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CUENTOS FUGACES
OBRAS DE LUIS TABLANCA

PUBLICADAS

Cuentos sencillos.

EN PREPARACiÓN

La dulce coyunda (novela).


La flor de los aftos (poesías).
. '. - - .

~.~_:~~,~~;A -_

Cuentosfu-gaces

BARCELONA

LIBRERíA SINTES
RON.'" DE ~ UmVItRSIDAD. 4
• Il11T •
A mis excelentes amigo8 los señores
Jáeome Niz, de Oeeña, en prueba de cordial
8stimación.
E. P.F.

Bogotá, junio de 1916


ÍNDICE

!'r·
La florida ilusión. 1
La ladrona ... 7
Doble quebt'anto . 10
LOI clavos de Cristo. 14
L. resurrección 19
La cajita blanca .. 27
Patal delpedlda .. 31
ICualquiera se piertle! 36
AfInidades ocultas 40
Elcena rursl. .. 44
Un suicida •... 47
El placer de morir 52
El primer verso .. 62
Las hermanas Vida y Muerte 66
Las puertas del Cielo 70
Las hadas ..... 76
Obra de misericordia 79
El poema del verano. 83
El obrero feliz ..... 88
L. endiablada juventud 92
Más allá del misterio 95
LBSsortijas ..... 100
La florida ilusión

A Leopol~o Clela Rosa

D E la tierra ardorosa del Puerto regresaba el


arriero con una grande alegria, y de tal modo
se le ensanchaba el corazón, que de vez en cuando
se sorprendía de haber cruzado la sabana calcinada
o la cuesta penosísima sin darse la más ligera cuen-
ta. Ya en los anchos terraplenes del embarcadero,
que lamen las aguas profundas al pasar en silencio,
había estado la noche anterior entre la vacua mara-
villa de un sueño, sólo por haber visto navegar, río
abajo, en una frágil piragua cargada de pesca, un
angelote marinero, desnudo y broncíneo. En el ven-
torro de la sierra, después de la ruda jornada, al ir
a soltar las mulas en el gramal oloroso y fresco,
otra visión le había deslumbrado en la forma de un
rapaz abrilero que pasaba cantando un aire de vi·
l1ancico en el pastoral oficio de guardar unas cabras.
Y al tenderse sobre las albardas en la solana, hú·
medo aún del sudor del viaje y trascendiendo a mu-
gre, durmióse cansado y feliz para soñar de nuevo.
No era él el arriero que de Ocaña iba al Puerto
transportando frutos y mercancías, un día tras otro,
y por meses y por ailos. Érase, sin admirarse de
1
-2-
serIo, el príncipe anciano de un cuento {}ue en la bo-
degaJe habían referido, noches atrás, cuando a la
espera de un buque se había sentado con otros mo-
zos en los poyos de cemento del terraplén. Estaba·
casado con Benedelsa, su propia mujer Benedelsá, \
que llevaba un traje de hilos de oro y se tocaba los
cabellos con esas mortecinas estrellas que se ven en
los confines del cielo en las noches claras del vera-
no, y que él había subido a robarlas cuando de mozo
le florecían los amores. Benedelsa estaba vieja, tan
vieja que daba pesar, y ambos, sentados en las sillas
doradas de un trono, veían acercarse la muerte y
lloraban por no tener a quién dejar las cajas de
onzas de oro, las mesnadas de esclavos, las vaca-
das, los trigales y el palacio, que estaba construído
del nácar más bonito. Lloraban y se envejecían
cada vez más, blancos de canas y apenas percepti-
bles en los altos sillones. Y de pronto habían sen-
tido una brisa celeste, se habían llenado los ámbi-
tos de suavísima luz y habían visto junto a ellos un
rapaz angélico que Dios.les mandaba, a ratos bron-
cineo, como el niño de la piragua, y a ratos ru-
bio, como el cabrerizo que cantaba saltando por
los riscos.
Despertóse al amanecer y salió al patio aspiran-
do satisfecho ese olor de la madrugada que en las
sierras tiene el encanto de resumir el despertar de
los pájaros, el apagarse de las estrellas, las locuras
del agua en la noria y las quejas del recental ... Y
pensó en voz alta:
- De seguro que Benedelsa ha parido un varón.
y puso de rodillas el alma para loar a Dios.
-3-
Era un campesino fuerte, de espaldas anchas y
gibosas, de ágiles miembros de acero y piel curtida
y requemada. El cabello lardoso se le pegaba en las
sienes hundidas y la barba, muy crespa y muy negra,
le adelgazaba las mejillas. Aun no tenía canas y ya
pisaba de cerca los cuarenta. Su mujer, Benedelsa,
era más vieja, y por primera vez, a los cuarenta y
seis aiios había quedado en cinta.
Resoplando cansada, la recua transponía la cor-
dillera, descendiendo por el camino polvoroso y cli-
vaso cavado en tierra bermeja, y Rafelo detrás, con
el látigo alzado sobre el hombro, la aupaba con esos
gritos guturales, prolongados y melancólicos que
los ecos transforman en quejidos.
Ahora era una zagalina la que lo transportaba:
blanca y rosada, con los bucles como el oro, corría
desnuda por el patio de un casal a la zaga de una
mariposa, y tras ella iba la madre con los brazos
abiertos en un cerco amoroso para cuidarla de cal.
das. ¡Oh, Dios, una perlita como aquella deseaba
también en su hogar; que él la viese caminar aga-
rrada a los vestidos de Benedelsa, que le llamase
papá con un balbuceo igual al canto de los pájaros!
y recordó, deleitándose, las compras que había
hecho con lo que ahorraba de sus jornales, priván-
dose de la copa de aguardiente y mermando las
comidas: una cuna de balancines, un payaso de
caucho y un mosquitero de punto. También Bene-
delsa, sentada en su sil1a, había pasado las tardes
con la aguja entre las manos, preparando el ajuar
diminuto y sintiendo moverse en sus entrañas la ben-
dición de Dios.
-4-
Recordaba Rafelo su vida pasada, sus amores
con Benedelsa, las disputas con el suegro celoso
cada vez que le sorprendía rondando el ventanuco
de las alcahueterías o los bardales de la huerta; des-
pués el rapto una noche obscurísima y el viaje con'
su prenda camino del Puerto, y en el Puerto la boda'
a que 10moviera con sencillísimas razones el buen
cura del lugar. Y allí había comenzado la espera de
un chiquitin que nunca se presentaba. Hasta ahora.
Cuando entregó las cargas y enfiló hacia su casa
una fuerte corazonada 10 hizo palidecer: en su ba-
rraca pasaba algo grave, las puertas y ventanas
permanecian cerradas y en el zaguancillo dos viejas
comadres del barrio hacían comentarios, con expre-
sivos ademanes. Al '-entrar Rafelo las mujercillas se
apartaron, humillándose Y canturreando:
- '" ¡Ay, está muy mala!. .. Se quiere morir ...
Rafelo sintió en los ojos un golpe de lágrimas
cuando miró sobre la mesa del corredor un perol de
agua caliente, cuando sintió un fuerte olor a hierbas
medicinales y oyó adentro los lamentos angustiosos
de la que pagaba con creces la maldición eterna,
aquella perentoria condena del airado Jehová, que
acarreada por la desobediencia y la soberbia de la
madre Eva, bajo el hechizo de la serpiente, hizo
estremecer de pavor los jardines candorosos del
Paraíso.
Durante la noche las vecinas expertas entraban
y salían infructuosamente con pócimas y brebajes.
Las viejas, recordando sus trances amargos, con-
versaban a la sordina, fumando como brujas, con la
candela de sus tagarninas entre la boca.
-5-
- Malo... malo, cuando ya es inútil el cuemeci-
to del centeno.
- Acaso haya de por medio labor de demonios.
Estos hombres ... Cuando la mujer legitima les abu-
rre, que les aburre siempre, se buscan por fuera en-
tretenimientos, mozas de mala fe que los embrujan
con bebedizos. Conozco historias espantosas.
- y las mozas de los puertos son el enemigo
malo...
Rafelo paseaba por el patio con el alma en un
hilo, en la más cruel de las dubitaciones. ¿Por cuál
de las dos vidas había de rogar al cielo? Y alzaba
los ojos a la bóveda azul, donde las estrellas parpa-
deaban eternas. En el aposento los ayes de Bene-
delsa apenas eran perceptibles.
Por la mañana vino el médico, y el marido, que
era un campesino fuerte, hecho a todas las adversi-
dades, no pudo resistir la vista de los aparatos ni-
quelados y se salió a la calle enloquecido de pena y
sin hablarle a nadie, pues al hablar un nudo de lágri-
mas se empeñaba en ahogarlo. Caminaba por la mi-
tad de la calleja con los ojos hundidos y lucientes,
como en las fiebres. Estaba despierto y deliraba.
Era de nuevo el príncipe anciano' del cuento, pero un
prfncipe agonizante, y a su lado su vieja mujer Bene-
delsa yacía encorvada y muerta, con los cabellos de
plata desatados y a los vientos. En tomo todos los
hijos que no tuvo pasaban en una fuga irreal: éste,
negro como la pez y en una piragua; aquél, rubio,
apacent-ando cabritos; esotra, cazando mariposas.
Los vecinos le miraban pasar sobrecogidos de
dotor, sin atreverse a preguntarle por la que juzga-
-6-
ban ag6nica O muerta. Y Rafelo seguía en su deli-
rio: ahora veía su casita cerrada para siempre; Be-
Iledelsase había marchado para no volver, se la
habían llevado en una caja negra ... Y él, ¿qué haría
entonces? ¡Solo, solo en el mundo, sin aquella espe-
ranza que le había servido para devanar la vida du-
rante veinte años!
De pronto vió que con las manos en la cabeza y
el gesto loco, como alegres rapazas tempraneras,
venían corriendo hacia él las viejecitas del barrio;
sus voces cluecas tenían alborozo de campanas que
repican en sábado de gloria:
- ¡Albricias, Rafelo, albricias, que son dos lin-
das perlas, dos granos de oro, tus niños mellizos!
¡Dos niños mellizos!
- ¡El uno es un nácar, como el rey Me1chor!
- ¡El otro es un bronce, como el rey Gasparl
- ¡Dos hijos de rey!
La laorona

UANDO llamaron al P. Rufino para que oyera


C en confesión a su amiga Rosita, tan viejecilla
como él y objeto de su noble cariño, caló sobre sus
canas la teja de terciopelo, tomó el libro de oracio-
nes para los moribundos y se echó a la calle tan rá-
pidamente como se lo permitía su obesidad. Se ale-
gró de encontrar a la enferma con una serenidad
beatífica, y sentado a la cabecera del lecho, cubier-
tos los ojos con el pañuelo, hecho cargo de su sagra-
da función, escuchó las palabras que temblaban en
los labios casi helados por la muerte.

- Fui dada a murmurar de mi prójimo; pero 10


hice sin maldad, sin difamar ninguna honra, acaso
porque en mis largas horas de labor el demonio me
acechaba ...

- ¿Envidia? Tal vez de muchacha ... Envidia de


los ojos de Adela, de los cabellos de Julia ... de las
manos blancas de María ...

_ ¡Ay! El orgullo que tuve antaño a causa de mi


talle, de mis colores y mi voz, de mis pies pequei\i-
tos y mis habilidades de arpista, fué muy castigado,
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pues los años de todo ello me privaron lentamente ...

- Sí, tuve varios amores ... cuatro ... cinco. Dos


de ellos no me naefan del corazón y presto los eché
al olvido; los otros eran sinceros y por poco me
cuestan la vida. Padre, no me puedo arrepentir de
esos amores, son como un sol lejano que todavía me
ilumina y me da calor.
- Ego te absolvo-dijo el confesor, conmovido
hasta el alma. Y ella continuó con voz muy delgada:
~ Padre Rufino, también he robado ...
- ¿Tú?
Por vicisitudes muy comunes en la vida, Rosita
había pasado de la holgura a la más triste pobreza,
y había dedicado los tres últimos lustros de su vejez
al oficio de labrar cera para las iglesias y los difun-
tos. En el amplísimo patio de 'Su caserón antiguo,
de rosal a rosal, de mirto a mirto. de jazminero a
jazminero, las sartas de anillos de cera cambiaban
poco a poco su color, que recordaba la miel de los
panales, por el blanco mate, émulo del de los pétalos
del nardo. Mientras esto acontecía, Rosita paseaba
por los corredores hilando el algodón de los pabilos
y con rara habilidad hacía bailar el huso negro,
donde la hebra se enrollaba paulatinamente. Nadie
sabía elaborar como ella los cirios altísimos que en
los solemnes domingos de minerva ardían sin chis-
porrotear y arrancando a la custodia sagrados re-
flejos; las pesadas hachas para los exvotos, que los
campesinos iban a ofrecer caminando de rodillas
sobre las duras losas; las velas de la Candelaria,
pequeñas, delgadas, de culito verde, que se enclen-
-9-
den a los agonizantes cuando sus ojos,n.q ~ed~n,vef'.
ya las cosas terrenos; los cirios amarillos para b.ls.
capillas ardientes. A más de lo anterior, Rosita sa-
bia adornar, para las andas de la Virgen, grandes.
cirios altísimos, con hojas y flores de cera más blan-
ca todavía, casi transparentes Y de naturales relie-
ves, que sus dedos de anciana lograban prender a
los cirios como por sutil ciencia de arañas.
_ Padre Rufino, también he robado ...
- ¿Tú?
_ He robado de la cera más blanca un poquitil1o-
todos los días, casi nada, 10 que arrancaba en un
pellizco ... ¡Oh, Padre, ya sé que lo he de restituir!. •.
He labrado con esa cera dos altos cirios llenos
de hojas y de flores que parecen dos jazmineros de
cera blanca, los cuales como restitución quiero que
me enciendan delante de mi caja mortuoria ... Du-
rarán toda la noche, deshojándose pétalo a pétalo ..•
y el Padre murmuró en un sollozo ...
_ Ego te absolvo ... ¡Rosa mística!
Doble quebranto

AH' tiene usted - dijo el narrador - el nombre


de una santa que, sin quererlo, cometió el acto
más inhumano del mundo. Tan inhumano, tan cruel,
{}ue su pobre cabeza no resistió el remordimiento
y desde entonces está en el manicomio, donde su
extraña locura es objeto de la curiosidad de sus
mismos compañeros de desgracia.
Deseosos de conocer aquetla historia, guardába-
mos un profundo silencio; el médico, inclinado para
apoyar el codo en la rodi\1a, mantenía en la diestra
las gafas que se había quitado poco antes, y con
ellas accionaba, deslumbrándonos a ratos con el
bri\1o de la luz reflejada en los cristales.
- Marta Maltés - continuó diciendo - había
enviudado, quedando con un solo hijo, muchacho
rayano en los quince, que por tener los mismos ras.
gos fisonómicos de su padre fué objeto de uno de
esos amores sin medida, morbosos si se quiere, que
a más de un desgraciado chicuelo han llevado por
caminos de mimo y consentimiento a la crápula y la
perdición. El hijo de Marta Maltés. desde que se
quedó huérfano y se sintió mimado, tomó el caminito
de que os hablo. Empezó por ser un lechuguino,
buscó mujeres después. se acercó a las mes.as. cf ••.
-11-
juego y acabó en borracho perdido. Naturalmente.
la herencia paterna, aquel pequeño capital, fruto del
trabajo asiduo y de la más severa economía, iba
mermándose a ojos vistas y hubiera concluído en
absoluto si Marta no hubiera intervenido a tiempo.
Un día dijo al mozo: no más; y así 10 cumplió. Pero
ya no era preciso y necesario el dinero; las natura-
les vallas del recato y el temor al qué dirán, todas
estaban echadas por tierra, y Manuel iba por esos
obscuros vericuetos de la desvergilenza tan a sus
anchas como si en ellos hubiera nacido.
Lo que la santa mujer sufría con estas cosas no
es para contado. Cuando lo llevaban a su casa casi
muerto de la embriaguez, eso era lo de menos. Más
temía la noticia de que estaba en la cárcel o cuando
la insultaban porque se negaba a cubrir cuentas
por licores consumidos en bacanales estúpidas. y no
tenía Manuel más de veinticinco años; pero ya no
era el arrogante joven de poco antes: la relajación
en que había caído se marcaba en su rostro con una
repulsiva expresión de cansancio y bellaquería.
Había llegado a ser fastidioso hasta para sus ca-
maradas de otros días. Sólo Marta Maltés- jah, las
madres! -, con paciencia inagotable, le atendía hu-
mildemente, insinuándole temerosa el buen consejo,
<:on la esperanza de que a la postre habría de ha-
cerla renacer para el bien. Pero, en vez de conmo-
verse ante aquella abnegación de la anciana, Manuel
lo que hacía era abusar. Cuando en las altas horas
de la noche las tabernas le cerraban sus puertas y le
~rrojaban a la calle, después de caminar hablando
incoherencias, cansado, molestoso, golpeaba en su
-12 -
casa y Marta Maltés salía a abrirle. A ella le con-
formaba Un poco saber que al fin estaba bajo el
techo de Su cusa, durmiendo un sueño comatoso en
su antigua cama de niño mimado. Colocaba un jarro
de agua fresca a su alcance, lo descalzaba y salía.
Por las mañanas, al lIevarle el desayuno lo recon- ,
venía humildosa, casi llorando, y el mozo la miraba
Con ojos estúpidos, fr{os, incomprensivos ... Se le-
vantaba tarde, pedía dinero, y ante la tenaz nega-
tiva de la madre, acababa el vicioso por encoleri-
zarse e insultarla. Algunas veces al salir se llevaba
oculto algún objeto para venderlo.
Una noche, Marta Maltés, después de rezar lar-
gamente, habfa terminado por dormirse, cuando vio'
nieron a despertarla fuertes golpes dados por el
borracho, que llegaba. Marta no se sentfa bien, es-
taba con fiebre, le dolía la cabeza; no obstante, se
envolvió en una manta y salió a abrirle. Apenas
acabó de descorrer los cerrojos cuando la voz de
Manuel, cavernosa y repulsiva, dijo:
- Anda, entra. - Y trató de empujar a una
mujer. Marta Maltés comprendió al punto qué clase
de persona era aquella compañera nocturna que
trafa el hijo infame; la misma impresion de asco
que la dominó inmediatamente le dió una fuerza ex-
traíla para rechazar la pareja inmunda y cerrar de
nuevo la puerta. No pudo dormir más aquella noche
y sin quererlo profirió una maldición:
- ¡No pondrás más los pies en esta casa, mal hijo!
En los dos o tres dias siguientes Manuel no se
dejó ver. ¿Sintió, acaso, el arrepentimiento de su
crimen y buscó la soledad para apurar una horrible
- 13-
pena? No se ha sabido ~nca. A la cuarta noche,
más o menos, a altas horas de la madrugada, fus
conocidos golpes sonaron en la puerta. Marta, des-
pertada por ellos, se incorporó en el lecho y escu-
chó. Los golpes se repitieron, lentos, sin fuerza,
como si un extraño temor llenara de vacilación la
mano que los daba. Marta dudó un momento y luego
se reclinó de nuevo murmurando:
- No ... Vete a otra parte ... ¡Mal hijo!
Se durmió de nuevo. y no debo decir que se
durmió, sino que cayó en una somnolencia de esas
entre las cuales nuestra inteligencia parece como un
insecto preso en las mil envolturas de una tela de
araña. Exactamente. La pesadilla nos corre sus ma-
nos frías por el cuerpo, queremos despertar, hace-
mos violentos esfuerzos y los hilos tenues del ex-
traño sopor nos mantienen entre sus mallas. Marta
Maltés, caída en aquel estado angustioso, oía cosas
que la mortificaban, que la torturaban implacable-
mente, y, sin embargo, no podía levantar la cabeza
ni entreabrir los ojos. Oía un quejido moribundo,
una voz dolorosísima de niño envejecido que cla-
maba humilde:-Mamá ... mamaíta ... -Oía un ester-
tor de agonía, el ruido de unas uñas que arañaban
la puerta ...
Cuando despertó estaba amaneciendo. Rápida-
mente dejó el lecho y apenas vestida corrió a abrir.
y ahí, en el umbral, como un perro sin dueño, el
pobre hijo estaba muerto, casi en cuclillas, mojado
por la lluvia. Cuando le faltó el apoyo de la puerta,
el cadáver se inclinó hacia adentro y rodó a los pies
de la madre ...
Los clavos de Cristo

