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Política y Pluralismo de Valores

Enviado por Fundación Dialoga el 02/08/2010 a las 13:16

Por Carlos Peña

Las líneas que siguen analizan algunos de los desafíos que el pluralismo de valores
plantea a la política. En la primera parte se examinan algunas características del
pluralismo moderno. En la segunda, se identifican las actitudes posibles que habría de
asumir el estado frente a él. Y en la tercera y final, se consideran algunos de los
problemas de política pública -el diseño del sistema escolar, el trato de las religiones,
los medios de comunicación- vinculados al pluralismo valórico.

I. El problema del pluralismo en las sociedades modernas.

El pluralismo en las formas de vida no es un fenómeno específicamente moderno. Se le


observa en casi todos los momentos históricos. La coexistencia de grupos que guardan
para sí diferentes concepciones del bien y orientan la acción de sus miembros en base a
ellas, parece ser un fenómeno ampliamente difundido en todas las sociedades humanas.
El pluralismo de castas de la India, los estamentos medievales o la diversidad de
culturas bajo el Imperio Romano son obvios ejemplos de pluralismo en sociedades no
modernas[1]. La imagen de las sociedades tradicionales como férreamente unidas por
una misma forma de vida o una misma conciencia moral (el concepto de Gemeinschaft
o comunidad)[2] parece más un modelo típico ideal con fines de comparación, que una
correcta descripción empírica.

Ahora bien, si, como se acaba de decir, el pluralismo ha estado presente en casi todas
las sociedades, lo que cabe preguntarse es si, en la modernidad, reviste alguna particular
característica ¿Existe algo así como un pluralismo específicamente moderno? La
literatura, en general, identifica dos rasgos del pluralismo moderno que lo diferencian
del pluralismo de otras épocas.

De una parte, el pluralismo de otras épocas existe en sociedades segmentadas física o


normativamente. Así ocurre, por ejemplo, cuando los grupos étnicos viven separados en
regiones o ciudades, o cuando interactúan en esferas diferenciadas, manteniéndose en el
resto de los aspectos incomunicados. En las sociedades modernas, en cambio, la
diferenciación es apenas funcional: así, lo quieran o no, los sujetos pertenecientes a
diversos grupos están obligados a interactuar entre sí y a intercambiar diversas
orientaciones de sentido. En la medida que existen diversos subsistemas de acción, un
mismo sujeto puede desenvolverse e interactuar con los demás en varios planos a la vez,
sin que exista una única reserva de sentido a la que puedan volver.

De otra parte, en las sociedades tradicionales el individuo no se concibe a sí mismo


fuera de la matriz social a la que pertenece (este es el fenómeno que Durkheim llamó
“solidaridad mecánica” que describió como un estado de cosas en que la conciencia
colectiva casi coincidía con la individual). En las sociedades modernas, en cambio, el
individuo se concibe ex ante la sociedad y ello da origen a un gigantesco proceso de
individualización[3]. La individualización en las sociedades modernas significa que
todos los procesos (desde la educación a los medios) invitan a las personas a verse a sí
mismos como individuos, como sujetos que son autores y actores del guión en el que
consiste su vida, seres que viven su vida como el fruto de una libertad radicalizada. Por
supuesto, este proceso de individualización es resultado de procesos sociales: a pesar de
las apariencias, el individuo es ex post social, el resultado de una serie de procesos
colectivos que han sido largamente descritos en la literatura. Esta experiencia de
individualización se encuentra normativamente orientada por una serie de instituciones,
especialmente la democracia y el mercado. Mediante ellas el sujeto es empujado
normativamente a vivir como individuo, gestionando o escogiendo sus propias
orientaciones para la acción.

Esas orientaciones de sentido no se encuentran a discreción del individuo, ni son


simplemente imaginadas por él, sino que vienen provistas por la sociedad mediante
instituciones productoras y transmisoras de sentido (iglesias y escuela). En las
sociedades modernas esas instituciones compiten entre sí, planteando al individuo el
desafío de escoger entre ellas. Esa última situación es lo que configura el pluralismo
valórico en un sentido específicamente moderno[4].

II. Las actitudes del estado frente al pluralismo.

Ahora bien, importa dilucidar cuál es la actitud que el estado y sus instituciones han de
asumir ante ese pluralismo valórico. Antes de intentar siquiera dilucidar ese problema,
cabría, sin embargo, advertir que todo estado posee un cierto compromiso moral, al
menos en dos sentidos.

Por una parte, todo estado promueve una cierta moral mínima en el ámbito del tráfico
recíproco entre los ciudadanos (cumplir los contratos, no causar daño a otro, guardar
ciertos deberes de autocuidado, etc.). Por otra parte, todos los estados democráticos
declaran que existe un coto vedado al poder coactivo de sus instituciones (los derechos
humanos).

