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Cuerpos “discapacitados”, prácticas de mendicidad y procesos de

humillación/culpabilización en la II Región de Chile: la escoria del neoliberalismo


Carolina Ferrante, Chile
CONICYT-FONDECYT/Universidad Católica del Norte

Resumen: El objetivo de esta ponencia es mostrar cómo en el ritual de la limosna, muy lejos de
realizarse un acto solidario, el cuerpo discapacitado-dependiente activa procesos de humillación
y/o responsabilización que reproducen modos de dominación asociados a las características que
asume la discapacidad en las sociedades capitalistas neoliberales. Para ello se partirá de parte del
material empírico recolectado en una investigación cualitativa post-doctoral en curso realizada en
el norte chileno. El mismo se compone de análisis de contenido de la principal legislación oficial
referida a la temática a nivel nacional y 13 entrevistas en profundidad a hombres con
discapacidades físicas que sobreviven a través de la limosna en las ciudades de Antofagasta y
Calama, principales urbes de la II Región.
Palabras clave: cuerpo, discapacidad, capitalismo, mendicidad, dominación.
Introducción
Esta ponencia parte de una investigación cualitativa en curso que busca analizar los vínculos entre
políticas de Estado, percepción social del cuerpo discapacitado y capitalismo post-fordista en lo
concerniente a la creación, reproducción y cuestionamiento de los modos de dominación que
subyacen en el dar y recibir limosna por poseer una discapacidad en la II Región de Chile1.
El pedido de limosna como estrategia de supervivencia de las personas con discapacidad (PCD),
puede ser entendida como una expresión de la exclusión a través de la asistencia que experimenta
esta minoría social. Esta noción, desarollada por Francois Ravaud y Henri-Jacques Stiker (2001) –
dos representantes de los Disability Studies franceses-, refiere a una serie de procesos políticos y
económicos, producidos históricamente, que marginan del mundo del trabajo a las PCD y legitiman
su inclusión condicional por medio de lo social asistencial a partir de la figura de “pobres
merecedores”, instaurando su infravaloración social. Desde la rama inglesa de los Disability
Studies, se sostiene que este tipo de exclusión es la base de todas las demás formas de opresión que

1 La misma se titula: “Políticas de la discapacitación, cuerpo y dominación: análisis de las prácticas de


mendicidad en adultos con discapacidades en la II Región, Chile, en la actualidad” y es financiada por el CONICYT-
FONDECYT a través del Proyecto Post-doctorado N° 3140636, patrocinado por la UCN.

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viven las PCD en las sociedades capitalistas ya que la misma naturaliza la infravaloración de esta
minoría al imputarles una identidad devaluada que las reduce a ociosos forzados (Oliver y Barnes,
2012). Incorporando los aportes del materialismo histórico, para esta corriente, la necesidad de
cuerpos dóciles para el proceso de trabajo capitalista -es decir, útiles de acuerdo a criterios de
rentabilidad económica-, excluyó a las PCD de la división social del trabajo. En esta operación se
los confinó a la inactividad a cambio de la ayuda social, sujetándolos a partir de la dependencia
material al Estado e impulsándolos a formar parte del ejército de reserva descripto por Marx. En
este proceso, los dispositivos estatales de producción y gestión de los cuerpos, poseerán un papel
nodal, ya que otorgarán el poder simbólico a un modelo médico hegemónico para clasificar a los
cuerpos en función de un criterio de normalidad presuntamente científico, que discrimina cuerpos
aptos o no aptos para el proceso de trabajo. Así se confrontará un cuerpo normal (sano, hábil y
capaz en función de criterios de rendimiento laboral) y un cuerpo deficitario (anormal, inhábil e
incapaz, que debe ser asistido/corregido a través de dispositivos estatales especializados). Estos
dispositivos, llamados por Mike Oliver políticas de la discapacitación producen los procesos
sociales y económicos que fijan el estigma al naturalizar e individualizar a la discapacidad como
tragedia médica personal. Esto genera la dependencia de las PCD a través de la asistencia y
reproduce la estructura social capitalista excluyente que funda la opresión que sujeta a esta minoría
(Oliver y Barnes, 2012). Es por esto, que los autores que acabo de reseñar sostienen que la
exclusión de la producción social generada por la asistencia es la base de todas las demás formas
de opresión que viven las PCD. La exclusión/dominación a través de la asistencia institucionaliza
la discriminación de las PCD al imputarles una identidad devaluada que los reduce a “pobres
merecedores”. En una sociedad en la cual el trabajo constituye el principal elemento de inscripción
social y en el que se valora una idea ficticia de independencia, ser privado de ganarse la vida a
través del empleo y ser dependiente posee efectos fuertemente estigmatizantes, que activa procesos
de humillación social (Barnes y Mercer, 2003). Y este problema de infravaloración ha sido anclado
en el corazón mismo de las políticas de discapacidad desde su origen y se ahonda con el
neoliberalismo
Discapacidad, neoliberalismo, exclusión/dominación endémica y dependencia
Si bien esta cuestión viene siendo cuestionada en los últimos 20 años desde el paradigma de los
derechos humanos de la discapacidad, y se han logrado avances en el plano de las políticas del
reconocimiento, no se han alcanzado cambios significativos en las políticas de distribución, motivo

