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Carisma franciscano

El carisma franciscano nace y pervive por Francisco de Asís, esta figura señera de la espiritualidad
cristiana, testigo excepcional de Jesús. Inició un movimiento evangélico en una época cuyos rasgos
se parecen tanto a la actual nuestra:

necesidad de volver a la fuerza original del Evangelio;


primado del hombre sobre la estructura;
opción por los pobres;
estilo de sencillez y alegría;
misión de paz en un mundo convulso.
Otros carismas están marcados por la sabiduría práctica de los
fundadores o su misión específica. El nuestro es, principalmente, Francisco mismo. A él debemos
la lectura transparente del Evangelio y la creación de nuestra forma de vida.

De él nación un movimiento multiforme, que ha ido ramificándose. Todos formamos la misma


familia; pero distinguimos tres grupos.

Lo que llamamos Primera Orden (Franciscanos, Franciscanos Conventuales y Franciscanos


Capuchinos): religiosos varones, que viven la “regla y vida” que inició Francisco con sus primeros
hermanos.

Lo que llamamos Segunda Orden (Clarisas y Concepcionistas Franciscanas): religiosas


contemplativas de clausura, que siguen la “vida y regla de las Hermanas Pobres”, iniciada por Clara
de Asís para las clarisas o por Beatriz de Silva para las Concepcionistas.

Lo que llamamos Tercera Orden, que nació como un movimiento muy complejo, que abarca dos
grandes grupos:

- Religiosos y religiosas. La ramificación es innumerable.


- Seglares, que se inspiran en la manera franciscana de vivir y entender el Evangelio.

