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Las líneas que siguen analizan algunos de los desafíos que el pluralismo de valores
plantea a la política. En la primera parte se examinan algunas características del
pluralismo moderno. En la segunda, se identifican las actitudes posibles que habría de
asumir el estado frente a él. Y en la tercera y final, se consideran algunos de los
problemas de política pública -el diseño del sistema escolar, el trato de las religiones,
los medios de comunicación- vinculados al pluralismo valórico.
Ahora bien, si, como se acaba de decir, el pluralismo ha estado presente en casi todas
las sociedades, lo que cabe preguntarse es si, en la modernidad, reviste alguna particular
característica ¿Existe algo así como un pluralismo específicamente moderno? La
literatura, en general, identifica dos rasgos del pluralismo moderno que lo diferencian
del pluralismo de otras épocas.
Ahora bien, importa dilucidar cuál es la actitud que el estado y sus instituciones han de
asumir ante ese pluralismo valórico. Antes de intentar siquiera dilucidar ese problema,
cabría, sin embargo, advertir que todo estado posee un cierto compromiso moral, al
menos en dos sentidos.
Por una parte, todo estado promueve una cierta moral mínima en el ámbito del tráfico
recíproco entre los ciudadanos (cumplir los contratos, no causar daño a otro, guardar
ciertos deberes de autocuidado, etc.). Por otra parte, todos los estados democráticos
declaran que existe un coto vedado al poder coactivo de sus instituciones (los derechos
humanos).
Ese compromiso moral del estado moderno no resuelve, sin embargo, el problema del
pluralismo valórico tal como se plantea aquí. En efecto, ninguno de esos dos
componentes morales del estado contemporáneo decide qué tipo de sistema de valores
ha de guiar la vida de los ciudadanos. En otras palabras, esos umbrales de valor, por
llamarlos así, deciden cómo han de relacionarse entre sí los individuos en el tráfico
cotidiano y qué límites posee la acción coactiva del estado (se pronuncian acerca de lo
justo), pero no deciden qué tipo de valores o normas han de orientar la acción de los
individuos (es decir, no se pronuncian acerca de lo que es bueno). Así, no obstante la
existencia de ese componente moral, la cuestión del pluralismo valórico sigue
planteada.
¿Qué actitud debe adoptar el estado frente a él? Son tres las alternativas de respuesta:
una, la tarea del estado consiste en favorecer una de las varias concepciones del bien
que se encuentran en competencia; dos, la tarea del estado es abstenerse del todo en lo
que respecta a las orientaciones posibles de la acción; y tres, la tarea del estado es
abstenerse de promover una específica concepción del bien, pero favoreciendo las
capacidades y las oportunidades de los ciudadanos para discernir por sí mismos qué tipo
de orientación normativa han de guiar su acción. Y en ese orden se examinan a
continuación.
a) El argumento mayoritario
Hay quienes piensan que el deber del estado frente a estos dilemas de sentido consiste
en promover el punto de vista de la mayoría acerca del bien que cada vida humana haya
de perseguir. El deber de los funcionarios públicos y de las instituciones sostenidas por
el estado –sugiere este punto de vista- consistiría en configurar el entorno ético en el
que desenvolvemos nuestra vida de una manera compatible con las preferencias de la
mayoría. Se trata de un punto de vista que posee ilustres antecedentes en la literatura[6].
Si bien ese punto de vista se encuentra muy desprestigiado en la literatura, por los
motivos que enseguida se verán, ha sido esgrimido en algunas conocidas disputas
valóricas habidas en Chile[7].
