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Director general: Wilon Mazalla Jr.

Coordinación editorial: Marídia R. Lima


Textos de revisión: Agustin Escolano Bento
Archivo ePub: Tatiane de Lima
Cubierta: Patricia Lagoeiro
Fotografía de la cubierta: Imagen de una escuela indigenista de Chiapas, México, inserta en una
reciente publicación de la Secretaría de Estado de Educación Indigenista del país azteca. Sobre la pared se
pueden ver escrituras de lenguas vernáculas y en castellano.

Catalogación en la fuente de datos (CIP)


(Câmara Brasileira do Livro, SP, Brasil)
Escolano Benito, Agustín La escuela como cultura : experiencia, memoria,arqueología / Agustín
Escolano Benito. -- Campinas, SP : Editora Alínea, 2017.
Bibliografía.
1. Cultura escolar 2. Educación 3. Experiencia 4. Práctica I. Título.
16-09321
CDD-371.001

Catálogo de índices sistemáticos:


1. Cultura escolar : Educación 371.001

ISBN 978-85-7516-792-2

Todos los derechos reservados a

Grupo Átomo e Alínea


Rua Tiradentes, 1053 - Guanabara - Campinas-SP
CEP 13023-191 - PABX: (19) 3232.9340 e 3232.0047

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“Son nuestras pasiones las que diseñan nuestros libros, y el intervalo de reposo el que los
escribe”.

Marcel Proust
Este libro fue publicado por primera vez, en lengua italiana, en la casa editora
Volta la Carta (Ferrara, 2016) con el título: La cultura empirica della scuola.
Esperienza, memoria, archeologia.
Índice

Prefacio: ¿Que ocurre en el interior de las escuelas? Ejercicio y


lección historiográfica develadora de “los silencios de la escuela”
La fuerza didáctica de los ejemplos

Introducción: la escuela como cultura

Capítulo 1: Aprender de la Experiencia


El retorno de la experiencia
Vida y fenomenología de las aulas
Confesiones de un enseñante
La acción en la escuela renovada
Cultura efectual e historia
Viaje a la memoria y a la ficción
La ritualización de la experiencia
Culturas escolares en interacción

Capítulo 2: La Praxis Escolar como Cultura


La praxis como cultura
Las tres culturas de la escuela
Maestros “ignorantes”, enseñantes con oficio
Cultura popular y pedagogía vernácula
La “caja negra” de la escuela
Del tacto a la phrónesis
Experiencia y hermenéutica
Etnohistoria de la escuela

Capítulo 3: La Escuela como Memoria


Memoria de la escuela e identidad narrativa
La escuela en el recuerdo
Los contenidos de la memoria
Patrones de la cultura escolar
Relato y memoria terapéutica
Hermeneutizar la memoria

Capítulo 4: Arqueología de la Escuela


La mirada arqueológica sobre la escuela
Materialidades con memoria
Primera inmersión: la infancia recuperada
Segunda inmersión: escuela palimpsesto
Tercera inmersión: el legado de otra cultura
Cuarta inmersión: huellas en las basuras
Arqueología y memoria: una nueva subjetividad

Coda: cultura de la escuela, educación patrimonial y ciudadanía

Sobre el autor
Prefácio:
¿Que ocurre en el interior de las
escuelas? Ejercicio y lección
historiográfica develadora de “los
silencios de la escuela”

stamos ante un nuevo texto del profesor Agustín Escolano, La escuela

E como cultura, quizás el que mejor responde a los criterios de libertad


intelectual y espíritu crítico como los que presidieron los Essais del señor de
Montaigne. En este caso, ensayo histórico que nos presenta quien es
reconocido en la actualidad como uno de los acreditados historiadores de la
educación.
Hace ya varias décadas Harold Silver detectaba que los estudios
histórico-educativos parecían detenerse a las puertas de las escuelas, sin
franquear el dintel, ocasionando con ello el ‘desconocimiento’ de la vida
interior de estas instituciones seculares y centrales en nuestras vidas. La
cuestión comenzó a inquietar a algunos analistas de la educación, más
declaradamente desde los pasados años noventa y así se puso de manifiesto
con la pregunta “Wath in the world happens in classrooms?” que abría en 2003
las reflexiones, de claro acento etnohistórico, que plantearon Antonia Candela
y Elsie Rockwell desde México.
Este es también el interrogante que suscitan las presentes aportaciones,
con algunas respuestas, tesis y sugerencias para los necesarios ejercicios de
examen investigador. La historia de la educación, viene a indicar el profesor
Escolano, es centralmente la historia de las prácticas sociales y profesionales
de educación. Y estas ocurren de modo determinante en las -o a través de las-
instituciones escolares. Si pretendemos comprender e interpretar los presentes
de la educación, con los entendimientos y expectativas expresadas y
vivenciadas cognitiva y emocionalmente por las personas, hemos de conocer y
valorar los pasados que viven, declarada o encriptadamente, en los presentes
aludidos de estas personas e instituciones. Ello aboca a la necesidad de
analizar la historia de las escuelas: “el mundo de la práctica, o de la
experiencia, juega un papel esencial en la construcción del conocimiento
acerca de la escuela y en la fundamentación de la cultura efectual en la que se
materializan las acciones y los discursos que ejecutan e interpretan las
instituciones educativas y que informan el habitus profesional de los
enseñantes”, señala el autor.
Desde este supuesto, el conjunto de ensayos aquí reunidos nos propone un
intenso ejercicio analítico sobre la escuela entendida como cultura, una cultura
ritualizada, y nos invita a mirar de otro modo: “desde dentro” “hacia afuera”.
Lo que en las escuelas sucede en cuanto a la formación y relación entre
personas, en la creación de habitus, valores y subjetividades, se ha
considerado hasta ahora muy abusivamente como resultado de la aplicación de
indicaciones y prescripciones normativo-técnicas emanadas de poderes
políticos y académicos, acatadas y cumplimentadas con mayor o menor
presteza y calidad desde el interior de las instituciones escolares. Sin
embargo, la ‘terca’ realidad, la experiencia, parece ‘imponer’
contradictoriamente su presencia, tan visible en algunos de los más notados, y
también parcialmente fracasados, ensayos actuales de reforma político-
académica de la educación.
Un reexamen, con una mirada “desde dentro” “hacia afuera”, como la que
nos invita Agustín Escolano, nos debería ayudar a entender las claves de dicho
parcial fracaso, el no tener oportunamente en cuenta que la historia de la
escuela es una historia de creaciones desde la empeiría misma de los
procesos educativos que envuelven a los sujetos, a los objetos y a las
acciones, como se pone de relieve en el ejemplar caso de las creaciones de la
Escuela Nueva. También ha de considerarse que “las culturas externas de la
escuela -la académica y la normativa- sufren, en su interrelación con la cultura
interna de la educación, procesos de recepción, acomodación, apropiación y
mestizaje, condicionados por la lógica de las prácticas”. A tal punto, dirá el
autor, que “en el interior mismo del universo escolar se ha gestado una cultura
específica -“empírica”- en torno a la que se han construído otras dos culturas,
una que ha ensayado interpretarla y modelarla desde los saberes (la
Pedagogía) y otra que ha intentado gobernarla y controlarla desde los
dispositivos de la burocracia (la Política)”.
Debemos, pues, examinar más a fondo esa cultura empírica y buscar
explicaciones reflexivas a la lógica que subyace en las prácticas y en las
acciones escolares, es decir, al logos que gobierna la “gramática interna” a la
que en su día se refirieron David Tyack y Larry Cuban; unas acciones, en
principio poiéticas, que sin embargo a menudo se han convertido en
patrimonio histórico-pedagógico acreditado, con sentidos y significaciones
específicas, trasladado mediante re-creaciones hasta el presente.
Detectándose, además, la pervivencia en este patrimonio de algunos y precisos
modos invariantes transnacionales compatibles con las diversidades
culturales.
El retorno a la experiencia, a que se refiere el profesor Agustín Escolano
de modo enfático, recuerda el aldabonazo lanzado por Lawrence Stone en
1979 con su The Revival of Narrative, y pone ahora el acento en la
“experiencia” reclamada por Charles S. Peirce, por John Dewey- en este año
que hace justa memoria de su Democracy and Educación, 1916-, por Pierre
Bourdieu y por Anthony Giddens, autores que acompañan explicitamente la
reflexión del autor de este estudio, con la intención de avanzar con seguridad
en el análisis de la tradición escolar experiencial y de subsanar los limites de
la más consolidada, pero también limitada, cuando no especulativa o incluso
inoportuna, historiografía educativa empirista-positivista, idealista-
racionalista, o estructuralista.
¿Cómo? A través de la “antropologización” histórica, desde la inmersión
etnográfica, intuitiva y fenomenológica en la realidad fáctica o en los
testimonios. En otras palabras, activando la sospecha nietzscheana sobre lo
que se cree saber y aproximándose a todo lo empírico, tanto desde la
etnohistoria, que procura la exigente atención a todo el patrimonio material e
inmaterial, como desde la reflexividad hermenéutica intersubjetiva
(husserliana, gadameriana) ejercida por los intérpretes, como observación
interna. Profundizando, pues, en el giro historiográfico que la llamada Historia
Cultural ha venido propiciando con respecto a anteriores enfoques, a fin de
alcanzar una comprensión más adecuada y objetiva del pasado educativo.
Desde este enfoque, el autor de esta publicación se plantea el examen de
tres asuntos relevantes, luego de afirmar, como hemos dicho, la centralidad
historiográfico-educativa de la experiencia: la praxis escolar como cultura
que conviene analizar mediante procedimientos etnohistóricos; lo que la
activación de la memoria y la hermeneutica pueden hacer posible para
debilitar el silencio y facilitar el conocimiento escolar; y, finalmente, la
conveniencia del examen arqueológico complementario de las materialidades.
El autor desgrana todos estos asuntos a través de aspectos como la
importancia narrativa y el valor de los recuerdos vivenciales y emocionales
que las personas guardan de las realidades escolares (espacios, tiempos,
mobilia, objetos, libros, corporeidad, entornos, tono profesoral...). Se sirve
asimismo de las contribuciones de los textos de ficción al conocimiento de la
escuela y del examen de los rituales escolares en tanto que tradiciones, hábitos
y prácticas que afectan al ethos de los actores, el de la profesión docente
como “oficio experto” que toma en consideración la experiencia corporativa
sedimentada. También trata acerca de la de-costrucción derridiana de las
representaciones, de la observación de pervivencias de la “cultura de la
práctica” vs. la racionalidad burocrática e intelectual, de un cierto
protagonismo popular en la misma creación de formas específicas de cultura
escolar (a las que se refiere como “modos de folceducación”), de la
importancia de los procesos de aprendizaje a través de la mímesis y de la
inmersión, realzando el papel de la sociabilidad educativa. Por último, el
texto plantea la visión antropológico-cultural de los instrumentos de trabajo de
la escuela y su examen arqueológico, como Michel Foucault preconizó. En los
anteriores procesos de indagación reflexiva, y a lo largo de todo el ensayo,
Escolano camina en compañía y en diálogo con otros textos de autores de
reconocido prestigio intelectual, de diferentes círculos académicos europeos y
americanos, en los campos de las ciencias sociales y de la historia cultural.
El profesor Agustín Escolano, que a lo largo de su vida académica acertó
a incorporar marinería a una navegación que suponía la transformación
constante de las perspectivas con las que hasta los pasados años setenta se
venían elaborando los estudios de historia de la educación en España, en lo
que estuvo acompañado desde primera hora por otros profesores como Ruiz
Berrio y Viñao Frago, no ha dejado de desarrollar todo un programa de
investigación sobre los presentes asuntos, atento a los enfoques genealógicos,
etnográficos y hermenéuticos. Ya a comienzos de los noventa inició los
estudios etnohistóricos en cuestiones como el tiempo, el espacio, el currículum
y los manuales, entre otros. Estos trabajos lo ha sometidos a examen y
profundización en diversas contribuciones posteriores. De 1998 es su texto:
Sobre el oficio de maestro y los programas de formación. Nuevos enfoques
genealógicos, tema que vendría dar dirección académica al XVI Coloquio
Español de Educación con el rótulo Arte y oficio de enseñar (Berlanga-Burgo
de Osma, 2011). Del año 2000 es su central contribución sobre las culturas
escolares (política, académica y empírica), de tanta influencia como propuesta
analítica, con derivaciones posteriores en torno a la memoria de la educación
y a la cultura escolar. El sujeto en el nuevo paradigma historiográfico de la
cultura de la escuela es otro de sus trabajos que cobra una relevancia
definitivamente afirmada en el texto que ahora tenemos entre manos.
Fruto de estos planteamientos fue, por un lado, la Historia ilustrada de la
escuela en España, y por otro, las ediciones, críticas sobre los viajes de Luis
Bello por las escuelas de varias regiones, obras con constantes observaciones
acerca de las materialidades de la escuela en los pasados años veinte del
último siglo, complementados con otros textos de su autoría: La cultura
empírica de la escuela: aproximación etnohistórica y hermenéutica (2008),
Anotaciones sobre el giro etnográfico de la historia de la escuela (2009), La
scuola come memoria: una prospettiva ermeneutica (2012) y
Materialidades, educación patrimonial y ciudadanía (2012). Estas
contribuciones se han suscitado con ocasión de sus propias reflexiones y de
los diálogos constantes sostenidos con las y los numerosos visitantes y
estudiosos que se acercan al CEINCE, o los interrogantes suscitados en los
seminarios allí celebrados, bien sobre el patrimonio escolar, bien sobre la
antropología y sus enfoques, bien sobre hermenéutica. También juegan su
papel en estas miradas, a menudo indiciarias, el hecho de vivir atento en un
museo escolar, lo que es sin duda una situación singular.
En 2006 llegó de su mano la puesta en marcha de un proyecto largamente
deseado. Parecía increíble poder instituir en Berlanga un Centro Internacional
de la Cultura Escolar (CEINCE). Berlanga de Duero es un hermoso lugar de la
antigua Castilla, en cierto modo aislado de los entornos urbanos por los que
suelen circular los académicos. Cerca de este lugar se encuentra la que quizás
sea la primera efigie en piedra dedicada en España a los maestros y allí
mismo existen otras huellas visibles de la historia de la profesión docente.
Esta creación no sería posible sin su teimosía, una expresión gallega
inigualable que alude al decidido y tenaz empeño de su fundador. Desde el
CEINCE, y desde su vinculación a la Universidad de Valladolid, el profesor
Agustín Escolano ha ido tejiendo esta importante iniciativa, que hoy es un
topoi de referencia en la comunidad internacional.

La fuerza didáctica de los ejemplos

Es más facil predicar que dar trigo, dice el refrán sabio. Consciente de
ello el profesor Escolano, aprovechando tanto sus saberes, como su capacidad
reflexiva y creativa y su valiosa atalaya académica, no cierra su ensayo, sin
más, como un conjunto de recomendaciones acerca de los caminos que la
investigación histórico-educativa debe recorrer. Por esto, en la parte final del
texto, además de mostrar el posible modo de proceder investigador, de forma
similar a como nos propone en un reciente texto sobre la “experiencia
etnográfica” Elsie Rockwell, nos presenta ejemplos de estudio arqueológico
que podrían ser replicados en numerosas situaciones de formación histórica
del profesorado, a través de cuatro inmersiones: una, que nos acerca a un
ejercicio de memoria y de recuperación hermenéutica intersubjetiva de la
infancia escolar; una segunda a través de los graffitti ‘olvidados’ en los
pupitres; una tercera de descubrimiento de un conjunto de libretas escolares en
un domicilio particular, configurado como un interesante yacimiento
arqueológico; y una cuarta que permite rastrear huellas en un desván, al tiempo
que suscitar interrogantes, conjeturas y certezas de conocimiento. Y llama
finalmente la atención sobre el papel de los museos, en torno a cómo favorecer
la arqueología de la memoria y del saber, así como acerca de la educación
histórica de la ciudadanía.
Es momento de terminar. Estamos ante un texto atenta y cuidadamente
escrito, pero no exento de complejidad expositiva que obliga a una lectura
atenta. Es asimismo, a no dudarlo, un texto de formación, a la que se nos
invita. Un reto que es de agradecer. Si hemos de indagar en torno a la cultura
de la escuela, permítanme una propuesta de trabajo para los investigadores
más jóvenes relativa a la indagación sobre el conjunto del profesorado que en
España a lo largo de los pasados años setenta-noventa (varios millares de
profesores y profesoras) configuró el tejido de los llamados “Movimientos de
Renovación Pedagógica” y sobre las escuelas que con más consciencia
confrontaron cuanto de tradición e innovación correría por sus venas.
Aciertos, tropiezos, revisiones y condicionamientos. Probablemente, un
magnífico taller para la formación histórico-educativa del profesorado en
formación con el propósito de aquilatar la precisa conciencia profesional.
Sería adecuado que esta indagación sobre la cultura de la escuela
mantuviera vínculos con la Historia Social, ayudase a conocer y a comprender
los diferentes contextos histórico-culturales de las culturas empíricas
escolares, los condicionamientos que imponen, y las relaciones de poder
social, cultural y político que se establecen, fortaleciendo la conciencia
histórica de los sujetos y el deseo de una educación emancipatoria con el
horizonte de una sociedad justa y vitalmente democrática.
Antón Costa Rico
Universidade de Santiago de Compostela
Expresidente de la Sociedad Española de Historia de la Educación
Introducción:
la escuela como cultura

esde que empecé a ocuparme de la educación, como profesional de la

D enseñanza y como estudioso del campo de la pedagogía, siempre me


acompañó una inquietud: la que me dirigía obstinadamente a tratar de buscar
una explicación reflexiva a la lógica subyacente en las prácticas que veía
ejecutar a diario en las aulas a otros docentes y que yo mismo usaba también
como enseñante en los diversos niveles del sistema escolar en los que ejercí.
Como historiador y como teórico, además de como docente práctico, la
anterior preocupación me ha seguido interpelando bajo el leitmotiv de poder
llegar a encontrar, así como a interpretar, las significaciones y el sentido que,
al descifrar los códigos que subyacen en las acciones en que se manifestaba la
epifanía de lo real, operaban bajo los discursos que podrían explicar aquellas
conductas empíricas de los actores de la educación. También me interesaba
poder entender las claves semánticas y culturales que han afectado a la
definición y plasmación de todo el universo material en que han estado y están
instaladas las instituciones de formación.
Un colega mío de la Universidad de Valladolid, el profesor Alfredo
Marcos, me hizo entrega hace unos años de una curiosa novela ensayo que él
había escrito con el sugestivo título El testamento de Aristóteles. En esta
narración, el autor del relato, filósofo de profesión, ponía en la boca del sabio
de Estagira una epístola dirigida a su discípulo Antípatro, gobernador de
Macedonia y albacea testamentario de su biblioteca, la memoria que guardaba
de su propia experiencia como alumno. “Todas las escuelas -se lee en esa
carta- se parecen en su rutina, en sus olores y sonidos, en su diaria y pequeña
historia, en su virtuosa pobreza; las de Pella y las de Estagira, las de todos los
lugares, y quizás las de todos los tiempos”.
Para asistir a aquellos espacios a los que Aristóteles concurrió a partir de
los siete años de edad, “los niños cargaban su tierna anatomía -ayudados por
sus esclavos pedagogos- con tabillas, punzones, pedazos de tinta, tinteros,
cítaras, horrísonas flautas, reglas para alinear letras, libros de Homero y otros
poetas, rollos de papiro, cálamo, ábaco, esponja y espátula”. En esos lugares -
dice- “practiqué la escritura de las letras en una tabilla de madera barnizada
de cera”. De estas tablillas, las había dobles, e incluso múltiples, unidas unas
a otras con bisagras de cuerda. Sobre ellas, colocadas encima de las rodillas
del pequeño escolar, hendía el futuro filósofo el incisivo punzón, alineando
bien los caracteres escritos en sendas de traza geométrica. Por su buen hacer,
acreditado en certámenes caligráficos, el joven aprendiz de escribano recibía
como premio tabas de carnero. Después, con la flauta y la cítara, el infante
Aristóteles desarrolló, según confiesa el relato, el sentido del ritmo y de la
armonía, lo que contribuyó a educar sus sentimientos y a formar incluso sus
estados morales. [1]
La narración continúa, pero no es necesario ampliar su comentario para
nuestro propósito. Les invito, eso sí, a quienes tengan curiosidad por el tema, a
aplicarse en su lectura, en la seguridad de que les resultará sumamente
sugerente. Los mimbres materiales que enumera el ficticio relato antes
transcrito son suficientes para entrever que con ellos se tejían en la vida
escolar prácticas empíricas en las que se sustanciaba un modo bien definido
de educación que cristalizó y se decantó en experiencia, y que se transmitió,
de forma relativamente estable, de generación en generación. E igualmente se
intuye en los fragmentos citados que esta sencilla y elemental empeiría dio
forma en su época a una determinada cultura de la escuela, que el mismo
Aristóteles suponía común a otros lugares, e incluso a otros tiempos.
Más allá de la especulación y de las leyes vigentes en la gobernación de
la polis, la cultura de la escuela se creaba pues, según la narración, en las
acciones que se incoaban en el manejo de aquellos elementos que componían
el utillaje material de un establecimiento de instrucción infantil en el mundo
clásico. Las actividades fueron en su origen poiéticas, esto es, producto de la
invención de sus creadores, si bien con el paso del tiempo llegaron a ser
heredadas como patrimonio pedagógico acreditado, es decir, como prácticas
transmitidas por el ethos y por la costumbre establecida como tradición.
De este ajuar instrumental -material ergológico se denomina en
antropología- se sirvieron los niños y los maestros de la época clásica para
ejecutar las acciones con las que guiar el protocolo del hacer cotidiano del
aprendizaje y la enseñanza. Al reiterarse y expandirse las creaciones
originales y los usos y hábitos, las experiencias educativas sedimentadas se
cargaron de historicidad, o lo que es lo mismo, se transformaron en cultura,
configurándose así en el lenguaje y la tékhne de la formación humana en un
período decisivo de la historia de la civilización antigua.
El conjunto de ensayos de que se compone esta publicación se inscribe
dentro del anterior tipo de excurso que, cambiando lo que hubiera que
cambiar, podría trasladarse a otros momentos históricos. Si quisiera explicitar
de modo más sintético el móvil que me ha llevado a escribirlo, tendría que
resumirlo en uno: el intento de puesta en valor de la racionalidad que parte de
la actividad pragmática -olvidada o subestimada hasta ahora por muchos-
como fuente de cultura. La práctica como cultura o la cultura como práctica.
Los cuatro capítulos de que se compone el texto tienen un hilo argumental
que los conecta: la teoría y la historia de la educación han de dar cuenta de lo
que se ha constituido en el mundo de la acción como cultura efectual, y no sólo
de las teorías y las normas que han tratado de regular, desde el contexto
exterior, la vida de las instituciones. Si estas últimas regulaciones
estructurales interesan también -y en verdad sí que interesan- es sobre todo en
función de los modos de recepción que las instituciones educativas y los
profesores han hecho de ellas en cada momento histórico, así como de la
incorporación de tales apropiaciones a la pragmática de la educación y a la
constitución de esta praxis en cultura.
Todo parte de la experiencia y todo se encarna al final en ella. Una
especie de mecanismo de selección, o de darwinismo cultural, hace que
ciertos modos y útiles materiales puedan pervivir en los hábitos de los actores
de la educación, que otros patrones y métodos se afirmen o decaigan en su uso,
y que algunas alternativas emerjan en ciertos momentos como innovaciones,
sin saber bien la suerte que van tener. Las mejores prácticas -algunos dirán
que a veces también las peores- se validan en definitiva en el terreno de lo
empírico. En todo caso, en él se decanta históricamente -nos guste o no nos
guste- lo que la educación ha sido. El historiador de la escuela, aunque ejerza
su oficio desde sus propios presupuestos intelectuales y valores, no puede
hacer descansar sus interpretaciones ni en juicios morales ni en balances
evaluativos.
Las preguntas del investigador han de ir prioritariamente orientadas a dar
cuenta de la empeiría en las formas de gobernar la escuela y de ordenar
fácticamente la instrucción. La práctica escolar es cultura y no un simple
repertorio de mediaciones instrumentales aleatorias que suceden en la
realidad. Arrancar el discurso de la experiencia es, como señaló Gadamer, un
modo de introducir la dimensión histórica en la construcción ontológica de la
verdad, y una forma de cumplir con el primer mandato de una fenomenología
no trascendental: ir hacia las cosas tal como se dan en el mundo de la vida.
El positivismo y el estructuralismo, obsesionados por el método y las
relaciones formales más que por la verdad, prescindieron de esta historicidad
de lo real para afirmar su pretendido y supuesto objetivismo. También
anularon, en su práctica y en su episteme, el papel del sujeto en las relaciones
con las cosas. [2] La reivindicación que se hace aquí de la experiencia como
fuente esencial para el conocimiento del pasado se aproxima, para eludir los
anteriores riesgos, a una cierta etnohistoria de la educación y a una nueva
antropología con sujeto que pueda sustentar la construcción de una cultura
escolar pragmática y a la vez creíble.
Siempre sospeché que los enfoques academicistas y burocráticos
sobredeterminaban la inteligencia de lo factual, aunque la realidad tuviera,
como era fácil observar, una notoria autonomía respecto a las teorías y a las
leyes. La práctica, el factum, siempre impone su ley, su gramática. Más aún,
en mis análisis traté de comprobar que buena parte de los experimentos que
ensayaba el llamado positivismo científico no hacían otra cosa sino tratar de
verificar la mayor o menor bondad de las prácticas educativas nacidas de la
experiencia, lo que se estudiaba con métodos experimentales. Del mismo
modo observé que los gestores de la educación terminaban a menudo por
admitir que las reformas que postulaban los órganos burocráticos del sistema
acababan siendo traducidas en manos de los profesores a lenguajes viables.
Los enseñantes eran quienes finalmente adaptaban aquellas proposiciones a
sus hábitos y a las reglas artesanas de la tradición de su oficio. Podían
ciertamente comprobarse interacciones recíprocas entre unas esferas y otras
de la cultura de la educación -la empírica, la académica y la política- pero, en
lo esencial, la cultura resultante se cifraba en las prácticas observables en el
cotidiano de las escuelas, aquellas que se manifestaban en las actividades de
los alumnos y en el comportamiento de los enseñantes.
El trabajo que ofrecemos es en realidad una reflexión, fundamentada en
documentos y análisis historiográficos y teóricos, sobre lo que se ha enunciado
anteriormente. Sus contenidos se estructuran en torno a cuatro ejes temáticos
que se exponen de forma sucesiva pero que se pueden contemplar asimismo en
interrelación de unos con otros. Ellos dan nombre a cada uno de los capítulos
en que organiza el corpus de la publicación: la experiencia, la cultura, la
memoria y la arqueología.
La experiencia es la fuente primaria en la construcción de los saberes
acerca de la escuela y de la formación en general. La legitimación de las
razones prácticas de las que habló Pierre Bourdieu [3] es el fundamento
epistémico en la construcción de una cultura empírica de lo escolar, nacida del
examen etnográfico de los hechos en que se concreta la realidad y de la
reflexividad sobre ellos. La metamorfosis de esta cultura en memoria
biográfica y social abre la posibilidad de instrumentarla como contenido de
una educación patrimonial ordenada a la definición de la identidad narrativa
de los sujetos y a la formación de la nueva ciudadanía. El abordaje de la
investigación de la historia y la cultura de la escuela bajo una mirada
arqueológica, sustentada en el estudio de las materialidades, de sus usos
institucionales y del valor narrativo que les atribuyen los actores, sugiere la
construcción de una nueva subjetividad.
El retorno a la experiencia en el que se sustenta el hilo conductor de este
texto ha de verse como una propuesta orientada finalmente a la búsqueda de
sentido de una cultura de la praxis, diferenciada en lo posible de las
interpolaciones de los deseos e intereses, que no obstante también la
acompañan. El reclamo de la inmediatez no codificada de la acción es una
actitud que trata de encontrar las palabras en las cosas, no de derivar las cosas
desde las ideas o desde las normas. Tal regressus se opera, mediante la
inmersión etnográfica, intuitiva y fenomenológica, en la realidad fáctica o en
los testimonios que la representan, sin prejuicios ni posiciones a priori. Esta
es la vía por la que se aproximan a lo empírico, con limitaciones obviamente,
la etnohistoria que analiza las materialidades de la escuela (observación
externa) y la reflexividad hermenéutica intersubjetiva que ejercen los
intérpretes (observación interna). La empeiría, como sostuvo modernamente
John Dewey, es en definitiva, y al mismo tiempo, la fuente primaria del
conocimiento y el término de una deseada y buscada ciencia de la educación
encaminada a mejorar la práctica, motivación que en todo caso justifica
cualquier pesquisa que tenga que ver con los asuntos de la condición humana y
de la vida colectiva. [4]
La historia cultural de la educación ha desembocado, como una de las
vías o derivas de las diversas aproximaciones que se han ido ensayando
acerca de la escuela a lo largo de las últimas décadas, en la atención a los
objetos, las imágenes, los textos y las voces que son exponentes de la realidad
de la vida cotidiana de las instituciones. Estos testimonios de las cosas y las
personas componen justamente el patrimonio material e inmaterial que nos ha
legado el pasado de la escuela. La conservación y organización de este
patrimonio han abocado a la socialización de los contenidos que lo integran en
la memoria educativa individual y colectiva. Ello se ha proyectado en la
construcción de una nueva subjetividad, apoyada en los narratorios que
recogen la experiencia de la formación como elemento de la identidad
biográfica de las personas, y que urden las tramas que tejen la memoria
colectiva y los imaginarios de las sociedades y de los profesionales que
tutelan la sociabilidad y gobernabilidad de las escuelas, los enseñantes.
El historiador de la educación ha llegado a sospechar, y a asumir, que los
restos arqueológicos de la escuela son el más firme y objetivo asidero sobre
el que efectuar preguntas de naturaleza etnográfica, y de intención
interpretativa, a los indicios visibles del pasado que residen en las fuentes
materiales. Asimismo ha llegado a sostener que estas materialidades son el
testimonio empírico a partir del cual cabe construir comunidades
hermenéuticas de historiadores que posibiliten la lectura de los significados
implícitos en los datos primarios, esto es, que descifren las semánticas que
sugieren las señales semióticas que emiten estas fuentes de saber.
Como potencial añadido a este giro estratégico, que comporta en realidad
una nueva episteme, la historia de las instituciones de formación busca
orientarse hacia un nuevo objetivo que se cifra en la puesta en valor de las
virtualidades que las fuentes de la arqueología escolar pueden tener en orden a
una nueva dimensión educativa de la ciudadanía, la que algunos autores han
sugerido denominar educación patrimonial.
Notas

1. Alfredo Marcos, El testamento de Aristóteles. Memorias desde el exilio, León, Edilesa, 2000,
pp. 123-124.
2. Hans Georg Gadamer, El giro hermenéutico, Madrid, Cátedra, 1995, p. 21 ss.

3. Véase: Pierre Bourdieu, El sentido práctico, Madrid, Siglo XXI, 2007.


4. John Dewey, Experiencia y educación, Madrid, Biblioteca Nueva, 2004, p. 28.
CAPÍTULO 1
Aprender de la Experiencia

l mundo de la práctica, o de la experiencia, juega un papel esencial en

E la construcción del conocimiento acerca de la escuela y en la


fundamentación de la cultura efectual en la que se materializan las acciones y
los discursos que ejecutan e interpretan las instituciones educativas y que
informan el habitus profesional de los enseñantes. Este saber empírico
también está en la base de las orientaciones que regulan la gobernanza escolar.
El presente ensayo histórico obedecería a los consejos que Pierre
Bourdieu formuló al invitar a todos los científicos sociales a guiar sus trabajos
bajo la prudencia de las saludables “razones prácticas” y a disciplinar sus
pesquisas mediante obstinados y repetidos retornos al mundo de la
experiencia, del que han nacido, y han de nacer siempre, las preguntas de una
investigación bien fundada, y al que han de referirse necesariamente las
conclusiones de toda búsqueda responsable del sentido de la cultura.
El arte de la enseñanza y el oficio de enseñante se enraízan en lo que
Michel de Certeau denominó, al estudiar la invención del cotidiano en la
cultura, las “artes del hacer”, esto es, las reglas operatorias que nacen de la
experiencia en el trato con las personas y las cosas, esa especie de tékhne de
la que habla Richard Sennett que conforma la sabiduría práctica de las
profesiones acreditadas, mezcla de tradición sedimentada del trato directo con
la realidad y de creación o poiesis de nuevas propuestas.
Lo anterior supone en verdad un giro epistémico e historiográfico, no sólo
por la inmersión fenomenológica que sugiere, sino por el intento de fijar la
mirada investigativa en la acción, fuente de toda construcción cultural, así
como por adoptar un enfoque etnológico sobre los registros que nos ha legado
el archivo de la memoria, con cuyos mimbres es posible definir las
representaciones factuales de la vida en las instituciones educativas del
pasado (también del presente), que a estos efectos serían la mímesis de la
cultura empírica de la escuela.
En los epígrafes de este capítulo, además de discutir y argumentar en
torno a la tesis enunciada, se pasa revista a dos testimonios: las confesiones
de los enseñantes, agentes primarios de la cultura escolar, tal como se
expresan en algunos narratorios, y los planteamientos de renovación
pedagógica del activismo, la corriente de cambio educativo mejor acreditada
en términos de validación histórica. Tanto los relatos de los docentes como las
proposiciones de las escuelas innovadoras hacen pivotar sobre la experiencia
los modos en que se construye la cultura de la escuela, la empírica o efectual,
esto es, la que se ha afirmado en la realidad, que no siempre es coincidente
con la postulada teóricamente o la deseada socialmente.
Finalmente, esta primera parte de la publicación propone desvelar lo que
Harold Silver denominó, hace unos años, los “silencios de la escuela”, los
códigos de lo que otros han llamado la “gramática de la escolarización”, que
la historia de la educación, dominada hasta hace poco por las orientaciones
idealísticas y positivistas, había ignorado. Estas pautas incluyen los
dispositivos de ritualización de la experiencia, que son claves esenciales en
orden a la cohesión y duración de la cultura empírica de la educación, así
como a la gestión de las negociaciones que se suscitan entre los prácticos, los
académicos y los políticos.

El retorno de la experiencia

El título con que abrimos este capítulo no es una ingenua confesión de fe


en el valor absoluto del practicismo, ni una renuncia al poder explicativo
inherente a todo conocimiento teórico. Tampoco querría ser una muestra de
desconfianza hacia el poder creativo de toda buena regla de gobernanza
ideada para una educación racionalmente fundada. Sí desea ser expresión, en
cambio, de la necesidad de volver la mirada en los estudios acerca de la
escuela, y de la educación en general, hacia el mundo real de la empeiría, esto
es, hacia los objetos y los sujetos que intervienen en los procesos de
formación, así como a las acciones que entre ellos se establecen en la vida
escolar. Sujetos, objetos y acciones serían los elementos primarios que
definen el campo empírico sobre el que la pedagogía, al igual que sucede en el
caso de otras ciencias sociales, se construye en saber y disciplina.
En la misma actitud de puesta en valor de la acción se afirmaba el
sociólogo Pierre Bourdieu al remarcar en el prefacio a su conocida obra El
sentido práctico que el progreso en el conocimiento de los hechos
socioculturales exige obstinados retornos sobre los objetos y agentes que se
estudian, a fin de no distanciar nunca la investigación de la realidad
comunitaria de la que se ha partido y a la que, por exigencias de toda episteme
sincera, se ha de retornar siempre. [1] En nuestro caso, el objeto de análisis es
la institución escolar y la cultura que en ella misma han construido y
construyen los agentes que intervienen en la educación formal y no formal con
sus acciones prácticas cotidianas, esto es, la denominada cultura empírica de
la educación.
A menudo, cuando se habla en perspectiva cultural de la práctica se
asocia esta a un discurso meramente instrumental, técnico y de bajo estatuto
epistémico. Es este sin duda un prejuicio en gran parte academicista y social.
Los intelectuales, aunque se ocupen de analizar con racionalidad las
realidades pragmáticas, han visto con frecuencia el ámbito de la acción como
un submundo caótico y banal, por la mayor relevancia que para ellos ha tenido
siempre, en el orden de lo académico, la teoría. La intelligentsia social
percibió asimismo este campo de la praxis como el terreno de lo grosero, por
la mistificación de la ruda, incómoda y compleja realidad de la que tratan las
actividades que se llevan a cabo en el cotidiano del mundo de la vida. Los
analistas de la acción han considerado además a la actividad como una
dimensión derivada de lo ontológicamente valioso, por la dependencia que lo
empírico ha tenido, para ellos, de los órdenes superiores que generan los
discursos formales y las normas de regulación de las prácticas que, según nos
quieren hacer creer, serían los elementos esenciales que codificarían y
regularían el logos y el ethos del conocimiento.
No obstante lo anterior, como ya señaló hace unos años Stanley Fish
glosando a Toulmin, conviene recordar que “toda actividad -y por tanto toda
práctica- es irremediablemente interpretativa”, toda vez que “no hay hechos
sin mediación”, es decir, sin cultura implícita subyacente en ellos, que es en
definitiva la que atribuye significación a la experiencia. Esta consideración
invita a suscitar la necesidad de preguntarnos siempre por el sentido de lo que
hacemos, o sea, por el significado y el discurso que operan tras la
fenomenología de las acciones observables en el mundo de lo cotidiano. [2]
Más aún, la misma invención del cotidiano es, como ya vio Michel de Certeau,
una acción determinada por la cultura, que a su vez genera una cultura
específica. Las denominadas por el intelectual francés “artes del hacer” se
configurarían en usos prácticos y se plasmarían en tácticas que vendrían a
condicionar los comportamientos de los practicantes o actantes, experiencias
que suelen dar origen al mismo tiempo a determinadas “teorías del hacer”. [3]
Ambas, pues, las artes y las teorías de la práctica, se verían hoy sometidas a
los análisis antropológicos que se sustentan en la etnologización de las
culturas, que consideran a estas como verdaderos palimpsestos arqueológicos
por cuanto en ellas subyacen, en distintos niveles de pervivencia, diferentes
tradiciones que interaccionan con las innovaciones que buscan abrirse campo
en los complejos sistemas socioculturales, como son en verdad los que afectan
a los campos de la educación y de la escuela. El énfasis puesto en la historia
material y de los usos es una de las vías adecuadas para entrar en el análisis
de las interacciones entre las prácticas de los agentes o sujetos como
dispositivos pedagógicos. Ello está conduciendo, como señaló Marta
Carvalho, a una rehistorización de la escuela dirigida a penetrar en el interior
de su caja negra. [4]
Como puso de manifiesto Esther Aguirre, Comenio ya postuló en el siglo
XVII que los modelos educativos eran una inferencia de las prácticas
artesanas, siguiendo en ello la máxima de que “lo que ha de hacerse debe
aprenderse haciendo”. Para el autor de la Didáctica magna, “los artesanos no
se entretienen con teorías” y las escuelas eran “talleres” en los que se
aprendía trabajando. Este “método del hacer” confiere una notable autonomía
a la práctica, a la tékhne, y crea modelos en los que él mismo sustenta su
“tratado del arte de enseñar”, es decir, su modo de entender la cultura de la
escuela, en la que los docentes se inscribirían como los artesanos del “saber
hacer”. [5]
En la esfera de lo social, el prejuicio sobre los límites atribuidos a la
experiencia procede en parte de la baja estima que gozaron las artes fácticas
en muchas sociedades, sobre todo en algunas de las occidentales, hecho que
condujo a la escisión histórica del brazo y la mente, como puso de relieve
Antonio Santoni en un conocido ensayo sobre el maestro artesano y la
educación técnica. [6] Tal prejuicio se alimentó asimismo en la extendida
creencia de que la gestión del universo de la acción ha estado siempre
contaminada por los intereses de los individuos y de los grupos de presión que
operan en ella, así como por las ideologías -visibles unas, implícitas otras-
que trataron de legitimar los poderes fácticos que gobernaron las instituciones,
en nuestro caso las pedagógicas, en las que justamente han intervenido
numerosas y decisivas operaciones prácticas.
Ha llegado a mis manos recientemente un ensayo de Santiago Petschen
intitulado El arte de dar clases, con una carta de acompañamiento en la que el
autor me comenta de manera informal lo siguiente: “En muchos libros de
educación que caen en mis manos se habla de mil cosas, pero no de la clase,
siendo así que la clase es la cocina de todo el edificio docente”. Y me refiere,
a título de ejemplo, un volumen editado hace poco tiempo en España, de casi
mil páginas, que reúne más de sesenta trabajos sobre diversos temas
educativos, en cuya compilación “el aula sólo sale por excepción”. Pues bien,
el ensayo del profesor Petschen trata de rescatar esta inexplicable ausencia,
siendo que la clase, que él considera una “obra de arte menor”, mezcla de
“lógica, magia, drama y retórica”, es sin duda, como ya se señaló, la “cocina
de todo el edificio docente”. Basado en el análisis de un centenar de libros de
memorias de grandes científicos, profesores, artistas e intelectuales, el autor
concluye su estudio en una especie de meditación pedagógica que espera sea
de alguna utilidad para quienes desempeñan el oficio de enseñar, reflexión
guiada por el ethos humanista que Steve Jobs, un mito de la nueva cultura
digital, expresó al manifestar una de sus más acendradas convicciones:
“Cambiaría toda mi tecnología por una tarde con Sócrates”. [7] El autor del
ensayo ha querido ver en este testimonio emanado de uno de los epicentros de
la nueva cultura tecnológica toda una lección de humanismo y sabiduría que
reivindica el valor de la palabra y de la comunicación interpersonal, los ejes
sobre los que pivota gran parte de la vida que transcurre en los escenarios de
las aulas, que debe hacerse compatible con el de la nueva escritura digital.