C RISTANCHO, aquel viejo Cristancho que había


sido alcalde o juez en todos los pueblos de la
provincia, tenía siempre un cuento sin referir y me
lo refería cada noche que nos reuníamos a cenar los
ricos pasteles acostumbrados la noche del sábado en
Ocaña. Mientras la moza nos servía trayendo platos
y tenedores, destapando los sabrosos encurtidos de
ajíes y cebollas y preparando las tazas para el café,
Cristancho sacaba los espejuelos, pues andaba el
pobre tan corto de vista que sin ellos no habría
distinguido el queso del pan, y después de pasarse
los alambres tras de las orejas y cabalgarse el so-
porte de los vidrios sobre la eminencia borbónica
de la nariz, miraba en torno muy despacio y decía:
- En otra ocasión ...
Era como si agregara un párrafo a una relación
ya comenzada, y el párrafo era un cuento, y la re-
lación la de toda su vida, divertida y fisgona entre
códigos y le~ajos que a derechas no entendía, ni
necesitaba entender, pues su conciencia se ufanaba
de no haber hecho cojear nunca la sabia justicia.
He aquí una de sus mil historietas:
- En otra ocasión era yo juez en San Calixto,
pueblo que, como bien lo sabes, está formado en su
- 15-

. mayoría por gente trabajosilla de lidiar, por lo ma-


liciosa y aviesa, por 10 sagaz y enredadora. Y pre-
sentóse un día en el despacho una moza como de
veintitrés años, alta ella y morena, provocativa
como las manzanas de Mesarrica, con amplio traje
de percal azul y pañolón de merino negro. Llevaba
de la mano un niño que apenas contaría semanas de
dominar los ejercicios del bípedo y ya el muy mo-
coso no quería que 10 llevasen en los brazos. La tal
moza, en cuanto le di audiencia se echó a llorar,
quejándose de ser mujer casada y estar sufriendo
por parte del marido el mayor de los desacatos, sin
haberle dado motivos para e\lo. Según sus palabras
y en pro de la verdad, ninguna esposa podía ga-
narte en todo 10 que se \lama fidelidad, recato y
economía, sin ser de aque\las que le dejan la carga
al otro, porque también trabajaba en cuanto se 10
permitean sus condiciones de mujer y de madre. Un
discurso regularmente hilvanado, que de seguro
premeditó y compuso a fin de ablandanne el cora-
zón y comprometerme a que condenara al culpable
de su marido a 10 que de antemano estaba obligado
por el sacramento.
La mandé sentar e hice que se citara al deman-
dado, lo cual fué cuestión de minutos, pues como el
pueblo es pequeflo, no bien anduvo el comisario una
media cuadra se lo topó y 10 trajo.
- ¿Es usted el señor Ambrosía Trompa?
- Un servidor.
Andarla mi hombre bajando la cuestecita de los
sesenta y era 10 que se nombra un pergamino viejo;
pequeñito, flaco, patizambo, con la piel casi negra
- 16-
<le 10 curtida ,y arrugada y los cabellos lardosos le-
vantados en la forma cónica que les había impreso
-el sombrero de caña que usa nuestra gente pobre.
Olía a indio motilón el raro vejete, a pesar de su
nombre castizo. En cuanto miró a la prójima que lo
estaba aguardando se metió los dedos entre el pa-
jonal de la cabeza y se sonrió de la manera más
-cómica imaginable, dejándome ver sus dientes lar-
gos y amarillentos.
-Señor Ambrosio Trompa-le dije-, ¿conoce
. usted a la seijora que está presente?
- ¡Válgame Dios, señor Juez! Tan la conozco,
.que es mi mujer y se llama Bernabela Contreras.
Hablaba con tal aplomo, con una voceciHa tan
fina, con un gesto tan natural, que yo me sentí des-
~oncertado, pues esperaba oir negativas coléricas
o cosa semejante. El campesino se había acercado
un poco a la muchacha, como queriendo decirle algo;
pero ella se retiró violentamente, torciéndole los
{)jos con gesto de rabia inocultable. Yo continué,
adoptando un tono familiar:
- Pues bien, señor Trompa, la sefiora 10 ha de-
mandado a usted para que, como legítimo esposo,
-cumpla usted con ella los deberes de su estado.
El demandante abrió los ojos Heno de pasmo y
se acercó a la mesa, cruzándose de brazos:
- ¡Pero, señor Juez, si no es culpa mía, si es
-cosa de tos años! - Y dirigiéndose a la moza con
,mimo burlón: - ¡Qué cosas tienes, Bernabela!
La moza, toda vacilante, se atrevió a decirme:
- ¡Me le ha negado el Trompa a este inocen-
.te!. ..
- 17-

Entonces mi hom~te soltó a reir, encorvado -para


apretarse las tripas con las manos. En cuanto el
aliento se lo permitió, exclamó en voz alta:
- ¡Con su venia y permiso, señor juez! ¡Ya ve
usted qué simpleza y lo que es no saber explicarse!
¡Lo que quiere es mi nombre, mi apellido para esa
criatura!. .. ¡Lo que no puedo darle! - Acabó de
serenarse y, pidiéndome licencia para acercárseme
mucho, me dijo a media voz: - Meta la mano en su
pecho y dígame si tengo razón o no la tengo. Yo
estoy viejo y feo; lo que salta a la vista no hay que
negarlo. Pero así, viejo y feo ... en fin, usted com-
prende, señor juez. Tuvimos tres hijos y vivimos
en paz. Pero los años no pasan de balde y lo que un
día no se llevan, más tarde lo destruyen, y se caen
los dientes, y se pierde la vista, y ... usted compren-
de, señor juez ... Sin embargo, nació este otro niño
y lo quiero como a las niñas de mis ojos ... pero ...
no es Trompa, señor ...
Bernabela se levantó, llorando, a decirme:
- Ahí lo tiene, negando la luz del día. - Y to-
mando con alguna brutalidad al inocente, lo alzó
sobre la mesa para que yo lo mirara. - ¡Fíjese,
señor juez, en esas piernecitas torcidas, como las
de ese canalla! ¡Se lo juro por aquel Cristo que nos
mira!
Alzamos todos a mirar un antiguo crucifijo que
se empolvaba colgado en la pared, tras de mi pupi-
tre, obra criolla indudablemente, de algún escultor
principiante que, por vencer dificultades del oficio,
había resuelto c1avarle los pies el uno al lado del
otro, cada cual con su clavo aparte. El Ambrosio
2
- 18 -
Trompa 10 contempló largo rato, lIevóse la mImo a
la cabeza y, haciendo una pirueta muy cómica, soltó
con el gesto más cínico del mundo:
- No es menester jurar, señor Juez, que de esta
hora y punto Trompa se llamara el angelito ... ¡Ah,
mi buen padre Jesús, qué lección de paciencia me
estás dando en este momento, crucificado en ese
madero y con UR clavo más sobre los tres consa-
bidos!
Cuando terminaba Cristancho sus anécdotas se
quitaba los espejuelos para limpiarlos, reía sorda-
mente y empezaba de nuevo:
- En otra ocasión...
(.0 resurrección

S EIS meses, cuando más un año ... - eso decían en-


tonces, pero comenzó en noviembre y ya va-
mos por San Juan, y cada día arde más voraz este
incendio de la guerra ...
- ¡Maldita guerra!
Por los ojos grises de Cristóbala, cansados de
vivir, pasó, evocada por e] presentimiento de nue-
vas tristezas, una nube de dolores pretéritos. Para
ella no existía peor mal quc el de las guerras. Pre·
ferible era una peste, que cada cual muriera en su
casa, en su cama, rodeado de los suyos, arrepentido
de sus pecados y conforme con la santa voluntad de
Dios. Y no hablaba por hablar; pues ella había visto,
hacía muchos años, cuando el flagelo del cólera, rodar
los hombres a la muerte como el maíz de una mazor·
ca entre los hábiles dedos que la desgranan. ¡Pero
la guerra! Cien veces preferibles los temblores de
tierra y aun los cataclismos. Un susto, un gran sus·
to cuando la tierra vacilaba en sus cimientos y la
casa crujía zarandeada; después cada cual a su oficio
y a rezarle al santo que es abogado en males de esa
especie. ¡Pero la guerra! Quisiera Dios servirse de
su pobre alma para no ver más]a espantosa tormen-
ta que arremolinaba la razón de los hombres y
-20-
manterifa viv~ la insaciable sed de sangre y el ansia
horrible de la destrucción y la muerte.
Mientras Cristóbal a dejaba correr el hilo tortuo-
so de su palabra, Salvina había l1enado su vasija en
el chorro del manantial y la hahía puesto a escurrir
sobre el césped. Era una de esas calabazas rojizas
que nuestros campesinos utilizan para el servicio
doméstico y que toman con el uso un hermoso bar-
niz natural. Salvina no decía nada. Parecía que el
dolor la había embrutecido, e iba de una parte a
otra, desempeñando los quehaceres de la casa, sin
quejarse nunca y casi sin hablar. El traje de percal
morado, que las campesinas del norte de Santander
llevan en los lutos rigurosos, armonizaba con el co-
lor pálido de su piel, curtida por el aire libre del
campo. Tendría poco más de cuarenta años, y aun
fuera hermosa si la alegría no la hubiera desam-
parado.
Cristóbala volvió a preguntar, insistente:
- ¿Cuándo se acabará?
- ¡Cuando se acabe!. .. ¡Ya no me importa! Y no
me hables más de la guerra.
Alzó la vasija y la tomó bajo el brazo, sobre el
cuadril, y echó a andar hacia la casa lentamente.
Ya no lloraba hacía muchos días, pero el estrago
de las lágrimas era interno, hacía una labor subte-
rránea de ácidos corrosivos sobre las propias entra-
ñas. Sentábase a coser, y el recuerdo venía inme-
diatamente con la lucidez vivaz y firme de una
visión rea\. Veía su muchachito rubio y pecoso co-
rriendo por el patio tras de las gallinas.
- ¡Lázaro, que te caes!
- 21-
Y el niño, dejando en paz las aVeSdoméstkas,
venia con la cara como un carmín a pagarle con
besos de seductora zalamería la dulce reprimenda.
Lo veía trayendo del gramal húmedo las vacas de
laordefta; algunas mañanitas del tiempo de lluvias,
- la niebla no se levantaba temprano, y el paisaje es-
taba sumergido en una gasa de ensueño; oianse los
gritos del rapaz guiando la vacada, ya poco comen-
zaban a surgir del seno de la niebla, como evocados
en dulcísimo encantamiento, las sombras que Se mo-
vían, la áspera cornamenta inofensiva, la ubre ro-
sada y repleta, el becerríllo saltón y, a la postre,
Lázaro, con su vara de pastor y la ropa llena de
_abrojos y pegapegas.
- ¡Lázaro, cómo te has puesto!
Veiale ya crecido y siempre formal, preparán-
dose para bajar al pueblo los sábados por la tarde.
La camisa habla de tener la pechera como una plata;
la hebilla de los pantalones, con su monograma de
tumbaga, salía del fondo del baúl a renovar su bri·
110entre una gamuza antes de ser puesta; los al-
pargates, blanquísimos, eran atados con correíllas
sin usar; la ruana de hilo, a listas rojas, debía estar
-recién lavada y sin mácula. Doblaba sobre los ojos
en forma picaresca el ala de su sombrero de caña,
tejido a dos colores ... Lo estaba viendo, arrobada
en su inmenso amor maternal, que tenía buenas
partes de orgullo, pues no todas las madres del con-
torno habían logrado un hijo tan apuesto y bizarro,
a quien con tan largo deleite mir¿}sen las mozuelas
enamoradas.
- ¡Lázaro, Lazarito, cuidado con abandonarme!
-22 -
y el adolescente sonreía con honrada jovialidad,
como diciéndole con el gesto que aun no pensaba en
casarse.
Había llegado con septiembre la época de la co-
secha, y Lázaro había sido el diligente mayordomo
de su pequeña finca. Los cafetales estaban rendidos
al peso de una cosecha abundantisima, y hubo que
buscar y contratar muchos peones para recogerla.
Levantábanse todos a la madrugada, temblando de
frío; tomaban, acurrucados en el corredor, el sa-
broso desayuno caliente, y se iban a los surcos, con-
fundidos hombres y mujeres, llevando todos al cinto
el catabre tosquísimo, donde el grano rojo, lustroso
y lleno de miel, se mezclaba con la fruta negra de
madurez y con la que apenas empezaba a perder su
verde esmeralda. El cafetal se animaba como en
una fiesta; ftlOZOS y mozas iban y venían entre las
ramas; voces alegres surgían en confusión armonio-
sa y los ecos forestales las repetían isócronamente
hasta convertirlas en vagos rumores. El buen humor
desbordaba, 10 mismo bajo el tibio y pasajero sol,
que ocultos entre la niebla o mojados por la lluvia;
los cantares obscenos se dejaban oir con fingido
rubor de las mozas, y la sátira chispeaba. Entre-
tanto, las manos diligentes doblaban los arbustos y
desgranaban la apretujada carga de bayas maduras.
Lázarolo vigilaba todo como el mejor patrón.
Bajaba de tarde al pueblo a comprar vituallas, aten-
día al pago de los salarios, calculaba el producto de
la cosecha. A principios de octubre los patios de
secar el café estaban llenos de grano en pilas fer-
mentadas que exhalaban un olor punzante y dulzón,
-23-
Y miUares de moscas negreaban comiéndose la miel
de las cortezas. Los peones habían recibido el pago
de su último jornal, habían liado sus trapos y toma-
do sus caminos. Y cuando tan halagadoras eran las
esperanzas, en aquel mes maldito, la guerra civil se
había declarado.
- ¡No vayas al pueblo, hijo, no vayas!
Pero estaba el mozo en la edad en que la sangre
tiene hervores incontenibles; fué Lázaro al pueblo ...
y no volvió. ¡Ojos llenos de lágrimas le vieron con
el fusil al hombro y el sable al cinto, en el alegre
batallón de voluntarios, iluso paladín sin ideas, en
breve acogotado por la muerte!
Corrían los días y corrían los meses, y Salvina
era la esclava de su dolor, sola con Crístóbala en la
sierra, en su casita, que se arruinaba lentamente.
Poco a poco el cafetal se volvió un bosque de her-
bajos; el platanar, sin cultivo, empezó a- dar frutos
raquíticos, las aves de corral sacaban sus crías en el
monte, y Salvina no paraba mientes en ello. Su ac-
tivo egoísmo de campesina había desaparecido to-
talmente, dejándola tal como una sonámbula que
camina flanqueando los precipicios y no los mira,
porque lleva mayores precipicios adentro. Cristóba-
la ya no se atrevía a manifestar los consejos filosó-
ficos de su experiencia, por miedo de oirla replicar:
_ ¡Cállate, que no sabes tú lo que duele un hijo!
Bajo la muy pesada losa de su tristeza, el cere·
bro de Salvina se agitaba movido por extrañísimas
ideas. Fijábase en las cosas ínfimas que antes no
llamaban su atención, y notaba que en el concierto
universal todo caía en el seno de la muerte, pero
- 24-
todo se renovaba sin variaciones. Secas estaban en
los aledaños del patio las cailas de maíz de la última
cosecha; cuando pasaba la brisa sonaban como cas-
cabeles; pero ya, con el beneficio de las lluvias,
[¡abían germinado los granos y otros tallitos se alza-
ban para reemplazar los anteriores. El gallo del co-
rral, devorado por el tío zorro, en noches pasadas, ya
no hacía falta: un gallito heredero de su vistoso plu-
maje cuidaba, celoso, de su alborotante serrallo y to-
caba la diana matinal con igual vigor que el anti-
guo. Solamente Lázaro había caído para siempre ...
En ciertos días Cristóbala bajaba al lugar a ven-
der legumbres y huevos, para con su producto com-
prar las provisiones de más necesidad en la casa.
En tales ocasiones madrugaba mucho y tomaba el
camino, encorvada y fúnebre, escarbando en los
guijarros con su bastón de anciana. Regresaba casi
al anochecer, y Salvina le servía inmediatamente
una taza de café humeante, que la vieja paladeaba
con incontenible golosina. Mientras tanto hablaba,
sin terminar nunca, de los mil chistes callejeros re-
cogidos de tienda en tienda, de corril1o en corrillo.
La guerra continuaba recrudeciéndose cada vez más;
en los departamentos distantes se habían librado
grandes combates; en las aldeas los bandoieros lo
destruían todo; el hambre y las epidemias traían sus
avanzadas por todos los caminos. La vida del lugar
se habla hecho insoportable; era como la de un cuer-
po caído, al cual despedazaban, a dentelladas y pi-
cotazos, cuadrúpedos y aves carniceros. Las fami-
lias se reunían de noche en las iglesias y velaban
temblando al paso de las hordas merodeadoras ...
-25-
Una tarde Cristóbala interrompiÓsus quej8&wn
ademán inusitado. Tenía a1go muy interesante que
tomunicarle a Salvina, y. antes de abrir los labios
hablaron sus ojos y toda su faz, como si los refres-
..case una ráfaga de alegría. Acercóse mucho a su
sobrina, y le dijo cuatro palabras con gracioso inte-
rés celestinesco.
Salvina al principio se quedó como una estatua,
como si no comprendiese. La vieja insinuó de nuevo,
toda encorvada y sobándose las manos en el estó-
mago:
- ¿No recuerdas aquel esmero en emperejilarse
para ir a la parroquia? ¡Pues enamorado que estaba
. el hijo querido! ¡Alma mia! ¡Alma mía!
No repuso una palabra Salvina, pero soltó a llo-
rar como no lloraba hacía muchos días. Y tras el
diluvio de lágrimas se sintió aliviada, conforme,
casi feliz de nuevo, tal como queda la tierra que
retostaron los ardores de la canícula, cuando caen
los copiosos aguaceros del final de septiembre.
Esa noche quedó todo resuelto; la moza sería
recogida; Cristóbala iría a traerla.
Cuando llegó hubo nuevas lágrimas, pero pasa-
jeras. Estaba rayana en los veinte años, y era curio-
sa, muy curiosa; quería verto todo, tocarlo todo.
Recorría la casa, seguida de Salvina y Cristóbala,
que comentaban las minuciosidades ordinarias, ha-
blando a un tiempo las mismas palabras. Vieron a
un lado del patio la pocilga abandonada, donde en
.Ios días de la paz los gordos marranos gruñían ás-
peramente, amasando, con las pezuñas y la trompa,
un lodo infecto, en el cualJes arrojaban blanquísimos
-26-
trozos de yuca. Unas pocas gallinas picoteaban can-
tando bajo los árboles. De la oritla del patio, levan-
tado sobre una muralla en el declive de la loma,
veíase serpentear, a 10 lejos, el camino de la pa-
rroquia, en la mitad de un pafs amplfsimo que la
guerra mantenía velado con indescriptible tristeza.
Mientras la muchacha miraba, Salvina, complaci-
da, la examinaba a su vez, y hasta se permitía arre-
glarle los ricillos tras de las orejas. Era una real
moza. Su blancura, marchitada por el embarazo, le
daba un aire lánguido, sobre el cual la enorme cabe-
llera castaña parecía de un peso abrumador. La
nariz, con amagos aguileños, era proporcionada;
la boca, de hundidas comisuras, era pequeña y sen-
sua~;los ojos, garzos, parecían cargados de suei'lo;
El examen era prolijo y en hacerlo encontraba Sal-
vina un placer inefable, que la vieja Cristóbala
aprobaba con leves balbuceos. E iban sus miradas
del rostro al cuello, del cuello al seno, del seno a
las manos regordetas, de las manos a la cintura ... ,
hasta termInar en las humildes bases de su cuerpo,
pies calzados con babuchas de pana negra, a la
usanza del país, que las acostumbra sin medias, y
hacen resaltar la blancura del empeine cada vez que
asoman bajo la falda, un poco larga.
Se cruzaban vagas palabras, y una dicha recón-
dita ponía en el corazón de las tres mujeres el fuego
de la esperanza. Y esta misma esperanza hacía más
cuidadosa a la abuela en agraz:
- ¡Vamos, no te fatigues!
- ¡Cuidado, que puedes dar un mal paso!
La cajita blanca