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por el cual el no trabajo sigue signando a la discapacidad como coeficiente corporal negativo
(Barnes y Mercer, 2010). Hoy la discapacidad persiste fuertemente asociada “a la pobreza, al
aislamiento social, a la estigmatización y a una ciudadanía de segunda categoría” (Oliver y Barnes,
2012: 109). Los datos aportados por el Informe Mundial de la Discapacidad, del 2011, reflejan esta
realidad: del 15% de PCD que hay en el mundo, el 80% es pobre, posee peores resultados
educativos y sanitarios, más dependencia y menor participación comunitaria y económica que la
población sin discapacidad. Asimismo, se indica que especialmente en los países llamados “en
desarrollo”, existen círculos viciosos entre discapacidad y pobreza: la pauperización de las
condiciones de vida genera deficiencias corporales y, estas empobrecen aún más (OMS, 2011).
Este panorama ha llevado a caracterizar a las PCD como las más pobres entre los pobres del mundo
actual y estos bochornosos vínculos pobreza-discapacidad parecen pasar a formar parte del estado
de las cosas.
Desde la rama inglesa de los Disability Studies este estado de la cuestión no puede ser comprendido
sin la obligada referencia a la escalada de procesos regresivos asociados al capitalismo tardío. El
mismo, manteniendo su espíritu, ha sufrido una metamorfosis a partir de los cambios operados en
la relación capital-trabajo registrada en los años 70. En función de la misma, se pasó de un modo
de acumulación basado en la producción a otro sustentado en el consumo y el trabajo devino un
mero costo. El neoliberalismo, como economía política, se instauró como nueva religión en los 80.
La liberación de la economía, el retroceso de la gestión del Estado en el bienestar de la población
y la flexibilización laboral generó una serie de procesos sociales regresivos: el crecimiento de la
distribución inequitativa del ingreso, el aumento del desempleo, la instalación de la precarización
laboral y la multiplicación de individuos inempleables (Castel, 1997). Esto genera un humus social
en el cual la discapacidad expulsa más que nunca del mundo del trabajo ya que en un contexto de
multiplicación de los individuos supernumerarios y de darwiniana competitividad, son
seleccionados los cuerpos considerados más explotables.
Michel Foucault (2012) señala que con la multiplicación de cuerpos excedentes la clásica distinción
de la gubernamentalidad moderna entre pobres merecedores y no merecedores pierde peso ya que
no es necesario mantener un ejército de reserva. En similar dirección, Oliver señala que las políticas
de la discapacitación se mantienen pero que a partir del rechazo generalizado a la dependencia, se
focalizan para reducir su cobertura anteriormente universal. El acceso a la seguridad social se
recorta a la población más vulnerable; los montos otorgados a través de pensiones de “invalidez”