Caridad Brader, hija de Joseph Sebastián Brader y de María Carolina Zahner, nació el 14 de
agosto de 1860 en Kaltbrunn, St. Gallen (Suiza). Fue bautizada al día siguiente con el nombre
de María Josefa Carolina.
Dotada de una inteligencia poco común y guiada por las sendas del saber y la virtud por una
madre tierna y solícita, la pequeña Carolina moldeaba su corazón mediante una sólida
formación cristiana, un intenso amor a Jesucristo y una tierna devoción a la Virgen María.
Conocedora del talento y aptitudes de su hija, su madre procuró darle una esmerada educación.
En la escuela de Kaltbrunn hizo, con gran aprovechamiento, los estudios de la enseñanza
primaria; y en el instituto de María Hilf de Altstätten, dirigido por una comunidad de religiosas
de la Tercera Orden Regular de san Francisco, los de enseñanza media.
Cuando el mundo se abría ante ella atrayéndola con todos sus halagos, la voz de Cristo
empezó a hacer eco en su corazón y decidió abrazar la vida consagrada. Esta elección de vida,
como era previsible, provocó en primera instancia la oposición de su madre, dado que ésta era
viuda y Carolina su única hija.
El 1 de octubre de 1880 ingresó en el convento franciscano de clausura «María Hilf», en
Altstätten, que regentaba un colegio como servicio necesario a la Iglesia católica de Suiza.
El primero de marzo de 1881 vistió el hábito de Franciscana, recibiendo el nombre de María
Caridad del Amor del Espíritu Santo. El 22 de agosto del siguiente año emitió los votos
religiosos. Dada su preparación pedagógica, fue destinada a la enseñanza en el colegio
adosado al monasterio.
Abierta la posibilidad para que las religiosas de clausura pudieran dejar el monasterio y
colaborar en la extensión del Reino de Dios, los obispos misioneros, a finales del siglo XIX, se
acercaron a los conventos en busca de monjas dispuestas a trabajar en los territorios de
misión.
Monseñor Pedro Schumacher, celoso misionero de san Vicente de Paúl y Obispo de Portoviejo
(Ecuador) escribió una carta a las religiosas de María Hilf, pidiendo voluntarias para trabajar
como misioneras en su diócesis.
Las religiosas respondieron con entusiasmo a esta invitación. Una de las más entusiastas para
marchar a las misiones era la Madre Caridad Brader. La beata María Bernarda Bütler,
superiora del convento que encabezará el grupo de las seis misioneras, la eligió entre las
voluntarias diciendo: «A la fundación misionera va la madre Caridad, generosa en sumo
grado, que no retrocede ante ningún sacrificio y, con su extraordinario don de gentes y su
pedagogía podrá prestar a la misión grandes servicios».
El 19 de junio de 1888 la Madre Caridad y sus compañeras emprendieron el viaje hacia
Chone, Ecuador. En 1893, después de duro trabajo en Chone y de haber catequizado a
innumerables grupos de niños, la Madre Caridad fue destinada para una fundación en
Túquerres, Colombia.
Allí desplegó su ardor misionero: amaba a los indígenas y no escatimaba esfuerzo alguno para
llegar hasta ellos, desafiando las embravecidas olas del océano, las intrincadas selvas y el frío
intenso de los páramos. Su celo no conocía descanso. Le preocupaban sobre todo los más
pobres, los marginados, los que no conocían todavía el evangelio.
Ante la urgente necesidad de encontrar más misioneras para tan vasto campo de apostolado,
apoyada por el padre alemán Reinaldo Herbrand, fundó en 1894 la Congregación de
Franciscanas de María Inmaculada. La Congregación se surtió al inicio de jóvenes suizas que,
llevadas por el celo misionero, seguían el ejemplo de la Madre Caridad. A ellas se unieron
pronto las vocaciones autóctonas, sobre todo de Colombia, que engrosaron las filas de la
naciente Congregación y se extendieron por varios países.
La Madre Caridad, en su actividad apostólica, supo compaginar muy bien la contemplación y
la acción. Exhortaba a sus hijas a una preparación académica eficiente pero «sin que se apague
el espíritu de la santa oración y devoción». «No olviden —les decía— que cuanto más
instrucción y capacidad tenga la educadora, tanto más podrá hacer a favor de la santa religión
y gloria de Dios, sobre todo cuando la virtud va por delante del saber. Cuanto más intensa y
visible es la actividad externa, más profunda y fervorosa debe ser la vida interior».
Encauzó su apostolado principalmente hacia la educación, sobre todo en ambientes pobres y
marginados. Las fundaciones se sucedían donde quiera que la necesidad lo requería. Cuando
se trataba de cubrir una necesidad o de sembrar la semilla de la Buena Nueva, no existían para
ella fronteras ni obstáculo alguno.
Alma eucarística por excelencia, halló en Jesús Sacramentado los valores espirituales que
dieron calor y sentido a su vida. Llevada por ese amor a Jesús Eucaristía, puso todo su empeño
en obtener el privilegio de la Adoración Perpetua diurna y nocturna, que dejó como el
patrimonio más estimado a su comunidad, junto con el amor y veneración a los sacerdotes
como ministro de Dios.
Amante de la vida interior, vivía en continua presencia de Dios. Por eso veía en todos los
acontecimientos su mano providente y misericordiosa y exhortaba a los demás a «Ver en todo
la permisión de Dios, y por amor a Él, cumplir gustosamente su voluntad». De ahí su lema:
«Él lo quiere», que fue el programa de su vida.
Como superiora general, fue la guía espiritual de su Congregación desde 1893 hasta el 1919 y
de 1928 hasta el 1940, año en el que manifestó, en forma irrevocable, su decisión de no
aceptar una nueva reelección. A la superiora general elegida le prometió filial obediencia y
veneración. En 1933 tuvo la alegría de recibir la aprobación pontificia de su Congregación.
A los 82 años de vida, presintiendo su muerte, exhortaba a sus hijas: «Me voy; no dejen las
buenas obras que tiene entre manos la Congregación, la limosna y mucha caridad con los
pobres, grandísima caridad entre las Hermanas, la adhesión a los obispos y sacerdotes».
El 27 de febrero de 1943, sin que se sospechara que era el último día de su vida, dijo a la
enfermera: «Jesús, ...Me muero». Fueron las últimas palabras con las que entregó su alma al
Señor.
Apenas se divulgó la noticia de su fallecimiento, comenzó a pasar ante sus restos mortales una
interminable procesión de devotos que pedían reliquias y se encomendaban a su intercesión.
Los funerales tuvieron lugar el 2 de marzo de 1943, con la asistencia de autoridades
eclesiásticas y civiles y de una gran multitud de fieles, que decían: «ha muerto una santa».
Después de su muerte, su tumba ha sido meta constante de devotos que la invocan en sus
necesidades.

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