noche, como de costumbre, nos hallábamos


U NA
reunidos en el despacho de la agencia mortuo-
ria del buen amigo Montesco, que, sin descender de
la antigua y famosa familia de Verona, así se llama-
ba. El sitio era reducido, las si\1as estaban agrupa-
das alrededor de una mesa de centro, donde había
profusión de papeles, y en torno grandes colgaduras
blancas ocultaban los medrosos artículos de aquel
almacén fúnebre, compuesto, como es de suponerse,
de ataúdes y ornamentos para la pompa del último
viaje.
La charla, en lugar tan inadecuado, solía ser ale-
gre; se hablaba de todo, hasta de la muerte, pero
tomando a ésta como cualquiera otro motivo utiliza-
ble para historietas amenas, que nos hacían reir.
Algunas veces la conversación era interrumpida por
la llegada de los clientes: esas personas afanadas,
de continente marchito, que, después de llorar sobre
los cadáveres calientes, salen a disponer el entierro,
y regatean la cantidad de cirios que han de encen-
derse durante los oficios.
La noche a que me he referido hubo un pequeño
incidente conmovedor. Se había demorado en la
puerta de la calle una muchacha de esas que la mi-
seria mantiene indecisas en el umbral de una puber-
tad dolorosa, cuerpo mísero, mordido ya por el vi-
cio, y corazón todavía infantil, que pasa a saltOs de
la inocencia a la depravación. Se había agarrado a
10s bolillos de una réja que cerraba la entrada, y'
entre sus manos amarillas, de uñas largas y sucias,
apoyaba el rostro para mirar al interior.
Montesco fué a darle una limosna, y la chica la
tomó ávidamente, pero no se retiró.
- ¿Qué más quieres? ¡Vete!
- ¿Que qué más quiero? - dijo -. Si me dieran
lo que yo quiero, me llevaría aquel cajoncito para
el día que me muera.
La brisa había levantado un poco la colgadura y
establl al descubierto uno de los muchos ataúdes
allí almacenados, en espera fatfdica. Era una cajita
blanca, forrada de raso, con cruces doradas; una
cajita coquetuela, si no fuera que la coquetería, en
cuanto se roza con cosas de la muerte, adquiere un
aspecto en extremo doloroso. Montesco, bondadosa-
mente, le dijo a la pequeña mendiga:
- Te la ofrezco, si es que estás de muerte. _
y volviéndose a nosotros: - Ese ataúd será para
esa chica si resuelve morirse.
y la infeliz, henchida de un júbilo raro, ardiéndo-
le los grandes y obscuros ojos en la demacración
del rostro, tendió hacia adentro la mano en señal de
promesa y dijo:
- ¡SU palabra está empeñada!
Nos quedamos un rato silenciosos, después que
la chicuela se marchó; Montesco, con las manos en
lo profundo de sus bolsillos, miraba hacia la calle
-29-
fría. Oe pronto se volvió hacia nosotros y nos dijo)
sonriendo con extraña melancolía:
- Si muriera le mandaría ese ataúd inmediata-
mente ... ¿Os habéis fijado en ella? ¿Notasteis el
hondo estrago que la miseria y la enfermedad han
causado en su belleza? Porque es bella, con esa be-
lleza inquietante que la lujuria toma para cebar sus
anzuelos. Yo os aseguro que ya se ha revolcado en
el arroyo con esos mozuelos depravados, criados en
el vicio, ajenos a toda noción de moral... Dadle un
poco de salud a esa muchacha y la veréis hermosa:
tiene completos y blancos los dientes; lavada su pe-
lambrera re~ultarfa de oro; sus ojos son grandes,
obscuros, febriles ... Pero envenenada por esa niñez
. que ha nevado entre cloacas, la veréis luego enve·
nenar a su vez en el comercio carnal ... Si muriera
ahora mismo, yo le mandaría ese ataúd inmediata-
mente en acción de gracias a la muerte piadosa.
Pocos días después hatlábame una tarde distraí-
do en mi estudio, cuando la campanilla del teléfono
comenzó a repicar; acudí al punto y oí la voz de
Montesco, que me llamaba.
- ¿Querrás creerlo? -dijo -.La chica de aque-
lla noche va a ser enterrada hoy en la cajita blanca
que tú sabes. ¿Quieres acompañar el cadáver?
Esa misma tarde el cortejo fúnebre desfilaba
por la avenida de cipreses que conduce a la morada
fina\. La cajita había sido colocada en un carruaje
de mediano lujo, del cual tiraba un hermoso caballo,
bajo la guía de un cochero con librea. Tras el fére-
tro, los contertulios de Montesco oíamos de sus la-
bios el relato terminal de aquel incidente de que
-30-
habíamos sido testigos. Habíase· presentado en la
agencia una mujer, y, toda anegada en lágrimas,
había preguntado:
- ¿Será aquf •••
- ¿Aqur qué?
- ... donde ofrecieron a mi hija un cajoncito
para enterrarla? - Y cuando supo que era cierto,
que estaba a sus órdenes, - ¡Ah, sefior, no sabe
usted lo que ha delirado mi pobre Inés con ese cajón
de raso!
Estábamos conmovidos, y sentíamos más honda-
mente la belleza de aquella tarde de abril, tan clara
y tan limpia. Los altos pinos, mecidos por la brisa,
dejaban caer las semillas, y su ramaje obscuro se
destacaba hermosamente sobre el fondo azul de los
cielos. En las paredes del camposanto los gorriones
chillaban haciendo caza de insectos.
No fué más.
fatal despedida

y Anita habían sido una pareja envi-


F ERNANDO
diada y feliz, en aquel humilde barrio de obre-
ros. Fernando era un mozo ancho de cuerpo y sano
de espíritu; cuando llegaba de SU¡ labores de cante-
ro traía el rostro virilmente empolvado con esa sutil
atomización de la piedra, que, andando los años,
acaba por obstruirles y dañarles los pulmones a los
de su oficio. Anita lo besaba en los carrillos, y lue-
go, al relamerse los labios, le agradaba encontrar el
sabor acre del sudor del trabajo.
Se habían casado hacía poco más de dos años y
tenían un angelito en el cielo, por culpa del pícaro
sarampión. Anita había pasado sus años de soltera
en el servicio de una casa principal, y de allí, des-
pués de la ocasional ejecución de unas obras, la sacó
Fernando para la iglesia. ¡Qué gran boda aquélla,
para tan humildes contrayentes, con festival campes-
tre y regalos, gracias a la generosa bondad de los
dueños de la casa donde la novia sirviera!
La enfermedad y muerte del chiquitín dejaron
arruinado el pobre hogar y, 10 que fué peor, que-
brantada su felicidad para 10 futuro. Contrajo deu-
das Fernando, y se puso cavilador como nunca 10
-32 .
habfa sido. Los antiguos amos les ofrecieron ayuda,
y. en vez de aceptarla, la rechazó con indignación.
- No tienen ya nada que ver contigo - le dijo
a Anita -. C4ando se nos murió el niño, y el seño-
rito vino a favorecernos ... ¡En mala hora pisó esta
casa! ... Han hablado de ti, Anita, esas lenguas que
nada respetan.
Vinieron días sin trabajo, dfas largos, en que
Fernando se iba desde el amanecer y no regresaba
hasta la tarde, yeso un poco chispo y preocupado
de asuntos de polftica que antes no le interesaban.
Las suaves reconvenciones de Anlta le devolvían el
buen humor, y comfa las frugales viandas con voraz
apetito. Un día llegó de la calle resuelto a marchar-
se lejos; le habían ofrecido un buen jornal en las
obras de un ferrocarril que iban a construir, y se iba.
Anita quiso arreglar sus cOsas para el viaje, y Fer-
nando se lo impidió dulcemente:
- Tú no podrás ir a esos climas ... Yo iré solo.

Era la noche, víspera del viaje. Después de un


largo silencio, en que el pesar de la próxima sepa-
ración y el cansancio de placeres satisfechos se
hacían insoportables, Anita murmuró sollozando:
- Sin plata hemos vivido siempre .•. y no nos ha
hecho falta para ser felices. Ahora te vas a buscar-
la en esos climas malsanos, donde si la lIegares a
conseguir será a cambio de la salud ... y entonces,
¡maldita plata!
El mozo meditó largamente, sentado en el borde
del tálamo, acaricia{1do, con su mano tosca y ardien--
- 33-
te, la cabecita de su rnujer, que cubrfa con la mara-
fia de seda rubia de los cabellos la almohada hecha
para cabezal de los dos. Ana Iloraba y sus lagrirnas
corrfan con tal facilidad, que ella misma, en medio
de su pesar verdadero, se admiraba al notar que no
seagotaban nunca.
- ~Por que no me lIevas? - volvi6 a repetir.
- Es imposible. En esas obras hay cientos de
hombres aventureros y unas cuatro zorras que les
cornen el jornal. Tu vida serfa de continua prueba
entre esos desalmados, y yo no estarfa un minuto
tranquilo ...
- tY aquf - replic6 debilrnente - no voy a
estar sola, solita, sin tu respeto?
Fernando salto como una fiera, y tomandola bru-
talmente por los brazos la oblig6 a sentarse para
mirarle Iii cara con brusquedad. Y la pobre Anita se
atrevi6 a sonreir, creyendo que al fin habfa encon-
trado el medio de obligarlo a que la lIevara a esa
ribera lejana donde iban a hacer el ferrocarril.
tC6mo iba a dejarla sola entre las mil tentaciones de
una ciudad, a ella, que tenia belleza provocadora y
afios sin experiencia? Sin embargo, la expresi6n que
habfa tom ado la cara de su marido Ie pareci6 extra-
fia; su palidez habfa tornado un visa tragico, la dila-
tacion de sus pupil as anunciaba la locura.
- Tienes miedo de quedarte sola ... iTe crees
incapaz de serme fiel!
- [l.leveme!
- [Te estan persiguiendo, sin duda, y s610 mi
presencia te ha impedido caer! ...
- AI quedarme sola no faltarfan tentaciones ...
3
-34-
- ¡Te has acusado, no te defiendas!
Anita rió, pero su risa era la risa que quiere es-
pantar el miedo. Se atrevió a replicar entre los hi-
pos del llanto:
- y tú te quieres marchar solo para buscarte
allá un nuevo amor... Ya no me quieres y me aban-
donas ...
Su absoluta inocencia era como un cristal muy
limpio a través del cual pueden verse todas las co-
sas. No obstante, el mozo, con enloquecidas miradas
reparaba en torno, como buscando un indicio reve-
lador. Sobre una silla su valija esperaba, lista para
el viaje, que la primera luz del alba rayase con sus
dedos rosados las rendijas de la ventana. Más allá,
sobre una repisa, los utensilios del tocador de Anita
alternaban con un cuadro del santo ángel Rafael,
ante el cual se consumía un cirio. La lIama agoni-
zante se alzaba un momento y luego desaparecía
para renacer al instante. De pronto se apagó ...
Anita aventuró de nuevo, toda temblorosa:
- Sola en este barrio me dará mucho miedo ...
Ordéname siquiera que me vuelva donde mis anti-
guos patrones.
Y se oyó, como un alarido, la voz de Fernando:
_ ¡Donde el señorito Carlos! ¡Al fin 10 has dicho!
- ¡Te has vuelto loco!... ¡Fernando!
En las tinieblas que reinaban en la alcoba se oyó
entonces una cosa horrible. Dos manos fuertes que
apretaban la fina garganta modelada por las gra-
cias; una boca, ferozmente sensual, que mordía y
besaba; un estertor de agonía ... , quejidos de palo-
ma... , silencio.
- 35 -
La luz del día fué entrando lentamente. Las co·
sas surgieron en )a penumbra. La puerta abierta dió
paso al aroma de las flores que, en unos pocos ties-
tos, Anita había cultivado y que la alegria de la
mañana 'hacía reventar.
Del corral al camino, encima de la pared encala-
da, había señales de escalamiento, tejas quebradas ...
El buen guarda de la barriada, relevado a las
seis en punto, se retiró a largos pasos, después de
dar el aviso acostumbrado:
- No ha habido novedad.
¡Cualquiera se piert3e!

, ma2stro Lindarte
., ['Jaro
P ersona¡es I mi51a Ama(}ea
Una Comodr2

(Es una noche de luna de las bien claras y her-


mosas. Naturalmente, el astro de los poetas está
redondo como un queso y hace su celeste y mil ve-
ces repetida correría muy despacio, sin que nubes
importunas le sirvan de escondites y bambalinas.
Los niños jugaron largo rato en la plazuca del barrio
y cuando oyeron que el reloj de la iglesia vecina
daba las nueve se retiraron a sus casas. La fuente
de cuatro chorros suena de un modo musical y no
llena nunca el pozo de piedra que la rodea. La
Comadre ha llenado su cántaro y se aleja llevándolo
en la cadera; al pasar se encuentra con Maestro
Lindarte y 10 detiene.)

LA COMADRE. Buenas noches, Maestro. Se ve que


no faltan penas. Usted siempre tan dormilón y
ahora teniendo que trasnochar para hacer la
guardia ...
- 37-

MAESTRO LINDARTE. No le entiendo, comadrita ..•


~Guardia de que? Vengo de la Junta de obreros
y voy a acostarrne.
LA COMADRE. Fue una suposicion. Como le he
visto a Clara un tipito en la esquina ... Buenas
noches. (Se aleja.)

(La luna es una plata donde cae de lleno; donde


no cae parece como sl la sombra se aglomerara para
meior hacer el contraste. Maestro Lindarte se escu-
rre peg ado a la pared y ... efectivamente, logra ver
un individuo arrimado a la iinica ventana de su
casita. Ciego de ira, se lanza en linea recta hacia el
intruso y, cual si fuese un fantasma, el galan des-
aparece. Un gato huyera menos rapido y con mas
ruido, pero el aire queda impregnado de un per-
fume fino que no deja dud a acerca de la cali dad del
burlador. Maestro Lindarte entra en su casa con la
mas pesada solemnidad tragica. Su hija lee junto a
la lampara; Misia Amadea, dorrnida en la silla,
ronca.)

