y en este caso no entre los señores y sus campesinos,
sino entre los propios campesinos. El labrador rico no podía, sólo con su
familia y sus parientes, llevar a cabo todas las tareas agrícolas. Para los
trabajos que exigían una mano de obra numerosa, para el henaje, y más
aún para la cosecha y los acarreos hacia los granerps, hacia el molino o
el mercado, acudía a asalariados, a braceros de su localidad o de los al­
rededores: eran empleos temporales que situaban a los jornaleros en una
dependencia económica total y, además, bajo el dominio de una perso­
na poderosa. De ese modo, dentro de la aldea, dentro o fuera del seño­
río, la explotación de los trabajadores agrícolas no se limitaba a la que
imponía el señor «feudal». Debemos también tener en cuenta la explo­
tación que ejercían los campesinos ricos sobre sus asalariados. Esos la­
bradores ricos, hombres presentes en todo momento, podían ser muy
exigentes; los salarios no estaban reglamentados por ningún contrato o
tradición y, de año en año, seguían las leyes del mercado; y el propieta­
rio, en caso de dificultades con sus braceros, podía llamar a otros po­
bres, a extranjeros a veces. No había necesidad de poseer un verdadero
«señorío» para ejercer presiones y poder sobre la sociedad aldeana. El
número y la extensión de sus tierras eran una demostración clara de su
éxito dentro del paisaje rural. Sin duda, algunos habían podido reunir
más bienes de los que poseían los señores, sus vecinos inmediatos; pe­
queños nobles que los reveses de la guerra o los servicios habían redu­
cido a un triste estado financiero, y que incluso habían perdido mucho
prestigio social ó, en todo caso, una parte considerable de su autoridad.
LAS CONDICIONES DEL CAMPESINADO 185
D erechos y a b u so s del tenente

Se nos dice que el señor poseía realmente la tierra —propiedad


eminente— que el campesino explotaba, a cambio del pago de un cen­
so y de determinadas obligaciones, disfrutando de la propiedad rea i
De ahí a afirmar que toda la tierra pertenecía al señor feudal, y que el
tenente era solamente el arrendatario, el trabajador explotado, no había
más que un paso. Todavía hoy la idea de una tenencia campesina total­
mente en manos del señor sigue siendo comúnmente admitida, y son
escasos los libros que esbozan un cuadro más preciso y más detallado.
Lo que sin duda surge de cualquier examen, por rápido que sea, o
de cualquier reflexión, es que la condición de la tenencia campesina de
aquella época no es en absoluto comparable a lo que denominamos hoy
«arriendo» o «alquiler». Hoy en día, el inquilino de una casa, o el arren­
datario de un campo o de cualquier explotación rural, ¿tiene la seguri­
dad de poder permanecer en ella todo el tiempo que le plazca, con las
mismas condiciones, sin aumento del alquiler sean cuales sean la coyun-
tura y la inflación monetaria? ¿Tiene la seguridad de no tener que aban­
donar ese lugar si el propietario quiere instalarse en él, o instalar a uno
de sus familiares, o venderlo a una empresa que proyecta construir un
edificio mejor y de mayor renta? ¿Tiene la seguridad de que podrá
transmitir esa casa o esa granja a sus hijos, y así de generación en ge­
neración, por el mismo precio, sin que el propietario pueda impedirlo?
¿Acaso puede vender su derecho de ocupación a buen precio, a un pre­
cio equivalente al valor real del bien el día de la operación, a un terce­
ro que tomaría su lugar y se instalaría en él; y todo ello solamente a
cambio de pagar al «señor» un porcentaje, a fin de cuentas bastante
bajo, del precio de esa venta? ¿Puede subarrendar con un fuerte margen
de beneficio y exigir un alquiler muy superior al que él paga, y que no
ha variado durante decenios? ¿Puede dividir el terreno en diversos lo­
tes con el fin de obtener más beneficios? Y finalmente, ¿está permitido
al arrendatario de hoy hipotecar ese bien, ponerlo como garantía de un
préstamo de dinero? Un gran número de tenentes «no propietarios»,
tanto en el campo como en la ciudad, podía hacer todo eso en la Edad
Media y no se privaba de ello.
Es indiscutible que la tenencia no sólo era vitalicia sino también he­
reditaria; solamente el tenente podía romper el contrato y huir a otro lu­
gar donde pudiera hallar mejores posibilidades. Por lo general, los hi­
jos sucedían a sus padres y sus derechos no eran discutidos. En los
186 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

momentos difíciles, tras los estragos de la guerra de los Cien Años por
ejemplo, cuando la mortalidad y el exilio hacia las ciudades —mejor
protegidas de los bandidos— habían arruinado los campos en algunas
regiones de Francia y habían en ocasiones vaciado territorios enteros,
el señor solamente podía instalar a nuevos tenentes tras largas demoras
y tras proclamaciones públicas para que los posibles herederos se die­
ran a conocer; la comunidad aldeana velaba por sus intereses y la ine­
xistencia de personas que tuvieran derechos sobre una determinada
parcela debía registrarse debidamente.
Además, con el paso del tiempo, esas tenencias podían sufrir todo
tipo de avatares. Ante apremiantes necesidades de dinero, el campesi­
no empeñaba la tierra que tenía de su señor. Otras veces, no dudaba en
subarrendar si la ocasión se presentaba.
En definitiva, el concepto de propiedad señorial estaba considera­
blemente diluido, reducido a algunos controles y a gestos simbólicos;
ese concepto era combatido por los campesinos más emprendedores.
En todo caso, de esos análisis de las condiciones sociales se desprende
una imagen muy confusa y cierta ambigüedad, que llevan a pensar que
la idea que la gente de la época se hacía de la propiedad señorial dife­
ría poco de la que nos hacemos hoy en día.

¿I m p u e s t o s in s o p o r t a b l e s ?

Dejando a parte algunos manuales recientes, no hay una sola obra


de gran difusión que no aborde incansablemente el mismo tema de la
pobreza campesina; todos, desde los libros para los escolares hasta los
volúmenes adornados con bellas ilustraciones y publicados bajo la ga­
rantía de un gran autor, insisten sobre el tema e invocan algunos testi­
monios de coetáneos (¡hasta Vauban!); evocan las «revueltas campesi­
nas» y, sobré todo, incluyen generalmente listas impresionantes de
impuestos. Si se suman todas esas retenciones, se llega a la conclusión
de que a esos desgraciados realmente no les quedaba más que apenas lo
justo para sobrevivir, para no morir de hambre.
Sin embargo, todo ello huele a mala fe o, más a menudo quizá, a
conformismo y a ignorancia testaruda. Es cierto que esos impresionan­
tes catálogos de censos detallados con complacencia dejan al lector
aturdido, y con razón. Pero esos catálogos están trucados, o bien son
falsos o incoherentes, están repletos de errores burdos y de contradic­
LAS CONDICIONES DEL'CAMPESINADO 187
ciones. ¿Cómo explicar que un autor, o incluso un polígrafo, aunque
trabaje con prisas, rio se haya dado cuenta de que se han colocado jun­
tos, para que parezca más pesado, pagos que no tienen nada que ver con
el impuesto o que derivan de tasas percibidas no por el señorío sino por
los poderes públicos?
En el caso de los hombres libres, de quienes se dice que estaban su­
jetos a arbitrariedades y a cargas insoportables, cada uno de los pagos
normalmente citados merece una atención particular.
Los manuales citan casi siempre, en primer lugar, el censo que de­
bía pagar el tenente. Sin embargo, ese censo, que en algunas ocasiones
era sólo simbólico o muy débil, no es en absoluto un impuesto sino un
alquiler. A ninguno de nuestros contemporáneos se le ocurriría la idea
de contabilizar el alquiler de su casa, de su tienda, de su taller o de su
campo, como si fuera un impuesto. ¿Se trata de una falta de discerni­
miento o bien de superchería? De hecho, desde los primeros ataques
contra el feudalismo, esa ignorancia fingida de la verdadera naturaleza
del censo no tenía nada de inocente, sino que era parte de una voluntad
de combate. Incluso antes de la Revolución, muchos autores, filósofos o
historiadores de las formas de la vida política, mantuvieron voluntaria­
mente esa confusión y algunos incluso dejaron entender que el pago del
censo sobre las tenencias era un signo de servidumbre. Tales pamplinas
se encuentran en Montesquieu, que escribe, con gran seguridad: «ser
siervo equivalía a pagar el censo, ser libre equivalía a no pagarlo».32
Los catálogos de los derechos feudales, o de los cánones en todo
caso, incluyen naturalmente el diezmo que era cobrado por la Iglesia o
por acaparadores. Pero también en este caso el análisis se malogra con fa­
cilidad y no tiene en cuenta generalmente ni el peso de esa percepción, ni
su verdadera naturaleza. Sin embargo, no nos faltan argumentos para rec­
tificar esa imagen. En primer lugar, sobre el peso que suponía el diezmo:
éste no se aplicaba a todas las cosechas, sino principalmente a las de trigo,
y no alcanzaba siempre el 10 por 100, ni mucho menos.33En segundo lu­
gar, sobre su uso: además del mantenimiento del clero, el ejercicio del
culto, las misas y las plegarias a las que muchas civilizaciones consagra­
ban y consagran todavía, de un modo muy natural, sumas considerables
de dinero, la Iglesia llevaba a cabo en aquella época una parte importan­
32. Montesquieu, El espíritu de las leyes lib. XXX, cap. XV.
33. M.-T. Lorcin, «Un musée imaginaire de la ruse paysanne. La fraude des décl­
inables du xrve au xvmc-siècle dans la région lyonnaise», Etudes Rurales (1973).
188 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

te de la asistencia pública (hospicios, hospitales, asilos, limosnas, niños


abandonados...) y de la enseñanza en las parroquias. ¿Hace falta compa­
rar esos cánones, de entre el 5 y el 10 por 100, con los que hoy pagamos
por la seguridad social y por el coste de nuestros sistemas de enseñanza?
i En cuanto a los impuestos propiamente dichos, los que tal o cual se­
ñor «feudal» cobraba efectivamente en forma de contribuciones especí­
ficas, hay que tener en cuenta, ante todo, que el impuesto real apareció en
Francia con dificultades y relativamente tarde; a partir de 1357, Con el
sistema complejo y muy aleatorio de las ayudas. Hasta entonces, el im­
puesto no era cobrado por el rey sino por quienes estaban investidos con
una parte de la autoridad. No todos los dueños de señoríos podían cobrar
impuestos, y muchos autores, en particular Robert Boutruche, han sabi­
do distinguir entre el señorío «territorial» (la propiedad del suelo) y el se­
ñorío «banal» (el poder de mando, la delegación o la usurpación de los
derechos reales). Esos «impuestos» eran pues «banalidades»; no deriva­
ban de las relaciones señores-campesinos, sino de las relaciones entre el
Estado y sus súbditos. Aunque estuvieron durante mucho tiempo acapa­
rados por distintos señores, posteriormente se cobraron en beneficio del
rey y, desde entonces, han conocido destinos dudosos, en épocas en las
que no ha habido ni feudalismo ni señorío. No hace falta pensar mucho
rato para constatar que nosotros mismos conocemos, bajo distintas for­
mas, el equivalente o la réplica, ampliamente amplificada y perfecciona­
da, de la utilización dudosa del dinero procedente de los impuestos.
Se ha hablado mucho sobre esas «banalidades» vinculadas al poder
político, feudales si se quiere y no señoriales; los manuales nos infor­
man detalladamente sobre su diversidad, e incluso sobre sus ridicule­
ces, sobre su peso, y sobre las trabas que esas contribuciones imponían
a la vida económica. La gente debió de haber sufrido mucho en esos
tiempos de barbarie a causa de esos impuestos abusivos, exigidos en
todo momento por señores que inventaban siempre contribuciones nue­
vas y que no ponían freno a sus exigencias.
Algunas «banalidades» eran de hecho monopolios impuestos por el
señor del ban que obligaban a los habitantes del territorio, fueran o no
campesinos, a utilizar el homo o el molino señorial, naturalmente a
cambio de un pagó. Esas obligaciones podían traducirse en graves in­
convenientes, largos desplazamientos y, en muchos casos, en gastos
excesivos. Los beneficios de esos monopolios no iban a parar exclusi­
vamente a las manos del señor, sino también a las del hombre de oficio
que se quedaba suculentos porcentajes, que aprovechaba algunas oca­
LAS CONDICIONES DEL CAMPESINADO 189
siones para enriquecerse mediante pequeños beneficios, lícitos o no, y
que rendía cuentas a menudo a su manera. El molino del ban, por ejem­
plo, instrumento de la arbitrariedad señorial, aseguró rápidamente la
fortuna del molinero que ascendía fácilmente en la jerarquía social y se
desmarcaba de. los campesinos de la aldea.
El banvin prohibía a los habitantes de una jurisdicción que llevaran
el vino nuevo al mercado durante un lapso de tiempo (tres semanas o un
mes generalmente), durante el cual sólo se podía vender la cosecha del
señor, precisamente cuando los precios eran más elevados; en efecto,
los vinos del año anterior se conservaban mal y, tras la vendimia, la de­
manda era muy fuerte. Esa era una ventaja económica y financiera muy
importante que perjudicaba a los demás productores, viñateros tenentes
o propietarios de sus viñedos. Sin embargo, debemos aportar algunas
observaciones al respecto. El banvin no se aplicaba solamente a los
campesinos plebeyos sino también a los señores, a las abadías y a las
iglesias de la vecindad que no gozaban de ese privilegio y que debían
respetar el monopolio. Por otro lado, tales restricciones fueron impues­
tas, del mismo modo, por simples burgueses, y en particular por comu­
nidades urbanas que tenían grandes mercados o puertos de exportación.
Ese fue el caso de los bordeleses, propietarios de viñedos más o menos
cercanos a la ciudad, que habían obtenido del rey de Inglaterra la prohi­
bición para los demás productores, los de los valles situados tierra
adentro sobre todo, de presentar sus toneles en el mercado y en los mue­
lles mientras no se hubiera vendido y embarcado su propia cosecha.
Los viñateros del interior, nobles, abadías, burgueses o campesinos,
se vieron muy peijudicados y ese monopolio bordelés fue objeto de in­
finitos conflictos, de maniobras de corrupción y de exenciones (por La
Rochela a veces); a ese monopolio le debemos, es cierto, el Cognac
y el Armagnac, pero ese banvin bordelés, esencialmente «burgués» y
ciudadano, sigue siendo para el historiador de la economía uno de los
ejemplos más flagrantes de las arbitrariedades y del abuso de poder.
Por su lado, los parisienses, miembros de la Hansa de los «mercaderes
del agua», es decir, originariamente propietarios y capitanes de naves
fluviales, exigían que todos los vinos que llegaran de río arriba se de­
sembarcaran y expusieran en los muelles (derecho de la étape) y prohi­
bían a los viñateros de los alrededores que vendieran y exportaran sus
cosechas si no se asociaban, precisamente, con un burgués parisiense,
mediante lo que denominaban una Compagnie française: una asocia­
ción ficticia pero que suponía una punción financiera muy real...
190 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

Esos numerosos monopolios instaurados por las ciudades, fuera del


señorío y del marco feudal, dictaron sin duda otras muchas opciones
económicas y direcciones en el tráfico mercantil, y pesaron mucho más
que los de los señores rurales, incluso tomados en conjunto. El Estado
moderno es el digno heredero de esos monopolios y ha sabido multi­
plicar esas obligaciones, reservándose el ejercicio o el control del co­
mercio de determinados productos importantes de consumo corriente y
de servicios no menos indispensables. Debemos indignamos ante el
banvin señorial, al tiempo que aceptamos los diversos monopolios del
Estado, raramente cuestionados.
Otros derechos del ban gravaban los derechos de paso por una en­
crucijada de carreteras, a la entrada de un señorío, al paso por un puen­
te o al cruzar el curso de un río. Esos peajes o tonliewc también han he­
cho correr mucha tinta y se han presentado a menudo como los abusos
más graves del feudalismo. Se dice que eran insoportables y algunos in­
cluso afirman que, para escapar de ellos, los jefes de los acarreos o de
los animales de albarda se resignaban a desviarse del camino, cortando
a través de campos y de valles, y descubriendo nuevas rutas más libres.
El peaje señorial ha sido en numerosas obras objeto de ataques vehe­
mentes que han forjado una imagen negra... tan falsa pero tan sólida­
mente anclada como las demás. Un autor del siglo xix, llevado por su
inspiración crítica y buscando la manera de convencer todavía más, no
dudaba en mostrar a sus lectores un comercio arruinado por esas extor­
siones arbitrarias, unas comunicaciones imposibles, y unas carreteras en
mal estado y constantemente interceptadas por recaudadores arrogantes;
los únicos mercaderes eran en aquella época judíos, «que no se arries­
gaban a circular más que en caravanas».34¿Por qué los judíos? ¿Y cómo
podían pasar esas caravanas desapercibidas o resistir mejor las exigen­
cias de los señores del peaje, esos horribles bandoleros? Durante toda
nuestra infancia nos han repetido la historia edificante de ese rey de
Francia, héroe ya «moderno» (¿era acaso consciente de ello?), que luchó
contra esos abusos e hizo entrar en razón a los siniestros «señores ban­
doleros», y en primer lugar al terrible señor de Coucy. Sin duda esos he­
chos son auténticos, o casi. Pero hay que decir que la maniobra de ese
rey consistió en sustituir los peajes de los señores, sin duda más o me­
nos arbitrarios, por un impuesto real regular cobrado con gran escrupu­
losidad por oficiales experimentados. ¿En qué consistió el progreso?
34. J. A. Dulaure, Histoire de la Noblesse p. 521.
LAS CONDICIONES DEL CAMPESINADO 191
No hace falta una larga reflexión para darse cuenta de que un Estado
estructurado, con grandes medios y con el control sobre una Vasta región,
podía hacer respetar mejor sus derechos, perseguir más lejos a los defrau­
dadores y, en definitiva, asegurarse mejores ingresos en dinero. El rey o
el príncipe y sus recaudadores, que no mantenían ningún contacto con la
población, fueron mucho más eficaces que los señores que les precedie­
ron en esa tarea. Alrededor del año 1400, cuando el duque de Anjou deci­
dió hacer fructificar su peaje de Crépy-en-Valois, creó una sorprendente
mecánica administrativa, fiscal y represiva. Sus pretensiones no se limi­
taban a recaudar>.impuestos en Crépy ni tan sólo en todas las carreteras
próximas; sino que afirmaba querer controlar todo el tráfico entre París
y Flandes, por lo que colocó a sus agentes en gran cantidad de puntos
estratégicos, llegando incluso hasta Ruán.35Fracasó sólo a causa de la re­
sistencia del duque de Borgoña y de los burgueses de las grandes ciudades.
El rey, en cambio, consiguió su objetivo sin muchos problemas. La dife­
rencia entre el peaje señorial y las exigencias del Estado fue muy grande.
Por otro lado, ¿cómo podemos atribuir tal descrédito a esos impues­
tos y derechos de paso señoriales, como si representaran, en la historia del
pasado, una excepción desafortunada? ¿Por qué mostramos tan virtuosa­
mente indignados si a lo largo de los siglos y en todo el mundo, y más es­
pecialmente en Occidente, los derechos de circulación, los intercambios
de ciudad a ciudad, los pasos de los puentes, los anclajes y los desembar­
cos en los puertos fluviales o marítimos se han sometido sin cesar a pun­
ciones fiscales de todo tipo, de las que no se habla? En la época medie­
val, el señor no era sin duda quien estaba mejor organizado. Las ciudades
comerciales habían elaborado tarifas de aduana de una precisión extrema,
tan complejas que se podría adivinar en ellas la mala voluntad de coger
siempre al extranjero en falta; o, como mínimo, de favorecer a los mejor
informados. Un manual para mercaderes como la célebre Pratica della
mercatura, redactada hacia 1340 por Pegolotti, factor de la gran compa­
ñía florentina de los Bardi, era en gran parte una simple serie de listas
de los impuestos que se cobraban a la entrada de las principales ciuda­
des de Italia y de Europa; el autor, en definitiva, toma al mercader de la
mano y le ayuda a no perder dinero y a evitar determinados obstáculos.36
35. I. Heers, «Fiscalité et politique: le péage de Crépy-en-Valois et le conflit Orléans-
Bourgogne», en Studi in Memoria di Federigo Me lis, Milán, vol. II, 1978, pp. 395-430.
36. F. Di Balduccio Pegolotti, La pratica della mercatura, A. Evans, ed., Cambrid­
ge, Mass., 1936.
192 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

A lo largo de toda la Edad Media, Venecia mantuvo a un verdade­


ro ejército de agentes y de contables', de recaudadores recompensados
por su celo, y de policías destinados a controlar la entrada del dinero de
las aduanas; la señoría serenísima colocaba a un escribiente asalariado
en cada nave e incitaba las delaciones para descubrir los fraudes; los
pesquisidores y delatores se elevaron al rango de una institución. En la
ciudad de Génova, la Casa di San Giorgio, ese banco convertido en un
verdadero estado dentro del Estado y en una potencia marítima muy
respetada, pudo ampliar sus actividades y atribuirse gran cantidad de
poderes de inspección y de represión gracias a que le fueron confiadas
la gestión y la recaudación de los derechos de aduana. Esos derechos,
exigidos por todas las ciudades «burguesas», dedicadas a negocios pa­
cíficos, fueron sin ninguna duda infinitamente más gravosos que los de
los señores bandoleros; los agentes de las ciudades fueron mucho más
duros en su tarea y contaron con el apoyo de grandes medios de inves­
tigación y de represión que ningún señor de un feudo rural habría podi­
do mantener.
En la misma época, las aduanas establecidas en las regiones de
Oriente, en el Imperio bizantino y el mundo musulmán, también res­
pondían o bien a una centralizapión abusiva, o bien a los apetitos de go­
bernadores y pequeños señores. Todos los viajeros las padecían y se
quejaban amargamente; les hacían falta consejeros y guías, intermedia­
rios capaces de regatear y de distribuir bien determinadas comisiones.
En Alejandría de Egipto o en El Cairo, los oficiales de la aduana se
comportaban como tiranos ávidos y codiciosos; los cónsules de las na­
ciones cristianas tenían que negociar varios acuerdos para obtener al­
gunos privilegios y exenciones. Los relatos de los mercaderes o los
peregrinos, cuando la nave anclaba en uno de los puertos del Levante,
suenan a pesadilla: la aduana daba miedo y vaciaba las bolsas. Esas
obligaciones y esos abusos han estado presentes en todos los tiempos y
en todos los países. Marco Polo, que sabía perfectamente de lo que ha­
blaba por haber ejercido durante varios años esos oficios en provincias
de China, describió los infinitos recursos que el emperador obtenía de
los derechos de entrada de los navios o de las caravanas, o de los dere­
chos sobre las ventas de las mercancías.
En cuanto a la época moderna y en Europa, ¿hace falta recordar los
arbitrios municipales cobrados durante tanto tiempo en las puertas de
nuestras ciudades, y los peajes sobre los puentes y obras de fábrica?
Nada ha cambiado y el hábito de pagar parece aceptado. Protestamos
LAS CONDICIONES DEL CAMPESINADO 193
contra los pocos sueldos o denarios que se pagaban al señor de la Edad
Media, y damos más que un óbolo por el simple hecho de utilizar una
carretera rápida y, en todos los países, solamente por sacar un coche de
un garaje.
Todo ello nos parece conveniente y, en la mayor parte de los casos,
lo es sin duda. Todavía nos queda por aceptar ese mismo análisis para
el pasado feudal... El peaje banal se justificaba, tal como afirmaba su
dueño y beneficiario, por la1necesidad de mantener las calzadas y los
puentes o incluso, en cierta medida, por la necesidad de asegurar la se­
guridad de los caminos, los cursos de agua y las montañas. Esas cons­
trucciones, acondicionamientos y vigilancias implicaban a veces gastos
importantes. Las corveas exigidas a los siervos, o incluso a algunos
hombres libres, ineficaces y además cada vez peor organizadas, no eran
suficientes; hacía falta reclutar y pagar a asalariados. Esas obras de arte
eran frágiles ante las crecidas devastadoras de los ríos no del todo do­
minados, las heladas y los deshielos, y los incendios de las grandes pie­
zas de madera. La historia de un puente, no solamente en el feudo se­
ñorial, sino en las ciudades más activas, incluso en París, es la de sus
reconstrucciones sucesivas. El mantenimiento en buen estado de tales
obras, con los medios técnicos de la época, ¿exigía realmente, guar­
dando todas las proporciones, menos inversión y menos trabajo que
nuestros grandes puentes o nuestros túneles? Hoy en día, en Occidente
y en otras partes del mundo, las carreteras y caminos privados, mante­
nidos sin ayuda del Estado, sólo se pueden utilizar pagando un peaje en
beneficio del promotor y propietario, ya sea un individuo o un organis­
mo: es un derecho eminentemente privado, fijado según las reglas del
mercado, que toleramos con toda naturalidad.
Todo indica que la idea que nos hacemos, todavía hoy, de las car­
gas fiscales que pesaban sobre los campesinos de la Edad Media, y que
esas condenas de los abusos que incansablemente recuerdan los ma­
nuales o los relatos novelados, resultan de una idea preconcebida... o
bien de una falta de reflexión. Para obtener una visión más serena y
más exacta de las cosas, deberíamos orientar las reflexiones en dos sen­
tidos.
Por un lado,.hay que admitir que la punción fiscal es un procedi­
miento inherente a todo tipo de gobierno, sea cual sea su naturaleza: en
los tiempos medievales, en Occidente, las ciudades comerciales y los
príncipes establecieron organismos de recaudación más experimenta­
194 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

dos y más apremiantes que los de los señores feudales cuya reputación
es sin embargo tan detestable. Es evidente que en los tiempos de la bar­
barie feudal los impuestos no eran ni más numerosos ni más elevados
que en la Antigüedad o en la denominada Edad Moderna. Fuera de Oc­
cidente, esos organismos y oficiales obraban sin duda con la misma es­
crupulosidad y exigencia.
Por otro lado, es un hecho comprobado que todo refuerzo del Esta­
do contra las estructuras particularistas, y en este caso contra las es­
tructuras feudales, ha provocado, a lo largo de los siglos, un aumento
de la presión fiscal y al mismo tiempo una mayor severidad en los pro­
cesos de recaudación.
Las consecuencias de la forma de cobrar los impuestos antes del
surgimiento de un Estado fuerte no son siempre bien comprendidas por
el hombre de hoy, que no se imagina cómo funcionaban las cosas antes
de que un poder autoritario, con verdaderos medios coercitivos, se hi­
ciera cargo de la recaudación. En definitiva, todo se resume en una
apreciación incompleta e incluso errónea de las mentalidades y de las
prácticas del pasado, que tendemos a comprender como lo haríamos
con las mentalidades y prácticas de nuestro tiempo.
Interpretamos mal los textos. Los censales, las tarifas de peajes, y,
de un modo general, todos los registros fiscales, ofrecen listas de con­
tribuyentes y precisan las sumas que debía pagar cada uno. A partir de
ahí construimos nuestras teorías. Pero se trata de registros de la base tri­
butaria y no de su percepción: de sumas debidas pero no de sumas efec­
tivamente pagadas. Para una época en la que las negativas a pagar o los
retrasos eran tan frecuentes, establecer las cargas solamente a partir de
la base tributaria, a partir de las listas de censos o de corveas, represen­
ta aplicar nuestras formas de comportamiento a una época a la que no
corresponden.
La realidad sólo se puede evaluar a través del estudio de documen­
tos muy particulares, muy precisos... y desgraciadamente muy escasos.
Nos han llegado pocos registros contables de las recaudaciones.
Sólo nos ayudan los azares afortunados. En este sentido, las con­
clusiones no carecen de interés pero sorprenden un poco. En Inglate­
rra, donde las cuentas de los manors son más numerosas que en otros
países, los registros de recaudación se completaban generalmente con
listas de atrasos en las que se anotaban, año tras año, los retrasos y los
pagos todavía no efectuados. El conjunto de esos retrasos podía llegar
hasta una cuarta parte, o incluso un tercio de la recaudación prevista y
LAS CpNDICIONES DEL CAMPESINADO 195
los impagados se registraban, en algunos casos, durante tres, cuatro o
más años... hasta que se borraban, al parecer. En los dominios del arzo­
bispo de Canterbuiy, esos retrasos se acumulaban y alcanzaban cifras
impresionantes. Las rentes (censos) que se debían por las tenencias del
manor de Northfleet ascendían cada año a 62 libras; pero las sumas no *
pagadas alcanzaban, acumuladas, 168 libras en 1460 y 211 libras en
1470.37 En Francia, cuando algunos felices azares documentales nos
permiten llevar a cabo esta investigación, llegamos a las mismas con­
clusiones; es decir, los retrasos y los rechazos eran frecuentes y consi­
derables. Por ejemplo, en el caso del cobro del diezmo en la región de
Lyon, la señora Lorcin demuestra que, hasta el siglo xvi, el diezmo se
mantuvo en una tasa «elevada» de una doceava parte o a veces de una
décima paite de la cosecha, pero que los campesinos lograban reducir
considerablemente las cantidades que debían pagar mediante todo tipo
de procedimientos ingeniosos, «multiplicando las exenciones, y acu­
mulando los obstáculos a la tarea de los agentes».38
Se ha dicho a menudo que, siendo ya muy duras de por sí, las car­
gas que pesaban sobre el campesinado eran además arbitrarias, de
modo que nadie podía saber lo que debía pagar, ni podía establecer pre­
visiones sólidas; todos se hallaban constantemente bajo el peso de nue­
vas exigencias.
No cabe duda de que ese sistema, tanto en lo referente a la fiscali-
dad como a los censos territoriales, y a las formas de repartición y de
recaudación, puede sorprender: existe una gran complejidad y diversi­
dad de una región a otra, e incluso a menudo dentro de un solo señorío
donde las condiciones de los contribuyentes no pasaban todas por el
mismo molde. En lo referente al arriendo de las tierras, descifrar con
exactitud un censal señorial no es cosa fácil, dado que las formas de de­
signar a los hombres, las tierras y las formas de explotación podían va­
riar mucho y nos parecen, en algunos casos, indescifrables. ¿Acaso era
suficientemente claro para los hombres de la época? ¿No se podían, de
mala fe, mantener zonas de incertidumbre, situaciones de litigio, o
puertas abiertas a lo arbitrario?
Esa diversidad y esos embrollos nos sorprenden evidentemente,
37. F. R. H* du Boulay, «A renter economy in the later Middle Ages: the archbis-
hopric of Canterbury», English Historical Review (1964); R. R. Davies, «Baronial Ac-
counts, Incomes and Arrears in the later Middle Ages», ibid. (1968).
38. Cf. supra, nota 33.
196 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA *
dado que estamos acostumbrados a un rigor, o por lo menos conside­
ramos el rigor como indispensable en toda estructura pública... Pero
se dice que si reuniéramos en un solo corpus el conjunto de las dispo­
siciones fiscales vigentes en Francia hoy en día, en un Estado super-
centralizado y cargado de experiencia, llenaríamos aproximadamente
treinta volúmenes: textos fundamentales, adiciones y rectificaciones,
exenciones y tolerancias, contradicciones incluso y enmarañamientos
que algunos denuncian, sin duda con razón, como inextricables. El ciu­
dadano de a pie (el que «suelta» sus denarios) no puede descifrar esas
disposiciones solo; le hacen falta verdaderos expertos, informados y
duchos en los arcanos reservados solamente a los iniciados: y esas son
fuentes de punciones suplementarias y de desigualdades evidentes ante
el impuesto. La complejidad en ese sentido alcanza los niveles más al­
tos, y ¿podemos pensar que el despotismo anónimo hallaría aquí múlti­
ples ocasiones de obrar con severidad? Se trata de simples constatacio­
nes que deberían llevamos a un análisis un poco más objetivo del
pasado y que deberían impedir que suscribiéramos lemas sempiternos.
En todos los tiempos, el Estado, sean cuales sean su forma y su es­
tructura política, ha trabajado vigorosamente en ese sentido. Los cli­
chés miserabilistas y los lemas que llenan nuestra historia de los tiem­
pos antiguos —y los medievales o feudales en particular—, de los
tiempos que preceden a la instauración de una autoridad central fuerte,
tienen mucho que ver con el arte de hacer aceptar cargas cada vez más
pesadas. Indignarse por las exacciones de antaño da buena conciencia
a los responsables de las de hoy... y ayuda a los contribuyentes a no re­
chistar.
4. LA CIUDAD Y EL CAMPO:
¿DOS MUNDOS ENFRENTADOS?