Vida y fenomenología de las aulas


Uno de los primeros analistas en llamar la atención sobre el interés que
tienen las prácticas que forman parte de la cotidianidad, para así comprender
lo que pasa realmente en las escuelas, fue Philip W. Jackson, quien en su
conocido ensayo Life in classroom, publicado en 1968, hace por tanto ya casi
medio siglo, ofrecía una miscelánea de observaciones empíricas y de
reflexiones acerca de lo que sucedía en el interior de las aulas. Su obra se
constituyó en un relato de las experiencias que los menores narraban acerca de
su primer encuentro con las instituciones de la sociedad, el que se había
gestado justamente entre los muros de la escuela. Las investigaciones
psicológicas que el autor llevó a cabo en Palo Alto y en Chicago, a partir de
1962, le indujeron a explorar el mundo cotidiano de la escuela como el ámbito
más común a casi todos los niños y niñas en aquella sociedad que ofrecía ya la
escolarización como servicio universal del Estado del bienestar.
Los antropólogos -comenta Jackson- fueron los científicos sociales que
mejor comprendieron la “importancia cultural de los elementos rutinarios de
la existencia humana” y la cultura escolar debería también poner en valor los
“miles de episodios insignificantes que, unidos, constituyen la rutina de la
clase”. Acontecimientos triviales como sentarse en un pupitre, levantar la
mano para preguntar y pintar sobre la superficie de las mesas, o los miles de
actividades que se suceden, una tras otra, durante las horas de insolación
escolar en que se materializa para los alumnos la obligatoriedad de la
asistencia a los centros, así como la repetición y redundancia de la acción
ritual en que se resuelve la práctica educativa, entre otros hechos, deberían
haber llamado la atención hace tiempo de los profesionales y científicos de la
educación para sospechar que, tras estas elementalidades, subyacía no sólo un
sistema estructurado de sociabilidad, sino toda una cultura. Interesaba pues
conocer todos estos elementos del mundo de la experiencia educativa, no sólo
por curiosidad etnológica, sino sobre todo por necesidad hermenéutica. Para
entender la escuela, para comprender e interpretar lo que ha ocurrido y ocurre
dentro de sus muros, así como la cultura que en ella se ha inventado y
recreado, hay que internarse obligadamente en la vida cotidiana de las
instituciones, sumergirse en la observación sistemática de lo que pasa
realmente dentro de los espacios que denominamos clases y de los demás
elementos que estructuran el escenario en el que se practica la educación
formal y no formal. [8]
Escenografías Escolares de Interior

Imagen del interior de una escuela elemental española de hace poco


más de un siglo (Valencia, 1904). En la escenografía, de estética y
geometría bien estructuradas, se representa la actividad ordinaria de
una clase tradicional. La situación registra los rasgos de una cultura
escolar definida, la vigente en una institución de corte clásico a
comienzos del Novecientos, frecuente en la España de aquella época. La
imagen ofrece una cultura apegada a la praxis del cotidiano
establecido, en la que las influencias pedagógicas y políticas, algunas
de las cuales también se perciben, han sido asumidas por los actores que
cohabitan en el interior del aula.
Imagen del interior de una escuela infantil de nuestro tiempo (Sevilla,
2006). La escenografía ha cambiado respecto a la observada en la
imagen anterior. Niños, niñas y profesora componen otra geometría, en
un clima de convivencia muy distinto al primero. La estética del
ambiente también se ha transformado. Las materialidades que amueblan
y decoran el escenario de la clase son las propias de la época actual. La
escena es una representación de otra cultura, más moderna, aunque se
puedan descubrir en ella, al examinar las prácticas observables,
algunas pervivencias de la tradición.
Como se ha advertido anteriormente, los prejuicios acerca del interés y
sentido de la experiencia han condicionado por mucho tiempo el campo de lo
escolar. La cultura de la escuela, como construcción intelectual, estuvo casi
siempre dominada por los anteriores supuestos. Alejada de la consideración
de las saludables “razones prácticas”, de las que habló Pierre Bourdieu, [9] la
pedagogía se refugió y legitimó como saber disciplinario y corporativo en las
universidades y centros de investigación, así como en las escuelas de
formación de maestros, sin las convenientes y saludables relaciones con la
experiencia. Bajo el influjo del positivismo y de otras corrientes teóricas,
principalmente de las de raíz neokantiana o neoidealista, que contribuyeron a
constituir la pedagogía y las ciencias de la educación como disciplinas
académicas en el ciclo intersecular XIX-XX, los saberes acerca de la escuela
se alejaron de la realidad sobre la que versaban y se redujeron casi siempre a
configurarse como discursos especulativos, a menudo demasiado formales y
abstrusos, difíciles de acomodarse en todo caso a las expectativas de la
experiencia y del funcionamiento de las instituciones educativas, así como del
mundo de la vida en que se insertaban estas. Hubo sin duda excepciones a lo
anteriormente señalado, como lo fueron muchas de las innovaciones derivadas
del activismo que se aplicaron en diversas regiones de Europa y América, y se
proyectaron asimismo ejemplos de interacción fecunda entre las culturas
teóricas y el campo de las prácticas. Pero el juicio histórico más general
acerca de la tradición pedagógica acumulada en aquella época sigue siendo en
general válido: las culturas académica y empírica de la educación formal
estuvieron muy incomunicadas y escindidas.
Y algo parecido sucedió con la cultura política de la escuela, que en
ocasiones adoptó discursos y jergas lingüísticas procedentes de las
construcciones teóricas para mostrar y justificar en sus leyes y programas una
conveniente y oportunista retórica de modernidad, la que aconsejaba la
realidad social y el discurso de lo público. Otras veces, esta cultura se
aproximó, con calculada estrategia e incluso con sutil demagogia, a las aulas y
a sus actores, los profesores y los estudiantes, para reclamar de estas
instancias de la realidad cierto grado de asunción y consenso respecto a los
postulados teóricos y protocolos educativos que implicaba la relación del
poder con la escuela. Pero, en el fondo, esta cultura normativa de la educación
desconfió igualmente de la experiencia y de la práctica, a las que se impuso,
unas veces bajo criterios bien definidos de autoridad, y otras mediante
calculados lenguajes burocráticos y persuasivos. Todo ello se operó bajo la
expectativa de acomodar la realidad, mediante efectivos dispositivos de poder
o calculadas retóricas de manipulación, a los superiores intereses del buen
gobierno de la comunidad.
El balance histórico que han efectuado algunos analistas acerca del
reiterado fracaso de las innovaciones que desde el exterior quisieron
trasladarse a la escuela, sin tener en cuenta las expectativas y motivaciones de
la práctica, ha sido un factor fundamental en la reciente puesta en valor de la
cultura empírica, así como del retorno a la consideración como valor de la
acción de los sujetos que intervienen en la dinamización del mundo real de la
vida institucional. Esto ha sucedido varias décadas después de la llamada de
atención de Philip W. Jackson, antes comentada, y con posterioridad a que la
escuela recibiera distintas invectivas y asaltos, desde las críticas que
formularon a sus acciones y efectos socioculturales los teóricos de la
reproducción, e incluso del positivismo sociológico, a las diatribas de quienes
propugnaron su disolución mediante las alternativas radicales de la
desescolarización de la sociedad, en el marco de los movimientos
contraculturales que emergieron a finales de los años sesenta del pasado siglo.
Durante las últimas décadas, la nueva historia cultural de la educación,
reforzada por la etnohistoria y la hermenéutica, ha vuelto sobre la tesis de
Jackson, poniendo en valor el argumentario de que son en realidad los actores
de la educación formal quienes, además de generar una cultura escolar, en
buena parte endógena, dentro de sus propios escenarios de actividad, adaptan
los cambios que se suscitan desde fuera de las instituciones por medio de
peculiares procesos de apropiación que tienen que ver con los hábitos y
tradiciones que se sedimentaron a partir del trabajo profesionalizado de los
enseñantes. Han sido estas herramientas de la historia, la etnología y la
hermenéutica, entroncadas con los estudios antropológicos, las que han venido
a plantear una nueva epistemología que reafirma el carácter primariamente
factual de la ciencia de la educación. Todo ello ha supuesto, a nuestro
entender, un giro radical respecto a los enfoques estructuralistas, dominantes
en las décadas anteriores, que o bien anulaban la presencia del sujeto -la
absorción del hombre por la estructura- o disolvían a este en los entramados
de las complejas redes y estructuras formales con que se representaban las
organizaciones institucionales y sociales y sus dinámicas.
El directo entronque de los nuevos enfoques con el universo de la
experiencia, del orden de lo empírico de la vida escolar, entendido éste en su
más amplio y complejo sentido, el que incluso se enraíza filosóficamente en
las concepciones clásicas del aristotelismo, pone de nuevo en estimación el
discurso de quienes sostienen que la cultura escolar es en gran medida una
especie de sabiduría práctica o una modalidad de phrónesis, que se encarna
en el habitus del oficio de enseñar de los docentes y en las conductas
implicadas en el aprender de los estudiantes. Para el Aristóteles de los
Analíticos, como es sabido, el conocimiento se gesta en la experiencia, que
cuando es reiterada deja huella y origina la memoria, en la que se sedimenta el
arte y se crea la ciencia, esto es, los hábitos y la inteligencia.
Esta conclusión aproxima también la etnohistoria de la educación a los
enfoques de la hermenéutica contemporánea, que postulan el valor del tacto y
del buen sentido en la conducta de los docentes, así como el poder de la
memoria que se inscribe en los mismos lenguajes que recogen y transmiten la
experiencia y la tradición recibida y sostenida. Tales registros son claves por
cuanto permiten comprender e interpretar lo que realmente subyace en las
prácticas de formación, en las reglas visibles e invisibles que se dan en estas
acciones, y en definitiva en los significados de los códigos que son expresión
de la gramática que gobierna el cotidiano de la educación.
Tal planteamiento conecta con la tesis central de uno de los ensayos de
sociología del conocimiento que más éxito intelectual ha tenido en el último
medio siglo dentro del campo de las ciencias sociales. Me refiero a la
conocida obra de Peter Berger y Thomas Luckmann sobre La construcción
social de la realidad, un texto que desde que se dio a conocer, allá por los
lejanos años sesenta, no ha dejado de ser asumido como referencia
inexcusable en diversos estudios e investigaciones, lo que le ha llevado a
alcanzar numerosas y continuadas reediciones, en distintas lenguas y culturas,
hasta nuestros días.
Como es sabido, la tesis central de este pequeño pero denso libro es una
obviedad que se impone frente a cualquier intento de trascendentalismo o
idealismo: la realidad es una construcción social que se afirma como resultado
de un proceso en el que los significados de las acciones de los sujetos se
tornan facticidades que se establecen como tal realidad objetiva. El orden
social, la facticidad establecida como realidad, es una producción derivada de
la continua externalización antropológica de los sujetos, tal como sostienen
estos autores que se declaran seguidores de la teoría de la acción de Alfred
Schütz, así como de algunos supuestos sociológicos de Émile Durkheim y Max
Weber, entre otros. Toda actividad humana -como lo es la que se representa en
el escenario de la escuela, en nuestro caso- está sujeta a mecanismos de
habituación o sedimentación de la experiencia, esto es, a la creación de pautas
que se reproducen con economía de esfuerzos, se aprehenden e internalizan y
se orientan para guiar la acción en el futuro. Tales patrones o hábitos se
establecen como rutinas, con frecuencia ritualizada, aliviando de este modo
las tensiones de los impulsos, liberando energías y facilitando los procesos de
innovación y cambio. [10]
No está lejos, como puede verse, el anterior constructo acerca de la
habituación de la teoría del habitus de Pierre Bourdieu, que considera a este
como un dispositivo, estructurado y estructurante, de los comportamientos de
los actores y de la misma organización de la sociedad que confiere orden y
estabilidad a las conductas de los sujetos que operan en ella, así como a la
vida de las instituciones y de los sistemas sociales y culturales en que se
insertan, además de legitimar los valores inherentes a este tipo de códigos de
sociabilidad.
Los sujetos, por otro lado, habitúan o acomodan su acción conforme a la
experiencia histórica de las instituciones en las que operan, que es anterior a
su propia subjetividad. Las instituciones sociales -la escuela lo es-
presuponen una historicidad compartida, y no se pueden entender si no se
comprende el proceso histórico en que se gestaron. De otra parte, la vida real
de los centros educativos genera asimismo los mecanismos de control social
que los regulan. Precisamente la historización de las instituciones crea la
necesidad de los controles sociales, dispositivos que se objetivan a menudo en
mecanismos rituales dotados de visibilidad que se orientan a la
imprescindible cohesión de las organizaciones, una resultante sistémica
empíricamente constatable.
Siguiendo este proceso de la acción, la experiencia humana se sedimenta
en formas estereotipadas que la memoria transmite como tradición, objetivada
esta en un “sistema de signos” que se representa en el lenguaje compartido que
transita de una generación a otra y de una a otra comunidad social. La
“sedimentación intersubjetiva”, un concepto que Schütz tomó de la
fenomenología y del que se sirven asimismo Berger y Luckmann, responde
bien a la idea de una “comunidad lingüística”, propuesta que también es
próxima a la de comunidad interpretativa de la que hablan los hermenéuticos.
Las culturas afirman su identidad por medio de objetos simbólicos y a través
de acciones igualmente simbólicas, como ocurre con muchas de las
materialidades y ritos que informan el cotidiano de las instituciones
educativas. Los rituales de la escolarización codifican y tipifican los roles
desempeñados por los sujetos/actores que intervienen en la acción en que se
operativiza la cultura educativa. [11]
La tesis de la obra de Berger y Luckmann legitima pues la puesta en valor
de la cultura empírica de la escuela como construcción social de una realidad
factual, acción que llevan a cabo los agentes que la representan en los ámbitos
de experiencia en que se crea, estabiliza y desenvuelve. Esta cultura escolar
sedimenta prácticas y discursos que se objetivan en tradiciones, genera hábitos
de conducta en los sujetos intervinientes, se estructura en rituales
estereotipados de curso prescrito y se simboliza en objetos materiales e
imágenes con semántica que le dan identidad. Todo ello permite comprender
esta cultura real de la escuela como una construcción social sobre la que
intervienen las otras esferas culturales, la académica y la política.
Escenografías Escolares de Exterior

Dos modelos de educación al aire libre en los que se representan


prácticas pedagógicas adscritas a culturas empíricas y a contextos bien
diferentes. En ellos se pueden observar formas de comunicación social
en parte afines, aunque las tradiciones culturales a que corresponden
sean en realidad muy distintas.

Imagen de una escuela de tradición islámica al aire libre (Arabia, 1888).


Disposición circular de los alumnos en torno al maestro, figura que
aparece en la escena bajo cierta aura teocrática a la que los escolares,
en posición sedente, rodean con reverencia. Escuela de exterior en un
marco arquitectónico adscrito a una determinada cultura, la islámica.
Pizarra sobre atril y textos constituyen el ajuar escolar utilizado en la
enseñanza, muy elemental, el que requería una educación basada en la
religión del libro.
Lección bajo la sombra de un árbol. Escenografía de una escuela
española del entorno de los años veinte del último siglo. En un marco
estrictamente naturalista, representativo del higienismo y el
protoecologismo de la época, maestro y alumnos representan otra forma
de sociabilidad educativa de corte laico occidental, en la que el marco
natural, no exento de ciertas resonancias russonianas y románticas, es
también un contexto empírico con el que la escuela se relaciona.
Llamar “construcción” y “social” a este tipo de cultura que se crea con la
propia práctica y con colectivos humanos no sería una impostura, como parece
temer Ian Hacking, al comentar el abuso que los estudios sociales hacen de la
metáfora del constructivismo y de otras análogas o relacionadas. [12] A la
pregunta ¿qué es lo que se construye cuando hablamos de construcción social?
no es difícil responder en nuestro caso: se construye una realidad y una cultura
acerca de los hechos o experiencias que forman parte de esa realidad, esto es,
se configura en esta situación un conjunto de acciones y significados
compartidos por quienes crean el campo intelectual que estructura y formaliza
el mundo de las prácticas al que hemos venido en denominar cultura empírica
de la escuela. Este mundo de la experiencia, por lo demás, nunca está libre de
influjos culturales, toda vez introduzir que en realidad no existen prácticas que
no sean discursivas, aunque a menudo no sea fácil desvelar las claves de estas
formaciones discursivas y de los enunciados teóricos con que se describen.

Confesiones de un enseñante

Hace pocos años, en 2005, el periodista y enseñante norteamericano de


origen irlandés Frank McCourt hacía, en su conocida novela El profesor, [13]
las confesiones que siguen acerca de su experiencia personal como sujeto que
había dedicado la mayor parte de su vida al ejercicio de la enseñanza: [14]

“El camino de la pedagogía es largo. Soy un profesor nuevo y estoy aprendiendo con la
práctica. Jugueteo con los instrumentos de mi nuevo oficio” (…) “Según mis cálculos,
unos doce mil chicos y chicas se han sentado en pupitres, y me han oído explicar, cantar,
animar, divagar, declamar, recitar, predicar. Impartí al menos treinta y tres mil clases.
Treinta y tres mil en treinta años”. (En esta práctica, entre lúdica y seria, sustentaba la cultura
empírica de su profesión).
“En la universidad había asignaturas que trataban de cómo enseñar, impartidas por
catedráticos que no sabían enseñar”. (Con esta afirmación, el autor manifestaba su
escepticismo acerca de la cultura académica sobre la educación).

“Me sentía incómodo con los burócratas, que habían huido de las aulas. Nunca quise
ceñirme a sus programas y a sus planes”. (En estos enunciados, el escritor expresaba su
desconfianza hacia la cultura política de la escuela).

Por ensayo y error, jugando en la práctica con las herramientas y objetos


de la escuela, hora tras hora, día tras día, y curso tras curso, adaptando a sus
propias necesidades y expectativas las propuestas teóricas de los académicos
y las normas de los burócratas, aunque ninguna de las dos le convencieran, y
sobre todo reflexionando sobre su propia experiencia y la de sus colegas, el
profesor McCourt fue forjando el arte y oficio de enseñante, es decir, las
pautas operatorias de su trabajo, las reglas que conformaron su pragmática
pedagógica, que acabaron por dar identidad a la profesión que desempeñó
durante tantos años. Y así también -siguiendo esta misma lógica de la práctica
a la que hemos aludido, glosando a Pierre Bourdieu-, [15] la mayor parte de
los docentes fueron procesando y construyendo en la propia experiencia del
cotidiano de la escuela los códigos operativos del arte de enseñar en los que
forjaron su habitus profesional, es decir, su cultura empírica.
El Cotidiano Escolar
Imagen tomada de un manual escolar editado en España por la conocida
casa Calleja a finales del siglo XIX. En ella se muestra una escena de
enseñanza de la lectura de corte tradicional. Bancos, pizarra, libros,
maestro con puntero, niño atento a los gestos del enseñante… Estos eran
los elementos personales y materiales en una situación ordinaria de
enseñanza-aprendizaje en la vida cotidiana de una escuela de aquella
época.
Cartel del XVI Coloquio Nacional Español de Historia de la Educación
de 2011 en torno al tema “Arte y Oficio de Enseñar”. El ilustrador quiso
plasmar en la imagen el cotidiano de una clase, con su enseñante
acompañado de algunos elementos materiales que han formado parte
del ajuar ergológico de la profesión y los alumnos. Con ello se quería
subrayar el determinante empírico que ha conformado históricamente el
arte de enseñar y el oficio de profesor.
Llama la atención que a este acervo experiencial, que es en parte la
tradición sedimentada de todo un proceso constructivo en el trato con la
realidad educativa, le haya sido negado casi siempre el estatuto no ya de
ciencia sino incluso de saber. Esta exclusión de la práctica como conocimiento
con valor añadido se acentúa sobre todo a partir de que el positivismo, desde
la segunda mitad del siglo XIX, tratara de legitimar las nuevas reglas de
verdad de la pretendida ciencia de la educación que cultivaron y defendieron
corporativamente sus detentadores académicos en los centros superiores de
formación de docentes y de investigación. Los nuevos intelectuales dieron por
supuesto que la educación escolarizada sólo podría ser gestionada con
eficiencia y rigor mediante la aplicación sistemática de los principios
procedentes de la racionalidad científica, en los que se sustentaba el moderno
discurso de la positividad que ellos mismos postulaban y representaban. Estos
académicos fueron también quienes, al mismo tiempo que legitimaban los
nuevos saberes científicos, marginaron sin piedad las contribuciones nacidas
de la experiencia práctica, haciendo de este modo tabla rasa de la memoria y
la tradición, esto es, de la historia.
El pedagogo argentino Emilio Tenti, en su ensayo historiográfico El arte
del buen maestro, publicado en México en 1988, examinó de forma expresa la
genealogía de uno de los primeros conflictos entre los “maestros empíricos” y
los “maestros titulados”. Diagnosticó el desplazamiento de los primeros por la
nueva hegemonía de la intelligentsia positivista como una forma de
expropiación de las facultades que la tradición había atribuido a los maestros
prácticos. Esta operación de cambio de liderazgo vino acompañada de la
imposición de un nuevo saber teórico por parte de la nueva oligarquía
académica formada en las escuelas normales conforme a los postulados del
nuevo espacio público instalado por los Estados educadores del siglo XIX.
[16]
Los “maestros empíricos” se resistieron a ser desposeídos de las
facultades y competencias de un oficio, el docente, acreditado secularmente
por la comunidad -se refiere a México aunque el análisis puede ser
extrapolado al gran número de países que ponían en marcha entonces sus
sistemas nacionales de educación obligatoria-, pero la guerra de posiciones
iba a ser ganada por quienes podían exhibir las nuevas certificaciones
normalistas que permitían acreditar los conocimientos formales de la ciencia
pedagógica. En esta lucha por el poder pedagógico, los maestros empíricos
fueron tildados con epítetos tan peyorativos y devaluados como los de
“ignorantes”, “rutinarios”, “remendones”, “incompetentes” y “sacristanes de
escuela”. [17]
El discurso implícito en la anterior discusión por el control del poder
educativo ha de interpretarse en el contexto de la construcción burocrática y
política de las nuevas legitimaciones técnicas, dentro de la lógica social que
explicó Max Weber en Economía y sociedad. En la reivindicación del valor
de los saberes prácticos, Emilio Tenti se apoya, entre otros, en los estudios
sociológicos de Pierre Bourdieu acerca del sentido práctico y del habitus,
elementos que también nosotros hemos utilizado en varios puntos de esta
publicación, así como en los trabajos antropológicos de Randall Collins
acerca de lo que él denominó la “sabiduría indígena”. [18]
La exclusión de las “artes del hacer”, de las que habla Michel de Certeau,
en el acervo de los conocimientos acerca de la educación dio origen a una
especie de escisión entre los discursos pedagógicos que se constituían y
difundían en las universidades y en los centros de formación de profesores y
las realidades visibles de la cotidianidad escolar. Ello condujo a un
desplazamiento de las prácticas hacia la marginalidad del conocimiento y a un
proceso de constante depreciación social y académica de este tipo de saberes
empíricos, cuyo resultado produjo en poco tiempo -como advierte Antonio
Nóvoa- un efecto en parte similar a lo que Anthony Giddens denominó el
“secuestro de la experiencia”. [19] La simple práctica, desde esta episteme
corporativa y oligárquica que fijaron los intelectuales de la pedagogía
positivista, sería no sólo acientífica, sino un conocimiento ingenuo, espontáneo
y rudimentario, en definitiva, un saber sin valor acreditable en las burocracias
modernas que empezaban a gobernar la educación.
Tal conclusión acabó por reducir la identidad de los docentes a la
categoría de meros ejecutores de los programas dictados desde el exterior por
la intelligentsia académica o burocrática del sistema que gobierna los
discursos y las políticas, o a generar en la sociedad de los enseñantes
prácticos -todavía numerosa- modos de apropiación del conocimiento
relativamente autónomos, que eran en parte formas de resistencia hacia todo
aquello que procedía de fuera de la escuela y que no era compatible con las
costumbres y el ethos que conformaban históricamente la profesión docente.
También ha servido esta escisión teoría-normas-práctica para reforzar el valor
funcional de los comportamientos propios o de grupo de los profesores, que
son a menudo ignorados por los gendarmes del orden social y por los
intelectuales, ya sean orgánicos o de apoyo, que idean las propuestas
pedagógicas que se autocalifican a si mismas de científicas, y que tratan de
definir en la realidad práctica lo que se hace en la vida cotidiana de las
instituciones educativas.

La acción en la escuela renovada

Al historiar la génesis y desarrollo del movimiento de la Escuela Nueva -


la corriente contemporánea sin duda de más potencial innovador en el ámbito
de las buenas prácticas educativas-, el pedagogo brasileño Lourenço Filho
distinguía, en lo que se refería a las contribuciones de la educación renovada,
entre los “sistemas empíricos” y los “sistemas de aplicación científica”. Los
primeros eran ensayos prácticos, sin pretensiones teóricas; los segundos
derivaban de la aplicación de determinadas investigaciones, principalmente de
la psicología, a la enseñanza. Pero advertía al mismo tiempo que el mundo de
la educación nunca había esperado disponer de los últimos descubrimientos de
la ciencia, ni tampoco de la definición de las construcciones ideales de la
filosofía de la cultura, para introducir cambios en las escuelas.

“En todos los tiempos, los practicistas o los empiristas -así denominaba Lourenço Filho a
los educadores innovadores- han ensayado nuevas formas de acción, unas fecundas,
otras desastrosas, pero todas tendiendo al progreso (…) La educación es la vida (…) Lo
que nació primeramente -remarcaba poniendo énfasis en la acción- fue el arte empírico,
no la ciencia”.

Después, “creada la teoría, esta pasa a influir sobre el arte”, formando


“una curva infinita y no un círculo cerrado: arte empírica, ciencia, teoría
aplicada, tentativas empíricas, nuevas aplicaciones…”.

“Comenio no esperó a que se sistematizase la filosofía sensualista del conocimiento para


crear la enseñanza intuitiva. Y así también, los educadores del siglo pasado -escribe
Lourenço Filho- no quisieron esperar a que se crease la psicología general para ensayar
formas de enseñanza activa”.

El factum, pues, es el registro de partida de la innovación en el universo


empírico de la educación, ya sea como precursor fenomenológico de lo que la
ciencia positiva verificará después de la experiencia (post factum), o ya sea
como criterio de la prueba de toque de las aplicaciones del conocimiento
experimental a la misma realidad de la escuela.
Hasta aquí este excurso de Lourenço Filho en el que, como se puede ver,
se conjugan a modo de explicación genealógica del cambio en educación el
primado de la práctica y de la acción, siempre prevalente en los procesos de
innovación, que son asistidos por las posteriores sinergias construidas entre la
experiencia educativa y la ciencia pedagógica que se postulaba desde el
positivismo de la época en la que el prestigioso analista del Instituto
Pedagógico de São Paulo escribía su conocida obra La escuela nueva. [20]
Era esta obra de Filho una monografía escrita con intención
historiográfica y sistémica, toda vez que reconstruía el movimiento activista
desde sus orígenes y proponía a la vez un sistema de categorías conceptuales
que pudiera servir para examinar los principios y las experiencias de todo el
amplio y diversificado conjunto de innovaciones que emanaron de aquella
corriente global y cosmopolita que se propuso cambiar el orden y la
metodología de la educación tradicional.
Lourenço Filho rastrea en este texto las primeras manifestaciones de los
llamados “sistemas empíricos” de la Escuela Nueva, buscando las raíces en
precursores como Rousseau, Basedow y Pestalozzi, y advirtiendo no obstante
que “todo sistema de educación no se construye en abstracto”, sino en la
peculiar realidad contextual en que emerge. Ello lo ejemplifica con las
experiencias diferenciales de Tolstoi en Iasnaia-Poliana, las public schools
inglesas, el house system de Abbotsholme, la escuela de Bedales, l´École des
Roches de Demolins o las “comunidades libres” de Wineken, entre otras. En
todas estas experiencias, cada una con sus caracteres propios en función del
lugar en que se origina y la personalidad de quien lidera la experimentación,
la innovación práctica precede siempre a la ciencia y la misma escuela es el
laboratorio real donde se introducen y ensayan las acciones renovadoras.
Como es sabido, la institución educativa renovada adoptó comúnmente la
forma de una casa de trabajo y convivencia, lo que la constituyó en realidad en
escuela total de vida y de educación. Esta sí es una característica que puede
ser generalizable a todas las experiencias asociadas a la corriente de la
Educación Nueva.
El estudio de Lourenço Filho se prolonga analizando la obra de Adolphe
Ferrière, el conocido apóstol laico del movimiento escolanovista, creador del
Bureau Internacional des Écoles Nouvelles (1899), con sede en la ciudad de
Ginebra, y promotor de la Liga de Calais (1919), que cohesionó a todos los
novatores europeos y de otras zonas del mundo. El conocido educador suizo
propuso asimismo la configuración del canon de atributos que debía
caracterizar a las instituciones que formaran parte del catálogo de este amplio
movimiento mundial que tuvo, como es sabido, varios epicentros
sociogeográficos (Ginebra, Bruselas, Roma, Hamburgo, São Paulo, Chicago,
Nueva York-Columbia…) Esta amplia y diversificada red de escuelas nuevas
se iba a configurar como la primera gran corriente globalizadora y
multinacional de renovación pedagógica que ha registrado la historia de la
escuela.
Mas no es la historia de este movimiento -por lo demás bien conocida- lo
que nos interesa analizar aquí, sino el significado que la práctica adquirió en
todas aquellas experiencias renovadoras como fuerza primaria impulsora del
cambio educativo frente a la escuela tradicional. Hay en muchas de estas
experiencias escolares innovadoras ciertas tradiciones de otras corrientes que
perviven, que en el pasado fueron igualmente transformadoras. Las propuestas
institucionales y metodológicas de Pestalozzi, Basedow y Froebel, las más
relevantes y significativas del siglo XIX, están presentes en muchas de estas
nuevas experiencias. Igualmente persisten en las escuelas renovadoras de
nuevo cuño algunos restos del tardoherbartismo y hasta reminiscencias de
innovaciones más antiguas, como las que se generaron en el ya lejano
Renacimiento e incluso en el no tan alejado siglo de las revoluciones liberales
que alumbraron los sistemas educativos contemporáneos.
Adolphe Ferrière, el líder orgánico más significativo del activismo, que
algunos han considerado como un propagandista activo de la corriente por su
“lenguaje de secta” (sic), [21] destacaba cómo la renovación educativa nació
del encuentro entre la “práctica inteligente” y la “experiencia en el laboratorio
escolar”. Los verdaderos reformadores -subraya el ginebrino- fueron los
educadores “prácticos”, a quienes el autor define como “intuitivos geniales”
que incluso crearon teorías desde la interpretación de la experiencia vivida.
El “pedagogo teórico puro” -escribía su traductor e introductor en España,
Rodolfo Tomás y Samper- ha desaparecido. “Hoy todo defensor de una teoría
educativa ha realizado experiencias en la escuela y es un práctico inteligente”.
[22]
En el umbral de aquella “nueva era” que despegaba tras la Gran Guerra,
Adolphe Ferrière hacía un llamamiento a los “novadores conscientes”, a los
“prácticos experimentados” y a todos los educadores a un tiempo “audaces y
prudentes” para crear el mundo deseable del mañana, que les esperaba para
renovar la escuela y la sociedad. Aquellos “modestos trabajadores”, como
eran los Reddie, Badley, Demolins, Lietz, Wineken y Werner, entre otros
muchos, inventaron con sus iniciativas un futuro, l´Ere Nouvelle, que todos
esperaban alumbrar desde las escuelas-laboratorio. [23] Más aún, los nuevos
métodos que postularon los pioneros de las escuelas nuevas de regímenes
escolares basados en una nueva educación autónoma, como Ovide Decroly,
Maria Montessori o Roger Coussinet, fundaron en sus prácticas empíricas de
las llamadas “repúblicas infantiles” un nuevo modelo de educación cívica y
moral de la ciudadanía europea que iba mucho más allá de la mera instrucción
y de la formación física e intelectual exigibles en los programas al uso en la
época. [24] Con estas experiencias innovadoras se ensayaba pues la
posibilidad de crear una nueva sociabilidad cultural y convivencial, de
carácter pacifista y democrático, desde el mismo interior de la vida de la
escuela en sus relaciones con el entorno próximo.
La llamada “educación constructiva”, paradigma que convenía a la misma
idea de progreso de la escuela y del espíritu, se instrumentaba por
consiguiente con la práctica, esto es, en la realidad de las propias escuelas.
“Los educadores -gustaba repetir a este movilizador del ideario colectivo de
la Educación Nueva- no pueden esperar a que la ciencia quede terminada”
(título de uno de los epígrafes de la obra de Ferrière que citamos). [25] En
tiempos de Leonardo, la mecánica moderna no estaba hecha, y sin embargo él
ideó muchos ingenios y artefactos en los que incluso se incoaba la nueva física
y la moderna tecnología. Todos los días nacen niños que crecerán y habrán de
ser conducidos en las escuelas y en la convivencia para una nueva vida en
sociedad. Para orientar adecuadamente estos ideales y estos hechos se
precisaban, según él, “principios de acción” que posibilitaran, como en la
Institución Buenafé de Rodolph Toepffer -en la que “el método consiste en
hacer lo que se puede y como mejor se puede”- el adecuado encauzamiento de
los miles de infantes que acuden a diario a las escuelas en todos los lugares
del mundo y hasta la reforma y transformación de las mismas Escuelas
Normales, viveros de enseñantes nuevos, en “escuelas activas” ejemplares.
[26]
Adolphe Ferrière, como señaló agudamente Daniel Hameline, quiso
fundar, en una perspectiva de mayor alcance que la propiamente pragmática,
una nueva gnosis en la que el plano de lo real, objetivado en la experiencia,
no era sólo un registro instrumental y práctico, sino una vía de acceso a la
verdad, en la que la hermenéutica se resolvía en un cierto compromiso entre la
intuición y la racionalidad interpretativa. Todo ello se suscitaba en un marco
contextual que no renunciaba a hacer compatibles la ciencia y la mitología.
Decir que el niño crece con la experiencia, incluida la formativa, como una
planta no es un simple ejercicio metafórico que facilita con una imagen verbal
la comprensión de una realidad, sino una afirmación con valor ontológico
efectivo.[27] Lo empírico para Adolphe Ferrière era por tanto un registro
seminal para fundar un conocimiento renovado de una nueva epistemología en
torno a la deseable cultura de la escuela.
Escuelas Froebel y Montessori

Clase de educación infantil inspirada en los métodos de los


kindergarten de Friedrich Froebel (imagen datada en 1922). En un
clima intermedio entre familiar y escolar, la escuela ensaya un peculiar
modo de apropiación de los juegos con los “dones” ideados por el
conocido pedagogo alemán del siglo XIX. Las prácticas con estos
materiales, más allá de los supuestos filosóficos en que se inspiran,
recrean una específica cultura escolar que conjuga tradición y
creatividad. Los enseñantes han adaptado el sistema Froebel a cada
tiempo y lugar, en la misma práctica escolar.
Escuela Montessori de Barcelona a comienzos del siglo XX. Niños/niñas
y profesora juegan con los instrumentos didácticos del conocido
sistema-método. En esta situación lúdica y práctica se recrea una
cultura que luego se sistematiza y transmite. La conocida médico-
pedagoga italiana, muy influida por la corriente positivista, postuló,
como es sabido, una “pedagogía científica”, pero su “método” era en
gran parte la resultante crítica de las experiencias que ella misma y sus
colaboradoras ensayaron en aulas de diversos países.
Dentro del ámbito de la Europa de este tiempo histórico, tanto María
Montessori como Ovide Decroly, dos grandes innovadores representativos de
la corriente activista, insistieron igualmente en el valor y significado de la
experiencia como fuente en la construcción de la nueva cultura de la escuela,
tanto en su dimensión práctica, en cuanto arte de enseñar y aprender, como en
la proyección aplicativa de los planteamientos científicos, que asimismo era
práctica. La médico-pedagoga italiana, en el primer capítulo de su obra El
método de la pedagogía científica, declaraba expresamente:

“No es mi intención exponer un tratado de pedagogía científica [sino] dar a conocer los
resultados de una experiencia pedagógica que parece destinada a abrir un nuevo camino
para la realización de los principios que tienden a reconstruir la pedagogía”.

Al igual que la medicina, “la pedagogía tiende a salirse del campo de la


pura especulación para fundarse en los datos positivos suministrados por la
experiencia”. Si bien hay que significar que lo que María Montessori esperaba
en realidad, desde su mentalidad científico-positiva, era que el futuro de la
pedagogía se basara fundamentalmente en los progresos de la fisiología, la
psicología y la antropología, conviene subrayar que estas disciplinas también
se debían construir con datos empíricos contrastados con la lógica de la
práctica. En resumen, su propuesta se orientaba hacia la “fusión entre el arte
educativo de los maestros y maestras y las ciencias experimentales”, [28]
identificándose así la metodología sustentada por ella con los “sistemas de
aplicación científica” a que se referió Lourenço Filho en la obra antes
comentada. [29] De ello da muestras de nuevo la autora en su publicación,
complementaria del anterior texto, La autoeducación en la escuela elemental.
[30] Doble empirismo, pues, el que se plasmaba entre el arte y oficio práctico
de los docentes, y el que derivaba de la aplicación constructiva a la realidad
experiencial de los principios científicos. Ambas perspectivas deberían ser
convergentes para María Montessori.
De parecido tenor es el discurso de Ovide Decroly, que igualmente se
gesta en las experiencias llevadas a cabo con los que entonces se denominaban
niños anormales, prácticas basadas en aplicaciones de principios fisiológicos
y psicogenéticos que el pedagogo belga llevó a cabo en el Instituto creado por
él en 1901. Su posición se sustenta, como en el caso de Montessori, en
estudios asociados a la profesión médica, cuyas experiencias Decroly trató de
transferir al campo de la educación de los sujetos normales, en la conocida
escuela de l´Ermitage, abierta en 1907. En Decroly están presentes influencias
pedagógicas muy diversas, desde las clásicas de Pestalozzi (intuición) hasta
las herbartianas (interés, grados formales, apercepción). También las de Binet
(psicometría infantil), las de Degand (globalización) e incluso las de Dewey
(experiencia), intelectual a quien tras los viajes del educador belga a América,
entre 1922 y 1925, consideró como un influyente y relevante mentor de sus
últimos y más avanzados proyectos. [31]
Realmente, en el terreno teórico, Decroly fue bastante ecléctico y asimiló
varias tradiciones y novedades, aunque siempre con la mira puesta en lograr el
mejor y más aceptado “método”, estrategia en la que competía incluso con los
adeptos a Montessori. Este eclecticismo pragmático se aplicaba al tiempo a
las relaciones teoría-praxis, de suerte que la buscada metodología era
revisada en la misma acción escolar de cada día y mediante la observación
asidua de la vida infantil, fuente de experiencia y conocimiento que “durante
largo tiempo y en períodos de ensayo y crítica”, con la “colaboración de
numerosos maestros y educadores del país y de fuera” (incluidos los informes
psicopedagógicos de los que se declaraban opuestos a su método por diversas
razones), harían madurar su pedagogía a un tiempo empírica y científica. [32]
La llamada a la lógica de la práctica es igualmente un postulado esencial
e identitario en el pragmatismo norteamericano y en todo el movimiento de la
educación progresiva que se aglutina en torno a la figura de John Dewey y al
círculo científico y pedagógico que se configuró en los medios universitarios
de Chicago y Columbia. Esta orientación pragmática afectó asimismo a los
movimientos renovadores de la escuela, situados en los contextos de
influencia por los que circuló esta gran corriente de renovación de la escuela y
de la cultura social de América. Este sería el polo americano de la Nueva
Educación, de gran proyección internacional, que completaría al europeo
analizado anteriormente.
El profesor Javier Sáenz, en la introducción que hace a la última edición
de Experiencia y educación, obra de madurez de John Dewey, y por tanto
síntesis avanzada de su posición respecto a la teoría de la educación y de la
escuela, destaca cómo el autor sustentó la necesidad de llevar a cabo la
reconstrucción histórica de la nueva corriente en el análisis crítico de las
prácticas pedagógicas que impulsó el movimiento de la educación progresiva
americana a lo largo de un ciclo de más de tres décadas de duración. Según
Dewey, la pedagogía no podía aspirar a constituirse en ciencia a la manera de
las ciencias naturales, y las conclusiones de las ciencias humanas tampoco
eran susceptibles de convertirse en reglas normativas para la práctica
pedagógica en las escuelas. Habría de ser la misma “experiencia” y sus
“efectos” directos sobre la realidad vivida, junto a la “tradición histórica de
la práctica”, la fuente esencial de la pragmática educativa renovada y el
fundamento de una “teoría coherente” de esa praxis que valorara
“empíricamente” y de “forma reflexiva” los resultados procedentes de la
experiencia. Esta reflexividad pragmática post factum sería la que iba a
permitir ir modificando constructivamente la misma acción y la
experimentación pedagógica en la vida escolar. [33] John Dewey proponía en
realidad que la práctica educativa, más allá de sus sustratos discursivos o
teóricos que la implementaran, debería ser “autorregulada por los maestros, y
no por autoridades externas, sean ellas académicas o estatales”. [34]
Con el aserto anterior, el líder de la Progressive Education americana
estaba ya anunciando la existencia de las tres culturas en torno a la escuela, un
esquema compatible con el que nosotros, más adelante, proponemos en esta
publicación: la empírica de los maestros, la teórica de los académicos y la
política de los burócratas. Al mismo tiempo, John Dewey quiso subrayar el
primado de la perspectiva empírica en la interacción entre estas tres culturas.
También sostenía que la fuente básica de legitimación de una nueva filosofía
de la educación tendría que ser una adecuada “teoría de la experiencia”,
gestada en el espíritu de lo que él ensayó en su “escuela-laboratorio” y basada
en una “teoría pragmática de la inteligencia”, orientada a “liberar la
experiencia de la rutina”, al tiempo que a “liberalizar la acción” y a orientarla
de manera activa, autorregulada y creativa. [35] “En el comienzo fue la
acción” y la escuela había de propiciar activamente la construcción de una
verdadera “ciencia para la vida”, [36] extraída de las experiencias
significativas aprendidas por los sujetos en la permanente interacción de estos
con el medio en el que se desenvuelven.
Se sabe que John Dewey abandonó su inicial filiación hegeliana, de corte
neoidealista, tras la lectura de los escritos de Charles Sandor Peirce y de
Williams James. En esta época tomó contacto asimismo con la fenomenología,
lo que le condujo a definir a su manera el campo del Lebenswelt. Todo ello le
permitió en definitiva construir una concepción “densa” y “compleja” de la
experiencia que desembocaría en su propia “teoría de las situaciones
experienciales”. [37] El pragmatismo para él, como lo fue para William
James, era en definitiva una “teoría de la realidad” o, más aún, una “teoría de
la verdad”, es decir, de la correspondencia entre las ideas y los hechos. [38]
Su importante ensayo intitulado “El carácter práctico de la realidad”,
publicado en 1908, venía a postular justamente este mismo aserto. En él,
Dewey sostenía criterios epistémicos innovadores para la época, como los
basados en el “buen juicio”, el “buen sentido” y la “sabiduría común”,
constructos que luego ha desarrollado la hermenéutica al poner énfasis en el
valor del “tacto” y de la phrónesis aristotélica como referentes no sólo
pragmáticos sino también discursivos. En estos principios se fundaba
justamente la experiencia de aprender del trato directo con las cosas de
nuestro entorno fenomenológico, de solucionar con prudencia los problemas
que la experiencia vivida suscitaba, de ser racional en la elección de los
recursos y el método a aplicar a cada situación y de otras dimensiones que
pudieran orientar reflexivamente la acción, todas ellas centradas en una praxis
táctica e inteligente. [39] Constructivismo y hermenéutica son aquí
convergentes.
Resumiendo todo este excurso genealógico acerca de los planteamientos
teóricos y prácticos de la Escuela Nueva, centrado en la búsqueda de la
valoración que esta corriente de novatores hizo de la experiencia como fuente
de la cultura de la escuela, es razonable sospechar y plantear que en la
empeiría con que los enseñantes han desempeñado y ejercen su oficio, y en los
saberes prácticos que conforman la memoria y el patrimonio histórico-
educativo disponible, están implícitas muchas de las claves que explican los
códigos que regulan no sólo la tradición sino el manejo de toda la realidad.
Tal legado podría ser examinado como el registro observable de la cultura
empírica construida en la escuela por los sujetos que han operado en ella, o si
se quiere, como la encarnación o representación de los valores y discursos
que han codificado la gramática de la vida cotidiana en las instituciones de
formación.
Centros de Interés y Concentraciones