MAE:>TROLINDARTE. (Casi rompiendo fa mesa


de un putietazo y fan zan do una bocanada de
dsperas interiecciones.) [Advierto que no es-
toy dispuesto a permitir que se juegue conmigo!
jTtl no estabas leyendo, Clara; ttl estabas en
esa ventana!
CLARA. jAy, santo Dios, yo en la ventana de
noche!
MAESTRO LINDARTE. [Estabas conversando con
un canalla! jTe he visto!
-38-
CLARA. Pues has visto visiones. Mamá, ¿no te
estaba leyendo?
MISIA AMADEA. (No bien repuesta del susto con
que despert6.) Leyendo estaba; Pablo; te lo
puedo jurar. Cuadernos de bandidos: el robo
del diamante azul ...
MAESTROLINDARTE. Diamante azul... ¡calla! que
no sabes sino dormir y comer. Ya ésta tiene
alas y quiere volar, y mientras roncas como
una bestia no te percibes de que es loca y sale a
oir a no sé qué badulaque. ¡Bruta! ¿No ves quién
soy yo? ¡Un obrero! Hiedo a cal y a barro y
expongo mi vida diariamente en los andamios.
¿Te podrá ofrecer algo honrado ese tipo que
huele a perfumes? ¡Te ofrecerá la perdición!
Quince días muy bien, y luego a la calle, a que
te arrastres como esas desgraciadas que viven
del vicio. Tú tienes que casarte como se casó
ésta conmigo, con un igual, con uno que no
venga de noche y huya como un ladrón ... El
que te conviene es el que entre por esa puerta,
a medio día ...
CLARA. Todo ese regafto es por gusto: yo soy
inocente.
MAESTRO LINDARTE. Bueno. Lo que te repito es
que ya estoy en autos. (Calmándose.) Y no
eches en olvido mis palabras ... (Mimoso.) ¿Tan
primorosa como te has puesto y habías de ser-
vir para entretener a un villano desalmado?
No, mi bien. Lo que yo quiero es verte hon-
rada ...
MISIA AMADEA. Vámonos a dormir ...
-39-
(Toma la lámpara y guía hacia el dormitorio,
adornado con muchas estampas de santos. Hay un
biombo para ocultar el lecho matrimonial de la
camita donde la .hija ha dormido y soñado bajo la
protección de la Virgen que vió Bernardita en Lour-
des. Rezan un poco. Apagan. Se duermen.)

MISIAAMADEA. (Despertando súbitamentep lan-


zando un grito.) ¡Clara! ¡Clarita!
MAESTRO LINDARTE. (Despertando.) ¿Qué es?
¿Qué te pasa?
MISIA AMADEA. (Levantándose}' raspando un
fósforo.} ¡La puerta de la calle abierta! ...
MAESTRO LINDARTE. ¿Y Clara?
MISIA AMADEA. (Llorando.) ¡Ay, Dios mío, qué
hago yo!
MAESTRO LINDARTE. Ya voló ... j Maldita sea!
¡Cualquiera se pierde!
Afinidades ocultas

D EBO confesar que yo habCa terminado por


odiarla, con odio que fué tomando cuerpo len-
tamente, al rigor ae los desdenes con que me hería
cada vez que la ocasión nos ponCade frente; odio
por amor rechazado, perseguidor y cruel.
La última vez (fué una linda tarde del radiante
abril) asióse de mi brazo para bajar al j~rdincito de
la caSB, tal vez inspirada por el perverso capricho
de hacerme sentir como de hielo el triunfo desbor-
dante de su juventud y su hermosura. Pasamos sin
hablar por entre las resedas menudas y los granados,
que dejaban caer flores de coral encendido y balan-
ceaban frutos tan redondos como sus senos. Arran-
qué de repente una rosa y se la ofrecí sin palabras.
y Blanca la colocó en su corpifio gravemente, quizá
emocionada, diciéndome un poco trémula:
- Me la ofreces tú ... pero es una rosa de mi
rosal.
Entonces noté el minucioso esmero con que es-
taba cuidado aquel pequeño rosal que medraba bajo
la ventana de su alcoba. Plantado en obscura mace-
ta vidriada, limpio de dañinos insectos, libre de esas
hojas que la muerte abarquilla y el polvo ennegre-
ce, el arbusto se alzaba con un orgullo de mujer
- 41-
consciente de su hermosura, para mostrar sus f()sas~
Pero bajo las hojas verdes, ¡qué agudas y proñisas
espinas!
Después murió.
En ciertas horas de recuerdo punzante aun me
parece aspirar el olor del ácido fénico y oir la que-
jumbre mil veces adolorida que se éscapó de su pe-
cho en la postrera noche. A ratos, transportado por
la imaginación a la cámara mortuoria, veo el cuadro
fatal con tal aspecto de realidad viviente, que me
postro sin fuerzas para poder ahuyentar la visión
dolorosa.
¿No la recordáis? Atta, graciosa, festiva, t1ena-
ba de alegrIa cuanto la rodeaba, como un sol es-
plendente y mañanero. Y un dla memorable de sú-
bito se le enloquecieron las miradas, el color se le
demudó en una palidez de cadáver y se hundió en el
lecho, donde acaso fueron amables para et1a los sue-
ños de su juventud de mujer hermosa; se hundió en-
tre las sábanas, despojada en un minuto de todos
los encantos de su bet1eza corporal, como si la muer-
te los hubiese vendimiado con avidez golosa y pér-
fida ...
Una cruel palabra fué pronunciada de oldo en
oIdo, con el aletea de un moscardón siniestro que
hubiese llegado de regiones pavorosas: ¡la peste!
y la cámara se fué quedando sola. Las colas de los
señoriales trajes desaparecieron, huyendo por los
pasadizos; los leves pañuelos empapados en vinagre
fueron llevados a la nariz para evitar la infección,
y el azufre ardió en grandes braseros delante de las
viejas puertas ... ¿No recordáis? Todos estábamos
- 42-
muy pálidos y andábamos como sonámbulos por los
corredores, hablando de la enferma, recordando su
juventud, su gracia, su alegría ...
... ¡Y yo, en lo más profundo de mi secreto, había
azuzado a la muerte impalpable! ...
Habían transcurrido tan cortos días después de
aquella desgracia, que yo temblaba de pensar en
recorrer de nuevo la casa abandonada desde enton-
ces. Una extraña sensación de remordimiento me
torturaba cruelmente cuando avaluaba como mío el
desamparo en que debió sentirse expirar la pobre
Blanca, cogida por la peste como por un constrictor
invisible y sin entrañas. Y la miraba en mi memoria
como en el fondo de un espejo, precipitadamente
encerrada en la negra caja, llevada sin tardanza al
seno de la tierra, sin una flor, sin un cirio, entre el
olor del fenal vertido a cántaros para destruir los
gérmenes nocivos del 'mal ... Y veía su casto lecho
de virgen, revuelto y sucio, despojado de sus col-
gaduras por una mano extraña para arrojarlas al
fuego purificador, donde ardían crepitantes la silla,
las ropas, los poquísimos enseres que usó en sus
horas postreras.
Me pareció que la llave rechinó de un modo an-
gustioso, y al abrir la puerta vi correr las ratas por
el antiguo salón donde en tiempos felices se hacía
la tertulia de los inviernos. Las dos galerías que
llevan a los dormitorios dejaban entrar un poco de
claridad, de luz difusa que abrillantaba el dorso de
los muebles enlacados. Entré vacilante y recorrí la
galería con las ansias de un ladrón, mirando atrás y
adelante, con una sensación de vaCÍo, de soledad y
-43-
de silencio que me parecía que yo también iba a caer
para siempre. ¡Si Blanca supiera! Yo, el que ella
desdeñaba, el que la odió por inalcanzable, iba como
un loco a buscar su sombra en la medrosa casa donde
parecía que la muerte vigilaba. Estaba abierta la
puerta de su alcoba, conforme la dejaron al sacar la
fúnebre caja, y yo llegué a sus umbrales casi de ro-
dillas, en la embriaguez paralizante del miedo de
encontrarla ...
¡Estaba todo tan plácido!
La ventana abierta había dejado evaporar el olor
de las drogas y daba paso, en cambio, a los perfu-
mes del jardincito que abajo florecía. De allí, por
las grietas del muro y el ancho alféizar, había subi-
do un rosal trepador, y, no contento con enmarcar
la ventana, había llevado sus gajos a florecer sobre
las desnudas maderas del lecho fatídico. Donde el
sol las acariciaba, las rosas eran rosadas; en la pe-
numbra del interior tenían tan extraño Iivor que
se dijeran rosas de marfil ...
¡Ah, no en balde había adornado Blanca su cor-
piño con rosas de aquel rosal y lo había llamado
suyo!
Escena rural

A 1ulio RIncón y Bonilla

T A abuela descansó su mano negra y encalleci-


~ da sobre un arbustillo que ofrendaba al dfa
naciente sus entreabiertas corolas, y una lluvia de
rocío se desprendió de las hojas.
- Hace buen tiempo - dijo -. Las noches son
húmedas y en el dfa calienta el sol; tendremos gran
cosecha ... - Y dirigiéndose a la nieta, que se de-
moraba lavándose en el chorro del patio: - ¡Abre-
via, Petrica - gritóle -, para que aproveches el
fresco de la mafiana! Que no parece sino que ya
estás enamorada, según son las horas que pierdes
en arreglarte.
y Petrica no pasaba de los doce años, y todo su
arreglo consisUa en echarse encima el agua que
Dios hacía brotar de las entraftas de la tierra, al-
zándola en el cuenco de las manos y zambuIlendo la
carita rosada. Se secó en la falda, se ató bajo la
barbilla el sombrero adornado con flores de botón
de oro y acudió a recibir el fuetecillo de manos de
la abuela.
- Media hora para ir y otra media para volver,
roo debes tardar más. En la punta de este pañuelo va
- 45-
la paga. Se la darás en propias manos al mayordo-
mo que mande abrir el corral. Si te invitan a almor-
zar habrás de negarte. Si la vaca se detiene a ramo-
near las hierbas del camino, no te pongas tú a coger
mariposas; hay mucho que hacer y el día tiene las
horas medidas ... Anda, rézale una salve a la Virgen
para que te acompañe, Petrica ...
El camino arenoso y ancho pasaba bajo los flori-
dos matarratones y lo cercaban alambres de púas,
entre los cuales la vigorosa fecundidad de la tierra
hada crecer mil hierbas familiares. La vaca andaba
a buen paso, sin detenerse a olisquear siquiera los
tiernos brotes que a lado y lado se ofrecían; de
cuando en cuando emprendía trotecillos que obliga-
ban a Petrica a decirse para sus adentros: - ¿Sabrá
este pícaro animal para dónde 10 llevo? ¿No tendrán
también sus amores los irracionales y la vaca cono-
ce ya ese famoso toro con quien la vamos a ... casar
en el corral de la hacienda? - Atravesaba un claro
arroyo por el camino y la vaca hundió el belfo ne-
gro en los cristales movedizos y rumorosos; el agua
se veía subir en globos por el ancho pescuezo de la
res, y cuando la sed fué satisfecha y levantó la ca-
beza, gruesos hilos colgaron -de su boca. Petrica la
golpeó con el fuetecillo y siguieron la marcha.
Iba subiendo el sol y ya coronaba la empinada
loma donde las sementeras prometían buena cose·
chao Cantaban melodiosos los taches, y al pasar
volando desplegaban hermosamente su plumaje
gualda y negro. Arrullaban las palomas silvestres
en lo más profundo de los herbazales, y los caballi-
tos del diablo y las mariposas pululaban sobre las
-46-
charcas. Petrica, pensando en la futura cría de la
vaca, se puso a cantar en alta voz.
En la hacienda no hubo motivo para gran demo-
ra y la comisión resultó fácil como pocas. El mayor-
domo contó el dinero y condujo la vaca al corral,
donde el corpulento macho, de afiladas 8stas y lu-
ciente pelaje negro, salió a recibirla. La hicieron
tomar una taza de leche con dulces patatas; le ob-
sequiaron para la abuela una tierna cuajada y la
despidieron con sanos galanteos:
- ¡Te vas poniendo muy hermosa, Petrica!
- ¡Debes ir pensando en mí!. ..
Por entre dos palos de la talanquera que cerraba
el patio y cobijaban viejos guásimos paternales, es-
currió la niña su cuerpo delgado, y tomó el camino.
Al pasar junto a las cercas de piedras del corral
donde quedaba la vaca, sintió de pronto la tentación
de asomarse, y tras de reparar en torno para cero
ciorarse de que nadie la espiaba, subió rápida por
las piedras salientes y miró ...
Con gran susto y confusión volvió a saltar al
camino. Y alzando al cielo sus cándidos ojos, elevó
una muda plegaria:
- ¡Que sea una ternerita bien graciosa y bien
mansa!
U n suicida

U NA ama, gorda y estúpida como aquellas que


el señor don Alonso Quijada encontró más de
una vez en las viejas posadas de Castilla, me guió,
alumbrándome el camino con una antigua lámpara
de metal; y ya en el dormitorio, que venía a quedar
propiamente sobre las pesebreras, porque abajo del
entablado se oía el moler incansable de las quijadas
mulares, después de darme las buenas noches y de
indicarme la jofaina que en un rincón dejaba prepa-
rada para el chapuzón matinal, me dejó solo.
Aunque venía cansado de una larga jornada a
lomos de un pobre mulo por ásperos caminos, quise
8somarme a un postigo que a un lado del aposento
se veía. Daba esa puerta al campo y no tenía bal-
cón ni baranda que guardara de caídas. La noche,
como de tiempo de verano, convidaba a tenderse en
el gramal a mirar las estrellas y oir pasar la brisa.
En el establo los borricos y los mulos se golpeaban
los costados con la cola, haciendo un ruido de espi-
gas sacudidas. Un maizal cercano conversaba cosas
intraducibles a cada soplo de viento que le trans-
portaba los pólenes. Muy lejos, muy lejos, oíase un
fumor de cascada. Y más lejos todavía, sobre la
tlnea vaga del horizonte, se veía el resplandor de
-48-
una selva incendiada ... Era en una posada de ~ierra
caliente.
Resolví apagar la lámpara y acostarme, dejando
abierto el postigo para que entrara el fresco de la
noche. Pero cuando iba a realizarlo, la misma ama
grasienta y fofa entreabrió la puerta y me anunció
que un nuevo pasajero acababa de llegar y me acom-
pañaría en el dormitorio. Poco rato después entró
un individuo pequeño, nervioso, con aspecto de ga-
vilán fatigado, que se instaló en el otro extremo de
la habitación.
Nos saludamos y cambiamos unas pocas pala-
bras; luego le vi desnudarse lentamente, sacudir
las sábanas, cual si temiese la presencia de alguna
sabandija, persignarse, bendecir la almohada y
tenderse, rogándome que le permitiese dejar la
lámpara encendida y no muy mermada de luz para
librarse de unas pesadillas que con frecuencia lo
asaltaban.
No pasó mucho rato sin que con voz chillona me
preguntase de un modo intempestivo:
- Doctor ... Usted, ¿qué opina de la vida?
Le di una respuesta vaga, de persona que ya se
está durmiendo, y él repuso en seguida, sentándose
en la cama:
- Hablo de lá vida diaria, asqueante, perversa,
a que los hombres nos hemos resignado por cobar-
día ... ¿Qué opina usted de etla, doctor?
- Yo ... siempre he creído que la vida no es
mala; al contrario, la tengo por divertida y amena,
llena de casos y de cosas. Pero no me llame usted
doctor, que no tengo ese título ...
- 49-

- No importa. Yo tampoco he sido militar y me


llaman general... L1ámeme usted también así. Y
volvIendo a nuestro tema, la vida, esta vida maldi-
ta .•• - Soltó una expresión bastante vulgar, y, arro-
-}ando a un lado las sábanas, saltó de su lecho y vino
'"8 -demorarse junto al mfo, sin importarle la fea ca-
tadura que presentaba con su larga camisa, sus
piernas muy morenas y sus rodillas enormes y bri-
llantes, como ciertas calvas que yo conozco.
- La vida me tiene cansado - me dijo -, y un
día de estos le pondré término por mi propia mano.
Ahí, en la maleta de viaje, tengo el arma siempre
lista, para cuando sea la hora y el momento ... Ahora
lo que deseo es oirle a usted una opinión clara y
- sincera sobre lo que es la vida. Sin dobleces ...
Hablé largamente y creo que hice un bonito dis-
curso franciscano, una loa humilde del corazón re-
bosante de amor a los seres y las cosas, un elogio
apasionado de la tierra negra que brota flores, "de
la estrella lejana que recrea nuestra mirada, del
misterio del .amor que nos mata de placer al mismo
tiempo que nos eferniza ... Cuando hice una pausa,
el general se me acercó melosamente.
- Eso que acaba de decir, ¿pudiera usted escri-
birlo?
- ¿Por qué no?
- ¿Añadiéndole algunas casitas más?
- No le entiendo ...
Me tomó del brazo, y, mermando la voz, dijo:
- Es que si usted, doctor, quisiera ser bondado-
so, me haría- un gran favor ... Necesito que me haga
usted una carta.
- 50-

- ¿Una carta?
- Sí. Estoy resuelto a eliminarme; el mundo
me repugna; pero yo no daré el paso definitivo
mientras no deje una carta que, como la publica-
rán los periódicos, ha de estar muy bien escrita,
con elegantes palabras, con algo de poesía ... tal
vez un poquito decadente ... Las cosas decaden-
tes no las entiendo bien, pero me gustan mucho.
Ustéd podría decir que abandono la vida con todos
sus halagos, y repite todo lo que acaba de decirme
en este momento: eso de la estrella, la fuente, la
flor ...
Asentf con un movimiento de cabeza y le dije:
- ¿Por qué no se acuesta, general? Es tarde ... -
y como para corroborar mis palabras un gallo cantó
en el corral después de largos aleteos. Pero el ge-
neral repuso:
- ¡No me acostaría yo ahora por todo el oro
del mundo! Esta carta de que le hablo me ha hecho
pensar muchos días, pues no tropieza uno a cada
rato con un caballero de la discreción de usted para
encargarle tan delicado trabajo. ¡Si yo fuera escri-
tor! - Se sohaba las manos y me miraba radiante.
- En este momento soy un hombre absolutamente
feliz. Usted me hará esa carta de modo que cada
cual encuentre en ella un párrafo que le correspon-
da: los soberbios, los humildes, los pobres, los ri-
cos... Especialmente deseo que escriba usted en ella
unos pensamientos bien sentimentales, como para
hacer llorar a las mujeres.
Yo no sabía qué pensar ni qué hacer en aquel
caso. El general se enardecía cada vez más:
- 51-