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se reducen; se terciarizan los servicios de rehabilitación y salud en favor de organizaciones de
caridad y filantropía (Oliver y Barnes, 2012). Pierre Rosanvallon (2011) señala al respecto que este
tipo de políticas destinadas a la discapacidad pueden ser leídas como una manifestación de la nueva
cuestión social y no hacen más que instaurar un “sistema de exclusión indemnizada”. Esta
yuxtaposición de factores se observa privilegiadamente en los países del mundo mayoritario. Por
ejemplo, en América Latina se estima que el 82% de la población con discapacidad vive en
condiciones de pobreza extrema, entre el 80 y el 90% se encuentra desempleada, y, la mayoría no
posee acceso a un nivel mínimo de esta vida ya que la seguridad social no cubre los montos para
garantizarlo (BM, 2014). En este contexto, para “sobrevivir”, las PCD, especialmente las de clase
media y pobre, deben recurrir a distintas formas de ayuda social tales como: una paupérrima
seguridad social, la ayuda de asociaciones de caridad y beneficencia, el traslado de ingresos
familiares, y/o, el desarrollo de actividades dentro de la economía informal, como la venta
ambulante y el pedido de limosna (Joly, 2008). El desarrollo de esta última estrategia de
supervivencia mercantiliza y transforma en medio de vida el menosprecio social, reproduciendo
una exclusión/dominación históricamente producida a través de la asistencia estatal.
Desarrollo. El ritual de la limosna en la discapacidad: sin escape a la dominación
Si pensamos el dar y recibir limosna por “tener” una discapacidad en términos goffmanianos,
podemos entender a la misma como una situación social en la cual “dos o más individuos se hallan
en presencia de sus respuestas físicas respectivas” (Goffman, 1991: 151). Cuando esta interacción
ocurre exitosamente, (es decir, cuando se genera la donación de limosna) entre los participantes
del intercambio –tácita o explícitamente- existe un acuerdo: un atributo biológico estigmatizante
es leído como una retórica válida para acceder a la ayuda social y estar exceptuado del imperativo
ético de ganarse la vida a través del empleo. En todo intercambio de limosna la exposición de una
situación tributaria de lástima es central para despertar la disposición generosa (Matta, 2010). La
visión estereotipada del cuerpo discapacitado supone que quien pide y tiene una deficiencia lo hace
porque una presunta “inferioridad” corporal/intelectual hace que no pueda trabajar, a diferencia, de
quien teniendo el cuerpo sano, que lo hace porque no quiere trabajar. Esta sintonía de habitus, leída
en términos de la teoría de la dominación de Pierre Bourdieu (1999), sería el resultado de la idéntica
socialización producida por el poder simbólico estatal, históricamente creada e invisibilizada- para
definir los esquemas de percepción del cuerpo discapacitado como tragedia médica personal que
amerita la ayuda social. Así, a través de la limosna se sintomatizarían y reproducirían modos de