Ese compromiso moral del estado moderno no resuelve, sin embargo, el problema del
pluralismo valórico tal como se plantea aquí. En efecto, ninguno de esos dos
componentes morales del estado contemporáneo decide qué tipo de sistema de valores
ha de guiar la vida de los ciudadanos. En otras palabras, esos umbrales de valor, por
llamarlos así, deciden cómo han de relacionarse entre sí los individuos en el tráfico
cotidiano y qué límites posee la acción coactiva del estado (se pronuncian acerca de lo
justo), pero no deciden qué tipo de valores o normas han de orientar la acción de los
individuos (es decir, no se pronuncian acerca de lo que es bueno). Así, no obstante la
existencia de ese componente moral, la cuestión del pluralismo valórico sigue
planteada.

¿Qué actitud debe adoptar el estado frente a él? Son tres las alternativas de respuesta:
una, la tarea del estado consiste en favorecer una de las varias concepciones del bien
que se encuentran en competencia; dos, la tarea del estado es abstenerse del todo en lo
que respecta a las orientaciones posibles de la acción; y tres, la tarea del estado es
abstenerse de promover una específica concepción del bien, pero favoreciendo las
capacidades y las oportunidades de los ciudadanos para discernir por sí mismos qué tipo
de orientación normativa han de guiar su acción. Y en ese orden se examinan a
continuación.

El estado como promotor de ciertas orientaciones normativas o valóricas


Como se acaba de señalar, una alternativa posible es sugerir que el estado y el conjunto
de sus instituciones tienen por objeto promover una cierta concepción del bien (que
vaya más allá de esa concepción mínima a la que ya se hizo alusión). Esto es, impulsar
un específico sistema de valores tendientes a orientar la acción o la vida de los
ciudadanos. Son varias las razones que, a favor de ese punto de vista, suelen
esgrimirse[5]. Podemos denominarlas como argumento mayoritario, el paternalista y el
comunitario.

a) El argumento mayoritario

Hay quienes piensan que el deber del estado frente a estos dilemas de sentido consiste
en promover el punto de vista de la mayoría acerca del bien que cada vida humana haya
de perseguir. El deber de los funcionarios públicos y de las instituciones sostenidas por
el estado –sugiere este punto de vista- consistiría en configurar el entorno ético en el
que desenvolvemos nuestra vida de una manera compatible con las preferencias de la
mayoría. Se trata de un punto de vista que posee ilustres antecedentes en la literatura[6].

Si bien ese punto de vista se encuentra muy desprestigiado en la literatura, por los
motivos que enseguida se verán, ha sido esgrimido en algunas conocidas disputas
valóricas habidas en Chile[7].

El defecto más obvio de ese punto de vista es que, bien mirado, resulta incompatible
con los derechos individuales. En efecto, como es fácil comprender, los derechos
individuales son contramayoritarios: decir que alguien tiene un derecho quiere decir que
el sujeto en cuestión puede hacer cosas o ejecutar acciones que la mayoría rechaza. Si,
por el contrario, se afirma que un sujeto tiene un derecho, pero acto seguido se agrega
que él no lo habilita para hacer cosas que la mayoría rechaza, en verdad no se le está
concediendo derecho alguno. Por eso, argüir el interés de las mayorías como el test final
en la adopción de este tipo de decisiones importa negar los derechos individuales.

b) El argumento paternalista

Este argumento es un poco más sofisticado que el de mayorías y, como él, posee ilustres
antecedentes[8]. Sencillamente expuesto, el argumento paternalista sostiene que es
razonable que un tercero (el estado) intervenga en la vida de un ser humano con el fin
de promover su bien, lo que supone que el bien de un individuo puede ser definido con
prescindencia de sus deseos actuales. Los casos más obvios de paternalismo justificado
son, prima facie, la facultad que se concede a los padres de intervenir en la vida de su
hijo y algunos casos relativos a la esfera de la autoprotección: reglas que obligan a
llevar casco al conducir u otras relativas a la ingesta de sustancias peligrosas.

El paternalismo -como se acaba de insinuar- parece razonable en ciertos casos (menores


de edad o quienes carecen de capacidades suficientes para el autogobierno), pero no
parece admisible más allá de las situaciones que se acaban de mencionar. El
paternalismo respecto de sujetos adultos viola o infringe la igualdad, en la medida que
supone que algunos sujetos -los interventores- poseen mayor capacidad de
discernimiento o deliberación que otros -los sujetos intervenidos. Parece poco probable,
además, que un significado impuesto a un ser humano sea significativo para él[9]. Un
significado impuesto, no sólo viola la igualdad: cuando es impuesto no equivale en
absoluto a un significado.
c) El argumento comunitario

Se sostiene que existen lazos indisolubles entre el individuo y la comunidad a la que


pertenece, de manera que si no se protege a la comunidad se desprotege, finalmente, al
individuo. Este tipo de argumento tiene varias versiones, pero en especial, dos: una de
ellas relativa a la identidad de los seres humanos, la otra, a la cohesión social. Y, en ese
orden, se revisan brevemente.

Parece obvio que nuestra identidad personal -nuestra idea del bien, de qué somos y a
qué aspiramos- no depende sólo de nuestra voluntad, sino que está vinculada con una
trama de significados que nos excede y que está, en cambio, presente en el lenguaje que
usamos, en nuestro universo simbólico y en los recuerdos históricos que compartimos
con otros. Por lo mismo la protección de algunos de esos bienes -la lengua originaria o
las creencias que están atadas a la identidad colectiva- es imprescindible también, se
dice, para proteger al individuo.