La historia social ha estado casi siempre guiada por el deseo de defi­


nir antagonismos, de oponer entre sí a grupos llamados «sociales», de
marcar separaciones y competencias entre profesiones, géneros de vida o
formas de civilización. Todo debía explicarse de ese modo. La receta pa­
recía simple y no pedía mucho tiempo de preparación, ni para la investi­
gación ni para el análisis: consistía en definir dos categorías, por lo
general totalmente inventadas, con características a la fuerza bien marca­
das, y kiego confrontarlas en todos sus elementos y en todos sus aspec­
tos. Además de la satisfacción de avanzar solamente por senderos baliza­
dos, esos métodos tenían también el mérito —nada despreciable, en
Francia sobre todo— de colmar los espíritus apasionados por la claridad
y preocupados por imponerse una especie de rigor, de pseudocientifismo.
¿Por qué disimular lo que todo el mundo podía constatar; es decir,
que las clasificaciones defendidas por determinados autores respondían
a la preocupación por aportar una confirmación a la teoría marxista de la
«lucha de ciases», aplicándola de ese modo a la Edad Media occidental?
Tanto si se afirmaba de una forma abierta y clara, como si se presentaba
mediante alusiones y una determinada arquitectura del discurso, esa creen­
cia en la existencia de diversas clases sociales perfectamente individua­
lizadas y definidas por sus actividades y sus intereses gozó de un gran
número de adhesiones a lo largo de las pasadas generaciones y, en defi­
nitiva, ha marcado profundamente nuestra forma de concebir y de dirigir
el estudio de las sociedades medievales. Esta afirmación no supone un
ataque contra «los viejos tópicos» completamente pasados de moda; no
hace falta remontarse mucho en el tiempo para hallar profesiones de fe y
análisis de ese tipo, pregonados sin ninguna moderación. La colección
«Les grandes civilisations» nos ofrece un ejemplo perfecto de ello, pre­
198 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

cisamente en el volumen dedicado a la Edad Media, que contrasta total­


mente con todos los demás libros de la serie. Esta colección de obras no­
tables en muchos casos, en la que se‘incluyen, entre otras, la Grèce de
François Chamoux, la Roma de Pierre Grimai, y las dos magistrales
aportaciones de Pierré Chaunu sobre los siglos xvn y xvm, también in­
cluye, de la mano de Jacques Le Goff, una Civilisation de VOccident
médiéval completamente impregnada de esa ideología dominante. El au­
tor no lo esconde en absoluto y habla con convicción de clases sociales;
el índice de la obra es, en ese sentido, una lección escrupulosamente pre­
parada. El capítulo consagrado a la «Société chrétienne (xe-xmesiècles)»
incluye algunos apartados particularmente bien elegidos: «La lutte des
classes: société urbaine et société féodale», «La lutte des classes en mi­
lieu rural», «La lutte des classes en milieu urbain», «La femme dans la
lutte des classes» (sic), «Rivalités à Tintérieur des classes», «L’Église et
la royauté dans la lutte des classes», y «Hérésies et luttes des classes».
Una generación de estudiantes se alimentó de esta obra.
En ese tipo de obras vemos muy a menudo que el pasado no se ana­
liza de medias tintas y que se admite con facilidad que la sociedad me­
dieval se inscribía en fórmulas de ese género: señores contra campesi­
nos, sin duda, y, todavía mejor, el campo contra las ciudades. El mundo
rural, abrumado bajo el yugo de un feudalismo turbulento e incapaz
de evolucionar, y cerrado consiguientemente dentro de unas estructu­
ras paralizadas, se oponía, según nos dicen, al mundo urbano, en el que
todo era moderación, serenidad y deseos de avanzar por la vía del pro­
greso económico y social. Poblada con hombres libres de toda suje­
ción, la ciudad llevaba una vida tranquila, dedicada a los negocios
honestos, a los mercados, al trabajo artesanal y a la sana administra­
ción. Sin duda se rodeaba de fuertes murallas, pero solamente para de­
fenderse de los señores feudales del campo. Sus milicias iban a veces a
combatir lejos, pero jamás por una causa que no fuera justa: en Bouvi-
nes, por ejemplo, lucharon junto al rey de Francia para defender a nues­
tro país de las tropas imperiales y del conde de Flandes, vasallo traidor,
brutal y poco de fiar que, la noche de la batalla, fue llevado hasta París
en medio de las burlas del pueblo que no dejaba de aclamar a sus héroes.
¡He aquí una bella imagen de Épinali
Nuestra historiografía, desde el siglo xix y quizá antes, ha mostrado
siempre más simpatía por las sociedades urbanas, modelos en definitiva
de un pueblo y de unos burgueses activos, ingeniosos, impregnados de
ideas de libertad y de justicia social, y capaces de librarse de restriccio­
LA CIUDAD Y EL CAMPO \9 9

nes intolerables y de ofrecer refugio a los perseguidos; a los desgracia­


dos fugitivos que dejaban tras ellos el sombrío recuerdo de la opresión
señorial. Dentro de esa línea de pensamiento, nuestros maestros han
afirmado constantemente que la gente de las ciudades había obtenido
muy temprano, por su valentía frente a las arbitrariedades, cartas muni­
cipales que les garantizaban el libre ejercicio de sus tareas y de sus
negocios, así como el derecho de autogobemarse o, por lo menos, de au-
toadministrarse. De ahí —al correr de la pluma o en la euforia del dis­
curso— a presentar esas ciudades medievales «de municipio» como
verdaderas «repúblicas» burguesas y mercantiles, e incluso como una
especie de democracias, no había más que un paso que se dio rápida­
mente. De hecho, la idea de una distinción absoluta y de grandes con­
trastes y distorsiones entre medios rurales y medios urbanos perdura to­
davía, en beneficio evidentemente de la ciudad y de los burgueses, que
fueron, como parece claro, los primeros que se lanzaron por el camino
de la conquista de las libertades; en beneficio, pues, de esos hombres
que se propusieron como modelos y símbolos de un futuro radiante.

¿•Lib e r t a d e s ? ¿ Q u é l ib e r t a d e s ?

Todas esas afirmaciones tan a menudo repetidas deben ser total­


mente revisadas, y varios puntos del esquema exigen, sin ninguna
duda, un examen detenido y varias rectificaciones.

¿Quiénes fueron las pioneras? ¿Las ciudades burguesas


o las aldeas campesinas?
La vitalidad y los logros de la comunidad rural
Afirmar que las libertades económicas, financieras y administrati­
vas se afirmaron más tempranamente y de una forma más sólida en un
gran número de comunidades aldeanas que en las ciudades próximas,
supone quizá pecar de herejía... O, en todo caso, supone ir deliberada­
mente contra la corriente.
Sin embargo, ni el proceso de emancipación respecto a las restric­
ciones señoriales, ni su cronología, ni sus circunstancias y resultados,
parecen haber sido objeto de estudios muy precisos.
200 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

Sabemos que en Italia, un país en el que abundan las ciudades ricas


que se nos presentan como peifectqs ejemplos de comunidades urbanas
y de repúblicas mercantiles prósperas y poderosas, las simples aldeas,
eminentemente campesinas, también habían codificado estatutos co­
munales y habían obtenido franquiciasi que les garantizaban una auto­
nomía real (derechos de mercado, de policía, de justicia...).
En el noroeste europeo, principalmente en Inglaterra y en el norte de
Francia, los campesinos no parecen en absoluto estar retrasados respecto
a los habitantes de las ciudades; ni para organizarse, ni para promulgar
reglamentos y designar responsables de su aplicación, ni para lograr que
su señor reconociera determinadas libertades individuales o colectivas.
Los manuales citan regularmente, como primeros ejemplos de esas
conquistas de las libertades, la carta de Lorris, otorgada por el rey
Luis VH en 1155 y adoptada por ochenta y tres comunas del Gátinais y
del Orléanais; y la carta de Beaumont-en-Argonne (1182) que hallamos,
con algunas variaciones, en algunos centenares de pueblos de Champag­
ne y Borgoña. Los hechos y las fechas no parecen haberse cuestionado y
todos seguimos estando de acuerdo con esa cronología. Pero presentar
esas cartas comunales como signos de la emancipación de poblaciones ur­
banas es producto o bien de la pura fantasía o bien de una voluntad de de­
mostrar algo. ¿Quién podría creer que se trataba de verdaderas ciudades?
¿Cuántos habitantes tenían Lorris y los pueblos de su alrededor? ¿Qué
trabajos de artesanía podían llevar a un mercado lejano? ¿Qué comercio
había en esas poblaciones? ¿Estaban acaso en encrucijadas de carreteras;
eran centros de producción o de distribución? Es evidente que en esas co­
munidades no había «burgueses», sino solamente campesinos y artesanos
de la fragua, del molino y del homo. Como mucho existía un mercado en
el que se podían vender los excedentes de las cosechas y el ganado, y en el
que se podían comprar semillas, herramientas agrícolas, cerámica y paños
bastos. Ninguno de sus habitantes frecuentaba las ferias y los puertos.
Varios estudios, y algunos de forma muy explícita, invierten esas
ideas hasta hace poco predominantes aportando pruebas irrefutables.
En particular los estudios de Gérard Sivéry, de entrada limitados a Hai-
naut (1977) y, más recientemente, extendidos al conjunto de Occiden­
te (1990), no dejan lugar a dudas.39
39. G. Sivéry, Structures agraires et vie rurale dans le Hainaut á la fin du Moyen
Age, LiUe, vol. 1 ,1977, vol. D, 1980; Terroirs et communautés rurales dans VEurope oc-
cidentale au Moyen Age, Lille, 1990.
, LA CIUDAD Y EL CAMPO 201
Es cierto que el movimiento de emancipación y el establecimiento de
estructuras políticas responsables dentro de las sociedades campesinas
conoció en toda Europa graves distorsiones cronológicas. La comunidad
rural no se impuso en todas partes en la misma época y adoptó formas
muy diferentes según las regiones. Está claro que las regiones ganaderas
(y consiguientemente boscosas) y los territorios de open-field, de cerea­
les mostraban características muy diferentes, tanto por el ritmo de los
trabajos, como por el légimen de la explotación, y sobre todo en lo re­
ferente a la sumisión a las restricciones del ban, es decir, de la autoridad
señorial o colectiva. Además, las montañas y sus extensas coriiunidades
de valle se inscribían de una forma muy especial en el paisaje sociopolíti-
co. Aplicar un solo cuadro de estructuras, aunque sea dentro de una región
bien delimitada, lleva forzosamente a falsificar el análisis. Las cartas cam­
pesinas aparecen más tarde y son mucho menos precisas en el Lyonnais
que en otras regiones muy cercanas situadas a ambas márgenes del río; en
el Beaujolais, el Forez y el Delfinado. Los hombres del Lyonnais habían
conseguido liberarse de toda forma de servidumbre y sus delegados dis­
cutían con el señor sobre la base imponible de la talla, cuya recaudación
aseguraban ellos mismos; pero las estructuras activas que representaban a
la comunidad siguieron siendo poco numerosas y muy discretas.40 En
este caso, la verdadera autonomía comunal fue otorgada más tarde.
Todas esas distorsiones cronológicas y esos destinos tan diferentes
se podrían verificar sin duda en numerosas regiones de Occidente. Pero
no ignoramos que esas diversidades también se encuentran, igualmen­
te marcadas, en la evolución política de las ciudades de Europa occi­
dental; unas se organizaron muy temprano en municipios, mientras que
otras no lo lograron hasta al cabo de mucho tiempo, o incluso nunca del
todo. No hay nada, desde ese punto de vista, que oponga el mundo ru­
ral al mundo urbano. Cualquier regla general y cualquier conclusión de
apariencia simple son siempre ilusorias, y aquí es donde la obra real­
mente científica, que acepta la investigación y los matices, y que se in­
teresa por las condiciones y los destinos diversos, vence sobre La expo­
sición didáctica que pretende ofrecer fórmulas.
En todo caso, el «hecho comunal» parece indiscutible en el campo.
«¿Por qué, entonces negar el derecho de comuna a las comunidades
40. M.'T. Lorcin, Les campagnes de la région lyonnaise aux xiv* et xve siècles,
Lyon, 1974, pp. 160 y 419.
202 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

de campesinos mientras que tantos historiadores se lo reconocen a las


ciudades?»: en 1953, durante un curso de la Sorbona ampliamente di­
fundido, Édouard Perroy observó que las cartas de franquicia de los
campesinos, como la de Lorris por ejemplo, estaban estrechamente vin­
culadas, y sin ambigüedades, a lo que denominamos la «revolución co­
munal». En contra de la tesis de Henri Pirenne, la exposición de Perroy
destacaba la ausencia de una barrera entre la vida rural y la vida urba­
na, e insistía en el hecho de que cada comunidad aldeana poseía una
banlieue (territorio circundante) sobre la que ejercía efectivamente su
derecho de ban.41 >
No faltan pruebas de pueblos que, en las zonas ganaderas o bosco­
sas, obtuvieron muy temprano cartas de libertad e incluso cartas muni­
cipales; 42 o de zonas vitícolas en las que los agricultores se beneficia­
ron muy temprano de esas mismas ventajas y de una verdadera libertad
individual y colectiva.
El primer impulso estuvo quizá vinculado con el movimiento de la
«paz», cuyos promotores y garantes eran los poderes públicos (el rey, el
conde...). La carta de la pequeña comunidad de Prisches (Hainaut), que
data de 1158, tenía por título «Leyes, comunas y paz». Reconocía a esa
sociedad rural una autpnomíá administrativa total y el ejercicio de una
justicia con derecho de vida y muerte sobre sus dependientes. Por otro
lado, todo lleva a creer que, en la mayor parte de los casos, la carta no era
consecuencia de una adquisición reciente, ni se presentaba en absoluto
como una gran novedad, sino que era simplemente una redacción defini­
tiva y en limpio de derechos ya ejercidos con anterioridad. La comuni­
dad campesina no se forjó para luchar contra el señor; existía ya antes.
Georges Duby demostró en 1957 que, en el Máconnais, las «sociedades»
rurales organizadas surgieron en la misma época que el señorío.43
En Bórgoña y en Alsacia, esas estructuras aldeanas se desarrollaron
manifiestamente fuera del marco del señorío y podían reunir a hombres
de condiciones muy diferentes. En la región de Estrasburgo se afirma­
41. E. Perroy, Terres et Paysans, Curso CDU, París, 1953.
42. P. Duparc, «Une communauté pastorale en Savoie: Cheravaux», Bulletin Philo­
logique et Historique du Comité des Travaux Historiques et Scientifiques (1963), pp.
309-329; P. Vaillant, «Les origines d’une libre confédération des vallées: les habitants de
la communauté du Briançonnais au xine siècle», Bibliothèque de VÉcole des Chartes
(1967), pp. 301-348; R. Grand, «Chartes et communautés rurales d’Albepierre et de Com-
brelles», Revue Historique du Droit Français et Étranger, vol. CXXVH, pp. 373 y ss.
43. G. Duby, La Société ... (cf. supra, nota 22).
LA CIUDAD,Y EL CAMPO 203
ron hacia 1200, esencialmente para defender sus bienes, 1^ communia o
allmend, contra las intrusiones de los vecinos y para organizar su co­
rrecta explotación. Esas instituciones, estrictamente campesinas, eran
totalmente solidarias ante el impuesto y garantizaban su recaudación,
podían exigir impuestos por su cuenta, y resolvían los litigios entre los
usuarios de los bienes comunales. La diversidad de las palabras, en am­
bas lenguas, atestigua, no un proceso impuesto, sino al contrario la exis­
tencia de iniciativas espontáneas, limitadas a sectores circunscritos. Los
textos hablan de communitas, universitas, gemeiñde o gemeinschaft, ad­
ministradas por un colegio de majores o de schoeffen, representados por
un syndicus, nuncius, consul, preco, tribunus, o heimburg.44
En Thiérache (Hainaut), cada acción para imponer o reforzar el po­
der de un señor consolidaba instituciones aldeanas que habían funcio­
nado durante generaciones. Esos pueblos tenían, en todos los casos y
desde el siglo xn, oficiales de autoridad y magistrados: alcaldes, jura­
dos, escabinos.45 Los responsables, las administraciones provistas de
poderes de decisión y de represión, que buscamos más bien en las ciu­
dades, existían aquí antes que en la ciudad vecina y se mantuvieron sin
interrupción y sin tropiezos.
Los orígenes de las comunidades rurales se disciernen mejor si
tenemos en cuenta, a parte del factor estrictamente económico o político,
el papel de las iglesias parroquiales y su gestión por parte de asociacio­
nes de laicos: las fábricas o aún mejor las cofradías de diversas natu­
ralezas. La paz, impuesta a menudo por el obispo, ofrecía un refugio
inviolable alrededor de la iglesia y del aítre (el cercado parroquial) des­
de 1100 a más tardar. Las cofradías fueron de entrada responsables del
mantenimiento de la iglesia, luego del cercado, y luego, en definitiva, de
la vigilancia de los bienes comunales e incluso de todo el territorio al­
deano. Promulgaban reglamentos de gestión rural y, de esa forma, de­
finían y ejercían un derecho de ban. De ese modo, en muchos lugares
del Bordelais, la administración propiamente municipal fue precedida
por la de la cofradía, y el alcalde por el síndico o el administrador que
llevaba los libros;46 en definitiva, esas cofradías fueron simplemente
«comunidades silenciadas», sin carta y sin estatutos, gestionadas sola­
44. H. Dufaled, «Les communautés de villages en Alsace au xme siècle», Revue
d’Histoire Economique et Sociale (1963).
45. G. Sivéry, Terroirs et communautés ..., pp. 116-127.
46. J. A. Brutails, «Note sur les fonds bénédictins des Archives de la Gironde», en
Actes de VAcadémie des Sciences, Belies-Lettres et Arts de Bordeaux, 1915, pp. 3-23.
204 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

mente por la experiencia y la tradición. En el sur de Francia, y más par­


ticularmente en las zonas montañosas, las cofradías del Espíritu Santo
tenían en sus manos el desfino de numerosos pueblos. En tanto que aso­
ciaciones piadosas, mandaban decir misas por los difuntos y distri­
buían limosnas a los pobres el día de Pentecostés; pero, por otro lado, se
encargaban de las reparaciones de la «iglesia y de los puentes; poseían
bienes territoriales, prados y viñas, casas y molinos alquilados por su
mediación a particulares; y todo ello estaba gestionado por priores, rec­
tores, síndicos o procuradores, elegidos ya fuera por asamblea de todos
los habitantes, ya fuera por unos «consejeros» ya designados. Esos ma­
gistrados comunales llevaban signos distintivos de su dignidad (un bas­
tón, un sombrero). Prestaban dinero, herramientas, semillas, caballos o
bueyes de labor, e incluso harina a los más necesitados. En tanto que
sociedades de ayuda mutua, las cofradías fueron en una fecha muy tem­
prana el esbozo de los verdaderos municipios cuyos poderes principa­
les ya detentaban. La «maison du Saint-Esprit», lugar de reunión y al­
macén de víveres a la vez, donde se guardaba el cofre de los archivos y
el pendón de la procesión, se convirtió a menudo en la casa comunal.47
El poder campesino
Doscientos o trescientos años más tarde, al final de la Edad Media,
esas comunidades de aldea gozaban plenamente de las libertades per­
sonales fundamentales, de privilegios fiscales y económicos precisados
con detalle y, lo que es más, del derecho a autoadministrarse según sus
propios reglamentos, bajo la dirección de los responsables del orden y
del presupuesto. La historia rural nos muestra que en los siglos xiv y xv
existían pueblos sólidamente estructurados que organizaban sus activi­
dades colectivas (rotación de cultivos, pastores de los rebaños, trashu-
mancias, irrigación, mercados...) y que llevaban sus cuentas escrupulo­
samente. Como toda sociedad urbana en la misma época, la de esos
pueblos designaba y empleaba a tesoreros-contables, los llamados mas-
sarts en el norte de Francia. En cada pueblo de Thiérache, el contable
cobraba los ingresos de la comunidad (alquiler de tierras y de casas,
arriendos de los prados comunales) y llevaba generalmente tres conta­
bilidades distintas: unà para la Iglesia (la fábrica); otra para la comuni­
47. P. Duparc, «Confréries du Saint-Esprit et Communautés d’habitants au Moyen
Âge», Revue Historique du Droit Français et Étranger (1958).
LA CIUDAD Y EL CAMPO 205
dad; y otra para la «mesa de los pobres» a quienes estaba encargado
v distribuir grano, tocino y zapatos. El señor, en este caso sobre todo el
abad de Maroilles, no perdía en absoluto sus derechos, pero no podía
imponer un derecho de ban por su única voluntad; desde 1335 ese ban
debía determinarse de acuerdo con «la parte más sana de los habitan­
tes», y el abad debía acatarlo como todo el mundo; debía respetar él
calendario de los trabajos acordados en común y someterse a la regla­
mentación en vigor* Era responsable del mantenimiento de las carrete­
ras, mientras que los campesinos se encargaban de los caminos; un año
incluso se negaron a cortar sus setos hasta que el señor no hubiera man­
dado podar los suyos y respetado el alineamiento.48
Estas situaciones, en las que podemos observar qué las comunida­
des aldeanas eran dueñas del ban y definían las restricciones referentes
al calendario de trabajos y al mantenimiento de los caminos o los cana­
les, no eran excepcionales; al contrario. Muchas comunidades se ha­
bían organizado perfectamente para decidir sobre la rotación de los cul­
tivos y sobre la disposición de las parcelas, para vigilar los rebaños
e incluso, llegado el caso, para repartir la talla y otros censos. Ese ban,
al que el señor estaba forzosamente asociado por sus propias tierras, se
confiaba a un responsable dotado de poderes coercitivos: el rey del pue­
blo o, en Inglaterra, el viewer ofthefields , o bien, en Alemania, el Baue-
rrichter, o el Schüttermeister. Los recalcitrantes respondían de la falta de
respeto hacia los reglamentos colectivos ante instancias judiciales, las
audiencias rurales, que imponían multas.
El aire de la ciudad hace libre: una broma, sin duda
Contrariamente a lo que imaginamos generalmente, los campesinos
no tenían en todas partes motivos para envidiar a las ciudades o para
considerarlas como refugios donde olvidar su miseria y su servidum­
bre, como una especie de paraíso.
Según las costumbres de Flandes y de varias regiones de Alemania,
un señor no podía reclamar a uno de sus siervos si éste había residido
durante un año y un día en la ciudad; pero no precisaban de ninguna
forma que ese hombre se convirtiera automáticamente en ciudadano,
en condiciones de igualdad con los demás habitantes y, por lo que sa­
bemos, eso parece poco verosímil. En Clermont (Beauvaisis), el siervo
48. G. Sivéry, Terroirs et com m un autésp. 128; Structures a g r a ir e s pp. 628 y ss.
206 LOS CAMPESINOS O L/\ LEYENDA NEGRA

que se liberaba de ese modo pasaba a la jurisdicción de un nuevo señor


(la ciudad misma quizá, o el conde, o el rey). En un contexto político y
cultural muy diferente,14en Milán, ciudad pañera que acogía una nume­
rosa mano de obra inmigrante, el podestà proclamó en 1211 que los
campesinos que se establecieran en la ciudad no tendrían pleno derecho
de ciudadanía hasta haber residido en ella ininterrumpidamente por un
período de treinta años (!). Sólo se les autorizaba una ausencia de seis
semanas anuales en la época de la cosecha. Además, quien tuviera to­
davía al padre o a hermanos o parientes próximos trabajando directa­
mente la tierra con sus manos (ars vilis), no podía, en ningún caso,
incluso pasados los treinta años de residencia, ser reconocido como
ciudadano.49 Estas indicaciones sobre restricciones que eran muy co­
rrientes nos dan la medida de esas «libertades». Pocas consignas histó­
ricas parecen tan falsas, tan ridiculas y tan vacías de sentido como la
que afirmaba que «el aire de la ciudad daba la libertad», lanzada no sa­
bemos exactamente en qué circunstancias y al servicio de qué pro­
paganda.

Autopsia del «movimiento municipal» en las ciudades


Dentro de la comente de pensamiento «histórico» —o más bien
pseudofilosófico e ideológico— que, durante mucho tiempo, ha presi­
dido la reconstrucción del pasado, existió la fuerte tentación de inscri­
bir la evolución de las instituciones urbanas dentro de un marco bien
preparado para acogerlas: el de los antagonismos que, según se decía,
oponían inevitablemente a los burgueses, mercaderes o artesanos, con
las antiguas sociedades de señores, eclesiásticos (obispos sobre todo),
grandes propietarios y señores de feudos. Para algunos autores más
comprometidos con ciertas teorías o más penetrantes, esos enfrenta­
mientos prefiguraban verdaderas luchas de clase.
En el origen, ¿se trató de revueltas o de negociaciones?
Nos han enseñado que las ciudades afortunadamente se habían li­
berado de la opresión de su señor, generalmente del conde o del obis­
49. P. Racine, «Citoyens et Vilains dans les communes italiennes», en Festival
d’Histoire de Montbrison, octubre de 1986, pp. 381-394.
LA CIUDAD Y EL CAMPO j 207
po, gracias a grandes convulsiones, a revueltas populares o por lo me­
nos burguesas. Con un gran esfuerzo personal habían conseguido gran­
des ventajas, estrictamente consignadas en una carta inalienable. A par­
tir de entonces se autogobemaron, de la manera más ventajosa para
f todos, y fueron los primeros oasis de libertades en un mundo todavía
sometido a los abusos y a la barbarie del feudalismo. Todos los libros
han cantado alabanzas a ese «movimiento municipal» y a su difusión
irresistible a través del conjunto de la Europa occidental. 1
Sin embargo, ni la naturaleza ni el alcance de ese proceso se pue­
den evocar mediante fórmulas simples. La realidad parece más com­
pleja y a menudo distinta. Una primera constatación acusa de falsedad
la idea comúnmente admitida de revuelta: las cartas no se arrancaron a
menudo tras una revuelta, sino que más bien se acordaron y fueron fru­
to de negociaciones, de tratos o de compras.
Por otro lado, las convulsiones políticas y los motines fueron rara­
mente impulsados por los propios burgueses; se aprovecharon casi
siempre de las disputas entre los señores. En muchas ciudades, el mu­
nicipio fue un avatar de los conflictos entre señores, que ofrecieron a
los habitantes, agrupados en asociaciones de vecindad o por oficios, la
ocasión de sacar partido de su apoyo y de lograr que se les atribuyeran
determinadas responsabilidades y poderes. En Francia, por ejemplo, las
communes no se pueden interpretar como la consecuencia de impulsos
espontáneos, dirigidos por burgueses con el fin de librarse de todas las
restricciones. En Le Mans, en 1070, cuando se produjo la célebre efer­
vescencia que a menudo se ha presentado como uno de los primeros
signos del movimiento comunal, los habitantes de la ciudad se unieron
a un partido de señores y al obispo para apoyar a uno de los preten­
dientes al condado contra su adversario: el partido «normando» contra
el partido «francés» o manceau. Los burgueses estaban dirigidos por el
obispo y por los sacerdotes de las iglesias de la ciudad que «llevaban la
cruz y los pendones de la religión».50Ni rastro de las «libertades»... En
Cambrai, en 1103, hallamos en el origen de ios desórdenes un cisma
episcopal; uno de los elegidos se apoyaba en el emperador y el otro en
el conde de Flandes. Ambos pretendientes solicitaron el apoyo de los
habitantes, y el más hábil les otorgó, para ganarse su alianza y tenerlos
de su lado en la calle, una carta municipal... revocada <Jos años más tar­
so. G. Busson y A. Ledru, Acta pontificum Cenomannis in urbe degentum, Le
Mans, 1901, pp. 376-378.
208 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

de.51 Otro tanto ocurrió en Laon, algo más tarde, pero esta vez en pro­
vecho de un conflicto violento entre el obispo y el capítulo; los canóni­
gos se aseguraron el apoyo de las masas que maltrataron duramente al
prelado... pero la famosa carta de 1128, que también se ha citado a me­
nudo en los manuales, fue muy limitada y denunciada una generación
más tarde.
Los habitantes de las ciudades, agrupados en asociaciones de ve­
cindad o en gremios, se aprovecharon de todas estas situaciones, fuen­
tes de emociones, de conflictos e incluso de batallas encarnizadas, y
consiguieron algunos poderes o responsabilidades. El municipio fue
efectivamente el fruto no de un movimiento irresistible, de una revuel­
ta valiente, sino simplemente de la querella entre los señores.
Afin de cuentas hubo más fracasos que logros
Por otro lado, el fenómeno municipal no conoció ni el alcance ni la
suerte que numerosos escritos complacientes, que recordamos forzosa­
mente, le atribuyen. Ese movimiento no se presenta en absoluto como
un contagio general; no transformó las costumbres políticas y las es­
tructuras sociales en toda Europa. En este campo, todo son diversida­
des e incluso diferencias. El movimiento triunfó sin ninguna duda en el
norte y el centro de Italia, pero fue un triunfo más o menos confirmado
y más o menos real: en algunos casos tenemos la certeza (Venecia, Gé-
nova, Florencia), y en otros casos la apariencia (Umbría, Estados Pon­
tificios y Roma). También triunfó en las ciudades de Flandes, enri­
quecidas por sus industrias pañeras, capaces de arrancar al conde una
autoadministración. He aquí, pues, dos polos en los que el movimiento
comunal, bajo formas variadas, arraigó con fuerza y durante un perío­
do relativamente largo. Pero ¿y en los demás lugares?
El interés que los historiadores franceses han mostrado durante mu­
cho tiempo por ese movimiento comunal en Francia, y el entusiasmo a
veces delirante que algunos manifiestan en cuanto lo evocan, no dejan
de sorprendemos. De creerlos, ese acontecimiento se habría situado en
el mismo centro de la vida política en nuestras ciudades y el juramento
municipal las habría marcado durante siglos, como un anuncio ya de
las sociedades burguesas y democráticas. Hablar de la historia de las
ciudades en la Edad Media llevaba inevitablemente a hablar de una
51. H. Dubrulle, Cambrai à la fin du Moyen Âge, Lille, 1904, pp. 10-25.
LA CIUDAD Y EL CAMPO 209

ruptura decisiva, de un paso brutal entre la servidumbre y las liberta­


des; en definitiva, y una vez más, de un umbral, de un grado más feliz­
mente alcanzado en la vía del progreso humano. Los mejores autores,
los profesores de las universidades, han consagrado obras importantes
a la descripción de las luchas del pueblo burgués contra los señores feu­
dales, y al análisis subsiguiente de las instituciones municipales y de su
funcionamiento.
Los comentarios eran naturalmente muy favorables y elogiaban las
supuestas virtudes de esa gente valiente que solamente pensaba en li­
berarse de la tiranía y que, evidentemente, obraba por el bien de todos,
defendiendo su ideal de igualdad con riesgo de perder todos sus bienes
e incluso la vida en combates que la desproporción de las armas con­
vertían en heroicos. David contra Goliat...
Sobre este tema, algunas exageraciones de muy poca calidad alcan­
zaban la hagiografía. El municipio lo resumía todo e iniciaba un gran
futuro. Ninguna obra dejaba de recordar, por ejemplo, la presencia en
la batalla de Bouvines, en las filas del ejército real, de las célebres «mi­
licias comunales» y de ese intrépido hermano Guérin que les alentaba a
voces. Nadie sabe el número ni la naturaleza de esas milicias; pero eso
no importa: ¡eran los héroes de la libertad!
Bouvines se consideró como una «de las jomadas que construyeron
Francia» y, en 1973, Georges Duby recordaba, en la conclusión de un
libro consagrado a ese hecho de armas, y tras un análisis bien docu­
mentado del «nacimiento del mito», el éxito que había obtenido ese
símbolo entre muchos autores, historiadores, pedagogos y políticos
desde la década de 1850. En los primeros tiempos, parecía que los pa­
ladines del ideal que denominaban republicano o democrático habían
dudado en cierta medida. ¿Hacía falta exaltar esa victoria y seguir a
Guizot, que había ensalzado a Felipe Augusto, lo bastante clarividente
como para defender los intereses de la burguesía, y que no dudaba en
escribir que Bouvines fue «la obra del rey y del pueblo»? O bien, al
contrario, ¿había que tomar partido por Michelet, que no veía en ello
más que propaganda en favor de la monarquía y que consideraba que
esa batalla sólo había sido un acontecimiento entre muchos otros, sin
ningún aspecto destacable? Finalmente, prevaleció la preocupación por
fortalecer el sentimiento nacional, garante de la unidad del país, y la
proclamación de los méritos del pueblo, es decir, de la burguesía. Los
elogios y las exageraciones se convirtieron en moneda corriente. Según
Augustin Thierry, los jinetes de la región de Soissons, todos ellos pie-
210 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA
beyos, iniciaron el asalto y «los burgueses de los municipios se coloca­
ron en la primera línea de combate». Los manuales de la escuela repu­
blicana, los discursos, políticos o académicos, y las ceremonias con­
memorativas se han nutrido de esas imágenes fuertes. Bouvines. tomó
la forma de un símbolo: el derecho de los pueblos, el futuro de la civi­
lización «a la que la sociedad feudal ponía obstáculos».52En definitiva,
los burgueses habían rematado en el campo de batalla, teatro nacional
y frente al invasor teutónico, la obra de liberación tan bien llevada a tér­
mino en sus ciudades.
Es cierto que esas fantasías parecen hoy relegadas al repertorio de
las exageraciones; pero la visión de conjunto propuesta para nuestras
reflexiones seguía siendo incompleta y falseada. Incompleta porque los
análisis, incluso los más serios, se mantenían casi siempre en lo abs­
tracto y no respondían a determinadas preguntas esenciales. Se habla
de municipios, de juramentos, de milicias, de burguesía y a veces de
clase burguesa, del pueblo... pero ¿de qué estamos hablando en reali­
dad? ¿Dónde están las listas nominativas? ¿Quiénes eran los respon­
sables o los jefes de ese movimiento comunal que se nos presenta de­
sencamado y sin contornos? ¿Qué profesiones, qué inserciones y qué
alianzas, ,y qué parte y qué proporción de la población representaban?
La imagen es además equivocada porque contiene demasiadas compla­
cencias; los historiadores, llevados por sus simpatías y por sus impul­
sos, han insistido en hablar de revueltas que queman que fueran de ca­
rácter social, dejando en la sombra el factor político y las rivalidades en
el seno mismo de las aristocracias; y además, nos han presentado ese
movimiento comunal como un fenómeno de gran amplitud y de gran
duración, mientras que fue, en el norte de Francia como mínimo, un
proceso a veces muy breve y específico. Muchas emociones, juramen­
tos y combates en las calles, y muchas concesiones otorgadas y cartas
de libertad, no tuvieron un gran futuro; algunos años más tarde, el se­
ñor, el rey o el conde, y el obispo, recuperaron lo que habían tenido que
ceder.
En Francia, en los territorios reales y más concretamente al norte de
París, parece ser que el rey capeto fomentó esas iniciativas y organi­
zaciones municipales para atraerse a buenos aliados. Pero esos muni­
cipios, de los que se habla tan bien, y cuya historia se enriquece fá-
52. Todas estas referencias en G. Duby, Le Dimanche de Bouvines, París, 1973, pp.
216-232 (hay trad. casL: El domingo de Bouvines>Alianza, Madrid, 1988).
LA CIUDAD Y*EL CAMPO 211
cilmente con bellas leyendas, no conocierop siempre, en el plano ad­
ministrativo o financiero, un gran éxito; ni mucho menos... Gestiona­
dos por sus escabinos y sus concejos, se hundieron a menudo en medio
de graves desórdenes de tesorería; a pesar de los gravosos impuestos, a
veces sobre los productos alimentarios esenciales, las deudas se acumu­
laban y los responsables ya no sabían a qué expedientes, a qué impues­
tos extraordinarios o a qué manipulaciones recurrir. Esos municipios se
encontraron en un callejón sin salida y sus magistrados, cansados de lu­
char e incapaces de resolver esas situaciones desesperadas, solicitaron
la ayuda del rey, que mandó a investigadoras e instaló a oficiales per­
manentes, promulgó severos reglamentos para sanear las finanzas y,
evidentemente, confiscó una parte de los poderes. A veces, los propios
municipios, llegados a la bancarrota, suplicaban al príncipe que recu­
perara todo el poder. Diversas comunas de Île-de-France y de Picardía,
y no de las menos importantes, se suprimieron por propia voluntad en
los años 1300: Sens en 1318, Compiégne en 1319, Melun en 1320, y
luego Senlis e incluso Soissons y Provins. En esta última ciudad, los
magistrados procedieron a un escrutinio sobre la oportunidad de aban­
donar la administración vigente para ponerse bajo la del rey; el acta de
esa consulta menciona en total a 2.701 personas (de las que 350 eran
mujeres) y distingue por un lado las que deseaban «permanecer bajo el
gobierno de los alcaldes y los escabinos», y por otro lado las «que son
de la mencionada comuna y desean ser libres del gobierno de los al­
caldes y escabinos y no ser gobernadas más que por el rey»: 156 per­
sonas votaron por la comuna, y 2.545 votaron por el rey.53Para los ha­
bitantes de la ciudad, la libertad consistía en escapar al poder del
municipio.
Durante todo el tiempo de su existencia, esas administraciones mu­
nicipales, orgullosas de su beffroi y de sus campanas, fueron, como mí­
nimo en Francia, incapaces de dotarse de una mínima «Maison commu­
ne»; los escabinos y concejos se reunían unas veces en un sitio y otras
veces en otro: en una de las puertas del recinto fortificado, en el merca­
do, en casa del obispo o en casa de los canónigos. En Orléans, la «cham­
bre aux bourgeois» se hallaba en el castillete real y lo mismo ocurría en
Sens; lo más corriente era que los concejos se reunieran en una de las sa­
las del tribunal condal o vizcondal: domus pacie, domus justicie (en
53. F. Bourquelot, «Un scrutin au x r/e siècle», Mémoires de la Société des Anti­
quaires de France„vol. XXI (1852), pp. 455 y ss.
212 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA
Cambrai), curia publica (en Lovaina), cour mayeur (en Compiégne), o
bien malmaison (derivado de mallum: «asamblea de justicia»). En 1470,
en Le Mans, la asamblea «de la gente de Iglesia y de los burgueses» tuvo
que celebrarse, para recibir al conde, en la gran sala del palacio episco­
pal, y la carta solemnemente concedida por Luis XI en 1481 se puso en
un cofre que, a falta de algo mejor, se iba trasladando de casa en casa,
hasta el punto que quedó completamente desmantelado y tuvieron que
construir uno nuevo. ¡La primera «chambre de ville» de Le Mans data
de 1611!54
Los ayuntamientos que para nosotros simbolizan ese poder comu­
nal urbano no se construyeron por lo general hasta bastante tarde, tras
el abandono de la autonomía administrativa, y gracias a las iniciativas
y a las liberalidades del rey o del príncipe. El conde Louis de Mâle fue
quien hizo construir el de Brujas en 1377 y, exactamente cien años más
tarde, en 1477, Carlos el Temerario hizo construir el de Bruselas.
Observemos también que en numerosas ciudades de Italia, la plaza
comunal, mal dibujada e irregular si no deforme, no era más que la del
Duomo, la de la catedral; el palacio episcopal eclipsaba a menudo en
ellas al palacio comunal.
i