El defecto más obvio de ese punto de vista es que, bien mirado, resulta incompatible
con los derechos individuales. En efecto, como es fácil comprender, los derechos
individuales son contramayoritarios: decir que alguien tiene un derecho quiere decir que
el sujeto en cuestión puede hacer cosas o ejecutar acciones que la mayoría rechaza. Si,
por el contrario, se afirma que un sujeto tiene un derecho, pero acto seguido se agrega
que él no lo habilita para hacer cosas que la mayoría rechaza, en verdad no se le está
concediendo derecho alguno. Por eso, argüir el interés de las mayorías como el test final
en la adopción de este tipo de decisiones importa negar los derechos individuales.
b) El argumento paternalista
Este argumento es un poco más sofisticado que el de mayorías y, como él, posee ilustres
antecedentes[8]. Sencillamente expuesto, el argumento paternalista sostiene que es
razonable que un tercero (el estado) intervenga en la vida de un ser humano con el fin
de promover su bien, lo que supone que el bien de un individuo puede ser definido con
prescindencia de sus deseos actuales. Los casos más obvios de paternalismo justificado
son, prima facie, la facultad que se concede a los padres de intervenir en la vida de su
hijo y algunos casos relativos a la esfera de la autoprotección: reglas que obligan a
llevar casco al conducir u otras relativas a la ingesta de sustancias peligrosas.
Parece obvio que nuestra identidad personal -nuestra idea del bien, de qué somos y a
qué aspiramos- no depende sólo de nuestra voluntad, sino que está vinculada con una
trama de significados que nos excede y que está, en cambio, presente en el lenguaje que
usamos, en nuestro universo simbólico y en los recuerdos históricos que compartimos
con otros. Por lo mismo la protección de algunos de esos bienes -la lengua originaria o
las creencias que están atadas a la identidad colectiva- es imprescindible también, se
dice, para proteger al individuo.
Esa promoción, sin embargo, debe excluir cualquier coacción que impida a los sujetos
revisar la idea del bien de su grupo y abandonarla si así lo deciden (de otra manera se
concedería al grupo la posibilidad de forzar el tipo de vida que sus miembros han de
llevar) y también debe evitar poner límites a la expresión crítica de terceros sobre la
base que podría ofender esas creencias (con la sola excepción del discurso de odio, es
decir, el discurso derogatorio de la existencia de un grupo).
La sociología clásica sugirió que las sociedades se erigían sobre consensos normativos
mínimos, sobre una cierta conciencia moral que orienta la acción y configura un cierto
sentido de pertenencia[10]. Esos autores pensaron que incluso el individuo que se
comporta como la teoría neoclásica lo predice, es un fenómeno ex post social y que, por
lo mismo, incluso el valioso individualismo contemporáneo, que es la base de la
sociedad de mercado, requiere poner atención a los factores sociales que lo hacen
posible. Ello impide que el estado, preocupado de la cohesión social, sea del todo
neutral: ha de preocuparse de promover un puñado de valores que favorecen una
conciencia común.
El estado como un agente neutral a las formas de vida y a los sistemas de valores en
competencia.
Si una primera alternativa en estas materias era la intervención estatal a favor de uno de
los sistemas de valores en competencia, ésta se sitúa en el otro extremo: aboga por la
neutralidad del estado frente a la competencia valórica o frente a las formas de vida en
juego. La neutralidad, sin embargo, puede entenderse de manera negativa o positiva.
Entendida desde el punto de vista positivo, un estado es neutral si promueve entre los
ciudadanos una capacidad igual de perseguir cualquier ideal valórico o normativo que
sea de su elección. Un estado de esta índole es neutral frente a los sistemas de valores en
juego y, por lo mismo, se preocupa de asegurar que todos los individuos satisfagan un
umbral mínimo de capacidades que le permita escoger aquel que, por las razones que
sea, le place. Este punto de vista es más cercano a un autor como Rawls[14] y conduce
a la tercera alternativa, que examinamos a continuación.
Como se acaba de explicar, hay dos maneras de defender la neutralidad estatal frente al
pluralismo valórico: en una de ellas, el estado omite cualquier intervención que
perjudique o favorezca la prosecución de cualquier plan de vida (u opción valórica que
lo inspire); en la otra -que vamos a examinar ahora- hay neutralidad frente a los
sistemas de valores pero, bajo ciertas condiciones, no existe neutralidad en lo que
respecta a los agentes que escogen.