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exclusión/dominación a través de la asistencia estatalmente creados. En este punto, el psicoanalista
argentino Marcelo Silberkasten (2014: 53) señala: “en nuestra sociedad [la PCD] tiene el derecho
a pedir limosna, esto es, solicitar dinero sin contraprestación. Es el único derecho por el cual no
tiene que luchar”. Asimismo, Eduardo Joly y María Pía Venturiello (2012), señalan cómo en el
caso argentino, más allá de las retóricas oficiales, la existencia de políticas de discapacidad
miserabilistas, excluyen del mundo del trabajo, empobrecen a los agentes y fijan una identidad
devaluada que instituye el derecho a mendigar de las PCD. En una investigación cualitativa que
realicé en la Ciudad de Buenos Aires hace tres años atrás sobre el papel de las políticas de
discapacidad en la efectividad de la interacción del dar y recibir limosna llegaba a similares
conclusiones. Incapacitados para el trabajo, con escasas redes de apoyo, y percibidos socialmente
a través de unos esquemas de percepción oficiales que los configuran como meros cuerpos
desafortunados, tributarios de ayuda médica y/o social, para las PCD que ejercían la mendicidad el
déficit corporal se convertía en un instrumento de trabajo. Quienes le donaban dinero, entendían
que la discapacidad era una tragedia médica personal que excluía del mundo del trabajo. La limosna
en tanto ritual efectivo, se derivaba de los efectos de políticas de la discapacitación en la percepción
de la discapacidad prácticamente como un rasgo dominante determinante de un status devaluado y
acreditador de ser pobre merecedor (Ferrante, 2015).
Ahora bien, en el caso chileno, si es cierto que parte del material empírico se ajusta a esta situación
y el ritual de la limosna acontece efectivamente, también existen dos discrepancias significativas:
cómo es vivido el ejercicio de la mendicidad y su vínculo con el “ser” discapacitado y la emergencia
de casos en los que se rompe el ritual de la limosna y, alejándose de lo que recién describíamos, no
sólo no se despierta la dádiva sino que se interpela la categoría de pobre merecedor, a partir de
procesos de responsabilización de la situación de pobreza. Exploremos estos contrastes.
En primer lugar, en Chile, la amplia mayoría de los entrevistados perciben a la mendicidad como
un trabajo, sino como “un medio subsistencia”. Y aquí surgen distintos habitus que en diferentes
grados reproducen, tensionan o cuestionan la dominación impuesta a través de la limosna. En
primer lugar, existe una pequeña minoría (3) de los entrevistados que se identifica en términos de
“pobre merecedor” por ser discapacitado, reproduciendo un habitus lumpenizado, en el cual la
violencia simbólica es incorporada y la arbitrariedad de la tragedia médica personal es vuelta amor
fati. El proceso de humillación ejercido no es percibido, ya que estos agentes se piensan a sí mismos
de acuerdo a los términos impuestos por la dominación. Es por esto que los llamo habitus

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lumpenizados, recuperando la noción de Philiph Bourgois (2010) de subjetividades lumpenizadas,
ya que estos agentes no poseen conciencia de la injusticia socialmente impuesta a los cuerpos
discapacitados. Veamos esto a través de un caso. Ramiro de 44 años, con una paraplejía adquirida
pide limosna para sobrevivir en la puerta de un supermercado de Calama. Ramiro es peruano y no
pudo terminar la enseñanza básica porque por su condición de clase debió salir a trabajar desde
muy joven como albañil. En la juventud un accidente doméstico le dejó la secuela de la paraplejía
y a partir de ahí ya no pudo conseguir más empleo. Llegó a Chile desde su Arequipa natal ya que,
según él, en este país la fuerza que posee la Teletón, hace que al “discapacitado le den un lugar en
la sociedad”. Eligió venir a un lugar donde la vida es tan cruda como en el desierto debido a la
fama de bonanza económica que la caracteriza: “como aquí hay dinero, la gente es muy solidaria”.
En esta región minera, con los sueldos más elevados del país, el “mito chileno” de éxito y
estabilidad económica funciona como un llamador de ángeles, atrayendo migración interna y
externa en busca de alcanzar un ascenso social mediado por la capacidad de acceso al consumo
(Tijoux, 2013; Moulian, 2002). Para Ramiro la mendicidad es un medio de supervivencia que le
permitió encontrar un “beneficio en la discapacidad” y también un rol con una función social
importante: su práctica sirve para enseñar a las personas a ser generosas. Al respecto me dice: “Yo
le estoy enseñando a la gente, porque al verme a mí las personas, me miran, y yo les enseño a ser
bondadosos. Yo creo que es una virtud que ya la gente va a tomar”.
En segundo lugar, la amplia mayoría (10 casos) se identifica en términos de humillación y ofensa,
expresando un cuerpo encarnado por un habitus humillado por una sociedad discriminadora y
excluyente, resultado de la violencia abierta del no trabajo que obliga a tener que acudir al traje del
mendigo, y, también, del segundo elemento peculiar que emergió en el caso chileno: la ruptura del
ritual de la limosna. Notemos esto en el caso de Víctor de 41 años. Él tiene amputadas sus piernas
y pide limosna en el centro de Antofagasta tirado en el suelo mostrando sus muñones. Víctor tiene
estudios secundarios completos y pudo acceder a un empleo en un banco, a través de una oficina
de intermediación laboral estatal, pero el sueldo por ser “discapacitado” era tan bajo que no le
alcanzaba para subsistir. Ante la imposibilidad de acceder a otros trabajos, con una pensión estatal
bajísima (que no alcanza ni la tercera parte de un sueldo mínimo) y sin red insercional, el pedido
de limosna se impuso como modo de “subsistir” y orillear la inutilidad social impuesta. Desde
entonces Víctor recorre distintas ciudades de Chile mendigando. Hace 9 meses llegó a la II Región
también atraído por el relato de la fiebre del cobre. Él se siente discriminado por la sociedad