- Como usted comprenderá, mi querido doctor,


esa carta irá mañana de periódico en periódico, la
leerán amigos y desconocidos, querrán desentra-
ñarle ocultos pensamientos y le harán comentarios
a cada línea, a cada palabra ... ¡Oh, mi doctor, una
muerte sonada! - Meditó, golpeándose la sien con
el dedo, y agregó: - ¡Si usted pudiera hacérmela
en verso ... en décimas, por ejemplo!. ..
- Haciendo un esfuerzo, quizá ... Pero mañana;
durmamos ahora ...
- ¡La fortuna me favorece! Mi carta en décimas
quedará mucho mejor; acaso no faltará quien les
ponga música, y así habrá quien las cante, como los
versos de Acuña ... Ahora mismo, doctor, va usted
a poner manos él la obra y mañana podré yo arrojar
este fardo de la vida ... Váyase levantando, que
vuelvo en esto con tinta y papel.
Salió llevándose la lámpara y yo corrí al postigo
con una gran idea que puse en práctica al momento,
y fué la de saltar con mi manta y maleta de viaje a
un alto montón de hierba que no alcanzaron a intro-
ducir en el establo. Los mulos y los borricos no se
dignaron mirarme y me dejaron tender tranquila-
mente sobre el forraje seco, oloroso a poesía pasto-
ril. A poco la voz del general sonó arriba lIamán-
dome:
- ¡Doctor, mi doctor! Nada, que de seguro me
tomó por un loco y ha huído, el so bellaco. - Rió
un poco, con una ris<l espantosa, y luego agregó:
- ... ¡Y sabe Dios si será otro como yo, incapaz de
coordinar una mala frase!. ..
El placer de morir

RA una plácida tarde de los trópicos. Los vapo-


E res lejanos adquirían, al combinarse con los ra-
yos del sol, los colores más suaves, y derramaban
en la atmósfera una como dilución de topacios incor-
póreos y luminosos. El río se deslizaba más silen-
cioso que nunca; apenas si de cuando en cuando, al
subir a la superficie algún interno remolino de aguas,
se oía un vago ruido de espuma que se apaga. Los
barcos surtas en el puerto parecían dormidos. En
las canoas negras de los pescadores algunos mu·
chachos permanecían inmóviles, esperando que el
pez mordiera el anzuelo. Muchas lavanderas, vesti-
das únicamente con una camisa de tela roja, que la
brisa ahuecaba, desempeñaban su oficio, tostándose
al sol.
La voz de Laureana se dejó oir suplicante:
- Pero ¿vuelve usted, señora, a desoir la voz de
la realidad? ¿No se convence usted de que las cosas
son ciegas? ¿Vuelve usted a dedicar sus lágrimas y
sus querellas a esa corriente insensible, que ni tiene
ojos para ver ni oídos para oir? Vamos, Turquesita
mía, sea usted razonable y retírese conmigo de esta
orilla peligrosa, lejos de esa agua traidora que no
habrá de devolverle lo que sepultó entre sus ondas ...
- 53-
Con sus mano&denegrayarrugada piel, la vieja
criada quería -hacer dar obediencia a sus palabras,
atrayendo suavemente a la idolatrada locuela a
qUien servía; pero ésta, como si acariciase un pen-
samiento insólito, que a un tiempo la halagaba y la
repelía, lo que hizo fué dar unos pasos más hacia el
río caudaloso.
Formaba la playa un banco de compacta arenis-
ca, que las aguas, en sus continuos movimientos,
habían desmoronado y carcomido hasta dejarlo como
un enorme panal, en cuyos alvéolos las charcas se
corrompían en inmundas babazas verdes, donde se
criaban los sapos. Caminar sobre tan accidentada
superficie era arriesgarse a una caída. Turquesa
iba saltando ágil, y la criada, repentinamente asus-
tada al presumir sus intenciones, la sujetó por la
falda.
- ¿Está usted loca, mi señora? ¿Ha olvidado u·s-
ted hasta el temor de Dios?
y avanzaban sus manos en la ropa blanca de
Turquesa, como dos arañas negras, enérgicas y sal-
vadoras. La falda de franela, al recogerse atrás en
los dedos de la criada, modeló exquisitamente ellin-
do cuerpo de la joven, y las lavanderas de la orilla,
acostumbradas a ver las más vivas desnudeces, ad-
miraron la belleza de aquellas formas estatuarias.
Una voz, un poco burlona, dijo, no muy lejos:
- ¿Cómo que quiere echarse al agua la Turque-
sa? ¿Querrá irse a buscar al ahogado de ayer tarde?
Pues se arrepentiría de encontrarlo, que si de él no
ha dado cuenta el tío Caimán, hinchado y verde es-
tará ...
-54-
y otra, retirándose el chicote de los labios, re-
puso:
- ¡Es que parece que esas mujeres no sufren,
pero mentiras! A ésta partea el alma verla llorando
ayer, cuando el muchacho se ahogó y la autoridad
vino a recoger la ropa que quedó en la orilla. ¡Lo
llamaba «maridito mío»!
Volvieron a la casa ama y criada, bajo el sol de
la tarde, no menos ardoroso porque declinaba.
En el patio, el piso, barrido y reseco de un lado,
mostraba del otro una gran mancha de humedad,
que se abría en forma de abanico, y donde estaban
aglomerados algunos tiestos con plantas florecidas.
Oculto allí entre unas palmas, un tubo de acueducto
dejaba fluir su 1fquido, con ruido cadencioso y amo·
dorrante. Arriba, formando dosel, una enredadera
de tupida verdura defendía del sol. En aquel rin-
cón se refugió Turquesa, y la criada vieja se puso
a peinarla. Lo mismo que en los ingenios donde se
beneficia la caña de azúcar, cuando las mujeres ba-
ten la miel dorada para fabricar las me1cochas, así
se veía la mata de pelo de Turquesa entre las ma-
nos de la negra. Y como en el clima de aquel puer-
to la sangre no abre sus rosas a flor de piel, entre
el nacimiento de los cabellos y la faz blanca pare-
cía por ratos que se formaba un nimbo de luz.
- Péiname bien, Laureana, que puede ser ésta
la última vez ...
Quiso la esclava arrojar lejos de sí el blanco
peine de marfil, y repuso:
- Así no podré complacerla; seria una complici-
dad ... Usted está loca.
- 55 --
- Es que necesito morir cuanto antes.
- Pues mande por un veneno, y yo misma voy
a conseguírselo. Y al infierno por los siglos de los
siglos. A lo menos la muerte no sería tan escanda-
Josa ... Usted no ha pensado bien lo que desea.
Por toda respuesta la cortesana murmuró leve-
mente:
- Eduardo ... Eduardo ... estuvieras conmigo y
seríamos felices.
- Ya lo olvidará usted.
- Nunca.
- El alivio viene poco a poco, y después el ol-
vido. Lo olvidará usted. Váyase mañana mismo a
Bogotá, diviértase ...
- Yo no sabía 10 que era el amor, Laureana. No
te rías. Yo, la profesíonal del amor, 110 sabía lo que
era el amor. Cuando otras mujeres son todavía niñas
inocentes y buscan muñecas para jugar y entretener-
se, ya para entonces era yo una mujer de mundo,
mejor dicho, una niña corrompida. No fué culpa mía.
En las cortas horas que Eduardo pasó a mi lado es
cuando he conocido el amor, cuando he visto mi
mala fortuna de ser loca y cuando he sentido un sin-
cero deseo de vida honraua. Muy tilrde, por cierto ...
¡Tres días solamente lo tuve a mi lado!
- Es cierto ... Pero ya no existe.
- Tenía veinte años, y creyéndose un calaverón
imperdonable, no era más que un niño inocente. Se
vanagloriaba de haber huído del colegio, hurtándole
dinero a sus padres, y temblaba, el pobrcc;to, de
pensar en que por fuerza habra de volver.
- La oigo hablar a usted, y es lo mismo que si
-·56,;",..
me estuviera leyendo en uno de esos libros en que
hay condesas que se envenenan por un despecho.
No vuelva a leer esos libros perjudiciales.
El sol había caído lentamente entre nubarrones
que parecfan montañas azules en el horizonte de
aquella tierra cálida y anchurosa. El cielo estaba
rosado, y rápidas aves nocturnas volaban dando chl-
lIídos. Las bombillas eléctricas se encendieron.
- Estoy resuelta ... y, sin embargo ... tengo mie-
do, Laureana.
La pobre negra trató de arrodillarse suplicante:
- ¡Dios se apiade de usted, Turquesita, porque
usted está loca! ¿Dar tan grave escándalo? ¿Arries-
gar la vida en tln juego de sangre? ¿Cree usted que
pueden quererla para bien dos bellacos de toreros que
la invitan a jugar la vida de un modo tan horrible?
Sonrió Turquesa con inevitable amargura y re-
plicó:
- Esta casa y las cosas que contiene serán para
ti, Laureana, si la cosa terminare mal. Pero no
creas que me vuelvo atrás: soy valiente y quiero
probarlo ... ¡Eh!... ¿No viste hoy en las esquinas esos
grandes carteles con letras rojas en que estaba es-
crito mi nombre postizo de Turquesa, que hace es-
tremecer de horror a todas las señoras honradas?
Pues es la mejor invitación para mis exequias que
·yo pude soñar. Muriera de fiebres vulgares en una
cama, y a las pocas horas me tendrías bajo tierra,
sin un triste responso ni un hisopazo de agua ben-
dita. Y nadie lo sabría. Esta noche verás el circo
iluminado como el propio día...
- ¡Lfbreme Dios de pisarlo!
- 5i:"'"
- Bueno, irán otros. Irá toda la pobI~ión ansio-
sa de emociones y de san~re. En los. altos palcos,
las familias encopetadas; en los tendidos, el popula-
cho impaciente ... Yo estaré vestida de blanco de
pies a cabeza y cubierta con un velo; pero ¡no vayas
a pensar en un casto vestido de novia! ... Sobre un
pedestal muy pequeño, en la mitad de la arena,me
pondré de pie como una estatua; el público guarda-
rá silencio; abrirán el toril ...
Laureana rompió a llorar y se arrodilló a los pies
de su ama.
- No lo hará usted, palomita mía; yo no la de-
jaré buscar esa muerte.
Turquesa se desató de aquellos lazos y rió con
desequilibrado estrépito.
- No me culpes, Laureana-dijo con rara voz-;
será mi última locllra después de una vida de locu-
ras. He dado todos los escándalos, y ahora quiero
jugar con la muerte, que es un juego como cualquie-
ra otro. - Y después de un largo silencio: - Si tú
pudieras ver cómo tengo por dentro el corazón, no
me dirías nada. Pues oye: el :único placer que me
falta es el placer de morir. Pero morir de un modo
extraño, no en la cama ... De ayer a hoy he pensado
mucho en esto de la muerte, y si he vacilado ha
sido porque no sabía decidirme entre dos cosas:
un poco de láudano y la corriente del Magdalena.
Ayer, cuando Eduardo dijo que deseaba bañarse
en el río para recordar sus horas del Cauea na-
dando de una orilla a otra, he debido acompaftar-
lo, y así habríamos rodado juntos, en un abrazo
eterno; los que se están ahogando no sueltan lo que
-58-
cogen. La propuesta de los toreros vino como de
encargo p/:lra terminar mi vida: la noche iluminada
por mil lámparas eléctricas, un circo de toros, la
ciudad congregada en torno, yo con un vestido muy
raro, como si la muerte me hubiera citado en un bai-
le de máscaras ...
Bebió una copa espirituosa y encendió un ciga-
rrillo. Laureana, acurrucada en el suelo, había deja-
do de llorar y escuchaba atentamente. Turquesa
examinó el reloj de su pulsera y se puso de pie.
- Vamos - dijo -, desnúdame. - Chupaba el
cigarrillo y exhalaba el humo por los extremos de la
boca, cerrando los ojos. La negra soltó los broches
y las ropas fueron cayendo. La piel blanca y tibia
asomó sin ningún estremecimiento de pudor. - Las
medias también. -- Dió un paso y arrojó la colilla.
- Sírveme otra copa ... hasta los bordes. Bueno,
dame las zapati\1as, que no puedo pisar la tierra ás-
pera sin lastimarme. Ahora el vestido que está en
esa caja ...
Abrió Laureana, y sus manos negras como la
pez tomaron con inusitado temblor lo que Turquesa
había llamado «.el vestido>'. Era un amplio velo
blanco escarchado de plata, tan sutil y vaporoso que,
a pesar de su tamaño, podría esconderse en el hue-
co de las manos.
- ¿Esto nada más?
- Nada más. Me parece que soy suficiente-
mente blanca para que baste un velo ... Ahí siento
los toreros que han llegado por mí; no los dejes pa-
sar: son unos brutos ...
Pasando la tela varias veces, cií'ló primero la
- 59-

opulenta ánfora que simulaban sus caderas; cruzó


después la gasa sobre los senos y, echándola por
encima de los hombros, la llevó a la cabeza, donde
la sujetó con las horquillas, haciéndose <l manera de
un turbante, del que desbordaban los rizos rubios.
Por un lado del esbelto cuello flotaba el resto de
aquella nube transparente, y con el brazo gentil-
mente arqueado ensayó el modo de un embazarse
púdico. La bañaba la luz de la bombilla, y emergía
de la tierra obscura como un lirio nevado. Aparen-
taba la casta pureza de un mármol.
Después de oir de nuevo ]a promesa de que todo
lo que había en la casa sería para ella, Laureana en·
jugó sus lágrimas, y, en medio de su pesar, acarició
el orgullo de servir a una mujer que, aunque loca,
era a la par hermosa y desprendida. Si no las hubie-
se ignorado en absoluto, a la hora de partir hacia el
circo habría creído ]a pobre criada que asistía a
una de las fiestas paganas de la antigtiedad. Al ocu-
par su carroza, la linda Turquesa parecía la sacer-
dotisa de un culto sensual que iba a cumplir sus
amables ritos. Seguíanla en otro carruaje los tore-
ros, deslumbrantes de seda y oro. El populacho
congregado en torno y lanzando gritos obscenos di-
ficultaba el paso. Una banda cerraba el desfile
tocando una marcha triunfal.
Aunque quisiera ir sola a esperar en la puerta del
circo e] fin de aquella aventura, vióse Laureana, a su
vez, entre una muchedumbre de desarrapados cu-
riosos. Viéronla cerrar y guardarse, con una inocul-
table satisfacción de duefla, la llave de aquella casa
del placer, y rodeáronla para hacerle preguntas.
-60-
Así atravesaron las calles polvorientas, en las cua-
les buscaban en vano los transeuntes un soplo de
aire fresco bajo los árboles tranquilos.
Un estruendoso clamoreo brotaba por encima del
circular edificio y llenaba las calles vecinas, donde
los rezagados se agrupaban, deseosos de adivinar,
siquiera por los ruidos que se escapaban, el curso
de la fiesta. Los vendedores ambulantes importuna-
ban a la muchedumbre ofreciendo sorbetes baratos.
Las mujerzuelas pululaban en su cacería amorosa,
echando como anzuelo la provocación de sus sonri-
sas y sacudiendo como bandera de conquista el pelo
suelto, cargado de excitantes perfumes.
- Ha cesado la música - dijeron algunas voces.
- No se oye un leve murmullo ...
- Es la hora' de Turquesa que ha llegado.
Los mfseros aficionados que no pudieron reunir
el valor de la entrada se agrupaban contra la puer-
ta cerrada, tan impenetrable a su deseo como los
muros de piedra. Laureana, rezando, alzó los ojos
al cielo, en cuya negra inmensidad le pareció que
las estrellas la escuchaban.
El silencio era completo; más ruidos brotaran a
esas horas del recinto de un ~cementerio. Afuera
tampoco se desplegaban los labios; la emoción pa-
recía paralizar los corazones. La bella cortesana es-
tarfa en aquellos momentos inmóvil e indefensa ante
las deslumbradas pupilas del toro, sobre el trági-
co pedestal de Don Tancredo.
Al reventar de nuevo el vocerío y el estruendo,
pareció que los gruesos muros iban a desplomarse,
incapaces de contener tan incomparable alboroto.
- 61-
Pero en medio del infernal clamoreo la música
callaba.
Laureana rompió a llorar y sus amigas, melosas,
la rodearon, consolándola:
- Aun no se sabe cómo habrá pasado ...
La puerta se abrió, yel populacho hizo una cal\e
al carruaje lento que asomó por el\a. Una exclama-
ción ahogada se escapó de todos los pechos. La in-
feliz Turquesa aparecía descoyuntada sobre los co-
jines obscuros, y bajo la luz de los arcos voltaicos
<:ualquiera la tomara por una de esaS mujeres de
mármol que apoyan la cabeza en el brazo y I\oran
eternamente sobre las tumbas, a no ser porque la
blancura de su piel y del velo que la envolvla esta-
ba manchada por el arroyo de sangre Que fluía de
sus entrañas ...
El primer verso