Dos ejemplos textuales de los años veinte del siglo pasado basados en
modelos de pedagogía empírica inspirados en las propuestas de Ovide
Decroly: los centros de interés y las concentraciones. Los dos conciben
la experiencia como práctica que emerge en los contextos en los que se
generan los “intereses”.
Ambos textos, que son fuentes históricas que hoy pueden examinarse
para analizar las acciones que propugnaron los nuevos métodos,
traducen y adaptan a los contextos escolares los supuestos de algunos
de los modelos educativos innovadores de la época: intuicionismo,
motivación, globalización, acción, interacción con el medio.
Cultura efectual e historia

Aplicar la reflexividad en torno a estos hechos, que son constitutivamente


históricos, y contribuir a la puesta en valor de la cultura experiencial de la
escuela y de los modos de hacer que pertenecen al patrimonio profesional de
los docentes es algo que compete a los historiadores de la educación. Esta
tarea es la que permitirá entender e interpretar los modelos y métodos de la
cultura escolar efectual, esto es, de la cultura que se ha concretado en la
realidad misma, que no se corresponde necesariamente con la que se hubiera
deseado o postulado. Además, este giro cultural del análisis histórico hará
posible reconstruir genéticamente la tradición pedagógica disponible que
sobrevive en las prácticas observables hoy en el mundo institucional, así como
comprender otras variables explicativas de cómo la escuela ha generado
internamente sus propias respuestas para afrontar con tacto y buen sentido los
problemas que le suscitó la experiencia y el trabajo de los alumnos y los
docentes en las aulas.
No ha habido desde entonces, que nosotros recordemos, un movimiento de
renovación educativa de la amplitud y alcance que tuvo la Escuela Nueva
durante todo el ciclo intersecular de los siglos XIX y XX. El impulso que el
escolanovismo logró en aquellas décadas doradas de la renovación
pedagógica, con su mística social y su ethos, renació en parte en los años que
siguieron a la Segunda Guerra Mundial e incluso en los últimos años. Ahora
bien, estos revivals han sido más bien ecos de una música ya conocida, útiles
para implementar parcialmente las reformas que los Estados impulsaban en
orden a democratizar y modernizar la educación popular de masas, o
funcionales para estimular determinados cambios, como los que promovieron
las personas y los colectivos asociados a la llamada pedagogía crítica y
emancipadora.
En cualquier caso, hay que subrayar que todas estas innovaciones
contemporáneas enfatizaron también la práctica, respaldada en ocasiones por
un sustrato teórico, como en el caso de las experiencias de Alexander S. Neill
en la escuela de Summerhill, o en las acciones promovidas por el grupo de la
pedagogía institucional francesa de Lobrot, Oury, Lapassade y otros
representantes de la educación antiautoritaria y contracultural. En otras
experiencias interactuaron la acción, la teoría generada en torno a ella y la
lucha por la emancipación de las clases populares, como ocurrió en los casos
de Celestin Freinet (educación popular activa), Paulo Freire (educación
liberadora) y Lorenzo Milani (escuela de Barbiana). Algunas experiencias,
como las de Neill y Freinet, son anteriores, pero continuaron desarrollándose
como movimientos de renovación pedagógica a lo largo de la segunda mitad
del siglo XX en diversos contextos del mundo.
En lo que afecta a nuestro planteamiento, interesa destacar que estas
corrientes del último medio siglo se sustentan, al igual que las anteriores, en el
primado de la práctica, fuente a la vez de modernas conceptualizaciones y de
efectos liberadores sobre los individuos y la sociedad. Conviene igualmente
destacar que todas estas innovaciones tuvieron sus señas propias de identidad
y que cada una de ellas se ha desenvuelto en un entorno específico, aunque
algunas hayan podido ejercer importantes y extensas influencias en los
movimientos de renovación educativa que han inspirado muchas de las buenas
prácticas, a lo largo de las últimas décadas.
Retomemos pues el hilo inicial de este punto. En los últimos años, la
historiografía ha llamado reiteradamente la atención acerca de la necesidad de
desvelar los códigos, a menudo invisibles, que subyacen en la cultura empírica
de la escuela, esto es, en la intrahistoria de los establecimientos de formación,
en las que a diario se ponen en acción las prácticas, todas ellas discursivas,
que han regulado, a modo de pautas de gobernanza, el funcionamiento del
microcosmos de las instituciones. Unos, hace ya dos décadas, llamaron a estas
claves implícitas en la praxis educativa “gramática de la escolarización”
(Tyack-Cuban); [40] otros han hablado, con una metáfora un tanto críptica, de
la “caja negra” en la que se cobija y oculta la cultura escolar (Depaepe-
Simon); [41] los hay que en la reivindicación del campo de la experiencia han
querido ver un intento de aplicar una cierta “endoscopia” a la fenomenología
de la escuela (Cuesta); [42] y algunos, sin más, han propuesto denominar a
este conjunto de reglas de gobernabilidad pedagógica que regulan la práctica
institucional “cultura escolar”. [43]
En cualquier caso, en todas estas llamadas de atención, está presente
aquella invitación que Harold Silver hizo, hace ya varias décadas, para tratar
de desmutizar los “silencios” de la historia de la educación, [44] cuyos
contenidos y significados importaban a una disciplina que empezaba a acusar
el cansancio de sus abusos retóricos y del excesivo peso de las ideologías,
tanto de las de cuño neoidealista -muy influyentes en Europa y América- como
de las que se autodenominaron emancipadoras -también presentes en estos
mismos medios-. Este giro de la historiografía de la educación se orientaba,
bajo el nuevo leitmotiv de bucear en el pasado de las escuelas con realismo
antropológico y metodología etnohistórica, hacia un intento de promover,
desde la arqueología de las formas y materialidades de enseñanza, una
interpretación si se quiere más laica de la historia, sin tutelas de ningún género
de clericalismo o idealismo intelectual de escuela, y con las miras puestas en
la comprensión objetiva del pasado de la educación y en la reconstrucción de
la pragmática real de la escuela.
Materialidades con Semántica

Cuatro ejemplos de fuentes materiales con semántica. En estas fuentes,


que podrían ser completadas con otras, como las que se refieren a los
trabajos de los alumnos, las materialidades de la institución, los
narratorios escolares escritos u orales y las iconografías de la vida
escolar, residen los “silencios” que la historia de la educación
tradicional ha olvidado y que hoy son reivindicados por la etnohistoria
como objetos, iconos y textos con memoria.
Esfera armilar, objeto en el que se representan no sólo los
conocimientos geográficos de la época, sino ciertos símbolos de la
armonía del universo y hasta determinadas concepciones mitológicas.
Manual escolar, enciclopedia del currículo editado (recuerda el árbol de
las ciencias).
Imagen de la cubierta de un libro con semántica de género (Guatemala,
2002).
Novela pedagógica de una maestra que relata una historia de vida.
Pues bien, a esta cultura efectual o empírica, que no es la de los discursos
teóricos de los académicos ni la de las normas administrativas de los políticos
-aunque con ellas obviamente se comunique e interaccione-, es a la que
justamente nos referimos aquí. Si acertáramos a encontrarla, o a plantearla al
menos como estrategia de investigación, ella podría ayudarnos a mostrar en
qué ha consistido y consiste el arte de la enseñanza y la aventura del aprender,
cómo se han practicado estas conductas y cuáles son sus reglas, esto es, las
claves artesanas de las que habló con cierta nostalgia el historiador Antonio
Santoni, [45] o las del sentido práctico que analizó desde la lógica de la
experiencia el sociólogo Pierre Bourdieu. [46] Después de todo, el arte de la
enseñanza y el oficio docente siempre han tenido una dimensión técnica, moral
y estética, es decir, pragmática. Y los modos de aprendizaje de quienes se
socializaron como alumnos bajo esta cultura han estado igualmente
determinados por los condicionamientos de la experiencia.
Esta cultura de la praxis puede aspirar a contribuir a la elucidación de las
invariantes que definen y perfilan el oficio de la enseñanza, las metamorfosis
que sufre el arte docente en función de los tiempos y las diversidades e
identidades culturales, que imponen estilos específicos, así como las
apropiaciones y adaptaciones a que se someten estas reglas en espacios
diferentes y con actores distintos. El saber experiencial o efectual podría
explicar asimismo cómo se ha ido conformando históricamente el habitus del
viejo oficio de profesor, maestro o enseñante, constituido por un conjunto de
dispositivos prácticos y morales, con su tékhne y su ethos, al igual que los que
se perciben en la figura del artesano, de cualquier artesano, tal como sugieren
los análisis y las recientes propuestas interpretativas del sociólogo Richard
Sennett para quien la técnica -desde la más corporal a la más abstracta-, que
es la que informa siempre el sentido y carácter de los llamados oficios, no es
un mero instrumento procedimental, material o metodológico sino un hecho
decididamente social y cultural que se configura en su misma práctica como
experiencia significativa. [47]

Viaje a la memoria y a la ficción

El oficio de enseñante y el arte de enseñar son en gran medida una


amalgama de las pautas empíricas de la profesión, de los secretos o pericias
de sus miembros, de las convenciones corporativas acerca de los modos de
educación vigentes en una época determinada y de los rituales de sociabilidad
compartidos por quienes han representado y ejercen la actividad docente. Pero
sólo hace apenas unos años que a la historia académica e intelectual de la
educación ha empezado a interesar esta pragmática profesional como objeto
de estudio o como perspectiva de análisis del pasado escolar. Para girar hacia
esta orientación, la historia de las instituciones educativas ha tenido que
contagiarse de las líneas abiertas por otras historiografías que venían
practicando desde hace algún tiempo trabajos etnográficos con fuentes del
pasado. El giro afectó no sólo a la historia de las culturas y a la antropología
sino a buena parte de las ciencias sociales. Bajo el influjo de tales corrientes,
la historia educativa comenzó a valorar el papel de los análisis empíricos,
considerados en otro tiempo externos y poco relevantes en orden a las
explicaciones acerca del pasado pedagógico.
Más allá de los debates epistemológicos, que pueden cuestionar si los
estudios sociales de este tipo tergiversan las ideas de tiempo, de cambio y de
proceso inherentes al discurso histórico, es una convención asumida ya que la
reconstrucción del pasado se ha potenciado con la aplicación de estos potentes
visores etnológicos que iluminan el examen de las prácticas en que se
manifiestan las culturas. También se ha enriquecido esta historiografía, en los
planos genético y evolutivo, toda vez que las fuentes y los modos de practicar
la etnohistoria no sólo abordan los planos sincrónicos de los hechos culturales
que examinan, sino los mismos procesos genealógicos que estudian el origen y
desarrollo de las continuidades y los cambios que se operan en los fenómenos
dotados de historicidad, como lo son los que afectan al mundo de la educación
escolar.
Por otro lado, a los historiadores actuales -como ha señalado Roger
Chartier [48]- le han salido últimamente dos competidores en los modos de
relatar el pasado, que hacen más visible y atractiva la imagen y la
interpretación de la realidad, sin que sean necesariamente más artificiosos
estos modelos de representación historiográfica que los aparentes juegos de
verdad de las historias que se atribuyen a sí mismas como criterios rigurosos y
científicos. Son estas alternativas: la ficción y la memoria.
Con frecuencia, las memorias y los narratorios ofrecen imágenes que
representan mejor la realidad que los análisis académicos -o al menos la
hacen más verosímil a los diversos públicos que se interesan por ella-.
Veamos dos testimonios, al efecto de lo que aquí nos interesa: uno tomado de
un relato autobiográfico, de corte memorialista, y otro de una novela popular,
en la línea de la ficción. Ambos, al igual que la referencia al texto de Frank
McCourt antes anotada, aluden a escuelas de otros tiempos y culturas, lo que
invita además a considerar la relativa universalidad de los análisis que aquí se
quieren proponer. De nuestra época se podrían ofrecer igualmente múltiples
retratos, algunos ya bien conocidos, en parte afines a los anteriores y en parte
también diferentes.
El primero de los testimonios históricos se refiere a la escuela austriaca
de fines del siglo XIX, tal como la describe el escritor Stefan Zweig en el
narratorio El mundo de ayer. Memorias de un europeo. [49] Cinco años de
escuela primaria y ocho de Gymnasium -el tracto correspondiente a la
educación primaria y la secundaria- no variaron esencialmente las prácticas
de sociabilidad vividas en las instituciones educativas a las que, como
recuerda, asistió el escritor en su infancia y adolescencia.

“Si he de ser sincero -escribe Stefan Zweig-, toda mi época escolar no fue sino un
aburrimiento constante y agotador que aumentaba de año en año debido a mi impaciencia
por librarme de aquel fastidio rutinario. No recuerdo haberme sentido alegre y feliz en
ningún momento de mis años escolares -monótonos, despiadados e insípidos- que nos
amargaron a conciencia la época más libre y hermosa de la vida (…).

Sentado en un banco de madera y a razón de cinco a seis horas diarias, y durante el


tiempo libre, me dediqué a hacer los deberes (…). Recuerdo vagamente que a los siete años
nos obligaban a aprender de memoria y a cantar a coro una canción que hablaba de la
‘alegre y feliz infancia’.

Para nosotros, la escuela era una obligación, una monotonía tediosa, un lugar donde se
tenía que asimilar, en dosis exactamente medidas, la ‘ciencia de cuanto no vale la pena
saber’, unas materias escolásticas o escolastizadas que para nosotros no tenían relación
alguna con el mundo real ni con nuestros intereses personales (…) Cosas que imponía la
vieja pedagogía”. [50]

Esta era la versión de la aborrecida escuela austriaca del XIX: la de la


“monotonía tediosa” y el “aprendizaje apático”, de la convivencia en el
“cuartel escolar” frío y sin ornato, de la escuela galeote de duros bancos,
ventanas cerradas y pasillos estrechos. Tal era el albergue sin ergonomía ni
higiene de la “vieja pedagogía” en el que ejercían su oficio docente maestros
esclavizados por el sistema, “pobres diablos” que sólo se liberaban de su
obligación laboral cuando sonaba la campana, cuyo método pedagógico al uso
no era otro que el que permitía mantener firmemente la autoridad, ordenar
ejercicios y corregirlos marcando los errores cometidos (siempre en tinta
roja). Este método “desalmado”, celosamente guardado por los profesionales
como un “secreto” fundamental, tal vez la clave de su viejo oficio, era en
realidad, para quienes se servían de él, una especie de “fetiche de la
seguridad”, el asidero al que acogerse para sobrevivir, un garante de la
tradición secular que guardaba las mejores esencias del trabajo del enseñante.
El segundo testimonio que queremos glosar corresponde a la escuela de
un siglo después, o sea, a nuestra escuela actual. Es el que se expone en el
narratorio que relata Daniel Pennac, [51] quien en su conocida y difundida
novela Mal de escuela ofrece imágenes sugestivas, casi hiperrealistas, de lo
que sucede a los actores que cohabitan -los enseñantes y los alumnos- en la
vida de las aulas de la escuela francesa de estas últimas décadas. Un retrato
que podría sin duda ser extrapolado a numerosas escuelas primarias y
secundarias de otros países.

“Nunca seré profe (…) ¡Nunca! -exclama uno de los personajes del relato- ¡Nosotros los
alumnos pasamos; vosotros os quedáis! Somos libres y a vosotros os han condenado a
cadena perpetua. Nosotros (…) puede que no lleguemos a ninguna parte, pero nos
movemos. La tarima no será el lamentable reducto de nuestra vida (…) A veces, también
los profesores experimentan esa sensación de perpetuidad: repetir indefinidamente las
mismas clases ante aulas intercambiables (…) Enseñar es eso: volver a empezar hasta
nuestra necesaria desaparición como profesor”. [52]

“No pierda la cabeza -se le advierte al profesor que parece estar muy seguro en sus
convicciones-, nada ocurre como está previsto: es lo único que nos enseña el futuro al
convertirse en pasado”. [53]

Podemos entonces -para no alienarnos en los discursos intelectualistas o


en las mitologías liberadoras de que se han servido a menudo las culturas
académica y política denominadas críticas- bucear en el territorio de la
ficción para tratar de encontrar narratorios que iluminen nuestra interpretación
realista acerca del mundo de la educación escolar. Daniel Pennac sugiere
incluso, recurriendo a los relatos cinematográficos, llevar a cabo un “estudio
comparado de todas las películas referentes a la escuela”. Ello sería un
ejercicio “muy elocuente con respecto a las sociedades que las habían visto
nacer”: El club de los poetas muertos, Los chicos del coro, Harry Potter, La
pizarra, El primer maestro, Los 400 golpes… ¿Qué nos muestran estos
filmes? Internados arcaicos, edificios siniestros, atmósferas frías, rituales
disciplinarios rigurosamente obedecidos, castigos corporales severos,
profesores rígidos y autoritarios… Esta es otra vez la “aborrecida escuela”
que tan bien retrató el poeta español y universal Antonio Machado en una de
sus “soledades”, publicadas hace más de un siglo, en 1902. El “recuerdo
infantil” de este emblemático autor, repetidamente citado y declamado en los
entornos de habla española, dice lo que sigue.

Una tarde parda y fría de invierno.


Los colegiales estudian.
Monotonía de lluvia tras los cristales.

Es la clase.
En un cartel se representa a Caín fugitivo,
y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.

Con timbre sonoro y hueco,


truena el maestro,
un anciano mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.

Y todo un coro infantil


va cantando la lección:
mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón.

Una tarde parda y fría de invierno… [54]

La monotonía es el síndrome más común con el que se describe el


ambiente de la tediosa escuela, incluso cuando se trata de describir el aula
como un espacio en cuyo vivir cotidiano dominan las rutinas. Así tituló Philip
W. Jackson el primer capítulo de la obra ya citada: “La monotonía cotidiana”.
La clase aparece en esta obra como el escenario que mejor representa la
“monotonía”, el ámbito de lo trivial convertido en orden y silencio, sin lugar
para penas o alegrías, un espacio en el que suceden “episodios
insignificantes” que constituyen no obstante las tramas bien tejidas de la
“rutina cotidiana” que informa y gobierna la vida en las instituciones
destinadas a la educación formal. [55]
En busca de una “pedagogía de la felicidad”, el profesor Jaume Trilla
ensaya desde la crítica una catarsis de la educación tradicional en su sugerente
obra intitulada La aborrecida escuela. Repasando numerosos testimonios
literarios, el autor denuncia, desde la “cárcel de la infancia” que fue la escuela
arcaica, a los absurdos pedagógicos que desvelaron las tiras cómicas de
Mafalda y los insinceros dispositivos con que se instrumentó la cultura escolar
antigua: los interrogatorios pseudosocráticos, el recitado de las lecciones, las
clases magistrales, los cuadros de honor, los rituales de aula… La definición
de la escuela como “jaula” o “encierro” no sería una descripción metafórica
sino absolutamente realista. [56]
Todo se repite -volvemos a Daniel Pennac- bajo este clímax de tediosa
monotonía. El método en la escuela suele ser tautológico, redundante, con
respecto al contenido que transmite. “Los males de la gramática se curan con
la gramática, las faltas de ortografía con la práctica de la ortografía, el miedo
a leer con la lectura…” ¿No es esto lo que constatamos los historiadores
cuando aplicamos a los restos arqueológicos de la educación, en los diversos
estratos en que se depositaron, el zoom de etnógrafos y entramos en la caverna
de la escuela del pasado por la puerta que nos muestran los restos materiales,
los objetos, los textos, los documentos y las imágenes que han formado parte
de los recursos instrumentales de las instituciones, del utillaje ergológico de
los maestros y del imaginario del cotidiano vivir de los estudiantes?

“Hagamos gramática -continúa escribiendo Pennac-. Pues, por muy extraño que pueda
pareceros, oh alumnos nuestros, estáis amasados con las materias que os enseñamos. Sois
las propias materias de nuestras materias (…), hechos de palabras, tejidos con gramática
(…) Mi trabajo consiste en hacer que mis alumnos sientan que existen gramaticalmente
durante esos cincuenta y cinco minutos (lo que dura una lección)”. [57]

Controlar la entrada de los alumnos (de uno en uno), pasar lista cada
mañana (siguiendo la misma relación), saludar (con fórmulas establecidas por
la urbanidad académica), ordenar sentarse (con palabra y gesto reconocibles
por todos), guardar silencio (mientras se realizan ejercicios), dirigir la
actividad de todos (como una clase bien orquestada), cantar a coro (canciones,
preces, consignas o máximas ensayadas y memorizadas), cambiar de actividad
(a golpe de voz, silbato o campanilla)… Este es el clima y esta es la civilidad
que reina en la escuela recordada, el ritual del arte que el enseñante ordinario
debe garantizar oficiando la liturgia institucional con el ademán y la voz bien
firmes. Silabeo, lectura, copia, cálculo, dictado, ejercicios, memorizaciones,
recitados… Esta es la retahíla rigurosamente concatenada de acciones
cotidianas con que se pautan los tiempos y los ritmos escolares y se ordenan
los trabajos y los días de los maestros y los estudiantes. Este es en definitiva
el retrato que un etnógrafo puede componer con los restos que registra en el
cuaderno de campo que construye en el archivo. Y este repertorio de acciones,
junto a las materialidades en que se apoya, constituye en términos de historia y
antropología una cultura bien definida, por simplista y mecánico que nos
pueda parecer.
La Aborrecida Escuela

Grabado de una escuela alemana de fines del siglo XIX que podía
mostrar una imagen representativa de la escuela austriaca que describe
Stefan Zweig en sus memorias. Una atmósfera de rutina y tedio inunda
el clima dominante en la clase, mientras la maestra teje hilos y la
aburrida niña del pupitre teje en su mente musarañas para soñar con
otros mundos más estimulantes y lúdicos que los de esta aborrecida
escuela.
¿Alguien se atrevería a tratar de innovar rompiendo la ritualidad
establecida por la costumbre y el habitus de los maestros y profesores, sin
romper la gramática de la escuela? ¿Quién se puede arriesgar a salirse del
guión pautado por el sistema, sedimentado en tradiciones largamente
acreditadas en prácticas seculares, que la retórica escolar escenifica cada
mañana, cada día, cada semana, cada curso? ¿Cómo escapar al protocolo
programado del tiempo, a las prescripciones del espacio, al ordenamiento del
currículum, y también a las expectativas de la comunidad? ¿Cómo pues no
interpretar, en términos de antropología cultural -una disciplina que asiste en
estos análisis a la historia-, todo este repertorio de comportamientos
empíricos que constituyen el dispositivo escolar más comúnmente
reconocible, susceptibles todos ellos de ser reconstruidos objetivamente, al
entrar en contacto con las fuentes materiales, textuales e iconográficas, que dan
visibilidad y luz a las representaciones que se construyen acerca de las
escuelas del pasado?

La ritualización de la experiencia

La cultura de la escuela, bajo esta perspectiva de análisis basada en la


lógica de la práctica, es una cadena de rituales interactivos, inmersa a la vez
en el archipiélago de los ritos, en que se organiza como entorno el mundo de la
cotidianidad en que se inserta, su contexto. La vida en las llamadas
instituciones totales es, como muy bien estableció Erving Goffman,
dramaturgia, ecología y juego. [58] Ivan Illich entrevió incluso que las
escuelas, al igual que las iglesias, eran sistemas depositarios de los mitos de
la sociedad, que institucionalizaban o encubrían las contradicciones y luchas
entre la mitología y la realidad mediante rituales. [59] De este modo, los ritos
no sólo cumplirían un papel funcional en la vida de las escuelas, sino también
una finalidad antropológica y cultural.
La escuela como institución social alberga, entre sus muros, situaciones y
acciones de copresencia, que devienen en interacciones dinámicas, cuya
sostenibilidad y continuidad depende justamente de la presión, tácita o
explícita, que sobre los sujetos o actores que intervienen en la experiencia
compartida ejerce la fuerza cohesionadora y normalizadora del ritual,
firmemente establecido por los usos y las costumbres, que lo crearon y lo
mantienen en tiempos de media o larga duración.
Más allá de los entornos materiales, la cultura de la educación se ritualiza
en sus dimensiones corporativas. Así ocurre en los procesos de ingreso y
desarrollo profesional de los docentes en la arena institucional e incluso en la
definición de los territorios que acogen a las tribus académicas y que marcan
las reglas constitutivas de las disciplinas escolares. A los anteriores efectos,
hay que hacer notar que las carreras docentes que siguen los enseñantes, así
como los códigos curriculares y las jergas disciplinarias son un buen ejemplo
de cómo la cultura escolar ritualiza, para asegurar una determinada tradición
en que instalarse, los modos de estructuración y funcionamiento de las
comunidades científicas y educativas. [60] Las etnografías y prosopografías de
estas construcciones socioculturales constatan tradiciones, hábitos y prácticas,
que afectan al ethos de los actores, a las formas lingüísticas y simbólicas que
comparten en los actos comunicativos, y a las normas que regulan la existencia
misma de las corporaciones docentes y la vida de las comunidades que
sustentan las disciplinas que ofrecen a sus usuarios, para ser cursadas en los
establecimientos de enseñanza legítimamente reconocidos. [61]
Los espacios escolares serían, a los anteriores efectos, proscenios en los
que se representa el drama de la experiencia educativa -el cursus del
currículum- con sus correspondientes procesos de desarrollo y las acciones
que implementan la mise en scène de la vida institucional. En ellos se
enmarcan al mismo tiempo las relaciones de solidaridad intersubjetiva que se
dan entre los actores. Cuando el rito se rompe -algo que puede pasar si se
alteran las rutinas-, los actores acusan sentimientos de inseguridad y hasta
reciben sanciones mientras el ritual se repone, como vio con acierto Émile
Durkheim, esto es, mientras se restaura de nuevo el orden social que asegura
la convivencia ceremonializada. Así lo argumenta el conocido antropólogo
Randall Collins. [62]
Casi todos los ritos, como señaló Edmund Leach, se generan en las
encrucijadas que suponen un proceso de “paso” de una situación a otra: en
nuestro caso, por ejemplo, en los pasos de niño a alumno, de la familia a la
escuela, de un grado a otro… [63] Tales tránsitos implican “separaciones”
(desde los espacios o niveles de los que se procede) e “incorporaciones” (a
los nuevos ámbitos sociales o a las acreditaciones de los diplomas que
legalizan el cambio de grado o nivel). Como otros ritos, estos procesos se
acompañan de ciertos juegos simbólicos que, en el caso de la escolarización,
suelen consistir en la puesta en escena de situaciones sociales en las que se
presentan himnos, banderas, saludos, juramentos de adhesión, oraciones,
exámenes y otras mediaciones de carácter simbólico y formal, que introducen
cierta marca o señal de sacralidad en la liturgia institucional establecida, si
bien tal carácter de transición seria puede adoptar a menudo modos próximos
a las conductas lúdicas dramatizadas.
Pierre Bourdieu ha subrayado la fuerza reproductora de estas prácticas
rituales conforme a las reglas aprobadas o asumidas, explícita o
implícitamente, por el grupo. Comprender una práctica ritual es en buena
medida “reconstruir su lógica interna” y reconocer las claves de su “necesidad
práctica”. [64] Acceder al conocimiento de su genealogía, de su procesualidad
en secuencias temporales irreversibles, así como de los juegos miméticos, que
regulan el aprendizaje de las reglas que informan las prácticas conformadas
como ritos, es acercarse a la construcción de una “teoría de la práctica”, en la
que subyace el discurso de la experiencia y la lógica de la eficacia social de
este tipo de racionalidad empírica y pragmática que nosotros tratamos de
examinar en este ensayo.
El disco duro de la denominada “gramática de la escuela”, protegido por
los códigos del ritual, mantiene estable el sistema y ofrece resistencia a los
cambios que se suscitan como presión desde el exterior. Innovar la escuela
exige casi siempre romper con las claves de la ritualidad establecida, lo que
no es fácil, toda vez que la intervención externa puede ser percibida como una
amenaza para el orden vigente. La ruptura de la gramática genera inseguridad y
esto no es fácilmente asumido ni por el grupo ni por los individuos que se han
socializado en las reglas aprendidas que conforman su habitus. Es por esto
justamente por lo que resulta tan complejo tratar de romper los lazos sociales
que vinculan a los actores que intervienen en la representación del drama
escolar durante los procesos de reforma educativa. Cambiar la escuela
implica siempre cambiar sus ritos establecidos, y este tipo de cambios que
afecta a dispositivos tan estructurados requiere generalmente un nuevo
consenso entre los sujetos o actores que participan en las prácticas que se
desempeñan en el vivir cotidiano de las instituciones de formación. Toda
innovación demanda además nuevos tiempos, de una cierta duración, a fin de
poder asimilar el sentido sociocultural de los cambios propuestos y sus
consecuencias en lo que afecta a las reglas y condiciones de convivencia
asumidas por la mayoría hasta entonces.
Algunos críticos de la nueva historiografía han advertido el posible riesgo
de conservadurismo, que subyace con la insistencia que se hace en la memoria
y la tradición, como elementos estructurantes de los códigos de la gramática
de la escuela, vistos desde una perspectiva histórica antropologizada.
Igualmente se ha querido hacer notar el peligro de considerar los rituales
escolares como mecanismos invariantes. Conviene sin embargo subrayar que
los protocolos de los ritos sí pueden someterse a cambios, aunque esto sólo se
logrará hacer con efectividad mediante amplios consensos, que han de
operarse en el clima democrático de las instituciones donde realmente se
quieren implantar las mudanzas, no en las oficinas de las burocracias del
sistema, ni tampoco en los departamentos académicos en los que se diseñan
las innovaciones. Entre las estrategias de inducción de un cambio pueden
incluso ponerse en marcha lo que algunos han definido como coaliciones de
discursos y de prácticas, es decir, como concertaciones que permitan pactar
entre los actores intervinientes nuevas reglas para ensayar modos y procesos
para innovar y para romper con ciertas estructuras que residen en los anclajes
de la cultura empírica vigente en las escuelas.
En todo caso, es importante comprender e interpretar la cultura de la
escuela desde los ejes esenciales de la teoría y la práctica del ritual social,
que Erving Goffman resumió en los cinco puntos que resumimos:
1. Todo ritual posee mecanismos de vigilancia tácita que operan como
dispositivos de resistencia ante cualquier amenaza de cambio o
transgresión, que atente al funcionamiento de los sistemas regulados
como espacios públicos. La escuela es uno de estos escenarios
dotados de mecanismos de autocontrol, y los profesores también se
autorregulan mediante sus reglas propias de cohesión corporativa, que
tienen que ver con la gramática establecida y con su habitus
profesional.
2. El modelo dramatúrgico, del que nos estamos sirviendo aquí, no es
sólo una metáfora retórica que sobrevuela el análisis representacional
de la vida escolar, sino una realidad que comparte este modo de
representación. En el proscenio se ejecuta el ritual (mise en scène),
pero las claves de lectura siempre están en el trascenio. Esto mismo
ocurre en la interacción escolar, en la que tras las bambalinas del
teatro visible de la clase se ocultan los dramas subjetivos que viven
los actores, que no obstante pueden ser traídos de nuevo a escena para
su abordaje lúdico-representativo. Las coaliciones de discurso antes
aludidas podrán ser abordadas a través de estos juegos interactivos de
actores que representan intereses contrapuestos, aunque también
negociables.
3. Los rituales presionan para mantener la solidaridad orgánica o formal
entre los sujetos que comparten sus vidas e intereses en las
instituciones en las que conviven o interactúan. La aquiescencia a este
ordenamiento es en realidad una prueba de la cohesión social. En
nuestro campo de análisis, los protocolos ritualizados de la praxis
escolar funcionan bajo estas expectativas prefijadas que aseguran una
cierta solidaridad mecánica entre todos los miembros de una
comunidad, según reglas que ya aplicó hace tiempo a otros contextos
Émile Durkheim.
4. Los ritos sacralizan los valores socialmente asumidos. Incumplirlos es
romper con elementos que forman parte de una cierta mitología que
legitima las instituciones. La escuela es una institución social que se
sustenta en mitologías como las del progreso, la cultura y la
democracia. Atentar contra los rituales que refuerzan estos
mitologemas puede abocar a cuestionar y a poner en riesgo los
discursos de quienes sostienen las instituciones como dispositivos
orientados a apoyar la evolución de las sociedades hacia mundos
mejores y más coherentes.
5. El ritual sustenta y refuerza la sensación de orden, y su restauración,
cuando se ha roto o puesto en peligro, apoya ese sentimiento de
racionalidad que armoniza la vida en convivencia. La escuela es una
organización sistémica sujeta a normas que ordenan el comportamiento
de sus agentes y las interacciones con el contexto. Nadie imagina la
institución educativa sin esta moral de orden y disciplina, que es la
clave de su funcionamiento y de su progreso. [65] Los ensayos de
escuelas anómicas, sin rituales reglados, han evolucionado siempre o
hacia su disolución o hacia la búsqueda de algún otro tipo de orden.
Rituales Escolares de Ingreso y Examen

Dos escenas representativas del ritualismo que rige la vida escolar.

La imagen muestra el ingreso de un niño en una escuela romana del


siglo XIX. La madre presenta el nuevo alumno al maestro, quien le acoge
con paternal actitud bajo la presencia de quienes serán sus pares o
compañeros. En el muro aparece el Reglamento del centro, a cuyas
normas -también rituales- habrá de sujetarse el alumno.
La imagen presenta una escena escolar en un día de exámenes, con una
coreografía de tipo teatral, en la que el alumno comparece ante el
tribunal que le va a juzgar, del que forman parte, además del maestro,
los representantes de la autoridad local y eclesiástica. Los demás
elementos están dispuestos como en un proscenio para contextualizar el
ritual a que se asiste.
Además de todo lo anterior, la cultura de la escuela se desenvuelve en el
mundo de la vida y en los contextos que lo integran, un ámbito que está
constituido a la vez por un complejo “archipiélago de rituales”. [66] Son
numerosas las relaciones sociales, que tienen que ver de una u otra forma con
la educación, que están ritualizadas. No sólo se constatan estos hechos en los
conocidos ritos de paso que acompañan a los procesos de edad y de identidad
de los sujetos y grupos humanos, que están sometidos a tránsitos y lenguajes
muy ceremonializados. Otros muchos aspectos de la vida social, no tan
estructurados, se encuentran igualmente marcados por comportamientos
rituales. Los tiempos y los procesos comunitarios que afectan al ordenamiento
de lo escolar, la circulación por los espacios de la casa o de la escuela, la
entrada en el trabajo, los juegos que llenan los ocios de los niños y mayores,
las relaciones interclasistas y de género… Todas las acciones que tienen que
ver con lo anterior se llevan a cabo según formalidades y protocolos
explícitos o supuestamente asumidos por los sujetos que comparten
experiencias.
De esta suerte, el mundo de la vida es un archipiélago de ritos, entre
cuyos islotes y mares circulan los individuos que se educan al tiempo que se
socializan, en cuyo complejo magma se inscribe la escuela, que a la vez se
regula, según hemos mostrado, conforme a específicas ritualidades. Esta
organización de las sociedades, tradicionales o modernas, tiene una importante
función de equilibrio y de conservación o estabilidad de los colectivos y de
los individuos, como destacó el etnólogo Max Gluckman, en la medida en que
tratan de evitar las disrupciones y conflictos que pondrían seriamente en
peligro la misma existencia de los grupos humanos constituidos y
estructurados. [67]
Desde los anteriores análisis, hasta las rutinas más elementales que
conserva la organización escolar son piezas esenciales para el mantenimiento
de la gramática de las instituciones. Los dispositivos tediosos de la aborrecida
escuela que denunciaron Machado, Zweig y Pennac, en sus narratorios
literarios, se adscriben -nos gusten o no- al núcleo duro que anuda y fija las
llaves de la misma existencia de la escuela, amenazadas cuando desde el
exterior se provocan cambios radicales que pueden afectar a la existencia
misma de tan vetusto ordenamiento sociocultural y pedagógico. En tales
situaciones, la institución, por instinto de supervivencia, lucha por mantener su
identidad, mediante la defensa a ultranza de sus ritualidades básicas, las que
poseen un alto poder orgánico, que sólo podrán ser cambiadas si se negocian
nuevos códigos de sociabilidad con los que poder seguir conviviendo.
Es esta a la vez una estrategia que viene acreditada por la misma
experiencia histórica de constitución y pervivencia de las comunidades
artesanas. La cultura práctica de la escuela se transmite y circula entre los
docentes a través de diversos cauces de sociabilidad profesional, y también
cultural. Richard Sennett ha insistido en la asociación que se da siempre entre
un oficio, los modos de comunicación del mismo y su forma de inserción en la
comunidad. Las reglas y habilidades que definen la cultura de un arte u oficio
se trasmiten de generación en generación, y no siempre -o no solamente- por
vía académica. La sociedad y sus microestructuras familiares o contextuales
han transmitido a la escuela, desde sus ámbitos específicos, prácticas
empíricas de cultura, muchas de las cuales han pasado a formar parte del
repertorio de acciones que constituyen las tramas operativas de la enseñanza y
los modos de aprendizaje.
Sennett ha intitulado precisamente el segundo volumen de la triología que
anunció en El artesano con el término Juntos y con el subtítulo Rituales,
placeres y política de cooperación. [68] La cooperación, según él, es un valor
universal que se plasma en los ritos, ya sean estos sagrados o seculares. Los
rituales de civismo ponen en práctica el mutualismo, que anida en los genes de
todos los animales sociales, según han analizado los etólogos. Adquirir estas
que hoy llamaríamos “habilidades sociales” es, como en su tiempo habría
dicho Aristóteles, incorporar una tékhne que se aprende a nuestras conductas,
necesaria e imprescindible para poder convivir juntos. Estos hábitos se
adquieren en las primeras adaptaciones al contexto concreto en que se habita;
más tarde, con la evolución en marcha, los dispositivos se pueden negociar, si
bien también debería hacerse notar que aprendemos antes a “estar juntos” que
a separarnos. [69]
Los rituales se ejecutan mediante ceremonias que vienen dictadas por la
tradición y que han de ser cumplimentadas correctamente. Puede incluso que
tales comportamientos se ejecuten con placer: los niños gustan de los saludos,
exageran a veces las reverencias, acatan con entusiasmo determinadas
conductas rituales… El rito limita la agresividad y ofrece un marco de
interacciones seguras. Viene determinado por la costumbre o la autoridad y es
asimilado a través del entrenamiento social o del juego. Ahora bien, el ritual
no es un comportamiento fijado de una vez para siempre. Está abierto a la
evolución, aunque el cambio sea siempre lento y a menudo requiera relevos
generacionales, como muy bien vio Clifford Geertz. [70] Así sucede también
en la convivencia en la escuela. Alumnos y maestros se acomodan, para poder
vivir “juntos”, a las reglas establecidas por la tradición o las costumbres, que
se internalizan en cuanto los actores se incorporan a la comunidad educativa.
Estos gustan asimismo de los rituales que repiten, a modo de protocolo bien
pautado, ejecutado de forma lúdica, pero con el debido rigorismo. Incluso
cuando los critican o los valoran con ironía, la disciplina o el humor facilitan
siempre la asunción general de los obligados ceremoniales, que requieren la
cooperación entre los menores y los adultos, así como entre pares
generacionales.
Pues bien, la cultura empírica de la escuela está en gran medida formada
por una cadena de rituales internos de interacción y condicionada al tiempo
por las ritualidades del mundo de la vida que operan contextualmente,
influyendo sobre las instituciones de formación. Este sistema de ritos posee
además un alto poder organizador y en su operatividad juega a veces como un
dispositivo de resistencia a la innovación, de tal suerte que los cambios que
afectan al núcleo fuerte del sistema de vida escolar han de buscar estrategias
para poder convenir, con la oportuna inteligencia social, las nuevas propuestas
con los patrones culturales que determinan la tradición y las prácticas
dominantes.
La persistencia de las pautas rituales tiene que ver con la larga y media
duración de determinadas prácticas de la cultura educativa, algunas de ellas
anteriores incluso a la creación, a mediados del siglo XIX, de las escuelas
normales, instituciones que quisieron imponer un nuevo modelo uniforme de
organización pedagógica a todos los establecimientos de formación de
profesores. Como advirtió Narciso de Gabriel, para el caso de España, antes
de que las escuelas quisieran normativizar los dispositivos de la vida escolar,
existía una pedagogía popular que, en parte al menos, sobrevivió largo tiempo
en las prácticas cotidianas de las instituciones educativas, más allá de las
estrategias de ordenación que propició el estatismo liberal del siglo XIX. [71]
De Gabriel ha destacado que no son sólo los enseñantes, los pedagogos o los
políticos quienes construyen normas para regular la enseñanza; también la
comunidad y las familias propusieron pautas y métodos que se transmitieron en
los colectivos de sociabilidad no formal y en la misma escuela. Esta cultura
formativa, de origen popular, una especie de folcpedagogía, se materializó en
acciones que se socializaron a través de la comunicación ritualizada de la
tradición y que no se extinguieron bajo la presión externa de la cultura oficial
o académica dominantes. [72] Comprender cómo la escuela acogió estas
pautas civilizatorias es asumir de nuevo el importante papel que los rituales de
la educación y las costumbres asociadas a estos han tenido en la construcción
histórica de la cultura escolar.
En el marco del universo interno de la escuela, la transmisión de las artes
empíricas y del ethos que su práctica comporta se lleva a cabo mediante
procesos sociohistóricos, que tienen que ver con el carácter ceremonialista de
toda la educación institucional. Hace unos años, un interesante trabajo de
nuestras colegas de la Universidad de Oviedo, Aída Terrón y Violeta Álvarez,
expuso, en clave antropológico-cultural, una nueva perspectiva para analizar
la cultura de la escuela que reforzaría lo comentado hasta aquí. Las autoras de
este estudio sugieren que tanto los elementos extrasomáticos de esta cultura
(concretados en el utillaje material en que se objetivan) como los
intersomáticos (reflejados en las relaciones intersubjetivas de los cuerpos)
conforman patrones de comportamiento institucional. Tales componentes
poseen un importante poder modelador y recursivo y no son sólo variables de
una pragmática meramente instrumental, toda vez que tanto el ajuar ergológico
usado por los maestros como los dispositivos ceremoniales de que se sirve la
vida escolar configuran, en términos antropológicos y sociohistóricos, una
cultura con peculiares señas de identidad. [73] Historia material e historia
social de la educación encuentran en este planteamiento un campo bien
definido de convergencia.
La cultura empírica de la escuela, según hemos reiterado, tiene un fuerte
carácter ritual. Se representa en acciones sostenidas para asegurar el orden y
la gobernanza de los centros con que gestionan los profesores la vida en las
aulas, según reglas que se mantienen a lo largo de diversas generaciones, y
que se aplican en la mayor parte de los establecimientos. La ceremonia es una
especie de categoría ecológica, de la misma naturaleza que el rito, que se
propaga por los mecanismos habituales de transmisión de la tradición
(imitación o reproducción). Por su determinación cultural, más allá de lo
propiamente etológico, las ceremonias escolares implican no sólo las rutinas
que ya señalamos sino también mitologías, y por consiguiente una cierta
sacralización de los lenguajes que regulan los conflictos que subyacen en toda
comunicación humana. [74] Conviene recordar que la cooperación de que
habla Richard Sennett no sólo se resuelve en consensos, sino que también se
adscribe al encauzamiento de los conflictos. Las ceremonias -según destacó el
conocido antropólogo Jack Goody- no son sólo una forma del ludus, sino un
patrón que modela todas las relaciones humanas en situaciones de trabajo.
[75] Asociadas con la mímesis, las formas rituales teatralizan en cierto modo
el drama de la convivencia, es decir, parodian de alguna manera la tragedia.
En la escuela, algunos ritos regulan, con la liturgia asumible por el colectivo,
el conflicto de la necesaria y obligada convivencia entre los mayores y los
menores, así como de la competitividad entre los pares de edad, dos procesos
de socialización que son esenciales en todas las comunidades.
Gran parte de las conductas que alumnos y profesores ponen en práctica
en las escuelas son conductas que están sujetas a este ceremonialismo que
caracteriza a todo el régimen de la institución. Secuencias en cadena,
programadas una tras otra, constituyen una especie de protocolo prefijado de
la organización de la vida escolar que, con escasas variantes, se repite de
escuela en escuela y de generación en generación, en contextos sociales
variados y en ciclos durables. Los docentes serían, a estos efectos, oficiantes
(sacerdotes laicos) de estas cadenas rigurosamente metodizadas de los
procesos ceremoniales.
Graduación y Control

Los exámenes escolares son seguramente las situaciones más


fuertemente sujetas a la lógica del control social y por tanto las más
ritualizadas.