El pueblo en las sociedades urbanas: bajo el yugo de los ricos


Presentar esos gobiernos, o más bien esas administraciones muni­
cipales, como una especie de «democracia» todavía imperfecta, o bien
describirlos con fórmulas ambiguas bien escogidas, supone abusar de
palabras que deberían mantener un significado real y no ser utilizadas
de cualquier modo a diestro y siniestro. La verdad es todo lo contrario.
De Inglaterra a las regiones del imperio, y de Flandes a Andalucía o a
los Estados Pontificios, todas las ciudades, sin excepción, estuvieron en
manos de una aristocracia rica y dura que reinaba sin compartir su po­
der, monopolizando los cargos y los honores, y presidiendo ella sola el
destino de la ciudad.
En el plano social, la palabra «burgués» no tiene ningún sentido y
no representa nada más que una denominación cómoda. De hecho, todo
estaba en manos de grandes familias que se perpetuaban, se sucedían a
sí mismas, y. se cooptaban para controlar sin interrupción los grandes
54. A. Bouton, Le Maine. Histoire économique et sociale. xive, xve et XVIe siècle, Le
Mans, 1970, pp. 737-747.
LA CIUDAD X EL CAMPO 1 213
cargos, fuentes de importantes ingresos. Ver en el advenimiento de un
municipio, y en la expansión económica o en el desarrollo del comer­
cio a larga distancia (sobre todo en los siglos xm y xiv), el surgimiento
y la afirmación de nuevas categorías sociales y, aún más, de nuevas cla­
ses, supone mostrar una grave ignorancia de las realidades.
La jerarquía de las fortunas y de los poderes se impone a la que em­
prendemos el mínimo examen un poco serio. En. Italia, en las ciudades
que los libros llaman todavía «repúblicas mercantiles», los grandes
mercaderes eran, en todos los sentidos de la palabra, nobles, guerreros,
descendientes de familias muy antiguas o agregadas tras un cierto tiem­
po; estaban provistos de señoríos y de feudos, y eran capaces de poner
en pie ejércitos privados. En Inglaterra, en Francia y en el imperio, las
familias patricias que gobernaban las ciudades las doblegaban bajo su
férula, se atribuían todos los escaños en las magistraturas y los conce­
jos, y no se renovaban con facilidad: eran ricos negociantes, capitanes
de industrias, propietarios territoriales en el campo y en la ciudad, ju­
ristas, consejeros del rey o del conde. Todos ellos habían sabido crear
alianzas familiares cuidadosamente sopesadas y mantenidas. Todos eran
parientes o amigos de los dignatarios de la Iglesia y, en muchos casos,
clientes, protegidos, y aliados de los príncipes. En esas ciudades, en las
que el historiador de hoy puede efectivamente observar la aparición de
un «juramento comunal» y luego, eventualmente, la concesión de una
carta de franquicia y la creación de cuerpos municipales (cónsules, es-
cabinos y burgomaestres, alcaldes y aldermen), ni el pueblo ni tan si­
quiera el conjunto de los artesanos y de los pequeños mercaderes tenían
acceso al gobierno; no eran elegidos para los concejos ni eran electores,
y su participación se limitaba al papel de ciudadanos pasivos llamados
a asentir.
Ese carácter decididamente y exclusivamente aristocrático del mu­
nicipio, muy arraigado desde los orígenes, se mantuvo sin discontinui­
dad a lo largo de su historia. En ningún momento los hombres de con­
dición modesta participaron en igualdad de condiciones con quienes
desde hacía tanto tiempo se habían adjudicado los poderes de decisión;
en ningún momento se consultó realmente a asambleas del pueblo ur­
bano. Existió sin duda la demagogia, la movilización de las masas, y a
menudo✓ el clientelismo, pero no un consenso democrático...
Etienne Marcel, que ha quedado en nuestras memorias como el pa­
ladín de las libertades urbanas, no era en absoluto un hombre «nuevo»
ni tampoco un hombre de condición modesta. Hijo de un pañero y de
214 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA
í

una familia entre cuyos ancestros se hallaba un preboste real de París y


baile de Ruán, se casó sucesivamente con dos ricas herederas: Jeanne
de Damaríin y Marguerite des Essars; esta última, hija de Pierre des Es-
sars —ennoblecido en 1320, tesorero y luego maître de las cuentas del
rey—} le aportó la enorme dote de tres mil escudos de oro y, consi­
guientemente, en herencia, varias tierras y mansiones señoriales. Mar­
cel había sabido llevar,, en todos los campos de la política y de la eco­
nomía, una carrera muy brillante. Pañero a su vez, mantenía relaciones
con los flamencos, empleaba en París a numerosos bataneros y tejedo­
res traídos de Ypres, y se impuso como proveedor del palacio real.
También sabemos que fue «preboste» (gobernador) de la poderosa co­
fradía de Notre-Dame aux Prêtres et aux Bourgeois, de la que los reyes
y reinas de Francia formaban parte por lo general; también fue prebos­
te de la cofradía de Santiago de Compostela y, a raíz de ello, estuvo muy
vinculado con el partido navarro, y consiguientemente muy implicado
en los conflictos dinásticos.55Ese era Etienne Marcel: un negociante de
gran talento sin duda pero, en todo caso, un político ambicioso, aristó­
crata, y un buen ejemplo de esos burgueses de las ciudades de Francia
y de Inglaterra, para quienes el gobierno de las ciudades abría el cami­
no a la nobleza, nobleza de toga sin duda, pero de todos modos un ca­
mino prometedor, con un futuro rico, aunque sólo fuera por la adquisi­
ción de numerosos feudos y señoríos.
En Italia, el ascenso al poder de hombres procedentes de horizontes
nuevos, e incluso de una «nueva nobleza» que habría surgido de los ne­
gocios, presentada hace poco en algunos libros como un hito decisivo
en la historia de las ciudades, debe analizarse con más detalle.
Contrariamente a lo que implica una tradición literal de la palabra,
el popolo que se impone en la mayor parte de las ciudades como un
grupo sociopolítico original y fuertemente estructurado, no recluta ni a
sus jefes ni a sus miembros activos en las capas sociales más amplias.
El historiador atento llega casi siempre a la conclusión, a priori des­
concertante, de que popoiari y nobiii no se distinguen con facilidad. En
Pisa, por ejemplo, el partido denominado del popolo surgió de quere­
llas entre las ricas familias nobles: algunas, hasta entonces más o me­
nos extrañas en la ciudad pero ampliamente provistas de feudos en las
montañas, se agruparon en tomo a grandes personajes para hacer fren­
te a los hombres que estaban en el poder; como jefes de guerra que
55. R. Cazelles, Étienne Marcel, París, 1980.
LA CIUDAD Y EL CAMPO
eran, esos nobles del partido de los popolari dirigieron las flotas de su
ciudad en Cerdeña, Córcega y Oriente.56
En Génova, también fueron los dueños de feudos, los nobles gue­
rreros, quienes tomaron la iniciativa y la dirección del partido «popu­
lar» para oponerse a los otros, nobles igual que ellos. Nada cambió tras
el ascenso al poder de los popolari; en todos los concejos de la comu­
na, amplios o reducidos, los simples mercaderes y los maestros artesa­
nos se hallaban siempre en minoría:57 «en Génova, pues, populus es
una palabra que, para designar a grupos que accedían al poder, traduce
la misma ambigüedad que ya caracterizaba a los nombres de güelfo y
gibelino; una ambigüedad que, más allá de las situaciones dentro de la
comuna, sólo servía para proporcionar una especie de cobertura a la lu­
cha entre los clanes».58 Esta es una fórmula decisiva que tiene el méri­
to de no dejar ninguna duda sobre la naturaleza de esas calificaciones a
las que hemos dado tanta importancia durante tanto tiempo; y es a la
vez un análisis que se ve ampliamente confirmado por los hechos.
En esas ciudades de Italia, la llegada del popolo a los cargos públi­
cos y su presencia en los órganos de gobierno no se puede interpretar
como un trastorno de las instituciones, o como una especie de «revolu­
ción» que habría permitido a hombres nuevos tomar el poder y apartar
a las antiguas familias nobles. En absoluto: la victoria de ese popolo,
tanto en Florencia, como en Pisa, como en Génova y en Bolonia, mar­
ca más bien, en el transcurso de las luchas ancestrales entre partidos de
naturaleza y estructura paralelas, el triunfo definitivo de una de esas
facciones sobre la otra, que es exterminada, expulsada, acusada de to­
dos los males, y cubierta de oprobio. En ese sentido, todo lo que nos
han contado los manuales, incluso los más apreciados, debe ser revisa­
do; y en particular el hecho de que, en los años 1290, el «segundo» po­
polo hiciera una entrada triunfal en el poder de Florencia; que sus diri­
gentes se lanzaran, con gran cantidad de ordenanzas draconianas, a una
lucha severa contra las viejas familias nobles, las de los magnates; y
que entonces se impusiera un gobierno de amplia base social, el de las
56. E. Cristiani, Nobiltà e Popolo nel Comune di Pisa dalle origini del Podestaria-
ro alla signoria dei Donoratico, Nàpoles, 1962.
57. G. Petti Balbi, «Genesi e Composizione di un ceto dirigente: I “popolares” a
Genova nei secoli xin-xiv», en Spazio, società, potere nell’Italia dei Comuni, G. Rosset­
ti, ed., Nàpoles, 1986, pp. 85-103; P. Racine, «Le “popolo”, groupe social ou groupe de
pression?», Nuova Rivista Storica (1989), pp. 133-150.
58. G. Airaldi, Genova e la Liguria nel Medioevo, Génova, 1986, p. 98.
216 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA
Arti o gremios. Hay que leer una obra reciente para saber que, de hecho,
sólo los grandes maestros de esos oficios, los más ricos sin duda, podían,
gracias a todo tipo de reglamentaciones alambicadas, de subterfugios y
de argucias, pretender el ejercicio de una verdadera actividad política o
incluso administrativa.59 La parte más importante del poder seguía en
manos de los magnates que continuaron gobernando, ya fuera directa­
mente mediante sus parientes más jóvenes y disponibles, contentos de
entrar de ese modo en la carrera, ya fuera por personas interpuestas
pero fieles y estrictamente dependientes: vecinos, aliados, clientes y ami-
ci7como por ejemplo los de los Médicis, cada vez más numerosos y con
un gran futuro desde principios del siglo xv.
Y ese poder, que nuestros historiadores han llamado tanto popular
como «colegial», protegía tan mal los derechos políticos y las liberta­
des, que llevaba insensiblemente a la ciudad, sin muchos tropiezos y
como por la fuerza de las cosas, no a una «democracia burguesa», sino
a la tiranía principesca: en Florencia la de los Médicis que se convirtie­
ron pronto en grandes duques de Toscana, y en las demás ciudades la.
de las otras familias asimismo aristocráticas.
En todas partes el gobierno de las comunas se dedicó ante todo a
salvaguardar, si no a reforzar, los poderes y los intereses de los grandes,
nobles o patricios.
¿Paz o masacres?
El municipio, un remanso de paz y de tranquilidad...; he aquí una
imagen idílica propuesta de una forma constante y decidida a nuestra
admiración y a nuestras reflexiones. Sin embargo, se trata del colmo de
la impostura, del mejor «montaje», torcido y falaz, que nos podamos
imaginar.
Para exaltar las virtudes «burguesas» y oponerlas a las malas formas
o a los vicios de los señores rurales, batalladores inveterados, hacía fal­
ta como mínimo acreditar la idea de una ciudad apacible, industriosa,
preocupada por respetar las vidas y los bienes. ¡Cuántos clichés! ¡Y
cuántos errores, o más bien cuántos engaños! Porque, de hecho, la reali­
dad estaba clara desde el principio, sin adentrarse siquiera en un mínimo
estudio; bastaba con leer un texto cualquiera de la época: una cronolo­
59. J.-M. Najemy, Corporation and Consensus in Floreniine Electoral Politics.
1280-1400, University of North Carolina Press, 1982.
LA CIUDAD Y EL CAMPO 217
gía, un diario doméstico, reglamentos y procesos, disposiciones admi­
nistrativas de todo tipo, poesías y novelas. En cuanto dejamos de lado los
discursos conformistas repetidos hasta la saciedad, observamos que
los testimonios son abundantes y que todos van en el mismo sentido.
En cuanto se libraba a ella misma, sin control real o principesco, la
ciudad se pasaba la mayor parte de sus días luchando, atacando a sus
vecinos y, sobre todo, desgarrándose en conflictos sangrientos, verda­
deras guerras civiles encarnizadas e inexpiables.
Las ciudades mercantiles de Italia, siempre presentadas como ejem­
plos de «paz urbana», manifestaban un-tremendo apetito de conquistas.
Cada año o casi cada año, hacia el mes de mayo, Florencia, Siena y
Luca, esas ciudades ñorón de una civilización delicada; armaban sus
milicias y las mandaban a invadir las regiones circundantes, con el fin
de aumentar todavía más su contado, su señorío. Los buenos mercade­
res y artesanos de esas milicias talaban las viñas y los árboles frutales, y
saqueaban y arrasaban los pueblos sin defensa. A los pies de la muralla
de la ciudad enemiga plantaban un campamento y provocaban a los ase­
diados mediante diversos métodos de bastante mal gusto: lanzaban ba­
sura y cuerpos de animales muertos por encima de la muralla con el fin
de infestar el aire y provocar epidemias. Al final del verano, esas bandas de
saqueadores, hombres-ciudadanos del municipio, regresaban a casa car­
gados con el botín: prisioneros (mujeres y niños sobre todo, puesto que
masacraban a los hombres), bueyes y caballos, trigo y vino. El triunfo,
heredado o más bien copiado de la Roma antigua, exaltaba esas victorias
y daba ocasión a distintas manifestaciones de júbilo, que eran pretextos
ante todo para humillar a los vencidos.
Comparadas con las guerras entre ciudades, las guerras feudales
entre señores bandoleros podían parecer una cabalgata de aficionados.
En el interior de la ciudad, las luchas entre las facciones dominadas
por las familias de nobles-mercaderes se perpetuaban de año en año:
eran luchas irreductibles por la conquista del poder en las que se en­
frentaban los distintos «partidos», mal definidos a menudo pero siem­
pre mantenidos en alerta por los deseos de venganza, por rencores
arraigados; no nos hallamos ante la concordia sino ante el odio prolon­
gado día tras día. Los cronistas atentos recuerdan con complacencia
esos combates callejeros; pero, a menudo, se cansan de repetirse cons­
tantemente y se contentan con anotar los años escasos en los que la ciu­
dad vivió en paz, sin «novedades», sin «rumores de pueblo» en las calles.
No se trata de pequeños juegos de guerra, sino de verdaderos conflictos
218 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA
armados, en las esquinas, ante las puertas de las murallas, y sobre todo
desde lo alto de las torres y de las barricadas levantadas con prisas para
convertir a todo un barrio en una verdadera fortaleza.60 Los hombres
del partido vencido, perseguidos, acorralados sin remisión, eran ma­
sacrados allí donde los encontraran o bien eran «juzgados» con prisa
y, para que sirviera de ejemplo, decapitados en la plaza pública; sus
cuerpos quedaban sin sepultura, librados a los grupos de niños que los
paseaban de calle en calle y los despedazaban. Imágenes de horrores
que los libros no nos muestran muy a menudo. Algunos días más tarde,
la facción triunfante hacía condenar a los parientes y amigos de las víc­
timas, así como a sus clientes, por modestos que fueran; eran proscritos
y desterrados a provincias lejanas, todos sus bienes les eran confisca­
dos, y sus casas y palacios eran arrasados.61
En nuestra tradición histórica, el castillo, protector del pueblo, en­
cama la anarquía feudal y simboliza de alguna manera los impulsos gue­
rreros, a menudo totalmente gratuitos, de los nobles, los dueños de los
feudos. Pero ¿qué ocurría en la ciudad? ¿Debemos imaginamos el pai­
saje urbano de aquella época tal como nos lo muestran las escenas del
Buen Gobierno, la magnífica composición de pura y desvergonzada
propaganda que se representa en las paredes del palacio comunal de Sie­
na? Observemos, en todo caso, que las altas murallas levantadas con
grandes costes, hacen inevitablemente de la ciudad un mundo cerrado,
tan protegido y tan vigilado como el castillo más arrogante de los seño­
res feudales. Las ciudades veían en esas murallas, cuya construcción se
comía una parte importante de sus recursos, una defensa eficaz contra
los ataques armados; no sólo contra los invasores del extranjero sino,
más bien y en definitiva, contra las empresas astutas e inopinadas de los
rebeldes exiliados, de aquellos a quienes las crónicas denominan, lisa y
llanamente, el «partido de fuera». La ciudad mercantil vivía día tras día
con la obsesión por la traición y por el complot, con las sospechas y las
guardias reforzadas, con las delaciones, los encarcelamientos y las eje­
cuciones de los cómplices o supuestos cómplices colmados de injurias,
de los enemigos «del pueblo y del partido», enemigos de la paz, «lobos
rapaces», bestias inmundas...
60. J. Heers, Les Partís et la vie politique dans VOccident médiéval, París, 1981,
pp. 133-161.
61. J. Heers, Espaces publics et espaces privés dans la ville: Le Líber terminorum
de Bologne (1294), París, 1984, pp. 97-109.
LA CRIDAD Y EL CAMPO 219
Todas las familias poderosas debían protegerse construyendo pala­
cios con muros coronados por almenas „y torres en pleno corazón de la
ciudad; durante más de tres siglos, a partir de principios del siglo x i i ,
la ciudad «burguesa» de Italia se cubrió de fortalezas privadas. He aquí
un trazo esencial del paisaje urbano que, generalmente, se nos escapa
por completo porque el fenómeno de las guerras civiles se ha ocultado
voluntariamente durante mucho tiempo. Las torres de piedra o de ladri­
llo, de cincuenta a cien metros de altura, mostraban claramente el poder
del clan o del partido y su voluntad de acoger a los amigos durante los
combates callejeros. Los escasos vestigios que han quedado (en Bolo­
nia, y en el mismo San Gimignano) no dan más que una idea muy leja­
na de esos «bosques de torres» que los pintores sabían plasmar de un
modo tan sorprendente. En Florencia se podían contar sin duda más de
cien torres señoriales (de las grandes familias de mercaderes, pues), y
en Bolonia más de doscientas en los años 1250-1280.62 Era la imagen
de una ciudad erguida, de una ciudad guerrera, un conjunto a la fuerza
heteróclito de cuarteles cerrados.
Hay que admitir la idea de que la ciudad no se apaciguó hasta que
halló un dueño y perdió consiguientemente su parte de independencia.
Desde su llegada a Roma tras ei gran cisma, en el siglo xv, los papas lo­
graron conquistar poco a poco, barrio tras barrio, la ciudad de los no­
bles y de sus fortalezas; y lograron abrir grandes calles rectas a través
del tejido inorgánico de los sectores cerrados y hasta entonces domina­
dos por las familias nobles. En otros lugares, incluso fuera de Italia, la
pacificación bajo la férula de un príncipe o de un tirano fue aparejada
con los trabajos de urbanismo coherentes; toda ordenación planificada
para responder a urgencias de interés general, toda reconstrucción de la
red de calles y de plazas atestigua a la fuerza el surgimiento y luego el
triunfo de un poder fuerte capaz de imponer su política y su voluntad.
En una palabra, la ciudad «de comuna» no halló la paz y el orden has­
ta que dejó de existir: en Florencia, cuando los Médicis acapararon uno
por uno todos los cargos y se impusieron como señores de la ciudad; en
Pisa y en Luca otro tanto; en Ferrara sobre todo y en las ciudades del
norte de la península cuando fueron sometidas, unas tras otras, a una di­
nastía de condes o de duques (Verona, Milán, Mantua...). En los demás
países de Europa, esa paz urbana se vio asegurada más tempranamente
62. G. Gozzadini, Delle torre gentilizie di Bologna e delle famiglie alie quali prima
appartennero, Bolonia, 1875.
220 1>LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA
gracias a las conquistas de los reyes o de los príncipes que hicieron
arrasar las fortalezas privadas y redujeron los clanes guerreros a la obe­
diencia: en Île-de-France, en Picardía y en Artois en el siglo xil; en el
Languedoc inmediatamente después de la conquista real a raíz de la
cruzada albigense, etc. Así pues, la ciudad francesa, la ciudad capeta
sometida al rey, sin verdadero municipio, conoció sin duda un destino
mucho más tranquilo que las ciudades de Italia famosas por ser repú­
blicas mercantiles y presentadas fácilmente como modelos de avance
en la vía de las libertades.
Además, es fácil observar que las ciudades sometidas a un príncipe
o a un tirano conocieron, en cuanto se debilitó la autoridad de ese se­
ñor, conflictos dramáticos de particularismos, desbordamientos de in­
tolerancia y enfrentamientos de una crueldad espantosa; no fueron
simples desórdenes, reivindicaciones sociales y emociones de un mo­
mento, sino verdaderas guerras civiles y a veces matanzas que las me­
jores obras mencionan sólo de una forma discreta, con el fin de no
empañar esa imagen insigne de la ciudad, símbolo de paz y de prospe­
ridad. Ello se verifica ampliamente en regiones muy diversas y en mo­
mentos muy alejados en el tiempo. En Toulouse, tras la conquista ca­
peta, se enfrentaron la ciudad y el burgo, grupos de vecindad y grupos
políticos estructurados alrededor de dos cofradías religiosas rivales: la
de los Blancos, guiada por el obispo, y la de los Negros. En Burdeos,
en la época de la dominación inglesa, principalmente entre 1230 y
1310, se opusieron en combates callejeros, ataques sorpresa, puñetazos
y raptos, los dos partidos de los Soler y los Colon. Lo mismo ocurrió en
Barcelona, a partir de los años 1430, cuando estallaron los conflictos,
las intrigas y la competencia que enfrentaban a la facción de la Biga
con la de la Busca. Finalmente, y sobre todo por ser un caso más dra­
mático, en París, donde los conflictos de la guerra de los Cien Años, la
invasión extranjera y las amenazas que ésta hacía pesar sobre la ciudad,
el miedo a los bandidos que asolaban el campo circundante, y la debi­
lidad del poder real (el rey estaba preso o enfermo, las regencias eran
difíciles, había querellas entre príncipes de sangre real) provocaron, en
tres ocasiones por lo menos—1357-1359, 1380-1382 y 1413-1418—,
graves motines. Esas «revueltas» parisienses, sin duda de orígenes y de
naturalezas complejas, libraron la ciudad constantemente a los ladro­
nes, los saqueadores y los asesinos. Pero ello no ocurrió siempre de un
modo anárquico y desconsiderado: los instigadores contaban, nombra­
ban y denunciaban a los adversarios señalados como acaparadores, co­
LA CIUDAD Y EL CAMPÇ) 221
rruptores y responsables de la miseria popular. Fue la época de las fac­
ciones y de las venganzas. Los partidarios de Étienne Marcel o del del­
fín, y luego los Armagnacs y los Borgoñones, obtuvieron signos de
adhesión procedentes de sociedades político-religiosas en forma de co­
fradías. Parecía que todo estaba permitido para saciar los odios y las
venganzas. Ningún gobierno municipal mostró en esos casos ni la ca­
pacidad ni la voluntad de oponerse a esos desórdenes. Esa es la imagen
que se impone, cuando leemos los textos de la época, de esa ciudad, ca­
pital del reino, abandonada a su suerte sin señor ni tutela: centenares de
cadáveres (entre quinientos y seiscientos) sólo en la noche del 28 al 29
de mayo de 1418; prisioneros masacrados (ya entonces...) en su celda;
bandas de asesinos sueltos por las calles; la ciudad entera presa de una
locura asesina.

V id a u r b a n a y s e ñ o r ío s : u n a s im b io s is

Parece fuera de duda que las tesis más sistemáticas, las que durante
varios decenios han impuesto una dicotomía severa, son hoy en día
abandonadas por quienes emprenden un verdadero examen de los he­
chos. Henri Pirenne, cuyo nombre sigue estando sin duda presente en
muchas memorias, artesano de una pirámide de trabajos demostrativos
iniciada en 1905 y completada en 1939,63 trabajos que fueron a veces
explotados de un modo abusivo y erróneo, se puede considerar como
uno de los principales inventores y defensores de esas tesis. Durante
mucho tiempo indiscutidas y recreadas por todos, se cuestionaron seria­
mente a partir de los años 1970,64y, desde entonces, esa refutación se ha
afirmado a partir de una investigación histórica liberada de las hipótesis
a priori y de esa tendencia a lo sistemático.
63. H. Pirenne, «Une crise industrielle au xive siècle: la draperie urbaine et la nou­
velle draperie en Flandre», Bulletin de l'Académie royale de Bruxelles. Classe des Let­
tres (1905), pp. 489-521; «Les périodes de l’Histoire rurale du capitalisme», ibid. (1914),
pp. 258-299; Les Villes et les institutions urbaines, París-Bruselas, 2 vols., 19395; puesta
al día por A. Verhulst, Aux origines de nos villes, Université de Liège (col. L’Histoire au­
jourd’hui), 1985.
64. G. Despy, «Villes et campagnes aux IX e et x e siècles: l’exemple du pays mo-
san», Revue du Nord (1968), pp. 145-168; «Naissance de villes et de bourgades», Has-
quin (1975), pp. 93-129; G. Despy y P. Ruelle, «Conclusions à deux mains», Dierkens
(1978), pp. 492-496; Y. Morimoto, Recherches sur les rapports villes-campagnes dans
VOccident médiéval, pukuoka, 1988.
222 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA
Los elementos del debate están claros. Pirenne, y todavía más sus
discípulos, afirmaron que la ciudad medieval era en todos los sentidos
diferente del medio rural circundante; un cuerpo heterogéneo y com­
pletamente nuevo. Según ellos, la ciudad no tema raíces rurales y no se
había desarrollado más que como refugio, y luego bastión, de las liber­
tades burguesas; libertades desconocidas o prácticamente desconocidas
fuera de sus murallas. A partir de esa construcción aparentemente sóli­
da extraían varias conclusiones, entre las que se encuentra una explica­
ción de la famosa crisis de la industria pañera de las ciudades de Flan-
des a finales de la Edad Media; fenómeno socioeconómico que en aquella
época atraía muy a menudo la atención de los historiadores. Creían que
esas ciudades que producían tejidos de alta calidad para la exportación
habían sufrido la competencia de otras industrias pañeras, en particular
de las industrias rurales de los cantones vecinos que se limitaban a una
producción más basta. Todo se analizaba en función de rivalidades en­
tre centros de producción y medios sociales deliberadamente diferen­
tes; pero todo eso no eran más que construcciones intelectuales de es­
cuela. Pirenne sólo había estudiado el trabajo -de la lana en algunas
ciudades faro de esa producción. Otros han estudiado más ciudades y
han descubierto la gran diversidad existente en lp referente al aprovi­
sionamiento, a las exigencias, a las facturas y los tintes en empresas de
todos los tamaños;65 apoyándose en un gran número de documentos,
han demostrado, por un lado, que la producción rural no se limitaba a
los tejidos corrientes y baratos y, por otro lado, que los capitales e ini­
ciativas de la ciudad intervenían frecuentemente en esa industria rural
hasta el punto de dirigirla en muchas ocasiones. Aquella tesis tan bien
presentada, aquel edificio fundamentado en la lógica que —hay que ad­
mitirlo— nos ha seducido durante más de una generación, no se basa­
ba más que en un apriorismo intelectual, en una obsesión por querer
clasificarlo todo, por delimitar antagonismos supuestamente inevita­
bles. Sin embargo, el- método correcto era precisamente el contrario:
buscar de entrada los textos, confrontarlos y, a partir de esos análisis y
sin prejuicios previos, extraer conclusiones.66
65. Artículo pionero de E. Coomaert, «Draperies rurales et draperies urbaines: l’é­
volution de rindustrie flamande au Moyen Âge et au xvic siècle», Revue Belge de Phi-
lolcfgie et d’histoire ( 1950), pp. 59-96.
66. Y. Fujii, «Draperie urbaine et draperie rurale dans les Pays-Bas méridionaux au
bas Moyen Âge: une mise au point des recherches après Henri Pirenne», Journal of Me­
dieval History (1990), pp. 77-98.
LA CIUDAD Y EL CAMPO 223
La ciudad extendida y el medio rural dentro de la ciudad
En lo referente a las relacioiíes sociales y políticas principalmente,
un gran número de indicaciones atacan decididamente la idea de una
separación entre la ciudad y el campo; esas indicaciones atestiguan, al
contrario, la existencia de vínculos estrechos entre ambos medios a to­
dos los niveles. De entrada, hay que pensar que la muralla del recinto
municipal, a menudo refugio para la gente de lds alrededores, no impe­
día los intercambios con el medio circundante y los pueblos incluso
más alejados. Muy a menudo, los ediles, desde Inglaterra a Portugal y
desde Bretaña a las regiones del imperio, exigían a los burgos y comu­
nidades rurales vecinas una aportación financiera apreciable a los gas­
tos de construcción, reparación y mantenimiento de las murallas. Las
dimensiones de las catedrales de naves inmensas se fijaron, en el mo­
mento de su construcción (en el siglo xn a menudo), no en función de
la población urbana todavía relativamente débil, sino con el fin de aco­
ger a la población del campo circundante en los días de las grandes so­
lemnidades. En Inglaterra, numerosas ciudades —y no de las menos
importantes— que organizaban grandes espectáculos populares, miste­
rios y plays religiosos, escenificaciones de mímica y desfiles de carro­
zas, invitaban naturalmente a sus vecinos de los pueblos, pero les pe­
dían que se hicieran cargo de parte de los gastos. La defensa y las
fiestas reunían a los hombres de ambos medios, que ponían en común
sus esfuerzos y sus capitales.
En el plano propiamente administrativo, la ciudad se prolongaba
muy a menudo en el campo mediante distritos situados bajo la misma
administración y bajo la misma jurisdicción, definiendo así, mediante
líneas artificiales perfectamente rectas, circunscripciones destinadas a
vivir en una simbiosis total con los barrios de intramuros. En Occiden­
te, el movimiento de aprovechamiento, roturación y pacificación de los
cantones todavía desiertos o devastados, asociaba a los campesinos y a
los ciudadanos. La mayor parte de las cartas de villas nuevas o villas
francas especificaba que los nuevos habitantes, los huéspedes, recibi­
rían una parcela para construir dentro de la ciudad y, además, parcelas
de tierra fuera de la ciudad. Las calles de las villas nuevas, de trazado
regular, cruzadas en ángulo recto, .se prolongaban fuera del recinto de
la muralla y compartimentaban el territorio rural en bloques geométri­
cos, réplicas exactas de los del tejido urbano.
En algunas regiones de Francia, podemos incluso preguntamos si la
224 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA
comuna de tai o cual ciudad sólo reunía efectivamente a los habitantes de
las casas de intramuros o bien si, por el contrario, incluía igualmente a la
gente del campo, llamando a numerosos campesinos a formar parte de
ella. Para responder a esas preguntas nos faltan generalmente documen-
* tos detallados que ofrezcan listas nominativas de los miembros de la co­
muna, especificando sus cualidades y sus lugares de residencia. Por otro
lado, se han emprendido pocas investigaciones en ese sentido. Observe­
mos sin embargo que, de los 2.701 participantes en el «escrutini©» de
Provins (en 1320) ya mencionado,67 se nombran sin duda 1.741 cabezas
de familia residentes en la ciudad, pero también 960 personas con resi­
dencia en ocho pueblos de los alrededores. Entre esas 960 personas no
había solamente campesinos: 560 vivían de los campos y de las viñas, y
los otros se dedicaban a trabajos textiles y a «profesiones mecánicas».
En Italia tenemos dos ejemplos que atestiguan de una forma singular
esa complementariedad, impuesta autoritariamente desde el estableci­
miento de la ciudad. En los años 1260-1268, cuando gracias a los es­
fuerzos conjugados del rey angevino de Nápoles y del papa se fundó o
mejor dicho se repobló completamente la ciudad de Aquila (Abrazos),
sus protectores decidieron instalar, de buen grado o por la fuerza, a ha­
bitantes de ochenta y ocho pueblos más o menos alejados; cada grupo
aldeano debía ocupar, bajo la dirección de un párroco, un sector deli­
mitado de la ciudad alrededor de una iglesia parroquial, pero situado de
forma que desde allí se pudiera ver a ló lejos el campanario del burgo
de origen.68 En un contexto geográfico e histórico muy distinto, pero
aproximadamente en la misma época, los venecianos lograron pacificar
y colonizar la isla de Creta tras una conquista difícil. Las tierras de los
señores autóctonos fueron confiscadas y, exceptuando las reservadas al
estado veneciano y a los conventos, se distribuyeron entre los colonos.
La isla se dividió en seis sextos correspondientes exactamente a los seis
barrios de la ciudad de la laguna. Cada una de las circunscripciones in­
sulares comprendía una o más aglomeraciones urbanas (puertos y mer­
cados) y un vasto territorio con sus burgos, sus pueblos, sus tierras y vi­
ñedos, sus montes y bosques.69
67. F. Bourquelot, Un scrutin ... (cf. supra, nota 53).
68. G. Budelli, C. Campaneschi, F. Fiorentino, M.-C. Marolda, «L’Aquila, nota sul
rapporto tra “castelli” e “locoli” nella formazione d’una capitale territoriale», en Città,
contado e feudi, E. Guidoni, ed., 1986, pp. 183-210.
69. F. Thiriet, La Romanie vénitienne, Paris, 1959, pp. 182-190.
LA CIUDAD Y EL CAMPO 225
Nobles, señores y guerreros dentro de la ciudad
>
Se hace difícil definir en qué aspectos la aristocracia urbana se po­
f *

dría oponer a la de los dueños de los feudos rurales y de los señoríos.