Ese tipo de argumento a favor de la promoción de ciertas orientaciones valóricas por


parte del estado suele ser frecuente en el debate público. Se le encuentra, por ejemplo,
en los alegatos a favor de la protección de las minorías culturales (cuando se aboga por
el respeto de la lengua originaria o por subsidios a favor de ciertas creencias
minoritarias con el argumento que así se protege ciertas culturas), pero también se ha
esgrimido a favor de creencias religiosas a las que se supone históricamente enraizadas,
como lo fue el fallo con que se argumentó la prohibición de película La Última
Tentación de Cristo

¿Cómo evaluar ese argumento? En términos generales, la promoción de ciertos bienes


colectivos (como la lengua originaria o ciertas creencias) puede estar justificada si se
encuentra vinculada a la protección de culturas minoritarias al amparo de las cuales un
grupo de individuos ha forjado su identidad. Por lo mismo, este caso de intervención
estatal en cuestiones valóricas o de sentido (que equivale al deber del estado de
mantener abierta una oferta de sentido, por llamarla así, para los individuos) debe ser
juzgado más bien bajo el criterio que se examinará más adelante.

Esa promoción, sin embargo, debe excluir cualquier coacción que impida a los sujetos
revisar la idea del bien de su grupo y abandonarla si así lo deciden (de otra manera se
concedería al grupo la posibilidad de forzar el tipo de vida que sus miembros han de
llevar) y también debe evitar poner límites a la expresión crítica de terceros sobre la
base que podría ofender esas creencias (con la sola excepción del discurso de odio, es
decir, el discurso derogatorio de la existencia de un grupo).

Pero el tema de la identidad de los seres humanos no es el único argumento a favor de la


promoción de cierto sistema de valores por parte de las instituciones públicas. Todavía
puede esgrimirse la necesidad de promover la cohesión social.

La sociología clásica sugirió que las sociedades se erigían sobre consensos normativos
mínimos, sobre una cierta conciencia moral que orienta la acción y configura un cierto
sentido de pertenencia[10]. Esos autores pensaron que incluso el individuo que se
comporta como la teoría neoclásica lo predice, es un fenómeno ex post social y que, por
lo mismo, incluso el valioso individualismo contemporáneo, que es la base de la
sociedad de mercado, requiere poner atención a los factores sociales que lo hacen
posible. Ello impide que el estado, preocupado de la cohesión social, sea del todo
neutral: ha de preocuparse de promover un puñado de valores que favorecen una
conciencia común.

Entre nosotros, Eugenio Tironi ha defendido ese punto de vista[11]. En su opinión, el


orden de mercado -cuyo efecto más notorio son las gigantescas transformaciones en las
condiciones materiales de la existencia- no es por sí solo capaz de dar origen a una
síntesis social que permita a los sujetos trascenderse a sí mismos y verse como parte de
una comunidad de iguales, que teje lealtades entre sus miembros y que los pone al
abrigo del viento helado del intercambio. En consecuencia, sugiere, debemos volver la
atención sobre las instituciones que el pensamiento progresista -entusiasmado con la
expansión de la autonomía y los derechos individuales- ha olvidado: debemos volver
nuestra atención sobre la nación, sobre la familia y sobre la educación, dice Tironi,
como lugares donde se forja una conciencia moral compartida.

El estado como un agente neutral a las formas de vida y a los sistemas de valores en
competencia.

Si una primera alternativa en estas materias era la intervención estatal a favor de uno de
los sistemas de valores en competencia, ésta se sitúa en el otro extremo: aboga por la
neutralidad del estado frente a la competencia valórica o frente a las formas de vida en
juego. La neutralidad, sin embargo, puede entenderse de manera negativa o positiva.

Negativamente entendida, un estado es neutral si es el caso que se abstiene de intervenir


a favor o en contra de cualquiera de los sistemas de valores a disposición de los
individuos. Los depósitos de sentido socialmente disponibles son tratados, bajo esta
concepción, como un mercado desregulado que se disputa la libre adhesión de los
individuos. Una posición de este tipo es la que, con variaciones, puede derivarse del
planteamiento de un autor como Nozick[12]. Los planes de vida y opciones valóricas
pueden ser tratadas como una especie de propiedad que circula libremente y que es
legítima en tanto no se transfiera o se imponga a otros seres humanos mediante la
coacción o el fraude. En el mismo sentido se ubicaría un autor como Hayek para quien
las sociedades humanas evolucionan de manera no deliberada en base a reglas generales
e inflexibles, sin atender a circunstancias particulares o meritorias de las personas[13].

Entendida desde el punto de vista positivo, un estado es neutral si promueve entre los
ciudadanos una capacidad igual de perseguir cualquier ideal valórico o normativo que
sea de su elección. Un estado de esta índole es neutral frente a los sistemas de valores en
juego y, por lo mismo, se preocupa de asegurar que todos los individuos satisfagan un
umbral mínimo de capacidades que le permita escoger aquel que, por las razones que
sea, le place. Este punto de vista es más cercano a un autor como Rawls[14] y conduce
a la tercera alternativa, que examinamos a continuación.