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chilena: “Se dice mucho de los discapacitados en Chile…que se hacen constantemente cosas como
la Teletón una vez al año pero esa institución es una sinvergüencería total (…) Aquí somos mal
mirados, no hay un estrato social como queremos, porque igual nos discriminan en todo sentido,
trabajos no nos dan, nos miran en menos, somos como la escoria del mundo (…) Hay gente que te
tira mala onda por pedir, como que soy indigno, te dicen anda a buscar trabajo, que soy un
sinvergüenza, que me escondo las piernas (…) Yo mendigo para poder subsistir, sino…no sé…
¿qué haría po’? ¡me tendría que matar!”. Víctor, como muchos entrevistados, cotidianamente
reciben interpelaciones de transeúntes que los responsabilizan respecto a su situación de pobreza.
La referencia a la vergüenza por constituir un cuerpo dependiente-discapacitado, focaliza e
invisibiliza los procesos de exclusión e invalidación social que experimentan nuestros
entrevistados, y, esto es vivido por ellos con mucho dolor y denigración. acompañados de la
sensación de que tener una “discapacidad” en Chile es estar “muerto en vida”, ya que uno se ve
reducido al papel de escoria del mundo, a una superfluidad forzada y denigrante.
Debemos decir muy enfáticamente que la situación de no empleo de los entrevistados bajo ningún
aspecto es el producto de una elección individual, sino que intervienen dos factores: la existencia
de políticas de discapacitación que invalidan para el proceso de trabajo en un contexto de
mercantilización de la vida y las características de la economía regional. Me referiré muy
sucintamente a estos aspectos que ya desarrollé en otra ponencia (Ferrante, 2014).
Respecto al primer punto, es necesario decir que si bien en Chile, en coherencia con las tendencias
internacionales, desde los 90 se afirma la existencia de un “cambio progresivo de las tradicionales
políticas asistenciales a favor de este grupo de la población, hacia un enfoque de derechos”
(SENADIS, 2012), más allá de lo discursivo estas medidas no se han reflejado en transformaciones
en las condiciones materiales de existencia de las PCD (también en consistencia con lo que se
observa a nivel global) y co-existen con políticas de la discapacitación. Algunos datos que dan
sustento a la primera afirmación: El 70,8% de las PCD chilena está en edad productiva y no posee
una actividad remunerada (INE, 2005); las PCD chilenas poseen mayores niveles de pobreza que
la población sin discapacidad (CASEN, 2013); asociaciones de PCD estiman que existe un
desempleo subregistrado entre esta minoría que alcanza niveles de 80 o 90%. Si observamos estos
datos en la II Región, la situación se replica: existe menor participación económica (del total PCD
en edad productiva, sólo trabaja el 27,6%) y más pobreza que entre la población sin discapacidad
(INE, 2005, CASEN, 2013). En relación a la segunda afirmación, baste indicar que el principal