Imagen de comienzos del siglo XX, muestra un grupo de alumnos


fotografiado en un día de exámenes. Como se puede observar, los niños
se colocan en escalera, como queriendo representar el orden de los
cursos escolares y las edades a que corresponden.
Esta imagen, de finales del siglo XX, ofrece igualmente un grupo de
alumnos en una jornada de evaluación escolar. Nótese asimismo la
disposición en escala, reflejo del carácter graduado o nivelar de la
organización de la enseñanza. La permanencia de este pattern en la
sociabilidad escolar es prueba de la larga duración de los ritualismos
que regulan el orden de la cultura escolar.
Las escenografías de la escuela -algunas de ellas verdaderos montajes
afines al pictorialismo fotográfico, en varias ocasiones ficticios- han mostrado
las representaciones ideales o reales de estos pasos del ritualismo
pedagógico: niños bien alineados, enseñantes ejerciendo de maestros de
ceremonias en actitudes claramente identificables y reproducibles (señalar,
preguntar, examinar, corregir, castigar, tutelar…), sujetos agrupados y
ordenados en niveles, en escalera, en filas, en grupos de acción, en hileras de
pupitres… Toda esta rutina ceremonial, siempre presente en la vida cotidiana
de todas las escuelas, de las antiguas y de las modernas, aproxima su cultura
subyacente a la retórica de las representaciones, igualmente sujeta a la lógica
de los escenarios, de los tiempos y de las acciones que se repiten en todas y
cada una de las sesiones. En definitiva, cada ritual podría ser representado en
una especie de puesta en escena, más o menos estereotipada y común, que los
actores implicados reconocen, comparten, mimetizan y comunican. Y este
reconocimiento colectivo de las ritualidades es la mejor prueba del carácter
cultural que tienen las coreografías y los contenidos seleccionados que en
ellas se representan.
Algunas de las imágenes que se utilizan para ilustrar esta publicación
responden precisamente a la intención de dar visibilidad a las ritualidades de
la escuela y a sus representaciones. El análisis histórico de estas iconografías,
que poseen unos elementos reales y otros ficticios, es el que, como señaló
Pierre Bourdieu, permite comprender el significado y el sentido de las
representaciones, así como la apropiación de estas por parte de los sujetos
que analizan e interpretan los objetos simbólicos, al tiempo que gozan
estéticamente cuando los examinan y deconstruyen. El lector podría incluso
hacer con estas lecturas de imágenes una especie de “desmontaje impío”, en un
ensayo por descubrir lo serio a través del placer de jugar con los iconos y de
participar en la ilusión que comporta entender e interpretar toda ficción. [76]
La deconstrucción de las representaciones, la que se opera en los
procesos de recepción que hace el historiador, o en los que llevan a cabo los
públicos que visitan los museos y las exposiciones que muestran el pasado de
la escuela, ofrece la posibilidad de abrir el sentido de la interpretación hacia
nuevos horizontes de comprensión, de amplio y diversificado espectro
semántico. Tal estrategia puede acercar igualmente a una comprensión amplia
y plural de las prácticas cotidianas escolares y de los rituales comunitarios
que las acompañan, lo que además ofrece la posibilidad de poder potenciar el
efecto educador de las construcciones históricas en las que se muestra y
comunica la cultura empírica de la educación, basada en la experiencia.

Culturas escolares en interacción

Aprender de la experiencia, en términos históricos, es sustentar la


educación patrimonial en la lógica de la práctica. Los historiadores nos hemos
alienado a veces tratando de buscar, forzando la lectura e interpretación de las
fuentes disponibles, réplicas institucionales de los modelos teóricos o de las
propuestas normativas que trataron de regular con discursos y leyes el mundo
de la vida real de las instituciones de educación. Esta actitud ha sido un
reflejo de la larga sombra que el idealismo ha proyectado sobre las
construcciones de la historiografía contemporánea, que se autodefinen como
modernas, pero que en realidad siguen acusando viejos modos y métodos de
análisis del pasado.
Y ciertamente estas culturas externas de la escuela -la académica y la
normativa- han influido en la configuración institucional del mundo educativo
de la experiencia, encarnándose históricamente en determinadas formas de
organización de la acción educativa y en los hábitos de los docentes. Ello se
ha producido tras sufrir estas culturas determinados procesos de acomodación
y apropiación que han influido en los modos efectivos de inserción de las
propuestas en cada contexto específico de la realidad social. Tales procesos
de adaptación -no nos engañemos- estuvieron siempre condicionados, más que
por las instancias de la teoría académica y la política, por la misma lógica de
las prácticas, que también puede ser discursiva o ideológica. Fue en la
experiencia no obstante donde se condensó históricamente la cultura factual de
los modos de enseñanza y aprendizaje, incluyendo en esta praxis la fuerte
estructuración ritual que acompañó a los procesos de interacción y
socialización de los hechos culturales vinculados a la escuela.
La interacción del desarrollo histórico del arte de enseñar y el oficio
docente con la pedagogía académica (teorías, discursos, programas y
métodos) y con las reformas políticas (leyes y procesos de aplicación de
proyectos) ha propiciado en ocasiones, como antes se ha dicho, “coaliciones
de discursos”. [77] Esta expresión fue utilizada por Jürgen Schriewer para
analizar la comunicación entre registros culturales de diferente naturaleza o
episteme, o entre lo que sucede en el caso de la relación entre los campos
científico y político y de estos con el plano de la realidad.
A los efectos de lo que aquí se estudia, resulta de interés comprobar
cómo, por ejemplo, las reformas administrativas de la enseñanza utilizaron
categorías y conceptos que procedían del ámbito académico, con lo que tales
propuestas atribuían valor de modernidad y cientificidad a los programas de
innovación. También es posible constatar cómo los discursos pedagógicos que
formularon los teóricos se ponían en ocasiones al servicio de las burocracias
del sistema educativo, configurándose de este modo sus autores y círculos
intelectuales como pedagogos orgánicos o como grupos o lobbies de
influencia.
Es verdad que han existido y existen escuelas pestalozzianas,
froebelianas, montessorianas, decrolyanas o freinetianas… Mas estas
pedagogías se han concretado casi siempre en un reducido número de
instituciones, lo han hecho interaccionando con las tradiciones empíricas de
sus adoptantes, o se han fundido con otras corrientes interactuantes en modelos
de carácter sincrético. Con frecuencia, estas “encarnaciones” de los
paradigmas pedagógicos han sufrido, al ser trasladadas a la práctica,
metamorfosis tan fuertes que las transformaciones resultantes pusieron en
peligro las señas de identidad de los principios y métodos originarios de las
mismas innovaciones. La historia de las recepciones múltiples y
diversificadas, que en definitiva sería una historia de la cultura de la escuela,
tiene en este campo todo un programa por desarrollar. Esta historia pondría de
manifiesto, como ha destacado la profesora Diana Gonçalves Vidal, los
procesos de “hibridación cultural”, que se propician cuando se construyen las
prácticas escolares, que nunca son puras, sino más bien resultado de
mestizajes, que los sujetos producen al cruzar influjos muy heterogéneos
procedentes de diversos circuitos pedagógicos, a partir de los cuales se
definen las distintas identidades. [78]
Algo parecido sucede en la relación que establecen los profesores con las
reformas políticas, y de estas con las producciones académicas. ¿Qué modelos
pedagógicos subyacen en los programas de las distintas administraciones?
¿Cómo se acomodaron -o se resistieron- los docentes, desde su propio
habitus, a los programas que se postularon desde las organizaciones? ¿De qué
modo se traducían a la praxis escolar tales propuestas? ¿Qué tipo de fusiones
se operaron entre la cultura empírica de los enseñantes y la cultura que se
expresa en las normas?
En este orden de cosas, interesa profundizar, para no caer de nuevo en el
viejo idealismo, en las posibilidades de investigación etnográfica de los
procesos situados de adaptación y apropiación, que los docentes han llevado a
cabo en el mundo escolar, de las propuestas de cambio promovidas desde la
esfera política, y en cómo las respuestas de los enseñantes han contribuido a
construir, en el plano de lo real, el arte experiencial de la enseñanza y el
oficio de profesor, esto es, lo que aquí venimos definiendo como cultura
empírica de la escuela.
Sociabilidad Ritual e Infancia

Dos escenas de socialización ritualizada de la infancia.


Galicia rural de comienzos del siglo XX. Los niños pares de edad
señalan con un aro al menor que solo puede hablar la lengua gallega
con el aro, marcándole como sujeto que no sabe hablar el idioma
castellano, que es la lengua de prestigio. Ello constituye un motivo de
exclusión.
Imagen que corresponde a una escena tomada recientemente en una
aldea rural de Kenia, junto a la escuela del lugar (cortesía de nuestra
colega Nuria Villa Fernández). En ella, como en las experiencias que
describe el antropólogo Clifford Geertz, dos niños interaccionan bajo
forma de lucha, juego y dramatización, mientras toda la comunidad
participa en la ceremonia.
La historia de la escuela es una historia de creaciones, pero también es
una historia de estas recepciones, acomodaciones, traducciones,
apropiaciones, rechazos, resistencias, fusiones, mestizajes, metamorfosis… Y
la historia de la profesión docente es además la historia de cómo los actores
reales, que encarnan estos comportamientos que informan la vida cotidiana en
las instituciones de enseñanza, excluidos, como señalamos al principio de este
capítulo, de los juegos de verdad, que impuso el positivismo y el idealismo -
en lo académico- y el estatismo -en lo político-, han ido construyendo
empíricamente un arte con el que legitimar, desde la propia práctica de la
educación escolar, el protagonismo social y cultural de los enseñantes y las
señas de identidad de su propio oficio. Esta es por lo demás, guste o no, la
cultura efectiva resultante, esto es, la cultura realmente constituida en realidad
de la que los historiadores hemos de ocuparnos prioritariamente.
Notas

1. Pierre Bourdieu, El sentido práctico, Madrid, Siglo XXI, 2007, pp. 9-10.
2. Stanley Fish, Práctica sin teoría: retórica y cambio en la vida institucional, Barcelona,
Destino, 1992, p. 209.

3. Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano. Artes de hacer, México, Universidad


Iberoamericana, 1996, p. 53 ss. (Original francés publicado por Gallimard en 1990).
4. Marta Chagas de Carvalho, “História da Educação: notas sobre uma questão de fronteiras”,
Educação em Revista, 26, 1997.

5. Esther Aguirre, Repensar las artes. Culturas, educación y cruce de itinerarios, México,
UNAM, 2011, pp. 213-214. Referencia a Juan Amós Comenio, Didáctica magna, México,
Porrúa, 1976, pp. 109-116.
6. Vid.: Antonio Santoni Rugiu, Nostalgia del magistro artegiano, Firenze, Manzuoli, 1988. Del
mismo autor: Il braccio e la mente. Milenni di educazione divaricada, Firenze, La Nuova
Italia, 1995.

7. Santiago Petschen, El arte de dar clases. Experiencias de los autores de libros de


memorias, Madrid-México, Plaza y Valdés, 2013.
8. Philip W. Jackson, La vida en las aulas, Madrid, Ediciones Marova, 1975, pp. 13-15.

9. Pierre Bourdieu, op. cit., p. 229 ss.


10. Peter L. Berger y Thomas Luckmann, La construcción social de la realidad, 15ª ed.,
Buenos Aires, Amorrortu, 1998, p. 73 ss.

11. Ibidem, p. 93 ss.


12. Ian Hacking, ¿La construcción social de qué? Barcelona, Paidós, 2001, p. 23.

13. Frank McCourt, El profesor, Madrid, Maeva, 2006, p. 19 ss.


14. Las cursivas entre paréntesis, colocadas al pie de cada párrafo, son nuestras.

15. Pierre Bourdieu, op. cit., p. 129.


16. Emilio Tenti, El arte del buen maestro, México, Editorial Pax, 1988, pp. 193-197.

17. Ibidem, pp. 202-204. Los términos se extraen de los documentos sobre el debate profesional
en México.
18. Randall Collins, The credential society. An historical sociology of education and
stratification, London, Academic Press, 1979.

19. Antonio Nóvoa, “Diz-me como ensinas, dir-te-ei-quem és e vice-versa”, en Ivani Fazenda
(ed.), A pesquisa em educação e as transformações do conhecimento, Campinas, Papirus,
1997, p. 36. El mismo autor estudió las representaciones de la imagen de los profesores en fuentes
portuguesas, españolas y francesas de la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX: “Ways
of saying, ways of seeing. Public images of teachers (19th-20th Centuries)”, Paedagogica
Histórica. Suplementary Series, v. VI, 2000, pp. 11-52. La iconografía muestra la representación
de los roles docentes que la sociedad atribuye al definir en la práctica las señas de identidad de la
profesión de enseñante.
20. Lourenço Filho, La Escuela Nueva, Barcelona, Labor, 1933, pp. 85-86. Citamos por la edición
española de la obra.

21. Angelo van Gorp, Frank Simon y Marc Depaepe, introducción a Ovide Decroly, La función
de la globalización en la enseñanza y otros ensayos, Madrid, Biblioteca Nueva, 2006, p. 14.
22. Adolphe Ferrière, La práctica de la escuela activa (traducción y prólogo de R. Tomás y
Samper), Madrid, Francisco Beltrán, 1928, pp. 7-9.

23. Adolphe Ferrière, La escuela activa, Madrid, Francisco Beltrán, 1932, pp. 260-261.
24. Adolphe Ferrière, La educación autónoma. Arte de formar ciudadanos para la nación y
para la Humanidad, Madrid, Francisco Beltrán, 1926, p. 100 ss.

25. Adolphe Ferrière, La educación constructiva. El progreso espiritual, Madrid, Espasa-


Calpe, 1932, p. 15.
26. Ibidem, pp. 15-16.

27. Daniel Hameline, “Adolphe Ferrière”, en Jean Houssaye, Quinze pedagogues. Leur
influence aujourd’hui, Paris, Armand Colin, 1994, pp. 192-193. Ver del mismo autor: “Changer l
´école. Il y a cent ans que l´on dit ça”, Le temps stratégique, 11, 1984, pp. 73-80.
28. Maria Montessori, El método de la pedagogía científica aplicado a la educación de la
infancia en las “Case dei Bambini”, Barcelona, Araluce, s.a., pp. 17-20.

29. Lourenço Filho, op. cit., p. 129 ss.


30. Maria Montessori, La autoeducación en la escuela elemental, Barcelona, Araluce, s.a.

31. Antonio Ballesteros, El método Decroly, 3ª ed., Madrid, Publicaciones de la Revista de


Pedagogía, 1933, pp. 11-18. También: Gerardo Boom, Aplicación del método Decroly a la
enseñanza primaria y la instrucción obligatoria, Madrid, Francisco Beltrán, 1926.
32. Antonio Ballesteros, op. cit., pp. 7-9.

33. John Dewey, Experiencia y educación, Madrid, Biblioteca Nueva, 2004, estudio introductorio
de Javier Sáenz Obregón, pp. 27-28 y 38.

34. Ibidem, p. 43.

35. John Dewey, Pedagogía y filosofía, Madrid, Francisco Beltrán, 1930, p. 221.

36. John Dewey, La escuela y el niño, Madrid, Espasa-Calpe, 1934, prólogo de Lorenzo
Luzuriaga, p. 12.
37. Richard J. Bernstein, Praxis y acción, Madrid, Alianza Universidad, 1979, p. 207.

38. William James, Pragmatism, New York, Logman, 1901, pp. 54-55.
39. John Dewey, La miseria de la epistemología. Ensayos de pragmatismo, Madrid, Biblioteca
Nueva, 2000, p. 157 ss.

40. David Tyack; Larry Cuban, En busca de la utopía, México, FCE, 2000.
41. Marc Depaepe; Frank Simon, “Is there any place for the history of education in the History of
Education?”, Paedagogica Historica, XXX.1, 1995, p. 10 ss.

42. Raimundo Cuesta, “Endoscopia a la escuela en España”, Con-Ciencia Social, 11, 2007, pp.
119-124.
43. Dominique Julia, “La culture scolaire comme objet historique”, en Antonio Nóvoa et alt., The
colonial experience in education, Paedagogica Historica, Suppl. Series, 1, 1995, p. 356 ss.

44. Harold Silver, “Knowing and not knowing in the History of Education”, History of Education,
21.1, 1992, pp. 97-108.
45. Antonio Santoni Rugiu, Nostalgia del maestro artesano, México, UNAM, 1996.

46. Pierre Bourdieu, op. cit.


47. Richard Sennett, El artesano, Barcelona, Anagrama, 2009, pp. 20-22.

48. Roger Chartier, La historia o la lectura del tiempo, Barcelona, Editorial Gedisa, 2007, p. 34
ss.
49. Stefan Zweig, El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Barcelona, Acantilado, 2002.

50. Ibidem, p. 26.


51. Daniel Pennac, Mal de escuela, Barcelona, Mondadori, 2008.

52. Ibidem, p. 51 ss.


53. Ibidem, p. 47.

54. Antonio Machado, Poesías completas, Madrid, Espasa Calpe-Fundación Antonio Machado,
1989, v. I, p. 430.
55. Philip W. Jackson, op. cit., pp. 13-15.

56. Jaume Trilla, La aborrecida escuela, junto a una pedagogía de la felicidad y otras
cosas, Barcelona, Alertes, 2002, pp. 44-45.

57. Daniel Pennac, op. cit., p. 105 ss.

58. Erving Goffman, Ritual de interacción, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1970, p. 193.
59. Ivan Illich, La sociedad desescolarizada, Barcelona, Seix Barral, 1974, p. 55.

60. Tony Becher, Tribus y territorios académicos. La indagación intelectual y las culturas de
las disciplinas, Barcelona, Gedisa, 2001, pp. 16-18.
61. Ibidem, pp. 44-45.

62. Randall Collins, Cadenas de rituales en interacción, Barcelona, Anthropos, 2009, p. 44 ss.
63. Edmund Leach, Cultura y comunicación. La lógica de la conexión de los símbolos,
Madrid, Siglo XXI, 1978, p. 108 ss.

64. Pierre Bourdieu, El sentido práctico, ed. cit., pp. 154-170.


65. Randall Collins, op. cit., pp. 44-45.

66. Rodrigo Díaz, Archipiélago de rituales, Barcelona, Anthropos, 1998, p. 181 ss.
67. Ibidem, p. 194 ss.

68. Richard Sennett, Juntos. Rituales, placeres y política de cooperación, Barcelona,


Anagrama, 2012.
69. Ibidem, p. 20 ss.

70. Ibidem, pp. 130-131.

71. Narciso de Gabriel, “Clases populares y culturas escolares”, en Juan Gómez et alt. (eds), La
escuela y sus escenarios (Actas del Coloquio SPICAE), Puerto de Santa María-Cádiz,
Publicaciones del Ayuntamiento, 2007, pp. 243-268.

72. Agustín Escolano, “La cultura empírica de la escuela. Aproximación etnohistórica y


hermenéutica”, en Juan Mainer (ed.), Pensar críticamente la educación, Zaragoza, Prensas de
Zaragoza, 2008, pp. 158-159.
73. Aida Terrón y Violeta Núñez, “Sobre la cultura escolar y los mitos en nuestra escuela”,
Cultura y Educación, 14.3, 2002, pp. 237-252.

74. Gustavo Bueno, “Ensayo de una teoría antropológica de las ceremonias”, El Basilisco, 16,
1984, pp. 8-34.
75. Jack Goody, Representaciones y contradicciones, Barcelona, Paidós, 1999, p. 118.
76. Pierre Bourdieu, Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, Barcelona,
Anagrama, 1995, pp. 483-484.

77. Jürgen Schriewer, “Estudios multidisciplinares y reflexiones filosófico-hermenéuticas”, en Julio


Ruiz Berrio (ed.), La cultura escolar en Europa, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, p. 252.
78. Diana Gonçalves Vidal, “Cultura e práticas escolares: a escola pública brasileira como objeto
de pesquisa”, Historia de la Educación, 25, 2006, p. 159.
CAPÍTULO 2
La Praxis Escolar como Cultura

a vuelta a la experiencia que se postula en el anterior capítulo no es una

L estrategia intelectual de regressus a una especie de pragmatismo


primario que renuncia a la búsqueda de sentido, ni una entrega a los dictados
de la rutina o de la tradición arcaizante. Más bien quiere sustentar un giro en el
conocimiento dirigido hacia la praxis como fuente de la cultura escolar, bajo
una orientación que trasciende la mera racionalidad instrumental de la acción
y que busca significaciones compartidas entre los actores que pueden atribuir
sentido a sus construcciones. Los enunciados con que los sujetos expresan
estos significados y las representaciones que ofrecen de las acciones serían
una mímesis de los códigos de cultura que subyacen implícitos en la
experiencia.
Este capítulo intenta argumentar desde la memoria cómo se construye, en
el ámbito escolar, esta cultura de la práctica de la que habla Zygmunt Bauman
bajo una orientación más general. Partiendo de la constatación de la existencia
de tres culturas que inciden en al campo de la educación -la empírica, la
académica y la política-, así como de sus relaciones interactivas, nuestro
ensayo rastrea en algunas contribuciones recientes cómo la nueva historia
cultural ha ido legitimando el valor de la práctica, y cómo los estudios
etnográficos y hermenéuticos han venido a implementar los renovados
enfoques acerca de la cultura de la escuela.
Enseñantes con oficio crearon y difundieron buenas prácticas, dando
origen a una cierta tradición corporativa de origen empírico-artesanal. Las
mismas comunidades en las que estos docentes desempeñaban su profesión
trasladaron a la escuela pautas de enseñanza/aprendizaje que hundían sus
raíces en una pedagogía vernácula de tipo popular y de larga vigencia. Los
maestros y las escuelas adoptaron muchas de estas prácticas, ofreciendo
fuertes resistencias en ocasiones a las metodologías normativas que procedían
de la administración o de las normales.
El peso de la experiencia, depurado en los procesos de selección cultural
y de las diversas apropiaciones adaptativas, indujo a la creación de ciertos
patrones en el comportamiento de los profesores y en las estructuras de las
instituciones. En tales códigos radica seguramente la “gramática de la
escuela”, de la que hablaron hace unos años Tyack y Cuban, impresa en la
black box que asegura la autorregulación de vida escolar. Con este nombre
definieron Marc Depaepe y Frank Simon el dispositivo, relativamente
hermético, que guarda la tradición y la gramática.
Los puntos finales del capítulo tratan de abordar los modos de
comprender, explicar e interpretar la experiencia y sus representaciones desde
una aproximación etnográfica y hermenéutica. De una parte, analizan los
estudios interdisciplinares que suscitaron los coloquios sobre la escuela de la
Fundación Spencer. De otra, se comentan las contribuciones que hizo el
Círculo de Teramo, en Italia, a la hermenéutica dialógica, inspirada en Antonio
Valleriani y Paul Ricoeur. Por último, se sugieren algunas pautas, inspiradas
en la antropología, para fundamentar una etnohistoria que permita acercarnos
con rigor y método al estudio de la cultura empírica de la escuela, la histórica
y la actual. La educación histórica de los profesores debería partir de una
inmersión etnográfica, acompañada de una interpretación hermenéutica,
intertextual e intersubjetiva, y finalmente de la búsqueda de una explicación
genealógica.

La praxis como cultura


La puesta en valor de la experiencia educativa, que ha sido el principal
objeto de análisis del capítulo anterior, desemboca en la legitimación cultural
de la práctica escolar y de todas las artes empíricas del hacer que intervienen
en los procesos de formación que en ella o en sus entornos se originan. Las
acciones se constituirían así, más allá de su función pragmática, en fuentes de
conocimiento y en elementos seminales del modo de construcción de una
cultura específica, la de la escuela y de los hechos implicados en toda forma
de educación.
Zygmunt Bauman ha hablado de la cultura como praxis, una categoría de
análisis intelectual que se puede relacionar con las otras formas de
construcción cultural, como las que se referirían a las que él define bajo las
categorías de cultura como concepto y de cultura como estructura, más teórica
o discursiva la primera y más sistémica la segunda, si bien es la dimensión
praxiológica la que adopta el autor para titular el ensayo a que nos referimos
aquí y para centrar el hilo argumental de sus análisis. [1]
En su obra La cultura como praxis, el conocido sociólogo polaco-
británico considera que el análisis de la cultura como hecho social, que
comporta en gran medida una cierta naturalización de lo cultural, deriva del
esfuerzo que los científicos sociales han venido haciendo desde finales del
siglo XIX para tratar de explicar por qué y cómo se generaron históricamente
estos fenómenos culturales que se muestran al observador como indómitos e
implacables, esto es, como realidades inexorables y determinadas, al igual que
las asociadas al ámbito de lo natural. Tal conclusión vendría a coincidir con la
propuesta que en nuestro caso considera que la cultura de la escuela está
implícita en el factum que nos es dado como construido en la misma acción,
nos guste o no, coincida o no con las expectativas de progreso y emancipación
que hayamos querido ver en el desarrollo de los diversos modos de educación
o en las teorías mejor fundadas.
En relación con lo anterior, nos parece sugerente la glosa que Carlo Rosa
hace de una referencia a Edgar Morin. En efecto, el conocimiento, la cultura y
la ciencia han de considerarse como parte de la sociedad, toda vez que en
estas esferas del saber está siempre implícita, aunque sólo sea
hologramáticamente, la sociedad misma. [2] El profesor Justino Magalhães ha
hecho notar también cómo, desde una etnografía abierta a la sociedad, en la
que las materialidades adquieren el valor de centralidad como objeto y como
fuente, se puede construir una teoría de la escuela con sólidos fundamentos
epistemológicos. [3]
Conviene recordar, a los efectos anteriores, que la misma idea de cultura -
una de las construcciones intelectuales que ha tenido más definiciones- fue una
invención social e histórica que los primeros sociólogos y antropólogos
inventaron para tratar de racionalizar la comprensión e interpretación de la
experiencia vivida en todos los ámbitos de la actividad humana. La idea de
cultura fue pues en su origen un concepto cargado de intencionalidad
hermenéutica y estuvo ligada a la observación, análisis y comprensión de la
realidad empírica. Este enfoque era una de las vías aconsejadas para liberarse
de las ataduras y trampas apriorísticas de los tardoidealismos que tan largo
influjo ejercieron sobre las ciencias humanas en general y también sobre la
pedagogía. El giro comportaba una vuelta a la realidad a través de la
fenomenología y una afirmación de la fuerza racional inherente a la lógica de
la práctica.
La cultura resultó ser una especie de agregado coherente de conductas,
normas y valores que cohesionaba la vida social, tanto en el plano colectivo
como en el de las subjetividades. Ello era particularmente visible en el orden
de las estructuras, si se examinaban bajo la perspectiva comunitaria, y en el de
los hábitos, si se analizaban en los comportamientos de los individuos.
Estructuras y hábitos garantizaban de este modo la réplica y predictibilidad de
los patrones configuradores de toda cultura. Si estos parámetros se
transformaban, más allá de su pragmatismo inmediato, en contenidos de una
tradición -mediante la perseverancia en el tiempo de las formas y los
comportamientos-, sus elementos constituyentes pasaban a formar parte de la
memoria cultural de un colectivo y de los sujetos que se adscriben a él.
Stuart Hall, uno de los pioneros en el planteamiento de los estudios
culturales de nuevo cuño, que había leído y asimilado a los marxistas, a los
estructuralistas y a los principales representantes de la moderna semiología,
planteó en este orden de cosas una visión no esencialista de la cultura. Para
Hall, la cultura es la resultante de los consensos colectivos que llevan a cabo
los actores que viven en un entorno determinado al atribuir sentido y
significación a sus construcciones operatorias y discursivas. Bajo esta
perspectiva, la cultura se plasmaría en la serie de prácticas que afectan a la
producción e intercambio de significaciones, así como a la interpretación que
de ellas hacen los participantes en las experiencias compartidas. El lenguaje
jugaría aquí el papel mediador de sistema representacional, y sería también un
factor primordial de creación de significados y de regulación de los poderes
fácticos que intervienen en los actos de construcción cultural, además de un
instrumento de comunicación. [4] Los significados creados al entrar en la
dinámica institucional pueden moldear las acciones de los sujetos y los
mismos discursos prácticos, al operar como los enunciados en la
configuración de las formaciones discursivas, aceptadas estas en el sentido
que les otorga Michel Foucault. Stuart Hall plantea que el discurso es un hecho
social y no una construcción exclusivamente teórica, toda vez que produce
efectos en la realidad como cualquier otra práctica social. Por lo demás, no
hay prácticas que ocurran fuera del dominio de los significados. En resumen,
no existen prácticas sin sentido, o lo que es lo mismo, lo social nunca está
fuera de un campo semiótico. [5]
Volviendo a Bauman, conviene señalar que la naturalización de la que él
habla no supone una caracterización fixista de lo cultural, toda vez que la
cultura es siempre ambivalente y dinámica. En el marco de la posición de
Hall, debería tenerse en cuenta que la creación de significados, a menudo
nuevos, es un proceso continuo y dialéctico. De un lado, para Bauman, la
cultura es un agente de orden que da cohesión a la vida social y que incluso
como relato moral introduce un cierto ethos en la realidad, impronta que
tiende a permanecer. Pero por otro, la cultura es también una fuente de
desorden, sensible a las emergentes expectativas de cambio que suscita el
mundo de la vida en que opera, e incluso a los dinamismos endógenos de su
propia evolución. De este modo, la cultura tendería a contrarrestar el azar,
como vio Talcott Parsons, así como a responder a los retos de la innovación,
como sucede hoy mismo en la llamada por Ulrich Beck sociedad del riesgo.
[6]
En el contexto de este análisis, y en lo que afecta a nuestro campo de
análisis, hablar de la cultura empírica de la escuela es hablar de la cultura
práctica de la enseñanza, un tipo de construcción que no es contrario al que
deriva de las tradiciones discursivas, puesto que en la misma subyacen
también elementos teóricos, pero que enfatiza, en cuanto a la génesis y a la
relevancia del conocimiento, la dimensión pragmática de las relaciones que
operan entre los actores intervinientes en el territorio de la educación formal.
Más aún, los estudiosos del mundo de la educación deberíamos consensuar
con firmeza que las investigaciones pedagógicas deberían remitir siempre, y
de modo inexcusable, a los marcos de referencia de la realidad sobre la que
versan, ya sea como núcleos generadores de racionalidad teórica, ya se
contemplen como campo de aplicación y contrastación de programas externos,
o ya se valoren como elementos de verificación y control de las conclusiones
científicas obtenidas por otra vía. La pedagogía, que siempre se adscribió,
desde sus orígenes como disciplina, a los ámbitos de la razón práctica, sólo se
puede en verdad legitimar en función de sus posibilidades de explicar o de
gobernar la esfera empírica de la educación.
Climas y Formas de Gobierno Escolar

Toda práctica comporta un discurso, explícito o subyacente, así como


una forma de gobernanza. Estas dos escenografías son representaciones
de climas educativos diferenciados, es decir, de culturas empíricas que
obedecen a planteamientos teóricos e ideológicos distintos. Bajo la
visibilidad o apariencia que se muestra en las imágenes subyace una
cultura determinada: romántica y filantrópica, en un caso; dogmática y
autoritaria, en el otro.

Esta imagen corresponde a la conocida escuela pestalozziana de Stanz,


fundada por el educador suizo a comienzos del siglo XIX. El maestro
Pestalozzi comparte con los niños y niñas de la clase un ambiente de
estilo familiar. Los sujetos se ocupan en sus actividades en un clima
distendido y conforme a una disciplina natural y armoniosa.

La escena pertenece a una escuela china de la época de la revolución


maoísta. Las actitudes de los actores, tanto del maestro como de los
alumnos, son hieráticas, disciplinadas y reverenciales respecto a los
líderes intelectuales de la revolución cultural, autores de las máximas
que se plasman en la pizarra y el muro frontal, que los alumnos
memorizan y repiten.
Conforme hemos visto en el capítulo anterior, esta cultura pragmática de
la escuela, que es la base profesional de la docencia, ha sido en parte
silenciada por la historiografía relativa a las instituciones de formación
creadas por los Estados modernos para normativizar el modelo de enseñante
que ellas postulaban, y también fue subestimada por los círculos académicos
que han venido legitimando las reglas del saber en los nuevos juegos de
verdad acordados desde el positivismo. Según estos dos sectores, el político-
institucional y el académico, la cultura empírica sería una cultura en gran
medida ingenua, espontánea y acientífica, de valor en todo caso etnográfico, y
por consiguiente descriptiva y poco rigurosa. Por lo demás, para quienes han
construido los nuevos discursos y reglas, este tipo de saber derivado de la
experiencia vendría a ser un modo de conocimiento que habría que eliminar de
los sistemas educativos formales mediante su sustitución progresiva por las
pautas que proceden de la racionalidad burocrática e intelectual establecidas,
más rigurosas en lo técnico y más solventes en el plano de la moral.
En nuestro tiempo, este giro hacia la praxis puede ser visto incluso como
una reacción interesada de quienes sostienen el sistema establecido, o como un
rictus conservador, sin advertir que el cambio de perspectiva podría implicar
consecuencias verdaderamente radicales, al poner en valor las contribuciones
de los verdaderos agentes que construyen la escuela y su cultura como
realidad sociocultural.
No obstante lo anterior, la reciente historiografía ha venido constatando
que esta cultura de la práctica, tan subestimada por unos y por otros, ha
sobrevivido en las instituciones a las anteriores exclusiones y constituye hoy
uno de los nudos gordianos a desentrañar para comprender bien los silencios y
los códigos que en parte autorregulan el mundo de la educación
institucionalizada. Más aún, la historia cultural que hoy más se practica
reclama la presencia explícita de esta cultura empírica en la configuración del
mismo paradigma de la cultura escolar como campo intelectual, de suerte que,
aunque los discursos teóricos y las ordenaciones políticas pudieran
interpretarse desde sus propias lógicas, la consideración holística de la
cultura de la escuela reclamaría inexcusablemente la incorporación del
segmento que afecta al espacio de la experiencia, o lo que es lo mismo, el
retorno obligado y reiterado de la investigación al mundo de la praxis en que
se ha suscitado y al que ha de dar explicaciones.
La demanda anterior no sólo se plantea en el sector de la historia de la
educación. Algo parecido ocurre en los ámbitos de otras disciplinas humanas
y sociales, e incluso en los de muchas artes. El derecho, por ejemplo, integra
en su corpus el mundo de la jurisprudencia con el de los códigos
formalizados; la politología recurre al valor social y epistémico de la política
prudencial, una forma de phrónesis, que se añade a los enfoques sistémicos; la
ciencia de la salud reconstruye, junto a los saberes científicos, las
contribuciones etnohistóricas de la clínica y de llamada folcmedicina, así
como de la hermenéutica o medicina de la palabra; la antropología indaga por
vía etnográfica los patterns que informan las culturas, con sus invariantes y
diferencias, haciéndose cada vez más historicista; la arquitectura se inspira a
veces en la búsqueda de modelos espaciales vernáculos, nacidos asimismo en
torno a las tradiciones artesanales que se conservan en la misma realidad.
Prudencia, phrónesis, hermenéutica, etnocultura… no son concesiones
que los discursos hacen a la tradición empírica de las disciplinas humanas,
sino componentes esenciales del conocimiento histórico. Y para que esta
afirmación no suene a reverencialismo, lo que ha de hacerse es, según sugiere
Anthony Giddens, no defender las tradiciones al modo tradicional, como
suelen hacer los fundamentalismos, sino examinarlas en cuanto a su posible
papel de fuentes de solidaridad entre los ciclos sucesivos del tiempo
histórico, como referentes críticos frente a las frecuentes falacias del cambio-
progreso e incluso como reservorio de buenas prácticas que exhiben el valor
de una historia efectual contrastada en la misma experiencia. También se
puede hacer genealogía de estas prácticas tratando de explicar de dónde
procede la autoridad y el prestigio de la sabiduría empírica que permanece
viva en los sistemas culturales y que se resiste a desaparecer bajo la presión
de las estrategias de sustitución a que inducen los procesos de innovación
promovidos desde las burocracias y las academias que tutelan los sistemas
educativos.
Los conceptos que maneja la historia cultural en la actualidad enfa​tizan el
poder explicativo de estas construcciones: la ya aludida gramática de la
escolarización de la que hablan Larry Cuban y David Tyack; [7] el uso que
hacen Norbert Elias y Pierre Bourdieu de la noción de habitus; la recurrencia
del constructo antropológico de los patterns culturales; la puesta en valor de
las denominadas tecnologías vernáculas; el retorno de la sabiduría implícita
en el universo de lo folc… Todos estos equipamientos discursivos, que no son
necesariamente conservadores, aunque se fundamenten en buena medida en la
tradición acreditada, refuerzan la exigencia de integrar el mundo de lo
empírico generado en la práctica en el complejo campo intelectual y
profesional de la cultura de la escuela.
Algunos autores, como Roger Chartier, glosando a Michel Foucault, han
hablado de prácticas que no son en sí mismas discursivas -cuestión esta que,
como posibilidad, tal vez podría ser discutida en otro lugar-, aunque más bien
debería sostenerse al respecto, según hace el autor de Las palabras y las
cosas, que existen prácticas que no se dejan reducir a la racionalidad de los
discursos formales, si bien puedan ellas por sí mismas producir sentido, y por
tanto sustentar una determinada discursividad. La significación de estas
prácticas observables, concluye el propio Chartier, debería ser interpretada en
todo caso desde una lógica hermenéutica no logocéntrica, a través de una
lectura de los signos visibles indiciarios en que se expresa lingüísticamente la
acción en cuanto realidad sociocultural. [8]
Puede incluso, en la dinámica de una supuesta dialéctica negativa, que la
cultura de la práctica no sólo no sea integrable en la de los discursos, sino que
incluso se vea abocada ella misma a una especie de dialéctica sin fin no
conducente a ninguna síntesis (tal requerimiento sería un prejuicio idealista).
Como alguien ha recordado, no todos los diálogos platónicos desembocaban
en soluciones dialécticas con final de síntesis. Las prácticas, en este caso,
serían más bien expresión de una cierta negatividad ad infinitum, tal vez
antiilustrada, pero sin duda efectual en el marco de una historia lograda y
constatable, haya sido o no deseada. No hay que olvidar que, como
agudamente señaló Pierre Bourdieu, también puede existir una historia de la
razón fuera de la razón misma, por lo que toda práctica puede igualmente ser
reconocida como señal conformable a una racionalidad que nunca deja de ser
en cualquier caso encajable en una lógica discursiva. [9]
Establecer regímenes de verdad sólo entre pares, ya sean estos
académicos o políticos, o incluso prácticos, además de comportar un sesgo de
corporativismo, conduce a la incomunicación entre los diversos modos posi​‐
bles de cultura y en definitiva a la imposición de unas formas de racionalidad
sobre otras. En su propia autobiografía, Pierre Bourdieu enfatizó el
valor/poder de lo empírico versus los juegos retóricos y tácticos de los
poderes especulativos o políticos que presionan desde el exterior sobre el
mundo de la práctica para imponer sus presupuestos, y recordó asimismo el
valor que la experiencia y el trabajo productivo, los ámbitos de la acción,
tuvieron en las propuestas analíticas y dialécticas del materialismo, tanto del
clásico como del renovado. Igualmente destacó cómo la crisis de los
estructuralismos de posguerra propició el paso de la regla a la estrategia, de la
estructura al habitus y del sistema al sujeto, un cambio de categorías analíticas
que comportaba al tiempo una nueva teoría de la práctica y de la
fenomenología de la acción. La lógica de estos nuevos elementos, la episteme
si se quiere de las saludables razones prácticas, otorgaría un poder
estructurante a esta cultura basada en la experiencia a la que nos estamos
refiriendo. [10]