L os lindos ojos de las mujeres que habían baja-


do al jardín envolvieron con sus miradas a
Gustavo Adolfo, que por el placer de hallarse tan
espiritunlmente acompañado y en tan ameno sitio
como era aquel pabellón formado de rosales trepa-
dores, había accedido a contar una historia.
- En aquel tiempo - dijo el poeta - era yo un
niño pálido, alto y delgado, y mis mejillas mostra-
ban en veces unas rosas como las que delatan en
algunos enfermos la alta presión de las fiebres. Las
uamas linajudas y castas, cuando iban de visita a
mi casa, me llamaban para besarme en la frente,
con una delectación que a mí me mortificaba, pero
que soportaba en silencio para conservar un buen
nombre de niño distinguido que me enorgullecía.
Había entre aquellas visitantes una que a los
cuarenta y tantos aun podía competir con mozas
lozanas en arrogancia y belleza. Su nombre, quizá
por esa sugestión con que sabía envolverlo todo,
parecía una música. Tenía nombre de madrigal. Por
ahí existe, ya desteñido, un daguerrotipo en que
esa dama aparece como si fuera una princesa, en la
compañía de un lindo paje que le ofrece un ramille-
te. Ese paje soy yo, y si acaso lográis verIe alguna
- 63-
vez, os bastará una sola mirada para comprender
cuántos gérmenes de futuras melancolfas encerra-
ban los ojos de aquel niflo.
Las personas de esas tertulias· eran todas mayo-
res y tristes, viudas y solteronas que demostraban
en su trato y ademanes esas dignidades y languide-
ces que prestan encanto a los claustros conventua-
les. Una de aquellas damas tenIa una sobrina de
doce años, que solfa llevar siempre con vestido negro
por un largo luto de orfandad. Tenía la pequeña el
nombre de una profetisa de la Judea.
Débora y yo, por atracciones de la edad y mis-
terios de la simpatía, nos sentábamos en el hueco
de una ventana, por donde entraban a la sala la luz
y los perfumes de un jardincilIo que cultivaban mis
señoras Has. Débora tenía el pelo castaño recor-
tado alrededor del cuello y levantado en anillos
victoriosos, la tez rosada y los ojos garzos. Y sus
gustos en secreta consonancia con los mlos.
Frente a la ventana pasaban los alambres del
telégrafo, abajo se abrían las rosas, más allá se al-
zaba una pared y en ella había un postiguilIo que
caía a la calle.
Una tarde las golondrinas se juntaron a charlar
sus algarabías en los alambres, con mil aleteos, con
mil saltitos de un lado 8 otro y otras coqueterías de
la laya. Débora y yo las mirábamos sin movemos,
temerosos de asustarlns. Queríamos sorprender el
misterio de aquellas vIdas, decirles nuestra ::,impatía,
aprender el secreto de que se valían pnra cruz:::r el
espacio, ya con rápido movimiento de las nlas, ya
dejándose caer con los remoS plegados, para des-
-ó4-
-pués con quiebros galanos levantarse de pronto,
-piando de gozo y locura. Pero ellas no querían en-
tendemos, y la única manera de lograr su proximi-
-dad era permaneciendo inmóviles como petrificados.
Primero eran tres, después lIegaron·otras yalfirne
juntaron tantas que llenaban largo trecho de 105
alambres con sus disputas y aleteos. Las unas eran
.pequeftitas y ésas alborotaban más; las otras, ya
machuchas, se espulgaban cuidadosamente, y todas
mostraban el pecho nítidamente blanco y las alas de
un negro azuloso como el del acero pavonado, jus-
1ificando aquella calificación de monjitas que no sé
.qué poeta les diera.
Débora y yo las mirábamos extáticos, y era tal
-nuestra inmovilidad, que razonablemente hubieran
podido tomamos por dos estatuíllas ornamentarias
-del viejo balcón.
De pronto llegó una nueva golondrina, y como
las otras se apretujaron para no dejarle puesto en
jos alambres, la recién venida derribó su vuelo can-
sado sobre el barandal. Era una pobre avecilla que
tal vez llegaba de muy lejos, prófuga de alguna
torre de aldea donde le destruyeron su nido. Su
plumaje y su cansancio lo denunciaban a gritos.
·Pues apenas posada sobre los hierros, las otras
malignillas se lanzaron, dando chillidos, que deblan
ser insultos, a golpearla con aletazos, de tal modo
.que la infeliz, en busca de amparo, se refugió en el
hombro de Débora y ocultó la cabeza entre los ani-
llos de pelo castaño que le bailaban sobre las ore-
jas. ¡Como si la golondrina le dijese un secreto!
¡Un secreto fatal!
-65-
Pasados muchos días; muchos, laa8ma aquella,
que tenía una sobrina, volvió a la tertulia de mis
seftoras tías, pero iba flaca, pálida y agobiada por
un largo traje negro. La conversación de aquella
tarde fué toda entrecortada y llena de suspiros.
y la dama de cuarenta y cinco, que aun podía com-
petir con mozas lozanas en arrogancia y belleza,
me llamó a su lado y, tras de besarme en la frente,
como acostumbraba, me preguntó con lánguida voz
de sollozo:
- ¿A quién echas de menos?
Yo la busqué en torno y no la encontré; me puse
muy pálido, y, como ya era poeta, dije, señalando el
cielo azul que ~e veía por el balcón:
- Una golondrina le había enseñado el secreto
de las alas ...
Las hermanas Vida y muerte

BA aquel camino atravesando una llanada tan


I hermosa que s610 en algunos cuadros de famo-
sos artistas podrán los ojos encontrar algo parecido.
Las variadas flores que atH crecían se levantaban
formando lindísimus prados, que, por no tener la
simetría de los jardines, mejor alegraban el conjun-
to. Las mariposas iban y venían en vuelos locos y
tal se diría que eran las propias flores las que se
trasladaban de tallo a tallo, empujadas por la brisa.
El camino bajo el sol matinal era como de oro.
De oro en polvo. Entre dos márgenes de grama
verde y húmeda el paso de los viejos carretones
rurales 10 había llenado de surcos; las pesadas al-
madreñas campesinas lo habían picado en ringleras.
Aparecla rodeando una ligera colina, pasaba bajo
el arco rumoroso de dos árboles que le daban som-
bra y le dejaban caer las hojas secas, y desaparecía
en el horizonte, ondulante, misterioso, atractivo,
como la espiral de un deseo que no se satisface.
Bajo los árboles, en el borde alfombrado de hier-
bas de olor, estaban sentadas como a descansar dos
extrañas figuras. Era la primera como una moza
del campo en plena juventud; estaba envuelta en
una gasa rosada que parecla traje de hadas, pues
- 67-

donde el pudor lo requería tenía tupidos los hilos y


mult"iplicados los pliegues, y donde las formas son
para inocente regalo de los ojos, apenas si velaba
el suave blancor de la piel. La otra, por lo encor-
vada yangulosa, había de tener muchos años y estar
muy enferma; cubríase con una sábana de nítida
blancura y cubrías e tan por completo que el ojo más
escudriñador no lograra entreverle ni la punta de
los dedos. No obstante, al moverse dejaba oir bajo
su vestidura el ruido seco de los dados y tenía apo-
yada en las piernas una reluciente guadaña.
Dialogaban los dos personajes con obscuro bis-
biseo incomprensible, como dos hermanas que se
han separado largos días y se cuentan después mu-
chas cosas interesantes. La del traje de gasa rosa
era más locuaz; la otra, triste y cansada, apenas si
asentía con monosílabos.
En aquellas horas de la mañana el camino comen-
zaba a estar concurrido. Pasó primero un labrador
guiando sus borricos, con legumbres para el merca-
do; no vió las misteriosas mujeres y tampoco inte-
rrumpió un momento el canto melancólico con que
distraía su jornada. Pasó después una abuela ago-
biada por un haz de leña; tampoco reparó en ellas
y no suspendió el rezo que llevaba entre los labios.
Pasó un niño persiguiendo los lagartijos de lapizlá-
zuli y esmeralda. Pasaron dos arrieros. Pasó un
mendigo maldiciente, lleno de feas úlceras ... De
pronto un alegre repique de campanas vibró por
todo el campo, con ese alborozo especial con que
anuncian la misa de bodas. Y poco después apareció
por el camino un cortejo nupcial. Campesinos iovia-
--68-
les y endomingados, tocando .sus tamboril es y vi-
huelas, rodeaban una pareja feliz que, cogidos de
las manos, iba repartiendo sonrisas. Viérala un
poeta y dijera que Abril en persona se había despo-
sado con la mismísima Primavera. El rumor que al-
zaban inquietaba las mariposas y las hacía revolo-
tear enloquecidas sobre sus cabezas y entonces no
hubiera sido metáfora decir que el campo florido les
arrojaba los pétalos de sus flores.
Cuando ya se alejaban, los dos personajes se le-
vantaron resueltos. Y avanzando el de la sábana
blanca con largos pasos silenciosos, que le hicieron
descubrir su armazón de mondos huesos, logró in-
corporarse en el grupo y seguir con ellos alIado
del novio, cuyos hombros rodeó con su abrazo he-
lado, sin que la sintieran.
y se fué alejando el cortejo, y se perdió en la
distancia; y la brisa traía en sus alas el rumor de los
tamboriles y las vihuelas, cada vez más tenue, más
impreciso.
Pasaron las horas. Pasaron los días ... Y el otro
personaje, la linda moza lozana que se envolvía en
una gasa rosada. esperaba bajo los árboles, invisi-
ble para los· viandantes de aquel camino lleno de
flores y hermoso como los paisajes del sueño. La
linda moza esperaba. De pronto sonrió.
Por el camino venía como una loca la novia poco
antes feliz. Ya no eran traje de níveos encajes y
azahares perfumados los que la adornaban: ahora la
hacian trágica unas tocas de viuda y 105 cabellos
en desorden. Pasaba gritando a buscar la muerte
para aliviar su dolor. Y tras ella el personaje de la
-(f)-

sábana sirttéStra, envuelto y traqueteante, venía


muy de3paclo.
Al pasar bajo los árboles descargó en el ribazo
la guada.ña y se sentó.
- No la consolará nadie - dijo a su compañe-
-ra -; y aunque quisiera la muerte no podrá encon-
trarme ...
La mujer rosada repuso:
- ¿No comprenderás nunca que la Vida es buena?
Déjame que camine un poco a su lado y la verás
sonreir. La embriaguez de mis goces produce el ol-
vido. Y el que olvida es feliz.
L05 puerto5 del ríelo

/ 1uan, ~rz ZB arios, oficial de


luna rzbanisteria
Personajes' marcelina, de ZZ, su muier
, Un Señorito
\ Unos Agentes d~ Policía

la tarde del sábado y el sol alegre de los tró-


S
E -J picos entra locuelo y ya descolorido por las
ventanas abiertas al interior de una sala humilde,
pero coqueta mente limpia. Las puertas laterales
dan la una a la calle y la otra al aposento; ambas
aparecen bajo cortinillas de percal, como que la
mujer de aquella casa es hacendosa y quisiera ir
venciendo su pobreza. Sin embargo, hay en la habi-
tación varios muebles que pudieran llamarse de
lujo en tal lugar: son dos consolas y un escritorio
de caoba, elegantes, pulcros, acabados con amor,
que a primera vista se comprende que son la obra
propia con que quiso alhajar el marido su nidito de
amores.
Sobre una de las mesas un reloj despertador se-
ñala unos minutos más de las cinco.
Marcelina está sentada hacia la luz de las ven-
tanas del fondo, inclinada sobre la costura. Tiene
-71-
los cabellos recogidos en un grueso moño que le
hace lucir la nuca blanca, suave, aureolada de rieillos
indómitos. Su traje de algodón blanco se esponja en
tomo recién planchado y ligero. De cuando en
cuando su mano la levanta para templar una pun-
tada, y entonces los farétlaes de la manga, dorados
de sol, parecen de un vestido de reina. Desde que
oyó las cinco ha estado mirando al reloj con impa-
ciencia para contar los minutos.
No obstante, al oir unos pasos que se aproximan
a la puerta de la calle, se inclina más atareada sobre
la costura. Ábrese la puerta y entra Juan con un
paquete en la mano y el rostro radiante. Su boina,
muy hundida hacia el occipucio, le hace brotar como
un cerquillo de fraile los cabellos largos y crespos,
que el polvillo de la madera hace pesados y grises.
Al ver a su mujer tan abstraída en su labor se
acerca de puntillas y la besa en la nuca.

MARCELINA. (Con un mohín de disgusto.) ¡Anda,


pegajoso! ¿No hay palabras para decir buenas
tardes?
JUAN. Yo escogf ljs mejores sin acordarme del
genio tuyo. Perdóname. Cualquiera diría que,
conforme pasa el tiempo, el poquito cariflo que
me demostrabas de novia, de esposa lo vas per-
diendo. Acabarás por aborrecerme ...
MARCELlNA. Pues no sé ... Y sería bueno que no
repitamos la música de otras veces. Ya debes
conocerme, no me gustan las melosidades. ¡Soy

. ,
como un esparto, áspera, y así me quisiste por
nlUJer." .
- 72-
JUAN. (Sentándose después de corto sile(tciQ !'
colocando sobre Una de las consolas el pa-
quete que trajo de la calle.) Durilla eras antes.
es cierto, pero ahora te has puesto que ya no
me puedo acercar a ti sin salir espinado. A la-
postre acabaremos mal, sin remedio. Tú debías
comprender que en el mundo sólo te tengo a ti y
que en ti tengo reconcentrados todos mis afec-
tos ... Cuando te conocr ya era huérfano y pensé
que el amor de padres que me faltaba tú me lo
ibas a dar doblado. ¡Lo que bregué por conse-
guir Que te hincaras a recibir conmigo la ben-
dición de la Iglesia; lo que bregué por armar
esta casa, 'por hacer este nido para traerte!. ..
MARCELlNA. ¿Me lo echas en cara? Pues si Sacas
a la venta estas cosas no faltará comprador.
Especialmente esas mesas han gustado a todo
el que las mira ...
JUAN. Cállate, Marcelina, me desesperas ... Las
hice con mis manos para ti, son tuyas exclusi-
vamente, y sé que te has mostrado orgullosa
de poseerlas ... Cuando quieras que salgan de
esta casa las venderás tú, .. Dinero no me hace
falta ... Ya propósito, toma. Hoy al pagarme la
semana me reconocieron un aumento de treinta
centavos diarios y me hicieron la liquidación a
uno con veinte ... De paso, para celebrar la
buena suerte, te compré esta pequeñez ... (Abre
el paquete l' despliega un bonito pañolón con
flecos de seda.) Si quisieras estrenarlo mafiana
saliendo a pasear conmigo... Podríamos ir al
Parque ... Como es domingo, habrá gimnastas.
-73-
MARCEUNA. Deja eso ahí y dime si ya quieres
comer.
JUAN; ¿No te gusta?
. MARCBLJNA. Lo que no me gusta es que no me
comprendas. No saldré contigo. Escarmentada
quedé aquella vez en que poco faltó para que
me besaras en público.
JUAN. Eras mi mujer. (DesplIés de un corto si-
lencio.) Se llegará el dla en que tendremos que
separamos y entonces, tenIa presente, le me-
teré el pescuezo a una sierra, en el taller ...
MARCELINA. (Burlona.) Peor para ti.
JUAN. (Le~anlándose, airado.) ¡Pues no lo haré!
Se me viene la idea de que estás enamorada
de otro, y libre entonces del estorbo de un
marido, irías a gozar en sus brazos ... Dímelo
claro, Marcelina: en alguno has fijado los
ojos ...
MARCELINA. (Riendo.) ¿Desde cuándo m~ has co-
nocido enamoradiza?
JUAN. ¡Qué sé yo ... desde que no me quieres!. ••
Me has hecho despertar malas ideas. Yo estaba
ciego, queriéndote con un amor que no tiene
igual, y de lo puro ciego de amor estaba con-
fiando en que todo lo que me pasaba era seque-
dad de tu genio, que yo acabaría por vencer ...
He vivido consagrado al trabajo como un es-
clavo para traerte el jornal completo y lograr
que de casada no te haga falta lo que de sol-
tera disfrutabas ... Y mientras tanto, mientras
yo me maltrataba las manos con las herramien-
tas, tú ... ¡No sé cómo decirlo!
-74 -

MARCELlNA. (Sin alterarse.) Pues no me conoces


y lo siento. No hablemos más~

(Recoge el pañolón, lo dobla y lo guarda en la


canasta de costura. Se hace un pesado silencio que
en aquel barrio apartado sólo interrumpen los chi-
rridos de un carromato que pasa por la calle y el
grito de un gañán que aguija sus bueyes. De pronto
se oye el ruido de alguien que se acerca calzado,
que se demora un momento, golpea levemente en la
puerta y, sin esperar que lo inviten, entra.)

UN SEÑORITO. (Después de mirar rápidamente


y corrido al no verse donde creyera.) ¡Ah!
¡Excusen ustedes, me he equivocado!
JUAN. No, señor; aquí es, pero no la encuentra
usted sola. Ha venido usted un poco tarde y ya
el marido volvió del trabajo.
EL SEÑORITO. Le aseguro a usted que me he equi-
vocado. Soy un caballero.
JUAN. ¡No! ¡Ahora lo comprendo todo! ¡Canallas!
(Se arroja sobre el desconocido!, lo abofetea
enfurecido; el infeliz trata de defenderse f su
elegante cañita de lechuguino salta rota 'en
el dorso del carpintero) sin herirlo; los pu-
ños de luan le desgarran la ropa y llenan de
cardenales el rostro. Grita como ano mujer.)
EL SEÑORITO. ¡Socorro! ¡Me asesinan!

(Llegan corriendo dos Agentes de Policía, los


separan y toman preso al ag-resor. La gente del
barrio se agolpa curiosa en la puerta y hace comen-
-75 -

tarios: el artesano es un mozo ejemplar; el caba1te-


rito por primera vez ba puesto los pies en aquella
calle; la esposa no sale nunca de su casa.)

Los AGENTES DE POLlcfA. (A luan!, al Seflorito.)