La idea de que la ciudad er^ una sociedad diferenciada, dedicada ex­
clusivamente al gran comercio y al tráfico de dinero, y desinteresada
por la explotación de las tierras, es errónea.
Es cierto que las grandes ciudades atraían a numerosos negocian­
tes, dado que a lo largo del tiempo habían ido desarrollando ferias y
mercados. Pero eso^ mercados estuvieron de entrada estrechamente
vinculados a la economía señorial; en él se vendían ante todo los exce­
dentes de las cosechas y los productos del artesanado local. También es
cierto que las sociedades urbanas estaban dominadas, en el plano polí­
tico y social, por poderosas familias e incluso por dinastías de nego­
ciantes. Pero esos mercaderes no eran en absoluto recién llegados u
hombres que hubiesen conseguido recientemente su fortuna durante
viajes e intercambios arriesgados.
Por lo general, debido a un gusto por el exotismo y al deseo de pri­
vilegiar lo extraordinario, hemos sobreestimado la importancia del trá­
fico de productos de lujo de larga distancia, y en particular la impor­
tancia del tráfico de especias orientales que siempre nos ha parecido
esencial. Y, al hacerlo, olvidamos que la prosperidad de la ciudad y de
los hombres que la gobernaban se debía al negocio de los productos de la
tierra; de los productos de consumo inmediato traídos desde los señoríos
vecinos: grano, vino y lana fundamentalmente. Naturalmente, los gran­
des propietarios territoriales fomentaban esas ventas, directamente o
mediante sus dependientes, familiares o parientes, procurando obtener
el máximo beneficio; y ello vale para todos los grandes señores, para el
conde, para el obispo y el capítulo, y para las ricas abadías, que poseían
todos ellos una residencia en la ciudad.
En la propia Venecia, una ciudad nueva fundada sobre las islas de
la laguna, los primeros negociantes de los siglos xi y xn, enriquecidos
por intercambios al principio limitados, y luego pioneros en las rutas
marítimas de Oriente, fueron los nobles propietarios de las salinas ve­
cinas. Esos señores, dirigentes y responsables de las primeras comuni­
dades insulares, y patronos de las primeras iglesias, que llevaban sus
nombres, ganaron de entrada dinero vendiendo su sal en los mercados
del litoral, mercados aún modestos, y luego, poco a poco, en las ciuda­
des del interior.
226 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA t

En todas partes de Europa observamos que el origen de las grandes


fortunas fue el comercio de productos primarios e indispensables; no el
comercio de productos de lujo superfluos. Las. especias llegaron más
tarde y su tráfico siguió siendo, si lo consideramos en su justa magni­
tud, marginal, con pocos beneficios a veces, y en todo caso generó so­
lamente intercambios de poco volumen. ¿Podemos comparar, en los
grandes puertos del Mediterráneo, los grandes cargamentos de cereales
o de vino que surcaban el mar en todas direcciones, con las escasas de­
cenas de sacos de pimienta o de otros condimentos? Otro tanto ocurría
en el mar del Norte y en el mar Báltico: los mercaderes de los puertos
hanseáticos, de Hamburgo, de Bremen, de Rostock y de Lübeck, fue­
ron de entrada negociantes de sal que mandaban sus grandes naves has­
ta la bahía de Bourgneuf y hasta el puerto de Setúbal en Portugal; o
bien mercaderes de arenques salados que frecuentaban cada año las fe­
rias de Scania y los puertos de Noruega o de Islandia.
En cuanto al análisis de las sociedades urbanas, podemos admitir
sin duda y sin restricción alguna que, en las grandes metrópolis mer­
cantiles del norte y el centro de Italia, los ricos mercaderes, capaces de
acaparar buena parte del tráfico internacional en todas las direcciones,
fueron, al principio y a lo largo de toda la Edad Media, auténticos no­
bles, provistos de feudos en el campo y en las montañas; instalados
igualmente en la ciudad, dispusieron al principio de la madera, del hie­
rro y de los poderes de mando sobre los hombres necesarios para armar
y conducir naves a la aventura. Fueron ellos quienes, en los siglos xi y
xn, pudieron atacar a los sarracenos en el Mediterráneo, garantizando
así el éxito de la reconquista cristiana, desde la península ibérica has­
ta Tierra Santa. Esas familias aristocráticas, nobles en todos los senti­
dos del término, se mantuvieron a la cabeza de los negocios, aumen­
tando simplemente sus vínculos sociales mediante un juego bien sope­
sado de alianzas y de agregaciones, y resistiendo con éxito tanto ante
las ambiciones de los recién llegados como a los avatares de los con­
flictos políticos: mostraron una gran facultad de adaptación a las cir­
cunstancias, pero también, no lo olvidemos, una facultad de replegarse
en los malos momentos en sus tierras, sus castillos y de movilizar sus
tropas de fieles. Durante esos siglos de maravillosa prosperidad, esa
época de las expediciones lejanas hacia Oriente o hacia el norte del
Atlántico, ese tiempo de conquistas de factorías aventuradas en las ori­
llas más lejanas del Mediterráneo, esos nobles italianos, mercaderes y
financieros, seguían recordando a sus hijos y a sus clientes sus orígenes
LA CIUDAD Y EL CAMPO 227
rurales y señoriales; gestionaban con mano fuerte sus feudos o sus
grandes dominios en tierra firme, en la montaña a menudo, residiendo
por tumo, según las estaciones y los azares caprichosos de la política,
en sus palacios de la ciudad o en sus casas de campo, fortalezas, pode-
ri o ville, situadas en ei centro de enormes dominios explotados por
arrendatarios o aparceros.
En toda Italia no había ninguna ruptura, ningún alejamiento que se­
parara las ciudades de los pueblos más o menos cercanos. No solamente
los nobles, sino también los «burgueses», pequeños artesanos y nego­
ciantes, notarios y juristas, cambistas y banqueros, poseían tierras, vi­
ñedos, rebaños de ovejas y bosques cuya explotación confiaban a asa­
lariados o a aparceros. De todos los libros de contabilidad o diarios
domésticos que nos han llegado de esa época, ninguno muestra a una
familia estricta y exclusivamente implantada en la ciudad, al abrigo de
las murallas. Esos textos, espejos fieles y apasionantes de la vida coti­
diana, mencionan constantemente propiedades rurales, casas situadas
en los burgos y las aldeas, idas y venidas continuas entre la casa de la
ciudad y la del campo, y relaciones de amistad o de protección con los
parientes, amigos o vecinos que se han quedado en el pueblo. Del pue­
blo llegaban las provisiones esenciales para la economía familiar: el
grano y los vinos, los tejidos de lino y de cáñamo; y de ahí procedían
también las sirvientas y nodrizas.
El último signo indiscutible de la permanencia de esos vínculos y
de esa simbiosis vivida día tras día es que las familias, ya fueran nobles
o más modéstas, se establecieron siempre en un barrio desde el que pu­
dieran tomar cómodamente la carretera que llevaba a sus tierras y a su
casa de campo. Durante mucho tiempo y hasta principios del siglo xiv,
por ejemplo, las murallas de Siena tenían tantas puertas como grandes
linajes nobles tenía la ciudad; todas las familias nobles podían de ese
modo acceder cómodamente, en tiempos de paz para los negocios y en
tiempos de guerra para refugiarse, a sus feudos y a sus castillos fortifi­
cados.70Así pues, la distribución topográfica de las casas y los palacios,
de los almacenes y de los talleres de la ciudad no se debía en absoluto
al azar, sino que estaba en función de la localización de los señoríos de
los nobles, y de las parcelas, viñedos y casas de pueblo de los demás
habitantes en el contado: el distrito administrado por la comuna.
En ese sentido, la cartografía precisa de las implantaciones familia­
70. L. Bortolotti, Siena, Bari (col. Le città nella Stpria d’Italia), 1983, pp. 21-29.
228 LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA
res o incluso la de los partidos y alianzas políticos ayuda mucho a ob­
tener la medida exacta de los vínculos concretos que, en la vida coti­
diana y en las relaciones sociales, unían a la gente de la ciudad con sus
parientes en el campo; ya fuera para el aprovisionamiento o para la bús­
queda de fidelidades al servicio de ambiciones. El estudio de los textos
domésticos (contabilidades familiares, diarios personales y pequeñas
crónicas, y actas notariales) y de los esquemas topográficos permite
captar fácilmente la realidad. Las conclusiones de tal estudio ilustran
perfectamente la íntima complicidad que existía entre la ciudad y el
mundo rural que, lejos de enfrentarse, vivían de sus constantes inter­
cambios y transformaciones. La ciudad no se cerró, sino que se enri­
queció con las relaciones que cada grupo social mantuvo y desarrolló.71
El burgués, artesano o mercader, instalado en un barrio situado gene­
ralmente en la periferia del perímetro construido, no lejos de una puerta
de la muralla, procuraba naturalmente comprar un campo, y luego otros
campos, o bien un viñedo, y luego un pequeño dominio y, en algunos ca­
sos, un señorío, siempre en la dirección más cercana. No se le habría ocu­
rrido cruzar la ciudad. De igual modo, el habitante de un burgo o de una
aldea del distrito circundante colocaba a su hijo como aprendiz o a su hija
como sirvienta en casa de amos que ya conocía, en un sector de la ciudad
que le era familiar a fuerza de recorrer calles y plazas por sus negocios, y
a fuerza de llevar sus hortalizas y sus gallinas al mercado. Los padres de
Cristóbal Colón, originarios de un pequeño burgo de la montaña, en la
Riviera di Levante, se establecieron de entrada como hortelanos en Quin­
to, un suburbio lejano al este de Génova, luego algo más cerca, en Quar-
to y en Sturla, y finalmente cerca del convento de San Esteban, justo ex­
tramuros de la Porta di Sant’Andrea, al este de la ciudad. Bernardo, el
padre de Nicolás Maquiavelo, que poseía dos dominios modestos y tie­
rras dispersas en tres pueblos del suroeste de Florencia, en la carretera de
Siena, también era propietario de dos casas en la ciudad, ambas situadas
cerca de la iglesia de Santa Felice, en el barrio del Oltramo, el más cer­
cano a su casa de campo, donde los antepasados del clan habían poseído
antaño un palacio;72Nicolás nació en Florencia, pero cuando el regreso
de los Médicis en 1512 le obligó a exiliarse, se refugió en su pueblo, don­
de se dedicó a vigilar a sus leñadores y a cazar tordos.
71. Por ejemplo, J. Plesner, L’Émigration de la campagne á la ville libre de Flo-
rence, Copenhague, 1934; G. Airaldi, Genova e la Liguria nel Medioevo, Turín, 1986.
72. B. Machiavelli, Libro di Ricordi,C. Olschki, ed., Florencia, 1954.
LA CJIUDAD Y EL CAMPO 229
Ese proceso no se verifica solamente en Italia, sino en todas partes
donde podamos analizar esas realidades topográficas, y localizar tanto
las residencias intramuros como los bienes, tierras, viñas, granjas o ca­
sas de campo en los territorios circundantes.73
Esta conclusión desmiente, más que nunca, la teoría de las luchas en­
tre clases sociales perfectamente delimitadas y severamente enfrentadas.

73. Véanse, por ejemplo, las indicaciones dadas sobre ese punto por M. Tits, L’É-
volution du patriciat louvaniste, Lovaina, que muestra que el agrupamiento de las fami­
lias de la ciudad, en linajes mucho más importantes, estuvo determinado por la localiza­
ción geográfica de sus señoríos.
Cuarta parte

LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES


>
Ante el gran tribunal de la Historia, los tiempos medievales sufren
una tara indeleble: el oscurantismo segregado por una religión cristiana
encerrada en prácticas populares teñidas de supersticiones. Parece cla­
ro que los griegos y los romanos de la Antigüedad, que no habían es­
tado sometidos al yugo del cristianismo, escapaban a toda forma de
opresión intelectual y moral; esos hombres verdaderamente libres se
complacían en exaltar al hombre. En cambio, al hablar de la Edad Me­
dia, prácticamente todos los autores han condenado el cristianismo de
un modo sistemático y sin matices, alcanzando a veces los grados más
altos del disparate. Desde los años 1700 o 1750 hasta nuestros días, to­
dos se han dedicado —en distintos géneros literarios y utilizando a ve­
ces acertadamente su talento literario— a ofrecer una imagen detesta­
ble de la Iglesia medieval. Esa corriente «histórica», latente desde los
filósofos «a la manera de» Rousseau y Voltaire, se ha visto considera­
blemente reforzada por el anticlericalismo virulento de los años 1890-
1910 y posteriormente, desde hace poco tiempo, por el cuestionamien-
to dentro de la propia Iglesia católica de ciertos valores y creencias, así
como de determinadas formas de vida religiosa. De modo que, lejos de
debilitarse, ese desprecio y esos rechazos siguen teniendo fuerza en
nuestros días.
Los historiadores de esa veta han utilizado algunos descubrimien­
tos sorprendentes y han instruido cierto número de procesos falseados.
Por su lado, los novelistas, dramaturgos y autores de novelas cortas,
panfletistas camuflados, han esbozado personajes sombríos, y los han
erigido en símbolos vivientes del oscurantismo y de la intolerancia.
Poco a poco, han forjado entre todos una misma imagen, desde Balzac,
Víctor Hugo y Michelet, hasta los escritorzuelos más insignificantes.
Han descrito, a cual mejor, una sociedad aplastada bajo el báculo de los
obispos y de los abades; han hablado de los sollozos en las chozas y han
hecho estremecerse de indignación a las almas defensoras de la justicia.
Un autor tan prestigioso y respetado por un gran público como Renán
234 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS. OTROS COMBATES

escribió: «Un peso colosal de estupidez ha aplastado el espíritu huma­


no ... La espantosa aventura de la Edad Media, esa interrupción de mil
años en la historia de la civilización, se debe menos a los bárbaros que
al espíritu dogmático en las masas».1La intención estaba clara: la de­
cadencia de Roma y la desaparición de esa notable civilización no se
debieron, como tantos textos han afirmado durante mucho tiempo, a las
invasiones extranjeras sino a la inrupción del cristianismo, portador de
desintegración de los verdaderos valores y factor ineluctable de atonta­
miento. La Edad Media es hija de la Iglesia, la principal instigadora y
naturalmente la culpable de todos los males.

1. E. Renan, Souvenirs d'enfance et de jeunesse (1883), Calman-Lévy, éd., Paris,


1960, p. 13; citado por J. Dumont, La Révolution ou les prodiges des sacrilèges, Crité-
rion, Limoges, 1984, p. 182.
1. EL CLERO, AGENTE DEL OSCURANTISMO
i

U n pueblo de analfabetos

En su momento, tales exageraciones no fueron consideradas como


extravagancias dado que reflejaban la opinión de la época. Nada en
ellas era gratuito o inocente; al contrario... Los libros de texto redacta­
dos en cuanto se implantaron las leyes referentes a la escolarización
obligatoria, adoctrinaban a los niños desde una edad muy temprana.
Los manuales de historia acusaban a la Iglesia medieval, sin matices y
sin miedo al ridículo, de haber hecho todo lo posible por mantener a los
hombres en un estado de incultura total; todos decían que, para el cle­
ro, «la difusión de los libros suponía el triunfo del diablo», o que «la ig­
norancia hacía honor a la Edad Media». Leyendo esos textos se impo­
nía la idea de que la Iglesia había «reservado celosamente para sus
monjes, en el misterio de los claustros, algunos fragmentos de ciencia
que se guardaba mucho de comunicar al gran público». Esos responsa­
bles de la enseñanza, dedicados a foijar los espíritus, seguían de cerca
a sus maestros, y sobre todo a Michelet, que tituló los capítulos dedica­
dos a la Iglesia en su Histoire de Franee: «De la création d’un peuple
de fous», o bien «La proscription de la nature».2
En muchos aspectos todavía nos adherimos a ese descrédito. Algu­
nos afumarían tranquilamente que antes de Jules Feny no se había he­
cho nada por la educación del pueblo. En todo caso, y eso es un truis­
mo constantemente recordado, en los tiempos «medievales» (¿y por
qué no decir «medievalescos»?) no había ninguna escuela ni en los
pueblos ni en los barrios de las ciudades, a excepción de algunas es­
2. Citado por J. Guiraud, Histoirepartielle. Histoire vr.aie, vol. 1, París, 1912, p. 58;
y para Michelet, Histoire de France, VII, 27 y 36.
236 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES

cuelas para privilegiados... destinados desde el principio a las carreras


eclesiásticas. Sin embargo, he áqu/ un error absoluto, puesto que una
gran variedad de documentación (archivos de la contabilidad de los
municipios y archivos judiciales, registros fiscales, etc.) atestiguan am­
pliamente en distintas regiones la existencia, además del párroco y de
sus asesores, de maestros de escuela de profesión, debidamente titula­
dos y remunerados. En París, en 1380, Guillaume de Salvadille, profe­
sor de teología en el colegio de los Dix-Huit y jefe de las «pequeñas es­
cuelas» de la ciudad, reunió a los directores de esas escuelas donde se
enseñaba a los niños a leer y a escribir, así como cálculo y el catecismo;
estuvieron presentes veintidós «maestras» y cuarenta y un «maestros»,
todos ellos laicos, entre los que había dos bachilleres en derecho y sie­
te licenciados en artes.3
En cuanto a la universidad, el concierto de las críticas, más condes­
cendiente, nos quiere hacer admitir a la fuerza la idea de tina escolástica
retrógrada, petrificada en todo caso, y de una enseñanza que se limita­
ba a glosar siempre los mismos textos y que rechazaba deliberadamen­
te las ideas nuevas hasta desacreditar severamente a los espíritus inte­
resados por la investigación y por la libertad. Un manojo de leyendas se
ha convertido en un discurso familiar; los prelados y los doctos maes­
tros de las universidades, nos dicen, perseguían y condenaban a los
hombres de ciencia, pioneros del libre pensamiento que interpretaban
el mundo sin recurrir ni a las Sagradas Escrituras ni a los padres de la
Iglesia. Algunas historias edificantes pueblan nuestras memorias; ver­
dades de las que no nos libraríamos sin que nos tomaran por maníacos
de llevar la contraria, o por Quijotes lanzados al ataque dé molinos de
viento.
Si creemos lo que dice la mayor parte de los libros, cuando Cristó­
bal Colón presentó su maravilloso proyecto de llegar a la lejana Asia,
al imperio de Catay (China) o a la isla de Cipango (Japón) por vía ma­
rítima navegando hacia el oeste —un proyecto «moderno», fruto de
una visión científica y audaz de la esfera terrestre—, tuvo que soportar
las burlas de una pléyade de doctores fósiles de la Universidad de Sala­
manca, incapaces de salir de los caminos trillados y de concebir tal pro­
ceso intelectual. En ese enfrentamiento debemos ver el símbolo de una
lucha entre el oscurantismo clerical de la Edad Media y el pensamien­
to moderno. Sin embargo, los hombres de Salamanca eran verdaderos
3. J. Hillairet, L’íle de la Cité, París, 1969, p. 48.
EL CLERO, AGENTE DEL OSCURANTISMO 237
sabios y, en ese ámbito, Colón parecía más bien un charlatán. ¿Cómo
podemos pretender o sugerir que esos universitarios y homtire§ de Igle-
sia negaran la posibilidad de llegar a China yendo hacia el oeste? Como
lodos los hombres sabios de su época, no tenían nada que aprender so­
bre la configuración de la tieiTa; desde hacía generaciones se sabía, que
la Tierra era redonda y se razonaba corrientemente en ese sentido. Afir­
maban simplemente que la distancia desde Portugal a las islas de Japón
ora sin duda mayorfde lo que afirmaba el genovés. Y tenían toda la ra­
zón: Colón hizo trampas dé un modo vergonzoso eligiendo entre los es­
critos de los antiguos las cifras más favorables; había triturado sus cál­
culos y había olvidado determinados parámetros. En resumidas cuentas,
decía que debía navegar setecientas cincuenta millas, mientras que la
distancia real es, como mínimo, ¡de tres mil trescientas millas 1De he­
cho, su proyecto era completamente irrealizable, pero ello no impide
que guardemos de ese conflicto «cultural» el recuerdo de un hombre
moderno, aventurero de la ciencia, pero incomprendido y condenado
por unos patanes; un hombre que fue el blanco de la necedad de la Edad
Media, de los sabios y de los hombres de Iglesia. Ese hombre, excelen­
te navegante, piloto experimentado e intrépido, y notable dirigente de
hombres, o bien se equivocaba por completo, o bien .falseaba volunta­
riamente sus estimaciones con el fin de obtener el acuerdo de los sobe­
ranos y con la esperanza de descubrir tierras desconocidas. Pero eso si­
gue siendo un misterio que no estamos preparados para dilucidar. En
todo caso, repitámoslo e insistamos, negarse a seguirle en su proyecto
no era en absoluto un signo de intolerancia o de oscurantismo.

R elig ió n y su perstic io nes

La Edad Media y la búsqueda de las reliquias


Hoy en día todo parece muy claro: esa Iglesia de los tiempos oscu­
ros, de los «siglos de barbarie», logró a la perfección hacer del hombre
un ser embrutecido, preso en una trampa y paralizado por creencias ri­
diculas. El cristiano de hoy, seguro de una fe desnuda de atributos in­
significantes y pueriles, ve evidentemente el cristianismo medieval con
muy malos ojos: siente desprecio, condescendencia quizá, y el orgullo
de quien se cree y se dice superior. En esos juicios no se observa ni un
esfuerzo de comprensión, ni modestia, ni tampoco un simple respeto.
238 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES

Es de buen tono hacer burla de ese oscurantismo. Tampoco se ha he­


cho ningún esfuerzo, si exceptuamos los trabajos de los especialistas
(pero, ¿quién los tiene en cuenta a la hora de hablar para grandes pú­
blicos?), por marcar etapas, por matizar y analizar una evolución del
sentimiento religioso a través de esos diez siglos del pasado, que sin
embargo estuvieron repletos de reflexiones y procesos espirituales, así
como de cuestionamientos.
Esa religión estaba, según nos dicen, manchada de supersticio­
nes, de prácticas sumarias (¿habría que decir acaso «sociológicas»?) y
superficiales; en una palabra, de creencias muy «populares» (¿o bien
debemos decir, «vulgares» o «primitivas»?). Todo el mundo podía y
puede todavía adornar estas afirmaciones hasta el infinito y cargar su
discurso de ironía o de irreverencias al hablar de esos temas; o bien
evocar los innumerables peregrinajes, el culto de las reliquias, sus ex­
cesos y sus ingenuidades; y hablar incluso de los trapícheos y de los ti­
mos, de los maderos de la Cruz conservados en los tesoros de las igle­
sias, de las piezas de vestimenta o de los atributos inventados, de los
héroes o heroínas de la fe que jamás habían existido, inventados utili­
zando juegos de palabras fáciles y desconcertantes; sin olvidar los cuer­
pos santos hallados en diversos lugares y venerados con el mismo fer­
vor. Sí, es cierto, todo eso es exacto y podemos sobrecargar el catálogo
de esas ingenuidades.

Las devociones «primarias»: la Iglesia medieval


o el hombre de todos los tiempos

Pero ¿por qué atribuir la responsabilidad a esa Iglesia de los tiem­


pos medievales que, desde el papa hasta los obispos y abades, condenó
constante y vehementemente esas prácticas? ¿Por qué culpar a esa Igle­
sia que veía en esas prácticas las reminiscencias de numerosos cultos
paganos?
En Inglaterra, en dos ocasiones como mínimo —en Londres en
1342 y en York en 1347— , los concilios episcopales denunciaron y
prohibieron determinadas devociones muy antiguas, en particular los
velatorios de los difuntos en los cementerios en las noches de las gran­
des fiestas litúrgicas; velatorios que servían como pretexto para ágapes
y para danzas indignas. En la misma época, y también en Inglaterra, los
enviados del papa y los obispos mandaban perseguir a los «perdonado-
EL CLERO, AGENTE DEL OSCURANTISMO
239

res», falsos religiosos llegados de no se sabía dónde, que mostraban re­


liquias fabulosas («un pedazo de la vela de la barca de sari Pedro ...») o
'bulas de cardenales perfectamente desconocidos... y obtenían de ello
grandes beneficios.4 Esas directrices tan numerosas y bien conocidas
nos llevan a matizar enormemente la actitud del clero y nos autorizan a
pensar que esas prácticas, desarrolladas y mantenidas muy a menudo
en contra de las instrucciones de la Iglesia, se deben más bien a un he­
cho sociológicó muy comente que ha existido en todos los tiempos y
en todas las civilizaciones.
En todo caso, las devociones y los Güitos a los santos, que calificamos
de pueriles, no son en absoluto propios de los tiempos medievales; en
pleno auge del Renacimiento, los peregrinos y viajeros cultos, hombres
«modernos» sin duda, no se burlaban de esas devociones y cumplían de
buen grado los mismos gestos sin poner nada en duda, esperando los
mismos beneficios espirituales o materiales, y a veces los mismos mila­
gros. El sabio Montaigne, que a priori consideramos más bien hastiado
si no algo irreverente, se detuvo en 1581 a visitar a Nuestra Señora de
Loreto. Comulgó devotamente en la pequeña capilla que servía de reli­
cario («... lo que no se permite a todo el mundo») y consiguió obtener, a
fuerza de darse a conocer y de suplicar («con un gran favor») suficiente
espacio para que colgaran su propio exvoto en la casa de la Virgen; un
cuadro con cuatro figuras de plata: la de Nuestra Señora, la suya, y las
de su esposa y su hija, «... y todas ellas están arrodilladas en ese cuadro,
y Nuestra Señora está en la parte superior central» .5
¿Qué época y qué sociedad no han conocido esas devociones que
los buenos espíritus califican de ridiculas? Los detractores que se com­
placen en describir esas prácticas y plegarias de la gente vulgar, y que
insisten en las falsedades y las inverosimilitudes, ¿acaso olvidan que el
culto al héroe muerto, aunque sea indigno o imaginario, se halla en las
sociedades políticas de todos los tiempos, abundantemente ilustrado
por una gran cantidad de movimientos de masas en los que el senti­
miento religioso no es determinante? La Iglesia no era la única que sus­

4. D. W. Robertson, «Frequency of Preaching in xnith. Centuiy. England», Spécu­


lum (1949), pp. 376-388; G. R. Owst, Littérature and pulpit in M edieval England; a ne-
glected chapter in the History ofEnglish Letters ofthe English People, Cambridge, 1933;
Preaching o f Medieval England. An introduction to sermon manuscripts o f the period
circa 1350-1450, Nueva York, 1965.
5. Journal de voyage de Michel de Montaigne en Italie, p a r la Suisse et l’Allemag­
ne, en 1580 et 1581, Club français du livre, Paris, 1954, pp. 181-185.
240 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES

citaba esos entusiasmos y esas veneraciones colectivas en la Edad Me­


dia. El peregrinaje a la tumba de Thomás Becket inmediatamente des­
pués de su asesinato exaltaba más su valentía y sus acciones políticas
que sus perfecciones cristianas: Becket fue un mártir asesinado al pie
del altar por los familiares del rey, un héroe defensor de las libertades y
un paladín de la resistencia al poder absoluto. Esa devoción ha atraído
a Canterbury, durante siglos, a multitudes procedentes de todos los
horizontes.6 »
Mucho .tiempo después del asesinato en la catedral, y con un año de
diferencia, dos ciudades inglesas fueron testigos durante meses de gran­
des movimientos de masas, rozando el motín, alrededor de las tumbas de
rebeldes a la autoridad real. En Pontefract, en Yorkshire, sobre la tumba
de Thomas de Lanc áster, primo de Eduardo H, que fue ejecutado en
1322: «un gran buen hombre y santo ... e hizo muchos milagros en el lu­
gar en el que fue decapitado» (Froissart). Los peregrinos acudían a su
tumba, y rezaban y suplicaban en grupos tan numerosos que a veces ha­
bía que lamentar «homicidios y heridas mortales»; y todo ello a pesar
de la prohibición de la Iglesia, en ese caso del arzobispo de York, que
veía en esas actividades signos de herejía y de irreverencia hacia los
santos. Sin embargo, la imagen de Thomas de Lancaster fue colocada
en la catedral de Londres en 1323 y era lo suficientemente importante
como para concitar grandes devociones de fieles; cinco años más tarde,
en 1328, un comerciante de la ciudad vendía una copa decorada con
una figura de «santo Thomas de Lancaster». En Brístol, en 1323, las
masas de devotos se amontonaban a los pies del patíbulo en el que per­
manecieron durante algún tiempo colgados los cuerpos de dos caballe­
ros rebeldes: Henry de Montfort y Henry de Wylynton, condenados por
traición y bandolerismo y posteriormente descuartizados: también en
ese caso se produjeron peregrinajes y veneraciones.7 Todo hombre no­
table, muerto como mártir de una causa, ya fuera hombre de bien, trai­
dor o bandolero, eso importaba poco, podía suscitar fuertes movimien­
tos de entusiasmo popular; generar plegarias fervientes; provocar
milagros; y ser venerado como un santo. El peregrinaje, impulso espon­

6. A. K. Hieatt y C. B. Hieatt, Geoffrey Chaucer’s Canterbury Tales , Nueva York,


1964; H. Cooper, The Canterbury Tales , Oxford, 1989; y para una peregrinación más fre­
cuente en su época que la de Canterbury: J. C. Dickson, The Shrine ofour Lady ofW al-
singham , Cambridge, 1956.
7. J. C. Cox, The Sanctuaries and Sanctuary Seekers o f Medieval England , Lon­
dres, 1911.
EL CLERO, AGENTE DEL OSCURANTISMO 241

táneo en forma de culto a la personalidad, no se puede atribuir en esos


casos a la superstición religiosa.
¿No resulta como mínimo curioso burlarse de esas devociones me­
dievales, de esas supersticiones embrutecedoras, mientras vemos cómo
nuestros contemporáneos se toman el tiempo y la molestia de visitar
(pagando dinero) la casa y el despacho, y de ver con sus propios ojos
la pluma, el sofá y todos los objetos domésticos, de un autor venerado,
desaparecido desde hace mucho tiempo? ¿O no hay acaso disputas por
una reliquia de una estrella del music-halll ¿Ó no desfilan miles de
personas en silencio respetuoso ante el mausoleo o la simple losa fu­
neraria de un «gran timonel», más o menos sanguinario? ¿Y no están
acaso dispuestas a hacerlo de nuevo por otro héroe de nuestra civiliza­
ción, un gran pensador, un hombre público que goce de una fama sufi­
ciente?
Debemos preguntamos si es lícito atacar con toda tranquilidad ese
culto a los santos y esas devociones populares por hombres y mujeres
de quienes, en realidad, sabemos muy pocas cosas; algunos en muchos
casos perfectamente desconocidos o inexistentes, insignificantes, he­
chos de leyendas inventadas pero, en todo caso, perfectamente inofen­
sivos y cuya historia no puede despertar ni pasiones ni amargura. Y
todo ello mientras que hoy en día nuestras sociedades políticas en dis­
tintos países de libertad y de tolerancia proclamadas se dedican a dar a
las calles, a las avenidas y a las plazas, e incluso a edificios insignes, a ins­
titutos o a anfiteatros de universidad, o hasta a un aeropuerto, nombres
de hombres públicos a la fuerza muy discutidos en su tiempo y, en mu­
chos casos, de una triste mediocridad.