Las tres culturas de la escuela

No obstante lo anterior, conviene considerar que la escuela, vista en


perspectiva sociohistórica, es una construcción cultural compleja -una
invención, si se quiere-, gestada en un contexto en el que operan intenciones
que son también culturales y que producen al mismo tiempo otras modalidades
de cultura. Bajo estas perspectivas, las relaciones entre cultura y escuela son
mucho más complejas de lo que a primera vista puede parecer. De hecho, el
tema de la cultura escolar se ha configurado, como han documentado los
profesores Alberto Barausse y Roberto Sani en recientes revisiones de la
historiografía europea de la educación, en una de las líneas dominantes de
investigación en la disciplina. [11]
Para empezar, deberíamos considerar que la misma escuela, en cuanto
institución, no sólo nace, se organiza y sufre transformaciones a partir de
impulsos y móviles que son culturales, y que proceden en buena parte del
entorno en el que la institución opera, sino que se inscribe en contextos
dotados de unas determinadas características sociohistóricas con las que
cohabita e interacciona. Todos estos ingredientes del universo en que se
desenvuelve la vida de las instituciones de formación están cargados de pautas
y valores que son siempre expresión de una memoria cultural y de
condicionantes que generan expectativas en parte de estabilidad estructural y
en parte también de cambio.
En otro orden de cosas, la escuela selecciona de este entorno en el que
vive, entre otras cosas, los saberes o disciplinas que conforman el currículum
y los valores inherentes a estos conocimientos. La transposición de los saberes
a los códigos disciplinarios es, como ha subrayado Antonio Viñao, una
especie de operación de alquimia apoyada en un saber empírico artesanal que
lleva a cabo la propia escuela y sus agentes bajo los discursos y prácticas que
se sustentan en la lógica institucional. Estas creaciones escolares no son una
simple traslación mecánica del conocimiento desde el ámbito de la ciencia a
las rúbricas académicas. [12] En esta transposición, la cultura escolar juega el
papel de dispositivo de traducción, es decir, una función de apropiación o
adaptación de los saberes a la gramática que rige el funcionamiento de la
institución educativa, así como a las características psicosociales de los
sujetos.
Todos estos parámetros de la cultura que proceden del magma en el que la
escuela se inscribe no hacen más que ratificar que la institución educativa
forma parte de una determinada estructura social y que ella misma es al tiempo
una microsociedad. Pero estas constataciones, que por lo demás son obvias y
bien conocidas, no son suficientes para explicar la cultura de la escuela. En lo
que sigue trataremos de mostrar que en el interior mismo del universo escolar
se ha gestado una cultura específica, la que hemos venido denominando
empírica, y que en torno a ella se han construido otras dos culturas, una que ha
ensayado interpretarla y modelarla desde los saberes (cultura académica) y
otra que ha intentado gobernarla y controlarla desde los dispositivos de la
burocracia (cultura política).
Según hemos venido analizando en diversos puntos de esta publicación, la
misma escuela, a partir de sus prácticas, crea, codifica y transmite pautas de
cultura que, como han sugeridos algunos, constituyen una determinada
gramática, no siempre visible, pero sí operante en el funcionamiento
institucional. Los códigos de esta gramática regulan muchos procesos internos
de la práctica escolar, se configuran como tradición transmisible e informan
los hábitos de los actores que la profesan. Estos, los profesores, la asumen
como memoria corporativa de su oficio, una historia que sirve de base a las
llamadas artes del hacer en que se define su trabajo. Los alumnos también la
internalizan y luego la extrapolan al mundo de la acción escolar e incluso al
mundo de la vida.
Aunque en nuestros análisis tendremos en cuenta todas las dimensiones de
las relaciones escuela/cultura enunciadas al comienzo de este epígrafe, el
presente capítulo se referirá sobre todo a esta última, esto es, a la cultura
escolar entendida como el conjunto de prácticas y discursos que han regulado
o regulan la vida de las instituciones de educación formal y la profesión de
enseñante. Esta perspectiva afecta sobre todo a la llamada cultura empírica de
la escuela, que es en su mayor parte una cultura basada en la experiencia, pero
que también puede incluir -y de hecho incluye- contenidos y modos
trasvasados, según procesos históricos de recepción y acomodación al mundo
de la acción, desde las culturas científica y normativa, a las que nos referimos
en lo que sigue.
En otros trabajos hemos aludido al concepto de cultura escolar, a las
dimensiones empíricas, discursivas y normativas de esta cultura y a los
ámbitos de autonomía, interacción y convergencia que aparecen en el campo
pragmático en el que operan, así como en el campo intelectual en el que se
analizan e interpretan. Digamos, en resumen, que estas tres culturas operan
como en un tablero en el que se ponen en interacción retóricas de
comunicación, juegos dialécticos de poder y relaciones de influencia entre
unas y otras. [13]
La cultura empírica de la escuela estaría referida al ámbito de la
experiencia y se constituiría por el conjunto de acciones que han creado o
adaptado los docentes para regular la enseñanza y el aprendizaje. Esta cultura
se refleja no sólo en las conductas de los sujetos, que la historiografía puede
en parte reconstruir a partir de diversos documentos y testimonios, sino
también en el ajuar ergológico que configura la llamada cultura material de la
escuela. Los objetos materiales, integrados en las estrategias empíricas del
trabajo escolar de alumnos y enseñantes son un reflejo funcional y simbólico
de las formas de entender y gobernar la práctica. Esta cultura no es mera
empeiría desprovista de sentido, sino una manifestación de las complejas
razones que inspiran las buenas prácticas, de las que habló con propiedad
Pierre Bourdieu, el legado sin duda más visible de los modos de producción
escolar en que se ha objetivado la tradición pedagógica. La nueva historia
cultural ha recreado la imagen de la escuela como centro de producción de
cultura, y no como una institución gregaria y reproduccionista de las formas
culturales establecidas, imagen que habían difundido anteriormente la
sociología y la historia de corte idealista y estructuralista.
Las Tres Culturas de la Escuela

Diagrama en el que se representan las tres culturas que operan en el


ámbito de la escuela (empírica, científica y política) y sus relaciones de
autonomía, interacción y dependencia. Todas ellas se insertan en el
plasma global y totalizador del mundo de la vida (MV), que marca
condicionamientos a la escuela y recibe respuestas de esta. El modelo
propuesto da una imagen holística de la escuela, sus culturas y el
contexto en que se insertan.
Nótese que el espacio que se atribuye a la cultura empírica es bastante
más extenso que el asignado a las otras dos culturas. Ello quiere
significar que la cultura empírica goza de un amplio margen de
autonomía, aunque obviamente mantiene relaciones de interacción con
la científica y la política. El diagrama muestra asimismo que las tres
culturas convergen en algunas ocasiones.
La cultura académica en torno a la escuela es el producto de la reflexión
discursiva y de la investigación acerca del universo de lo escolar. Esta cultura
está ligada al desarrollo del llamado conocimiento experto, y aunque ha
existido prácticamente desde que aparecieron las primeras escuelas en las
sociedades del mundo antiguo, se ha resignificado y fortalecido a partir de la
institucionalización de los saberes pedagógicos como disciplinas académicas
en las escuelas normales y en las facultades e institutos de las universidades,
en el contexto histórico de la época contemporánea. Esta legitimación de la
pedagogía/ciencia(s) de la educación ha cambiado los regímenes de verdad
del conocimiento, de tal suerte que, en virtud de la erección del saber positivo
o especulativo como criterio de valor, la cultura empírica quedó relegada,
como ya se ha advertido en puntos anteriores, al ámbito de la simple práctica
como una serie de saberes y técnicas de relativo valor.
La cultura política de la escuela está ligada al lenguaje y a las prácticas
que se generan en las grandes burocracias que administran los sistemas
educativos, desde su erección y a lo largo de su desarrollo en los dos últimos
siglos. Toda la jerga en que se vehicula el lenguaje de las normas (estructuras,
dispositivos de gobierno y control, reformas, innovaciones curriculares y
didácticas, relaciones con los actores del sistema), que la política toma a
veces en préstamo de la academia, para así legitimar retóricamente el valor de
modernidad de sus propuestas, expresa sin duda una modalidad determinada
de cultura, la de la escuela como organización institucional. Tras los lenguajes
hay siempre conceptos, valores y significados que son expresión de una
manera de entender la gestión de la educación formal.
La primera de estas culturas, la empírica, ha de ser vista sobre todo,
aunque no exclusivamente, bajo una perspectiva etnnohistórica, a través de los
registros que hoy guardan los museos o centros de memoria de la educación,
establecimientos cada vez más extendidos por todo el mundo. [14] Voces y
escrituras, iconos y objetos, no son elementos fríos de una periclitada y
curiosa arqueología, sino fuentes y símbolos de una cultura que hay que
desvelar para entender los “silencios” de la memoria histórica, el logos que
gobierna la gramática interna de lo escolar, el intrincado y laberíntico conjunto
de dispositivos y rutinas que se imponen como prácticas ordinarias en esta
institución ya secular que es la escuela.
Las prácticas del cotidiano escolar son a menudo la rémora que se resiste
a los continuos cambios que se pretenden introducir desde el exterior en el
sistema; otras veces, en cambio, son el reservorio de la mejor tradición
conservada (no la tradición cosificada, anticuaria y reverenciada) al que las
sociedades cultas pueden recurrir en todo momento, y muy especialmente en
tiempos de desorientación, para poder sobrevivir. En cualquier caso, estas
prácticas y los elementos matéricos en que se sustentan constituyen una
realidad que no se puede obviar, la que podría ser observada hoy al mirar a
través del ojo panóptico de las aulas de un centro docente o de la cerradura de
la puerta de una clase.
La cultura académica se objetiva en los textos científicos que produce la
comunidad intelectual que cultiva este sector del conocimiento, cada vez más
en expansión. Esta cultura tuvo un especial auge a partir del impacto que el
movimiento positivista y otras filosofías ejercieron sobre las disciplinas
pedagógicas desde la segunda mitad del siglo XIX. Hoy en día, los saberes
sobre la educación se materializan no sólo en sus discursos y contribuciones al
conocimiento sino en toda una tupida red de instituciones, círculos científicos
y hasta “colegios invisibles”, como los que analizó Solla Price hace años,
[15] que producen y divulgan los logros que se generan en los centros en que
se cultivan los estudios educativos. El análisis de este tipo de cultura ha de ser
predominantemente hermenéutico y genealógico, aunque también podría ser
susceptible de enfoques etnográficos mediante el registro de las prácticas que
adoptan los investigadores, de los temas que estudian y de los que olvidan, de
los métodos con que los abordan, de los grupos científicos en que se
organizan, de los círculos de difusión e influencia y de las relaciones que
mantienen con los contextos de referencia y uso del conocimiento pedagógico.
La tercera cultura de la escuela, la política o normativa, se materializa en
los textos y acciones que promueven los planificadores y gestores de la
educación formal y los agentes sociales que intervienen en su dinamización.
En estos textos y comportamientos subyacen determinados códigos en los que
se expresan las principales dimensiones de la cultura escolar, entre las que se
destacarían las siguientes: los escenarios o espacios en que se albergan las
escuelas; los cronosistemas que ritman los procesos formativos; los
contenidos y disciplinas que pautan los currículos nacionales, regionales y
locales; los indicadores de control y evaluación de los sujetos y de las
organizaciones; los actores implícitos con sus atributos y roles de identidad
(alumnos y enseñantes); las interacciones del sistema político de educación
con los diversos contextos sociales con los que habitualmente se relaciona
(familias, comunidad local, otras esferas de la vida social).
Estas culturas operan, como se ha dicho, en el contexto del mundo de la
vida, en el que a la vez cohabitan con otras culturas, con las que la cultura de
la escuela interacciona. Ello da origen a una gran diversificación dinámica de
formaciones culturales, en función de la extracción social de los sujetos, de
los niveles institucionales, de las culturas de sus profesores, del tipo de
escuela, de las formaciones sociales en las que se gestan y a las que se
ordenan y de otras variables socioculturales.
El énfasis puesto por algunas orientaciones de la historiografía reciente en
la reconstrucción de las tradiciones discursivas y de su genealogía, que
incluye a veces también, aunque no siempre, el análisis de las prácticas
implícitas en estas dos dimensiones de la cultura escolar, la discursiva y la
política, es insuficiente para una necesaria explicación holística o global del
campo. Esta limitación remite al obligado abordaje de los importantes
“silencios” que aún guarda la llamada “caja negra” de la intrahistoria escolar,
en los que operan justamente las reglas de su gramática y también los secretos
del habitus profesional de los docentes en su dimensión personal y
corporativa.
Tal abordaje puede ser planteado, ahora que las fronteras entre la
antropología, la etnología y la historia se difuminan o se entrecruzan, a partir
de la mirada etnográfica sobre los restos arqueológicos de las escuelas y
sobre sus representaciones, así como de la consiguiente lectura hermenéutica
de estas fuentes materiales en las que se expresa y manifiesta la cultura
empírica de las instituciones educativas en el pasado y en el presente. A ello
nos hemos referido ya en otros puntos de este trabajo.
Con frecuencia, las formas de la cultura empírica se han impuesto en la
realidad a las propuestas derivadas de los modos de gestión burocrática de las
reformas y a las de los discursos académicos, de suerte que el cambio efectual
que los programas de innovación logran alcanzar en las prácticas escolares y
en el comportamiento de los profesores está, en gran parte, determinado por la
lógica de la acción del cotidiano de las escuelas. Estas prácticas por lo demás
han sido a menudo deslegitimadas, como ya se ha advertido anteriormente, por
la pedagogía teórica, e ignoradas, por la cultura política, herederas ambas de
las estrategias en que se fundó la gobernabilidad de los sistemas educativos
puestos en marcha por los Estados contemporáneos. Algunas contribuciones de
la nueva historiografía y de la sociología histórica, de las que seguidamente
ofrecemos sucintas glosas, han venido sin embargo a reafirmar el decisivo
peso de las prácticas en que se materializa la cultura empírica de la escuela en
la construcción sociohistórica del conjunto de la cultura de la educación
formal.
Maestros “ignorantes”, enseñantes con oficio

Hace ya algunos años, el profesor español Miguel Ángel Pereyra tuvo el


valor y la originalidad de tratar de resignificar el papel que los maestros de
tradición gremial o artesana desempeñaron en la construcción de la profesión
de enseñante. [16] A este modelo empírico de docencia se superpuso luego la
cultura pedagógica que los liberales españoles del siglo XIX difundieron con
el movimiento académico normalista, pero las prácticas de los maestros del
Antiguo Régimen no quedaron totalmente abolidas al instituirse la modalidad
oficial de enseñanza, si bien los “maestros antiguos” pudieran ser perseguidos
por los defensores de los “nuevos docentes”, y aunque a veces su pedagogía
(esto es, su cultura práctica) fuera despreciada o subestimada por la
pretendida (tal vez pretenciosamente) cultura científica, generalmente
importada, que escribían y enseñaban los profesores de las nuevas escuelas
normales de formación de maestros creadas a mediados del Ochocientos.
Aquellas prácticas de oficio siguieron aplicándose en las escuelas
elementales del siglo XIX, e incluso más adelante, por los maestros sin
titulación, con certificado de aptitud o habilitados para la enseñanza (que no
eran pocos), e incluso por los mismos egresados de las normales, que se
servían a menudo de los modos docentes acreditados históricamente por una
especie de proceso de selección cultural que hizo sobrevivir a las rutinas
artesanas de mayor éxito en el desempeño real de la profesión de enseñante.
La historiografía ha descuidado el análisis de esta tradición experiencial y se
ha orientado más hacia la historia de las normales bajo un enfoque muy
institucional y academicista que no ha llegado a calar suficientemente, salvo
en algunas excepciones, en la verdadera intrahistoria de estos primeros
establecimientos de formación de profesores, ni tampoco en la construcción
sociohistórica de la profesión de los enseñantes como detentadora del arte
docente.
Pendolistas, calígrafos, maestros de ábaco y docentes de primeras letras,
de acreditada profesionalidad en el tiempo largo del llamado Antiguo
Régimen, fueron marginados por el normalismo académico, así como por la
historiografía liberal que trató de legitimar el nuevo modelo bajo nuevas
reglas de acreditación. Ello supuso un olvido de las contribuciones a la
configuración del viejo oficio docente y de los aportes que, desde el ámbito de
la acción, hicieron los profesores y las corporaciones en que estos se
asociaron. La marginación aludida era expresión asimismo de la estrategia de
cambio político que vio en las escuelas normales una vía o dispositivo
institucional de regularización y control de la nueva ciudadanía.
Imágenes del Oficio Docente

Representaciones del oficio docente en el gobierno de la clase y en la


pericia magistral.

Imagen de una escuela mutua francesa de 1818. El enseñante, con ayuda


de monitores y auxiliares, dirige al modo militar la marcha de la clase
con un nutrido grupo de alumnos clasificados en bancos.
Maestro en una escuela alemana del siglo XIX. Enseñar a leer ha sido
durante mucho tiempo una acción acreditada por la habilidad de cada
docente, adquirida en la experiencia y por la imitación de los
procedimientos usados por otros enseñantes.

Hubo que esperar tiempo para que los métodos de aprendizaje se


sustentaran en bases científicas relacionadas con la psicología y la
didáctica, disciplinas que, en muchas ocasiones, venían a legitimar las
buenas prácticas.
A fines del siglo XVIII, algunos de aquellos enseñantes y los leccionistas
o pasantes habían intentado, a través del Colegio Académico de Primeras
Letras, mejorar su práctica con “ejercicios académicos”, es decir, racionalizar
las actividades didácticas de la profesión al modo de un arte que armonizaba
la praxis cotidiana con la orientación teórica, cuestión que, como apunta
Miguel Pereyra, ya había intuido como posible y deseable el filósofo
Schleiermacher, que era precisamente uno de los pioneros de la hermenéutica,
corriente que postulaba la mediación entre la acción y la interpretación a
través de la phrónesis o práctica prudencial, una especie de ethos muy afín a
lo que después se denominará con Gadamer y otros el “tacto pedagógico”.
El autor de este ensayo historiográfico destaca asimismo, aun sin
señalarlo expresamente, el importante papel que estos antiguos maestros
desempeñaron en la producción de materiales instructivos, en la presencia
social de los docentes en las páginas de la primera prensa profesional y en
general en la vitalización de las academias. El modelo normalista de nueva
planta se vio abocado en el siglo XIX a asegurar la titulación de maestros de
instrucción elemental para cubrir las crecientes demandas del naciente sistema
nacional de educación, poniéndose al servicio de una escuela concebida como
dispositivo institucionalizado de normalización social instituido por el
régimen liberal, un patrón académico y burocrático bastante alejado de la
posibilidad de formar profesionales críticos y reflexivos a partir de la puesta
en valor de su propia experiencia, de sus tradiciones artesanas y de su moral
societaria.
Miguel Pereyra, sin aludir a ello, se sirve del término “ignorante” para
definir al maestro artesano sin título normalista. Usa el mismo atributo que dio
título a la conocida obra del ensayista Jacques Rancière El maestro ignorante.
En este sugestivo y original trabajo, el autor francés glosa la obra de Joseph
Jacotot, ilustrado tardío que en 1818 defendió cómo los discípulos se
educaban sin maestro “explicador” mediante procesos de apropiación
personal del saber, siguiendo métodos bien diferentes al orden razonado que
postulaban los pedagogos. Ellos solos, los sujetos, aprendieron a entender
desde su propia lengua el Telémaco de Fenelón en la versión bilingüe francés-
flamenco. Su fe en el empirismo llevó a Jacotot y a su intérprete Jacques
Rancière a concluir que los niños aprendían mejor la lectura sin maestro,
desde su misma lengua materna. La explicación razonada era el mito
discursivo de la pedagogía teórica impartida en las normales, la trampa del
maestro explicador que trazaba sobre los potenciales aprendices el velo de la
ignorancia para decretar después su metódica e ilustradora liberación. [17]
En este gesto se ejemplificaban las falacias de las pedagogías académicas
o racionales, externalistas y directivas. Desde un trasfondo en parte rusoniano,
que se sustentaba en el poder de la autoeducación del sujeto, Rancière venía a
postular la defensa de la cultura magistral basada en la experiencia, que podía
emancipar al alumno capaz de aprender por sí mismo, sin método y sin
maestro director o explicador. No está siempre reservado el conocimiento a
los artistas o a los académicos, ni se puede dividir a los hombres en sociedad
entre los que saben y los que no saben, y sí en cambio se ha de poner en valor
a quienes hablan sobre lo que hacen y de cómo transforman sus obras en
acciones significativas. [18]
La sociedad pedagogizada ignora, según él y también según Jacotot, la
musa inspiradora de este ensayo en defensa de la ignorancia, que el sujeto
posee saberes y habilidades empíricas que la cultura escolar ha de potenciar, y
que la verdadera sabiduría del enseñante está en el respeto a las “múltiples
cosas” que sabe el aprendiz antes de iniciar su escolarización. Este
radicalismo, que parece una gran boutade o un ejercicio retórico de dialéctica
negativa, se opone incluso a las sociologías progresistas inspiradas en
Bourdieu, porque la reducción de las desigualdades a que induce el control de
la violencia simbólica de los “herederos” puede derivar hacia una artificiosa
igualdad o a reproducir indefinidamente las condiciones de la misma cultura
que se erige en estrategia sociopolítica dominante. [19] Las tesis de Jacotot
sembraron la inquietud en la Europa culta de su tiempo, heredera de la
Ilustración, y las de su epígono Rancière suscitaron un alegato frente al
corporativismo de los presuntuosos y algo pedantes pedagogos de nuestro
tiempo y una apología del significado de la cultura pragmática de la escuela
sustentada en la experiencia y en la libertad de las actitudes ante la enseñanza.

Cultura popular y pedagogía vernácula

Otra interesante contribución historiográfica que enriquece la exégesis de


la cultura empírica de los maestros es la que hizo hace pocos años el profesor
Narciso de Gabriel en relación con el origen y desarrollo de la tradición de la
cultura popular de la escuela que construyeron en la práctica los enseñantes de
la comunidad de Galicia en el siglo XIX. Antes que las escuelas normales
quisieran normativizar la pedagogía escolar existía una pedagogía popular
(folcpedagogía la hemos llamado nosotros) que, en parte al menos, sobrevivió
al intento de gubernamentalización de la vida de las instituciones que el
estatismo liberal quiso imponer en el siglo XIX y en los comienzos del XX.
[20]
Este autor ha destacado que no son sólo los enseñantes, los pedagogos y
los políticos quienes construyen y dictan normas para orientar la vida escolar;
también lo hace la misma sociedad, y muy especialmente las familias de los
niños y las niñas que asisten a las escuelas. De hecho, antes de que se
instituyeran los sistemas nacionales de educación, la formación de los menores
era resuelta por los propios padres, que incluso en muchos casos tardaron en
aceptar que se decidiera desde el exterior lo que sus hijos debían hacer y
aprender en la escuela. La forma específica de cultura que nace y se desarrolla
en estos contextos informales de la vida cotidiana es sin duda una modalidad
cultural que tiene sus rasgos identitarios, los que se acogen bajo la rúbrica de
cultura educativa popular, materializada en prácticas que han llegado a
constituir una tradición sedimentada y transmitida a lo largo de un tiempo
largo. Estos modos de folceducación, o de pedagogía vernácula, pese a sufrir
los condicionamientos y presiones de la cultura dominante, política o
académica, no se han extinguido y hasta han logrado mantener una cierta
coherencia operativa y simbólica en los contextos comunitarios de la sociedad
contemporánea.
Pues bien, Narciso de Gabriel sostiene que buena parte de las prácticas
educativas populares han discurrido al margen del sistema escolar oficial.
Esta cultura se muestra hoy al historiador en dos ámbitos: el de las prácticas
específicas que estos sectores sociales promueven y el de las formas
peculiares de recepción/apropiación de la cultura escolar en la que los
colectivos populares se integran. Tales formas pueden no ser homogéneas, ya
que tampoco el estamento popular lo es (incluye, entre otros sectores, a
campesinos rurales, al artesanado urbano y al proletariado asalariado). De
Gabriel pasa revista a algunas de las prácticas que los maestros sin título de
varias regiones españolas (“babianos” de León, “escolantes” de Galicia,
“enseñaores” de Andalucía, “maestros de sequer” de Cataluña…) usaron en
España a lo largo del primer tercio del siglo XX y a la persistencia de ciertas
formas pedagógicas de esta naturaleza, hasta el final de esta misma centuria.
Todos estos modos de escolarización dieron lugar a una pedagogía folc,
esto es, a una cultura educativa basada en la experiencia que comportaba
determinados métodos de alfabetización letrada y matemática, peculiares
escenarios y tiempos, un utillaje ergológico propio o de oficio y formas
específicas de relación con los sujetos y con los contextos de proyección. Esta
cultura, en muchos aspectos arcaizante, aunque históricamente real, ha sido
silenciada por la historiografía liberal, producto del mismo sistema que creara
la escuela pública y que la universalizara. Asimismo sería despreciada por la
nueva casta académica que ha venido fijando la modernidad desde sus reglas
de verdad, de la cultura teórica, carente en muchos casos de perspectiva
empírica y de conexiones con el mundo de la experiencia.
La recuperación o puesta en valor histórico de la cultura empírica se ha
planteado ya, como hemos señalado al comienzo de este capítulo, en otras
disciplinas, reivindicando en todas ellas el valor de la experiencia y de la
memoria disponible, bajo criterios fundados en la recuperación de la tradición
acreditada y desde una lógica de lo sustentable, no bajo actitudes arcaizantes.
La nueva cultura de la sostenibilidad plantea hoy igualmente un giro desde el
que mirar con ojos nuevos los procesos históricos del desarrollo, incluido el
educativo, que nos ha conducido hasta la complejidad de las situaciones entre
las que nos movemos en el tiempo presente.
Como sugirieron las sociólogas Capitolina Díaz y Beatriz Prieto, [21] el
maestro ha afirmado su oficio práctico, en diversas situaciones
sociohistóricas, como un arte que corresponde a un experimentado bricoleur,
esto es, como la acción de un operario -ni siquiera un artesano- capaz de
resolver situaciones problemáticas mediante la aplicación de procedimientos
empíricos que él mismo concibe y desarrolla a través de la utilización de
materiales muchas veces ya usados. El trabajo cotidiano del enseñante no se
parecería ni al del científico ni al del artista, sino al del trabajador que
recontextualiza prácticas y saberes que otros han definido y compone
repertorios técnicos con recursos heteróclitos de diversa extracción. Este
perfil de docente enfatiza sin duda la dimensión empírica de su cultura de
oficio, aunque las habilidades que implique tal cultura no sean profesionales
en el sentido de las destrezas técnicas que propone la civilización industrial.
Recientemente, Martin Lawn y Ian Grosvenor, en el ámbito anglosajón,
han puesto en valor los testimonios adscritos a la cultura material de la
escuela, y dentro de esta a los recursos de las llamadas por ellos mismos
tecnologías vernáculas. [22] Estas materialidades, que en parte son
invenciones o adaptaciones objetuales, iconográficas o textuales que los
enseñantes realizan en sus propios lugares de trabajo, alcanzan hoy el estatus
de mediaciones empíricas y simbólicas que ayudan a comprender e interpretar
el arte de la enseñanza y toda la cultura pragmática de la escuela. Muchos de
estos recursos no se han transmitido en las instituciones de formación de
docentes sino a través de dispositivos creados por la misma corporación de
enseñantes y mediante mecanismos no formales de interacción que los agentes
sostienen. Algunos de ellos proceden incluso del exterior del universo escolar.
Pedagogía Vernácula

Imágenes de enseñantes gallegos no titulados, receptores e inventores de


formas de pedagogía popular o vernácula.

Maestro rural del siglo XIX que impartía los rudimentos culturales entre
los niños de las aldeas, con frecuencia de forma nómada. Sus
herramientas, como se puede ver en el grabado (de 1879), no eran
muchas.
Cuadro al óleo de Julia Minguillón (1941), artista gallega que quiso
dejar plasmada la conocida escuela de la maestra Doloriñas, quien con
buen método, prudencia y tacto enseñaba en su casa las primeras letras
a los menores del lugar.
Entre los anteriores habría que prestar atención, por ejemplo, a los
contenidos mostrados en las exposiciones y en las ferias comerciales. Las
exposiciones universales inventaron una mímesis representativa del mundo y
ofrecieron un amplio y variado muestrario de las materialidades que
instrumentaron los sistemas nacionales de educación para implementar la
enseñanza. Ambas representaciones dieron origen a un imaginario social de
las realidades no observables ni bien conocidas, a menudo exóticas,
especialmente en el caso de las comunidades que se mostraban en un espacio
público por primera vez. También ofrecieron objetivaciones empíricas
observables del emergente micromundo material y visual de la escuela. Toda
esta cultura material, que es el registro visible y tangible del universo escolar
en el pasado, también forma parte de la cultura empírica de la educación a la
que nos venimos refiriendo en este capítulo, y tiene mucho que ver con
frecuencia con las invenciones asociadas a los modos de educación popular
que se han fraguado en la experiencia cotidiana.

La “caja negra” de la escuela

La sociología británica de los años sesenta y posteriores, principalmente


la asociada a la llamada escuela de Manchester, interesada en estudiar los
procesos relacionados con la igualdad y el cambio social a través de la
observación de la vida cotidiana en las instituciones escolares, desembocó al
final en el estudio de los mecanismos informales que operaban en el interior
de la dinámica institucional, y ello condujo a los primeros análisis
etnográficos modernos acerca de la enseñanza.
Fue Colin Lacey, colaborador de Max Gluckman en el departamento de
antropología de Manchester, quien inició esta línea de análisis, desmarcándose
de los enfoques que por entonces dominaban en la investigación social, los
vinculados a las orientaciones funcionalistas y cuantitativistas de la London
School of Economics. [23] Estos paradigmas clásicos obedecían a la corriente
de la llamada aritmética política pero nunca implicaban variables “micro”
inherentes a lo que sucedía en la vida de las aulas. Tales enfoques reforzaban
por otro lado una idea, muy extendida entre los enseñantes, que subrayaba las
dificultades de cambio en las estructuras establecidas de la escuela y en las
relaciones de estas con la sociedad. Sin embargo, para los nuevos sociólogos,
el modelo input-output nunca alcanzaba a explicar lo que verdaderamente
ocurría en la black box de la escuela. Lacey, cambiando la perspectiva, se
propuso girar la mirada: investigar los hechos desde dentro hacia fuera. Para
ello era necesario hacer una larga inmersión participante en las clases,
siguiendo la regla de toda buena etnoantropología, y adoptar al tiempo una
óptica más cualitativa y observacional que se plasmaría en los registros
gráficos de los cuadernos de campo de los informantes. La escuela era un
microcosmos en el que operaban las culturas y subculturas del sistema social
que era preciso conocer empíricamente para poder explicar los resultados
académicos que obtenían los sujetos y las relaciones de movilidad y cambio
que, a partir de sus prácticas observables, se generaban en la sociedad.
Todos los trabajos interaccionistas y etnometodológicos que se llevaron a
cabo en las décadas siguientes, en diferentes contextos, pusieron de manifiesto
el carácter determinante de muchas pautas de la experiencia interna del
cotidiano escolar, y por tanto de la cultura empírica de la escuela. Algunas de
estas pautas dominantes, incluso las más decadentes, eran expresión en buena
medida de la tradición viva observable aún en las instituciones educativas.
Otras prácticas, que pudieran considerarse emergentes, eran vistas como
elementos de cambio originados en el interior mismo del universo educativo.
En todo caso, los registros etnográficos de este tipo de investigaciones
revelaron la existencia de reglas, rutinas y hábitos que eran en realidad los
patrones constituyentes de la lógica inherente a la cultura empírica escolar, y
que en buena parte operaban como elementos independientes de las normas
burocráticas y de las recomendaciones académicas, es decir, de las propuestas
emanadas de las culturas política y teórica.
Aunque las investigaciones comentadas han versado sobre la escuela del
último medio siglo, la realidad que hoy se nos puede ofrecer como ámbito
observable, también es un campo historiográfico, además de sociológico. Los
procedimientos de investigación usados y los resultados alcanzados pueden
ser extrapolados e interpretados, con las variaciones de tiempo, método y
fuentes que correspondan, para el análisis de otras situaciones anteriores y
para la interpretación de las permanencias de la tradición que sobreviven en la
cultura de la escuela, tal como se nos presenta en la actualidad. Una de las
conclusiones relevantes de este tipo de estudios es la constatación de que en la
escuela de nuestro tiempo perviven varios elementos del pasado, al tiempo
que se incoan nuevas orientaciones de sentido que inventan, desde la esfera de
la práctica, diversas opciones de futuro.
La cuestión de la existencia en la cultura escolar de una “caja negra”, con
contenidos y códigos en parte encriptados o difícilmente accesibles, en la que
se guardan las claves de la denominada “gramática de la escolarización” ha
sido planteada, según es sabido, como una de las claves interpretativas para
entender la construcción sociohistórica de la cultura escolar y para analizar
las resistencias que han ofrecido las escuelas a la innovación pedagógica. A
ello aludimos en otros puntos de esta publicación. El último libro sobre el
tema es seguramente la compilación que en 2012 publicaron Sjaak Braster, Ian
Grosvenor y María del Mar del Pozo con el título The black box of schooling,
obra que reúne un conjunto de trabajos, de diverso contenido, cuya última
intención es, según manifiestan los editores de la obra, ayudar a abrir o
desvelar los misterios, los métodos y los significados guardados sigilosamente
en esa hermética caja. [24]
Hay algo verdaderamente sorprendente en la misma fisonomía del aula, el
lugar en el que las infancias de la mayor parte de los países del mundo han
vivido durante bastante tiempo durante los años de formación. La clase es el
punto más importante de encuentro entre profesores y alumnos, pero nuestro
conocimiento acerca de lo que realmente pasa en este reducido espacio es
bastante limitado, afirman los autores citados al tiempo que invitan a entrar en
su análisis a especialistas de diversas disciplinas: historia, arquitectura, arte,
lingüística, pedagogía, sociología… Mediante el examen de imágenes y
representaciones de la clase, escritos y trabajos producidos en el interior de
las aulas, libros y egodocumentos de profesores, informes de expertos,
memorias, fuentes orales, diseños arquitectónicos, muebles y otras
materialidades de la escuela, quienes participan en esta publicación colectiva
intentan dar visibilidad a lo que se oculta en esa “caja negra” que se supone
guarda los patterns esenciales que regulan la vida de las instituciones
dedicadas a gestionar la educación formal y el comportamiento de los actores
que interaccionan dentro de las aulas.
En las conversaciones mantenidas en 2010 en el CEINCE con Marc
Depaepe, quien junto a Frank Simon fue el introductor del constructo “caja
negra” en nuestro argot historiográfico, el conocido historiador belga sostuvo
la propuesta de que en realidad en este dispositivo coexisten dos
“gramáticas”. Una sería la propiamente pedagógica y se correspondería con la
analizada por las escuelas de Stanford y Harvard (Cuban-Tyack) que afectaría
a los aspectos más instrumentales o materiales de las organizaciones
educativas, examinados aún bajo una óptica influida por el neoconductismo.
[25] Otra sería la moral, más estudiada por la historia centroeuropea y latina,
[26] que sería la relacionada con las interacciones sociales y éticas que
operan en la misma realidad escolar, principalmente en el desarrollo del
currículo y en los comportamientos de los actores de la convivencia en el aula.
Ambas serían además interdependientes en el juego de la vida escolar. La
posición de Depaepe es sin duda culturalista y holística, toda vez que trata de
trascender lo que aparece en los primeros planos del análisis empírico de la
epifanía visible de las instituciones pedagógicas y de ofrecer una visión más
gestáltica o globalizada de la fenomenología de la escuela. [27]
La Fundación Spencer ha venido patrocinando en los últimos años un
seminario internacional que reúne en la Universidad Baja California, de
México, bajo la coordinación de Antonia Candela y Elsie Rockwell, a
representantes de distintos campos disciplinarios que convergen en torno al
objetivo del aula como campo de investigación. Este colectivo trata de dar una
respuesta multidisciplinaria y comparativa a la siguiente pregunta: What in the
world happens in classrooms? [28] En este grupo de trabajo intervienen
investigadores procedentes de diversos medios académicos, americanos y
europeos sobre todo, adscritos a distintas especialidades académicas
(antropología, lingüística, análisis del discurso, psicología social, sociología,
pedagogía e historia de la escuela) y a varias tradiciones de investigación.
Entre las orientaciones teóricas que se barajan, destacan las que se asocian a
la psicología cultural de Vygotsky y Bruner, los análisis posestructurales y
genealógicos de Derrida y Foucault, el giro lingüístico y hermenéutico de
Rorty y la historia cultural/material de la educación de Grosvenor y
Rousmaniere. Nosotros mismos enviamos al coloquio un texto sobre la cultura
empírica de la escuela. El seminario, que se anunció bajo el título Qualitative
Classroom Research (QCR), pretendía construir conocimiento relevante para
entender y explicar qué ha ocurrido y qué ocurre en el interior de las aulas
escolares en diferentes épocas históricas y en distintos escenarios del mundo,
qué componentes de identidad y diversidad pueden ser descubiertos desde este
nuevo modelo de análisis cultural en perspectiva histórica y actual.
En la búsqueda de estos patterns de la cultura de la escuela, se constata
la existencia de invariantes transnacionales de tiempo y lugar, compatibles con
las diversidades culturales, así como de alternativas bien diferenciadas. El
aporte historiográfico de este grupo multidisciplinario se proyecta en el
estudio de las prácticas y discursos que han conformado el cotidiano de las
instituciones, el desarrollo efectivo de las sucesivas reformas históricas de la
enseñanza y las apropiaciones que de las innovaciones hacen los actores, esto
es, las recepciones en distintos contextos nacionales y locales de las
influencias externas que circulan en el universo de la educación. Igualmente se
constatan las persistencias técnicas en forma de tradiciones sostenidas que
sobreviven en las organizaciones escolares, junto a las variantes comunitarias
que emergen en los distintos contextos que ofrece la investigación etnográfica
en historia comparada de la educación y de la escolarización.
Regla consensuada en el grupo de estudio es que la educación histórica es
un transversal en cualquier proceso de formación, y por consiguiente también
en la preparación de los profesores. Learning from the past es una máxima en
los enfoques culturales de formación, cambio e innovación de la educación
institucional. Como todo enfoque cultural, y no meramente tecnocientista, este
seminario, al asumir que la escuela es una construcción sociohistórica,
introduce el tiempo y la memoria como una perspectiva esencial de sus
trabajos, constituyéndose por tanto en un círculo no sólo etnohistórico sino
también hermenéutico.
El informe de las reuniones que recoge el citado documento hecho
público en 2003, ofrece una síntesis de las preocupaciones y temas que han
centrado las discusiones, de las que conviene entresacar algunas a efectos
ilustrativos. Un punto de partida en los debates del seminario fue, como
destaca Frederick Erickson, el análisis del significado que cada uno de los
participantes atribuye al término clase, así como el mínimo de elementos que
dan identidad a este constructo práctico, que debe excluir lo que está más allá
de los límites de un aula.
El informe citado considera sin embargo que el espacio o habitáculo
actual que llamamos aula no es suficientemente delimitador, toda vez que otros
variados escenarios (tales como contenedores, almacenes, habitaciones de
usos polivalentes y flexibles, albergues sin muros…) pueden ser considerados
también como clases. Tampoco es generalizable -y menos hoy tras la nueva vía
abierta por la ciberescuela- que la existencia de un aula requiera la presencia
de un enseñante, ni que las actividades educativas hayan de desenvolverse
obligadamente dentro de sus límites. Ian Grosvenor ilustra el contraste entre
una clase tradicional con pupitres, armarios, profesor y otros elementos
tradicionales y otra en la que sólo hay filas de computadores, un espacio en el
que los estudiantes entran y salen y los enseñantes aparecen raras veces.
Algunos pueden considerar que esta no es una clase en sentido estricto, pero
las escuelas de planta abierta y los modelos de ciberescuela que se afirman
tras el despegue del giro digital invitan a considerar que tales escenarios serán
cada vez más frecuentes como infraestructuras materiales y virtuales a través
de las cuales vehicular los procesos de enseñanza. Qué tengan de común y qué
de diferente estos nuevos espacios con las aulas que nos ha transmitido la
historia de la escuela es otra cuestión, pero una sociohistoria de la clase tiene
que contemplar la comprensión y explicación de las invariantes y cambios que
se operan tras la revolución tecnológica en la fenomenología de las
materialidades que se reconstruyen genéticamente como fuentes del patrimonio
histórico educativo y que se observan como exponentes en el horizonte de la
evolución.
Una fórmula aceptable para asumir los cambios materiales en el concepto
de clase es definir esta en términos de formato ordenado a la comunicación
que permite establecer relaciones entre estudiantes y profesores. Aunque
normalmente estas interacciones se llevan a cabo en el espacio físico del aula,
también se pueden instrumentar y representar en muchos otros lugares, como
ocurre con los museos, los clubes, los espacios domésticos, los campos de
juego y otros escenarios en los que se ejecutan situaciones relacionales o
interactivas de enseñanza/aprendizaje, según advierte Ruth Paradise, en el
referido informe final del coloquio de la Fundación Spencer. Los espacios
virtuales sí se acomodan, en este sentido, a estos nuevos modos de relación
interpersonal mediados por artefactos y redes de comunicación, por lo que
podrían considerarse también como clases o ciberaulas.
Geometría y Gramática de la Escuela

Imágenes de dos escuelas distanciadas entre sí por siglo y medio. Con


independencia de los elementos materiales, que corresponden a las
tecnologías de cada época, nótense los isomorfismos en la disposición y
uso de los instrumentos. ¿Parecida geometría? ¿Similar gramática?
¿Qué ha cambiado en la cultura escolar, más allá de las materialidades?
¿O qué ha permanecido como estructura?

Escuela de Tolosa (País Vasco) datada en 1856. Muestra un método de


enseñanza simultánea de la lectura, presentado como innovación en la
Exposición Universal de Paris. Cada niño dispone en la mesa de un
pequeño tablero donde reproduce los ejercicios que el maestro ejecuta
en el tablero grande.
Escuela piloto de nuestro tiempo que se ofrecía una exposición
comercial de Aveiro, Portugal, en 2008.
La discusión actual conduce a considerar una diversificación de los
espacios destinados a la enseñanza en diferentes contextos sociales,
nacionales y étnicos, como hace notar Elsa Statzner. Desde la perspectiva de
los contextos, la etnohistoria permite constatar la existencia de escenografías
domésticas de escuela, eclesiales o de atrio; de sala conventual; cavernícolas
o de cuevas; incluso las escuelas efímeras como las de campaña que van
creando y abandonando los colectivos migrantes, como ocurre en el caso del
Movimiento de los Sin Tierra de Brasil. Los proyectos que emanaron de la
implantación de los sistemas de educación dieron origen a modelos nacionales
con patrones bien definidos que ofrecen variantes locales y regionales pero
que responden a una estructura edilicia con elementos comunes y a una estética
que plasmó los ideales culturales de los diferentes regeneracionismos en lo
que, por entonces, se denominaron “templos del saber” (en otros lugares se
llamaron palacios y casas de educación nacional). La exposición estable del
CEINCE “Mi Querida Escuela” ilustra adecuadamente con planos, imágenes y
textos estos proyectos y realidades con perspectiva histórico-evolutiva. [29]
En lo que se refiere a las diferencias étnicas y culturales es importante
observar las organizaciones espaciales de los escenarios escolares de varias
épocas en lugares tan diversos como la India, los países del Islam, China,
Japón y África, entre otros, y cotejarlas con las más conocidas para nosotros
de Europa y América Latina.
Elsie Rockwell, en el informe QCR citado, hace notar que todo abordaje
de la escuela como realidad no puede analizar separadamente, en distintos
contextos y etnografías, lo que en la clase ocurre de forma simultánea
(enseñar, estudiar, hacer trabajos, rezar, jugar, pelear…). Otros analistas
destacan el interés por examinar el uso de los espacios, las condiciones
materiales de acomodación de las clases, el diseño graduado de las
arquitecturas, la inserción de las tecnologías en el aula, el orden sociométrico
de las redes interactivas y otros hechos observables empíricamente o a través
de representaciones. Es igualmente interesante considerar las formas y
mediaciones de que se sirven las culturas que no se basan en el patrón de la
clase -tal como nosotros la concebimos- para propiciar el aprendizaje y la
sociabilidad.
En todas estas prácticas que se operan en el interior del universo del aula,
y en la misma ecología de la clase como sistema holístico integrado en un
contexto o territorio, está implícita la aludida gramática de la escolarización,
o si se quiere el aleph que se oculta entre los silencios que residen en la caja
negra de la escuela, que genera una cultura empírica que regula el cotidiano de
las instituciones y las conductas de los sujetos que se educan en ellas y las de
los profesionales que pautan la gobernanza de los espacios destinados a la
formación de la ciudadanía. Estos patrones de comportamiento no sólo sirven
para el tiempo de la inmersión escolar institucionalizada, toda vez que,
encarnados en la memoria individual y de grupo, se continúan como conductas
estables y duraderas a lo largo de toda la vida humana.
La profesora Elsie Rockwell, coorganizadora del evento de la Fundación
Spencer, ha desplegado en las últimas décadas una importante línea de
investigación en torno a la escuela cotidiana sobre la base de los análisis
etnográficos que desarrollan la idea de cultura como conocimiento local, tal
como postuló el antropólogo Clifford Geertz. Esta nueva orientación lleva a
centrar la atención en lo que ocurre, o lo que ocurrió, en el interior de las
aulas, el laboratorio real en el que se ha construido la cultura empírica de la
escuela. “Permanecer en la escuela, durante cinco horas al día, doscientos días
al año, seis o más años de vida infantil, necesariamente deja huellas en la
vida” -escribe la autora-. Esta experiencia varía de sociedad en sociedad, y de
escuela en escuela. Se transmite a través de un proceso complejo que sólo en
parte se conforma al programa oficial. Las prácticas construyen una trama en
la que interactúan tradiciones históricas, variantes regionales y locales,
elementos formativos de los docentes, apropiaciones de los sujetos y otras
variables que operan en la realidad, siempre compleja. El análisis etnográfico
de estas acciones en las escuelas vivas puede acercar al descubrimiento de la
“lógica del proceso” que hace “inteligibles” a las prácticas. [30] Tales
registros, cuando se llevan a cabo sobre una escuela real de nuestro tiempo,
permiten desvelar que en el interior de las clases sobreviven varias
tradiciones educativas que son históricas. Pero si la investigación se lleva a
cabo sobre fuentes del pasado, la etnografía adquiere caracteres netamente
historiográficos.
En su reciente estancia en el CEINCE he tenido la ocasión de conocer y
debatir los análisis que Nicolás Arata lleva a cabo, bajo la orientación de
nuestra colega mexicana Elsie Rockwell, acerca de la construcción
sociohistórica de la escuela elemental argentina en los finales del siglo XIX y
los comienzos del XX. En el avance de trabajo que nos ofreció, Arata trata de
resignificar la noción de escuela a través de los discursos y de las prácticas
que se generan en su entorno próximo-local como construcción de un espacio
propio y diferenciado, derivado del modelo de lugar común creado por el
Estado educador para ordenar la gobernabilidad de las poblaciones de
menores, pero mediado por los actores concretos que lo ponen en acción y los
contextos locales en que se sitúa. En estas instituciones locales se entrecruzan
tradiciones con proyectos alternativos. El análisis de la vida cotidiana de las
escuelas argentinas, en la época pos-sarmentina, evidencia prácticas y
procesos que no son uniformes y que en parte se afirman como resistencias a
la racionalidad burocrática de las políticas gubernamentales. La respuesta a la
pregunta “¿qué hace una escuela para ser escuela?” habría que buscarla pues
en el examen de estas prácticas empíricamente observables, así como en la
diversa apropiación de las normas y saberes que circulan entre las distintas
comunidades e instituciones locales. [31]
Los Hábitats de la Escuela

Cuatro espacios, cuatro hábitats, que albergaron a niños escolarizados.