El estado como un agente neutral preocupado de las capacidades y las oportunidades


para perseguir o escoger planes de vida u opciones valóricas.

Como se acaba de explicar, hay dos maneras de defender la neutralidad estatal frente al
pluralismo valórico: en una de ellas, el estado omite cualquier intervención que
perjudique o favorezca la prosecución de cualquier plan de vida (u opción valórica que
lo inspire); en la otra -que vamos a examinar ahora- hay neutralidad frente a los
sistemas de valores pero, bajo ciertas condiciones, no existe neutralidad en lo que
respecta a los agentes que escogen.

En efecto, es posible que el estado no favorezca ninguno de los sistemas de valores o


formas de vida en competencia y se abstenga entonces de considerar a cualquiera de
ellas (y a los individuos que escogen) como intrínsecamente mejor (a condición, sobra
decirlo, que respeten el coto vedado de los derechos humanos al que ya se hizo
mención). Bajo esta concepción, el estado debe ser neutral o indiferente a todas las
formas de vida, sistemas de valores o individuos, en la medida que no trata a ninguno
como si fuere intrínsecamente superior o inferior a otro: no debe favorecer a ninguna
forma de vida por mayoritaria que ella fuere, ni dar mayor protección a una creencia por
razones históricas o de ninguna otra índole.

Según este punto de vista, sin embargo, el estado -aunque neutral a los sistemas de
valores o formas de vida que ellos inspiran- no debe ser indiferente frente a las diversas
posiciones de los ciudadanos, puesto que debe tratarlos con igualdad. La igualdad exige
que los sujetos estén provistos de capacidades y oportunidades semejantes a la hora de
escoger o discernir sistemas de sentido y a la hora de ejecutar sus planes de vida. Esta
igualación de oportunidades y capacidades básicas fortalece la neutralidad del estado
frente a los sistemas de valores: en la medida que el estado iguale las capacidades de los
individuos y equipare oportunidades, los sistemas de valores tendrán alguna
oportunidad de inspirar sus vidas.

Lo anterior sugiere que si bien los individuos tienen derecho a discernir cuál es su bien
(el bien en sentido específico), existe un conjunto de bienes genéricos a los que cada
individuo debe tener acceso para llevar adelante ese discernimiento (el bien en sentido
primario). De modo que, la tarea del estado es mantenerse neutral respecto de los bienes
específicos, pero promover los bienes en sentido primario.

Cabría sostener que versión positiva de la neutralidad no es opuesta a la prosecución de


ciertos valores por parte del estado. Como es fácil comprender, un estado puede tratar
con neutralidad a todos los sistemas de sentido en razón de un valor: el de la igualdad.
No es correcto entonces equiparar a un estado neutro, con un estado indiferente frente a
la cuestión valórica: la neutralidad del estado democrático es fruto de su adhesión
explícita a los ideales de igualdad y autonomía de los ciudadanos. En otras palabras, el
estado liberal es neutral, no porque no sepa lo que es el bien. Es neutral porque sabe que
la autonomía (que esa neutralidad favorece) es buena.

II. Algunos dilemas de política pública: la educación, la religión, los medios.

Una vez dilucidadas las posiciones que, en principio, el estado puede adoptar, cabe
preguntarse acerca de las consecuencias de esos puntos de vista ante cuestiones
específicas de política pública. De manera puramente ejemplar, hemos elegido tres de
las más frecuentes: el diseño del sistema escolar, el papel de la religión en la esfera
pública y los medios de comunicación.

El problema de la educación
Lo que hoy día conocemos como sistema escolar[15] se encuentra íntimamente atado al
surgimiento del estado nacional, es decir, a la idea que un grupo de seres humanos son
entre sí iguales y gozan de los mismos derechos cuando comparten una misma forma de
gobierno. Es sólo con el surgimiento del estado nacional y la irrupción del sistema fabril
cuando el sistema de educación de masas, a cargo principalmente del estado, separado
de la familia y organizado en base a contenidos que se deliberan centralizadamente,
principia a expandirse por Europa Occidental y de ahí hacia el resto del mundo. El
sistema escolar, entonces, nació íntimamente atado al surgimiento de la fábrica (a la
separación entre unidad productiva y unidad familiar), a la creación de una unidad
política artificial, la nación, a cuyos miembros se adscribían un conjunto de derechos, y
a una visión hasta cierto punto meritocrática del orden social, fruto de la influencia de la
reforma protestante[16].

En contraposición a esa inspiración original de la escuela, hoy día ha ganado presencia,


por razones diversas, una concepción más bien eugenésica de la escuela (o un “estado
de familias”, según la denominación de Gutman)[17]: la escuela debe responder a las
preferencias de los padres, ellos tienen derecho a escoger, a la luz de esas preferencias,
entre una multiplicidad de proyectos educativos que moldearán el alma de sus hijos y se
les concede el derecho a transferir ventajas de origen o de cuna a los niños, que nada
tienen que ver con el mérito. Esto plantea algunas cuestiones de interés desde el punto
de vista valórico. La principal de todas, ¿el sistema escolar debe organizarse de manera
que las familias puedan transferir preferencias a sus hijos o, en cambio, disponerse de
tal forma que la comunidad pueda transmitir a las nuevas generaciones los valores
centrales de la vida democrática?