Vamos; delante del Inspector se explicará todo
lo que ha pasado.
MARCELINA. (Saliendo del estupor que la ha te-
nido como petrificada.) Qué, ¿os lo lleváis a
la cárcel? Pues no ha de ser, porque no tiene
culpa ninguna. Ha sido una equivocación, una
ligereza, una mala hora ...
EL SE~ORITO. (Entre dientes.) Una mala direc-
ción ...
MARCELINA. Soltadlo, señores Agentes, o he de
ir yo también.
JUAN. ¡Cállate y déjanos!
MARCELlNA. (Llorando.) No te dejaré encarcelar,
amor mío ...
JUAN. ¿Amor tuyo?
MARCELlNA. (Como loca.) Amor mío, sí. En medio
de mi sequedad y aspereza te quiero con toda
el alma, con un amor muy grande. No, señores
Agentes, no ha tenido la culpa; que no se abran
para él las puertas de la cárcel.
JUAN. (Radiante de gozo l' lanzándose a abra-
zarla.) Me soltarán ahora mismo, no tengas
pena. ¡Pero déjame ir a conocer esas puertas
de la cárcel, que en este momento las tengo por
las puertas del cielo, puesto que te han hecho
decir que me quieres, que soy tu amor! ...
Las hadas

E so es tan falso como un cuento de hadas - dijo


Octavio.
y Marcelo replicó:
- Las hadas existen. En los cuentos infantiles
aparecen reunidas en torno de las cunas y €onceden
mágicos dones; en la vida real las cunas no tienen
junto a si más compañía que la de las madres, que
quisieran poseer varitas de virtud para darlas 8 sus
hijos ... Pero, rod.ando los dias, las hadas vienen,
porque las hadas existen.
y antes de que Octavio replicara, continuó:
- Conocí tras el mostrador deun abastecimiento
de consumos una pobre muchacha que atendía al
despacho, y veía, con resignación inalterable, pasar
el tiempo que le deshojaba todas sus ilusiones. Bajo
un clima benigno su rostro no hubiera carecido de
encantos; pero en el ardor de aquella playa de
nuestro río, se mantenía con la apariencia lánguida
de una lenta convalecencia: lívida la nariz, muy
blancos los dientes entre los labios casi blancos,
hundidos los ojos en el jardincillo de violetas de
profundas ojeras ...
Un día le prt;!gunté:
- ,;Eres feliz?
-i7-

- No sé:.. A ratoslne creo desgraciada, por


enteros me
dfas - olvido de que
existo ... Soy una
máquina.
- ¿Tienes ilusiones?
- Ningunas.
- Yo creo que almenas tendrás un novio ...
- ¿Un novio? Lo tendría de seguro si fuera una
mujer bonita o con dinero; pero a más de pobre y
fea, mi clase es tan humilde que si alguno pone los
ojos en mí, querrá perderme al punto ... Y mejor es-
toy aquí, a un lado, como si no existiera.
Parecía, en efecto, algo olvidado a la vera del
_camino por donde pasa la caravana de los hombres
j~on sus dolores y locuras. Resignados y silenciosos
miraban sus ojos las alegrías ajenas, sin envidiar-
las ... Acaso aglomerando en el fondo de su alma el
sedimento de la amargura incurable. ¡Oh, qué lar-
gos sus días tras el mostrador, empeñada en disi-
mular para ella misma los naturales impulsos de su
corazón de mujer!
A pesar de todo, Jacinta comenzó a cambiar
poco a poco, y muy pronto la vimos como iluminada
por uná alegría permanente que la traía locuaz y
olvidadiza de sus deberes de empleada. Una mañana
la noticia circuló por el barrio, dejándonos pasmados:
- ¡Jacinta se ha casado!
- ¿Con quién?
- Con el mozo que repartía el pan.
La volví a ver algo después en un pequeño ta-
buco de los arrabales, tan feliz, tan absolutamente
_feliz mientras repasaba la burda ropa de su marido,
como una princesa que bordara una bandera.
- 78-
- ¿Eres feliz?
"'- Feliz por completo, por primera vez en mi
vida ...
¿Me negaréis ahora que las hadas existen y que
cuando menos lo pensamos pasan a nuestro lado?
Obra de misericordia

J ULIÁN, que llegó ese día un poco tarde, se acercó


de mesa en mesa y fué deslizando la noticia a
cada uno de sus compañeros:
_ El pobre Pepe está enfermo de verdad, se
está muriendo ...
y todos miraban hacia el bufete vacío donde dos
enormes rimeros de expedientes, de códigos mu·
grientos, de papeles varios, esperaban la mano fIa-
ca del oficinista. Sentían el presentimiento de que
no habían de verlo de nuevo entrar carraspeando e
ir a colgar en la percha su hongo anticuado, saludar
con apretón de manos a cada uno de sus colegas,
encender su imprescindible cigarro y hundirse entre
el montón de papeles, amodorrado, perezoso, echa-
do hacia atrás en la silla y viendo con ojos de sueño
las evoluciones del humo que arrojaba en espesas
nubes. Y sentían por aquel amigo una honda piedad.
Analizaban sin hablar, pero con simultáneo pensa-
miento, la inutilidad de la vida de Pepe, larga, gris,
cansada. ¿Cuántos años tenía? Más de cuarenta, era
10 único que podía precisarse. Su cabeza pequeña y
redonda tenía el pelo muerto y escaso, pero sin ca-
nas; su rostro amarillo y gordiflón no tenía ni arru-
gas ni barbas, pero mostraba un lustre antiguo de
--80-
pergamino manoseado. Aceptaba siempre una copa
antes de almorzar. Refería largas historietas insípi-
das, que siempre quedaban como inconclusas. De
mozo había tenido una hija natural, que a la larga se
lanzó a la vida alegre, y de la cual no le gustaba
acordarse. Vivía solo.
El siguiente día no hubo noticia de Pepe. Sus
compañeros hicieron ligeras consideraciones acerca
del estado en que se encontraría y se olvidaron
luego. A la verdad el pobre no hacía falta ninguna,
y si el Estado lo hubiera sabido, de seguro que
su empleo habría sido suprimido al punto, para ali-
viar con esos veinte o treinta pesos sus eternamente
desequilibrados presupuestos.
El ten.:er día, sábado, julián trajo la desgraciada
nueva:
- Murió ... - dijo. - Y después de un largo si-
lencio: - Anoche a las diez salió de este pfcaro
mundo. No quiso confesarse; declaró que ni creía en
eso ni tenía remordimientos.
Las plumas, corriendo sobre el áspero papel se-
llado, era el único ruido que se escuchaba en el
ancho salón. La mesa de Pepe continuaba sin ocu-
par, abrumada de libros y papeles, y, aunque invisi-
bles, dijérase que de entre ellos subían las antiguas
nubes de humo de tabaco. Hasta parecía oirse a ra-
tos el roce de sus manos frotadas para ahuyentar el
frío.
Por la tarde el Jefe de la Oficina dió licencia
para que fuesen al entierro y entonces una dolorosa
verdad circuló de boca en boca: el cadáver iba a ser
enterrado por la Policía, a falta de dolientes que
- 81-

cumpliesen ese último deber. No habienda muerto


en el seno de la Iglesia, la caridad reglamentada no
se habla dado cuenta de que había un cadáver inse-
pulto. Uno de los compañeros sintió moverse su ea-
. ratón y lanzó con tono acalorado:
- No, no debe ser la Policía: debemos ser nos-
otros, sus colegas, los de esa obra de misericordia.-
Se quitó el sombrero y echó el primero todo el
dinero que tenía en los bolsillos, que no era mucho, .
por cierto; en seguida lo fué pasando y las monedas
cayeron .en abundancia.
Gracias a aquel noble arranque, Pepe tuvo un
buen ataúd para dormir en el seno de la tierra el
sueño de que no se despierta. El coche ornamentado
de una funeraria lo llevó lentamente, y los amigos
formaron el cortejo charladores y contentos, sin
pizca de pesar. Alguno de ellos se permitió hacer
notar que aquélla bien podfa ser la primera vez que
el infeliz oficinista se daba el lujo de ir en carroza.
y los demás rieron.
Cuando el ataúd bajó al fondo de la sepultura,
cada uno arrojó un puflado de tierra y pronunció co-
hibido las palabras de la liturgia romana: Reqllie-
·scat in pace. En seguida se retiraron. Era sábado.
Cafa levemente la tarde ...
JuJián dijo de pronto:
- Del dinero que reunimos queda buena parte,
y está pagado todo ...
Se habfan demorado frente al Parador de la
Reina, de donde saJfan varios ruidos alegres y algu-
nas llorosas vibraciones de guitarras.
- Pues ... echemos unas copas ...
-82-
Entraron.
y nunca corrieron la tuna con tanta alegria como
aquella noche. Bebieron -y bailaron como locos, en-
contrando la vida exquisitamente buena. Cuando el
día apuntaba y las chicas se fugaron cansadas y
ojerosas, todos tenían secretamente el pensamiento
plácido de que había sido Pepe, el propio Pepe,
quien les había hecho el gasto.
El poema del verano

(frogmlZntos dlZ cartas)

H AS debido venir, amigo mío. Quince días, una


semana siquiera en este apacible rincón de
la provincia, habrían sido el mejor tónico para tus
. nervios enfermizos de intelectual. Están los días
como un oro, limpios y brillantes. Han empezado a
llegar familias bogotanas y el pueblo se asemeja al
escenario de esos cuentos donde hay princesas dis-
frazadas de pastoras. Trajes de ligera muselina,
cabelleras adornadas con florecitas de los campos,
música de bandolas, canciones ... ¡Has debido venir!

Me suponía yo, tal vez al pensar en su residen-


cia, que las bogotanas habían de ser todas orgullo-
sas como las hijas de un rey. Pero no, mi querido
poeta. Las que han invadido el pueblo este verano
te aseguro que son las criaturas más amables y en-
cantadoras del mundo, no sólo porque en su llaneza
han querido hasta salir de alpargatitos a pasear por
105 alrededores, sino porque nos tratan a todos como
8 viejos amigos. ¿Creerás que este humilde secreta-
rio de juez, que nunca soñó en grandezas, se codea
- 8l..;,;.
hoy con las más espirituales y hermosas hijas de la
capital?

Antier te escribf y esta otra va para pasmarte:


¡Estoy enamorado! ¿Te parece poco? Pues oye estQ
otro: ¡Estoy correspondido!

*
He pasado anoche las horas más venturosas de
mi vida y no puedo menos de abusar de ti para un
rato de confidencias. Inventó no sé quién un paseo
al rfo, diz que a ver si sorprendíamos a las ninfas a
la luz de la luna. Fuimos en parejas por la carretera
e íbamos despacio, bastante distanciados un.()s de .
otros. La brisa mecía los ramajes y hada canciones
vagas y discretas. Los pomares de la orilla tenían
un inquieto florecimiento de luciérnagas. Celia iba
conmigo ... Su mano se apoyaba en mi brazo y sus
cabellos sueltos me rozaron dos veces la cara por
intervención de la brisa ... iAy, Juan, quién pudiera
rimar unos versos como tú sabes hacerlo!

*
Recurro a ti para pedirte un favor: necesito eso· -
cribir algo en el álbum de este ángel del cielo Que
me tiene en la gloria, y por más Que brego no logro
rimar una estrofa. Házmela tú, afortunado hijo de
Apolo, y ojalá en forma de acr6stico; nada te será
más fácil, porque el nombre de Celia tiene unas
letras privilegiadas: puedes poner con ellas cora-
zón, estrella, locura, incendio y amor ...

'"
~85-
... Habrá homb.r~desgraciados que afirmen que
" la tierra es unvalte de lágrimas. Para mf, Juan, la
tierra es hoy un edén. Soy feliz, absolutamente fe-
l~. Salimos ayer de paseo, mí novia, sus dos her-
·,manos, cuatro de sus amigas y una tfa de respeto .
.·Vyo el único puebleño que las acompañaba. Hubo
que vadear la quebrada y yo fui el designado para
transportar en mis brazos a toda la comitiva. No
cambio por una vida de rey los cortos momentos en
que llevé a Celia levantada sobre mi pecho y con-
servaré hasta la muerte la sensación de su brazo al
rodearme el cuello ... ¡Ay de mí! Pesaba bastante la
.tia y ... guárdame la reserva, parecían de plomo los
·..dos be1itr~ de mis cuñados, mozos mayores de
. veinte, que también me rogaron que los pasase. Yo
estaba un poco corrido cuando ellas me miraban las
piernas, tan negras y velludas ...


Juan de mi vida, apenas está terminando diciem-
bre y lo que yo no llegué a temer en mi ceguedad
encantada, eso va a suceder: se van. CeHa dice que
no me olvidará nunca; yo le he jurado que iré a Bo-
gotá. Mientras tanto aqul me tienes con un tarugo
en la garganta y una desazón que me parece que
todo se ha puesto negro en torno mlo. Esta mañana
se bañaron la w.ltima vez en el pozo de los arraya-
nes y cuando regresaron no pude resistir la tenta-
. ci6n de ir a llorar en ese lugar que ya no la verá
más en este verano, quizá nunca. El agua, igno-
rante y sin alma, estaba más transparente que un
cristal y a través de las ramas venían a herirla fle-
-86-
chas' de sol que penetraban hasta el fondo e ilumi-
naban las guijas doradas. Sobre una piedra Celia y
sus hermanas habían dejado olvidado un jabón de
rosa que he guardado y conservaré siempre como
una reliquia ... ¡Oh, él se deshizo en olorosa espuma
sobre su tibia piel!. ..

No estaba en mi mano detener la marcha inexo-


rable de las cosas que habían de suceder y aquí me
tienes en la mismísima ciudad de jiménez de Que-
sada. Apenas llegué tuve la fortuna de encontrar a
nuestro antiguo condiscípulo Carlos Espina, quien
bondadosamente me ha hecho algunas importantes
indicaciones: que el vestido que traje no estaba a la
moda; que mis cómodos botines amarillos con resor-
tes negros eran ridículos; que el tamaño descomunal
de mi sombrero iba a causar hilaridad a los más se-
rios; que mi corbata ... Tbtal, que me hizo comprar
prendas nuevas y estoy hecho un verdadero lechu-
guino. En cuanto a Cetia ... la he encontrado dos ve-
ces en la calle y no sé qué le pasa, pues parece que
no me ha reconocido. Nuestras miradas se encon-
traron, pero ella me vió sin verme, estoy seguro.
Mi corazón quiso saltar, me flaquearon las piernas ...
y Cetia siguió como indiferente ... Fué que no me
conoció, no lo dudo.

*
Ayer, ID de enero, se abrieron los tribunales y
aquí me tienes otra vez, Juan de mi alma, escri-
biendo notificaciones y emporcando papel sellado,
-ffl-
tan secretario de juez como el afto pasado. El vera-
neo terminó y el pueblo ha quedado como un ce-
menterio. Mi regreso de Bogotá fué muy triste; al
tornar el tren se me salieron las lágrimas ... ¿Qué
dejaba allá? Nada. Pero te juro, Juan, que otro di-
ciembre no lo espero aquí, ¡me iré lejos!
El obr2ro f21iZ...

D E aquellos dos amigos el uno tendría cincuenta


años, el otro sólo veinte. Salían juntos de la
oficina donde estaban empleados y recorrían las
mismas calles para dirigirse al barrio donde habita-
ban. El más joven respondía al nombre de Juan, y
con la mente llena de ilusiones veía el mundo como
los reyes conquistadores miran un país débil y veci.
no, como algo que no muy tarde sabría dominar a su
arbitrio. Sentado ante la máquina de escribir, mien-
tras el patrón dictaba paseándose, la habilidad con
que golpeaba las teclas lo enorgullecía secretamen-
te; su amigo y compañero, el más viejo, no sabía
los secretos de la estenografía y rasguñaba despa-
cio, h~ciendo sú hermosa letra y sus claros números
en los grandes libros de cuentas. Juan le considera-
ba sabio en muchas cosas, pero le miraba con lásti-
ma. ¡Haber pasado más de treinta años en aquella
obscura labor y no haber conseguido nada, fuera de
su local reputación de buen oficinista!
Juan y su amigo salían siempre juntos, y aunque
el viejo hablaba poco, en ese poco había mucha
substancia, filosofías menudas, cosas que hacían
pensar. Juan le escuchaba atentamente, le hacia sus
, objeciones y terminaba por reir a mandíbula batien-
-89-
te~~tttI_o_alfinan1e_Sus réplicas el viejo oficinisill-
encettdfa contra Jos-bombres un envenensdobus-
_-espié.
Juan ofreda cigarrillos y Preciado fumaba con
cM disimulado placer, aspirando largamente y dejan-
:do que el humo le acabase de dorar los dedos delga-
dos y pequeños, que había pulido y afeminado el
roce con el papel. Caminaban despacio, y saliendo
del riñón. de la ciudad se internaban en esas pinto-
rescas y no muy aseadas callejuelas que pueblan la
pobrería y los pequeños menestrales. Cuando pasa-
ban frente a la herrería acortaban el paso y miraban
_el_ interior ahumado, donde resoplaba el fuelle y
chisporroteaba el carbón encendido.
y señalando al herrero, hombre mozo, de rostro
sucio de hollín y musculosos molledos descubiertos,
Preciado decía a su amigo:
- He ahí, Juan, el único ser que yo envidio. Ese
obrero no se preocupa en futilezas tontas, como
nosotros; no ambiciona nada; cuando se sienta a la
mesa, engulle; cuando duerme, ni sueña; bajo su
costra de carbón y mugre es absolutamente feliz;
su mano tiene callos, pero no traiciona ... ¡Oh si en
vez de la partida doble me hubiesen enseflado a
gOlpear sobre la bigamia!
y Juan miraba hacia adentro y le provocaba en-
trar a aquel palacio de la felicidad, misteriosamente
disfrazado de covacha inmunda, con piso desigual
y polvoriento, donde el carbón alternaba con inúti-
les herrajes descompuestos y la fragua llameaba,
haciendo un ruido sabroso y acompasado.
- He ahí, Juan, el único hombre feliz ...
-90-
Siempre que pasaban Preciado repetía sus pala-
bras y Juan las crefa ciertas como un evangelio. Un
día el herrero estaba en la puerta de su estableéi-
miento y pudieron mirarlo de cerca. Por debajo de
la barba descuidada ceMan su pescuezo dos hilos
negros de hollín y sudor; las oquedades de sus orejas
eran negras; bajo la piel de sus brazos, llenos de
quemaduras, abultaban los gruesos músculos.
- Jamás piensa en cosas difíciles. Cuando se
enoja golpea a su mujer honradamente. Son los
hombres envidiables, Juan ...
y Juan, secretamente, soñaba en buscar un man-
dil y aprender a labrar el hierro sobre el yunque.
Una tarde, al doblar la esquina, vieron la muche-
dumbre aglomerada en la puerta de la herrería. ¿Qué
habría pasado? ¿Algún potro cerril coceó al apren-
diz de herrador que quiso guarnecerle los cascos?
¿Qué habría pasado? Se acercaron al grupo y se ad-
miraron de oir las exclamaciones. Se empinaron a
mirar y no les quedó duda alguna. El buen obrero
se había suicidado.
- ¿Completamente muerto?
- Tan muerto como el padre Adán, que hace
siglos se volvió polvo.
- Pero ¿no sería un accidente desgraciado?
- ¡Qué iba a serlo! Aguzó una lima y se la cla-
vó en el pecho, sobre el corazón ... Una muerte ins-
tantánea. Cayó de redondo.
Una comadre llorosa se retiró del grupo, y de-
seosa de comunicar sus impresiones:
- Tenía que suceder-les dijo -, Era un hom-
bre que no vivía conformé. Envidiaba a todo el que
- 91-
veía algo mejor. Cuando ustedes pasaban fumando
sus ricos cigarrillos, el pobre solía exclamar: - ¡Sa-
broso esos que no saben lo que son quemaduras!
Juan quiso preguntar algo a su amigo viejo;
pero Preciado, zorro como ninguno, se apresuró a
decirle con un ademán resignado e inapelable:
- ¿Ahora seguirás creyendo que la felicidad
existe?
La endiablada juventud

M OZOS más indolentes no sustentó la tierra!