Según este punto de vista, sin embargo, el estado -aunque neutral a los sistemas de
valores o formas de vida que ellos inspiran- no debe ser indiferente frente a las diversas
posiciones de los ciudadanos, puesto que debe tratarlos con igualdad. La igualdad exige
que los sujetos estén provistos de capacidades y oportunidades semejantes a la hora de
escoger o discernir sistemas de sentido y a la hora de ejecutar sus planes de vida. Esta
igualación de oportunidades y capacidades básicas fortalece la neutralidad del estado
frente a los sistemas de valores: en la medida que el estado iguale las capacidades de los
individuos y equipare oportunidades, los sistemas de valores tendrán alguna
oportunidad de inspirar sus vidas.
Lo anterior sugiere que si bien los individuos tienen derecho a discernir cuál es su bien
(el bien en sentido específico), existe un conjunto de bienes genéricos a los que cada
individuo debe tener acceso para llevar adelante ese discernimiento (el bien en sentido
primario). De modo que, la tarea del estado es mantenerse neutral respecto de los bienes
específicos, pero promover los bienes en sentido primario.
Una vez dilucidadas las posiciones que, en principio, el estado puede adoptar, cabe
preguntarse acerca de las consecuencias de esos puntos de vista ante cuestiones
específicas de política pública. De manera puramente ejemplar, hemos elegido tres de
las más frecuentes: el diseño del sistema escolar, el papel de la religión en la esfera
pública y los medios de comunicación.
El problema de la educación
Lo que hoy día conocemos como sistema escolar[15] se encuentra íntimamente atado al
surgimiento del estado nacional, es decir, a la idea que un grupo de seres humanos son
entre sí iguales y gozan de los mismos derechos cuando comparten una misma forma de
gobierno. Es sólo con el surgimiento del estado nacional y la irrupción del sistema fabril
cuando el sistema de educación de masas, a cargo principalmente del estado, separado
de la familia y organizado en base a contenidos que se deliberan centralizadamente,
principia a expandirse por Europa Occidental y de ahí hacia el resto del mundo. El
sistema escolar, entonces, nació íntimamente atado al surgimiento de la fábrica (a la
separación entre unidad productiva y unidad familiar), a la creación de una unidad
política artificial, la nación, a cuyos miembros se adscribían un conjunto de derechos, y
a una visión hasta cierto punto meritocrática del orden social, fruto de la influencia de la
reforma protestante[16].
Desde luego, un estado democrático reconoce, prima facie, el derecho de los padres a
transmitir sus preferencias a sus hijos mediante la educación[18]. Este derecho es parte
de la autonomía personal y de un paternalismo admisible, como el que ya examinamos.
Ese derecho, sin embargo, es sólo prima facie: puede ser atenuado de diversas formas.
¿Cuál de esos sistemas es el correcto? Como es fácil advertir, ambos sistemas son
respetuosos de la neutralidad. Un sistema como el holandés, si bien subsidia creencias,
lo hace de la misma forma y con igual intensidad sin considerar a ninguna forma de
provisión como merecedora de mayor apoyo que la otra. Por su parte, un sistema como
el europeo continental capacita a los niños y niñas para que ellos puedan deliberar o
escoger entre las diversas ofertas de sentido que son propias de una sociedad abierta.
En el caso de Chile contamos con un sistema de provisión mixto que se financia, ante
todo, con subsidios a la demanda y que permite que la educación religiosa sea provista
con subsidios estatales. Se trata de un diseño respetuoso con la neutralidad a condición
que trate con igualdad a todos los proveedores y que todos ellos estén abiertos a todos
los estudiantes que los prefieran sin que medie sistema de selección.
Ahora bien ¿cuál ha de ser el lugar de la religión en un estado de esa índole? Desde
luego, las diversas confesiones o preferencias religiosas deben ser consideradas una
expresión valiosa de la autonomía de los ciudadanos. Si la autonomía consiste en la
posibilidad de que cada uno pueda discernir cuál es su bien y qué tipo de vida es la que
prefiere llevar, entonces el estado debe reconocer, sin ninguna duda, el más pleno
derecho de todas las personas a practicar el credo y el culto de su preferencia. Este
respeto de la autonomía personal -igualmente distribuída entre los ciudadanos- exige
también que el estado trate con neutralidad a todas las confesiones, que no considere a
ninguna intrínsecamente mejor.