M ilag ro s y sig n o s d e l c ielo : l o s t em o r es d el a ñ o mil

Otro signo de oscurantismo residiría en la creencia en los milagros,


en los avisos del cielo, y en las profecías de los eremitais y hombres san­
tos: supersticiones ridiculas que dan testimonio de una época caduca
que podemos mirar por encima del hombro. Pero olvidamos que la adi­
vinación se desarrolló ampliamente en aquella época fuera del contex­
to cristiano e incluso contra las directrices de la Iglesia. Desde la Anti­
güedad, el estudio del curso de los astros y de sus conjunciones no
había dejado de apasionar a adeptos convencidos. La fama de los astró­
logos italianos, que muchos consideraban magos, fue especialmente
242 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES

brillante en las cortes principescas de Francia a partir de principios del


siglo xv .8 Y, sobre todo, nos negamos a estudiamos a nosotros mismos,
a estudiar de una forma igualmente lúcida nuestro tiempo, y a examinar
nuestra sociedad con algo más de modestia. No podemos burlamos de
esas creencias medievales y olvidar los éxitos extraordinarios que están
teniendo actualmente todo tipo de videntes y lectores de la buenaven­
tura, patentados y ampliamente consultados. Debemos interrogamos
también sobre la proliferación de los «doctores», de los faquires y de
los morabitos en nuestras ciudades. Por otro lado, cada día, un gran nú­
mero de periódicos de gran tirada o de emisoras de radio de audiencias
nada despreciables ofrecen un horóscopo de pura fantasía abundante­
mente comentado; y eso sin mencionar el «boletín» (o más bien el es­
pectáculo...) llamado «meteorológico» que, a partir de datos científicos
ciertamente sólidos, y rivalizando en las invenciones más o menos bur­
lescas y audaces en la manera de describir el avance de los anticiclones,
se parece más a un número de cabaret, o a una sesión de ciencia adivi­
natoria, que a una exposición sobria de observaciones.

Historia de una invención

El encarnizamiento en la denuncia del oscurantismo y las supersti­


ciones, y en su ilustración con anécdotas que nadie ha hallado jamás en
los textos pero que cuadran perfectamente con el objetivo y que refuer­
zan claramente las convicciones previas, está en el origen de diversas
imágenes que han falsificado gravemente la interpretación de los he­
chos y que han forjado verdaderas leyendas de las que se han nutrido
generaciones enteras de lectores.
Es el caso de la leyenda de los Temores del año mil, repetida con
complacencia en gran cantidad de libros y adornada de formas varia­
das: se habla de señales luminosas en el cielo y de otros signos miste­
riosos, de profecías y de cálculos eruditos sobre los años transcurridos
desde la creación del mundo o el nacimiento de Cristo, de las infinitas
referencias ai Apocalipsis; y se narran también los pánicos colectivos,
el miedo presente en todo momento de la vida, y se describe a los hom­

8. A. De Mets, Les Médecins, astrologues, chirurgiens et lettrés à Paris pendant la


guerre de Cent A n s Amberes, 1934; y J. Trevedy, «Fous, folles et astrologues à la cour
de Bretagne», Bulletin Archéologique du Finistère , vol. XVHI, pp. 3-14.
EL CLERO, AGENTE DEL OSCURANTISMO

bres abandonando sus trabajos y su techo para refugiarse en intermina­


bles plegarias. Todos hemos leído y recordamos esas anécdotas.
Sin embargo, esa leyenda no descansa sobre ningún testimonio:
«Ningún documento de la época —acta oficial o crónica— menciona
j los espantos del inicio del segundo milenio».9 Las únicas referencias
que se citaron abundantemente sin esfuerzos de análisis son de una na­
turaleza muy distinta y forman parte de una literatura que no narra en
absoluto hechos reales o acontecimientos vividos, sino solamentetespe-
culaciones intelectuales. Sus autores fueron clérigos que no deseaban
nada más que presentar sus propias reflexiones filosóficas sobre el des­
tino de la Cristiandad y del mundo; que no hacían más que dedicarse a
exégesis, a análisis de los textos sagrados, a menudo excesivamente
torturados: ofrecían predicciones y profecías que sólo les afectaban a
ellos y que no se fundamentaban en ninguna observación real, en nin­ UNIVER
gún testimonio de la época. Raúl Glaber, tan a menudo citado, escribió ALBE.
HURT;
en 1048 desde una perspectiva muy particular: la de la interpretación de B1BLÍO'
los signos y de los prodigios que anunciaban el fin del mundo, preocu­
paciones directamente inspiradas en el Apocalipsis de San Juan aunque
compartidas solamente por un número muy reducido de personas, a
quienes, con toda modestia, no duda en calificar de «hombres ingenio­
sos y de espíritu penetrante».
Raúl Glaber no habla ni de miedos colectivos ni de desesperacio­
nes, y todavía menos de abandonos de las labores o de los talleres; habla
simplemente de lluvias persistentes que le recuerdan el Diluvio y que si­
túa, de hecho, no en el año mil sino en 1033, al cabo de mil años de la
muerte de Cristo. Evidentemente, esa era una gran ocasión para mencio­
nar el Apocalipsis: «Se creía que el orden de las estaciones y de los ele­
mentos que había reinado desde el principio de los siglos había regresa­
do para siempre al caos y que se aproximaba el fin del mundo». Cuando
escribe «se», sólo se refiere a él mismo. En esos desarreglos climáticos,
sin duda pasajeros, y ciertamente no más catastróficos que tantos otros
que, descritos por los hombres de todas las épocas, no habían dado lugar
a ningún tipo de interpretación, Glaber quería ver avisos del cielo y pre­
sagios decisivos que se insertaban de un modo satisfactorio en sus pro­
fecías. Pero todo ello no es más que una pura construcción intelectual. . . 10

9. J. Berlioz, «Les terreurs de Tan mille ont-elles vraiment existé?», L‘Histoiré (no­
viembre de 1990), con una bibliografía puesta al día.
10. Ibid.
244 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES

En cuanto a los acontecimientos mismos, no sólo parece imposible


describir a partir de'Ios textos de la época esos miedos y pánicos, ni tan
solo desórdenes y disturbios, sino que algunos historiadores serios des­
tacan que, por el contrario, deberíamos reconocer en los tiempos que
precedieron o sucedieron inmediatamente al año mil serios esfuerzos
de ordenamiento social: la paz de Dios, la reforma de la Iglesia y la or­
ganización de las comunidades campesinas.
En resumen, Raúl Glaber y algunos otros «clérigos» menos conoci­
dos son las únicas autoridades mencionadas por quienes quieren afirmar
la existencia de esos grandes miedos. Sin embargo, ninguno de esos clé­
rigos habla de esos temores; sólo les preocupaban las discusiones y las es­
peculaciones intelectuales sobre la fecha del fin del mundo, y sólo citaban
algunos signos, al fin y al cabo muy corrientes, que para ellos —y sólo
para ellos— anunciaban su llegada. Por otro lado, no situaban esos signos
meteorológicos normales, en absoluto milagrosos, en el año mil, sino cla­
ramente más tarde. No mencionaban miedos ni desconciertos populares y
todavía menos movimientos de masas. Hoy en día, el historiador busca­
ría en vano un texto de la época que hablara de tales acontecimientos. Al
contrario, algunos autores serios y más interesados por los documentos
históricos que por los discursos literarios o filosóficos, ven en los dece­
nios bisagra entre esos dos siglos un período de calma relativa y de es­
fuerzos para luchar contra las guerras, los disturbios y los desórdenes.

¿Quién se benefició de esas leyendas?

Todo lo referente a los terrores del año mil se inventó a posteriori,


y se presentó durante generaciones y a un gran público como la narra­
ción de hechos reales, ilustrada con una serie de anécdotas imaginarias.
Cómo todas las leyendas, esta también tiene una historia. La empresa
servía naturalmente a un propósito muy determinado y se inscribía en
una fuerte corriente intelectual de anticlericalismo y de descrédito ge­
neral de la Edad Media. Los signos precursores aparecen en los escri­
tos inconexos y dispersos de historiadores o enciclopedistas de los si­
glos xvn y xviii, hombres de Iglesia a menudo —canónigos y monjes
benedictinos en particular—, que denunciaban con vehemencia la «ig­
norancia y la barbarie de los fieles» de los tiempos medievales, cuyos
responsables eran los malos predicadores, «gente ignorante y basta».
Esos ataques respondían a un proceso «reformador» de la Iglesia que,
EL CLERO, AGENTE DEL OSCURANTISMO
245

en determinados medios eclesiásticos, gozaba de numerosos apoyos y


simpatías. Todo lleva a pensar que, para apoyar e .ilustrar sus críticas,
esos reformadores acreditaron la historia de los pánicos del año mil,
que condenaron de la misma forma cor que lo hicieron para todos los
demás signos de barbarie; las fiestas de los locos, las danzas religiosas,
las zarabandas en los cementerios y los carnavales irrespetuosos.
Las imágenes de esos miedos colectivos, todas inventadas, fueron
recuperadas, adornadas y comentadas ampliamente por los «filósofos»
de antes y durante la Revolución de 1789. Esos escritores, sin duda
muy oscuros, se dedicaron a animar, sobre todo en Francia y en Ingla­
terra, un movimiento violentamente antirreligioso. No se trataba sola­
mente de hacer a la Iglesia romana culpable de embrutecer a los hom­
bres y de propagar cuidadosamente el oscurantismo en el pueblo, sino
que también se la acusaba de incitar a los nobles, a los burgueses y a los
campesinos a dar sus bienes a las iglesias y a los conventos mediante
subterfugios indignos. Los autores implicados en ese combate no ata­
caban solamente a los falsos predicadores, sino que acusaban a todo
el clero de haber forjado, poco antes del año mil, la idea de la proximi­
dad del fin del mundo con el fin de convencer a los fieles de que reza­
sen más, de que layaran sus pecados, y de que se desembarazaran de
sus bienes terrenales mediante grandes donaciones a los monasterios.
Un panfleto anónimo, publicado exactamente en 1789 y titulado Le
Diable dans l’eau bénite ou Viniquité retombant sur elle-même , pre­
tendía demostrar hasta sus mínimos detalles el mecanismo psicológico
creado por los religiosos de todo tipo para asustar a la población y pro­
vocar esos movimientos de pánico. Esos satélites de Satán se habían
«ganado la confianza del pueblo mediante su conducta zalamera y me­
diante el fanatismo crédulo que insinuaban en las almas»; sólo pensa­
ban en convencer a los hombres, «convertidos en fanáticos hasta la es­
tupidez», de que sus pecados sólo se podían redimir mediante el
abandono de sus bienes perecederos. «Basándose en el idiotismo de esa
moral, obtuvieron dones inmensos.» 11
Esas explicaciones, bastante bien presentadas, se recuperaron natu­
ralmente en 1791 en el momento de la confiscación de los bienes del
clero que, según se decía sin ningún pudor, permitiría finalmente de­
volver todas esas tierras «al pueblo» (?) que había sido desposeído me­
diante «una superchería innoble». De ese modo, y en uno de sus aspec­

11. Citado por J. Dumont, L a Révolution pp. 183-184.


246 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES

tos como mínimo, el montaje creado y afinado por los propagandistas


de la Revolución —en este caso la insistencia en hacer creer que los pá­
nicos del año mil existieron realmente— debía simplemente justificar
una vasta operación financiera en beneficio, al cabó de unos años, de
los acaparadores de los bienes convertidos en «nacionales». A partir
del momento en que se proporcionó la demostración de que los clérigos
y los monjes se habían enriquecido mediante diversos procedimientos
indignos, y mediante maquinaciones y supercherías infames, recuperar
esos bienes suponía simplemente hacer justicia. No se trataba ya de una
expoliación o}de un abuso de autoridad, sino de una restitución que los
magistrados y financieros de la Revolución podían emprender con la
conciencia tranquila, puesto que la moral la aprobaba.
Más adelante, la evocación del año mil, de las desesperaciones de
los hombres abrumados a la espera del fin del mundo y del Juicio Final,
de los grandes movimientos de masas en forma de plegarias, y de los
pánicos que mantenían con sus sermones los predicadores que habla-
ban sin cesar de los últimos días, fueron leyendas que se acogieron muy
favorablemente por parte del movimiento romántico. Esas descripcio­
nes apocalípticas hallaron sus más bellas y más densas expresiones en
los escritos de los historiadores de esa época, de los años 1830-1850.
En seguida, numerosos autores recogieron esas leyendas y las convir­
tieron en un tema familiar para el gran público, garantizándoles así un
gran éxito. Los relatos se enriquecían con invenciones maravillosas y
sobre todo con imágenes inspiradas en un miserabilismo exagerado:
Michelet no podía quedarse atrás y fue uno de los propagandistas más
entusiastas de la leyenda negra: «ese fin del mundo tan triste resumía la
esperanza y el espanto de la Edad Media ... He aquí la imagen de ese
mundo pobre sin esperanza tras tantas ruinas ... el siervo aguardaba en
su surco, a la sombra de la odiosa torre» (Histoire de France , 1833). Y
el novelista Eugène Sue escribía unos veinte años más tarde: una «épo­
ca fijada por la pérfida codicia de la Iglesia católica como el término
asignado a la duración del mundo. Gracias a esa hipocresía infame... el
clero extorsionó los bienes de un gran número de señores francos y de
hombres nobles más embrutecidos por la religión que bandidos y fero­
ces» (Les Mystères du Peuple, 1856). Aquí aparecen claramente todos
los elementos: los señores feudales más embrutecidos que brutales, y los
monjes como responsables de todo.12

12. J. Berlioz, «Les terreurs ...».


EL CLERO, AGENTE DEL OSCURANTISMO 247

En esa época, y durante generaciones^ esas pamplinas no hacían


reír. Al contrario, se aportaron todo tipo de afirmaciones rocamboles-
cas, ilustradas con bellas anécdotas, para la edificación de los electores
y para la educación de los niños. El Dictionnaire Universel Larousse
de 1876 las adoptó sin matices; y los manuales escolares y los libros
para el reparto de premios en la escuela también... Luego llegaron, a
principios de nuestro siglo, las obras de gran propaganda, herramientas
de la lucha psicológica, en el momento de los ataques contra las con­
gregaciones y de la separación entre la Iglesia y el Estado.
. ¿En qué punto estamos actualmente? »Para el lector —aunque sea
poco atento— capaz de no confundir la Historia con los relatos fabulo­
sos o de adoctrinamiento, parece claro que todo debe revisarse. La le­
yenda no se sostiene y esos temores no existieron jamás. Los errores, o
más bien las maquinaciones, se denunciaron muy tempranamente, des­
de los años 1870, y posteriormente fueron constantemente rectificados
durante aproximadamente medio siglo gracias a obras sólidas. Sus au­
tores no se contentaban con aportar pruebas de la ausencia de tales pá­
nicos; además pusieron en evidencia la ingenuidad de los románticos y
el trabajo de los propagandistas activos en el combate político. Esa crí­
tica se reemprendió posteriormente por parte de historiadores eminen­
tes que publicaron trabajos de gran aceptación: Ferdinand Lot en 1947,
Émile Pognon también en 1947 mediante una colección de textos, y
Henri Focillon en 1952. Desde entonces, no ha habido un solo especia­
lista de ese período o, de un modo más general, de la historia de la Igle­
sia, que por lo menos en Francia no haya desarrollado ese análisis y
contribuido a una total refutación del mito .13 Y sin embargo, la imagen
de los terrores del año mil todavía se impone corrientemente en muchas
memorias.

13. Ibid. y C. Amalvi, «Du bon usage des terreurs de l’an mille», L ’Histoire (no­
viembre de 1990), pp. 10-15.
2. LIBERTINOS Y DEPRAVADOS: LA PAPISA JUANA

Además de culpable de embrutecer voluntariamente al pueblo so­


metido a sus enseñanzas y a sus tabúes, el clero medieval fue también
culpable, según una tradición historiográfica sólidamente arraigada, de
haber traicionado los propios preceptos de su religión; de llevar una
vida indigna —libertina a veces— , de acumular riquezas, de pervertir a
la sociedad laica y al pueblo virtuoso por naturaleza, ya fuera median­
te tristes ejemplos, o utilizando todo tipo de maniobras y de intrigas:
monjes glotones y monjes lascivos que vivían de la credulidad del pue­
blo, engañando a todo el mundo... .
Ese cuadro apareció sin duda en una fecha muy temprana, desde el
momento en que se desarrolló, ya en la Edad Media, una literatura satí­
rica bajo la forma sobre todo defabliaux y de sátiras. Los monjes, y se­
cundariamente las monjas, aunque menos a menudo, se describían por
lo general como individuos astutos y sin escrúpulos, como héroes de
sórdidas aventuras. Pero en aquella época la intención y las críticas se
mantenían dentro de ciertos límites y respondían al género deseado y
esperado en esas farsas, que también atacaban, utilizando los mismos
registros y de un modo igualmente vivo, a los burgueses y a los merca­
deres, a los caballeros, a los campesinos sobre todo, a los médicos y a
los barberos; y también, naturalmente, a los usureros y a los judíos. El
tono de esas farsas se mantenía dentro de los límites propios del géne­
ro y no alcanzaba el nivel de la denuncia vengativa.
Pero no todos los censores de la época hablaban solamente en nom­
bre de la modestia y de la pureza de costumbres. El papado se había ga­
nado durante mucho tiempo un gran número de enemigos por distintas
razones que, a menudo, tenían que ver con rivalidades y con conflictos
de influencia. En Italia —en los tiempos del papado de Avifión— los
tribunos de la política y de la fe ponían constantemente el grito en el
LIBERTINOS Y DEPRAVADOS: LA PAPISA JUANA 249

cielo y fustigaban a ese papado eminentemente francés que, a causa de


su exilio, privaba a Roma de una parte importante de su prestigio, de su
poder y de sus ingresos. No hallaban palabras suficientemente rduras
para denunciar esa «cautividad de Babilonia», acusada de todos los vi­
cios. Cola di Rienzo, Petrarca y Catalina de Siena, ésta sobre todo con
una energía sorprendente y a veces hasta medio histérica, unían sus vo­
ces en un concierto de imprecaciones. Luego vinieron las ambigüeda­
des y las incertidumbres del gran Cisma, las pretensiones de indepen­
dencia de las iglesias nacionales (galicanismo, anglicanismo) y, sobre
todo, la grave crisis conciliar que puso en entredicho el poder de la San­
ta Sede. Los papas salieron victoriosos de ese conflicto (tras los conci­
lios de Constanza y luego de Basilea) e incluso lograron reconstruir,
durante un tiempo, la unidad con la Iglesia de Oriente, aunque no sin
esfuerzos y sin críticas constantes.
En la época más agitada por los conflictos, todos los viejos escán­
dalos, a menudo amañados o inventados, y algunos ya algo olvidados,
se pusieron de nuevo de moda.
De ese modo volvió a escena, y con promesas de obtener un gran
éxito gracias a los cuidados de publicistas de segunda fila, la famosa
superchería de la papisa Juana, un buen ejemplo de las elucubraciones,
ridiculas y pueriles, acerca de la depravación que caracterizó al papado
lejos de Roma.
La historia de su fabricación y sobre todo su reedición en distintos
momentos es muy conocida. Los primeros relatos de esa aventura apa­
recieron en el siglo xm, bajo la pluma de un clérigo bastante oscuro lla­
mado Martín Polonio que nadie puede identificar realmente ni situar
en una determinada corriente de alianzas u opciones. Recuperada por
Petrarca y por Boccaccio (otra vez ellos...), la leyenda de la papisa Jua­
na, de sus audacias y de sus desgracias, conoció sobre todo un gran éxi­
to a partir de los años 1520 gracias a las obras de escritores protestan­
tes que alimentaron con ella distintos libelos o que ilustraron con ella
sus historias serias de la Iglesia, pretendiendo aportar evidentemente
anécdotas reales.
Al principio, los autores se contentaban simplemente con mencio­
nar a una mujer, llamada Juana, que, haciéndose pasar por un hombre
con el apodo de Juan el Inglés, habría ocupado el trono pontifical tras
la muerte de León IV en julio del año 855. Esa impostura duró dos
años..., lo cual desmiente, evidentemente, la cronología de los sobera­
nos pontífices, perfectamente establecida, que indica claramente que la
250 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES

elección de Benedicto IH, sucesor de. León, se produjo apenas pasadas


unas semanas desde el fallecimiento de este último.
Esaá historias de la papisa se enriquecieron con un gran número de
episodios que respondían a las expectativas de los lectores aficionados
a los escándalos: intrigas enmarañadas, sorpresas y disimulos, amores
culpables, exilios, blasfemias y venganzas; y todo ello adornado profu­
samente sobre un fondo de ambiciones desenfrenadas, de intolerancias,
de traiciones y de maniobras oscuras.
Tal como se nos presenta en las últimas versiones, las que se ela­
boraron en el siglo xix, la historia se resume esencialmente en las aven­
turas rocambolescas de una mujer llamada Juana, originaria esta vez de
Maguncia que, travestida en hombre, consiguió que la eligieran papa y
adoptó el nombre de Juan VHI. Focio, «patriarca de Constantinopla,
sostenido por guerreros francos y germanos», asedió entonces Roma,
tomó la ciudad, descubrió que Juana era una mujer, la desenmascaró, la
hizo destituir por un «concilio de los obispos», y finalmente la hizo en­
carcelar. Poco tiempo después llegó el emperador Luis n , nieto de Car-
lomagno (?), que la liberó y la restituyó en el trono de san Pedro. Lue­
go se produjo un nuevo conflicto; fue de nuevo expulsada para dejar su
lugar a otro papa, Nicolás I... que no duró mucho tiempo; Juana regre­
só, y luego nos perdemos en los meandros, vueltas y revueltas de ese
asunto sórdido.
Además, sobre esa trama ya muy complicada, se añadió otra, tam­
bién fruto de la pura fantasía, cuyos inventores, tan fecundos como los
primeros, tenían en la cabeza evidentemente las desgracias de Roma
tras el saqueo de 1527. De la entrevista de Juana con Focio había na­
cido un hijo varón que fue recogido por un tal Pomerand, servidor fiel,
también de Maguncia, que lo educó como si fuera su propio hijo y que
le dio su nombre. Ese «bastardo de la papisa», el joven Pomerand, supo
de boca de su madre, durante un encuentro en Alemania, sobre el se­
creto de su nacimiento; se dirigió a Roma pero fue rechazado, atacado
y expulsado, y tuvo que sufrir humillaciones insoportables. Juró ven­
garse y de entrada «escribió la historia de su vida para que sirviera de
ejemplo a sus sobrinos y para legar a su posteridad el cumplimiento de esa
venganza». Pero, según prosigue el autor anónimo de uno de esos be­
llos relatos históricos, publicado en 1878 bajo la forma de libro para el
reparto de premios a los alumnos meritorios de nuestros colegios,14 «hi­

14. Le Bâtard de la Papesse , obra anónima, París, 1878, p. 209.


LIBERTINOS Y DEPRAVADOS: LA PAPISA JUANA 251

cieron falta siete siglos para que la obra de su padre adoptivo (?) se re­
alizara, cuando un sucesor de Archambault, el condestable de Borbón,
llevó a cabo el saqueo de Roma con la ayuda de un Pomerand y de los
ejércitos alemanes». Archambault era uno de los condes de Saboya...
Del Pomerand capitán del condestable no hay ningún rastro... De ese
modo se podían explicar, y justificar quizá, los horrores del saqueo de
Roma.
Ese autor no se quedó ahí. Eso no era más que un*«prólogo» de una
novela, una obra de pura ficción en la que, según reconoce el autor,
todo es inventado. En definitiva, se trata de aproximadamente ocho­
cientas páginas de una verdadera historia de capa y espada, de intrigas
sórdidas desbaratadas por héroes de corazón valiente, en las que apare­
cen en escena y luego se retiran sin ninguna razón aparente numerosí­
simos personajes célebres: papas, reyes de Francia, el emperador Car­
los V, Borbón y Sforza, el cardenal Chigi, Aretino y Benvenuto Cellini,
además de un gran número de cortesanos. El héroe, de alma pura y de
espada vengativa, siempre es un Pomerand, evidentemente enderezador
de entuertos. Ese fantástico folletín, con una cantidad asombrosa de in­
genuidades y disparates, escrito además con un estiló poco hábil y re­
dundante, sitúa todos los episodios en un lapso de tiempo muy breve,
que va de 1523 a la masacre de San Bartolomé. Todo queda vinculado.
3. LOS COMBATES MALINTENCIONADOS

LOS ALBIGENSES. ENSAYO DE ANÁLISIS POLÍTICO Y SOCIAL

La Iglesia, en la Edad Media sobre todo, perseguía con un odio fe­


roz a los herejes, y nuestros manuales no se olvidan de recordar—como
ejemplo significativo entre todos— los horrores de la cruzada contra los
albigenses; las masacres, las investigaciones y las condenas. No sin ra­
zón, sin duda, y no pretendemos aquí minimizar esos horrores escanda­
losos ni establecer balances o distintos grados de violencia; y tampoco
intentamos repartir la culpabilidad, ni pretendemos emprender un análi­
sis —del tipo que sea, sociológico o psicológico, o si se prefiere antro­
pológico— de esos desencadenamientos de crueldades. Los hechos es­
tán ahí, probados, y cubrirse la cara sólo sería un acto de hipocresía. Sin
embargo, siempre me sorprende, incluso al leer obras serias y relativa­
mente objetivas, observar cómo esa cruzada se interpreta de un modo
tan unilateral y con tanta estrechez de miras; como si sólo fuera el re­
sultado de la persecución de una herejía, es decir, una guerra de religión.
En ese caso, todas las decisiones procederían de Roma y de los obispos
o de los religiosos dominicos. Y ello supone reducir la empresa militar
a un marco muy reducido y ocultar lo que quizá fue lo principal.
Es evidente que en la interpretación más corriente de la cruzada
contra los albigenses faltan dos factores esenciales, que de inmediato
dan al análisis otra dimensión.

Las guerras de conquista: Toulouse y Nápoles

¿Por qué debemos callar el hecho político? ¿Hay que olvidar que
esa expedición, punitiva sin duda pero también de conquista, no fue de
ningún modo un accidente aislado, únicamente provocado por el deseo
LOS COMBATES MALINTENCIONADOS 253

de derribar una nueva Iglesia, sino que por el contrario se inserta de un


modo muy lógico dentro de un enorme programa de anexiones teiri-
toriales no disimuladas? Dirigida por los reyes de Francia, ya fuera
mediante intermediarios o directamente, pero con una extraña perseve­
rancia, esa conquista se produjo en un momento en que la familia ca­
peta, finalmente victoriosa en el flanco oeste de su reino, se lanzó al
asalto de las regiones del sur con gran cantidad de maniobras dinásticas
o religiosas. En el caso del Languedoc, el resultado más visible de la
cruzada fue la simple anexión del condado de Toulouse al reino de
Francia en la persona de Alfonso de Poitiers, hermano de Luis IX. Otro
hermano del rey, Carlos de Anjou, se instaló en Pro venza y mediante
una dura campaña militar tomó el reino de Nápoles, en cuya empresa le
ayudó el papa francés Urbano IV (nacido en Troyes, canónigo de Laon,
luego obispo de Verdún y nombrado patriarca de Jerusalén en 1255).
Ese papa originario de Champagne puso su autoridad y sus reservas fi­
nancieras al servicio de los franceses, proclamando y apoyando una
cruzada contra los hijos del emperador Federico II, Manfredo y Conra­
do, herederos indiscutibles del reino de Nápoles. Así pues, y aunque
con dos o tres decenios de intervalo, a la cruzada religiosa contra los al-
bigenses para la conquista de una parte del Languedoc sucedió otra cru­
zada —igualmente decidida por Roma— para la conquista de Nápoles
y de Sicilia.
Esas dos empresas no se diferencian en mucho. La de Italia también
se colocó bajo el signo del favor divino y las victorias fueron celebra­
das como dones de Dios, como si fueran milagros. El feliz éxito de Be-
nevento (1266) contra los alemanes de Manfredo y sus partidarios se
celebró durante mucho tiempo; san Genaro, obispo mártir de Beneven-
to (fallecido en el año 305), se convirtió en el patrón de ese Nápoles
conquistado por los capetos, y en el día de su fiesta, el 19 de septiem­
bre, la ciudad cantó sus acciones de gracias con grandes procesiones.
Carlos n , hijo del conquistador, consagró en el corazón de la ciudad el
monasterio de Santa María de Realvalle en conmemoración de esa vic­
toria de Benevento que garantizó el éxito de la dinastía; su sucesor, Ro­
berto, donó a la catedral un magnífico relicario de plata y oro para san
Genaro, obra de dos orfebres franceses, Godofredo y Guillermo de Vé-
zelay (1304-1306). Ese mismo Roberto y el papa francés de Aviñón,
Juan XXII, ofrecieron uno tras otro un tisú de oro para la capilla (1318
y 1331), que se convirtió en un lugar de grandes, peregrinaciones. En la
misma época, los reyes angevinos aseguraron en su capital un lugar
254 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES

preponderante a los franciscanos que tanto habían hecho por ellos du-
rante ia conquista del reino de Nápoles; hicieron construir o embellecer
su iglesia de San Lorenzo Maggiore, donde se colocaron los primeros
monumentos funerarios de la familia, la iglesia de Sant’Eligió, y luego
la de Santa Clara y el convento de las clarisas.15
También es interesante recordar que, en ocasión de esa cruzada
contra Nápoles, los ejércitos franceses, seguros de su derecho, llevaron
a cabo atrocidades tan grandes como las que se habían producido ante- 1
rioimente contra los albigenses. Al día siguiente de su victoria en Ta-
gliacozzo (1268), los caballeros y soldados de a pie consiguieron
alcanzar al joven príncipe alemán Conrado,' de dieciséis años, y lo ma­
sacraron, a él y a numerosos nobles de su séquito, allí donde les halla­
ron. Esa bajeza, una acción estrictamente política que tenía por objeti­
vo la exterminación de la dinastía rival y de su clientela más próxima, se
escudó tras el pretexto del servicio a Dios y de la defensa de la Iglesia.
La cruzada era una guerra «justa» y «buena». Las llamadas y palabras
de ánimo del sumo pontífice se invocaron en todo momento. Los caba­
lleros franceses y sus aliados hacían alarde de tener la conciencia lim­
pia. Sus grandes hechos de armas fueron celebrados por ese papado so­
metido a la dinastía capeta y fueron cantados por los trovadores y por
los pintores; en una casa de los hospitalarios, en Pemes-les-Fontaines,
una serie de pinturas murales realizadas en eí mismo momento de la
conquista (1285) reproducen la leyenda de Guillermo de Orange y va­
rias escenas de la vida de Carlos de Anjou, acompañados por figuras de
la Virgen y de san Cristóbal llevando a Cristo. Se trata de una obra
de pura propaganda al servicio de esa guerra de Francia contra el imperio
por el dominio del reino de Nápoles. Como ocurrió en el caso de los al­
bigenses, el enemigo era a la fuerza hereje. Aunque la expedición no
podía de ningún modo invocar la existencia de una corriente religiosa
marginal ni el mínimo intento de desobediencia dogmática respecto a
Roma, los alemanes y sus partidarios italianos, los gibelinos, fueron
acusados de herejía y fueron perseguidos como tales. En Nápoles, Car­
los II, rey devoto, muy próximo al movimiento «espiritual» de los fran­
ciscanos y gran constructor de iglesias, instaló a los dominicos en un
gran convento dedicado a san Pedro Mártir; ahora bien, esa dedicación
atestigua una voluntad, puesto que ese Pietro di Verona, fallecido en
1252, fue santificado —por haber luchado tan vigorosamente contra la

15. E. G. Léonard, Les Angevins deN aples, París, 1954.


LOS COMBATES MALINTENCIONADOS 255

herejía— precisamente por el papa Inocencio IV, quien excomulgó al


emperador Federico II y el primero que emprendió la tarea de despo­
seer a sus descendientes de la herencia napolitana. Y aún es más signi­
ficativo el hecho de que ese convento se construyera (entre 1294 y 1301)
gracias a los bienes confiscados a>los «herejes», es decir, a los caballe­
ros que habían combatido en el otro bando.
Tanto en Nápoles como en Toulouse, la conquista se revistió de le­
gitimidad; el príncipe ambicioso no se podía lanzar a la aventura sin
una garantía moTal, por lo que afirmó ponerse al servicio de la Iglesia y
utilizó el pretexto de la defensa de la verdadera fe.
La cruzada contra los albigenses, una convulsión grave y dramática
en la historia de Francia, obtiene como es natural una mayor atención
por parte de los historiadores que la guerra de Nápoles. Muchos de ellos
han puesto una especie de pasión en la evocación de esos hechos, lo cual
se comprende fácilmente. Sin embargo, ignorar completamente las am­
biciones conquistadoras de la monarquía capeta y las de los señores del
norte de Francia, en su búsqueda de feudos y tierras, supone encerrarse
en una visión demasiado estrecha. Los reyes de Francia fueron en ese
caso la parte asaltante, los instigadores y los actores principales. Si Fe­
lipe Augusto no tomó las armas personalmente, ello se debió a que el
conflicto que le oponía al papa, a causa de la repudiación de Isemburg
de Dinamarca, y la amenaza de excomunión que pesaba sobre él lo man­
tenían a la fuerza apartado de cualquier cruzada. Sin embargo, no puso
ningún obstáculo a la partida de los caballeros de íle-de-France, sus va­
sallos directos; todo lo contrario. Su hijo Luis VIII dirigió personal­
mente el segundo asalto, el decisivo. La película de los acontecimientos
muestra que el espíritu de conquista y de dominación política estuvo
siempre en el corazón de los dirigentes: su objetivo era anexionarse feu­
dos, reducir a los señores del sur a la obediencia y destruir todo tipo de
autonomía. Cuando el rey tomó Aviñón, en 1226, su primera acción
consistió en asegurarse el dominio absoluto de la ciudad contra las ve­
leidades de independencia o de insumisión de los nobles; mandó relle­
nar los fosos, derribar las murallas, y destruir (según precisa el cronista)
más de trescientas torres adyacentes a los palacios de las grandes fami­
lias. En definitiva, una vasta empresa de acondicionamiento que, en este
caso, no se justificaba en absoluto por la lucha contra la herejía.16

16. Gesta et chronica.... Ludovici VIII ... (Recueil des Historiens des Gaules et de
la France, vol. 17), 1878.
256 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES
5

¿Por qué han quedado por lo general silenciados los aspectos polí­
ticos de esa triste cruzada? ¿Quizá porque, desde hace siglos, a los his­
toriadores franceses les ha repugnado ofrecer una mala imagen de toda
acción destinada a ampliar el «pré carré» de los capelos?