¿Qué hay de común en estos ámbitos (abiertos, semiabiertos, cerrados)
para que todos puedan ser considerados como escuelas? La escuela fue
un escenario creado para asegurar la comunicación, en el que los
protagonistas llevan a cabo diversas acciones, conformadas a la
retórica del método y a las convenciones de la disciplina, para
posibilitar la sociabilidad de los alumnos.

El pórtico de la propia casa del maestro (Asturias, segunda mitad del


XIX).

El territorio colonizado (poblado de África, finales del XIX).


Las cuevas del entorno próximo (Granada, comienzos del siglo XX).
La arquitectura escolar moderna (Barcelona, segunda década del siglo
XX).
Las investigaciones etnológicas mexicanas, que parten de los trabajos de
Verónica Edwards sobre la cotidianidad de las aulas, han recalado también en
los salones de clase de las universidades, que son espacios en los que los
actores interactuantes, bajo el influjo de la historia y la cultura de la sociedad
en que se insertan, traducen a su propio código los contenidos de su campo
intelectual y social, es decir, los estructuran conforme a su cultura. Así, aunque
el espacio-escuela se nos dé como predeterminado histórica e
institucionalmente, su construcción topocéntrica será internalizada y
dinamizada por cada uno de los sujetos que viven en el escenario y por el
grupo que lo adopta como habitat académico. [32] La microsociedad escolar
en su cotidianidad recrea pues el territorio y la cultura ritual que rige en él.
Más aún, las rutinas, una vez establecidas, pueden constituirse en códigos
reglados, es decir, en gramática interna controlada por la caja negra de la
escuela. Desde estos aportes, la fenomenología, la etnohistoria y la
hermenéutica serían las perspectivas disciplinarias con las que desvelar las
claves de esta gramática, ocultas en la invisibilidad de lo que ocurre en las
prácticas cotidianas, tan frecuente en la vida de las instituciones, como señala
Frederik Emerson, una sugerencia ya advertida hace décadas en la conocida y
pionera obra de Philip Jackson La vida en las aulas, a la que nos referimos en
el primer capítulo de esta publicación. [33]
Como la gramática suele volver e imponerse en cuanto se constituye en
regla de todo lo social, la que gobierna la escuela, insertada en su black box,
también retorna y se hace visible bajo diferentes formas de resistencia a la
innovación. La tesis doctoral de Rita de Cássia Pacheco sobre las arquitec​‐
turas flexibles o de planta abierta en Brasil y Argentina pone de manifiesto
cómo persiste la gramática de la escolaridad en los usos y adaptaciones que
los docentes hicieron de los nuevos espacios, acomodándolos a los hábitos de
ellos mismos y a las rutinas institucionales establecidas, que funcionan como
variables estructurantes subyacentes. La nueva arquitectura desafía a la
gramática escolar. A veces la innovación sucumbe y en otras ocasiones fuerza
al cambio. Seguramente no hay gramática que persista sine die modelando la
cultura escolar, sin verse afectada por los retos de las reformas, pero tampoco
existe una cultura que se altere súbitamente por la simple aplicación de
innovaciones en los discursos y en las prácticas. [34]
Una última observación. En un reciente trabajo, Elsie Rockwell y Claudia
Garay han llamado la atención sobre las limitaciones que ofrecen los modelos
basados en el concepto de “forma escolar”, del francés Guy Vincent, [35] y en
el constructo de “gramática escolar”, de los estadounidenses Tyack-Cuban, al
referirse ambos principalmente a las instituciones de enseñanza graduada que
se implantaron como patrón moderno universal a partir de los comienzos del
siglo XX (“mundial” en la terminología de Meyer y Ramírez). [36] Este
modelo se sustentaba en el patrón de organización escolar de colectivos de
alumnos divididos en grupos homogéneos por edad y nivel de logro, sujetos
siempre a exámenes de paso de un grado a otro para progresar dentro del
sistema.
El esquema anterior no sería tan útil para entender e interpretar los
códigos que regían la vida y la gramática organizativa y metódica en las
llamadas escuelas unitarias, muy frecuentes aún en muchos países en la
primera mitad del último siglo. En estas escuelas un solo docente se
responsabilizaba de gestionar la marcha de la clase con grupos de alumnos
muy heterogéneos y sistemas didácticos y disciplinarios más flexibles para su
adaptación polivalente a la diversidad que concurría en un mismo espacio
educativo. [37] Sin duda, las reglas de gobernabilidad de estos centros,
generalizados en México -también en España y en otros países de nuestro
ámbito de relación, sobre todo en los medios rurales- tenían que obedecer a
otro tipo de “gramática” o de “forma escolar”. La historiografía debería
profundizar en estas variantes institucionales para no dejarse arrastrar por
enfoques que, llevados por la lógica de la mundialización, pueden ser
demasiado genéricos y exógenos.

Del tacto a la phrónesis

Los manuales de pedagogía usados a fines del XIX y principios del XX


aludían a la cultura empírica de la escuela, encarnada en este caso en el
habitus de los educadores, sirviéndose del constructo denominado “tacto”,
una especie de competencia pedagógica transversal de carácter práctico que
los docentes debían usar para servirse de la cultura de la profesión y para
traducir y adaptar a la realidad las recomendaciones educativas teóricas o
administrativas. Este saber prudencial, que ha analizado en textos portugueses,
españoles y franceses del primer tercio del siglo XX Laura Girão, es afín al
tacto/prhónesis de que hablaron algunos círculos hermenéuticos (Gadamer lo
denominó sentido común), una dimensión que vendría a formar parte del
hábito profesional de los mejores docentes y que ha de ser incluida asimismo
dentro del ámbito de la pragmática de la escuela. [38]
Georg Kerschensteiner -en sus conocidas reflexiones acerca del “alma de
educador”- habló del “tacto pedagógico”, definiéndolo como la capacidad de
reconocer y aplicar rápidamente y con seguridad los medios disponibles en el
entorno próximo de trabajo en orden a resolver en situaciones o problemas de
la realidad cotidiana. También lo conceptualizó como una cierta
“sensibilidad” que los buenos docentes tendrían para encontrar la “solución
adecuada” a cada una de las “situaciones diferentes” que se les plantean en su
espacio de trabajo, o de traducir y aplicar las “reglas pedagógicas” generales
a cada caso concreto. Nada podría reemplazar a este tacto, ni la erudición
académica, por vasta que fuese, ni el ejercicio diario de la actividad
educadora o simple praxis. Lo que él llamaba la “capacidad para ejercer
influencia pedagógica” era una especie de aptitud mezcla de eros y de ethos,
de potencia motivadora, poiética, y de comportamiento moral, que se
asociarían al poder de la intuición y a la especial sensibilidad ética
constitutivas de este tacto. [39] Esta cualidad era, en definitiva, una dimensión
práctica y moral del habitus profesional de los enseñantes, y también una
característica corporativa que formaba parte del perfil social de la profesión
de educador asumido por la comunidad como expectativa.
Gadamer [40] y Van Manen [41] han utilizado asimismo este constructo
asociándolo en parte a la phrónesis aristotélica, una especie de categoría ética
que algunos vinculan a la sabiduría prudencial que asegura el éxito en la
gobernabilidad de los asuntos humanos, y también de los pedagógicos en su
dimensión pragmática. Toda decisión moral acertada, y la cultura de la escuela
se nutre en su cotidianidad de este tipo de acciones, requiere del tacto, un
dispositivo que, como advirtió Gadamer, al igual que el gusto en la estética, no
es producido por la razón, toda vez que su lógica es indemostrable, pero
resulta en cambio tan seguro y eficiente como el más vital de los sentidos
humanos.
Para Max van Manen, que aplica este dispositivo a la sensibilidad
pedagógica, el tacto sería cercano a la intuición moral práctica y a ciertas
actitudes capaces de resolver de forma inteligente las situaciones cotidianas
no previstas. Esta cualidad implica saber interpretar discursos y emociones a
través de la lectura de los gestos, el comportamiento y el lenguaje, así como
poder elaborar actitudes para, de modo cortés y sagaz, afrontar las relaciones
humanas y los problemas de la vida diaria. [42] No tiene que ver en realidad
tal aptitud, como pudiera sospecharse, con la táctica, que es una especie de
talento estratégico conformado a un método, sino con el arte de la discreción,
un tipo de sabiduría que analizó ya con sagacidad el escritor español del siglo
XVII Baltasar Gracián y que inspiró a Norbert Elias en sus planteamientos
acerca de la nueva sociología de la urbanidad y de la genealogía de los modos
de civilización que emergieron en los tiempos modernos. [43]
Tacto, sentido común y sensibilidad son ingredientes puestos en valor por
la hermenéutica de la devaluada razón práctica que entrarían a formar parte
del oficio de enseñante. Frente a la lógica puramente instrumental,
fundamentada en la ciencia positiva y en la tecnología, la sensibilidad y el
tacto serían capacidades humanas prácticas, no derivadas de un saber teórico
o del imperativo de las normas que dicta la obediencia política, aptas, según
muestra Lourdes Otero, para percibir situaciones complejas y comportarse con
habilidad y sentido común ante ellas, esto es, para dar una respuesta a las
expectativas, basada en la inteligencia práctica de los sujetos que conviven.
[44] Para esta autora, que apoya su reflexión en Gadamer y Jauss, sobre todo,
el tacto es un ethos común, una forma de mesura y una cierta sabiduría, que se
adquiere, como toda la pragmática de la educación moral, en la misma
experiencia y en la ejemplaridad, no por el conocimiento científico o técnico.
Este ethos es, como se sabe, un sintetizador antropológico y moral
inherente a la tradición práctica de la pedagogía y de la cultura de la escuela.
Desde esta perspectiva, la cultura empírica, la que se relaciona con el mundo
de la experiencia, la impregnación comunitarista y el sentido común de la
aplicación, estaría en línea de la phrónesis clásica, la aristotélica. En lo
antropológico podría acercarse a la formación del carácter. Hay docentes con
buen tacto y otros que no disponen de él. Forjar un carácter es desarrollar una
manera de ser y de comportarse, y por lo tanto es materia educable, que sólo
condicionan en parte las idiosincrasias subjetivas, como advierte Victoria
Camps glosando las ideas éticas de Aristóteles. [45]
Los patrones formativos asociados al tacto, que fueron desprestigia​dos
por el racionalismo ilustrado y el positivismo tecnocientífico, se recupe​ran
ahora desde la nueva hermenéutica y la nueva ética de los sentimientos
morales, de las que habla la filósofa Martha Nussbaum. [46] El análisis de la
cultura escolar en el marco de estas proposiciones conduce a destacar que no
todo se aprende por razonamiento, y que muchos elementos de la cultura
educativa se internalizan por pertenencia a una comunidad, esto es, por la
mímesis e inmersión en ella. Tales efectos son producidos o inducidos por los
modos de sociabilidad educativa que operan en el mismo magma de la
sociedad y del mundo de la vida, un elemento plasmático que condiciona al
tiempo el juego interactivo entre todas las culturas escolares, tal como vimos
en el diagrama ofrecido anteriormente en este capítulo.
También el “cultivo del sí mismo” del que hablaba Gadamer, que Michel
Foucault formula bajo la expresión “cuidado del yo”, podría ser el resultado
efectual de la reflexividad y del tacto, de la práctica de la prudencia y el arte
de la discreción. El yo reflexivo es en realidad el que conduce al “educar es
educarse”, axioma esencial para la pedagogía del filósofo de Verdad y
método. La cultura es cuidado y cultivo y la paideia se traduce, bajo esta
perspectiva, en una determinada forma de ludus que opera entre la estética y la
moral, y que asegura el ejercicio de la razón práctica, la formación del
carácter y el uso del tacto y la creación de sentido en la orientación de la
cultura y en las relaciones humanas.
Hans Jauss, de la escuela de Constanza, alude a las dos funciones que
desempeña el “arte docente”: la de instituir normas y proponer a los demás
modelos ejemplares, y la de comunicar significados a través de las formas
elementales de acción. [47] Los modelos pueden promover adhesiones libres
o interpretaciones, y en la dimensión intersubjetiva, propiamente
hermenéutica, abocan al consenso abierto o a la retórica. Ambas
consecuencias, de cuño aristotélico, rehabilitan el valor del saber práctico y
su aplicación a las relaciones entre sujetos morales. Jauss sobrepone en esta
conclusión la retórica de Gadamer al lenguaje en parte aún idealista de
Habermas. La prudencia retórica salva la diferencia, la alteridad, lo que
enriquece la experiencia y el discurso, más allá del consenso del mejor
argumento, que puede ocultar la riqueza de la diversidad. Por otro lado, la
metáfora viva de la que habló Paul Ricoeur [48] permitiría abrir la semántica
de los relatos y del texto en el seno de una comunidad interpretativa
democrática y plural.

Experiencia y hermenéutica

Más allá del tacto y de la phrónesis está la experiencia sedimentada,


expresada en lenguaje narrativo y constituida en memoria, que incluye
contenidos que han de ser descifrados para su cabal comprensión. Con la
empeiría, interpretada en su constitutiva lingüisticidad y procesada por la
razón anamnética, entramos ya en la vía propiamente hermenéutica. La lectura
y la deconstrucción de los contenidos y lenguajes de la memoria es la vía de
acceso al conocimiento de la cultura empírica de la escuela. Como ha dicho el
filósofo español Emilio Lledó, discípulo de Gadamer, al recordar los hechos,
y convertirlos en palabras, asumimos la memoria, en la que tratamos de
encontrar aquellos contextos donde poder intuir una proyección de sentido
hacia el futuro. Y en esto consiste precisamente la interpretación, que es la que
en definitiva permite hablar del futuro de la memoria. [49]
Aquí la lógica de la investigación se torna en hermenéutica, una vía de
acercamiento a la verdad de carácter constructivista y dialéctico que, como ha
destacado el profesor Umberto Margiotta, busca la producción de sentido al
modo husserliano o fenomenológico, procediendo sin intención ni prejuicios y
dejándose sorprender por cada giro que da la lectura de los hechos. En este
proceso interpretativo, el analista trabaja con huellas, indicios o signos,
abriéndose a la diferencia y a la alteridad para poder complejizar el círculo
de la comprensión. De este modo, se espera que emerja la ratio latente, esto
es, la lógica interna del sistema. [50]
No todo el pasado se recuerda, ni todo lo que recordamos es fiel
expresión del pasado recuperado en la memoria. Existe en todo sistema de
cultura una tradición activa, otra depositada en el disco duro de la memoria
que puede ser reactivada y zonas importantes que configuran la extensa y
profunda región del olvido. La tradición viva puede expresar en sus
manifestaciones la persistencia de ciertos patrones de cultura encarnados en la
conducta de los actores en forma de usos o hábitos. También puede ser la
expresión de un texto sustentado en los narratorios de los diversos sujetos o en
los registros de imágenes y escrituras que es preciso saber leer e interpretar
para elucidar su significado.
En la hermenéutica de Paul Ricoeur, que ha inspirado un importante
experimento pedagógico-cultural en la línea de lo que aquí tratamos, el que ha
llevado a cabo en los últimos años el grupo de Teramo, en Italia, liderado por
Antonio Valleriani, se ponderan tres círculos:
1. El que a través de la secuencia comprensión-explicación-
interpretación busca la restauración del supuesto sentido original de la
experiencia y del valor representativo del texto como mímesis de la
realidad.
2. El que analiza las diferentes recepciones o apropiaciones que llevan a
cabo los sujetos y las diversas interpretaciones que se dan en varios
contextos y tiempos.
3. El que busca una construcción intersubjetiva a partir justamente de la
interrelación entre la subjetivación de la experiencia vivida, la
memoria recuperada y el lenguaje en que se expresa esta
interpretación. [51]

El aporte de los trabajos de Teramo es de gran valor porque todos ellos


están radicados en la experiencia como fuente primaria de la cultura empírica
de la escuela.
El Tacto en la Educación

Dos imágenes alusivas al tacto y a la hermenéutica.

Imagen de una escuela de Nigeria (cortesía de Juan González). Un


maestro nativo dirige con pericia y tacto amable -dos habilidades en
parte vernáculas aunque universales- el trabajo de sus alumnos
Cubierta de libro que inicia, en 1995, la serie de trabajos hermenéuticos
del Círculo de Teramo, Italia, bajo la orientación del filósofo Paul
Ricoeur y la dirección del pedagogo Antonio Valleriani.
La cultura registrada en la memoria y en el lenguaje, la que ha sido
salvaguardada por los actores de la esc uela, puede ser representada e incluso
museizada en espacios ad hoc para su análisis arqueológico y etnográfico. En
esta mise en scène de la memoria se pueden encontrar lo que el etólogo y
biólogo evolucionista Richard Dawkins ha denominado “memes”, [52] unas
construcciones equivalentes a los patterns. Tales pautas estructuradas son
constantes culturales que se transmiten entre generaciones y que se afirman
como patrones estables de la cultura escolar. Los profesores, al leer estos
materiales e interpretar los códigos que subyacen en ellos, se apropian de los
“memes” portadores de memoria implícita, los examinan críticamente y
construyen con sus lecturas una visión densa y compleja del mundo en el que
trabajan. De este modo, la hermenéutica que deriva de este proceso de
apropiación cultural de la memoria/tradición contribuye a la educación
histórica de los enseñantes y también a su formación crítica.
Bien ¿y cómo acercarnos a la investigación histórica de esta cultura
empírica, que es la que más atractivo puede tener para que los profesores
problematicen su presente (más allá de los reclamos que provienen de la
nostalgia de la gran teoría, del pragmatismo instrumental y acrítico o de los
bienintencionados discursos emancipadores)? ¿incorporando la reflexividad
sobre la praxis como acción esencial en los procesos de autocomprensión
narrativa de los enseñantes y en las estrategias de innovación? En este orden
de cosas, ¿cómo entender el learning from de past en clave más antropológica
o histórico-cultural, e incorporar al tiempo esta memoria al desarrollo
personal y profesional de los docentes?
En otro orden de cosas, la hermenéutica puede implementarse también a
través de las disciplinas y de las artes que analizan la memoria de la empeiría,
considerando, como sugiere Esther Aguirre, una pluralidad de puntos de
observación que iluminen la complejidad y nos abran, con planteamientos a
veces transdisciplinares, la construcción de horizontes de sentido. La mirada
desde otros lenguajes simbólicos de la cultura (corporales, sonoros, visuales,
dramáticos) abre la realidad a nuevas posibilidades de comprensión. [53]
Entender cómo nos hablan las artes que están en el universo exterior a la
escuela misma nos lleva a pensar la educación desde lugares sorprendentes,
como sugirió en sus últimos ensayos acerca del giro artesanal posmoderno
Antonio Santoni Rugiu. [54] Julia Clemente, en la obra colectiva editada por
Esther Aguirre, alude a los entramados que atraviesan las “artes del hacer”,
que dan origen a redes sedimentadas de texturas en las que se materializan los
modos de expresión y el mismo ethos que analiza la historia cultural, también
la de la escuela. [55] El coloquio internacional que tuvo lugar en 2014 en el
Colegio España de la Ciudad Universitaria de Paris sobre Las artes hoy, en el
que intervinimos con una ponencia acerca de la crisis de la educación estética
en la escuela de nuestro tiempo, vino a remarcar este nuevo modo inter y
transdisciplinar, al mismo tiempo que estético-artesano, de examinar e
interpretar la escuela y su cultura. [56]

Etnohistoria de la escuela

Para ensayar, en consonancia con los anteriores presupuestos, una


aproximación a la hermenéutica de las prácticas docentes desde las reglas de
la investigación etnográfica hemos de seguir aplicando algunas de las pautas
que sugieren las propuestas de los académicos que trabajan en etnología en
una orientación más antropológica que historiográfica. [57] Veamos pues
algunas de estas orientaciones metodológicas.

Extrañamiento
Lo primero que ha de hacer todo buen etnólogo es sorprenderse al
observar cómo los otros practican una determinada cultura bajo formas
distintas a las supuestas por él mismo como investigador. Ello suele conducir
a una ruptura cognitiva con las propias percepciones y con los
convencionalismos al uso, es decir, con los estereotipos dominantes y con los
supuestos de similitud. En el fondo, esta actitud de pesquisa supone someter en
primer lugar lo observado a la hipótesis de falsación (lo que hacen los otros
no parece responder a lo que yo había supuesto, a lo que yo haría y menos a lo
que debería hacer). Las practicas culturales son “naturales” para los actores
de cada grupo o de cada época, pero extrañas para el investigador.
El etnógrafo y el historiador someten, después de observar las prácticas
de los actores primarios, o los materiales en que estas han quedado
históricamente objetivadas, a la luz de la teoría antropológica y social desde
la que se pueden interpretar estas fuentes. Desde estos presupuestos, el
etnohistoriador debería liberarse de los estereotipos y prejuicios acerca de las
prácticas del pasado escolar que examina e interpreta. En este sentido, tendrá
que intentar leer y comprender las tradiciones desde diversas conjeturas,
incluso desde la sospecha, y siempre en clave genealógica (cómo se han
originado las prácticas constatadas). Los maestros del pasado, como los
oráculos preclásicos, no hablan a las claras, ni tampoco ocultan todo, sino que
se manifiestan por señales o indicios. En el descifrado de estos signos, que
puede ser polisémico como los juegos de metáfora viva de Paul Ricoeur, hay
que desvelar enigmas, paradojas, ambigüedades, simbolismos y gramáticas.
En este análisis e interpretación, entra en acción la hermenéutica construyendo
un círculo lector entre el historiador y las formas culturales que se someten a
examen.

Intersubjetividad
La objetividad, o la aproximación posible a ella, se construye
intersubjetivamente. El etnógrafo mira y escucha lo que hacen y dicen los
actores observados en sus escrituras u oralidades. Contempla diferencias y
afinidades, alteridades y convenciones o reglas convergentes. Somete estos
registros a las diversas lecturas posibles en el marco de su comunidad
interpretativa o de otros círculos hermenéuticos. Del mismo modo, el
historiador elabora una representación o texto con los datos registrados en su
cuaderno de campo a través de las escrituras, las voces, los objetos, las
imágenes… La búsqueda de la relación de mímesis entre este texto-
representación y la realidad analizada sigue el trazado de las diversas
interpretaciones y apropiaciones posibles y el proceso de una construcción
compartida que ha de ser necesariamente intersubjetiva, dialógica, y nunca de
una sola lectura.

Descripción densa
El etnógrafo busca formar tramas de experiencias y narratorios,
relaciones complejas entre las variables que contempla, significaciones que
los actores dan o atribuyen a sus acciones, argumentos discursivos,
ambivalencias entre deseos y percepciones. Con los datos que busca y
encuentra construye un texto inteligible, con sentido, basado en valores
compartidos, en parte también negociados, es decir, propone una
representación densa de la compleja realidad estudiada, para decirlo con los
conceptos y términos de que se sirve el conocido antropólogo Clifford Geertz.
[58]
Esta complejidad es transferible igualmente, con las debidas
adaptaciones, a la práctica historiográfica, que puede tratar de indagar
indicios y huellas para poder construir todo un tejido de fuentes de diversa
naturaleza que se abran a interpretaciones, igualmente plurales, a fin de poder
ofrecer una explicación asimismo compleja y densa de las formas culturales
del pasado que estudia, que subyacen en los testimonios.

Triangulación
El etnógrafo trata de seguir al sujeto en diversos contextos y valida sus
registros con diversas fuentes (objetos-huella, iconos, palabras). De acuerdo
con una expresión empleada en antropología cultural, el etnógrafo es como un
recogedor de basuras que “olisquea” entre los residuos (como el perro de
Charles S. Peirce -o el de Sherlock Holmes- en la lógica abductiva que ha
venido postulando la semiología desde sus orígenes) lo que hay de valor
rescatable tras los signos que acompañan a los objetos-huella. Todo material,
incluso el descatalogado, y no sólo el que resulta más atractivo a primera
vista, es a estos efectos un documento relevante para el programa de
investigación.
Con los restos arqueológicos disponibles se pueden construir estratos,
como en las montañas de escombros que acumulan residuos de diversas
épocas, y dentro de cada estrato se podrían buscar materiales representativos
que corresponden a cada ciclo cultural (ajuar ergológico dominante, arcaísmos
decadentes, producciones vernáculas, tecnologías de diverso nivel…). La
cultura material de la escuela se construiría mediante la etnografía al modo de
los trabajos de un bricoleur, pero, más allá de los juegos artesanales, se
abriría a la semiología. El etnohistoriador analizará las prácticas culturales
implicadas en las materialidades que examina a través de procesos que
triangulan no sólo las fuentes sino las miradas que se pueden proyectar sobre
ellas. [59]

Intertextualidad
El etnógrafo entrecruza los textos y busca trazar puentes entre ellos para
encontrar sentido entre los numerosos fragmentos que manipula y así poder
construir un conjunto interpretado y propositivo con intención holística. De
igual modo, el historiador de la cultura empírica de la escuela maneja todo
tipo de testimonios del pasado que son susceptibles de utilización como
fuentes de conocimiento y, asociando y fusionando recursos materiales, iconos
y textos, llega a configurar con ellos un cuaderno de campo en el que encuentra
relaciones, estructuras y combinaciones intertextuales que permiten una
comprensión globalizada de las prácticas y de los discursos que examina.
Materiales para la Etnohistoria Escolar

Cuatro tipos de fuentes materiales para la etnohistoria de la escuela.


Con estas y otras iconografías se puede tejer la imagen de la cultura
escolar.

Los dones de Froebel, material lúdico dotado de carga simbólica.


Cuaderno de escritura y dibujo, modelo de estilo gráfico.
Manual escolar de lectura con iconos de las razas humanas (1922).
Novela pedagógica que narra la historia de vida de un enseñante
(1922).
La hermenéutica de los análisis de esta cultura empírica se asocia
asimismo a la narratividad de los sujetos y se sustenta en la lectura compartida
en el contexto de una comunidad interpretativa. La investigación histórica
busca en último término el hallazgo que pueda dar una orientación de sentido a
los signos y significados de los lenguajes en que se expresan los restos y
testimonios, todos ellos semióforos, es decir, portadores de una determinada
semántica. [60] Ello supone entre otras cosas:
La lectura creativa y compartida de cómo los sujetos han inventado y
usado en la acción los objetos-huella.
Una visión antropológico-cultural de los instrumentos de trabajo de la
escuela como invenciones y como material integrado en sus contextos
de uso.
La interpretación de las representaciones o mímesis iconográficas (las
escenografías son construcciones culturales).
Una descodificación de los textos orales y las escrituras ordinarias.
La formulación de hipótesis abductivas (Peirce), indiciarias
(Ginzburg) y metafóricas (Ricoeur) que funden una semiología que
salve las diferencias y no simplifique la interpretación por reducción
forzada a consenso.

En otro orden de cosas, el historiador de los modos culturales construye


la realidad no sólo mediante procedimientos etnográficos sino también por
medio de procesos narrativos. Los historiadores elaboramos historias, como
dice Jerome Bruner, a través de relatos. [61] Mediante estos narratorios
aprehendemos una cultura, dotada de símbolos y significados racionales y no
racionales. Al interpretarlos construimos un texto estructurado conforme a
ciertas reglas que ordenan la narración en tiempos, acciones, agentes y
argumentos explicativos. Este texto no tiene en principio una única lectura.
Será el círculo hermenéutico, como ya se ha dicho, el que tratará de crear una
lectura negociada y coherente de sus contenidos y de su discurso, que no
excluya la diversidad, sino que incluso en ocasiones la asuma y potencie. [62]
Finalmente, al dotar de coherencia al texto lo convertimos en contenido de la
historia.
En definitiva, pues, la propuesta que aquí hemos desarrollado trata de
ensayar una nueva arqueo-genealogía de las palabras, las imágenes y las cosas
que oriente primero la deconstrucción y luego la construcción hermenéutica, en
la línea de lo que ya sugirió Hayden White. [63] Bajo esta estrategia, que tanto
en la fase etnográfica como en la interpretativa parte de hipótesis-sospecha y
conduce a la dialogicidad, en la que todas las lecturas son posibles, aunque
algunas resulten más plausibles que otras, podemos aproximarnos a
descodificar las pautas visibles y no visibles de la cultura empírica de la
escuela, de sus códigos gramaticales. Y esta operación, para que sea asumida
en una democracia cultural, deberá abordarse con la participación conjunta de
los prácticos, los administradores y los académicos, esto es, mediante la
interacción y, si es posible, la convergencia o consenso entre los distintos
tipos de agentes que crean cultura en torno a la cuestión escolar.
Algunos elementos de la cultura empírica fueron introducidos en etapas
históricas precedentes como innovaciones, tal como destacaron Tyack y Cuban
en el trabajo varias veces referido, y pasaron después al estatus de rudimentos
decadentes adscritos a otro nivel arqueológico. Otros, como hemos dicho, han
sobrevivido a varias reformas. Estas tradiciones, como señalan Romero y De
Luis, apoyándose en el consejo de Habermas, deben ser investigadas como
costumbres colectivas a la luz del conocimiento disponible. [64] No han de
ser por tanto estas herencias objeto de exclusión o de marginación, sino de
exégesis patrimonial. La tradición sostenida, el peso de la costumbre y el
hábito, además de dar seguridad al sistema de cultura y a los individuos que
viven en él, y de ofrecer resistencia a la compulsiva obsesión reformadora de
las burocracias y las academias, puede constituirse en una tradición de sentido
en la que, incluso críticamente, nos podemos instalar.
Las prácticas no son acciones neutras, sino creaciones socioculturales
dotadas de significado y de discurso. Se nutren de memorias que son
portadoras de un definido sentido cultural y que contribuyen al desarrollo de
la profesionalidad de los docentes. Conviene recordar aquí la alusión que
hicimos al comienzo de este ensayo a Frank McCourt y a su relato
autobiográfico, en el que confesaba: “El camino de la pedagogía es largo. Soy
un profesor nuevo y estoy aprendiendo con la práctica… Jugueteo con los
instrumentos de mi nuevo oficio…”. [65]
Los profesores de pedagogía de la Universidad de Nueva York hablaron a
McCourt de las filosofías de la educación, de los imperativos morales de la
enseñanza y de la las teorías de la gestalt, entre otras muchas cosas que a él le
parecían especulativas, pero nunca acerca de cómo afrontar y resolver las
situaciones críticas con las que él se iba a enfrentar en el aula. En la
Universidad había asignaturas que trataban de cómo enseñar desarrolladas por
profesores que no sabían enseñar. Impartí, resume el autor de esta novela-
ensayo al final de su narratorio, miles de horas de clase, y cada hora la viví
como un duelo (tu contra ellos/ellos contra ti) en busca de un orden que
instaurara la paz y el silencio, valores climáticos sostenibles para desempeñar
en armonía, con cierta dignidad y disciplina, el oficio de enseñante. Pues bien:
estas conductas son también culturales, aunque parezcan estar muy alejadas de
los modelos visibles o discursivos con los que tratamos de ordenar y gobernar
el régimen cotidiano de los centros destinados a la enseñanza. Ellas son la
mejor y más directa expresión y representación de la práctica escolar como
cultura, objeto de análisis de este capítulo de la obra.
Notas

1. Zigmunt Barman, La cultura como praxis, Barcelona, Paidós, 2002, p. 14 ss.


2. Edgar Morin, El método 4. Las ideas: su hábitat, su vida, sus costumbres, su organización,
Madrid, Cátedra, 1992, p. 62. Citado por Carlo Rosa, La ética frente a las nanociencias y
nanotecnologías, Argumentos, 26.73, septiembre-diciembre, 2013, pp. 201-205.

3. Justino Magalhães, Da cadeira ao banco. Escola e modernização, Lisboa, Educa-Instituto


de Educação, 2010, p. 34.

4. Stuart Hall, “Cultural studies and its theoretical legacies”, en D. Morley & K. H. Chen: Stuart
Hall, Critical dialogues and cultural studies, London, Routledge, 1992, p. 261 y ss.

5. Véase: Stuart Hall, “The rediscovery of ideology”, en J. Storey (ed.), Cultural theory and
popular culture, Harlow, Pearson, 2009, p. 560 y ss.
6. Zygmunt Bauman, op. cit., p. 28.

7. David Tyack y Larry Cuban, En busca de la utopía. Un siglo de reformas de las escuelas
públicas, México, Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 17.
8. Roger Chartier, Entre poder y placer, Madrid, Cátedra, 2000, p. 37.

9. Pierre Bourdieu, Las reglas del arte, Barcelona, Anagrama, 1995, p. 296 ss.
10. Pierre Bourdieu, Autoanálisis de un sociólogo, Barcelona, Anagrama, 2006. pp. 91 y 141.

11. Alberto Barausse, I sentieri di Clio. Bilanci e nuove prospettive di ricerca nella storia
della scuola oggi, Campobasso, Università del Molise, 2008. Roberto Sani, “History of Education
in modern and contemporary Europe: New sources and lines of research”, History of Education
Quarterly, 53-2, 2013, pp. 184-195.
12. Véase: Antonio Viñao, “La historia de las disciplinas escolares”, Historia de la Educación,
25, 2006, pp. 243-269. También: André Chervel. La culture scolaire. Une approche historique,
Paris, Belin, 1998, y Luz Elena Galván & Lucía Martínez (eds), Las disciplinas escolares y sus
libros, México, Centro de Investigaciones en Antropología Social y Universidad de Morelos, 2010.

13. Véanse nuestros artículos: “Las culturas escolares del siglo XX. Encuentros y
desencuentros”, Revista de Educación (MEC), Número Extraordinario, 2000, pp. 201-218.
“Entrevista” en José Luis Álvarez Castillo (coord.), Cultura y Educación, 14-3, 2002.
Monográfico sobre “Las culturas de la educación en perspectiva histórica”.
14. Juan Alfredo Jiménez Eguizábal. (ed.), Etnohistoria de la escuela, Actas del XII Coloquio
Nacional de Historia de la Educación, Burgos, Universidad, 2003.

15. David Solla Price, Hacia una ciencia de la ciencia, Barcelona, Ariel, 1973, p. 107.

16. Miguel A. Pereyra-García, “Hubo una vez unos maestros ignorantes. Los maestros de
primeras letras y el movimiento ilustrado de las academias”, Revista de Educación, Número
Extraordinario, 1988, pp. 193-224.

17. Jaques Rancière, El maestro ignorante, Barcelona, Laertes, 2003, p. 12 ss.


18. Ibidem, p. 95.

19. Ibidem, prefacio, pp. IV-V.


20. Narciso de Gabriel, “Clases populares y culturas escolares”, en Juan Gómez y otros (ed.), La
escuela y sus escenarios, Actas del Coloquio SPICAE, El Puerto de Santa María (Cádiz),
Ayuntamiento, pp. 243-268.

21. Capitolina Díaz y Beatriz Prieto, “Entre el bricolage y la ciencia”, Vela Mayor. Revista de
Anaya Educación, 9, 1996, pp. 19-25.
22. Martin Lawn & Ian Grosvenor, “Whe in doubt, preserve: exploring the traces of teaching and
material culture in English schools”, History of Education, 30-2, 2001, p. 117 ss.

23. Colin Lacey, Hightown Grammar: the school as a social system, Manchester, Manchester
University Press, 1970.
24. Sjaak Braster, Ian Grosvenor, María del Mar del Pozo, The black box of schooling. A
cultural history of the classroom, Brussels, Peter Lang, 2012.

25. El primero en utilizar la expresión “grammar of schooling” fue Larry Cuban, “Reforming
again, again and again”, Educational Rechearcher, 19.1, 1990, pp. 3-13.
26. Se refiere sobre todo a los trabajos de Heinz Elmar Tenorth, “Historiche Bildundsforshung”, y
de Jürgen Oelkers, “Reformpädagogik”, citados por Frederik Herman, obra referida en la
siguiente cita., pp. 5-6.

27. Marc Depaepe, “La caja negra de la escuela”, Papeles del CEINCE, 7, 2010, p. 3. Véase la
disertación doctoral de su alumno Frederik Herman y los papeles anexos de Marc Depaepe y
Angelo Van Gorp, School Culture in the 20th Century, Leuven, Katholieke Universiteit, 2010.
Ver la reciente obra de Marc Depaepe, en la que compila diversos trabajos, Between
Educationalization and Appropiation, Leuven, Leuven University Press, 2009.
28. Antonia Candela y Elsie Rockwell (eds), “What in the world happens in classroom”,
Qualitative Classroom Research (QCR), México, Fundación Spencer, 2003.

29. Véase: Video “Mi Querida Escuela”, colgado en website CEINCE (www.ceince.eu).
30. Elsie Rockwell (coord), La escuela cotidiana, México, Fondo de Cultura Económica, 1995,
pp. 7-18.

31. Nicolás Arata, La escolarización en la ciudad de Buenos Aires. Un mapa de la cuestión


(1880-1920), documento de trabajo provisional ofrecido por cortesía del autor en su estancia en
el CEINCE (2013).
32. Ana Ornellas, Comunicación y vida cotidiana escolar en la sociedad contemporánea,
México, Plaza y Valdés-Universidad Pedagógica Nacional, 2007, pp. 55-59.

33. Philip W. Jackson, La vida en las aulas, Madrid, Marova, 1975 (la publicación original es de
1968).
34. Rita de Cássia Pacheco, Arquitectura flexible e pedagogía ativa: um (des)encontro nas
escolas de espaços abertos, Tesis doctoral, Instituto de Educação, Universidade de Lisboa, 2011,
pp. 23-25.

35. Guy Vincent, L´éducation prisonnière de la forme scolaire: scolarisation et socialisation


dans les sociétés industrielles, Lyon, Presses Universitaires, 1994.
36. John W. Meyer y Francisco Ramírez, “La institucionalización mundial de la educación”,
Jürgen Schriewer (ed.), Formación del discurso en la educación comparada, México,
Pomares-Corredor, 2002.

37. Elsie Rockwell y Claudia Garay, “Las escuelas unitarias en México en perspectiva histórica”,
Revista Mexicana de Historia de la Educación, 2014, II-3, pp. 1-24.
38. Laura Girão, Tacto, bom senso e prudência nos manuais de pedagogia e didáctica do
magistério primário: a dimensão hermenêutica do trabalho do professor, Tese de Mestrado,
Universidade de Lisboa, 2005, acceso por cortesía de la autora.

39. Georg Kerschensteiner, El alma del educador y el problema de la formación del maestro,
Barcelona, Labor, 1928.

40. Hans G. Gadamer, Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 2003, vol. I.

41. Max van Manen, El tacto en la enseñanza, Barcelona, Paidós, 1998.


42. Ibidem, p. 138.

43. Baltasar Gracián, El discreto, Huesca, Juan Nogués, 1646, edición facsímil. También: Norbert
Elias, El proceso de la civilización, México, FCE, 1988.
44. Lourdes Otero, “El didactismo, un valor rehabilitado por las estéticas de la hermenéutica”,
documento cedido por cortesía de la autora, en prensa.

45. Victoria Camps, El gobierno de las emociones, Barcelona, Herder, 2011, p. 42.
46. Martha C. Nussbaum, Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las
humanidades, Buenos Aires, Katz Editores, 2010, p. 51.
47. Hans R. Jauss, Experiencia estética y hermenéutica literaria, Madrid, Taurus, 1986

48. Paul Ricoeur, La metáfora viva, Madrid, Trotta, 2001.

49. Emilio Lledó, Palabras e imágenes, Barcelona, Centre d´Investigació de la Comunicaçió,


1994, p. 6.

50. Umberto Margiotta, “Hermenéutica y lógica de la formación”, en Joaquín Esteban (ed),


Cultura, hermenéutica y educación, Valladolid-Berlanga, UEMC-CEINCE, 2008, pp. 36-41.
51. Antonio Valleriani (ed.), Verso l´oriente del testo. Ermeneutica, retorica ed estetica nell
´insegnamento, Teramo, Andromeda, 1995.

52. Vid.: Richard Dawkins, El cuerpo del antepasado: un viaje a los albores de la evolución,
Barcelona, A. Bosch Editor, 2006.
53. María Esther Aguirre, Repensar las artes. Culturas, educación y cruce de itinerarios,
México, UNAM, 2011, pp.15-24.

54. Ver: Antonio Santoni Rugiu, Nostalgia del maestro artesano, México, CESU-UNAM, 1996.
Edición de Esther Aguirre.
55. Julia Clemente, “Artesanos de la madera. El proceso de formación para las artes del hacer, en
Esther Aguirre, Repensar las artes, op. cit., 387 ss.

56. Coloquio Internacional: Les artes en temps de crisis, Paris, Colegio de España, 2014. Actas
en impresión.
57. Honorio Velasco y Ángel Díaz de Rada, La lógica de la investigación etnográfica, Madrid,
Trotta, 1997. Ángel Díaz de Rada, I y II Seminario de Etnografía Histórica de la escuela,
Berlanga, CEINCE, 2006/2007, documentos de trabajo (uso restringido). Anita Gramigna y
Agnesse Ravaglia (eds), Etnologia de la formazione, Roma, Anicia, 2008. Véase también en
torno a la cuestión: Agustín Escolano Benito, “La cultura empírica de la escuela: aproximación
etnohistórica y hermenéutica”, en Juan Mainer (ed.), Pensar críticamente la educación escolar,
Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2008, pp. 145-172.

