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En esta disyuntiva existencial: ser o no ser lo que Dios lo invita a ser, queda implicada la naturaleza
humana del catequista. Caída y redimida. Débil y fuerte. Imperfecta y llamada a la plenitud.
Cuando los catequistas realizamos nuestro ministerio, es decir cuando conscientes de nuestra propia fe nos
ponemos al servicio de nuestros hermanos para ayudarlos a crecer en la fe, aprendemos a mirar el mundo
desde una óptica: la del Magníficat. Se trata de una mirada creyente, capaz de ver los signos de
esperanza. Mirar la realidad con los ojos de María significa ver el bien también ahí donde todavía no
germinó.
Muchas veces los catequistas somos pobres de recursos, de medios, pero por la gracia de Dios
representamos una fuerza de cambio extraordinaria. Donde está Jesús, ahí está su Reino, allí madura la
esperanza, allí es posible tomar el amor que da vida. El encuentro con Jesús nos hace testigos creíbles de
su Reino, nos asemeja a Él, hasta transformarnos en memoria viviente de su modo de existir y de obrar.
El encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva. Evangelii gaudium.
264. La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de
ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ese que no siente la
necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de
comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta
clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial.
Puestos ante Él con el corazón abierto, dejando que Él nos contemple, reconocemos esa mirada de amor
que descubrió Natanael el día que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas debajo de la higuera,
te vi» (Jn1,48). ¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y simplemente
ser ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a tocar nuestra existencia y nos lance a
comunicar su vida nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en definitiva, «lo que hemos visto y oído es lo
que anunciamos» (1 Jn 1,3). La mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo
con amor, es detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa manera, su belleza
nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para eso urge recobrar un espíritu contemplativo, que
nos permita redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una
vida nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás.
Que la Virgen de Pentecostés nos lo obtenga con su intercesión. Por una vocación singular, ella vio a su
Hijo Jesús «crecer en sabiduría, edad y gracia». En su regazo y luego escuchándola, a lo largo de la vida
oculta en Nazaret, este Hijo, que era el Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad, ha sido formado
por ella en el conocimiento humano de las Escrituras y de la historia del designio de Dios sobre su Pueblo,
en la adoración al Padre. Por otra parte, ella ha sido la primera de sus discípulos: primera en el tiempo,
pues ya al encontrarle en el Templo, recibe de su Hijo adolescente unas lecciones que conserva en su
corazón; la primera, sobre todo, porque nadie ha sido enseñado por Dios con tanta profundidad. «Madre y
a la vez discípula», decía de ella san Agustín añadiendo atrevidamente que esto fue para ella más
importante que lo otro. No sin razón en el Aula Sinodal se dijo de María que es «un catecismo viviente»,
«madre y modelo de los catequistas».
Quiera, pues, la presencia del Espíritu Santo, por intercesión de María, conceder a la Iglesia un impulso
creciente en la obra catequética que le es esencial. Entonces la Iglesia realizará con eficacia, en esta hora
de gracia, la misión inalienable y universal recibida de su Maestro: «Id, pues; enseñad a todas las
gentes»[138].