Una consecuencia de lo anterior es que las diversas confesiones religiosas tienen pleno
derecho a hacer valer sus puntos de vista en la esfera pública, aunque no pueden
pretender que el contenido de esos puntos de vista sea reconocido, sin más, como
correcto o verdadero. El derecho a expresar una opinión, razonada o no, es
incuestionable en una sociedad democrática, pero el valor de verdad de esos puntos de
vista debe estar sometido a las condiciones del diálogo público.
Ahora bien, en una sociedad cuyos miembros inspiran sus puntos de vista en
concepciones globales distintas una de la otra, se plantea el problema de cómo ha de
llevarse a cabo ese diálogo público.
Una alternativa es concluir que, en una sociedad atravesada por puntos de vista globales
inconmensurables unos de otros (como suele ocurrir con las concepciones religiosas
enfrentadas), ese diálogo no es posible. En tal caso, el diálogo público debiera ser
sustituido por la simple aplicación de la regla de la mayoría. El diálogo habría sido
reemplazado entonces por una práctica plebiscitaria con todos los problemas que, según
vimos, eso acarrea (el más obvio de esos problemas es que una decisión mayoritaria no
cuenta con ninguna garantía de su corrección).
La otra alternativa es definir las condiciones institucionales del diálogo en una sociedad
cuyos miembros suscriben cosmovisiones distintas y, a menudo, inconmensurables
entre sí. El diálogo exigiría esgrimir razones que fueran susceptibles de ser evaluadas
por todos, con prescindencia de la cosmovisión religiosa que inspire sus vidas. Así
entonces, todos los puntos de vista podrían ser motivados por cosmovisiones de la más
diversa índole y hechura metafísica; pero a la hora de hacer valer esos puntos de vista
ellos debieran ampararse en razones susceptibles de ser reconocidas por todos ¿Cuáles
serían esas razones?: quedan definidas por el procedimiento. Es decir, debe tratarse de
razones susceptibles de estar amparadas bajo reglas que cuenten con el reconocimiento
de todos.
En una sociedad democrática esas reglas que cuentan con el reconocimiento de todos
son las reglas constitucionales: en el debate público, entonces, deben esgrimirse razones
susceptibles de ser amparadas por ese tipo de reglas.
Así, las diversas cosmovisiones en juego -que son fruto del libre discernimiento y la
autonomía de los ciudadanos- contribuyen libremente a motivar la acción de los sujetos
y a inspirar sus puntos de vista. Cada sujeto motiva su acción por la forma de vida de la
que forma parte o la visión global que ganó su adhesión. Igualmente, cada sujeto puede
hacer valer ese punto de vista a la hora de orientar la conducta de terceros: que es lo que
ocurre típicamente cuando se trata de discutir una ley, es decir, un regla que impone
coactivamente una cierta orientación. En este caso, debe amparar ese punto de vista en
razones admitidas por alguna regla constitucional[25]. Y en todo aquello que las reglas
no prevén, los sujetos, como sugería Spinoza[26], deben quedar libres.
Una opinión distinta de ese mismo fenómeno tienen algunos otros autores. Entre ellos
Thompson, quien sugiere que los medios modernos radicalizan el proceso que se inicia
con la reproductibilidad técnica de los mensajes. Si con el correo y la imprenta los
mensajes comenzaron a independizarse de la presencia simultánea de emisor y receptor,
hoy día los medios han suprimido casi del todo el tiempo y la distancia. A ese
fenómeno, según Thompson, se suma otro: la comunicación, al establecerse entre
sujetos que no están co-presentes, ya no se asemeja al modelo del diálogo que parecía
tener a la vista Habermas cuando imaginó su esfera pública: una especie de
conversación ampliada entre los ciudadanos adultos. En cambio los medios, en
especial la televisión, establecen vínculos hasta ahora inéditos entre la visibilidad y el
poder. Así, ser visto o aparecer pasa a ser un aspecto fundamental del poder
contemporáneo y la gestión de esa visibilidad un recurso clave de la política. Si el
pluralismo ya no puede ser procesado racionalmente en los medios, como soñó
Habermas, al menos puede encontrar reconocimiento en ellos: acceder a la experiencia
de ser visto y confirmar, en esa experiencia, su valor.