58. Vid.: Clifford Geertz, La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa, 1997.
59. Véanse: Agustín Escolano Benito (ed.), La cultura material de la escuela. En el centenario
de la Junta para Ampliación de Estudios, 1907-2007, Berlanga/Soria, CEINCE, 2007. Martin
Lawn & Ian Grosvenor. (eds), Materialities of schooling, Oxford, Symposium Books, 2005.
Martin Lawn (dir.), Modelling de future. Exhibitions and materiality of education, Oxford,
Symposium Books, 2009 (esta obra incluye los textos del Coloquio sobre el tema celebrado en el
CEINCE en 2007).

60. Anita Gramigna & Agustín Escolano (eds): Formazione e interpretazione. Itinerari
ermeneutici nella pedagogia sociale, Milano, Franco Angeli, 2004.
61. Jerome Bruner, La educación, puerta de la cultura, Madrid, Visor, 2000. Ver especialmente
los capítulos 6 y 7 (“Narraciones de la ciencia” y “La construcción narrativa de la realidad”).

62. Joaquín Esteban, Memoria, hermenéutica y educación, Madrid, Biblioteca Nueva, 2004.

63. Hayden White, El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica,


Barcelona, Paidós, 1992.

64. Jesús Romero y Alberto de Luis, La formación del profesorado a la luz de una
“profesionalidad democrática”, Santander, Consejería de Educación de Cantabria, 2007.
65. Frank McCourt, op. cit., p. 19.
CAPÍTULO 3
La Escuela como Memoria

a cultura de la escuela, al universalizarse en las sociedades ilustradas y

L de democracia avanzada, ha entrado a formar parte de nuestra memoria


individual y colectiva, y de un modo más específico de la memoria
corporativa de la profesión docente. De esta manera, la cultura escolar ha
empezado a ser percibida como un valor que debe ser incluido en las nuevas
formas de sociabilidad ciudadana y en la formación de los profesores.
En lo que se refiere a los sujetos, el paso por la escuela es un hito
integrado en el proceso de construcción o de reconstrucción de su propia
identidad narrativa. Por lo que afecta a los enseñantes, la memoria de las
prácticas escolares que han regulado históricamente su profesión es el
fundamento de una tradición disponible en la que instalarse como cultura de
oficio o un marco de referencia en orden a la crítica y a la innovación.
Este capítulo analiza la cultura escolar como memoria. Examina el valor
de los recuerdos y los contenidos que archiva esta memoria. Alude, entre otras
cosas, a la influencia que los espacios y los tiempos que ordenaron la vida de
la escuela tuvieron en la estructuración del esquema corporal y de los
biorritmos temporales de las personas sometidas a los dispositivos de
disciplinarización que gobernaron las instituciones educativas. Igualmente
analiza el papel de la memoria en la fijación de las prácticas de sociabilidad
entre los pares de edad que cohabitaron en la escuela y en la creación de
estereotipos acerca de la imagen de los docentes y de sus roles. Finalmente,
glosa los registros que guarda la memoria acerca de las materialidades con las
que se instrumentó la pragmática escolar. Los objetos, los iconos y los
manuales también han quedado inscritos en la memoria de la escuela.
El capítulo revisa asimismo cómo la memoria escolar ha quedado
incorporada a algunos patrones de nuestro comportamiento, a menudo incluso
bajo la forma de respuestas corporales. El diseño, la ergonomía y la
funcionalidad de los elementos que componen la cultura material de las
escuelas ha llegado a sobredeterminar prácticas corporales, gestualidades,
formas de escritura y grafismo, modos de oralidad, técnicas de cálculo y
topología y otros patterns de nuestras maneras de estar en el mundo. Este tipo
de memoria, en algunas manifestaciones mecánico, como ingrediente que es
del habitus personal, afecta a todas las dimensiones antropológicas de los
sujetos, a las cognitivas, a las psicofísicas, e incluso a las emocionales.
En otro orden de cosas, el capítulo reflexiona en torno a las posibilidades
que ofrece el patrimonio educativo como memoria a preservar y difundir, así
como a sus virtualidades terapéuticas y hermenéuticas. Se revisa, a estos
efectos, la experiencia llevada a cabo en el CEINCE con sujetos afectados por
demencias seniles y por la enfermedad de Alzheimer, y se glosan las
sugerencias interpretativas derivadas de un texto narrativo de Umberto Eco.
En otro ámbito, se comentan las estrategias de investigación que se ofrecen
desde el paradigma indiciario de Carlo Ginzburg y desde la semiótica
abductiva de Sherlock Holmes.
Todo lo anterior se enmarca en el desideratum de una educación
patrimonial de los ciudadanos que incorpore como contenido esencial la
cultura de la escuela como valor y como ethos de una formación cívica común,
para lo que es preciso proceder críticamente a hermeneutizar la memoria.

Memoria de la escuela e identidad narrativa

La cultura de la escuela, que se teje, según hemos intentado mostrar en los


anteriores capítulos, en el mundo de la experiencia, y que se constituye en
conocimiento a partir de las prácticas que se llevan a cabo en las instituciones
educativas, ha entrado a formar parte de la memoria que nos acompaña, al
menos en dos ámbitos: el de los sujetos que se formaron bajo los modos de
acción de las instituciones educativas, y el de los miembros de la corporación
de enseñantes que se sirvieron de ella para desempeñar su oficio o profesión.
Para ambos, la cultura escolar es un patrimonio importante y necesario que
afecta a la constitución de su propia identidad.
Para los ciudadanos, porque todos ellos se han ilustrado a través de los
rudimentos y disciplinas que adquirieron en la escuela, y porque muchos de
los esquemas de comportamiento que forman parte de su personalidad son, aun
sin tener siempre conciencia de ello, patrones aprendidos en los
establecimientos de formación a lo largo de los años de duración de la
prolongada insolación escolar a que estuvieron sometidos. Para los docentes,
porque la corporación que los agrupa considera este patrimonio como una
tradición sedimentada de sus pautas de trabajo.
Iniciaremos este capítulo reflexionado sobre la proyección de la cultura
de la escuela en los sujetos que han sido modelados por ella. Cuando se nos
interroga acerca de nuestra vida, de su desarrollo o decurso en el tiempo, o
cuando nosotros mismos reconstruimos los recuerdos que tejen la trama de
nuestra existencia, el paso por la escuela aparece sin duda como uno de los
hitos primordiales e inexcusables que estructuran el narratorio en el que
hilvanamos y expresamos el tiempo vivido. La experiencia de la escuela forma
parte del relato en que se sustenta, ya desde sus mismos orígenes, nuestra
propia biografía personal.
Desde que la escuela se hizo obligatoria -y este es un hecho generalizado
hoy en la mayor parte de los países socialmente avanzados-, la experiencia
escolar ha pasado a formar parte de nuestra memoria como un componente
esencial de nuestra identidad narrativa. Como vio Jerome Bruner, el “modo
narrativo” es una de las formas acreditadas de construir, no sólo la propia
subjetividad personal, sino incluso la misma realidad en la que hemos estado
inmersos. Los seres humanos damos sentido al mundo en que vivimos
contando historias, y estas stories se originan, entre otros procesos, en el que
corresponde al “paso” iniciático por la escuela. Bruner se pregunta al mismo
tiempo, profundizando en este hecho tan general en las sociedades ilustradas,
si los relatos individuales en que se plasman las historias de vida son sólo
idiosincrásicos, o si, más allá de esta primaria dimensión antropológica, se
pueden buscar y encontrar algunos “universales” en las narrativas que se
construyen de forma intersubjetiva. Él cree que sí, que en los narratorios
personales aparecen con frecuencia determinados patrones de conducta que
nos son comunes, además de esenciales, para poder entender el mundo y la
cultura en que transcurre nuestra vida. [1]
Quien esto escribe vive en una estancia que alberga en su interior un
museo de la escuela. Habitar en un museo es una experiencia muy peculiar que
determina, como señaló Gianni Vattimo, el modo de procesar el pasado y de ir
incorporando, día a día, las distintas interpretaciones que dan los visitantes
que llaman a la puerta del centro de memoria a los objetos, las imágenes y los
textos, que observan y ponen en interacción con sus memorias personales. El
museo es el habitat de la experiencia estética de toda subjetividad que puede
cuestionar los cánones clásicos de las obras artísticas consagradas por la
tradición y la autoridad cultural. [2]
Al acompañar a los observadores externos que acuden al museo, en el
recorrido de las diversas salas y estancias que ofrecen, de modo visible y
motivador, las huellas arqueológicas de la historia escolar, uno puede ir
constatando los elementos comunes que se dan entre las diversas memorias
individuales, al tiempo que las variaciones que introduce la diversidad. Un
museo proporciona experiencias diferentes, directas y continuas que avalan
estos registros universales y diferenciales de la memoria narrativa que los
sujetos explicitan al tener que dialogar con materialidades, escenografías y
textos que tienen que ver con contenidos constitutivos de su historia personal.
Más aún, en el caso de los contenidos de valor etnográfico que exhiben los
centros de memoria de la escuela, a los que aquí nos estamos refiriendo, en la
medida en que ellos son contenidos comunes en la memoria de todos los
sujetos educados.
Con relación a lo anotado anteriormente, puede afirmarse que la
experiencia museográfica ayuda a construir, tejiendo microhistorias personales
de forma dinámica y permanente, una especie de hermeneuein, que
desencadena, como sugiere Anita Gramigna sirviéndose de la metáfora del
viaje, un proceso cognitivo y emocional que se estructura en una heurística
errante, en la que se corrobora y se afirma el valor investigativo e
interpretativo de la diversidad. Las diferencias suman, al interactuar de forma
continua, significados y atribuciones con sentido a la interpretación de lo
observado. He aquí una perspectiva más de lo que ella ha definido como el
campo de la semántica de la diferencia. [3] A este enfoque aludía asimismo
Paul Ricoeur cuando hacía notar que toda narrativa compartida con la
experiencia y lectura de los otros es un proceso creativo y continuo de
expansión de los lenguajes que conforman la metáfora viva y por consiguiente
de generación de conocimiento. [4]
Uno de los últimos encuentros de este tipo fue el que propició la visita al
espacio museográfico del CEINCE del escritor José Jiménez Lozano, Premio
Nacional Cervantes del año 2002. Nuestro egregio visitante, octogenario pero
extraordinariamente lúcido, se emocionó al encontrar en los anaqueles de la
biblioteca del centro la cartilla en la que se inició a leer. A partir de este
inesperado hallazgo, Jiménez Lozano, con su extraordinaria capacidad
narrativa, comenzó a hilvanar de forma espontánea y oral, en presencia de sus
hijos y de todos nosotros, una serie de experiencias que en su conjunto no sólo
reconstruían la escuela de su infancia, sino las bases mismas de su biografía y
las características socioculturales de la coyuntura histórica en la que él creció
junto a sus pares de edad. La cultura escolar como recurso narrativo se
constituía de este modo como núcleo generador de la genealogía de la infancia
en un contexto determinado, el correspondiente al período de la Segunda
República y a la España de la posguerra en que él se formó. La escuela, en
estos dos ciclos, tuvo caracteres muy diferentes, fuertemente ideologizados en
ambos períodos, y la infancia que cruzó por ambas experiencias hubo de
“procesar” dos modos culturales de fuertes contrastes que dejaron huellas en
conflicto en la construcción de la personalidad de los sujetos que los vivieron
y en los relatos que después los recuerdan y relatan. El museo se había
constituido así en un micromundo de materialidades, imágenes y textos
incitador de memorias en el que podía aflorar la narratividad y la afirmación
de la identidad personal, y también de la colectiva.

La escuela en el recuerdo

Un periódico español, el Heraldo de Soria, traía en la última página de


uno de sus ejemplares, que cayó en su momento en mis manos por azar, un
reclamo que llamaba la atención de los lectores hacia la memoria de la
escuela. Desde la apelación expresa al mundo de los recuerdos -un universo
cada vez más demandado en los procesos de revisión de vida de los adultos-
el medio impreso invitaba a los lectores a participar en el juego de encontrar
identidades, que ahora podían tal vez ser reconocidas. Es esta una de las vías
por las que la prensa contribuye a educar la mirada histórica de los
ciudadanos, una perspectiva que va más allá de los registros del tiempo
presente -sin duda mucho más espasmódicos y efímeros-, a los que suele
atender prioritariamente el periodismo.
Mediante una pregunta-provocación (¿reconoce a los sujetos de esta
imagen? -se interpela al lector-), además de alimentar posibles gestos
nostálgicos en sus clientes, sacando a la luz pública los fondos archivísticos
que el medio ha ido acumulando día a día de forma bancaria, la propuesta
quiere introducir el perspectivismo de la memoria en los hábitos de lectura de
quienes están acostumbrados a navegar sólo entre grandes titulares, elementos
noticiosos o contenidos de crónicas, reportajes u otras informaciones de
actualidad que cambian a diario y que son por tanto cuestiones transitorias.
Pero, además, de forma lúdica, quienes logran reconocer a los menores que
aparecen en la aludida fotografía reconstruyen el sentido que tiene recuperar la
memoria en la definición de la propia identidad, y también de la identidad
colectiva. Tras producirse la identificación, los comentarios a la imagen
permiten construir narratorios compartidos, en los que se logra poner en valor
el papel que ha jugado la escuela, en cada momento histórico, en la propia
experiencia personal y en la de los demás.
La escenografía de esta página de prensa muestra una clase de educación
infantil de un centro escolar, datada en 1985, esto es, hace algo más de un
cuarto de siglo. El tiempo transcurrido corresponde, en el plano biográfico y
en el histórico, a un ciclo de duración intermedia que no es el del cortocircuito
del tiempo presente, toda vez que ya ofrece la posibilidad de introducir una
cierta perspectiva en los procesos vitales que afectan a los potenciales sujetos
lectores del medio informativo en que se publica la imagen. Los niños y las
niñas que aparecen en la ilustración tendrán ahora poco más de treinta años.
¿Se reconocerán los jóvenes adultos actuales en esta representación,
inesperada, de su pasado que marca un punto importante en la genealogía de su
historia de vida? ¿Estimulará la percepción y análisis del icono mecanismos
de autocomprensión, interpretación y revisión biográfica? Quienes se hayan
identificado en la imagen, ¿qué recordarán de su “paso” por la escuela
infantil? ¿Cómo relacionarán estos contenidos de la memoria, ahora
recuperados por sorpresa, con el momento actual del proceso de construcción
de su identidad narrativa y de la fenomenología cambiante de la sociedad en la
que ahora viven? He aquí algunos interrogantes, entre otros muchos que se
podrían formular, que afectan al papel de la memoria del hecho escolar en las
historias de vida de los sujetos, cuestiones que se suscitan al entrar en
contacto los individuos con las representaciones que conforman las tramas
comunitarias y los imaginarios colectivos, sustentados estos en las formas
elementales de la primera experiencia de sociabilidad cultural que han entrado
a formar parte de la propia memoria e identidad.
Memoria Escolar e Identidad

Recorte de prensa del diario español Heraldo de Soria, edición


correspondiente al 2 de junio de 2010 (última página).

Escena escolar que presenta una situación de hace veinticinco años. La


imagen promueve en los lectores de la prensa diaria, de forma súbita y
no esperada, un juego de memoria y búsqueda de identificaciones desde
el actual estatus de adultos.

Este icono invita a la reconstrucción de las identidades biográficas y al


reconocimiento del papel que el “paso” ritual por la escuela -un hecho
ya general en las sociedades avanzadas- ha jugado en el desarrollo de
estas identidades personales y de grupo.
El tema de la memoria es susceptible de múltiples abordajes. Nosotros
nos hemos venido ocupando de él desde hace ya algunos años, bajo un prisma
más bien antropológico en sus relaciones con la educación, y más
concretamente con la construcción sociocultural de los componentes
constitutivos de esta: la proyección de los recuerdos en la construcción de la
subjetividad personal, en la configuración de la cultura de la escuela, en la
definición del habitus que conforma el oficio de enseñante, en el formateado
de las prácticas pedagógicas e incluso en la semántica añadida a los
materiales que median en la relación comunicativa que se establece entre los
actores de las instituciones elementales de formación. [5] Todas estas facetas
del mundo de la escuela, y por extensión del campo de la educación, están
sobredeterminadas por ingredientes y procesos que se vinculan a la memoria.
Somos, más allá de los espasmos que nos ofrece el presente, constitutiva
y ontológicamente memoria, como nos advirtió el filósofo Emilio Lledó. [6]
Los individuos y los grupos humanos se abren al mundo de la vida a partir de
los deseos, pero las expectativas de estos nacen y se socializan siempre bajo
el ethos estructurante de la memoria, un valor que nos permite, según advertía
María Zambrano, “no avanzar a ciegas”, [7] si bien ello hubiera de hacerse
escribiendo y borrando, como se hace en los juegos de arena, los contenidos
de los recuerdos, o viajando por el quimérico museo de formas inconstantes a
que aludía Jorge Luis Borges, al referirse a la inevitable volubilidad de lo
mnemónico. [8]
Algunos elementos que conforman nuestra memoria permanecen en buena
medida estables, pero muchos de los contenidos archivados se deforman una y
otra vez en el complejo caleidoscopio de los juegos de espejos a que se ven
sometidos. Tal vez por ello, los ríos, cuando quieren orientar, o mejor
reorientar, el sentido de su marcha, se calman y sosiegan en el continuo
devenir de sus aguas, e incluso discurren a veces hacia atrás, hacia sus fuentes
(así lo pensó el poeta), en busca de los orígenes en los que poder reencontrar
las raíces primordiales de la experiencia vivida, esenciales para poder
continuar de forma coherente el rumbo trazado.
Como se ha mostrado en los anteriores capítulos de esta publicación, el
aprendizaje de la experiencia y la construcción de la cultura empírica de la
escuela tienen que ver mucho con la memoria. La memoria juega un papel
determinante en la construcción “cultural” de los sujetos que se educan, de los
espacios destinados a albergar su formación, de los tiempos en que se
articulan los ritmos ritualizados de la vida de las instituciones educativas, y de
los contenidos y modos con que se regula la sociabilidad pedagógica y el
mismo gobierno de la escuela. La memoria, en definitiva, es un componente
estructurador de toda la cultura de la escuela, y esta, a la vez, de la
construcción de la subjetividad. Por eso justamente los ejercicios
relacionados con el recuerdo del pasado biográfico, en lo que se refiere a la
etapa de la escolarización obligatoria, juegan un papel tan significativo en la
consolidación del relato narrativo de la vida de las personas y del imaginario
de los colectivos humanos.
Para entender la trascendencia de la afirmación anterior, invitamos al
lector a llevar a cabo un pequeño ejercicio de reflexión que le lleve a
considerar posibles relatos de vida de sujetos en una época anterior a la
implantación de la escuela. La infancia, en estos períodos históricos, aún
recordados por algunos adultos vivos, transcurría en espacios domésticos y de
vecindad. Sus tiempos se acomodaban a los ritmos de vida cotidiana de la
comunidad familiar y a los modos de producción dominantes en su entorno, en
cuyos sistemas de trabajo también participaban los niños. Las edades no
estaban tan diferenciadas como lo están ahora, ni el estatus de menor era
reconocido como tal. Los índices de iletrismo, tanto entre los adultos como
entre los menores, eran notoriamente elevados. Desde estos supuestos, los
narratorios de los sujetos serían sin duda muy diferentes a los de los sujetos de
las siguientes generaciones, ya escolarizados y educados.

Los contenidos de la memoria

Lo primero que suelen recordar los sujetos en relación a su paso por la


escuela son los escenarios en los que este proceso se llevó a cabo. El papel
que los espacios escolares jugaron en la formación de las primeras pautas del
esquema corporal de las personas y en las primeras experiencias de
sociabilidad es esencial en la construcción de la memoria biográfica. Las
arquitecturas -según se ha dicho repetidas veces siguiendo la observación que
hiciera hace algún tiempo Georges Mesmin- no son simples espacios neutros
en los que se vacía mecánicamente la educación formal, con sus programas y
sus acciones, sino escenarios con una definida semántica que educa
silenciosamente. [9] Si examinamos la lógica subyacente a estas
construcciones escolares, también podemos descubrir los códigos que tras las
materialidades pautan, con esquemas visibles e invisibles de calculada
biopolítica, las prácticas de ordenación y conducción en que se objetiva la
gobernabilidad de los sujetos y colectivos en las aulas. [10]
En otro orden de cosas, las construcciones escolares son, más allá de los
registros individuales que los sujetos guardan de ellas, verdaderos templos del
saber y símbolos ejemplares de cualquier comunidad. Construir escuelas -
decía el periodista español Luis Bello- es algo más que edificar albergues
materiales en los que alojar a los niños, toda vez que la actividad a la que
están destinadas las fábricas arquitectónicas escolares participa en la tarea
gigantesca de la construcción de una nación. [11] La escuela se constituye así
en una especie de templo laico que cumple la función de espacio público
destinado a la formación de los individuos en los ideales de la ciudadanía, y
por añadidura a la edificación de la nación. En la perspectiva del nuevo
positivismo científico y social, la escuela era, además de un lugar para la
difusión del conocimiento, un espacio ordenado a la higienización de las
costumbres. [12] En el orden del biopoder, los edificios escolares y su
ubicación en el tejido del espacio urbano en que se insertan se constituyeron
en señales de modernidad para la ciudadanía republicana. [13]
La arquitectura de las escuelas ha ejercido sobre los sujetos que en ellas
se educaron durante un tiempo medio o largo un influjo de gran poder de
impregnación. Los edificios escolares registran en sí mismos contenidos y
valores de memoria, y ellos son al tiempo inductores de influencias duraderas
en los recuerdos de los actores que vivieron bajo el cobijo de sus muros. Las
historias de vida suelen ser buena prueba de la pervivencia de las imágenes
que conservamos de los escenarios que nos albergaron en la infancia, de los
que recordamos hasta los olores, como ha mostrado recientemente el profesor
Miguel Beas en un sugerente trabajo. [14]
Esta persistencia de la memoria del lugar la documentamos asimismo en
un trabajo nuestro, en el que un narrador relataba sus impresiones al entrar en
contacto con los viejos muros entre los que se educó. Aunque el viejo edificio
al que accedía había sufrido transformaciones para adaptarse a las sucesivas
reformas a las que hubo de servir a lo largo del último medio siglo, todavía
conservaba en su materialidad básica las estructuras de la primera fábrica. El
visitante pudo observar que las arquitecturas escolares eran reflejo, a través
de las capas arqueológicas que se fueron sumando a la estructura original con
cada una de las innovaciones, de la evolución histórica de los estilos
organizativos de la escuela. En la perspectiva del tiempo medio o largo, el
edificio escolar se había convertido en un texto complejo en forma de
palimpsesto que, en sus sucesivas reformas, superpuestas unas sobre otras,
daba explicaciones visibles de las continuidades y los cambios operados en el
sistema educativo del país. He aquí un buen ejemplo de las virtualidades que
ofrece la historia material de la escuela para descifrar algunos códigos de la
cultura de la enseñanza y de su evolución histórica.
El visitante de este antiguo y renovado contenedor arquitectónico pudo
comprobar asimismo que, además de las viejas estructuras y de las reformas,
el edificio aún exhibía ciertos elementos funcionales y simbólicos de la época
en la que él asistió a la escuela. A este respecto, observó que los símbolos,
aunque habían cambiado, seguían mostrándose en lugares destacados del
exterior del inmueble y en las paredes de las aulas o de los pasillos. El sujeto
pudo incluso detectar la presencia de algún vestigio icónico del viejo régimen,
hecho anacrónico que comentó con ironía con quienes le acompañaban. El
contenedor escolar se le ofrecía así, en sus formas y signos observables, como
una materialidad que comportaba una semántica, incluso de forma visible.
Aquel paseo permitió al narrador hacer arqueología de su propia memoria
personal al volver a identificar los ámbitos de sus primeras experiencias
formativas, los espacios vividos. Ello le condujo a un acercamiento a sí
mismo, a su propia identidad como sujeto, a través del recuerdo de unos
lugares que no había desalojado totalmente de la memoria y que permanecían
silenciosamente en el disco duro de su mente.
Las aulas le parecieron sin duda más pequeñas; los pasillos y corredores,
más estrechos; la escalera por la que accedía a la planta superior, donde se
situaban entonces las clases de las niñas, con menos peldaños; el patio de
recreo, bastante más reducido. Pero la memoria no le era infiel. El espacio
que estaba contemplando era el mismo territorio en que discurrió su ahora
lejana infancia, y las estancias que veía respondían a las realidades en que se
configuraron sus primeros esquemas perceptivos. La escuela, en definitiva,
había sido para él, después de la casa familiar y de algunos aledaños del
entorno próximo, un campo decisivo para el aprendizaje de las primeras
estructuras topológicas, así como para la organización del propio esquema
corporal y para la fijación de las pautas esenciales de su memoria biográfica.
Un buen ejemplo de la intencionalidad socioformativa de los
contenedores físicos que acogieron a la infancia es el edificio-escuela de la
localidad de Becerril de Campos (Palencia), obra realizada en 1909, antes de
que se pusiera en marcha, en España, la Oficina Técnica de Construcciones
Escolares, en 1920, que es la entidad administrativa que normalizaría los
diseños para los diferentes tipos de contenedor, con variantes arquitectónicas
según el tipo de escuela y el clima de las regiones del país. Reproducimos
algunas imágenes de esta curiosa fábrica constructiva que ya en su estructura
revela las características de un determinado modelo de orden social, con
específicas relaciones de poder y todo un programa moralizador impreso en
sus muros, así como con criterios bien definidos para regular las relaciones de
género vigentes hace un siglo.
Obsérvense la armonía del conjunto, la asignación de ámbitos
diferenciados a niños y niñas (con entradas laterales no visibles en esta
imagen), la simbología de poder atribuible a la torre central, la inclusión de la
casa municipal en el mismo contenedor, la estética historicista con ribetes
regionales de su arquitectura y las epigrafías con sentencias morales que
decoran los huecos del inmueble (las máximas del escritor decimonónico
Francisco Martínez de la Rosa, inscritas en piedra para la diaria y permanente
contemplación de los menores y de toda la comunidad y para su larga
duración). He aquí todo un programa educador epigrafiado, inscrito para durar
en la materialidad física del espacio escolar, un ideario que sería
internalizado por sus lectores, y que luego iba a ser recordado por los sujetos
de las sucesivas generaciones que se instruyeron y formaron en su interior,
quienes siguieron proyectando a diario sobre él sus miradas, una vez
egresados de la educación institucionalizada.
La Arquitectura como Discurso

Escuela de instrucción primaria -de niños y de niñas- de la localidad de


Becerril de Campos (Palencia), construida según proyecto del año 1909.
Ella es toda una materialidad con discurso.

El edificio exhibe todo un programa pedagógico en sus órdenes


arquitectónicos, en su estética, en su simbología, en la sociabilidad
implícita, a la que ofrece albergue y soporte, incluida la relativa a las
relaciones de género, y en las epigrafías moralizantes que han
informado las memorias individuales y la colectiva de diversas
generaciones.
Su traza arquitectónica es una representación de las concepciones
sociales de la época en que se erigió -los comienzos del siglo XX-, del
mismo modo que las catedrales góticas lo fueron -como estudió Erwin
Panofsky- de los modelos, discursos y estructuras sociales del Medievo.

La Escuela, Soporte de una Memoria


Epigráfica

Los muros de las escuelas de Becerril se constituyeron, en su exterior y


en su interior, en soportes gráficos donde se registraron los valores,
símbolos y mensajes instructivos y moralizantes que la intelligentsia
cultural de la época, cohesionada en torno al regeneracionismo, se
proponía transmitir a los menores y a toda la comunidad. [15]
El caso de la escuela de Becerril de Campos es excepcional como
espacio de memoria epigráfica. Todo el edificio de la escuela se ofrece
como un escenario pedagógico. Las máximas para niños, escritas a
mediados del XIX, aún estaban vigentes en la ética de la regeneración
de comienzos del siglo XX. Leídas una y otra vez, y recitadas en la
escuela y en la casa, pasaron a constituir una memoria colectiva de
vigencia intergeneracional. [16]
Otra dimensión de la experiencia escolar que aflora en las prácticas de
memoria, complementaria casi siempre al recuerdo de los escenarios
arquitectónicos de la primera educación, es la que afecta al orden del tiempo.
El tiempo, junto al espacio, es uno de los elementos estructurales y
estructurantes de la cultura de la escuela, que afecta igualmente a la
organización de la memoria en los sujetos. [17] Estructural por lo que tiene de
esencial en la fijación del orden que otorga gobernabilidad a las instituciones
destinadas a la formación de la infancia y la juventud y a la internalización por
parte de las personas de los ritmos de la vida escolar. Estructurante porque
condiciona en parte los otros elementos que integran toda organización
educativa: el comportamiento de los sujetos, el orden del currículo, el uso de
las mediaciones instrumentales de la enseñanza, las pautas de evaluación y
control, la disciplina.
Los calendarios y horarios escolares son seguramente los registros más
fieles de los trabajos y los días de los niños y los enseñantes, al tiempo que un
reflejo de toda la orientación de la escuela y de las relaciones de los centros
con sus entornos sociales próximos. Albergados los tiempos en las formas
arquitectónicas que adoptaron las instituciones, los adultos reconstruyen bien
en su memoria biográfica la distribución de la duración en los cronogramas y
la correspondencia de estos patrones con las programaciones del trabajo
escolar y las secuencias de acciones en que se concretaba el orden del
proceso formativo y el método.
Como se sabe, la invención de la infancia moderna es en buena medida el
resultado de la asignación de tiempos específicos (también de espacios) a los
menores del tejido social. El tiempo de la escuela, como dijo Marie
Madeleine Compère, tomó así posesión de la infancia, se apoderó de ella, de
su naturaleza espontánea e incluso de su libertad. [18] La durée scolaire es
una atribución que confiere estatus social a la misma infancia. Todos los
sujetos adultos recuerdan cómo el ingreso en la escuela comportó un cambio
importante en el orden de su vida cotidiana, en las relaciones con la
comunidad familiar y en la socialización general con los miembros de su
generación. Los tiempos escolares se enmarcan dentro de las llamadas
estrategias civilizatorias, de las que habló con propiedad el sociólogo Norbert
Elias, [19] pautas que por lo demás introducen disciplina y orden en la
sociabilidad de los menores.
La función que los metódicos y rigurosos cronosistemas del cotidiano de
la escuela -los horarios de la jornada y los calendarios del curso,
principalmente- desempeñaron en el ajuste de los biorritmos personales,
socializados hasta el ingreso en la institución educativa en el ámbito próximo
de la familia o en los espacios lúdicos informales de la convivencia
comunitaria, ha entrado a formar parte de los códigos de sociabilidad que los
sujetos guardan con fidelidad y permanencia en su memoria. La asistencia a la
escuela supuso en cierto modo el “destete” de los ritmos domésticos del hogar,
así como el ingreso en un nuevo orden del tiempo social, que era, al igual que
las arquitecturas, una construcción cultural.
Otro importante y significativo segmento de la memoria escolar lo
constituye el recuerdo que los sujetos guardan de los compañeros o pares de
edad con quienes compartieron los espacios y los tiempos a lo largo de los
años de infancia y adolescencia en que estuvieron escolarizados. Las
relaciones con los alumnos y alumnas (según el caso) y la interacción
cotidiana con los pares de edad, de uno u otro sexo (en régimen de separación
o de cohabitación), ha sido un elemento esencial en el desarrollo de nuestra
sociabilidad infantil, así como en la internalización de las primeras pautas
relativas a las relaciones entre iguales, y a las relaciones de género. Estas
interacciones han ejercido una impronta determinante y de larga duración
sobre las actitudes de las personas maduras. Los relatos de los sujetos adultos
abundan en imágenes que afectan a los recuerdos acerca de estas relaciones de
cohabitación que fundaron y determinaron los primeros esquemas de la
socialización y que forman parte asimismo de la identidad narrativa de las
personas.
En el capítulo de los recuerdos acerca de los actores que participan en la
vida de la escuela, un contenido esencial de la memoria es la imagen que
conservamos de los profesores que intervinieron en nuestra formación,
personalizada en cuanto al perfil de cada uno de los docentes, pero al mismo
tiempo estereotipada como imaginario de los enseñantes de una época. En la
experiencia escolar se origina y consolida la percepción personal y social del
maestro o profesor -primera representación de la autoridad externa al íntimo
círculo de la domesticidad- como una figura con roles ambivalentes: el
docente es un actor que enseña y examina, tutela y disciplina, acompaña y
controla, premia y castiga… Es decir, el educador es un adulto que encarna
ciertos roles que la comunidad le asigna, distintos a los de otros mayores con
los que el menor ha tratado antes de entrar en la escuela. El profesor ha
ejercido sobre nosotros improntas bipolares y estimaciones a veces
controvertidas. Él es -también ella, claro- el maestro compañero, pero al
tiempo el docente que nos examina y juzga; él nos enseña, a la vez que nos
somete a las disciplinas intelectuales y morales del ordenamiento escolar. La
memoria individual conserva imágenes de maestros y maestras, y la colectiva
de los estereotipos que definen más genéricamente a los profesionales de la
educación. [20]
En estos como en otros aspectos, la memoria personal puede ser
implementada por la memoria de papel, esto es, por las descripciones de los
docentes que han quedado registradas en la prensa y en la literatura de cada
época, entre otros documentos gráficos. Esta perspectiva ha merecido en
España una cierta atención en la historiografía educativa reciente, como ocurre
con los trabajos bien documentados de Fermín Ezpeleta. [21]
Los Roles del Enseñante en Iconos

Todos recordamos a quienes fueron nuestros profesores. “Nadie olvida


un buen maestro” es el título de un libro de testimonios sobre los
educadores. [22] Nunca se borra el recuerdo de un maestro severo y
arbitrario. De nuestros enseñantes recordamos roles, actitudes, trato y
todo lo relativo a la imagen personal.

La iconografía de distintas épocas y culturas ha representado a los


docentes en actitud de enseñar (señalando con el dedo índice, una
extremidad que ha servido para indicar las cosas y para otras
funciones), castigando con las disciplinas del rigor, en paternal o
maternal disposición de acogida, en situación de dirigir y orientar… La
memoria guarda estos estereotipos de un oficio, el de educar.

Escuela española de comienzos del siglo XX. La maestra enseña


señalando con el dedo índice en la pizarra.
Escuela rural de Aragón, España, de mitad del siglo XIX. El maestro
amenaza con el látigo a los indómitos niños desde la ventana.
Escuela de un poblado de Kenia, hoy. Las maestras y educadoras acogen
a la infancia con actitudes lúdicas y maternales.
Escuela mexicana de nuestro tiempo en una comunidad indígena. La
maestra guía y orienta el trabajo de los alumnos.
La memoria es también evaluativa, no enciclopédica o bancaria. Somete a
examen aquello que procesa y selecciona lo que guardamos. En este proceso
pone en relación los recuerdos con los valores dominantes en la época
presente. Entre otras cosas, analiza y pondera los contenidos, las actitudes y
las habilidades que la escuela nos transmitió; interpreta la funcionalidad
práctica del acervo cultural que aprendimos en ella; decide acerca de la
inutilidad de muchas cosas acumuladas sin sentido que envía a la región de lo
inservible; examina asimismo la ambivalencia de lo cuestionable; y hasta
elude lo que ha sido postergado a la caja del olvido. En esta revisión, los
sujetos tienen la oportunidad de reconocer la larga influencia de muchos de los
modos y métodos con que nos instruyeron y trataron los diversos enseñantes
que han intervenido en nuestra educación, así como de las formas de
comunicación con que se instrumentaron en las aulas y fuera de ellas las
interacciones.
Al recordar finalmente los objetos de la infancia, los adultos suelen
valorar la impronta que dejaron en ellos los instrumentos, los iconos y los
textos que formaban parte del equipamiento de la escuela. Las materialidades
escolares son mediaciones-huella que circularon dentro del pequeño universo
de la institución educativa por el que transcurrió la vida de los sujetos durante
unos años decisivos para la conformación de la personalidad. Especial
recuerdo suele guardarse de los manuales que se utilizaron para aprender a
leer, escribir y contar, las tres habilidades básicas de la escuela elemental en
todo tiempo y lugar. Igualmente se recuerdan otros textos como las
enciclopedias, los libros de lectura, los catecismos, los manuales de lecciones
de cosas… El libro escolar ha sido el soporte del conocimiento que las
instituciones han transmitido, un espejo representativo del imaginario de la
colectividad y hasta el reflejo de los métodos seguidos en la escuela. En
definitiva, el manual será recordado como uno de los exponentes más claros y
mejor recordados de la cultura de la escuela.
Como es bien sabido, la investigación sobre los manuales escolares se ha
constituido en los últimos años, especialmente en los países latinos, en una
línea estable de estudios acerca de la cultura de la escuela. El profesor Justino
Magalhães ha definido el manual como “o mural do tempo”, una especie de
icono que está en la base de toda narrativa etnohistórica de la escuela
correspondiente a una determinada época. El libro escolar vendría constituirse
en la cristalización textual, o en la representación si se quiere, de la “razón
educativa” de un momento histórico, de un tiempo. [23] Años antes, Alain
Choppin, el iniciador de la investigación manualística en Europa, había
comparado el libro escolar con la moneda y el timbrado postal, dos signos
inequívocos de identidad cultural de cualquier nacionalidad. [24] Estas y otras
perspectivas de la manualística son examinadas en el monográfico de la
revista Pro-Posições dedicado al tema y coordinado por la profesora Heloísa
Pimenta en colaboración con el profesor Miguel Somoza. [25] La revista
maceratense History of Education & Children´s Literature también ha hecho
balance de la presencia de esta corriente historiográfica en Italia. [26] Y lo
mismo hizo hace unos años, para el caso de España, la profesora Gabriela
Ossenbach. [27]
Es posible que, al reactivar los contenidos de la memoria, los sujetos
reflexionen sobre los aprendizajes personales y comunitarios de aquella lejana
etapa de su desarrollo escolar y sobre las permanencias, metamorfosis y
cambios operados en las pautas de cultura que se gestaron en las primeras
experiencias formativas vividas en las instituciones de educación. Todos estos
patrones con que nos modeló la cultura escolar y los modos de vida de la
infancia constituyen una Bildung compartida, esto es, una sociabilidad común
que nos permite comunicarnos y entendernos como miembros de una misma
generación y como herederos -desde la óptica de las continuidades- de una
tradición que, si bien ha estado sujeta a cambios y transformaciones, también
ha asegurado determinadas pautas culturales estables. Y hasta es probable que,
en este ejercicio de reconocimiento del pasado, los sujetos empiecen a
ponderar el papel y el valor de la memoria en la construcción del sentido
comunitarista de la vida, así como de la necesidad de mirar de vez en cuando
por el espejo retrovisor, como hace todo buen conductor de vehículos, para
saber de dónde venimos y hacia dónde vamos, y así poder orientar, con la
aconsejable prudencia histórica, la dirección y los significados de nuestra
marcha personal y colectiva en el contexto histórico en que nos movemos.

Patrones de la cultura escolar

Una parte importante y significativa de los comportamientos que


practicamos a diario, la mayor parte de ellos de forma no consciente y
mecánica, proceden de la experiencia en la vida escolar, o lo que es lo mismo,
del habitus incoado en la larga socialización institucional de la formación.
Antonio Viñao, en uno de sus primeros trabajos sobre el campo de la cultura
escolar, supo ver que esta cultura gestada en el interior de las instituciones
educativas no sólo era una forma cultural específica y relativamente autónoma,
sino que también imponía o trasladaba al conjunto de la sociedad
determinadas pautas y comportamientos que sólo podían tener origen, o
explicarse, a partir del propio sistema escolar. [28]
Al comprobar de forma empírica estas conductas aprendidas en la
escuela, los sujetos pueden asumir que la memoria no es sólo un simple y
emotivo ejercicio nostálgico de recuerdos acumulados y sedimentados,
motivado especialmente al entrar en contacto con materiales que hoy están ya
adscritos en su mayor parte al anticuariado o a los museos. La memoria es al
tiempo una cultura encarnada, esto es, una tradición incorporada a nuestra
propia subjetividad y a la de los otros, que por lo tanto forma parte de nuestra
biografía y de las historias de vida de los demás sujetos escolarizados.
Para verificar lo anteriormente señalado, recordemos, a título de
ejemplificación, algunas de las pautas de comportamiento fácilmente
observables en nuestras acciones cotidianas, formadas en buena medida en los
aprendizajes hechos en la escuela, que ejecutamos de forma más o menos
mecánica:
La actitud que adoptamos al leer (forma de coger un libro, distancia
visomotora respecto de él, posición ergonómica con relación a la mesa
y el asiento, movimiento de pasar las hojas del impreso…) Estas
conductas se estructuraron en las primeras adaptaciones de nuestro
cuerpo a las materialidades y prácticas escolares, es decir, en la
organización de lo que la psicología contemporánea ha identificado
como nuestro primer esquema corporal.
El gesto con que la mano toma y usa los instrumentos de escritura, el
formato que damos al distribuir en el papel un espacio gráfico, el tipo
de letra que usamos de modo dominante en nuestro estilo escribano, las
formalidades de ciertas producciones manuscritas (cartas, informes,
documentos administrativos, notas o apuntes, agendas de trabajo…)
Todas estas pautas de escritura fueron asimismo configuradas en las
prácticas de aprendizaje de la escuela.
Las formas retóricas de expresión en las exposiciones orales relativas
a diversas situaciones sociales, los modos dialógicos de
comunicación, las estrategias usadas en los debates y las
conversaciones ordinarias… Tales modos de producir enunciados
verbales o actos de habla, ya sean reglados o informales, están
igualmente influidos por los procedimientos orales usados por
maestros y alumnos en las prácticas al uso que ordenaron la vida
escolar cotidiana.
Los procedimientos de expresión matemática de que nos servimos en
la vida cotidiana: los cálculos aritméticos, las presentaciones
contables, los diseños topológicos y gráficos a mano alzada, las
estimaciones de distancias… Todos estos patrones, rediseñados hoy
por los lenguajes de las nuevas tecnologías, aún subyacen en los
hábitos de los sujetos educados en otras pautas de aprendizaje, quienes
a menudo se resisten a sustituirlos por los del lenguaje digital
sobrevenido.

Desde que la escuela se hizo obligatoria, en los países de democracia


avanzada, su cultura y sus esquemas de sociabilidad han entrado a formar
parte de nuestra memoria individual y colectiva. Nuestro cuerpo es también un
registro de hábitos y conductas, un soporte material y vital de memoria, la
memoria registrada en voces, gestos, escrituras, actitudes y otras modalidades
de expresión del comportamiento humano. Los esquemas de las estructuras
institucionales, las imágenes de los comportamientos de los actores que
participan en la convivencia escolar, los contenidos de los curricula, el
instrumental de las mediaciones con que se ejecuta la acción educativa, los
modos y métodos de gestionar las relaciones intersubjetivas y los procesos de
enseñanza y aprendizaje, todos estos elementos, y los símbolos que los pueden
acompañar en ciertos casos, han entrado a formar parte de los marcos
estructurados de nuestra memoria personal y social.
La escuela ha sido una de las instituciones culturales de mayor impacto en
el mundo moderno. Querida u odiada, pero siempre recordada, ella fue un
escenario clave de nuestra experiencia infantil, un lugar esencial en el
desenvolvimiento de nuestra propia identidad y un ámbito de creación de
cultura que nos ha cohesionado con todas las demás gentes del común con
quienes compartimos vida y civilización. Antes de comenzar el siglo XIX eran
muy pocos los niños que iban a la escuela, y menos aún las niñas. Sin
embargo, a lo largo de los dos últimos siglos, la institución escolar se ha ido
imponiendo como albergue universal para acoger y socializar a toda la
infancia y la juventud.
De Niño a Alumno

Los dos grabados entresacados de un libro escolar de la casa Calleja


muestran cómo, desde el siglo XIX, los niños, al cumplir los seis años de
edad, se inician en el ritual universal de asistir a la escuela.
La cultura escolar redefine en las sociedades ilustradas la condición de
menor, sometido a partir del ingreso en la institución educativa a una
verdadera operación de metamorfosis antropológica, la que transformó
al niño que se era desde el nacimiento en el alumno.