Desde luego, un estado democrático reconoce, prima facie, el derecho de los padres a
transmitir sus preferencias a sus hijos mediante la educación[18]. Este derecho es parte
de la autonomía personal y de un paternalismo admisible, como el que ya examinamos.
Ese derecho, sin embargo, es sólo prima facie: puede ser atenuado de diversas formas.

En primer lugar, los padres no tienen derecho a transmitir mediante la educación


cualquier creencia a sus hijos. Como con ironía sugiere un autor, la admisión sin
cortapisas del derecho de los padres podría hacer surgir escuelas inspiradas en los
diversos harapos ocultistas de cada vez mayor difusión, en conventículos estrafalarios e
ideologías de todo género. Hay ciertamente padres racistas, nazis, estalinistas, deseosos
de educar a sus hijos (a nuestras expensas) en el culto de su Moloch. Padres que
pedirían escuelas en las que sus pimpollos no se sienten junto a condiscípulos
meridionales. Nacerían probablemente escuelas satanistas, otras prestas a llamar como
‘expertos’ a cartománticos y magos, y así sucesivamente[19].

En segundo lugar, una admisión irrestricta de ese derecho lesionaría severamente la


cohesión social y la ciudadanía. Si bajo el pretexto de la libertad de enseñanza, el
sistema escolar simplemente reproduce las preferencias de los padres y las ventajas
heredadas, entonces la sociedad reemplazaría rápidamente el mérito por la endogamia y
conferiría un peso excesivo a las condiciones de origen de las personas. El precedente
derecho de los padres debe morigerarse con exigencias de un currículum nacional.

En tercer lugar, queda pendiente el problema de si el estado debe subsidiar la diversidad


al interior del sistema escolar a fin que cada familia pueda escoger libremente el tipo de
educación que su hijo deba recibir. En la experiencia comparada, hay sistemas
(minoritarios) en los que eso es posible: por ejemplo, Holanda, donde el estado trata por
igual a todos los proveedores educativos (religiosos o no) transfiriéndoles, en principio,
la misma cantidad de recursos. De esa manera, los padres escogen libremente el
establecimiento que más se acomode a sus preferencias. Sin embargo, la regla general
en el mundo (casi toda Europa continental) es la de un sistema escolar neutro que
enfatiza los valores de la pertenencia ciudadana y las virtudes y competencias que
permitan a cada niño gestionar su autonomía.

¿Cuál de esos sistemas es el correcto? Como es fácil advertir, ambos sistemas son
respetuosos de la neutralidad. Un sistema como el holandés, si bien subsidia creencias,
lo hace de la misma forma y con igual intensidad sin considerar a ninguna forma de
provisión como merecedora de mayor apoyo que la otra. Por su parte, un sistema como
el europeo continental capacita a los niños y niñas para que ellos puedan deliberar o
escoger entre las diversas ofertas de sentido que son propias de una sociedad abierta.

En el caso de Chile contamos con un sistema de provisión mixto que se financia, ante
todo, con subsidios a la demanda y que permite que la educación religiosa sea provista
con subsidios estatales. Se trata de un diseño respetuoso con la neutralidad a condición
que trate con igualdad a todos los proveedores y que todos ellos estén abiertos a todos
los estudiantes que los prefieran sin que medie sistema de selección.

El papel de la religión en la vida pública

Uno de los lugares comunes de la sociología de la modernización consistía en afirmar


que una vez que la urbanización, la industrialización y el sistema escolar de masas
estuvieran en marcha, las creencias religiosas principiarían a desvanecerse como por
encanto. Esta profecía de las ciencias sociales se demostró errónea, como lo prueba el
hecho que países tan modernos como EEUU son, sin embargo, profundamente
religiosos[20]. Si lo anterior es así ¿en qué consiste entonces la secularización
moderna?

El problema de la secularización se refiere a las relaciones que median entre la religión


y la modernidad y, tal como aparece en la literatura de las ciencias sociales, alude a
cuatro procesos distintos que conviene distinguir especialmente a la hora de este
análisis.

En primer lugar, por secularización suele entenderse un proceso de diferenciación


funcional en que política, cultura, religión o economía tienden a autonomizarse unas de
otras[21]. En segundo lugar, se habla también de proceso de secularización para aludir
a la decadencia de la religión, a la pérdida de su poder inspirador en eso que la
fenomenología llama “mundo de la vida” (en este segundo sentido suele hablarse de
secularización para aludir al proceso experimentado por las culturas europeas, donde las
iglesias, para usar la célebre expresión de Nietszche, parecen “tumbas y monumentos
fúnebres de Dios”). En tercer lugar, se habla de secularización todavía para aludir al
repliegue de las prácticas y confesiones religiosas a la esfera de lo privado (que es como
puede describirse el ideal norteamericano de un estado neutro a todas las preferencias
religiosas)[22]. Y en cuarto lugar, todavía se habla de secularización para aludir a la
transformación de la teodicea cristiana que se experimenta en las modernas ideologías
de la historia (el caso de Karl Lowith[23]).
Es fácil comprender, al menos desde el punto de vista conceptual, que un determinado
proceso de secularización no abarca, necesariamente, la totalidad de esas dimensiones,
como lo muestra el caso norteamericano, donde la diferenciación funcional está muy
lejos de haber producido una sociedad descreída. En nuestro país, por su parte, durante
el diecinueve comenzó a gestarse una secularización en el primer sentido -de
diferenciación funcional de esferas- cuyo punto de partida fue la separación
constitucional entre la iglesia y el estado, pero no una secularización en los restantes
sentidos: la religión no entró en decadencia, ni perdió poder inspirador, ni tampoco se
privatizó[24]. En suma, en nuestro país la religión sigue estando presente en el ámbito
público y todavía posee fuerza inspiradora para la vida de la gente: es una de las más
intensas ofertas de sentido entre nosotros. Lo que ha ocurrido con ella es que,
simplemente, el espacio estatal se declaró laico.