En cualquier caso –sea que se conciba a los medios bajo el modelo de Habermas o el de
Thompson- de lo que no parece caber dudas es que, en las sociedades modernas, el
ámbito de los medios de comunicación es inseparable de la pluralidad de formas de vida
y de sentido.
Lo que cabe entonces preguntarse es si los medios deben promover una de las varias
formas de vida en competencia o si, en cambio, deben expresarlas todas. La pluralidad
¿debe darse entre los medios o al interior del contenido de cada uno de ellos?
Sin embargo, con defectos y todo, no parece haber ningún arreglo alternativo mejor en
una sociedad plural que un mercado abierto de medios. La cuestión parece consistir más
bien en cómo corregir las fallas más previsibles de ese mercado. La más obvia de esas
fallas -y la más importante desde el punto de vista del pluralismo- es lo que se ha
llamado el “efecto silenciador” del mercado de los medios: al estimular la
concentración, el mercado dejaría fuera a puntos de vista que merecen expresarse ¿Qué
mecanismos existen para superar esa importante falla?
En fin, siempre es posible contar algún medio (o con varios, como es la regla general en
Europa) cuyo gobierno corporativo asegure la presencia de la mayor cantidad de
intereses posibles. Esto es lo que ocurre en el caso de Chile con Televisión Nacional.
En cualquier caso, lo que parece claro es que no es posible asegurar que los medios
masivos reflejen con estricta fidelidad el pluralismo de sentidos y de voces que es
posible observar en las sociedades contemporáneas. Un objetivo como ese parece
laudable pero, a poco andar, conduciría a algo parecido a una pesadilla. Es inevitable
que el sistema de medios masivos refleje las diversas influencias y el distinto poder de
las formas de vida y de los grupos de interés que subsisten en la sociedad.
[1] Berger, P. (ed.) The Limits of Social Cohesion, Westview Press. 1998. Taylor, Ch.
A Secular Age. Harvard University Press. 2007. Walzer. Tratado sobre la Tolerancia. B.
Aires. Paidos. 1998.
[3] Beck, U. Hijos de la libertad, mexico. FCE.1999. Beck, U. La sociedad del riesgo
global. Siglo XXI. 2000. Taylor, Ch . Modern Social Imaginaries. Duke University
Press. 2004.
[5] Dworkin. Liberal Community, en California Law Review. Vol. 77. N° 3 (May).
1989.
[6] Condorcet lo defendía sosteniendo que la ley de las probabilidades obraba a favor
del mayor número. Bentham sugirió que si lo correcto era promover el mayor bienestar
para la mayor cantidad de gente, entonces era prima facie correcto que el entorno ético
fuera coincidente con lo que el mayor número prefería, etc.
[9] Si Pedro piensa que la acción x carece de todo significado relevante, es poco
probable que ese significado adquiera relevancia si x se impone al sujeto en cuestión.
[10] Peña, C. El concepto de cohesión social,. Fontamara. México. 2009
[15] Un sistema nacional de enseñanza, con los niños separados en cursos según la edad
y el grado de conocimiento, cada uno en su aula, bajo la inspiración de un sistema
incremental de aprendizaje y relativamente separado de la familia.
[16] Durkheim, E.La educación moral. Buenos Aires, Editorial Losada. 1977. Goodson,
I. Historia del currículum. La construcción social de las disciplinas escolares.
Barcelona, Pomares. 1995.
[20] Lehman, C. ¿Cuán religiosos somos los chilenos? en Estudios Públicos N° 85.
CEP. 2020. Taylor, Ch. Op. Cit. Dworkin, R. Op. cit
[23] Barach, J. The sense of history: on the political implications of Karl Lowith´s
concept of secularization, History and Theory. Vol. 37, pp. 69-82. 1988.