Eran once, contando hembras y varones, y
todos andaban alborotando la casa para irse a la
aldea, a las fiestas de la Virgen de Octubre, que le
entregó el sagrado rosario a Santo Domingo; ento-
naban coplas, rasgueaban las vihuelas y maldito el
que se acordaba de que en un camastro de la alcoba
el abuelo llevaba largos días con las ansias de la
muerte. A no ser la pequeña Mariucha, que sentía,
aunque muy vago, un resquemor de remordimiento.
- ¿Y si hoy se nos muere? - le preguntó a uno
de sus hermanos.
- ¿Morir?Más duro no hay otro ... - Y le para-
lizaba toda piedad al mozo el llamativo suef'íodel
pueblo enfiestado, con altas cucañas en la plaza,
enflorado de lindas muchachas, lleno de música...
Cuando la primera luz del alba encendió la pri-
mera rosa en el jardín oriental, los que se iban de
romería tomaron el camino, el camino penumbroso
bajo los altos árboles donde todavía la noche se an-
daba descuidada en recoger sus crespones. Arriba,
en el cielo pálido, algunas estrellas mortecinas se
empeñaban en despabilar los ojos, como esas seño-
ritas incansables en la trasnochada y la jarana. Sa-
-93-

tieron los mozos cantando S{!JÚ\1entudy su alegria


~ través del predio que iban a heredar, y sus vo-
ces parecía que ayudaban a deshacer la penumbra,
. haciendo a la vez reventar los capullos y despertar
la orquesta alada de pájaros y brisas ..
La pequeña Mariucha, toda corazón, habíase
asomado a la alcoba para despedirse:
- Como estás calmadito, nos vamos a la fiesta:
le pediremos a la Virgen que te mejore ... -Y corrió
alzándose la falda de percal rosado y humedecién-
dose los pies en el césped fragante, locuela y feliz.
El triste abuelo se enderezó en la cama y lanzó
un hondo suspiro; oía alejarse la romería de sus
nietos y veía, era lo único que veía, que las rendi-
jas de las puertas se iban tornando como hitos cen-
tellantes de oro fundido en el crisol, por el día que
afuera triunfaba. Lanzó otro desmesurado suspiro,
rodeó las rodillas con los brazos escuálidos e hizo
un heroico esfuerzo para que se le reventaran las
venas y el corazón ... Pero aquella miserable má-
quina todavía no quiso romperse. Meditó largo rato
y terminó por reirse con una risa muda y horrible.
- iBah! - dijo para sus adentros -. La verdad es
que me han dejado solo con la muerte y la muerte
está jugando conmigo al gato y el ratón. - Alargó
las piernas esqueléticas, tomó su antiguo bastón y
salió de la cama como uno de los resucitados de
un juicio final, agonizaflte y tembloroso, arrastran-
do en pliegues fúnebres la sábana amarillenta como
un sudario.
Todavía se escuchaban lejanos las risas y los
cantos de los mozos sin entrañas que se iban a las
- 94-
fiestas de la aldea, y aquel rumor ilusionado entró
a circular en las venas del agónico como un veneno
excitante, creador de fuerzas momentáneas. Sacó
de bajo la cama un viejo arcón, rebuscó la secreta
y extrajo de allí una abultada bolsa, con la cual,
oprimida contra el pecho, salió al campo tambalean-
te. Y se fué por el mismo camino que sombreaban
los altos árboles, hollando con helados pies el cés-
ped florido, sobre el cual pasaba despacio, estirada
en fúnebres pliegues, la sábana amarillenta que col-
gaba de sus hombros.
Se agotaban sus alientos cuando llegó hasta el
puente, un alto y curvado puente de fábrica anti-
quísima, bajo el cual las profundas aguas pasaban
con silencio absoluto y mostrando la reflexión abis-
mal de un hondo cielo, muy azul y muy lejano. El
abuelo se dejó caer, entregando el espíritu, y de la
bolsa, donde las ahuchara en toda una vida, corrie-
ron hacia el agua las onzas de oro, que al hundirse
abrían anchos círculos fugaces ...
Por la noche volvieron los nietos un poco chis-
pos, hablando y cantando a gritos. La luna, delga-
dita como una hoz, no empalidecía las estrellas, pero
aclaraba divinamente la noche veraniega y campe-
sina, llena de aromas, de susurros, de luciérna~as.
Al pasar el puente vieron el cuerpo tumbado junto
a la orilla, quieto, medroso, medio envuelto en la
sábana, que aleteaba con la brisa. Y se hicieron a
un lado dirigiéndole chanzonetas:
- Eh, señor borracho, si os caéis de la cama
tomaréis un buen baflo...
- Adiós, buen amigo ...
más allá del misterio

N aquel tiempo el buen doctor Contzen era un


E bebedor de buenos quilates, no hasta el punto
de poder declararlo borracho perdido, pero sí lo
suficiente para que su sala de consultas permane-
ciese sin clientela, pues mal iba el que se sintiera
fallo de salud a confiarse en las manos de quien se
desayunaba con tina copita. Después hizo propósito
de abstenerse y se enmendó, pero le quedaron unos
recuerdos de cosas que hizo y vió durante su mala
época, tan enrevesados y estrambóticos que muchos
de ellos no pudo saber nunca si fueron delirio o
realidad.
Esta que él llamaba familiarmente aventura de
los huesos, era la que más le había dado en qué
pensar. Porque si le sucediera a una de esas perso-
nas nerviosas y amilanadas que tiemblan y se sobre-
cogen ante el misterio de la muerte, pase; pero a
un médico calavera, a un hombre que durante más
de diez años había diariamente manoseado toda
suerte de cadáveres en las mesas de disección y
que habla terminado por considerarlos algo intere-
sante y hasta admirable cuando los fenómenos pa-
tológicos habían sido más crueles en su obra, cosa
era para remitirla a duda. Y dudaba el buen doctor,
...:. 96 --

en efecto, no sabiendo si todo aquel batiburriOo de


~ecuerdos era hijo delpfcaro alcohol o cosa cier~
que por causa del estado de suprasensibilidad a qu~
dicho veneno lo llevaba, había podido ver con sus
ojos mortales ... '
, Los detalles más pequeños permaneclán imborr~
bles. Había sido una tarde clara, de brillante sol y
cielo despejado. El amigo Andara había entrado
Unos minutos antes de las tres, con su eterno ves-
tido negro, al cual se agregaban de modo invariable
sus barbas endrinas para hacer contraste con su alta
frente de pálido marfil.
- ~Se va usted siempre? - le había pregunta-
do -. ¿Viene usted a despedirse?
- Vengo a despedirme y vengo a rogarle un
favor. Yo no puedo dejar absolutamente abandonado
a mi padre ...
y el buen doctor Contzen, que a dicho padre ha-
hía visto expirar, y le había examinado las vísceras
en busca de la traidora enfermedad que lo había
arrebatado, sintió un calofrío extraño que le erizó
la piel.
- Pero su padre de usted está bajo tierra ... -
se atrevió a decir.
- Estuvo. Ahora está en mi casa. Permaneció
enterrado por el espacio suficiente para que de-
volviera a la madre tierra la carnal vestidura;
luego he llevado sus pobres huesos al lugar donde
en su tiempo gozó los placeres de la vida. Pero
mientras yo esté ausente no puedo dejarlo aban-
donado; lIevarlo dentro de una maleta sería una
crueldad ...
- 97-

El doctor se había levantado con las manos sobre


Uos ojos para no ver al amigo Andara, que de segu-
- fo se babCa vuelto loco.
- Cuente usted conmigo - le había dicho -;
haré lo que usted quiera; acompañaré a su padre ...
- Gracias. - Y le entregó una larga llave de
plata en cuyo anillo había un lazo de cinta negra.
Se marchó Andara y el doctor Contzen no volvió
II acordarse de su recomendación. Pero un día tro-
.pezó cqn la llave blanca y lustrosa, cuya cinta negra
parecía un recordatorio. ¿A qué se limita mi com-
promiso? - pensó -. A ir a pasar unos instantes en
una oficina donde un extraño muchacho mantiene
reverentemente un cajón de huesos ...
Resolvió ir, y de paso entró a una cantina,
donde apuró una copa rebosante. La llave abrió la
cerradura sin el menor ruido, con tanta suavidad
que era un placer darle vueltas, un placer tenue y
extraño en grado sumo, que le llegaba a lo más ínti-
mo con la sensación de un calmante. Empujó la
puerta con alegría de niño, pensando que dentro de
breves minutos habría de cerrarla de nuevo, tor-
ciendo otra vez la llave deliciosa.
Sobre el escritorio había un vaso con flores mar-
chitas y el agua en que se pudrían los tallos había
Jlenado la habitación de un desagradable olor a ca·
dáver. El doctor lo notó inmediatamente, y aunque
se percibió de la causa, no quedó contento. Además,
vió correr unas ratas, que desaparecieron tras de los
muebles, y notó que con sus enormes ojos, negros
y brotados, le habían dirigido una mirada de repro-
che. Buscó en torno la urna funeral y no la encon-
7
--98~
tr6. En cambio. _sobre pulida y larga mesa de caoba
se adivinaban bajo la blancura- empolvada de una
sábana las descarnadas formas de un esqueleto. No
deblan estar los huesos en desorden, sino, al con-
trario, acomodados en la postura natural de un
cuerpo en decúbito supino; pero sólo el t:ráneo abul-
taba un poco, los demás apenas levantaban en di-
minutas colinas el lienzo que los cubria.
El doctor Contzen se sentó a un lado y permane-
ció inmóvil, meditando. Ahí estaba todo lo que que-
daba de un hombre que había llevado una vida inten-
sa de rábula sin piedad y que despertó en largos
años, sin que le hicieran daño, las más violentas tem-
pestades del odio. A los cincuenta años unos cálculos
biliares, negros y pequeños como las cuentas de la
camándula que repasaba en público para edificar a
los simples, se le habían atravesado en estrecho pa-
sadizo y le habían fulminado de dolor. La enorme
fortuna acaparada malamente la disfrutaba un hijo
desequilibrado; las víctimas de su mala fe aun mal-
decían su nombre y apuraban sU miseria ... Pero
¡qué importaba! El bellaco descansaba y dormía para
siempre, libre de las incomodidades de la carne,
bajo aquella sábana pulcra.
El buen doctor sintió de pronto que la tierra huía
bajo sus pies y que en tomo de si le faltó hasta el
aire. Le parecía soñar, ser presa de horrible pesa-
dilla. Se pasó la mano por los ojos y lanzó un ge-
mido gutural, agonizante. Miró de nuevo; la osa·
menta inmóvil permanecía en su sitio; pero una rata
con siniestra voracidad había subido a la mesa y,
entráooose bajo el sudario, empezaba a roer los
...
.. - .- - .

.~~·~f~tor· se~teya~ó--Jentam~,. con_la~


tJumOs~s, Con -el móvi$ieDto dtnm -mimiquf-
bajo fa acción de una fuerza mecánica. tos ojos Se
te habían llenado de lágrimas y le zumbaban los
oídos como sí dentro de su cabeza se despeñara
caudaloso torrente. La rata se movía bajo la sába-
na, sus dientes sonaban como una lima. Muy honda,
muy vaga, como si hubiera atravesado un muro es-
pesfsímo, empezábase a percibir una quejumbre
humana que terminó en una súplica:
- ¡Ay, hijito ... ahí está ese cruel animal!...
El doctor se dejó caer en la silla y lue~o rodó
al suelo sin sentido. Pero en ese brevísimo instante
en que oyó la pavorosa lamentación abarcó de un
golpe el incomparable suplicio de aquella alma li-
gada extrañamente a los dolores terrenos, de los
cuales era impotente para Iibertarse. Y creyó com-
prender el horrible misterio de las tumbas ...
La s s o rt ¡¡a s

A 'Jorge maliZu5

E STAs triste?

triste.
- Cuando tú me acompañas nunca estoy

Le tomó la cabeza entre las manos y la besó en


la frente pálida, donde los cabellos se abrían en dos
bandas de color castaño que la luz aclaraba en parte
con suave languidez. Ella sonrió levemente sin alzar
los ojos ..
- Hoy me estaré contigo; leeremos juntos; sal-
dremos al balcón a mirar la gente que pasa ... ¿Quie-
res? ¡Si yo fuese rico, si no tuviera necesidad de ir
a esa oficina!... Pero hoyes domingo y te perte-
nezco; saldremos a merendar juntos, como en los
primeros días ...
Ella volvió a sonreir y continuó muda, mirándose
las manos. Entonces notó él que tenía en los dedos
todas sus viejas sortijas, las que trajo de la calle y
por eso aborrecía, la esmeralda del ministro, el rubí
del banquero, el falso brillante de un miembro del
Congreso, las perlas, las turquesas. Y en vez de
aquella cólera ciega de la otra vez, ahora 10 que
Carlos sintió fué la amarga melancolía de la desilu-
- 101 -
sión, el desengaf'io cruel de encontrarla irredimible.
Se le arrancó un suspiro y Juana preguntó:
- ¿Por qué suspiras?
- No sé ... Tú lo sabes.
Guardaron silencio. En su silla de alto respaldo
y tapices rojos, que la edad y el uso mostraban ya
en el mero cafíamazo, parecfa eUa una muchachita
convaleciente y mimada que se empefíaba en mi-
rarse las manos abstraídamente, como por capricho
infantil. Carlos, abrumado, se dejó caer en la otra
silla y hundió la frente entre las manos. Su pen-
samiento, como el viajero que recorre, después de
muchos afíos de ausencia, la casa abandonada, se
internó por las dolientes y umbrosas galerías del
recuerdo. ¿Desde cuándo vivían juntos? AIIl estaba
en la pared desnuda el único adorno que durante su
luna de miel encontraron digno de su felicidad: el
almanaque de exfoliar que mostraba la fecha en que
se instalaron, un claro y alegre día de abril que ya
parecía muy lejano. ¿Cómo se habían conocido y
dónde? Ya no acertaba a recordarlo; la ilusión era
de eternidad en cuanto a la unificación de sus almas
en suave amor. El encuentro había sido en los altos
palcos de un teatro; habían entrado solos y habían
salido juntos, una noche fría y clara ... Ella era en-
tonces una loquilla sin seso, una mariposa linda y
frágil, tras de la cual la red de la sensualidad se
agitaba incansable. Y Carlos, que en sus suef\os
guardaba como un tesoro el santo deseo de redi-
mir, había querido redimirla; Carlos, que sintió co-
razón de Buen Pastor al encontrar entre las zarzas
la ovejilla, ya que no al redil, donde nadie la aguar-
'- 10'J-"'

daba, quiso lle'iarla consigo, alzándola sobre ·.Ios


hombros. Su pobreza de empleado de poqufsima ca-
tegoría no habCa sido obstáculo para una gran ven-
tura; tal vez hahía sido cómplice, pues en la frater-
881 división de un mendrugo reina el amor que no
existe en la compartición de un festín. Alquilaron
una casita y se instalaron sin más acomodo que
aquel que escasamente les proporcionaban el catre,
una mesa y la, silla de cuando era estudiante. Los
objetos de Juana los habían regalado, tenían todas
¡as máculas que en su dueña habfa de lavar el arre-
pentimiento y hubieran sido testigos mudos e impe-
nitentes de los dCas rojizos que deseaban olvidar; no
debían entrar al nuevo templo cuya puerta guardaba
el amor.
Habían corrido suaves días en aquel hogar, que
las gentes denominaban con mala palabra, pero que
guardaba cuanto el humano corazón puede desear
para su escondida ventura.
Sin embargo, un dfa Juana se había puesto sus
sortijas. Ella, que con tan fácil mansedumbre había
renunciado por él a cuantas satisfacciones le brin-
daba su antigua vida de escándalo, la que no echaba
de menos ropas elegantes y sabrosos manjares, la
que por seguirlo, como a sus buenos prosélitos pedía
Jesús, había echado una paletada de olvido y des-
precio sobre todo lo que no fuera el amor de su
amado, había slicado sus sortijas y había ador-
nado con ellas sus dedos largos y finos. Una tem-
pestad ese día, la única. Carlos había estallado de
cólera a la vista de aquellas joyas, cuya existen-
cia ignoraba, y Juana, tras de llorar arrepentida,
103 -

_-
__las ~habillescondido de nuevo. La nube se había
dtsipacto.
- ¿Te has puesto triste, Juana? ...
- Cuando tú me acompañas nunca estoy triste.
- No dices verdad ...
Dobló la cabeza sobre el brazo para no verle
las albas manos, donde las sortijas ponían sus risue-
flas notas brillantes. La cólera de la otra ocasión
ahora se resolvía en una profunda tristeza que lo
atarugaba mortalmente; ahora no sentea el deseo
de cortarle las manos para arrojarlas como cosa
impura, sino que la amargura de los desengaños
finales le rebosaba en el corazón y lo anonadaba.
Era como si de repente hubiera encontrado a su
ovejita hundida para siempre en la sentina inmunda.
Corrían las horas y con inefable complicidad
agravaban el dolor de aquellas dos almas. Juana
permanecía en su silla, exánime, odiándose la mala
idea que tuvo de enjoyarse los dedos, y mantenía
sobre la falda las manoS inertes, como si el peso
del crimen las acobardara.
El sol, que entraba por el balcón, llegaba a la-
merle los pies pequeñines. Iba cayendo la tarde. De
pronto preguntó:
- ¿Me perdonarás por última vez?
Vibraron sus palabras con la sonoridad tembloro-
sa de las gotas que caen en los pozos, y se quedaron
sin respuesta. Entonces se levantó, arrastrando la
bata blanca que vestía, toda vacilante y trágica como
una visión en la penumbra de la alcoba. Afuera flo-
recía el crepúsculo vespertino y la ventana recor-
taba un cuadro de luz naranja en el cielo multicolor.
- 104 -
Lo tomó de la mano y IQ nevó en si1~ndo basta
el balcón; allí alargó hacia la luz sus manos blancas
y la luz moribunda encendió un instante el rojo rubf,
abrillantó la esmeralda como una ~ota de agua ma·
rina, y en la turquesa y las perlas puso destel10s
fugaces. Era la plegaria muda para el supremo sa-
crificio, pues en seguida se fué despojando de todas
sus sortijas y con un gesto de feliz alucinación las
arrojó a la calle, al antro de donde las había traído.

FIN

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