Ahora bien ¿cuál ha de ser el lugar de la religión en un estado de esa índole? Desde
luego, las diversas confesiones o preferencias religiosas deben ser consideradas una
expresión valiosa de la autonomía de los ciudadanos. Si la autonomía consiste en la
posibilidad de que cada uno pueda discernir cuál es su bien y qué tipo de vida es la que
prefiere llevar, entonces el estado debe reconocer, sin ninguna duda, el más pleno
derecho de todas las personas a practicar el credo y el culto de su preferencia. Este
respeto de la autonomía personal -igualmente distribuída entre los ciudadanos- exige
también que el estado trate con neutralidad a todas las confesiones, que no considere a
ninguna intrínsecamente mejor.

Una consecuencia de lo anterior es que las diversas confesiones religiosas tienen pleno
derecho a hacer valer sus puntos de vista en la esfera pública, aunque no pueden
pretender que el contenido de esos puntos de vista sea reconocido, sin más, como
correcto o verdadero. El derecho a expresar una opinión, razonada o no, es
incuestionable en una sociedad democrática, pero el valor de verdad de esos puntos de
vista debe estar sometido a las condiciones del diálogo público.

Ahora bien, en una sociedad cuyos miembros inspiran sus puntos de vista en
concepciones globales distintas una de la otra, se plantea el problema de cómo ha de
llevarse a cabo ese diálogo público.

Una alternativa es concluir que, en una sociedad atravesada por puntos de vista globales
inconmensurables unos de otros (como suele ocurrir con las concepciones religiosas
enfrentadas), ese diálogo no es posible. En tal caso, el diálogo público debiera ser
sustituido por la simple aplicación de la regla de la mayoría. El diálogo habría sido
reemplazado entonces por una práctica plebiscitaria con todos los problemas que, según
vimos, eso acarrea (el más obvio de esos problemas es que una decisión mayoritaria no
cuenta con ninguna garantía de su corrección).

La otra alternativa es definir las condiciones institucionales del diálogo en una sociedad
cuyos miembros suscriben cosmovisiones distintas y, a menudo, inconmensurables
entre sí. El diálogo exigiría esgrimir razones que fueran susceptibles de ser evaluadas
por todos, con prescindencia de la cosmovisión religiosa que inspire sus vidas. Así
entonces, todos los puntos de vista podrían ser motivados por cosmovisiones de la más
diversa índole y hechura metafísica; pero a la hora de hacer valer esos puntos de vista
ellos debieran ampararse en razones susceptibles de ser reconocidas por todos ¿Cuáles
serían esas razones?: quedan definidas por el procedimiento. Es decir, debe tratarse de
razones susceptibles de estar amparadas bajo reglas que cuenten con el reconocimiento
de todos.

En una sociedad democrática esas reglas que cuentan con el reconocimiento de todos
son las reglas constitucionales: en el debate público, entonces, deben esgrimirse razones
susceptibles de ser amparadas por ese tipo de reglas.

Así, las diversas cosmovisiones en juego -que son fruto del libre discernimiento y la
autonomía de los ciudadanos- contribuyen libremente a motivar la acción de los sujetos
y a inspirar sus puntos de vista. Cada sujeto motiva su acción por la forma de vida de la
que forma parte o la visión global que ganó su adhesión. Igualmente, cada sujeto puede
hacer valer ese punto de vista a la hora de orientar la conducta de terceros: que es lo que
ocurre típicamente cuando se trata de discutir una ley, es decir, un regla que impone
coactivamente una cierta orientación. En este caso, debe amparar ese punto de vista en
razones admitidas por alguna regla constitucional[25]. Y en todo aquello que las reglas
no prevén, los sujetos, como sugería Spinoza[26], deben quedar libres.

Los medios en una sociedad plural

Uno de los rasgos de las sociedades modernas es lo que un autor llama la


“mediatización de la cultura”. Las sociedades modernas se caracterizarían porque la
producción simbólica, desde la religión a la ciencia, pasando por la moda y las
costumbres, principia a ser depositada y transmitida a través de medios masivos
organizados industrialmente[27].