El norte contra el sur


i

Esa evocación del peso político de la cruzada no lleva de ningún


modo a rehabilitar ni a justificar, y todavía menos a minimizar, las atro­
cidades y crueldades. El Languedoc del condado de Toulouse sufrió te­
rriblemente a causa de esa convulsión de los bárbaros extranjeros, a me­
nudo saqueadores y asesinos. Pero ¿por qué incriminar de entrada y
sobre todo a los hombres de Iglesia? ¿Por qué esa deshonestidad a la hora
de retener acontecimientos completamente inventados? Lá propaganda
anticatólica presenta numerosas imágenes fruto de la pura fantasía. Una
de ellas se refiere, naturalmente, ai saqueo de Béziers por parte de los
soldados de a pie, seguidores más bien que combatientes (el 22 de julio
de 1209). Los hechos están demostrados; pero ¿hacía falta acusar, me­
diante una operación de puro «montaje», al legado Amaud de Citeaux, y
poner en su boca la frase tan famosa de «Matadlos a todos; Dios recono­
cerá a los suyos»? Se trata de una frase atroz que jamás fue pronunciada,
todo lo contrario... Pero esas palabras se repiten en todas partes, y los
manuales o las enciclopedias las reproducen sin ninguna duda apócrifa:
el lema está bien arraigado, y sin duda todavía por mucho tiempo...
Dejando incluso a un lado la sed de conquistas, parece evidente que
toda guerra de secesión como ésta engendra violencias inauditas. Hay
que tener en cuenta el choque dramático de dos pueblos; la incompren­
sión y la hostilidad latente —sin hablar de la envidia que suscitaba en­
tre la gente del norte una civilización sin duda más brillante— eran su­
ficientes para -provocar y luego mantener el deseo de combatir y de
destruir. Esos antagonismos y violencias entre vecinos se han produci­
do en todas las épocas.
¿Qué suerte esperaba a los enemigos vencidos de los ejércitos de
Atenas? ¿Por qué los libros que cantan las virtudes de las ciudades de Ita­
lia en la Edad Media no mencionan por lo general las masacres y las des­
trucciones sistemáticas de casas, huertos y viñas, perpetuadas por las
tropas de las ciudades «comunales» contra las ciudades vecinas o contra
sus propios ciudadanos, miembros desdichados de un.partido contrario?
■5

LOS COMBATES MALINTENCIONADOS

¿Quién puede invocar un fanatismo religioso y una responsabilidad de


la Iglesia en esas luchas inexpiables, proseguidas de generación en ge­
neración hasta alcanzar la ruina completa del adversario? Roma, los
obispos y los religiosos predicaban en vano la paz, reconciliaban a las
familias y a las facciones enemigas, les imponían solemnes ceremonias
de perdón; pero las querellas se volvían a avivar inmediatamente.
¿Podemos hablar solamente de religión, de intolerancia y de perse­
cución de herejes al explicar otros desencadenamientos de crueldad
ocurridos en épocas posteriores, en nuestras sociedades «modernas», y
que algunos autores tratan muy ligeramente? Nos referimos por ejem­
plo a las exacciones, pillajes y masacres por parte de los ejércitos fran­
ceses durante la campaña del Palatinado (1689); al terror revoluciona­
rio en París y en las provincias de Francia (1789-1794); al genocidio de
la Vendée; y las represalias indecentes y asesinas tras la guerra de Se­
cesión en los Estados Unidos, parangón de las virtudes cívicas. El culto
a la ciudad o al Estado, y todavía más el espíritu de partido, así como las
ideologías inspiradas por la búsqueda de la felicidad de la humanidad
—sobre todo las que utilizaban como pretexto el establecimiento de una
justicia social—, fueron infinitamente más asesinos que la cruzada de
los albigenses en cuanto que provocaron enfrentamientos políticos.
Evidentemente, ello no explica ni justifica nada; en absoluto. Pero
dejemos de citar esa guerra albigense —una guerra política y de secesión
tanto como cruzada contra una religión condenada— como un drama
provocado únicamente por la intransigencia de la Iglesia e ilustrado por
atrocidades sin par; dejemos de minimizar el apetito de los príncipes y los
aventureros del norte, los odios y los antagonismos entre pueblos todavía
extraños entre sí; dejemos de silenciar la natural locura asesina de los
combatientes tras los asaltos; y dejemos de incriminar sólo a la Iglesia, a
la Iglesia de esencia «medieval». Las verdaderas guerras de religión, en­
tre católicos y protestantes, o entre protestantes entre sí como ocurrió en
Ginebra o en algunos casos en el imperio, se sitúan en el período que ca­
lificamos de moderno, iluminado por las luces del Renacimiento.

L a In q u is ic ió n : e x a g e r a c io n e s y o l v id o s

Según la literatura histórica del siglo xix e incluso la de hoy en día,


la Inquisición habría marcado con una mácula indeleble las páginas
más negras de nuestro pasado. Las imágenes siniestras de ese monstruo
258 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES

alimentado para perseguir a los cátaros; de ese mecanismo infame y tan


experimentado; y de esos poderes exorbitantes concedidos a hombres
crueles, insensibles a la piedad y a la razón, parecen tener siete vidas
como los gatos. Esos cuadros pueblan el inconsciente colectivo del
cristiano, que se siente algo responsable de ellos y que querría expiar­
los; en todo caso, recuerda y denuncia esos crímenes en todo momento
y ¿n cualquier contexto.
Un autor mediocre pero quizá muy leído escribió, exactamente en
1878, que ese monstruo horrible todavía hacía estragos alrededor de los
años 1830, con el mismo encarnizamiento por mandar a pobres inocen­
tes al suplicio: «La justicia de la Inquisición era tan cruel como expe­
ditiva, a juzgar por el número de víctimas que quemaba cada día»,
¡Cada día! ¿Por qué? ¿Y dónde? Pero el porqué y el dónde son sólo
detalles sin importancia... Bastaba con clavar el clavo. Tales camelos,
sacados del repertorio de los viejos santurrones jacobinos, no sólo flo­
recían en los panfletos de la antirreligión o en los libros baratos para
lectores ansiosos de sensaciones fuertes. No se ofrecieron al azar o por
accidente, sino de la forma más corriente, y durante generaciones, a los
alumnos de la enseñanza básica laica, y en todos los cursos. Desde la
promulgación de las leyes de Jules Ferry, esa era una de las llamas que
siempre se mantuvieron vivas en el combate cívico. Una simple ojeada
a los manuales de los años 1880-1890 nos dará una idea de esas exage­
raciones: «En 1244 doscientos cinco herejes fueron quemados a la vez
en la pequeña ciudad de Montségur ... en 1328 centenares de herejes
fueron emparedados en una cueva cercana a Foix donde murieron de
hambre; la Inquisición, extendiendo el terror por todas partes e impi­
diendo a los hombres pensar, funcionó durante varios siglos en los
países católicos (España, Francia)» (Aulard y Debidoux: curso medio).
«El acusado no tenía defensor. La Inquisición destruyó todo pensa­
miento libre en el sur de Francia y se cobró innumerables víctimas en
el siglo xil (sic)» (los mismos autores: curso superior). «Las penas eran
atroces, la tortura, el emparedamiento perpetuo, la hoguera; la libertad
de pensamiento fue aplastada por el peso de los cadáveres de innume­
rables víctimas» (Guiot y Mane: curso superior) .17 Incluso antes de
existir, en el siglo xn, ese monstruo clerical ya torturaba y quemaba a
hombres y mujeres culpables solamente de haber querido pensar, y ese

17. Todo lo que precede, citado pon J. Guiraud, Histoire p a rtid le p. 303, e In-
troduction del capítulo sobre la Inquisición.
LOS COMBATES MALINTENCIONADOS 259

es sin duda su crimen más abominable a los ojos de esos autores, peda­
gogos y especialistas del adoctrinamiento de los niños. No hay nada
más condenable que los ataques contra la libertad de pensamiento...
¿Es inoportuno preguntarse si esos redactores de manuales, a sueldo
del Estado y de una corriente de opinión determinada, se cuestionaron
si el aporreamiento intelectual, el terrorismo cultural impuesto por sus
libros y por los maestros que los citaban, dejaban a los alumnos la fa­
cultad de pensar sanamente y de elegir sus propias opiniones?
Las persecuciones y condenas no ofrecen ninguna duda. Pertenecen
a la historia de esa dura conquista de los bienes y de los espíritus que se
abatió de un modo tan severo, y a veces tan cruel, sobre las regiones del
sur. Sin embargo, la Historia no se hace de la evocación de imágenes
monstruosas. La Inquisición, su establecimiento y su organización, sus
procesos y sus sentencias, exigían evidentemente un estudio minucio­
so. Ello se llevó a cabo de un modo ejemplar,18 pero al parecer en vano
puesto que los mismos cuadros y los mismos temas siguen reapare­
ciendo regularmente; sobre todo, se olvidan con facilidad determinados
aspectos de esa acción represiva, que sin embargo son importantes.
Las conclusiones de estudios recientes aportan muchos elementos
nuevos.19 No sólo completan un análisis a menudo reducido a simples
trazos y demuestran, por ejemplo, que los dominicos cedieron el paso
en muchas ocasiones a los obispos, que generalmente fueron los res­
ponsables. Ño sólo afirman que el número de los ajusticiados era muy
inferior a las cifras que generalmente se habían ofrecido y, en todo
caso, muy inferior al de las ejecuciones y asesinatos perpetrados du­
rante otros grandes dramas de nuestra historia —citados de un modo
discreto por los mismos autores, que, en esos casos, sí encuentran mu­
chos argumentos para explicar, matizar y justificar determinados he­
chos. También, y sobre todo, han intentado llevar a cabo un análisis

18. C. Molinier, L ‘Inquisition dans le midi de la France a u x xme e t XIV e siècles , Pa­
ris, 1880; C. Douais, «Les sources de l’inquisition dans le midi de la France au xme et au
xivc siècle», Revue des Questions Historiques (1881), pp. 383-459; J.-M. Vidal, Le Tribu­
nal de l'inquisition de Pamiers, Toulouse, 1906.
19. Y. Dossat, Les Crises de l’inquisition toulousaine au xm e siècle (1233-1273),
Burdeos, 1959; J. Duvemoy, éd., Registre d’inquisition de Jacques Fournier, 3 vols.,
Toulouse, 1965; J. H. Mundy, The répression o f Catharism at Toulouse. The royal D i­
ploma o f1279, Londres, 1985; G. Heeningsen y J. Tedeschi, The Inquisition in early mo­
dem Europe, Northern Blinois University Press, 1986; A. Dondaine, Les Héresies et l’in­
quisition aux xne-xme siècles, documents et études, Y. Dossat, éd., 1990.
260 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES

preciso de las estructuras de la institución, de los procesos, de las prác­


ticas y de las condenas, sin referirse exclusivamente a las crónicas o a
las canciones que son a la fuerza y naturalmente vengativas, y estu­
diando los manuales de los inquisidores y las actas de los tribunales.-
Todo ello lleva a conclusiones más matizadas de las que se han pro­
puesto generalmente.
Los manuales de los inquisidores predican la moderación en la for­
ma de tratar a los prisioneros y sospechosos, y el rigor en la instrucción
de los procesos. El manual del dominico Bernardo Gui, inquisidor de
Toulouse entre 1307 y 1323, aconseja sobre todo la firmeza y pide que
los jueces sean incorruptibles («... no dejarse emocionar por las plega­
rias o los dones ...»), pero también dice que esos jueces deben saber es­
cuchar, discutir, sopesar los pros y los contras, y mostrarse abiertos a la
duda en los casos difíciles: «Que el amor por la verdad y la piedad, que
deben siempre estar en el corazón del juez, lo iluminen sin cesar. En­
tonces sus sentencias no podrán parecer el resultado de la codicia o de
una crueldad perversa».
Por otro lado, sabemos perfectamente que los anatemas, las perse­
cuciones religiosas, y las actitudes brutales o insidiosas para obtener
confesiones o conversiones forzadas existieron en todos los tiempos y
no se terminaron en absoluto una vez finalizada la Edad Media. ¿Quién no
se extrañaría ante las condenas severas de nuestros libros de historia
—desde los manuales de clase a los libros escritos para llenar nuestros
momentos de ocio— contra esas crueldades insoportables de la Iglesia
medieval, mientras que un velo púdico cubre los tiempos de la Refor­
ma? Es cierto que se han denunciado los horrores de los combates o de
las venganzas y represalias, pero no los de las condenas sistemáticas
por pensar de un modo equivocado. ¿Quién menciona en los gruesos li­
bros para el uso de nuestros escolares las brujas de Salem libradas a un
tribunal de puritanos histéricos y luego entregadas a las llamas, o las
hogueras de Ginebra en tiempos de Calvino, en pleno Renacimiento?
En su tesis publicada en los Estados Unidos en 1980, el historiador da­
nés Gustav Hemningson ha demostrado perfectamente que la «locura
criminal de la caza de brujas» es un fenómeno eminentemente moder­
no. Lutero quería «quemarlas a todas».
Por otro lado, conviene no olvidar el aspecto financiero; los tribu­
nales de la Inquisición atacaban más a los bienes que a las personas:
multas, reparaciones de faltas, confiscaciones, obligación de recons­
truir conventos o iglesias y de dotarlos. Se trataba, de hecho, de una
LOS COMBATES MALINTENCIONADOS

vasta política de acaparamiento de las riquezas inmuebles y muebles en


beneficio al principio de las arcas reales, y luego de los obispos recien­
temente nombrados, llegados del norte, de los caballeros de la cruzada
y de todos aquellos a quienes arrastraron con ellos. Todo ello se pare­
cía a una forma de colonización, o en todo caso de ordenación del Lan-
guedoc; esa colonización siguió, bajo otros aspectos y pretextos, hasta
mucho más tarde, hasta los momentos difíciles de la guerra de los Cien
Años.
En el plano material y financiero, la Inquisición completaba así la
obra de conquista de ta cruzada albigense; son dos aspectos, dos caras,
de un proceso destinado a provocar y luego consolidar la unificación
del reino capeto. Evidentemente, no debemos ocultar el alcance de la
herejía y la proyección de la Iglesia cátara, ni los rigores o atrocidades
de la represión. Pero el aspecto religioso ¿no parece un pretexto opor­
tuno al servicio de un gran proyecto político?

i
4. LA USURA Y EL TIEMPO DE LOS TABÚES

Así pues, el hombre de la Edad Media vivía abrumado por una re­
ligiosidad ciega y por un gran número de supersticiones ridiculas que le
prohibían cualquier libre arbitrio y que estrangulaban la sociedad con
un collar de obligaciones y de tabúes. Esta es la idea que generalmen­
te, y desde hace mucho tiempo, se ha admitido y sostenido en un gran
número de obras serias.
Una demostración de ello, entre muchas otras, sería la prohibición y
la condena de la «usura», es decir, según la terminología de la época, no
sólo de los préstamos con tasas de interés muy elevadas, sino de todo tipo
de préstamo que aportara beneficios del tipo que fueran. En el terreno de
los análisis económicos y sociales, ese esquema se podía describir de una
manera simplista, y los autores más preocupados por enunciar principios
generales que por descubrir realidades cuyo estudio es a veces difícil ex­
trajeron las conclusiones que todos conocemos: la Iglesia prohibía, na­
die se atrevía a realizar esas actividades, y los buenos cristianos —de
buen grado, por convicción, o por temor al castigo o incluso al fuego del
infierno— se abstuvieron de practicar préstamos de dinero e incluso
cualquier práctica contable o escrituraria que implicara un beneficio de
ese tipo. El hombre debía trabajar con sus manos para expiar el pecado
original, «ganarse el pan con el sudor de su frente»; las riquezas adquiri­
das de otro modo olían a azufre, y de ahí el adagio de que «les écus ne
peuvent faire d’autres écus» (de los escudos no salen otros escudos).
Los judíos, situados fuera de esa ley general, marginales, extran­
jeros, despreciados y detestados por ello, eran los únicos que podían
arriesgarse a practicar la usura. Evidentemente someticos a todo tipo de
azares y de persecuciones, y temiendo siempre, con razón, la confisca­
ción de sus bienes por parte del rey o del príncipe, sólo concedían prés­
tamos de dinero a cambio de fianzas elevadas —a menudo confiscadas
LA USURA Y EL TIEMPO DE LOS TABÚES
263
_ al fin y ai cabo— y al precio de intereses prohibitivos. Esas exigencias
pesaban mucho sobremos campesinos, ya arruinados por los «impues­
tos» señoriales, obligados a menudo a pedir dinero prestado en la épo­
ca de la siembra o sobre todo entre dos cosechas, e incapaces a veces de
reembolsar el dinero a tiempo. Consiguientemente, esos campesinos
acababan siendo poco a poco desposeídos de sus campos, de su ganado
o incluso de sus herramientas.
En el mundo de los negocios, entre los mercaderes y los artesanos,
el malestar que provocaban esas prohibiciones formales era enorme, y
esos tabúes explicarían muchos arcaísmos y muchas insuficiencias: sin
préstamos ni capitales no había fluidez de dinero, los medios eran redu­
cidos, y la economía se mantenía en un estadio en definitiva «primario»,
es decir «primitivo» (para algunas épocas podemos hablar incluso de
economía «cerrada» o «de subsistencia»), artesanal en todas sus prácti­
cas, y en todo caso nunca capitalista ni tan sólo precapitalista. Se produ­
cían pequeñas transacciones, familiares si era posible y dentro de un pe­
queño radio de acción; transportes que se limitaban a productos de lujo
y en forma de caravanas, sin duda por miedo al bandidaje de los seño­
res, o bien en pequeñas embarcaciones constantemente amenazadas por
las tormentas p los piratas... Esa fue la tesis sostenida, sin pruebas que la
apoyaran pero muy satisfactoria para el espíritu, por Wemer Sombart en
los años 1900-1930;20una tesis completamente desmantelada posterior­
mente por innumerables trabajos, no de filósofos de la Historia sino de
verdaderos investigadores. Sin embargo, esa tesis sigue gozando de un
papel principal y sigue inspirando muchos discursos y manuales.
La construcción que ve en el desconcierto o en la irritación de los
hombres de negocios uno de los orígenes de la Reforma se inscribe
dentro de la misma lógica de pensamiento y está guiada por la misma
ceguera ante los hechos. Ante la imposibilidad de dirigir sus negocios
de un modo apropiado, de emprender tráficos más amplios, y de bene­
ficiarse según su conveniencia de los préstamos e inversiones, los mer­
caderes cuestionaron seriamente esa Iglesia responsable de tantos obs­
táculos; se alejaron de las tradiciones, de la ortodoxia en definitiva, e
impulsaron una Reforma, es decir, una nueva Iglesia contra Roma. Eso
es lo que han afirmado, siguiendo a Max Weber (1864-1920),21 nu­
merosos teóricos alemanes y numerosos émulos suyos a continuación.

20. W. Sombart, Le Capitalisme moderne , 1902; LesJuifs etla vie économique, 1911.
21. M. Weber, L ’Éthique protestante et l’esprit du capitalisme, 1964.
264 } LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES

A pesar de la calidad del discurso demostrativo, esa tesis no podía


resistir un examen, por rápido que fuese. Peío esta teoría reaparece
constantemente en determinados manuales u obras de divulgación. Esa
imagen, como todas las que se presentan de un modo suficientemente
insistente, mantiene su poder de seducción. Esas ideas han inspirado
sin duda a algunos historiadores, afanosos y obstinados, que no hace
mucho tiempo se han dedicado a definir un umbral de paso entre la
Edad Media y la Edad Moderna, entre el oscurantismo paralizante y
una mayor libertad de pensamiento.
Hay tanto que decir sobre esas actitudes tan ingenuas, que no sabe­
mos por dónde empezar. Todo es falso y todo debe revisarse si nos ce­
ñimos a la simple lectura de los documentos; una lectura que, eviden­
temente, representa un proceso intelectual distinto a la especulación.
Mencionemos de entrada algunas evidencias: las declaraciones de
prohibición de la usura, precisas, circunstanciadas y adaptadas a cada
práctica, fueron sin duda muy frecuentes, se renovaron constantemen­
te, y no sólo fueron promulgadas por la Iglesia en distintos grados de la
jerarquía, sino también por los gobiernos de los príncipes o de los mu­
nicipios. Sin embargo, la multiplicación de reglamentos y prohibicio­
nes no constituye, en ningún caso, la demostración de que los hombres
los obedecieran y de que las prácticas del préstamo no existieran; al
contrario, es el signo de la existencia de graves resistencias y desobe­
diencias, y consiguientemente de la permanencia de las prácticas usu­
rarias. La abundante producción reglamentaria muestra claramente
que las infracciones eran numerosas y que los hombres hacían poco
caso de las prohibiciones.
Por otro lado, aunque las advertencias y las condenas tan a menudo
repetidas de antemano —no solamente en lo referente a las tasas prohi­
bitivas sino a todo tipo de préstamo retribuido— no ofrecen ninguna
duda, nada indica que las represiones se hicieran efectivas por lo gene­
ral. A los innumerables recordatorios de las prohibiciones responde, al
parecer, un número muy reducido de procesos y de multas. Los archi­
vos judiciales no dicen a menudo nada sobre ese aspecto.
Evidentemente culpable a los ojos de las leyes, de su religión y de
la sociedad, el prestamista razonable, moderado en sus exigencias, se
preguntaba sin duda si sus faltas eran muy graves y decidía finalmente
hacer caso omiso de las advertencias. En cuanto al prestamista invete­
rado, al que designamos hoy con el nombre de usurero, raras veces lo
vemos perseguido por la Iglesia o por el brazo secular.
LA USURA Y EL TIEMPO DE LOS TABÚES
265

El usurero reparaba sin duda sus errores: hacía donaciones a ios po­
bres y para obras caritativas, pero io más corriente era que en el ocaso
de su vida, en el momento de redactar su testamento, privara a sus hi­
jos de una parte de la herencia y les legara el cuidado de distribuir li­
mosnas y legados a los hospitales o a los conventos; su generosidad se
dirigía a menudo a los hermanos mendicantes que, entre los doctores de
la Iglesia, habían sabido aceptar mejor la necesidad de las prácticas fi­
nancieras. en la dirección de los negocios y habían propuesto una flexi-
. bilidad razonable en las prohibiciones. A esas reparaciones po st mor -
tem debemos grandes realizaciones sociales, como el hospital-hospicio
fundado en Prato por Francesco di Marco Datini; 22 o bien la escuela de
gramática y de ábaco instituida por el usurero milanés Tomaso Gras-
si; 23 y sobre todo, en Padua, la capilla llamada de los Scrovegni, de­
corada con las célebres pinturas murales de Giotto (en 1304-1305) y
construida con el dinero legado a los hermanos gaudenti, de la Ordini
dei militi di Maria Vergina G loriosa , por el mercader Enrico Scroveg­
ni para redimir los pecados de su padre Rinaldo, usurero notorio.24 Se
trataba, pues, de reparaciones individuales, fuera de toda represión ju­
dicial.

N e g o c io s y s u b t e r f u g i o s

Todo historiador de las prácticas monetarias y financieras en las so­


ciedades medievales, tanto urbanas como rurales, constata que el prés­
tamo con interés se practicaba en todas partes y por parte de todo el
mundo, bajo distintas formas y a veces realmente a un bajo precio.
Entre negociantes, armadores o banqueros, nada se podía hacer sin
ese recurso constante a los capitales de terceros que comprometían su
dinero, suputaban riesgos y beneficios, y especulaban de buen grado.
Ello se podía producir mediante diversas formas de asociación comer­
cial, todas ampliamente practicadas y autorizadas: en Italia, por ejem­
plo, la commenda, societas, colleganza , las compañías florentinas de
base familiar, o las compañías genovesas denominadas a curanti, to­
22. F. Melis, Aspetti della vita economica medievale (Studi nell’Archivio Datini di
Prato), voi. I, Siena, 1962. '
23. G. Barbieri, «L’usurario Tomaso Grassi nel raconto bandellanio e nella docu­
mentazione storica», en Studi in onore diAmintore Fanfani, Milán, voi. II, 1962, pp. 21-88.
24. D. M. Federici, istoria dei cavalieri gaudenti, Treviso, voi. I, 1787, p. 289.
266 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES

talmente anónimas.25 También se podía producir mediante préstamos


camuflados bajo diversas prácticas cada vez más complejas; mutus
gratis et amore Dei, escribían los notarios al redactar el contrato, pero
al mismo tiempo recargaban la suma prestada y establecían multas
muy severas sobre los retrasos; préstamos denominados «de riesgo
marítimo» que ayudaban a aunar navios y servían como seguro; espe­
culaciones sobre los cambios de cotización de las distintas monedas
^préstamos cifrados en una moneda y reembolsables en otra); y sobre
todo cambio y contracambio, mediante el pacto di ricorsa e incluso el
change sec, que provocaban el intercambio de cartas o de informacio­
nes por centenas entre las grandes plazas financieras de Occidente.26
Esos procedimientos tan comentes, utilizados por lo menos en Italia en
distintos niveles de la sociedad mercantil, son testimonio de una viva­
cidad de espíritu sorprendente, de una gran habilidad en el manejo de
las cifras y las fracciones, y, sobre todo, de la existencia de una red de in­
formaciones completamente al día. Tuvieron tanto éxito que algunos ele­
mentos importantes de las actividades económicas debieron su existencia
o su desarrollo a esa utilización intensiva de los subterfugios para practi­
car el préstamo a interés sin infringir abiertamente las prohibiciones.27
Una demostración de esos uso$ tan corrientes, totalmente admitidos
entre negociantes o banqueros, la encontramos en las bajas tasas de in­

25. A. E. Sayous, «Les méthodes commerciales à Barcelone au x v c siècle», Revue


d’Histoire du D roit Français et Étranger (1936); E. Byme, «Commercial contracts of the
Genoese in the Syrian trade of the Twelfth Century», Quarterly Journal o f Economies,
(1916-1917); M. M. Postan, «Crédit in Medieval Time», Economie History Review
(1928); Y. Renouard, Recherches sur les compagnies commerciales et bancaires utili­
sées par les papes d ’Avignon avant le Grand Schisme, Pans, 1942; Les Hommes d ’affai­
res italiens au Moyen Âge, Paris, 1950; J. Heers, Gênes au xve siècle. Activité économique
et problèmes sociaux, Paris, 1961, pp. 197-204.
26. R. de Roover, L'Évolution de la lettre de change (xive-xvmc siècles), Pans,
1952; G. Mandich, Le Pacte de ricorsa e t le marché italien des changes au XVIe siècle,
Paris, 1953. (La operación del contracambio consistía en devolver a su ciudad de origen
una carta de cambio que no se pagaba en su lugar de destino; ese regreso se efectuaba a una
tasa distinta que a la ida, lo que proporcionaba un beneficio que correspondía al interés
del dinero durante el tiempo de ambas expediciones. Esta operación, de entrada comple­
ja, acabó por simplificarse y permitir un número considerable de préstamos de dinero,
durante cuatro o seis meses generalmente.)
27. M. Brésard, Les foires de Lyon aux X IV e et xve siècles , París, 1914; J. F. Bergier,
Genève et l’économie européenne de la Renaissance, Pans, 1963; R. Gandilhon, La p o ­
litique économique de Louis XI, París, 1941; J. Paz y G. Espejo, Las antiguas ferias de
Medina del Campo, Valladolid, 1912.
LA USURA Y EL TIEMPO DE LÓS TABÚES
267

terés. Quien se tome la molestia de desifiontar el mecanismo y de reco­


ger los datos necesarios (cotización de las monedas y tasas de cambio)',
verá que los'análisis muestran invariablemente que esas tasas oscilaban
entre el 7 y el 12 por 100; 28 un nivel perfectamente razonable que es
testimonio de una economía que se había liberado ampliamente de la
penuria de las inversiones, y que daba la espalda de forma resuelta a ese
carácter «artesanal» y «medievalesco» que le atribuimos con tanta fa­
cilidad. En un momento en que, según algunos autores, los grandes
mercaderes habrían deseado una reforma de la Iglesia para poder llevar
mejor sus negocios, éstos se beneficiaban en realidad de grandes fácili-
dades de crédito, y esos mismos mercaderes habían aprendido tan bien
la forma de eludir las órdenes y la forma de montar una vasta gama de
prácticas paralelas perfectamente dominadas, que esos ejercicios se ha­
bían convertido en pura rutina. La Iglesia no frenó el desarrollo del cré­
dito. Los hombres de negocios y los hombres de Iglesia se entendían
bien; unos y otros sabían transigir y esos arreglos nos parecen más ve­
rosímiles y más conformes con la marcha de una sociedad que las exi­
gencias y el respeto absoluto de las prohibiciones.
Evidentemente, la prudencia o el buen tono exigían que jamás se ma­
nifestaran claramente los intereses del préstamo; exigían aplicar esas
prácticas de rodeo, algunas muy alambicadas, y no indicar ni la suma ni
tan sólo la previsión de un beneficio. Ello suponía sacrificarse (hipocre­
sía sin duda) a los reglamentos, pero no sólo a los reglamentos del clero;
la Iglesia y sus eventuales penas espirituales no eran las únicas que de­
sempeñaban un papel en ese campo. La presión social, la fama entre los
' conciudadanos, el qué dirán en definitiva, contaban tanto como la Iglesia.
En los años 1450, los mercaderes y financieros genoveses que en su ciu­
dad respetaban escrupulosamente las costumbres y la discreción, y que
jamás indicaban en sus libros de cuentas el interés de sus préstamos en
dinero, lo hacían en cambio abiertamente, con toda naturalidad y sin nin­
gún tipo de precaución, en cuanto residían en Londres: entonces sus ope­
raciones contables aparecen perfectamente claras, con las tasas de interés
para cada uno de los préstamos concedidos.29 Lo que en su casa no era

28. J. Heers, Le livre de comptes de Giovarmi Piccamiglio , homme d.' ajfaires gé-
nois (1456-1460 ), París y Aix-en-Provence, 1959, cuadros y gráfico pp. 50-52.
29. J. Heers, «Les Génois en Angleterre; la crise de 1458-1466», en Studi in onore
di Armando Sapori, Milán, vol. I, 1957, pp. 809-832. Ésos préstamos, relativamente nu­
merosos, proporcionaban un interés anual del 14 por 100.
268 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES

posible, bajo la mirada de los vecinos y de los amigos, se convertía en po­


sible en el extranjero.
Así pues, observamos la existencia de procedimientos ingeniosos
para sortear los reglamentos, de subterfugios y de engaños. Sin duda.:.
Sin embargo, todo nos indica que con esas formas y esos camuflajes no
se engañaba a. nadie. El mercader enterado no sólo sabía dónde podía
pedir dinero prestado, sino que estaba al corriente de las variaciones del
interés de un lugar a otro, o de una estación del año a otra, y dirigía sus
negocios en consecuencia. En los años 1339-1340, Francesco Pegolot-
ti, factor de la compañía florentina de los Bardi, consagró largos capí­
tulos de La pratica della mere atura a mencionar, para la edificación
de los negociantes, en qué ocasiones o en qué meses del año «el di­
nero era más caro» (la tasa de interés más elevada) en gran cantidad
de puertos y ciudades, no sólo en Italia, sino en todo Oriente y Occi­
dente.30
Lo importante era saber rápidamente, de ser posible antes que
otros, la cotización de las mercancías y el precio del dinero. Las infor­
maciones y especulaciones exigían precauciones y maniobras, y mo­
vilizaban las energías de los factores o corredores que siempre esta­
ban en vilo. Los corresponsales de las compañías, responsables de las
factorías o de las filiales en calidad de agentes asalariados, se quejaban
regularmente de tener que escribir tan a menudo para comunicar noti­
cias y cifras; les era penoso y fatigoso pasarse largas horas escribien­
do sus cartas, bajo la luz de débiles candelas para asegurarse del se­
creto; cada una de esas cartas se terminaba invariablemente con la
cotización de las principales monedas extranjeras, lo cual permitía a su
patrón, a centenares de leguas de allí, organizar mejor sus operaciones
de cambio y de intercambio y, consiguientemente, de préstamo de di-
ñero. 31
Lejos de rechazar los beneficios del dinero, el hombre de negocios
especulaba con'todo. En el siglo xrv, cuando las compañías florentinas
organizaron el primer servicio de correo regular, en particular con la
corte pontifical de Aviñón, aceptaron evidentemente hacerse cargo

30. A. Evans, ed., La pratica della mercatura di Francesco di Balduccio Pegolotti,


Cambridge, Mass., 1936.
31. Por ejemplo, la carta dirigida a Francesco Datini de Prato por parte de un agen­
te de su asociado de Aviñón: «Aquí el calor es insoportable y no podemos soportar la fa­
tiga de escribir como si el clima fuera más fresco». Cf. R. Brun, «Armales avignonnaises
de 1382 á 1410», en Mémoires de VInstituí historique de Provence, 1934-1935, p. 26.
LA USURA Y EL TIEMPO DE LOS TABÚES 269

también de las cartas de sus vecinos y competidores; pero su cartero te­


nía orden de no distribuir estas últimas hasta pasadas 24 horas desde la
llegada de su propio correo portador de la scar sella («la escarcela» ) .32
Afirmar que el espíritu especulador, o capitalista, no podía desarro­
llarse y guiar,los negocios en esos tiempos «de barbarie medieval»; creer,
según Sombart, que ese espíritu de lucro nació en las comunidades is­
raelitas, o, según Wemer, en los tiempos de la Reforma en los medios
marcados por el calvinismo; o decir, tal como escriben los profesiona­
les de la copia exacta de un original, que ese espíritu no surgió hasta la
Edad «Moderna», con el Renacimiento, una vez cruzado un «umbral»
económico, son muestras de una pura fantasía.
Todo el mundo sabe también, por lo menos entre los historiadores
de las doctrinas económicas, que la Iglesia misma había matizado su
posición en determinados puntos y había levantado algunas prohibicio­
nes; sus doctores y censores reconocían que los beneficios del dinero se
convertían en lícitos en cuanto el servicio ofrecido era indispensable
o el riesgo que se corría se revelaba importante. Los dominicos y los
franciscanos, muy vinculados al mundo de los negocios, hicieron mu­
cho en ese sentido y ampliaron las justificaciones a un gran número de
•prácticas financieras.33 Así, poco a poco, el seguro marítimo, durante
mucho tiempo reducido a subterfugios, acabó ejerciéndose a plena luz
del día. Un agente de seguros genovés, llamado en 1463 a ofrecer testi­
monio ante notario, dijo —de un modo que no podía ser más claro—
que él y sus vecinos de banco establecían contratos de seguro marítimo
bajo la forma de venta simulada de naves o de mercancías; que ello se
hacía comúnmente en la plaza pública y que toda la ciudad estaba al co­
rriente de ello. Ahora bien, desde ese momento y sobre todo en los años
siguientes, los notarios, aunque seguían utilizando las fórmulas de la
venta ficticia, comenzaron a indicar claramente la tasa de la prima.34

32. Y. Renouard, Recherches .... Igualmente, sobre la importancia de las noticias en


las especulaciones comerciales y financieras: G. Sardella, Nouvelles et Spéculations à
Venise au début du xvie siècle, Cahiers des Annales n.° 1, París, 1949; J. Heers, «Il Com-
mercio nel Mediterráneo'alla fíne del secolo xiv e nei primi anni del xv», Archivio Stori-
co Italiano (1955), pp. 157-209.
33. R. De Roover, «Le marché monétaire au Moyen Âge et au début des temps mo­
dernes. Problèmes et méthodes», Revue Historique (1962); «The Scolastic Attitude to­
ward Trade and Entrepreneurship», Explorations in Entrepreneurial History , I (1963),
pp. 76-87.
34. J. Heers, Gênes ..., pp. 206-217; en particular la p. 210: el testimonio declara
«que la costumbre es que quienes aseguran las mercancías de un navio reconocen haber
270 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS CpMBATES

L A U S U R A IN D E C E N T E

Nos referimos a la usura abusiva*, de pequeñas sumas de dinero pres­


tadas por períodos cortos a los campesinos para comprar semillas, herra­
mientas o animales de tiro; a los artesanos cuando estaban apurados; y a
todo tipo de gente humilde que tenía que hacer frente a gastos excepcio­
nales (bodas de hijas, compras de ropa, reembolso de otras deudas, etc.).
Esos préstamos surgían de un sistema y de un contexto social muy dis­
tintos. La Historia nos ha informado ampliamente de esas prácticas y de
las relaciones humanas que generaban: el prestamista, usurero sin ver­
güenza, exigía tasas prohibitivas y, muy a menudo, confiscaba los bienes
empeñados; se trataba generalmente de un judío, naturalmente rechaza­
do por la comunidad urbana y obligado a llevar sus negocios en la som­
bra y a vivir en un gueto. Pero también esta imagen es excesiva, tal como
han demostrado, desde hace pocos años, verdaderas investigaciones.