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contacto que los entrevistados poseen con el Estado en su condición de “discapacitado” y “pobres”
es la certificación de la discapacidad para acceder a pensiones solidarias de “invalidez”, y, en
algunos casos a prestaciones asociadas a la salud y la rehabilitación. El acceso a las pensiones
básicas solidarias de invalidez se encuentra regido por la Ley 20.255 “Establece Reforma
Previsional”, de 2008 que define a las PCD en términos de “inválidos laborales”. La ley 20.255 al
definir los beneficiarios de tales pensiones, en su artículo 16, establece que serán las personas
declaradas “inválidas”, de entre 18 y 65 años y que sean parte del 60% pobre de la población
chilena. De acuerdo al Decreto ley N° 3500, de 1980, heredado de la dictadura pinochetista, se
considera como inválidas a aquellas personas que como “consecuencia de enfermedad o
debilitamiento de sus fuerzas físicas o intelectuales, sufran un menoscabo permanente de su
capacidad de trabajo o, que posean una discapacidad intelectual y sean mayores de 18 años”. Es
decir, aquí si observamos un desfase entre el diagnóstico de “cambio de paradigma” y la plena
vigencia de prácticas estatales derivadas de políticas de la discapacitación. El problema no se
reduce a este espíritu miserabilista sino que también posee otro inconveniente con consecuencias
materiales nefastas. Si bien el Estado chileno, a través de la legislación vigente se compromete a
garantizar un nivel de vida adecuado a las PCD, las pensiones de invalidez no llegan a alcanzar la
tercera parte de un sueldo mínimo. Esto se agrava en el marco de la II Región, que posee el costo
de vida más caro a nivel nacional y en el cual -al igual que en el resto del país- la salud se encuentra
fuertemente privatizada y mercantilizada. Es sabido que la discapacidad implica un gasto extra que
encarece la existencia (OMS, 2011). Justamente, ese terreno es el humus que hará emerger a la
campaña televisiva Teletón, en 1978, como respuesta a las necesidades de rehabilitación de los
niños con discapacidad no atendidas estatalmente. La misma, inspirada en la homóloga
norteamericana, reproduciría una concepción de la misma como tragedia médica personal a
rehabilitar, y, aún hoy en Chile posee un éxito arrollador y es prácticamente sinónimo de
discapacidad (Húmeres, 2013).
Respecto al segundo punto, un dato que influye fuertemente en el no empleo de los entrevistados
es el hecho de que Antofagasta y Calama son ciudades mineras. La II Región es la capital mundial
de la minería. La megaminería, con requerimientos de hiper-flexibilidad de los cuerpos (aptos para
desarrollar jornadas de 12 horas, con turnos rotativos, trabajo en altura, en entornos inaccesibles)
y calificación (educativa y operativa) excluye casi automáticamente a los cuerpos con
“discapacidades”, quienes en términos estadísticos, ya sólo por el requisito educacional no

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“califican” debido a que poseen niveles educativos bajos. Además, los altos sueldos registrados en
la región por el sector minero, -que constituyen los más elevados a nivel nacional-, a la vez generan
la jerarquización del cuerpo apto para esa actividad: un cuerpo masculino, agresivo, fuerte, viril,
independiente y proveedor (valoración que se basa en una matriz androcentrista) (Silva et al, 2015).
En este entramado, no resulta difícil advertir que ser responsabilizado ante una situación impuesta
de no empleo y sin red insercional, no puede generar más que humillación y trato injusto. Al
respecto Luis señala: “Nos discriminan, po… nos dicen las personas – por qué no trabajai si tú
tienes tus manos buenas…-, yo le digo, - dame trabajo tú po’”. En el caso de Pedro, de 47 años
podemos observar los límites del espejismo de la responsabilización. Él también pide limosna en
el centro de Calama. Le falta un ojo y tiene una fuerte artrosis que lo obliga a cojear, pero decide
expresamente ocultar estos atributos tras unos lentes de sol y sin usar el bastón que necesitaría. Es
maestro pintor y hace tres años que no consigue trabajo. De nuevo se repite la historia: llegó a
Calama atraído por el relato de las oportunidades. Sin embargo, cuando en las entrevistas laborales,
ven la falta de su ojo le dicen que no pueden emplearlo con ese “problema”. Pedro pide vestido
con indumentaria de minero con un cartel que versa: “estoy cesante”. Él no quiere que la gente le
dé por lástima por su discapacidad. Su problema no es la falta de un ojo, sino su desempleo forzado.
“Yo no me considero “discapacitado”, nunca me consideré una persona “discapacitada” sino que
tengo unos problemas. (…)Yo estoy cesante. Mi problema es el trabajo, lo otro es secundario. Si
yo llegara a trabajar, pucha, ¡estaría encantado!”. Él se siente discriminado por esto y por el tener
que salir a pedir dinero. En dirección a lo que narraba Víctor señala: “Te discriminan por trabajo,
la misma gente. (…) Yo soy profesional (…) y no me dan trabajo en ningún lado y tengo que venir
a la calle a pedir po. Me cuesta pero tengo que hacerlo, no me queda otra. (…) Hay veces que
mando todo a la cresta y de pura rabia voy y me tomo mi copete y termino botado ¿cachai? Hasta
hay veces que me he querido matar (…) He pasado frío, hambre, humillación. Incluso la misma
policía chilena te humilla, te echa, te echa de aquí y lo que yo hago no es un delito. Me dicen me
vaya que cómo estoy pidiendo que tengo el cuerpo bueno, y tampoco ellos saben ni me voy a andar
tomando el tiempo de estar renegando mostrarle mi ojo, que tengo una “discapacidad” en una
pierna, que tengo mis papeles, no, me voy no más”. Si bien Pedro no se piensa como discapacitado
sería forzado decir que no experimenta dominación ya que lo hace debido a la violencia abierta del
no trabajo y la responsabilización al respecto. Pedro y el conjunto de los entrevistados son
menospreciados por su “condición de superfluos, inútiles, innecesario e indeseados” (Bauman,