Ahora bien, algunos autores sugirieron que la mediatización de la cultura, en especial la


aparición de la prensa, dio lugar al surgimiento de una esfera en la que los ciudadanos
deliberaban racionalmente acerca de los asuntos comunes. Mediante la razón los
ciudadanos procesaban sus particulares puntos de vista acerca del mundo que tenían en
común. La existencia de esa esfera fue, sin embargo, flor de un día. El desarrollo de la
industria de los medios y la mercantilización de las comunicaciones acabó con esa
esfera raciocinante y dio paso, sugiere Habermas, a un ámbito donde los medios
escenifican el espectáculo del poder. Así entonces el pluralismo que es propio de las
sociedades modernas podría perder la posibilidad de ser procesado racionalmente
mediante la deliberación colectiva en los medios.

Una opinión distinta de ese mismo fenómeno tienen algunos otros autores. Entre ellos
Thompson, quien sugiere que los medios modernos radicalizan el proceso que se inicia
con la reproductibilidad técnica de los mensajes. Si con el correo y la imprenta los
mensajes comenzaron a independizarse de la presencia simultánea de emisor y receptor,
hoy día los medios han suprimido casi del todo el tiempo y la distancia. A ese
fenómeno, según Thompson, se suma otro: la comunicación, al establecerse entre
sujetos que no están co-presentes, ya no se asemeja al modelo del diálogo que parecía
tener a la vista Habermas cuando imaginó su esfera pública: una especie de
conversación ampliada entre los ciudadanos adultos. En cambio los medios, en
especial la televisión, establecen vínculos hasta ahora inéditos entre la visibilidad y el
poder. Así, ser visto o aparecer pasa a ser un aspecto fundamental del poder
contemporáneo y la gestión de esa visibilidad un recurso clave de la política. Si el
pluralismo ya no puede ser procesado racionalmente en los medios, como soñó
Habermas, al menos puede encontrar reconocimiento en ellos: acceder a la experiencia
de ser visto y confirmar, en esa experiencia, su valor.

En cualquier caso –sea que se conciba a los medios bajo el modelo de Habermas o el de
Thompson- de lo que no parece caber dudas es que, en las sociedades modernas, el
ámbito de los medios de comunicación es inseparable de la pluralidad de formas de vida
y de sentido.

Lo que cabe entonces preguntarse es si los medios deben promover una de las varias
formas de vida en competencia o si, en cambio, deben expresarlas todas. La pluralidad
¿debe darse entre los medios o al interior del contenido de cada uno de ellos?

Las sociedades modernas -este es el revés de la cultura mediatizada- organizan los


medios bajo la forma de mercado: no hay obstáculos formales a la entrada de nuevos
medios y, en principio, no hay control ex ante del contenido que mediante ellos se
transmite. Esa definición formal se altera, sin embargo, por las desigualdades
económicas existentes (la posibilidad legal de erigir un medio no siempre se condice
con la posibilidad real de hacerlo) y por la economía política de la industria (por razones
de escala y de audiencias algunos medios tienden a concentrarse). Los medios modernos
arriesgan, entonces, el peligro de inhibir o silenciar puntos de vista que son importantes
para la deliberación pública.

Sin embargo, con defectos y todo, no parece haber ningún arreglo alternativo mejor en
una sociedad plural que un mercado abierto de medios. La cuestión parece consistir más
bien en cómo corregir las fallas más previsibles de ese mercado. La más obvia de esas
fallas -y la más importante desde el punto de vista del pluralismo- es lo que se ha
llamado el “efecto silenciador” del mercado de los medios: al estimular la
concentración, el mercado dejaría fuera a puntos de vista que merecen expresarse ¿Qué
mecanismos existen para superar esa importante falla?

La alternativa más a la mano consiste en subsidiar con cargo a rentas generales a


quienes carecen de recursos propios para hacer oír su voz. Esto incluye, por ejemplo, la
existencia de fondos concursables para crear contenidos simbólicos (un film, una obra
de teatro, un programa de televisión) o para fundar o establecer medios (radios locales,
diarios comunales). Un sistema de licitaciones o de sorteos (este es el mecanismo más
neutral al contenido) podría ayudar a que puedan acceder a los medios masivos quienes
no logran hacerse oír por sí mismos.

Otra alternativa es establecer un sistema de medios con obligaciones fiduciarias. Un


ejemplo de esto es el mecanismo regulatorio del derecho norteamericano. Fundado en el
hecho que el espectro es escaso (y que no todos, aunque quisieran, pueden incorporarse
a él), la ley norteamericana concibe a los medios como custodios y promotores del
interés del público. A pesar del hecho que la conciencia y el juicio a la hora de
administrar una radio estación son necesariamente personales, la estación en si misma
debe ser operada como si la poseyera el público y como si, eligiendo al mejor de entre
ellos, le comunicaran la siguiente prescripción: “maneja esta estación en nuestro
interés”. La situación de cada una de las estaciones está determinada por esta
concepción
Esa concepción de los medios permite que la ley -apoyada por la jurisprudencia- grave a
las televisoras con el cumplimiento de obligaciones que vayan en interés de las
audiencias como ocurre, por ejemplo, con la obligación del cable de transmitir ciertos
programas de interés general o comunitario (las conocidas como reglas del must carry).