La colaboración entre judíos y cristianos

Hay que revisar, antes que nada, la posición social de los israelitas
en los distintos países de la Europa cristiana. Las comunidades judías
no estaban a la fuerza excluidas, netamente separadas, acantonadas en
una judería (la palabra gueto aparece más tarde), en un barrio cerrado,
o en todo caso cuidadosamente aislado. En determinadas regiones, en
las ciudades de Provenza por ejemplo, ocurría todo lo contrario: los ju­
díos vivían casi siempre en diversos sectores de la ciudad, y a veces
eran vecinos de los cristianos.35 El estudio de esas implantaciones to­
pográficas todavía no se ha realizado de una forma precisa para todas
las ciudades; sin duda nos depararía algunas sorpresas...

comprado esas mercancías y se comprometen a pagar elevadas sumas de dinero en caso


de pérdida; pero, en realidad, nada se ha vendido y el notario lo sabe perfectamente; sin
embargo, lo redacta de ese modo ... puesto que aunque nada sea cierto en esa acta, no es
por ello menos regular o conforme con lo que se acostumbra a hacer». Cf. también J.
Heers, «Le prix de l ’assurance maritime à la fin du Moyen Âge», Revue cTHistoire Éco­
nomique et Sociale (1959), pp. 7-19; M. Del Treppo, «Assicurazioni e Commercio a Bar­
celona, 1428-1429», Rivista Storica Italiana (1957-1958); F. Melis, I primi secoli delle
assicurazioni (secoli xni-xvi), Roma, 1965; L. Á. Boiteux, La fortune de mer. Le besoin
de sécurité et les débuts de Vassurance maritime , París, 1968.
35. D. lancou-Agou, «Topographie des quartiers juifs en Provence médiévale», Re­
vue des Études Juives (1974).
LA USURA Y EL TIEMPO DE LOS TABÚES 271

Por otro lado, los israelitas no eran solamente prestamistas; ni mu­


cho ráenos. Generalmente eran pequeños mercaderes, negociantes de
grano y de ganado en el medio rural, artesanos del cuero y de’los teji­
dos, o médicos en las ciudades.36
En el plano de los negocios, los prestamistas judíos no estaban ex­
cluidos de la buena sociedad cristiana. Colaboraban a menudo con los
financieros de la ciudad o con simples burgueses en búsqueda de bue­
nas inversiones; y ello hasta tal punto que el dinero prestado por los ju­
díos provenía por lo general de familias ciudadanas que se servían de
ellos como intermediarios para que no pareciera abiertamente que ejer­
cían esas actividades, para esconder sus disponibilidades y no pagar
impuestos sobre esos ingresos. Por ello, la comuna de Siena decidió en
1457 que «los citados judíos deben dar a conocer los nombres de todos
los ciudadanos y habitantes de la ciudad que tienen dinero colocado en
su presto». Hacia 1480, un cronista de Mantua sostenía que las bancas
de préstamo regentadas por israelitas pertenecían de hecho a los Trotti,
grandes financieros cristianos. Cuando en 1460 el papa proyectó impo­
ner una tasa del 5 por 100 sobre los capitales de los judíos, el duque de
Milán, Francesco Sforza, intentó disuadirlo, puesto que ello iba a Supo­
ner una «carga insoportable» para esos súbditos, puesto que «muchos
capitales de los cristianos están en manos de los judíos». Gravar a los
usureros judíos desembocaría en una pérdida de dinero por parte de una
«grane infinita cantidad» de cristianos...37
En algunas ciudades de Italia, los judíos hallaban efectivamente
protectores entre las grandes familias nobles y tenían sus oficinas de­
usura en las puertas mismas de los palacios de esas familias. Ello ocu­
rría en Florencia, por ejemplo, donde debían hacer frente a la compe­
tencia de los «cambistas» de la ciudad, muy activos y poco escrupulosos.
Neri di Bicci, un pintor florentino no muy brillante y con frecuencia
apurado, pedía a menudo dinero prestado a todo tipo de personas y

36. J. Schatzmiller, Recherches sur la communauté juive de Manosque au Moyen


Âge. 1241'1329, París-La Haya, 1973; D. lancou-Agou, Les juifs de Provence. 1475-
1501. De l’insertion à l ’expulsion, Marsella, 1981; R. W. Emery, The jew s o f Perpignan
in thexinth. Century, Nueva York, 1959; Cf. igualmente M. J. Pimenta Ferro, Os Judeus
em Portugal no seculo xiv, Lisboa, 1970 (cuadro de las profesiones ejercidas por los ju­
díos en las ciudades de Portugal); D. Iancou-Agou, «L’inventaire de la bibliothèque et du
mobilier d’un médecin juif d*Aix-en-Provence», Revue des Études Juives (1975).
37. Todo ello citado por L. Poliakov, Les Banchieri juifs et le Saint-Siège, París,
1965,pp.99-106.
272 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS. OTROS COMBATES

ofrecía una gran cantidad de objetos domésticos como fianza (ropa,


cinturones de seda, vajilla de plata y joyas). En los años 1450, acudía
a uno de los bancos de préstamo recientemente abiertos por judíos en
el barrio de Santa Trinitá. Esa «mesa» de usurero, de prestamista, es­
taba regentada por un hombre a quien llamaban El «Ebreo degli Spi-
ni»; y estaba instalada, precisamente, en una de las casas de la familia
noble de los Spini. El registro contable de ese mismo pintor, decidida­
mente muy a menudo en apuros económicos, muestra también que
dejó ricos vestidos en prenda al «Ebreo degli Airigucci» y al «Ebreo di
Borghese» .38 *

Lombardos , cambistas y mercaderes

¿Cómo podemos vincular tan estrechamente la usura y la calidad de


no cristiano, de excluido de la Iglesia, cuando la competencia de los ju­
díos en lo referente a los préstamos a interés en el campo y en las ciu­
dades fueron los «cahorsins» y luego aquellos a quienes se denomina­
ba corrientemente los «lombardos»? Es cierto que los primeros fueron
en una época acusados de herejes; una acusación que fue más bien un
pretexto para la intervención de los ejércitos capetos en el sur y para la
confiscación de sus bienes. Pero los lombardos no fueron en ningún
momento el centro de ninguna sospecha. De entrada, efectivamente, los
hombres de Piacenza y de las ciudades del Po, luego toscanos de Flo­
rencia, Siena o Pistoia sobre todo, y luego piamonteses de Asti y de
Chieri, se establecieron sin ninguna dificultad, beneficiándose incluso
de privilegios y de protección, en muchas ciudades de Francia, Inglate­
rra, Flandes, Hainaut y el valle del Rin .39
Al principio, en los siglos xn y xm, las luchas entre los partidos, las
proscripciones y los exilios fueron casi siempre la causa de esa diáspo-

38. Neri di Bicci, Ricordanze (10 marzo 1453-24 aprile 1474), B. Santi, ed., Pisa,
1976, pp. 5 ,1 6 ,1 7 , 32, 36, 77 y 155.
39.. P. Wolff, «Le problème des Cahorsins», Armales du M idi (1950), pp. 229-238;
Y. Renouard, «Les Cahorsins, hommes d’affaires français du xm' siècle», Transactions
ofthe Royal H istorical Society {1961), pp. 43-67; C. Piton, Les lombards en France et à
Paris , París, 2 vois., 1892-1893; L. Gauthier, Les lombards dans les deux Bourgognes,
Paris, 1907; V. Chomel, «Communautés rurales et casanes lombardes en Dauphiné. Con­
tribution au problème de l’endettement des sociétés paysannes du sud-est de la France au
bas Moyen Âge», Bulletin de la Commission Historique (1951-1952).
1 LA USURA Y EL TIEMPO DE LOS TABÚES
273

ra que los llevó lejos de sus lugares de origen, a la búsqueda de peque­


ños beneficios en una situación precaria. Pero rápidamente las situado-
‘ nes se aclararon; el lombardo entablaba y mantenía vínculos constantes
con su ciudad de origen. Algunos formaron importantes compañías de
hermanos y de primos que extendían sus ramificaciones en amplias re­
giones. Sin duda prestaban con fianza (objetos, prendas de vestir, tie­
rras y cosechas) pero también practicaban otros tipos de negocios: so­
ciedades mercantiles más modestas que las grandes compañías pero, a
fin de cuentas, de la misma naturaleza e igualmente respetables.40
Sin duda alguna, los intereses eran muy elevados, en ocasiones es­
candalosos, y el prestatario se veía a menudo arrastrado a un verdadero
abismo a causa de la acumulación de los atrasos, multas y penalidades;
podía llegar a perder sus tierras y sus instrumentos de trabajo. Para el
usurero esa era quizá una política preconcebida, y la apropiación de bie­
nes territoriales era quizá el objetivo final de sus operaciones. Cierta­
mente podemos incriminar la miseria de esos tiempos, la injusticia de
los destinos y la avidez de los usureros. Pero, antes que ver en ello algo
propio de nuestros tiempos medievales cargados de iniquidad, ¿no sería
más útil comparar esas relaciones entre campesinos y usureros con las
de otros tiempos y otras civilizaciones, consideradas a priori como me­
nos presas en ese oscurantismo ineluctable? Compararlas, por ejemplo,
con lo que sabemos sobre la vida rural en la Antigüedad griega o roma­
na; o bien con la Edad Moderna y Contemporánea, con nuestros pueblos
del siglo xix. Y, fuera de Europa, ayer como hoy, con todas las formas
de explotación y de expoliación de los campesinos —igual de severas si
no más— por financieros de poca monta o de propietarios de tierras.

La Iglesia: ¿sanciones o protección?

Esos prestamistas a dita exigían mucho; y además infringían las leyes


de la Iglesia que, según suponemos, no sólo no debía manifestar ninguna
tolerancia con respecto a ellos, sino que los perseguía con sus anatemas.
Sin embargo, tampoco en este caso el examen de los hechos y de las acti­
tudes responde a nuestras suposiciones. Es cierto que la historia de nues­
tras ciudades estuvo marcada por persecuciones violentas contra los ju-

40. C. M. de La Ronciére, Un changeur florentin du Trecento: Lippo di Fede del


Sega (1285 environ-1363 environ), París, 1973.
274 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, OTROS COMBATES

dios y, a veces, contra los lombardos; la gente del pueblo, arruinada, se


lanzaba a la calle con la esperanza de cancelar sus deudas, saqueaba las
casas de sus acreedores y exigía su partida. A menudo se invocaba el de­
seo de expulsar a los impuros, judíos o herejes, y esos motines iban enton-.
ces acompañados de grandes movimientos de piedad exacerbada. Pero no
nos inventamos nada cuando afirmamos que durante esos pogroms los ju­
díos y los lombardos, y sobre todo los judíos, hallaron con frecuencia re­
fugio en los obispos y los abades, tras los muros de los conventos.
- Por un Francisco Javier que predicaba la pureza y la expiación de
los pecados, y que atibaba los antagonismos y las violencias, ¡cuántos
prelados y dominicos compasivos y protectores no habría!... ¿Acaso no
fueron Roma y el papa quienes acogieron a los judíos expulsados de
España por los edictos de los Reyes Católicos?41
Otro tanto ocurrió, sin duda en circunstancias menos dramáticas,
con los lombardos. En los años 1280-1300, cuando sus sucursales de
París sufrieron las persecuciones reales, cuando sus bienes fueron con­
fiscados y sus créditos anulados, escribían para confortarse mutuamen­
te, para describir la situación, para felicitarse por haber podido salvar lo
esencial y, sobre todo, e insistiendo mucho, para dar las gracias a tal
abad o a tal obispo que habían sabido protegerlos y ayudarlos a llevar
bien sus negocios.42
Sin duda el rey y la Iglesia no estaban constantemente dispuestos a
castigar ni hacían una cuestión de honor del respeto a las prohibiciones.
Es cierto que legislaron, recordaron las condenas y blandieron algunas
amenazas o, de forma más modesta, en una maniobra ya de repliegue,
intentaron definir límites razonables a las tasas de interés. Es cierto que
en los años de malas cosechas, ante el aumento de las quejas y luego de
la cólera de la gente pobre que, ante la imposibilidad de pagar ni tan
sólo las multas atrasadas, veía acercarse el momento de las confisca­

41. L. PoliakÓY, Les B anchieri ...


42. Por ejemplo: el 26 de enero de 1330, el factor de la compañía «lombarda» de los
Partini, de Pistoia, les escribió desde Bourges para darles parte de la confiscación de sus
bienes en París. Menciona lo que ha podido salvar gracias a diversos subterfugios y pre­
cauciones, y añade: «el prior de la cartuja y los demás han estado muy amables con no­
sotros y nos han hecho grandes servicios yendo y viniendo y guardando nuestros bienes.
Nosotros hemos hecho por ellos lo que hemos creído apropiado. Pienso que estaría bien
que vos le escribieseis, a él y al convento, para demostrar que os acordáis de ellos...». Cf.
L.Chiappelli, «Una lettera mercantile del 1330», Archivio Storico Italiano , vol. I, (1924),
pp. 249-256.
y LA USURA Y EL TIEMPO DE LOS TABÚES 275

ciones, el rey o el príncipe, preocupado por mantener la paz social, ce­


dió a las recriminaciones y expulsó a judíos o a lombardos. Con ello
obtenía un beneficio doble: para los pobres gracias a la moratoria y a la
satisfacción de ver a sus verdugos expulsados de la ciudad; y para la co­
rona por la confiscación de los bienes, por las grandes multas, y tam­
bién por el hecho de que una parte de los créditos de los prestamistas
era recuperada por los oficiales del Estado que exigían con firmeza, y
sin escapatoria esta vez, su pago. Esas persecuciones responden ante
todo a preocupaciones políticas y financieras: se apaciguaba a los deu­
dores arrastrados hacia el desastre, a la vez que sé enriquecían las arcas
reales, que a menudo también estaban con el agua al cuello.
Contra la opinión de los autores aficionados a los esquemas habi­
tuales, esas persecuciones, confiscaciones y expulsiones tienen poco
que ver con la lucha ciega contra los no cristianos: los lombardos su­
frieron con igual dureza, y quizá más a menudo que los judíos, tanto
por las convulsiones populares como por los edictos reales. Si sólo ve­
mos en ello un signo de intolerancia, una defensa de la religión y de sus
preceptos, nos privamos de importantes elementos de apreciación.
Las relaciones entre las autoridades civiles o eclesiásticas y los usu­
reros no han sido hasta ahora muy estudiabas. Sin embargo, algunas
indicaciones, específicas pero muy significativas, nos dan una idea pre­
cisa de lás complacencias y de los acuerdos a que llegaban. En 1302-
1305, los Gallerani, una sociedad de lombardos (de hecho, en este caso
eran de Siena) instalada en París, concedieron en pocos meses un nú­
mero considerable de préstamos a campesinos de Île-de-France, en una
zona bastante amplia que iba desde Tavemy y Montmorency hasta Ar-
pajon y Étampes. Esos préstamos, que oscilaban entre diez sueldos y
varias libras, tenían naturalmente como fianzas parcelas de tierra o vi­
ñedos. Pero esas garantías no se entregaban, como ocurría con los bie­
nes muebles, en el momento del contrato; los campos y los viñedos que­
daban en manos del deudor. ¿Cómo podía pensarse en confiscarlos en
caso de no pagar? ¿Acaso podía mandarse a un agente para que se en­
frentara a la comunidad campesina, a la fuerza solidaria? No, sin duda.
Valía más asegurarse garantías serias. Esos lombardos hacían registrar
cada uno de sus préstamos ya fuera por el preboste de París, ya fuera por
, el oficial (el juez) del obispo que les entregaban cartas denominadas
«de garantía» o «de obligación». Cuando se acumulaban los retrasos, y
cuando el rechazo o la imposibilidad de reembolsar los préstamos se ha­
cían patentes, los Gallerani requerían inmediatamente la intervención
276 LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS, .OTROS COMBATES

de las autoridades. El preboste real mandaba a un sargento del Chátelet


acompañado por una pequeña escolta de gente armada para que confis­
caran la tierra; el obispo utilizaba las armas espirituales, incluida la ex­
comunión.43 Lejos de condenar, la Iglesia acudía en ayuda del usurero.

U su r e r o s q u e e r a n b u e n o s c r is t ia n o s y b u e n o s b u r g u e s e s

Los judíos y los lombardos eran extranjeros en su medio de adop­


ción, por lo que, si las circunstancias apremiaban, se podían señalar fá­
cilmente como blanco de la venganza de las masas; de ese modo, el
préstamo con interés se habría mantenido como un fenómeno social
muy particular, limitado a algunos individuos señalados con el dedo,
cuyas fechorías no recaían sobre toda la comunidad. No nos imagi­
namos que los buenos cristianos, la gente de la ciudad y los fieles feli­
greses, fueran capaces de practicar de un modo tan amplio y con tanta
frecuencia una verdadera usura. La Iglesia, según nos han contado, lo
prohibía y reinaba entonces en exclusiva sobre masas sometidas a sus
exigencias, paralizadas por el temor a los tabúes y a las condenas.
Todo ello es inexacto y las investigaciones, por simples que sean,
que se llevan a cabo a partir de documentos privados muy explícitos
muestran todo lo contrario. Es cierto que las investigaciones que no se
contentan con recrear los esquemas tradicionales siguen siendo poco
numerosas: los textos privados han desaparecido en la mayor parte de
los casos o bien no son de fácil acceso; y sobre todo, las conclusiones
de esos estudios gozan de una difusión restringida. Pero, al final, se le­
vanta el velo que cubría las realidades de esos tráficos de dinero entre
cristianos, y podemos precisar y enriquecer, en el plano social, un cua­
dro que hasta ahora ha sido demasiado incompleto.
En el año 1400, el rey de Francia Carlos VI pidió que se emprendie­
ra una investigación sobre «todo tipo de lombardos y otras gentes que
prestan á usura y que concluyen falsos contratos ilusorios ...», con el fin
de examinar sus cuentas y de cargarlos de multas. Los comisarios reales
efectuaron entonces largos viajes, durante cuatro años seguidos, por

43. A. Grunzweig, «La garantie du crédit non commercial dans la région de París au
temps de Philippe le Bel», en Studi in onore di Amintore Fanfani, Milán, vol. n, 1962,
pp. 527-546; G. Bigwood y A. Grunzweig, Les Livres de comptes des Gallerani, Bruse­
las, 2 vols., 1969.
LA USURA Y EL TIEMPO DE LOS TABÚES

todo el norte de Francia: Picardía, Champagne, Île-de-France'y Turena


La investigación se saldó con 520 multas, impuestas sobre 491 «usure­
ros». Tres grandes familias lombardas de Asti, implantadas gracias a sus
numerosos parientes o agentes en varias ciudades, fueron catalogadas y
sofrieron duras sanciones; por su lado, los «lombardos de Ruán», inde­
pendientes de los primeros, pagaron efectivamente una de las multas
más elevadas; doscientas libras, una suma sin duda considerable. Esos
fueron los únicos extranjeros. Además, aparecen cuatro compañías, no
más. Todos los demás usureros, 487 en total, eran franceses de origen,
algunos (pocos) llegados de provincias alejadas (Languedoc en particu­
lar), pero casi todos ciudadanos precisamente de las ciudades en las que
ejercían sus negocios de usura. Y muchos de ellos no se contentaban con
conceder pequeños préstamos ocasionales: un tal Pierre du Chemin tuvo
que pagar una multa de cuatrocientas libras; un tal Pierre Belle seiscien­
tas... Todos ellos eran buenos cristianos y buenos burgueses.44
Esos prestamistas, hombres de su ciudad y perfectamente integra­
dos en la sociedad, ¿eran acaso mercaderes, dedicados a varios nego­
cios de dinero y bien enterados de las diversas fluctuaciones de las mo­
nedas? No solamente. Y también en este caso tenemos muchas pruebas
de la amplia difusión, en todos los niveles de la sociedad, de esos prés­
tamos a cambio de varios tipos de compensación. En Montbrison, por
ejemplo, y en otras ciudades de Forez, centros de ferias o de grandes
mercados, los testamentos de algunos burgueses nos muestran a hom­
bres preocupados por redactar, para sus herederos, la lista de los crédi­
tos que habían concedido; mencionan los nombres, precisan las sumas
empeñadas y las modalidades de los reembolsos. En ningún caso per­
donan deudas, y parecen estar perfectamente cómodos con esta situa­
ción. Hugues Maniglier, que fue mayordomo de la colegiata de Notre-
Dame de Montbrison e hizo fortuna en el comercio de la cera, de los
paños, de trigo, de centeno y de vino, dejó a su muerte un gran número
de reconocimientos de deudas debidamente registradas. El carnicero
más rico de la ciudad, Mathieu Chambón, prestaba corrientemente a un
interés del 7 por 100 y guardaba en su cofre ciento treinta y dos docu­
mentos de crédito, que ascendían a la gran suma de mil quinientas li­
bras tomes as; un tercio de esas deudas, contratadas por campesinos de
los alrededores o por pequeños artesanos, databa de hacía más de diez

44. C. Vomefeld, La Situation sociale et les origines des usuriers chrétiens au


temps de Charles VI, tesis mecanografiada, Université de Paris-Sorbonne, 1988.
278 L A IG LESIA : O T R A S L E Y E N D A S , O TRO S C O M B A T E S
9

años; algunas iban acompañadas de prendas heteróclitas; otras preveían


la confiscación de las tierras y, efectivamente, ese carnicero logró de
ese modo reunir una considerable fortuna territorial: campos, prados,
viñas y rentas.45
También observamos cómo, en los tiempos difíciles de la guerra de
los Cien Años, algunos burgueses de Angers y de Le Mans prestaron
dinero a nobles prisioneros de los ingleses, con el fin de que pudieran
pagar su rescate; como prenda aceptaban joyas.46 En una fecha mucho
más temprana, en 1294, en Lille, seis burgueses obtuvieron del conde
el monopolio de las operaciones de banca y de cambio; prestaban regu­
larmente con interés, a todo tipo de personas, sin pedir fianzas puesto
que tenían la garantía del príncipe; esos hombres procedían de familias
honorables de la ciudad, escabinos en algunos casos, comerciantes de
lana o mercaderes de paños.47
Los nobles prestaban también a menudo dinero con interés, ya fue­
ra directamente dentro de su feudo a sus campesinos, ya fuera en las
ciudades, sobre todo en París, mediante un intermediario que les rendía
cuentas.48 Y otro tanto ocurría con la gente de Iglesia: en Inglaterra, el
obispo de Coventry, el arzobispo de York y tres clérigos de la cancille­
ría real hicieron registrar, entre 1335 y 1385, más de doscientos veinte
reconocimientos de deudas firmados por caballeros u otros miembros
del clero, todas ellas de pequeñas cantidades y a corto plazo, visible­
mente para hacer frente a situaciones de urgencia.49
En Italia, todos los registros privados, de una autenticidad indiscu- .
tibie, dan testimonio de la constante práctica de los préstamos entre
ciudadanos, entre vecinos, de los ciudadanos a los campesinos, y a me­
nudo entre gentes de condición humilde. En esos casos el cabeza de fa­
milia empeñaba una pieza de vajilla, un mantel o vestidos. Es cierto
que un gran número de esos servicios era por pura amistad y gratuito;
pero no todos, y es fácil apreciar cuáles eran los beneficios. Esas gen­
tes humildes vivían sin duda holgadamente pero siempre parecía que

45. E. Foumial, Les villes et Véconomie d ’échange en Forez aux xin* et xrve siècles,
París, 1967, pp. 209 y ss.
46. A. Bouton, Le Maine. Histoire économique et sociale, vol. II, Le Mans, 1972,
pp. 102-103.
47. G. Sîvéry, Histoire de Lille, vol. I, Lille, 1970, pp. 192 y ss.
48. M.-T. Caron, «Vie et Mort d’une grande dame: Jeanne de Chalón, comtesse de
Tonnerre (vers 1388-vers 1450)», Francia (1981).
49. R. B. Pugh, «Some Medieval Moneylenders», Spéculum (1968), pp. 274-289.
LA USURA Y EL TIEMPO DE LOS TABÚES
* 279

tuvieran apuros; los hombres y mujeres .pedían constantemente dinero


prestado, reembolsaban los préstamos en el momento establecido, y
prestaban a su vez a otros. No escondían en absoluto esas actividades,
y no intentaban silenciar sus beneñcios. Has prácticas del préstamo,
muy corrientes, tejían el fondo de las relaciones sociales.

¿Y los campesinos? ¿Acaso debemos creer que estaban al abrigo de


las costumbres perniciosas de la ciudad, y que eran respetuosos don las
prohibiciones? Según una literatura que, por otro lado, no se refiere
sólo a esa época, el hombre del campo estaba limpio de toda especula­
ción y sólo amasaba pequeños beneficios a costa de duros trabajos.
Sin embargo, los préstamos que ponían las tierras como fianza eran
conocidos desde hacía mucho tiempo. Todas las obras que describen la
vida rural y la condición de los hombres han hablado de ello, pero a me­
nudo sin insistir mucho ni destacar el significado de esas prácticas.
En el transcurso del tiempo y según las regiones, esos acuerdos tu­
vieron varios nombres, pero el principio y el resultado fueron siempre
los mismos. Es cierto que en la práctica se intentaba esconder la usura;
pero su existencia se descubre sin problemas tras esos distintos tipos de
contrato. El campesino que buscaba un préstamo vendía una parcela de
tierra y recibía inmediatamente, en dinero contante, el precio fijado; el
contrato precisaba que la venta era revocable según su conveniencia en
el momento que reembolsara su deuda. Entre tanto, recuperaba del
comprador el usufructo de esa misma parcela, y la cultivaba a cambio
de un arriendo anual que representaba el interés sobre el dinero presta­
do. Esos préstamos, denominados por lo general «arriendos-ventas», se
practicaron ampliamente desde una fecha muy temprana, sin duda des­
de el siglo xi, en todas las regiones de Occidente; hallamos centenares de
muestras de ello y, dado que el bien empeñado parecía más sólido que
otros tipos de prenda, la tasa de interés se mantuvo, en contra de la idea
que tenemos de la usura medieval, sorprendentemente baja: en general
entre el 10 y el 12 por 100. Los compradores-prestamistas no eran ni
judíos ni lombardos, ni siempre grandes burgueses, cambistas o merca­
deres a gran escala; lo más corriente es que pertenecieran a la misma
comunidad rural, que fueran vecinos más favorecidos en definitiva.
Esas prácticas tan corrientes, perfectamente desarrolladas y relativa­
mente baratas, interesaban a estratos muy amplios de la sociedad rural
y, dentro del mundo campesino, no generaban ningún tipo de reproba­
ción. Los censores de la Iglesia nunca se refirieron a ellas.
CONCLUSIÓN
t

Los hechos hablan por sí mismos: durante muchos siglos de la


Edad Media, de hecho desde que disponemos de documentación, los
préstamos a interés se practicaron ampliamente en todo tipo de ocasión;
tanto en la ciudad como en el campo; por parte de hombres de todo tipo
de profesiones que se situaban en distintos niveles de fortuna y de re­
nombre. Los judíos y los lombardos tenían sin duda sus oficinas más
abiertas que los demás, que actuaban de forma más discreta, .pero no
concluían, al fin y al cabo, más que un número limitado de operaciones;
a menud© no eran más que intermediarios dedicados a hacer fructificar
el dinero de los buenos burgueses cristianos.
Cada uno era de un modo u otro acreedor de su vecino y esperaba
de él servicios o, más a menudo, un beneficio monetario cuidadosa­
mente fijado de antemano; si no se cumplía lo pactado, existían distin­
tas sanciones igualmente codificadas y apremiantes que penalizaban al
deudor insolvente o recalcitrante. Fuera de los momentos difíciles y de
amenaza de convulsiones populares, los poderes administrativos y la
Iglesia no mostraron reparos a esas actividades y utilizaron sus armas
para exigir el reembolso de las deudas, recargadas con intereses o con
las penalidades previstas.
Todo ello es cierto. Sin embargo, tacha de completamente falso lo
que se ha escrito y enseñado desde hace generaciones, y reduce a la
nada numerosas tesis brillantes fundadas sobre postulados demasiado
frágiles; tesis que no se fundamentaban en ninguna investigación, por
superficial que fuese. No hay nada excepcional ni sorprendente en
ello... Un gran número de'ideas, igualmente aceptadas e igualmente di­
fundidas corrientemente en nuestros libros, también merecen, si no una
total revisión, por lo menos una desempolvadura seria.
CONCLUSIÓN
281

¿Por qué tales errores?