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2015: 58). Aquí la categoría “discapacitado” pierde validez para legitimar ser pobre merecedor.
Aunque ya Georg Simmel (2006) desde el clásico ensayo sobre El pobre enfatiza el carácter
estigmatizador del pobre en tanto dependiente, y en este sentido lo que describo no tendría nada de
“novedoso”, creo que es interesante seguir profundizando esta caída de validez de la distinción de
la gubernamentalidad moderna en el caso del neoliberalismo actual.
Conclusiones. Atrapados sin salida: pedir y ser humillado/ofendido o morir
El desarrollo de la mendicidad como estrategia de supervivencia de las PCD que componen el
corpus de esta investigación es el resultado de procesos de exclusión/dominación a través de la
asistencia que “discapacitan” a los cuerpos.
La limosna lejos de constituir una práctica solidaria, reproduce una situación previa de desigualdad,
y genera otros derivados de la imposibilidad de construir lazo social con el cuerpo discapacitado-
dependiente. En la película Atrapado sin salida, el protagonista experimenta cómo un individuo
“sano”, pero con un compartimiento que linda la “marginalidad”, colocado en una institución
psiquiátrica es transformado en “enfermo mental”. Pues bien, los efectos estigmatizantes del ritual
de la limosna generan una dinámica similar en los agentes más vulnerables. La limosna, cuando el
ritual se cumple, es decir, cuando despierta la dádiva solidaria, supone la infravaloración y
categorización de la PCD como pobre merecedor. Así, el acto bondadoso se proyecta como
espejismo de una relación de dominación que, derivada de las políticas de discapacitación,
legitiman procesos de exclusión e invalidación social, naturalizados en la forma de tragedia médica
personal. Pero como la dominación no es un determinismo, también sucede que el ritual de la
limosna se quiebra. Allí el cuerpo discapacitado es cuestionado como retórica válida para acceder
a la ayuda social. Esto es resultado de la extrema individualización de las relaciones sociales
operada en Chile como producto del neoliberalismo. Es aquí que ese cuestionamiento lleva a una
interpelación a las PCD como responsables de su situación de no empleo.
Frente a estas posibilidades, se esbozan habitus lumpenizados o habitus humillados, modos de ser,
pensar y sentirse que son un mero eco del estigma o que se encuentran atravesados por un dolor y
una humillación que los lleva a la seria posibilidad del suicidio. Estos cuerpos son parte de la
escoria del neoliberalismo. Los mismos poseen un rol dual de residuo-ejemplificador; residuo-
desecho: son un excedente no integrable en términos de empleo, pero sí son integrables en términos
de ejemplificador y sostenedor de mecanismos de soportabilidad respecto a la desigualdad

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(Scribano, 2008). En este punto, es nodal visibilizar los procesos que empujan a los agentes a esta
especie de genocidio cínico, muy lejos de la retórica de la inclusión, el respeto y los derechos.
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