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LA EXISTENCIA CRISTIANA

El texto que tenemos a continuación es una síntesis, imperfecta, como toda


síntesis, acerca de los puntos centrales del ser humano en cuanto emprende la senda del
cristianismo. No dice la verdad sobre la existencia, ni mucho menos la totalidad de lo
que supone ser cristiano, pero apunta a realidades presentes y esenciales que todo ser
humano en búsqueda debe enfrentar personalmente.

El ser humano se entiende y experimenta a sí mismo como un misterio. Un


misterio que permanece a lo largo de toda su biografía en un continuo e inacabado
autodescubrimiento. Esta identidad misteriosa se descubre gracias a la conciencia, este
hondón infinito que el ser humano alberga dentro de sí. Para la concepción cristiana, en
dicho espacio sagrado e íntimo, que hemos llamado conciencia, habita el Espíritu Santo
(aunque cabría decir con mayor rigurosidad que Dios habita en todas las facciones del
ser humano, no solo en su conciencia). En el acto de percibirnos habitados por una
realidad mayor, como de otra dimensión, nos cabe la posibilidad y la intuición de que no
estamos solos en la existencia. Para la teología cristiana, y la experiencia del creyente-
orante, dicha realidad toma el nombre de Creador. Aparecemos como criaturas que no
se han dado la existencia a sí mismas. Nuestra vida y existencia se muestran ante nosotros
al modo del don, del regalo inmerecido. En otros términos: de una dádiva sobrecogedora
que procede de las manos de Dios. De ahí que el fin de nuestros días pueda calibrarse
desde el servicio y la alabanza del Creador; de ello se deduce lo siguiente: por
descubrirnos como seres que no se han dado la existencia a sí mismos, nos encontramos
en deuda con el Creador y Señor.
La existencia, desde tal descubrimiento, se presenta como un camino de la
criatura con su Creador. Solo el ser humano, en la compleja multiplicidad de criaturas,
ha sido creado para entablar con Dios una historia de amor. Solo él ha sido llamado a
entrar en su divina intimidad. El ser humano es, exclusivamente, la única criatura
destinada a la verdad, es decir, destinada al descubrimiento de su misterio y del Misterio.
Éste, además, es el único que vive Coram Deo, es decir, de “cara a Dios”. Este vivir de
cara a Dios, no solo a los demás y a uno mismo, hace que la libertad propia tome un
color distinto. La libertad ya no es solo “hacer lo que nos plazca”, sino que es una virtud
propia de la condición humana que se proyecta hacia el bien, el Reino y la verdad (sobre
ello hablaremos en breve). Esta libertad, precisamente por ser lo que es, pura posibilidad
de abrir y cerrar caminos, es el mayor freno que Dios se ha autoimpuesto. Él ha decidido
dejar que sus criaturas elaboren su propio camino, aún a riesgo de que se equivoquen,
yerren, se alejen de Él y provoquen una destrucción de la que a veces no son (somos)
conscientes.
Esta tortuosa singladura tiene como fin, si cabe expresarlo así, la consecución de
la propia plenitud; la plenitud que le es propia a la condición humana. Ante la
incertidumbre por hallar la certeza de dicha plenitud, adviene un acontecimiento con un
rostro concreto: Jesus de Nazaret y su mensaje. El cristiano, por consiguiente, es el que
está llamado a hacerse cristiano desde la autoconfiguración con Cristo. Este acto de
acercamiento a Cristo se realiza a través de la fe, la esperanza y la caridad. No hay camino
cristiano que no pase por un diálogo con la vida del Maestro y con las tres grandes
virtudes (fe-esperanza-caridad). Por un lado, la existencia de Cristo, sus elecciones y
omisiones, desafían la vida de cualquier ser humano. Cristo, en su identidad de Dios
hecho hombre, nos regala una lección de vida, nos enseña el sentido de la existencia y el
camino a la felicidad. Las virtudes, por otro lado, suponen un verdadero desafío a la
compleja cotidianidad, puesto que remiten a la inextinguible pregunta por cómo amar,
creer y esperar, al modo de Cristo, en medio de las dificultades y éxitos.
Tal y como decíamos, este advenimiento de Cristo y su mensaje nos reta. Es una
pregunta abierta ante dos dimensiones humanas: la libertad y la inteligencia. En el conato
por vivir en búsqueda de la verdad se nos pregunta lo mismo desde dos ángulos distintos
aunque conectados: ¿qué quieres hacer con tu vida? ¿Qué entiendes que es el mundo, el
ser humano y Dios? Ante tales preguntas resultan legítimas muchas opciones de
respuesta y resolución. Desde la perspectiva cristiana no cabría responderlas sin contar
con la identidad (quién es) e historia (qué ha hecho) de Dios. Dios es el Dios amor (cf.
1 Jn 4,8), que ha creado la humanidad, la ha respetado en su pecado, la ha salvado en su
indigencia, la ha acompañado desde la discreción, la ha sufrido desde la Cruz del Maestro,
la ha re-creado con su Espíritu Santo y la sigue cuidando alentado el corazón tantos
hombres y mujeres que pueblan la faz de la tierra. Esta historia de amor es la que nos
desafía, una vez más, como cristianos. Nos invita a abrir nuestra libertad a caminos
insospechados de servicio, sacrificio y humildad; nos lanza a la búsqueda de una verdad
que pervive en la hondura de nuestro corazón; nos anima a cargar con las cruces del
mundo y las nuestras desde el amor y la paciencia; nos ofrece una madre santa y pecadora,
la Iglesia; nos alienta a cuidar de los que sufren las desgracias de la injusticia económica
y de la incomprensión de la enfermedad; y, por último, lo más difícil, descubrir la
presencia delicada, ansiosa y silente de Dios en todas las cosas.
En definitiva, la existencia cristiana es un camino difícil, construido desde la
conciencia y la libertad, ambas desafiadas por un Dios amor que ha sufrido, y sigue
haciéndolo, para crearnos, sostenernos y salvarnos. Pero esta existencia a la que somos
arrojados no puede vivirse en plenitud desde la soledad y las propias fuerzas; se requiere
de la sabiduría y el error de los demás. Sabiduría para poder desenvolver todos nuestros
dones y llegar a ser el mejor “yo” que tenemos escondido en los pliegues del alma. Y el
error, por su parte, para aprender de corazón cuánto pesa la vida. Toda la complejidad
del existir cristiano queda al amparo y salvaguarda de una promesa de vida eterna. El
cielo, el abrazo eterno con Aquel que es el amor, es la inquebrantable esperanza ante el
misterio de la muerte, del sufrimiento y la libertad.

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