En fin, siempre es posible contar algún medio (o con varios, como es la regla general en
Europa) cuyo gobierno corporativo asegure la presencia de la mayor cantidad de
intereses posibles. Esto es lo que ocurre en el caso de Chile con Televisión Nacional.

En cualquier caso, lo que parece claro es que no es posible asegurar que los medios
masivos reflejen con estricta fidelidad el pluralismo de sentidos y de voces que es
posible observar en las sociedades contemporáneas. Un objetivo como ese parece
laudable pero, a poco andar, conduciría a algo parecido a una pesadilla. Es inevitable
que el sistema de medios masivos refleje las diversas influencias y el distinto poder de
las formas de vida y de los grupos de interés que subsisten en la sociedad.

Un mundo en el que la pluralidad se reflejara estrictamente en los medios se parecería a


esos mapas absurdos con que soñó Borges: a fuerza de ser fidedignos acaban poseyendo
el mismo tamaño del territorio al que se refieren. Algo así es simplemente imposible y
no se compadece con la índole inevitablemente selectiva de la comunicación.

[1] Berger, P. (ed.) The Limits of Social Cohesion, Westview Press. 1998. Taylor, Ch.
A Secular Age. Harvard University Press. 2007. Walzer. Tratado sobre la Tolerancia. B.
Aires. Paidos. 1998.

[2] Tönnies, F. Comunidad y Asociación. Barcelona: Península. 1979.

[3] Beck, U. Hijos de la libertad, mexico. FCE.1999. Beck, U. La sociedad del riesgo
global. Siglo XXI. 2000. Taylor, Ch . Modern Social Imaginaries. Duke University
Press. 2004.

[4] Berger, P. (ed.) 1998. Op. Cit.

[5] Dworkin. Liberal Community, en California Law Review. Vol. 77. N° 3 (May).
1989.

[6] Condorcet lo defendía sosteniendo que la ley de las probabilidades obraba a favor
del mayor número. Bentham sugirió que si lo correcto era promover el mayor bienestar
para la mayor cantidad de gente, entonces era prima facie correcto que el entorno ético
fuera coincidente con lo que el mayor número prefería, etc.

[7] La más famosa de todas es la prohibición de la película La Última Tentación de


Cristo. Allí la Corte esgrimió que era correcto prohibir su divulgación puesto que el
contenido de la película ofendía el sentimiento de la mayoría de los ciudadanos.

[8] Algunas de las interpretaciones de la ética aristotélica, por ejemplo, conducen al


paternalismo.

[9] Si Pedro piensa que la acción x carece de todo significado relevante, es poco
probable que ese significado adquiera relevancia si x se impone al sujeto en cuestión.
[10] Peña, C. El concepto de cohesión social,. Fontamara. México. 2009

[11] PNUD Las paradojas de la modernización. Santiago. 2005.

[12] Nozick, R. Anarquía, estado y utopía. México. FCE. 1988.

[13] Hayek, F. Notas sobre la evolución de los sistemas de reglas de conducta en


Estudios de Filosofía Política y Economía. Madrid. Unión Editorial. 2007.

[14] Rawls, J. Political Liberalism. Columbia University Press. 1993.

[15] Un sistema nacional de enseñanza, con los niños separados en cursos según la edad
y el grado de conocimiento, cada uno en su aula, bajo la inspiración de un sistema
incremental de aprendizaje y relativamente separado de la familia.

[16] Durkheim, E.La educación moral. Buenos Aires, Editorial Losada. 1977. Goodson,
I. Historia del currículum. La construcción social de las disciplinas escolares.
Barcelona, Pomares. 1995.

[17] Gutman, A. Democratic Education. Princeton University Press. 1978.

[18] Este derecho es el que subyace en la llamada libertad de enseñanza: el derecho de


los padres a escoger el tipo de educación que prefieren para sus hijos.

[19] Ruiz Miguel, A. Laicidad, laicismo, relativismo y democracia en Vázquez, R.


(Coord.) Laicidad. Una asignatura pendiente. México, Ediciones Coyoacán. 2007.

[20] Lehman, C. ¿Cuán religiosos somos los chilenos? en Estudios Públicos N° 85.
CEP. 2020. Taylor, Ch. Op. Cit. Dworkin, R. Op. cit

[21] Este es el sentido que es posible asignar a la secularización en la obra de Parsons


en el mundo norteamericano, Luhmann en el europeo o Germani en latinoamérica.

[22] Casanova, J. Religiones públicas en el mundo moderno. Madrid. PPC. 2000.


Berger, P. Para una teoría sociológica de la religión. Barcelona. Kairós. 1971

[23] Barach, J. The sense of history: on the political implications of Karl Lowith´s
concept of secularization, History and Theory. Vol. 37, pp. 69-82. 1988.

[24] Serrano, S. ¿Qué hacer con Dios en la República? FCE.2008.

[25] Rawls, J. Political Liberalism. Columbia University PressRatzinger. 1993.


Habermas. J. Dialéctica de la secularización, Madrid, Encuentro. 2006.

[26] Spinoza, B. Tratado Político (traducción de H. Giannini), Santiago, Universitaria.


1989.

[27] Thompson, J. Los media y la modernidad. Una teoría de los medios de


comunicación. Paidós. 1998.

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