Hay que reconocer y aceptar que la «creación» histórica surge de
un proceso complejo, sometido a un gran número de azares y de in­
fluencias. En pocas ocasiones es libre; al contrario, generalmente está
marcada por el «clima» político y social, por Jas curiosidades y las
preocupaciones de cada época, o, a veces, se manifiesta exagerada­
mente voluntarista al servicio de una ideología, de una causa apoyada
con el entusiasmo de los neófitos, o incluso, de la «picardía» de los se­
ductores profesionales del pensamiento.
Sin embargo, no insistamos de nuevo demasiado en las malas in­
tenciones de los escritores, «historiadores», panfletistas inagotables o
novelistas, comprometidos desde hace mucho tiempo en la lucha por
desacreditar todo lo que, en el pasado, no cuadraba con su ideal de Es­
tado centralizador; todo lo que les parecía ajeno al «progreso» indus­
trial, mercantil y burgués. Esos autores han hecho nuestra historia ofi­
cial con una absoluta impunidad. A ellos íes debemos esa imagen de la
Edad Media que todavía se impone, apenas matizada, en nuestro fol­
klore político y en nuestro bagaje cultural; esa imagen siniestra, falsea­
da hasta el punto de que parece el reverso de las realidades.
Pensemos más bien en la gente honesta, en los historiadores que no
están comprometidos a priori con ninguna idea preconcebida, ni con
ninguna intención de demostrar o de moralizar. La tarea no es fácil, y
el camino está constantemente sembrado de emboscadas.
De entrada, puede parecer natural abordar la investigación con, por
lo menos, una primera idea en la cabeza; buscar su ilustración y confir­
mación, aunque sólo sea para guiar nuestros pasos o para clasificar los
documentos e informaciones; parece natural favorecer esa «hipótesis de
trabajo» e ignorar los hechos, aunque a veces sean indiscutibles, que po­
drían ir en contra de tal hipótesis. En tal caso, utilizamos pretextos pueri­
les, incluso tan grotescos como la demasiado célebre fórmula de que «la
excepción confirma la regla». En ese proceso, los descubrimientos sólo
se interpretan a la luz de la hipótesis inicial. Uno de los maestros france­
ses, fundador de la escuela llamada «de los Armales», a quien admiramos
todavía y con razón por sus sólidos trabajos, se atrevió a escribir en una
obra consagrada al oficio de historiador que «si no sabemos lo que' bus­
camos, no sabemos lo que encontramos». Pero ¿quién determina la hi­
pótesis: la moda, el conformismo, el deseo de agradar y de no separarse
de lo que se admite por regla general o de lo que afirma un polígrafo bri­
llante? Demasiados estudiantes, jóvenes investigadores de buena volun-
282 LA INVENCIÓN DE LA EDAD MEDIA

tad y perfectamente armados para llevar a cabo investigaciones serias, así


como capaces de extraer conclusiones por sí mismos, se creen obligados
a consagrar sus esfuerzos a la confirmación, en su propio campo de estu- *
dio, de lo que han recogido en un manual escrito por un «gran medie-
valista». La Historia no es una ilustración de los pensamientos dominantes.
Tampoco es una simple aplicación de las reglas generales, y consti­
tuye una equivocación trabajar sólo para aportar una piedra mayor y muy
brillante... a un edificio ya casi terminado. Evidentemente, la formulación
de conclusiones con valor de demostración se revela satisfactoria para el
espíritu. Pero, además de que se trata de sostener a la fuerza una hipóte­
sis de partida, supone imponerse a sí mismo e imponer a los lectores una
visión muy particular de las estructuras sociales y de su evolución. Algu­
nos queman hacemos creer en un destino ineluctable, en una marcha de
la humanidad, regular y uniforme, a través de diversos estadios más o
menos bien definidos; en una palabra, en el «sentido de la Historia»,
Otros, lejos dé adherirse a esos esquemas, piensan que, en circunstancias
más o menos similares, la Historia se repite, o afirman, por lo menos, que
un análisis realizado para un lugar vale para otro. La investigación histó­
rica se limitaría, en tal caso, una vez establecida la regla, a exhumar deta­
lles ep el simple nivel de la anécdota. Para ese largo período denominado
Edad Media, hay que renunciar a tales métodos. Por mucho que les pese
a quienes nos reprocharían que plantemos «demasiados árboles que es­
conden el bosque», todo en la Edad Media es diversidad: nos hallamos
ante imágenes de.un mundo compartimentado en el que las relaciones en­
tre los países, relaciones sin duda desahogadas, no implicaban servidum­
bres culturales; de un mundo que todavía no estaba aplastado en un mis­
mo molde por parte de los procedimientos administrativos. Por ello, las
lecciones generales y las fórmulas ingeniosas, que constituyen la felici­
dad de los pedagogos, nos inducen al error y, además, estancan las inves­
tigaciones. ¿Por qué dedicarse a descubrir lo que ya creemos conocer?
Tenemos al fin y al cabo, y sobre todo, el «documento»: esa pala­
bra tan trillada, empleada a diestro y siniestro para designar cualquier
cosa. Es cierto que cada período, cada «edad» incluso, nos ofrece una
documentación propia, diferente a menudo de las demás, y más o me­
nos accesible o fácil de interpretar. Las dificultades, y eso es algo que
olvidamos con demasiada facilidad, se sitúan en distintos niveles y a
veces no tienen nada que ver entre un texto y otro. Enfrentarse a los do­
cumentos más arduos, a los más ricos en informaciones precisas, a los
más «auténticos» también, exige una gran capacidad y esfuerzo.
CONCLUSIÓN
283

Es comprensible que los primeros autores que se lanzaron a la


aventura histórica, privados de puntos’de referencia y de jalones, de tra­
mas cronológicas e institucionales apropiadas, se limitaran de entrada a
lo esencial, es decir, a la historia de los acontecimientos y a la historia
política, y que, en los demás aspectos, se limitaran a los documentos
más fáciles, piadosamente conservados en buen estado y con una bella
escritura; a los textos «oficiales», reglamentarios o administrativos que,
en pocas líneas, enseñan (o aportan...) mucho. También es comprensi­
ble (pero, por mi parte, con infinitamente menos simpatía) que algunos
autores de hoy en día con prisa por escribir, a menudo confusos e in­
cluso incapaces de descifrar una fuente auténtica, se limiten a tales lec­
turas. Demasiados historiadores, algunos de gran renombre, disertan de
forma erudita sobre el pasado sin referirse suficientemente a los docu­
mentos de los archivos... y muchos otros que, en la época de sus verda­
deras investigaciones, han ofrecido pruebas indiscutibles de su capaci­
dad, la olvidan para encastillarse en el campo de las reflexiones o de las
evocaciones rápidas.
Dejando a un lado las malas intenciones, la imagen que tenemos de
la Edad Media y la sarta de errores que lleva consigo surgen, en gran
parte, de esas elecciones documentales. Quien ha querido describir las
sociedades, las relaciones humanas, la vida cotidiana y las formas de
civilización, se ha dirigido a los textos literarios ampliamente utiliza­
dos. Las canciones de gesta, los ciclos poéticos, las farsas y sátiras, los
sermones de los predicadores, las crónicas o los tratados morales, ofre­
cen una gran cantidad de informaciones inmediatamente explotables;
constituyen minas inagotables. Y, además, son de un acceso maravillo­
samente fácil: bellos manuscritos, caligrafiados, iluminados a veces; los
más importantes están editados y se acompañan con notas preciosas y
glosarios de gran calidad. No ofrecen ninguna dificultad de lectura...
Pero no hay que olvidar que esos «documentos» sólo ofrecen eviden­
temente un determinado reflejo de la realidad. Tampoco hay que olvidar
que entre la realidad y el cuadro que esos textos describen se interponen
las intenciones y el arte del autor dotado de una personalidad propia, mar­
cado por sus preocupaciones y por sus compromisos, sometido a un en­
cargo de su señor o al gusto del público al que pretende llegar, iEl arte li­
terario también existe...! Esos textos, testimonios indispensables para
quien quiera estudiar las comentes de opinión, las modas, los caminos se­
guidos por la creación literaria y los estereotipos, sólo deben ser conside­
rados en segunda instancia por el historiador de las sociedades que quie-
284 f LA INVENCIÓN DE LA EDAD MEDIA

ra limitarse a lo concreto. El escritor crea, adorna o caricaturiza tanto


como el pintor. Y, en cambio, hemos renunciado a considerar'las escenas^
de género de las pinturas de los manuscritos o de las esculturas de los pór­
ticos y de los capiteles de nuestras iglesias como fuentes iconográficas
perfectas para el conocimiento de la arquitectura, las costumbres, la§ he­
rramientas agrícolas y los usos y costumbres de la Edad Media.
Ese divorcio o esos.matices entre la realidad y la representación ar­
tística o literaria han existido en todas las épocas. ¿Quién podría creer
que el teatro de Boulevard de hace un tiempo era el reflejo exacto de la
sociedad burguesa de aquella época? ¿Y quién cree que la£ series nor­
teamericanas que nos ofrecen tan generosamente nuestras cadenas de
televisión son la imagen de las ciudades de hoy, ni que sean las de aquel
continente? Sin hablar de las justificaciones y de los malos alegatos,..
¿Quién podría escribir seriamente nuestra historia, dentro de medio si­
glo, plagiando las maravillosas memorias de uno de nuestros políticos?
Y sin embargo, numerosos autores, no de novelas sino de verdaderos li­
bros de historia, han utilizado y utilizan todavía esos procedimientos:
describen las costumbres de los religiosos basándose en el Decamerón
y en otros cuentos o farsas; hablan de las prácticas de los mercaderes
refiriéndose a los anatemas de los predicadores; evocan la vida dé Luis
IX citando largos pasajes de la hagiografía de Joinville; y otros descri­
ben la vida cotidiana de los señores sin utilizar como fuentes más que
las canciones de gesta. De ese modo, algunos autores, que caminan se­
gún sople el viento, han afirmado que la mujer en la Edad Media se
consideraba de condición inferior y que sufría un verdadero y duro des­
precio, arguyendo simplemente que no aparecía a menudo o en absolu­
to en las novelas .de caballerías (Guillermo el M ariscal y otras): éstas
describen sociedades de combatientes, decían, en las que la mujer sólo
era un-objeto destinado al reposo del guerrero, a los placeres pasajeros
y a la procreación del heredero varón. ¿Acaso, desde entonces, halla­
mos a las mujeres en una posición mejor en los relatos de la era «mo­
derna», desde Marignan a Verdún y al Pacífico? ¿O bien en los resú­
menes de determinadas competiciones deportivas?
También utilizamos, para describir la vida cotidiana en las ciudades
y las costumbres burguesas, numerosas citas de obras S3Xxácas,fabliaux y
farsas, (o, en un registro distinto, algunos tratados de economía domésti­
ca que hablaban de la forma de comportarse y de educar a los hijos o lle­
var a los servidores. ¿Quién se privaría de citar, en ese contexto, el tan
célebre M énagier de Paris , escrito hacia 1390 por un autor desconocido
CONCLUSIÓN
285

de quien se dice que era «burgués y desahogado»? De tales lecturas pro­


cede un gran número de afirmaciones perentorias sobre la condición de
la mujer, en general, a lo largo cíe toda la Edad Media. Pero ¿es eso aca­
so serio? Lo que es cierto —suposición ya muy arriesgada— para París,
¿es acaso cierto para otros lugares; para Toulouse o para Marsella, por
ejemplo? Los florentinos se alarmaban y se indignaban ante la libertad
de costumbres que exhibían las mujeres de Génova, por poner un caso.
Y a esos autores, el del Ménagier entre otros, ’¿los conocemos por algo
más que por sus escritos? ¿Era ese burgués un hombre sensato o un cas­
carrabias avaro y desabrido, que hallaba en la redacción de esa obra una
forma de desfogar su bilis? De ese modo se escribe, demasiado a menu­
do, la historia social... Habría que hacer algo muy distinto.
Evidentemente, el verdadero documento aporta más. Pero aun así...
Es inútil recordar de nuevo que una disposición real o municipal, que
una bula pontifical, o que un decreto de un sínodo, son solamente testi­
monio de una intención y no del respeto de las órdenes o prohibiciones;
que un registro fiscal, que un censal o un libro de la talla que ofrecen la
lista de los sujetos no permiten de ningún modo determinar quién había
pagado efectivamente y cuánto. Un exceso de ingenuidad en ese senti­
do ha llevado a menudo a graves errores. El manejo de los textos no es
una tarea para aficionados con prisas.
En resumidas cuentas, nos damos cuenta de que, cuanto más quie­
ra el historiador captar la realidad cotidiana, más debe liberarse de las
grandes series de documentación oficial de tan fácil acceso —tan bien
clasificada y utilizada ya en numerosísimas ocasiones—, para aden­
trarse en la búsqueda azarosa de textos mal conocidos, mucho menos
«nobles», dispersos e incompletos en la mayor parte de los casos, ge­
neralmente mal escritos y con un lenguaje incierto, sobre malos pape­
les, y que se entregan al investigador en un estado lastimoso. No cabe
duda de que esas lecturas tan difíciles, que nos ofrecen resultados a me­
nudo específicos, pueden parecer ingratas. Un gran número de autores
sigue renunciando a ellas, y prefiere enunciar grandes postulados o
adornar los antiguos enunciados. Pero sólo gracias a esas lecturas podrá
la Historia abordar otros campos de investigación, o bien, mediante el
análisis de los hechos reales, matizar o incluso desmentir las reglas ge­
nerales, esas construcciones intelectuales que tanto debían a aprioris-
mos o a compromisos. Debemos emprender una revisión que no sea
una llamada a foijar otras teorías, a la fuerza igualmente ficticias, sino una
llamada a oponer lo concreto a las abstracciones.
ÌNDICE ALFABÉTICO

Accord, Renier, 170 Autun, catedral de, 91


aduanas, 192 Aviñón, cruzada contra, 255
Albéric de Pisangon: Alexandréide , 84 Aviñón, papado de, 48-49,52,61,99,248,268
Alberti, León Battista, 54, 55, 107; D e lia
pittura , 58
albigenses, cruzada contra los, 252, 253, Balzac, Honoré de, 233; Le Bal de Sceaux,
254,255,257,261 . 72; La confidencia de los Ruggieri, 77;
Alejandro m , papa, véase Bandinello, Ro­ Fació Cane , 77
lando ban, derecho de, 202,204-205
Alejandro VI, papa, 78 Bandinello, Rolando, 89
Alejandro Magno, 84-85 Baquet: D es droits de justice , 116
Alemania, 36; enseñanza universitaria, 31 barbarie, tiempos de, 134-138
Alexandre de Bemay, 84 Barcelona, 220
Alfonso de Poitiers, 253 Bardi, compañía florentina de los, 53, 268
Alsacia, 202 Barlaam, legado de Bizancio, 48
Amiens, 44 Becket, Thomas, 240
anarquía feudal, 118-121,218 Benevento, 253
Angers, Denise, 181 Benoît de Sainte-Maure; Roman de Troie,
Annibaldeschi, señores guerreros, 97 86
antropología, 24-25 Bessarion, arzobispo de Niza, 63
Aquila, 224 Béziers, saqueo de, 256
Aquisgrán, basílica de, 90 Biondo, Ha vio, 95-96, 98-99; Italia illus­
Aquitania, 180 trata , 98; Roma instaurata, 98,106
Aracoeli, iglesia dé, 103,105 Bizancio, 32
archivos, 171-173 Boccaccio, Giovanni, 34, 53-54, 57, 59,
Argenson, d’: Considérations sur le gou- 65, 68, 76, 107, 249; Decameron , 53,
vernement an den et présent de la Frun­ . 284; Filostrato , 86
ce, 114 Bolonia, 93, 99,219
aristocracia, 212,216,225,226 Borgia, César, 78,141
Aristóteles, 51 Borgoña, 64,202
Arles, 91 bosques, explotación de los, 167-168
Amaud de Citeaux, legado, 256 Boutruche, Robert, 162,177,188
arquitectura, 62, 90-91 Bouvines, batalla de, 209-210
Artois, 220 braccianti, 184
ÍNDICE ALFABÉTICO 287

Brie, Jean de: Art de la Bergerie, 166 ciudades: conexiones con el medio rural,
Brizard, G., 116 197-222, 223-224; guerras entre, 217-
Brunelleschi, Filippo, 55, 59 219; paz en las' 219-220; poder de los
Bruni, Leonardo: Historia del pueblo flo ­ ricos en las, 212-216
rentino , 98 clero, véase Iglesia medieval
Burckhardt, Jacob, 72, 78, 107 Cliquot de Blerwache, S., 116
Burdeos, 220 Cocci, Marcantonio, véase Sabélico, Mar­
burgueses, 207, 210, 212-214, 216, 227, co Antonio
228; colaboración con los judíos, 271 cofradías religiosas, 203-204,214,220,221
Burgundio, 88, 89 Colón, Cristóbal, 34,228, 236-237
Byron, George Gordon, lord: Dos Foscari, Colonna, familia, 49
77; Marino Faliero, 77 comunidades rurales, 202-204; contabili­
dad de las, 204-205
Constantinopla, 31, 32, 63-64, 86
campesinos, 155-158; alodios, 176-178, Cosme el Viejo, 57
182; derecho de ban, 202; niveles de ri­ cottagers, 184
queza, 181-184; préstamos a los, 279; Crescenzi, Pietro de’: Ruralium Commo-
propietarios, 176-178; vinculados a la dorum Libri duodecim , 166
gleba, 180-181 Crisolora, 63
campo: conquista de las libertades en el, cristianismo, 233-234, 237; advenimiento
200-201; contra las ciudades, 197-222 del, 48-49
capitalismo, advenimiento del, 36-37 cruzadas, véase albigenses; Aviñón; Ná­
Capitolio romano, 100-102; leyenda del, 104 poles; Toulouse
Carlomagno, 46, 61-62, 90
Carlos de Anjou, 33,51-52,253, 254
Carlos II de Nápoles, 253, 254 Dante Alighieri, 34, 50
Carlos IV de Luxemburgo, 50 De Rossi, Giovanni-Batista, 105
Carlos VI, rey de Francia; 276 Delavigne, Casimir, 125
Carlos VII, rey de Francia, 39 Della Francesca, Piero: Retrato de Segis­
Casa di San Giorgio, banco de la, 192 mundo Malatesta, 139
Casio Baso: Geopónicas , 89 Della Rovere, cardenal, 102
Castiglione, Baltasar, 62 derechos feudales, 113-114, 116, 118,119,
Castiglione, Rafael, 62 142-151,160, 187; de la primera noche,
Catalina de Siena, 249 146-147; de manos muertas, 148; de
cátaros, 258,261 prélassement, 148-149; de ravage, 148
Cellarius, véase Keller, Christophe Desmoulins, Camille, 117
Cellini, Benvenuto, 77-78, 101; Vida, 77, Desnos, Olodant: Mémoires historiques sur
107 la ville d’Alengon et sur ses seigneurs,
Cennini, Cennino: II libro dell’arte , 58 116
Ceres, templo de, 96 Dictionaire de laféodalité, 128-129
Chamoux, François: Grèce, 198 Diderot, Denis, 115
Champagne, 64,180, 277; ferias de, 39 Diocleciano, termas de, 96
Chaunu, Pierre, 198 Donatello, Donato de Betto Bardi, 60,71
Cien Años, guerra de los, 41, 136-137,- Duby, Georges, 178,202, 209
180,186, 220, 261,278 Dulaure, J. A., 126-127, 130
Cimabue, 68 Dumas, Alexandre, 123
Ciriaco de Ancona, 63 Durero, Alberto, 58, 68
288 LA INVENCIÓN DE LA EDAD MEDIA

Edad Media, denominación de, 27-29,38 gartner, 184


E$3ad Moderna, periodo de la, 28 y n., 54, Gaudy: Histoire des serfs , 119
80,111 Gautier, Théophile, 75
enseñanza, 32-35 Gautier de Brienne, 60-61
epidemias, 42, 157-158 Genaro, san, 253
epigrafía, 26 Génova, 167,192,208, 215
Escipión el Africano, 104 Ghibertí, Lorenzo, 54; I commentari,
Escocia, 167 58
España, 31, 75, 91 gibelinos, 254
especias, 226 Giotto, 34, 50, 51, 52, 53, 54, 55, 57-58,
Essars, Pierre des, 214 59-61,64,65,68,71
* Estados Unidos, 80 Glaber, Raúl, 243-244
Estrasburgo, región de, 202-203 Gobineau, Joseph Arthur, conde de: El Re­
Eugenio IV, papa, 95, 99,106 nacimiento, 79
Goethe, Johann Wolfgang, 70
gótico: clásico, 43-44, 69-70, 90-92; tar­
Fazio, Bartolonieo: D e viris illustribus, dío, véase flamígero
58; Vidas, 71 Gozzoli, Benozzo, 57
Febvre, Lucien: Problème de l’incroyance Graciano: Decreto, 89
au XVI siècle , 108 Grecia, 63-64
Federico H, emperador, 253, 255 Grimal, Pierre: Roma, 198
Felipe VI, rey de Francia, 137, 167 Guarino, 54
Felipe Augusto, rey de Francia, 255 güelfa, liga, 51
Felipe el Atrevido, 167 Guicciardini, Francesco, 142
Fellens, Charles: Les Droits du seigneur Gui de Cambrai: Vengeance d'Alexandre,
sous la féodalité, 122-130 85
Ferrara, 99, 219 Guido delle Colonne, 86
Ferry, Jules, 129, 134-135,235, 258 Guillermo de Malmésbury, 106
feudalismo: como origen de la anarquía, Guillermo de Orange, 254
112, 118-121; concepto del, 111-112; Guillermo de Vézelay, 253
contra capitalismo, 179; y señorío, 159- Guizot, François, 209
170
Filarete, Antonio Avelino, 57, 59
flamígero, estilo, 43-45 Hainaut, conde de, 168
Flandes, 64, 177, 205, 208 hambrunas, 157
Florencia, 52, 93, 98, 99, 167, 208, 217, hanseáticos, puertos, 226
219,271 Heimpel, Hermann, 54
Focio, patriarca de Coñstantinopla, 250 Heinrich von Veldeke, 86
Focillon, Henri, 247 Henry de Montfort, 240
Francia, 33; enseñanza en, 23-24, 31, 112 Henry de Wylynton, 240
Frémainville: D es banalités, 116 Hermingson, Gustav, 260
Hipócrates, 89
hombre medieval, como utopía, 37-38
Galeno, 89 Hugo, A.: France historique èt monumen­
Gallerani, sociedad de lombardos, 275 tale, 119
Gandilhon, R.: La Politique économique Hugo, Victor, 233; Angelo , tirano de Pa-
de Louis XI, 39 n. 4 dua, 77; Lucrecia Borgia , 77
ÍNDICE ALFABÉTICO- 289

Huizinga, Johan, 72; El otoño de la Edad Keller, Christophe, 27


Media, AS Kessel, P., 151 a.
humanistas, 57-60, 63

La Bruyère, Jean de, 71


Iglesia medieval: ayudas a los usureros, Labrousse, Ernest, 43 n. 6
275-276; como culpable de todos los Lambert de Tors, 84
males, 233-234; como impulsora de la Lamprecht, 84
incultura del pueblo, 235-237; cruzadas Landino, Cristoforo, 60
de la, 252-257; y el clero libertino y de­ landlords , 165
pravado, 248-251; y las devociones Langley, Batty: Ancien Architecture Res-
«primarias», 238-239; véasettambién In­ taured , 73; Gothic Architecturalîm pro-
quisición ved by Rules and Properties, 12-14-
íle-de-France, 115, 169, 174, 177, 211, Langres, catedral de, 91
220,255, 277 Languedoc, 177,220; cruzada del, 253,256
impuestos, 186-196; banvin , 189-190; Lanzi, Luigi: Storia pittorica dell'Italia ,
censo, 187,195; derechos de paso, 190- 76
191; diezmo, 187-188, 195; real, 188; Latimer, Hugh, 183
retrasos en el pago de, 194-195 Latrie, Mas, 119
Inglaterra, 41-42 Le Goff, Jacques: Civilisation de VO cci­
Inocencio IV, papa, 255 dent médiéval, 198
Inquisición, 257-261 Leclercq, Henri: Dictionnaire d'archéolo­
Isemburg de Dinamarca, 255 gie chrétienne et de liturgie , 105
Italia, 31-32, 34, 36, 91 Leicester, condado de, 182
León IV, papa, 249
León X, papa, 62,96, 104
Jean de la Mote: Parfait du paon , 85 ' León el Diácono: Vita Alexandri, 84
Jena de Nevilos: Vengeance d’Alexandre, Leonardo da Vinci, 71, 76
85 Leonor de Aquitania, 86
Joinville, Jean, 127,284 libros de historia, 24, 120-121, 122-123,
Jorge de Trebisonda, 63 131-132,135-136,235
Juan VIH, papa, véase Juana, papisa Lombardia, 176
Juan XXII, papa, 253 lombardos, 272-273, 276; persecución de
Juan Crisóstomo, 89 los, 274-275, 277
Juan Damasceno, 89 Londres, 36, 168
Juana, papisa, 249-250 Lorenzetti, Ambrogio: Buen y M al Go­
Juana de Arco, 37 bierno, 60
judíos, 262-263, 267, 280; colaboración Lot, Ferdinand, 247
con los cristianos, 270-272; expulsión Luca, 217, 219
de los, 274-275' «Luces», reformadores de las, 114-116,
Julio II, papa, 78, 103 176
Julio César, 104 Luis II, 250
Julio Valerio, 84 Luis VII, rey de Francia, 200
juristas, 168-170 Luis V m , rey de Francia, 255
Justiniano, 32, 89 Luis XI, rey de Francia, 33, 39,212
Luis XII, rey de Francia, 141
Luis XIV, rey de Francia, 112, 116
290 LA INVENCIÓN DE LA EDAD MEDIA

Luis XVÏ, rey de Francia, 75 neogótico, 73


Lutero, Martin, 260 Nerva, farom de, 96.
L yon,169 Nicolás I, papa, 250,
Nicolás V, papa, 94
Nicolás de Oresme, obispo de Lisieux, 87-
88; Libro del cielo y del mundo, 88; So­
Maguelonne, talleres de, 91
bre el espacio, 88
Manetti, Gianozzo, 62
Nicolás de Verdún, 91
Maniglier, Hugues, 277
novela histórica, 123-127
manors ingleses, 182-183, 194-195
«Nueva Historia», 24
Mantegna, Andrea, 57, 104
Mantua, 55, 57, 219
manuelino, estilo, 43
Octavio Augusto, 104
Maquiavelo, Nicolas, 228; Historias flo ­
Orsini, clan, 49
rentinas., 98
oscurantismo, 237-238; las devociones en
Marcel, Étienne, 213-214, 221
el, 238-241; los milagros y los signos
Marchi, padre, 105
del cielo como formas de, 241-247
Martin, Henri: Histoire de France, 119
Ovidio, 86
Martini, Simone, 51,52; Vida de San Luis
de Tolosa , 50
Médicis, 78, 79,100
Pablo n, papa, 94,100,105
Melis, Federigo, 42
paganismo, 104-106
Ménagier de Paris, 284-285
paleografía, 26
Michelet, Jules, 119, 134, 209, 233, 246;
París, 39,193,278; revueltas en, 220-221
Histoire de France, 119, 235; Histoire
Pegolotti, Francesco: Pratica della merca­
de la Révolution française, 119; La Re­
tura, 191,268
naissance, 72; Origines du droit fran­
Pericles, 64
çais, 119
períodos: elección de los, 27-29, 35; tran­
Miguel Ángel, 71, 103
sición entre, 39-40,41
Milán, 57, 206, 219
Perroy, Édouard, 202
Miller, Sanderson, 74
Perugia, 60
monopolios de las ciudades, 189-190
Petrarca, Francesco, 34,48-53,54,57, 60,
Montaigne, Michel Eyquem de, 239
61,68, 76, 95,97,107,249
Montbrison, 277
Picardía, 220, 277
Montesquieu, Charles de Secondât, barón
Pietro di Verona, 254
de, 70,187; Espíritu de las leyes, 115
Pío n , papa, 95
Momet, Daniel, 115
Pirenne, Henri, 202, 221-222
movimiento municipal, 206-212
Pisa, 34-35,214,219
municipio, poder económico en el,. 212-
Pisanello, Antonio Pisano, 54,56
216
Pisani, Niccolo, 34
Murillo, Bartolomé Esteban: Joven men­
plateresco, estilo, 43
digo, 75
Platón, 63
Plinio, 103
Plutarco: Vidas ilustres’, 58
Nápoles, reino de, 51-52; cruzada contra, Pognon, Émile, 247
253-255 Polo, Marco, 192
Nemesio de Emesa: D e Natura hominis, 89 Pomerand, hijo de la papisa Juana, 250-251
ÍNDICE ALFABÉTICO 291

popolo, poder del, 214-215 Sangallo, 103


Poulain, Germain-François: Essais histo­ Sapori, Armando, 42
riques sur Paris, 115 señores feudales, 134-139, 140-147
préstamos con interés, 265-268, 270, 273, señorío y feudalismo, 159-170
275, 276-279 servidumbre, 139-142; el feudalismo como
Provenza, 177,270 > el origen de la, 159
Pseudo-Callistenes, 84 Sforza, Francesco, 57, 78, 271
Ptolomeo, 87 Shenstone, William, 74
Siena, 52, 99, 217, 227, 271
Sigeros, Nicolás, 48
Quillet: Dictionnaire des peintres es­ Sivery, Gérard, 164, 200
pagnols, 75 , Sixto IV, papa, 95, 100
Soboul, Albert, 161
Sombart, Wemer, 263, 269
Rafael, 96,104 Stendhal: Crónicas italianas, 77, 107;
Raison, Horace, 119 Historia de la pintura en Italia, 76,77
Rambaldi, Benvenuto, 58 Stukeley, William, 74
Ravena, 106 Sue, Eugène, 246
Reforma, 263, 269
Reims, 44,92
religión y supersticiones, 237-241 Tagliacozzo, batalla de, 254
Renacimiento: concepto de, 41,46-47,59, Taine, Hippolyte: Filosofía del arte en Ita­
60, 68-69,79-80; el hombre del, 76-79; lia, 78
y antigüedad, 92-108 Taylor, barón, 75
Renán, Emest, 233-234 Temores del año mil, leyenda de, 242-244,
Renouard, Yves, 42, 88 245-247
rentista del suelo, concepto de, 173-174 tenencia de tierras, 185-186
repúblicas mercantiles, 213, 220 Teodosio, emperador, 91
Rienzo, Cola di, 49,104-105,141, 249 Thierry, Augustin, 209; Histoire de la
Roberto de Ñapóles, 50-51 conquête de l ’Angleterre par les Nor­
Roberto el Piadoso, 125 mands, 118; Récits des temps mérovin­
Roma, 48-49, 97-106; caída de, 30-32; giens, 118
destrucción de monumentos en, 93-96 Thomas de Kent: Roman de toute chevale­
Romain, Jules, 104 rie , 85
Rousseau, Jean-Jacques, 115, 233 Thomas de Lancaster, 240
rural medieval, medio, 155-158; comuni­ Toscana, 176, 180
dad, 201-202; jerarquía, 181-184 Toulouse, 220; cruzada contra, 253, 255,
Ruskin, John: Stones ofVenice, 72 256
Trollope, Anthony, 72
Trotti, financieros cristianos, 271
Sabélico, Marco Antonio: Gesta de los ve­ Turena, 277
necianos, 98 Turgot, Anne Robert Jacques, 114
Sachetti,.Giovan Battista, 55
Saint-Denis, abadía de, 167,174
Saint-Gilles-du-Gard, 91 Umbría, 180, 208
San Pedro, basílica de, 94 Unión de las Iglesias, concilio para la, 63
Sand, George, 72 Universidad de Salamanca, 236
LA INVENCIÓN DE LA EDAD MEDIA

Urbano II, papa, 106 viñedos, 167, 168, 189-190


Urbano IV, papa, 253 Virgilio, 85-86; Eneida, 86
usura, 265-279; prohibida por la Iglesia, Visconti, Azzb, 52
262-263, 264 Visconti, Filippo Maria, 56
Voltaire, 115, 233

Vasari, Giorgio, 55, 57, 65, 67-68, 107;


Vidas de artistas ilustres , 69,71, 107 Warburton, William, obispo de Glouces­
Vegiot>Maffeo, 106 ter, 74
Vendome, 44 Wamke, Martin, 54
Venecia, 167, 192, 208, 225 Weber, Max, 263
Verona, 219
Villani, Filippo: Liber de orìgine Floren-
tie, 58 Ypres, 214
ÍNDICE
I

Prólogo ....................................................................................... 9

P rim era parte

EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO:


LA MAGIA DE LAS PALABRAS INVENTADAS

1. Sobre el r ig o r .......................................................................... * 23
La historia y las m o d a s ....................................................... 23
Polígrafos o especialistas....................................................... 25
Artificios y convenciones: la elección de los períodos . . 27

2. La E dad M edia, un fantasma v i v o ..................................... 30


¿Dónde comenzar? ¿Dónde acabar?..................................... 30
Los abusos de la lengua, las palabras cómplice . . . . 39

3. Los inventores del Renacimiento (siglos X IV y XV) . . . 46


El arte de convencer: Petrarca y B occaccio.........................47
El príncipe y el artista, servicios y complacencias . . . 54
Los humanistas, oráculos autoproclamados del buen gusto . 57
¿Una simple p r o p a g a n d a ? ................................................. 60

4. El Renacimiento, génesis de un m ito ..................................... 67


En busca de las palabras: las incertidumbres. . . . . 67
¿Un largo silencio? ¿Un largo o l v i d o ? ............................... 68
El «hombre del Renacimiento»: una moda, un manifiesto . 76
El Renacimiento hoy: un mito con siete vidas . . . . 79
LA INVENCIÓN DE LA EDAD MEDIA
1 294
heredadas sobre el Renacimiento . .
5 . L a s id e a s . . 81
Una curiosa inclinación en los juicios de valor: la Edad Me­
dia, tiempo de to rp e z a s ....................................................... 81
¿Supone la Edad Media el olvido de la Antigüedad? . . 83
Renacimiento y Antigüedad . . . . } . . . . 92
C o n c lu s ió n ..........................................................................107

S e g u n d a pa r te

EL FEUDALISMO Y LOS DERECHOS SEÑORIALES

1 . Las ideas precon cebidas ....................................................... 111


El estado tentacular y sus v i r t u d e s .....................................111
Historia de una literatura de c o m b a t e ...............................112

2 . Anatomía de una propaganda republicana . . . . . 122


La novela histórica como modo de ensalzar la virtud ■. . 123
Las grandes figuras del pasado: lecciones de civismo . . 125
El diccionario increíble ........................................................128
Los destajistas de la pedagogía al estilo de Jules Ferry . . 129

3. Exageración y r i d í c u l o ....................................................... 131


El arte de las ambigüedades y la confusión de las palabras . 131
Los tiempos de b a rb arie....................................................... 134
El señor feudal desprecia y humilla al pueblo . . . 139
Malos tratos y crueldades por puro p l a c e r .........................147

T ercera pa r te

LOS CAMPESINOS O LA LEYENDA NEGRA

1. Feudalismo y señorío ..............................................................159


' Una confusión mantenida a propósito. ............................... 159
¿Eran los dueños del suelo bandidos o gestores?. . . . 164

2 . Las sociedades rurales: ¿dicotomía o diversidad? . . . 171


El señor ocioso: ¿un error o una descripción fácil? . . . 173
ÍNDICE

Oficiales y hombres del oficio; nuevos ricos y usurpadores 174


Lo que se quería ignorar: el campesino propietario \ . . 175

3. Algunas reflexiones heréticas sobre las condiciones del cam­


pesinado ..................................... ...........................................179 >
El cliché del campesino vinculado a la gleba . . . . 180
Los niveles de riqueza dentro de la comunidad campesina . 181
Derechos y abusos del t e n e n t e ........................................... 185
¿Impuestos insoportables? . , . . . . . . . 186

4. La ciudad y el campo: ¿dos mundos enfrentados? . . . 197


¿Libertades? ¿Qué lib e r ta d e s ? ........................................... 199
Vida urbana y señoríos: una simbiosis . . . . . , 221

C u a r t a pa r te

LA IGLESIA: OTRAS LEYENDAS,


OTROS COMBATES

1. El clero, agente del o s c u r a n t is m o ..................................... 235


Un pueblo de analfabetos. ........................................... 235
Religión y supersticiones........................................................237
Milagros y signos del cielo: los temores del año mil. . . 241

2. Libertinos y depravados: la papisa J u a n a .........................248

3. Los combates m alintencionados ........................................... 252


Los albigenses. Ensayo de análisis político y social . . . 252
La Inquisición: exageraciones y olvidos ............................... 257

4. La usura y el tiempo de los t a b ú e s ..................................... 262


Negocios y subterfugios........................................................265
La usura i n d e c e n te ..............................................................270
Usureros que eran buenos cristianos y buenos burgueses . 276

C o n c lu s ió n ................................................................................ 280

índice alfabético.......................................................................... 286

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