Este nuevo ámbito de socialización que fue la escuela se constituyó en


un vivero de habilidades que, al generalizarse, iba a tener importantes
consecuencias sociales y personales y a propiciar un giro en la
construcción de la infancia como hecho sociocultural, y no solo
psicobiológico.
Mi país, España, alcanzó la tasa 100% de escolarización, hace ahora algo
más de tres décadas. Algunos países lograron antes esta meta, otros están hoy
en camino de llegar a ello, y bastantes están aún lejos de ver como realizable
este objetivo, aunque la mayoría están inmersos en la lógica globalizadora de
la escolarización. En los dos últimos siglos hemos asistido no sólo al proceso
de inclusión de todos los menores del tejido social en las redes de la
educación obligatoria, sino a la invención de una nueva cultura, la inventada o
recreada por la escuela, constituida por el amplio repertorio de prácticas -
algunas de ellas vernáculas, otras importadas del exterior- y discursos -
asociados a las prácticas o adaptados de propuestas externas- que ordenan la
gobernanza de la vida cotidiana en las instituciones docentes y que han
acabado por determinar nuestros comportamientos en manifestaciones
empíricamente observables, como las que hemos analizado anteriormente.
La inmersión de la infancia, de toda la infancia, en el universo de la
escuela no sólo ha tenido proyecciones antropológicas, sino también sociales
y culturales. A través del cada vez más prolongado internamiento institucional,
la infancia se ha ido convirtiendo en un colectivo a tutelar, controlar e instruir,
al tiempo que en un sector a socializar conforme a los nuevos valores de
ciudadanía en que se ha tratado de cimentar la nación y el mismo Estado. La
escuela pasó así a erigirse, con diferentes ritmos según los países y
circunstancias, en una agencia patriótica de nacionalización de los sujetos
acogidos a su implacable disciplina. De este modo, las reglas y dispositivos
de gobierno escolar entraron a formar parte del ethos de la cultura y de la
sociedad, y por consiguiente también de la memoria individual y colectiva que
en parte se recoge en los espacios museográficos destinados a este fin.
Así, acogida en los museos, la memoria de la escuela se ritualiza, es
decir, se expresa en representaciones con valor social asumido, y se enmarca
en espacios ad hoc a los que se puede acudir para ejercitar el recuerdo y para
suscitar relatos individuales o dialógicos que pueden desempeñar diversas
funciones en la sociabilidad, ya sean las que afectan a la narratividad de los
sujetos o a las que promueven el aprendizaje, la cultura e incluso la curación,
como ocurre en el caso de las personas que descubren hilos de su experiencia
al recordar elementos arcaicos de su pasado escolar, tema al que nos
referiremos en el epígrafe siguiente.

Relato y memoria terapéutica

Cuando los sujetos que han estado sometidos a las influencias de la


escuela se disponen a contar su biografía, casi siempre recurren, tras las
obligadas referencias que afectan a los datos de origen local y familiar, a estas
primeras experiencias formativas experimentadas en la arena educativa: “antes
de cumplir los seis años de edad fui a la escuela de…”. La idea del sí mismo
que logran afirmar los individuos, de la que habló Paul Ricoeur, [29] se
podría representar en un primer acercamiento hilvanando las imágenes de los
rituales de paso a través de los cuales las personas han llegado a socializarse,
y el ingreso y paso por la escuela sería a estos efectos sin duda, como ya
hemos mostrado, uno de los más reconocibles e identificables. Esta
composición respondería al modelo de etnografía en mosaico, en la que cada
icono representaría algún componente significativo de la cultura de la escuela:
los espacios, los tiempos, los actores, los materiales, los métodos, los
contextos.
Más allá del ámbito estrictamente escolar, una de las prácticas
biográficas que ilustraría el ensamblaje de imágenes es aquella que se apoya
en los iconos que guardamos de las ritualidades. Cualquiera puede recuperar
de su cajón de sastre particular las fotografías de los principales eventos que
han afectado a su vida personal: la del bautizo (si lo hubo) o su entrada en
familia; la del ingreso en la escuela; la de la primera comunión (si la hubo) o
la del paso a la segunda infancia; la de la transición a la adolescencia; la de
presentación en sociedad bajo el estatus de joven; la del servicio militar (en
los varones y en ciertas épocas y sociedades); la del matrimonio o
emparejamiento… La sociedad contemporánea ha introducido cambios
notables en este complejo “archipiélago de rituales”, [30] del que habla el
antropólogo Rodrigo Díaz, pero los tiempos y los pasos aún persisten, en
general, en las edades del hombre y de la mujer bajo otras formas de
sociabilidad. En cualquier caso, la mayor parte de los adultos de hoy sí
pueden recordar que han cruzado, de un modo u otro, por este tipo de procesos
e hitos biográficos.
La llamada antropología visual, una corriente de gran actualidad que ha
potenciado el giro pictórico y el digital, está poniendo un especial énfasis en
el valor de los álbumes familiares como fuente de investigación. Las
fotografías escolares que se depositan en estos archivos suelen registrar
rutinas institucionales y recuerdos identitarios, es decir, prácticas rituales de
memoria. A veces, estos iconos quedan también en los lechos del olvido, pero
a sabiendas de que forman parte del patrimonio personal/familiar y de que
pueden ser recuperados si es necesario.
Las imágenes, conectadas unas con otras, componen un narratorio gráfico
y pueden mostrar, de forma bastante estereotipada, las huellas o señales de los
elementos contextuales en que se han formado los sujetos: escenarios, objetos,
otras personas, prácticas escolares, acontecimientos significativos de la vida
escolar… El etnohistoriador ha de saber discriminar en estas imágenes fijas la
intención del registrador de iconos, el contenido que representan, el fetichismo
que suele adherirse a toda iconografía y los simbolismos que se incorporan
como complemento en tales fuentes. Igualmente han de considerarse las
lecturas post factum, que suelen hacer de las fotografías tanto los sujetos
afectados como quienes las interpretan, con la perspectiva del cambio de lugar
y de tiempo. Esta nueva lectura de las imágenes les otorga, como señala el
antropólogo Honorio Velasco, una “segunda vida”, en la que las
representaciones se cargan de memoria y pueden ser objeto de nuevas
navegaciones, tanto en su uso interno o particular como en su posible
exposición pública en muestras y museos. [31]
La sintaxis de estas imágenes rituales da origen a una especie de convoy
de iconos en el que se materializaría visualmente el proceso narrativo
diacrónico por el que han viajado los ciclos biográficos que estructuran la
vida de las personas. Cada sujeto podría en definitiva contar su vida
comentando sucesivamente las imágenes en que quedaron registradas las
principales etapas de su desarrollo. La pérdida de alguno de estos iconos, o el
olvido de lo que representa, indicaría truncamientos o lagunas a interpretar en
función de las vicisitudes personales de cada uno de los individuos y de sus
circunstancias contextuales. Algunos analistas del campo de la psicología
sugieren la posibilidad de entablar una cierta relación entre estos vacíos
narrativos constatados y los lapsus linguae, sospechando que la ausencia u
olvido de un icono correspondiente a un determinado rito de paso podría ser
expresión de alguna falla en la continuidad de la construcción del relato vital
de las personas.
Pues bien, en este hilo conductor de representaciones iconográficas
estaría justamente la clave de la mímesis de lo biográfico, y en ella, como
momento de especial significado, el paso por la escuela. La recuperación por
la memoria de la experiencia escolar constituye pues un eslabón necesario en
el narratorio vital de los sujetos. Ello se hace especialmente patente cuando
los individuos se ven afectados por trastornos de la memoria, como sucede en
el caso de los enfermos de Alzheimer y de otras demencias seniles. A estos
efectos, glosaremos una interesante experiencia llevada a cabo en 2009 en el
Centro Internacional de la Cultura Escolar (CEINCE), con grupos de personas
mayores afectadas en diferentes grados por estas dolencias que cursan, entre
otros síntomas, con importantes, y a veces definitivas, pérdidas de memoria.
El experimento trató de estimular los restos de memoria que pueden
conservar estas personas mediante la presentación, como estímulos
activadores del recuerdo, de objetos, imágenes, sonidos y textos procedentes
de la escuela a la que los sujetos participantes en la experiencia asistieron
durante su infancia. Diseñada esta sesión clínica en colaboración con técnicos
especializados en el trato con este tipo de enfermos, pertenecientes a la
Asociación de Familiares de Enfermos de Alzheimer de la provincia de Soria
(psicólogos, médicos, educadores, terapeutas, asistentes sociales), el ensayo
puso de manifiesto, entre otras cosas, varias conclusiones relevantes en
relación a los objetivos que se proponía la experiencia y a la temática que
estamos desarrollando aquí. Destacamos los más interesantes en relación con
nuestro campo de estudio.
La posibilidad de activación, mediante la aplicación de estímulos
adecuados, de recuerdos antiguos relativos a la experiencia escolar, en
enfermos que comienzan a manifestar los primeros síntomas de la
enfermedad. Ello se hizo observable en el desencadenamiento de una
actitud narrativa en los sujetos a los que se presentaban estos estímulos
que afectaban a elementos vitales de su personalidad y que eran
capaces de recordar o de identificar.
El poder estimulador de los materiales escolares que forman parte de
las bibliotecas y museos de educación respecto a la activación de los
mecanismos perceptivos, cognitivos, psicomotores, motivantes y
expresivos de las personas.
La potenciación, más allá de las reacciones individuales, de la
memoria colectiva por medio de la interactividad y empatía de los
recuerdos personales de unos y otros miembros del grupo.
La creación de nuevas situaciones de sociabilidad que amplían el
campo de memoria más allá de los registros estrictamente personales
hacia procesos constructivos de tipo intersubjetivo.

Las imágenes que aquí se insertan representan dos momentos del


experimento. En el primero, el sujeto captado por la cámara narra a la
monitora y a los compañeros de grupo los usos que en la escuela de su tiempo
se hacía de la regla como instrumento disciplinario, es decir, los diferentes
modos de aplicar el castigo en función de la gravedad de los hechos que se
sancionaban. En el segundo, las personas del grupo relatan, en régimen de
interactividad, recuerdos infantiles asociados a la vida escolar. Unos
recuerdos estimulan a otros y el conjunto de ellos llega a constituirse en una
especie de narratorio colectivo de efectos terapéuticos sobre el grupo en su
conjunto.
Debe anotarse además que en el proceso registrado durante la experiencia
se pudo observar una notoria mejoría del clima afectivo-social del grupo, de
la expresividad lingüística de sus componentes, de la motricidad y del
comportamiento en general de todos y cada uno de los sujetos. Todos estos
datos fueron recogidos metódicamente en fichas de observación etnográfica
preparadas ad hoc, de uso restringido, dadas las exigencias éticas del
colectivo que participó en el experimento y de sus familiares.
La experiencia se inspiró en la lectura por parte de varios de los
profesionales intervinientes en la experiencia de la conocida novela de
Umberto Eco La misteriosa llama de la reina Loana, [32] una obra en la que,
como se sabe, se narran las peripecias que sigue el personaje del relato,
Yambo Bodoni, que ha perdido la memoria personal o biográfica como
consecuencia de un ictus cerebral al que sobrevive. Entre estas vicisitudes se
prestó atención especial a los procesos seguidos por el personaje del relato
para poder reconstruir su propia vida -mejor dicho, la que afectaba a la
memoria colectiva de las personas de la generación a que, por edad, él se
adscribía- tomando contacto con los libros, imágenes y objetos que compartió
durante la infancia con sus pares.
Usos Terapéuticos de la Memoria

Dos escenografías del ensayo llevado a cabo en el CEINCE en 2009 con


enfermos de Alzheimer, en orden a experimentar los efectos de la
estimulación de los restos de memoria existentes en la mente de los
sujetos afectados, y a la inducción de una resocialización colectiva de
los recuerdos, mediante el uso de objetos, imágenes, textos y sonidos de
la antigua escuela.

En una de ellas, un anciano afectado explica el uso que se hacía de la


regla como instrumento disciplinario según los grados de castigos que
se imponían por las faltas cometidas en la disciplina escolar de su
época. En la otra, los enfermos relatan sus recuerdos al entrar en
contacto con los viejos objetos de su escuela.
Por consejo de su terapeuta, el personaje hace un viaje al desván de la
casa rural en la que vivió sus primeros años de infancia, en una pequeña aldea
situada al pie de las colinas de Piamonte. En él se guardaban los manuales y
los comics en los que el sujeto de la narración se había iniciado en la cultura
letrada y en la iconografía de la época. También encontrará Bodoni allí
objetos de infancia y adolescencia, escolares y no escolares, que igualmente
habían constituido el bagaje material de los trabajos y los juegos compartidos
con sus amigos y con los propios familiares.
Aunque él no lo sospechara, porque su dañado cerebro no lo podía
reconocer, al situarse en aquel abandonado desván de la vieja casa rural se
estaba reencontrando con la biblioteca y el museo que, a memoria ciega, le
iban a proporcionar el contacto, a través de las fuentes materiales, con las
claves esenciales de la memoria colectiva común a todos los hombres y las
mujeres de su generación. Este era en verdad el objetivo de resocialización
que se había marcado su psicoterapeuta y rehabilitador.
Aquel desván era un aula inmensa, donde se archivaba la cultura objetual,
icónica y textual de uso en la escuela a la que él y sus compañeros de edad
asistieron durante varios años. Yambo entraba en la estancia como quien
accede a una caverna en la que se guardaba aún la enciclopedia y el
instrumental de que se había nutrido la memoria suya y la de todos los alumnos
de su edad. Su capacidad perceptiva no llegaba a identificar más que
improntas o sombras de las formas que a buen seguro tejieron las
representaciones infantiles. Sin duda, frente a aquella provocadora epifanía,
polimorfa e irreconocible, pese a las orientaciones recibidas de su neurólogo,
que era reflejo de toda una semántica cultural ya olvidada para siempre,
volvía a tomar contacto con los estímulos empíricos que, de no haber sufrido
el accidente de la enfermedad, recordaría e identificaría ahora con absoluta
claridad.
Yambo Bodoni penetraba al fin en esa caverna, en la que, por consejo
terapéutico, tenía que ingresar él solo, como si fuera Tom Sawyer, intentando
explorar en aquel laberinto, entre las sombras y penumbras de la caverna
platónica, las señales de un micromundo ubicado en la planta en la que la casa
limitaba con el paraíso celeste, el bajocielo. Si una bodega anunciaba los
infiernos, un desván podía prometer un anticipo del paraíso -advierte Umberto
Eco-. En su labor minuciosa y casi detectivesca, al modo de Sherlock Holmes,
el personaje no encuentra ya recuerdos, que como se ha dicho fueron borrados
irreversiblemente de su memoria, sino indicios para formularse a sí mismo
conjeturas o deducciones acerca de lo que en un tiempo pasado fue suyo, y que
ahora necesitaba reaprender para situarse al nivel de la memoria colectiva, en
que se materializaba la experiencia histórica compartida por todos los
menores que crecieron, en su infancia y juventud, bajo el influjo de la cultura
fascista y de la de posguerra en la Italia de aquel tiempo.
No obstante la violencia simbólica que llevaban adherida muchas de
aquellas señales de los objetos, textos e iconos, la biblioteca y el museo de la
infancia y adolescencia del nuevo observador albergaban un tesoro de valor
incalculable, con cuyo contacto sentiría retornar a lo que él parecía o más bien
quería intuir como el paraíso perdido. Era la estrategia puesta ahora en marcha
como ejercicio de salvación, otra forma de retornar a la memoria, en busca del
tiempo perdido. Esta búsqueda por el paseo de los restos de memoria le
ayudaría a curarse y a reemprender el camino de la vida, interrumpido por la
dolencia sufrida.
Las nuevas imágenes componían una memoria material, neblinosa y en
mosaico, casi browniana -confesaba el personaje al final de laboriosa
investigación-, pero esta aproximación a las fuentes en las que se nutrieron sus
primeras improntas culturales le había puesto tal vez en situación para
acercarse a ver el centro de su aleph, donde podría adivinar, quizás como en
un sueño, la “cartilla” de sus primordiales recuerdos escolares, los códigos de
la caja negra de su bloqueada, oscura y opaca mente. Reaprendiendo esta vieja
gramática que le suscitaban las experiencias que estaba viviendo, Yambo
Bodoni -siguiendo el proceso de búsqueda en los yacimientos del olvido- iba
a estar en condiciones de volver a conectar con sus compañeros de edad, con
su lenguaje, con sus imágenes, con su cultura, e iba a poder instalarse en
definitiva, con una renovada perspectiva de la historia y de la memoria, a la
altura de su tiempo.
Mediante esta creación narrativa, Umberto Eco ejemplifica bien cómo los
textos, iconos y objetos son condensadores semánticos, a la vez que
“semióforos”, esto es, elementos materiales y culturales, portadores de
señales con significados, que pueden ser reaprendidos desde la amnesia
sobrevenida, o descodificados por necesidad mediante la lógica de la
sospecha. Como se recordará, también Guillermo de Baskerville, ficticia
encarnación de Sherlock Holmes en El nombre de la rosa, mostraba a su joven
discípulo Adso las huellas que le permitirían investigar, mediante la lógica de
la abducción (como en la semiología de Charles S. Peirce), las tramas
criminales que acontecieron en la misteriosa abadía de Melk, en la que se
desarrollaron los trágicos sucesos del conocido relato. La narratividad, que
siempre es una compañera inseparable de la lectura y comprensión
hermenéuticas, cumple aquí una función pragmática, la de ser reveladora de
una semiología asociada a la investigación empírica de la cultura material, y
la de contribuir al mismo tiempo a la educación histórica de los ciudadanos.
Pues bien, el experimento comentado acerca de los usos terapéuticos del
patrimonio escolar se inspira en el discurso subyacente en este sugerente
narratorio. Los sujetos afectados por el síndrome de Alzheimer tienen
importantes pérdidas de memoria, pero el contacto con estímulos como los que
ofrece la cultura material de la escuela a la que asistieron puede reactivar
determinados recuerdos que aún conservan en el disco duro de la memoria,
pero que si no se estimulan permanecen en desuso en el fondo pasivo de la
mente. Los recursos que componen el patrimonio histórico de la educación
funcionarían aquí, tanto en el experimento analizado como en la narrativa,
como estímulos cognitivos competentes, para decirlo con la denominación que
ha propuesto recientemente el conocido neurofisiólogo Antonio Damasio.
Estas nuevas percepciones y cogniciones circularían además por las mismas
redes neuronales que la memoria y las emociones, induciendo asociaciones y
refuerzos de un manifiesto potencial terapéutico. [33]
Es esta sin duda una perspectiva de gran interés que es preciso someter a
experimentación con más grupos y a seguimientos evaluativos más largos y
afinados, que permitan profundizar en una realidad extremadamente compleja,
abriendo caminos nuevos a las neurociencias y a sus aplicaciones terapéuticas.
Todo ello en el marco de las relaciones entre la formación, la bioética y el
biopoder, sobre las que ha reflexionado recientemente Marco Righetti, [34] así
como forma de diálogo con la tercera edad que este mismo autor reclamaba
hace años como uno de los nuevos derechos humanos, abierto a la
concialización intergeneracional dentro de la estructura narrativa de la vida
humana que definió Jerome Bruner. [35] Francisco Mora, en su último libro
sobre Neuroeducación, ha subrayado que sólo puede ser aprendido, y también
reaprendido, aquello que llama nuestra atención y genera al mismo tiempo
emociones. La emoción es la energía codificada en ciertos circuitos cerebrales
que nos mantiene vivos y que es esencial para nuestra misma supervivencia
como individuos y como especie. [36] Por eso tal vez los enfermos de
Alzheimer se emocionan al activar y recuperar sus recuerdos, y esta emoción
se asocia a los procesos de memoria y de resocialización.
Hermeneutizar la memoria

He aquí pues otra muestra de un nuevo campo de investigación en torno a


la presencia de la escuela en la memoria de los sujetos, y también en la
colectiva, así como de los posibles usos de estas materialidades, en las que
reside encriptada la memoria, que han pasado a formar parte del patrimonio
tangible e inmaterial de la educación, un acervo útil en orden a activar los
recuerdos y comprender sus significados. Ello avala el interés actual, en las
democracias ilustradas avanzadas, por recuperar la cultura objetual e
inmaterial de la escuela, en la que se inscribe la memoria, y por difundir estos
bienes en la sociedad en orden a la educación patrimonial de los ciudadanos,
una perspectiva que se adhiere a la que de un modo general se orienta a la
educación histórica de las personas y de las comunidades, y que puede incluir
al mismo tiempo diversas dimensiones intelectuales, sociales y éticas, además
de las clínicas antes comentadas. Todo lo anterior se enmarca en el
desideratum de una educación para la ciudadanía, sustentada en una Bildung
compartida, que incorpora la cultura de la escuela como contenido y valor de
una formación cívica común, para lo que es preciso proceder críticamente a
hermeneutizar la memoria, esto es, a interpretar sus contenidos y lenguajes.
Como sugiere Reyes Mate, podríamos incluso tratar de entender la misma
memoria como una hermenéutica, una interpretación en clave anamnética, que
no sólo afectaría a los textos, sino que implicaría a todo el mundo de la vida,
si bien hubiera que tratar de leer la vida como si fuera un texto. Esta memoria
interpretada debería incluir, además de la tradición recibida, todos los
momentos vividos, incluso los aparentemente insignificantes, menos
formalizados pero de alto valor narrativo. [37] Tal vez en estos elementos
biográficos se habría fijado justamente la memoria de la escuela, hasta ahora
abandonada más bien a los opacos rincones del olvido o del silencio. Se
trataría, de algún modo, de tejer o escribir lo que, aunque tuvo sin duda
existencia real, nunca fue escrito, así como de transformar el método histórico
en un cierto método de naturaleza filológica, tal como ya había sugerido
Walter Benjamin. [38]
Dos Memorias, Dos Culturas

Escuela modelo de Madrid, abierta a finales del siglo XIX. El grabado


recoge diversas materialidades que son expresión de una determinada
cultura escolar y que los archivos y museos pedagógicos guardan como
icono de nuestra memoria y de nuestro patrimonio.
Aula actual de la localidad de Malindi, en Kenia. Los objetos e
imágenes del espacio y las actitudes de los sujetos presentes son
también exponentes de una cultura que puede ser hoy objeto de un
análisis antropológico en el que se puede valorar la memoria implícita.
Hermeneutizar la educación fue el título que puso el editor al conjunto de
comunicaciones que se presentaron en el primer coloquio que sobre estas
cuestiones tuvo lugar en el Centro Internacional de la Cultura Escolar en el
año 2007, evento que dio origen a la fundación de la Red Internacional de
Hermenéutica Educativa entre el grupo de participantes de España, Italia y
México (RIHE). [39] Los trabajos que acoge esta publicación colectiva
invitan, desde diferentes campos temáticos y desde distintos enfoques, a
servirse de la hermenéutica, como koiné universal de nuestro tiempo, tal como
la calificó Gianni Vattimo, para acercarse a la comprensión e interpretación de
los procesos formativos del hombre y de la sociedad, entre los que se
encuentran los que recoge la memoria de la experiencia escolar vivida y
recuperada, que nosotros venimos considerando aquí como sintetizador de la
cultura pedagógica.
Mauricio Beuchot, principal exponente de la llamada hermenéutica
analógica, propone que los hermeneutas constituyan un “taller de
interpretación” que partiendo de la experiencia y de la filosofía práctica
discuta las reglas de la transmisión artesanal del oficio y del aprendizaje de
los maestros y los escolares, en busca de la configuración de una memoria
personal y social de la praxis educativa, de sus reglas retóricas, de sus
universos simbólicos y de los modos de entender la paideia que han registrado
las diversas memorias concurrentes. [40] La perspectiva analógica del teórico
mexicano no impide considerar la necesidad de integrar en este
constructivismo la visión pluritópica que sostiene Antonio Valleriani, miembro
también de la RIHE, más abierta a la valoración de los diferentes topoi desde
los que se puede negociar una Bildung compartida, lo que en definitiva
conduciría a complementar la “fusión de horizontes” que propuso Gadamer,
con la plural “diversidad de horizontes” que sugirieron después Jauss y todos
los representantes de la escuela de Costanza -pioneros en la formulación de la
teoría de la recepción y las apropiaciones-. Valleriani era socio activo de este
innovador círculo helvético. [41]
Hace ya unos años, el conocido filósofo español Emilio Lledó, discípulo
de Gadamer, escribía: “ser es, esencialmente, ser memoria (…), tiempo
aglutinado y latente en el fondo de nuestra persona”. En esta ratio ontológica
se encuentra nuestra coherencia personal, “el vínculo entre lo que somos, lo
que querríamos ser y lo que hemos sido”. Al expresar esto mismo en palabras,
esto es, al trasponerlo a lenguaje, asumimos ya una determinada forma de
memoria, en la que poder intuir incluso los futuros posibles que en ella se
incoan. Pues bien, esta misma reflexión, que otorga valor ontológico a la
memoria, como elemento sintetizador de la cultura, es justamente un “ejercicio
de interpretación”, esto es, una práctica hermenéutica que nos orienta en la
inteligencia del mundo y en la comprensión de la construcción de la
subjetividad. [42]
“Vivir es interpretar”, continúa el filósofo, poner en comunicación el
mundo que nos interpela desde el exterior con el mundo que somos, el que nos
constituye como sujetos. La interpretación sería así la energía, en el sentido
aristotélico, que mezcla lo que somos nosotros con el mundo en que estamos
por medio del lenguaje que hemos aprendido y en el que nos instalamos. Pues
bien, en este fondo es en el que descansa ese conglomerado que constituye la
“memoria”, que determina el espacio de lo que somos -incluido nuestro rostro,
rictus o máscara como persona- y de cómo hablamos. [43]
Desde estos presupuestos es evidente que en la memoria de la educación
residen algunos de los códigos relevantes que afectan al proceso por el que
nos hemos llegado a constituir como sujetos y por el que se ha configurado la
memoria colectiva. Y esta ha sido la tesis central del argumentario en que se
sustenta este capítulo. La tradición, la palabra y la memoria forman parte de la
cultura de la escuela, la que ha determinado la sociabilidad de los sujetos, la
cohesión de la comunidad y las reglas de lingüisticidad que hacen posible la
comunicación.
Hermeneutizar las memorias de las personas educadas es promover la
lectura intersubjetiva de la cultura escolar, de la formación recibida, de los
lenguajes en que se ha vehiculado y de las pautas antropológicas que han
constituido al grupo humano de pertenencia. La escuela como memoria es la
síntesis cultural que procede de la consideración de la experiencia como
fundamento de la lógica de la práctica, cuestión que fue examinada en el
primer capítulo, y de la valoración de esta práctica como fuente de un modo de
civilización, como sugirió Zygmunt Bauman.
Notas

1. Jerome Bruner, La educación, puerta de la cultura, Madrid, Visor, 1997, p. 149.


2. Gianni Vattimo, “El sentido del museo”, El País, 14 de marzo de 1995. Del mismo autor: El fin
de la modernidad, Barcelona, Gedisa, 1986

3. Anita Gramigna (ed.), Semántica de la differenza. La relazione formativa nell´alterità,


Roma, Aracne Editrice, 2005.
4. Paul Ricoeur, La metáfora viva, Madrid, Trotta-Cristiandad, 2001, p. 137 ss. También: La
memoria, la historia, el olvido, Madrid, Trotta, 2003, p. 125 ss.

5. Véanse: Agustín Escolano (ed.), “Memoria de la escuela”, Vela Mayor-Anaya Educación,


11,1997, Monográfico dedicado al tema. Agustín Escolano y José Mª Hernández (eds.), La
memoria y el deseo. Cultura de la escuela y educación deseada, Valencia Tirant lo Blanch,
2002. Joaquín Esteban (ed.), Cultura, hermenéutica y educación, Madrid, UEMC-CEINCE,
2008.
6. Véase: Emilio Lledó, Memoria de la Ética, Madrid, Taurus, 1994.

7. María Zambrano, Notas sobre mi método, Madrid, Mondadori, 1989.


8. Jorge Luis Borges, Poesías completas, Barcelona, RBA-Instituto Cervantes, 2005. p. 997.

9. Georges Mesmin, “La arquitectura escolar, forma silenciosa de enseñanza”, Janus, 10, 1967, p.
62. Ver: Agustín Escolano, “The school in the city: school architecture as discourse and as a text”,
Paedagogica Historica, XXXIX.1/2, 2003, pp. 53-64.
10. Véase a este respecto el trabajo, de orientación foucaultiana, de Marcelo Caruso, La
biopolítica de las aulas. Prácticas de conducción en las escuelas elementales del reino de
Baviera, Alemania, 1869-1919, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2005.

11. Luis Bello, Viaje por las escuelas de Andalucía, Sevilla, Junta de Andalucía, 1998, p. 28.
12. Heloísa H. Pimenta Rocha, A higienização dos costumes. Educação escolar e saúde no
projeto do Instituto de Hygiene de São Paulo (1918-1925), Campinas, Mercado de Letras,
2003, p. 47 ss.

13. Gladys M. Ghizoni Teive & Norberto Dallabrida, A escola da República. Os grupos
escolares e a moderrnização do ensino primário em Santa Catarina, 1911-1918, Campinas,
Mercado de Letras, 2011, p. 55.
14. Miguel Beas, “El perfume en la memoria y en la cultura escolar”, en Joaquín Esteban (ed.),
Marcas del cuerpo en educación. Imaginarios simbólicos y culturales, Valladolid, UEMC,
2013, pp. 89-130.

15. Imágenes cedidas por Juan González.

16. Imágenes cedidas por Juan González.

17. Véase: Rogerio Fernandes y Ana Crystina Venancio Mignot (eds), O tempo na escola, Porto,
Profedições, 2008.
18. Marie Madeleine Compère, Histoire du temps scolaire en Europe, Paris, INRP, 1996, p. 9
ss.

19. Norbert Elias, Sobre el tiempo, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 154.

20. Sobre el oficio de maestro, véase: Antón Costa Rico, Escolas e mestres, Santiago, Xunta de
Galicia, 1989, pp. 231-304. También: Luis Pumares, El oficio de maestro, Madrid, La Catarata,
2010.

21. Fermín Ezpeleta, Crónica negra del magisterio español, Madrid, Unisón Ediciones, 2001, y
El profesor en la literatura. Pedagogía y educación en la narrativa española (1875-1939),
Madrid, Biblioteca Nueva, 2006. Ambos son fuentes importantes no sólo para el estudio de la
profesión docente sino también en lo que se refiere a las prácticas de la educación escolarizada.
22. Raúl Cremades, Nadie olvida a un buen maestro, Madrid, Editorial Espasa Calpe, 1999.

23. Justino Magalhães, O mural do tempo. Manuais escolares em Portugal, Lisboa, Edições
Colibri, 2001, p. 37.
24. Alain Choppin, “Manuels scolaires. États et societés”, Histoire de l´Éducation, 58, 1993, pp.
5-7.

25. “Manuais escolares: múltiplas facetas de um objeto cultural”, Pro-Posições, 23.3(69), 2012.
La revista Pro-Posições es publicada por la Facultad de Educación de la Universidad de
Campinas (UNICAMP).
26. Anna Ascenzi, “The history of schoolmanuals and textbooks in Italy”, History of education
& children´s literature, 6/2, 2011, pp. 405-423. En torno a las nuevas corrientes en manualística,
véase el volumen: History of education & children´s literature, Università di Macerata, IX/1,
2014.

27. Gabriela Ossenbach, “Manuales escolares y patrimonio histórico-educativo”, Educación XXI,


28, 2010, pp.115-132. Ver también de la misma autora: “Consideraciones críticas sobre la
investigación en el campo de la manualística escolar”, en Juri Meda y Ana Mª Badanelli (eds), La
historia de la cultura escolar en Italia: balance y perspectivas, Macerata, Edizioni Università
de Macerata, 2013, pp. 107-118.
28. Antonio Viñao, “Por una historia de la cultura escolar: enfoques, cuestiones, fuentes”, en
Celso Almunia, Culturas y civilizaciones, Valladolid, Publicaciones de la Universidad de
Valladolid, 1998, p. 167.

29. Véase: Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Madrid, Trotta, 2003.
30. Rodrigo Díaz, Archipiélago de rituales, Barcelona, Anthropos, 1998.

31. Honorio M. Velasco, “Fotografías escolares. Imágenes institucionales. Miradas retrospectivas


a la fotografía en la escuela, 1900-1970”, en Antonio B. García-Vera (ed.), Antropología visual:
medios e investigación en educación, Madrid, Trotta, 2011, pp. 15-34.
32. Umberto Eco, La misteriosa llama de la reina Loana, Barcelona, Lumen, 2005.

33. Antonio Damasio, Y el cerebro creó al hombre, Barcelona, Destino, 2010. Ver especialmente
el capítulo “Emociones y sentimientos”.
34. Marco Righetti, “La formazione tra bio-etica e bio-política”, en Anita Gramigna (ed),
Neurobiologia dell´Educazione, Milano, Unicopli, 2014, pp. 85-128.

35. Marco Righetti, “La scuola come laboratorio di recerca sulle emergenze sociali”, en Anita
Gramiga & Marco Righetti, Diriti umani. Interventi formativi nella scuola en el sociale, Pisa
Edizioni ETS, 2005, p. 233 ss.
36. Francisco Mora, Neuroeducación. Sólo se puede aprender aquello que se ama, Madrid,
Alianza Editorial, 2013, p. 65 ss.

37. Reyes Mate, “Historia y memoria. Dos lecturas del pasado”, en Ignacio Olmos & Nikkly
Keiholz-Rühle (eds), La cultura de la memoria, Madrid, Vervuet-Iberoamericana, 2009, p. 25.
38. Ibidem, p. 25

39. Luis Eduardo Primero Rivas (coord.), Hermeneutizar la educación, México, Universidad
Pedagógica Nacional, 2007.
40. Mauricio Beuchot, “La hermenéutica analógica en el lugar de la educación”, en Luis Eduardo
Primero Rivas, op. cit., pp. 14-15.

41. Véase: Antonio Valleriani & Vincenzo Mandolese, Trame dell alterità. Studi di pedagogia
interculturale, Teramo, Edigrafital, 2003.
42. Emilio Lledó, Palabras e imágenes, Barcelona, Generalitat de Catalunya, Centre d
´Investigació de la Comunicació, 1994, pp. 5-6.

43. Ibidem, pp. 7-18.


CAPÍTULO 4
Arqueología de la Escuela

ste último capítulo del texto plantea la posibilidad de efectuar una

E mirada arqueológica sobre la memoria de la escuela. Ofrece algunos


ejemplos de inmersión en yacimientos en los que están depositadas las
materialidades del mundo escolar o las representaciones que hemos archivado
de ellas en nuestra memoria. Tales restos guardan, como fuentes de la cultura
de la escuela, secretos que afectan a los silencios de la historia de la
educación y a la gramática que ha codificado la escolarización.
El abordaje arqueológico se ejemplifica a través de cuatro experiencias
llevadas a cabo en el entorno del Centro Internacional de la Cultura Escolar.
La primera muestra cómo el contacto con una situación museográfica puede
suscitar la recuperación por parte de los sujetos de imágenes acerca de sus
vivencias escolares, aquellas que han quedado fijadas en sus memorias
personales. La extracción plurinacional de los sujetos participantes ofrece la
posibilidad de practicar un análisis comparativo, y la presencia en el grupo de
personas de diferentes edades permite elucidar la existencia de pautas
transversales y de diferencias generacionales.
La segunda de estas experiencias corresponde a una arqueología de
campo planteada en torno a una escuela clausurada hace medio siglo que aún
conserva in situ elementos materiales de la época y de tiempos anteriores,
desde su apertura en el siglo XIX. La situación ofrece la posibilidad de
considerar el yacimiento como un texto en forma de palimpsesto, toda vez que
en él se observan objetos, escrituras e imágenes correspondientes a varios
estratos históricos, tanto en lo que se refiere a las materialidades como en lo
que afecta a los registros gráficos de la expresión infantil.
El tercer acercamiento arqueológico se sustancia en un encuentro, no
buscado, con un fondo escolar que se convierte en legado para el investigador.
En torno a él se narra la peripecia sufrida por el informante en torno al
descubrimiento de un acervo que resume la historia personal de quien fuera en
las primeras décadas del siglo XX alumna de una escuela nacional socialista
en Alemania. Escrituras y otros grafismos infantiles dan cuenta de los
caracteres que imprimieron señas de identidad a un tipo de educación, el que
corresponde a una cultura marcadamente autoritaria.
La última de las experiencias comentadas deriva de una pesquisa al modo
de Sherlock Holmes que “olisquea” entre las basuras urbanas la presencia de
materiales de origen escolar. Analizar los deshechos de la escuela no sólo
invita a indagar el porqué de estos actos de devaluación de la experiencia
educativa, sino a aplicar una mirada arqueológica sobre estos restos para
explorar en ellos indicios de una semántica cultural. Este análisis se
completaría con el de los materiales que los menores dejan entre las páginas
de los manuales, cuyo contenido y semiología revelan muchos secretos de la
vida infantil.
La mirada arqueológica sobre la escuela, una forma de arqueología del
saber y del hacer, conduce a definir, con perspectiva antropológica y
hermenéutica, la construcción sociohistórica de una nueva subjetividad y de
una cultura basada en las positividades. El nuevo sujeto que nace de la
conjunción entre memoria y arqueología es, bajo esta mirada, el elemento
estructurante de toda la cultura de la escuela que cobra así una dimensión
antropológica.

La mirada arqueológica sobre la escuela


La puesta en valor de la memoria como fuente de conocimiento de la
cultura escolar nos invita a llevar a cabo una inmersión arqueológica sobre las
cosas, los iconos y los lenguajes en que se manifiestan las materialidades de la
educación y sus representaciones. No se trata solamente de ejercer, como ya
advirtió Michel Foucault en su Arqueología del saber, una mirada sobre las
ruinas que con el paso del tiempo permanecen ancladas en su secular mutismo
para observarlas con curiosidad, sino de tratar de descifrar en las cosas
mismas -también en su representaciones textuales o icónicas- los códigos
secretos que las reglamentan y que regulan al tiempo sus continuidades y
transformaciones. Hacer hablar a estas materialidades conduce a abrir la
memoria que en ellas está insertada y a intuir o explicitar los discursos que la
han constituido. [1]
La corriente asociada a la historia material despegó hace algunos años, en
el contexto de las líneas emergentes de la llamada historiografía posmoderna,
[2] con los primeros trabajos en torno a la cultura de la escuela, enfoques que
después han ido proliferando en paralelo con la creación de centros de
memoria de la educación y con la promoción de programas de educación
patrimonial como estrategias de formación histórica de la ciudadanía y de los
mismos profesionales del mundo de la escuela. Una buena revisión
historiográfica de este nuevo movimiento nos la ofrece el balance efectuado
recientemente por el profesor Juri Meda. [3] En España, un evento destacable
en el despegue de este nuevo campo de investigación lo constituyó el Coloquio
Nacional de la Sociedad Española de Historia de la Educación, que tuvo lugar
en Burgos en el año 2003. [4]
El analista Pier Paolo Sacchetto concibió los elementos materiales que
amueblaron y poblaron las escuelas como “objetos informadores”, por cuanto
en ellos estaban impresas, a modo de señales indiciarias con valor semiótico,
muchas de las características funcionales y simbólicas de la cultura, de las
prácticas y los discursos que han informado en el pasado los hechos sociales,
y entre estos, los relacionados con los procesos de la enseñanza y el
aprendizaje que se llevan a cabo en las instituciones educativas. [5]
Un pupitre, pieza esencial del mobiliario escolar, podría ser visto como
un sintetizador matérico de las concepciones antropométricas, higiénicas y
ergonómicas de la época en que se diseñó y utilizó. Un mapa del mundo sería,
a estos efectos, una representación de la naturaleza física, de las divisiones
políticas y de otras categorías geográficas de la imagen del universo o de una
parte de él, y ser por tanto considerado como una mimesis cartográfica del
modelo sobre un territorio que se ha transmitido a través de la educación
formal. Un cuaderno de escritura informaría no sólo de los contenidos
cursados en el aula, sino de todo lo relativo acerca de los usos caligráficos y
estéticos dominantes en un determinado período histórico, así como de los
estilos gráficos que difundió la escuela y de su proyección en la vida cotidiana
de las gentes.
A los anteriores efectos, todo material, imagen o texto de uso escolar,
desenterrado de un yacimiento en cualquier operación arqueológica, puede ser
considerado como un condensador o sintetizador semántico y como un objeto
narrativo o informador que cuenta cosas acerca de la institución en que se
utilizó, de las prácticas que pusieron en acción los docentes y los alumnos con
él en las escuelas y de las teorías pedagógicas subyacentes a las actividades
didácticas que se apoyaban en la utilización del objeto o documento que se
somete a examen.
La arqueología de las materialidades de la escuela es una vía segura y
fiable de inmersión en el mundo de las prácticas de formación, es decir, un
modo de acercamiento real a la exploración de los elementos o las situaciones
en que se ha “materializado” el universo de lo escolar o de las
representaciones que lo han registrado. En los yacimientos que conservan
estos restos de la historia material de la escuela, por lo general ya obsoletos,
están depositados muchos de los silencios del pasado educativo que nos
interesa desvelar, aquellos que denunciaba, según vimos, Harold Silver. Más
aún, complementada esta inmersión en el pasado con la observación
etnometodológica de las materialidades de las escuelas de nuestro tiempo, aún
pueden comprobarse pervivencias o continuidades de modelos pretéritos,
junto a las manifiestas rupturas con la tradición y a los cambios que propone la
innovación técnica, así como las adaptaciones sucesivas en que se
metamorfosean los patrones históricos que han conformado en otro tiempo la
cultura escolar.

Materialidades con memoria

Vivimos un tiempo en el que las modernidades se suceden unas a otras en


un sin fin de cambios. Es el tiempo del triunfo de la epifanía de lo moderno, de
las sucesivas vanguardias que renuevan a diario la tecnología, el arte y las
costumbres (la civilización material, las formas estéticas e incluso los códigos
morales). Y, paradójicamente, una de las perspectivas más acreditadas de
analizar hoy las tramas de estas modernidades recientes es la que se orienta y
mira hacia la arqueología de las cosas, que, se supone, guardan algunos de los
códigos de la cultura inherente a ellas. Esto no es nuevo. Ya lo anunció Michel
Foucault, a finales de los años sesenta del siglo pasado, sugiriendo la
necesidad de girar la atención sobre las cosas y sobre las palabras que las
definen, leen e interpretan, esto es, sobre las positividades materiales en que
se fija la cultura efectual y sobre los enunciados lingüísticos que, al
describirlas, las traducen a discurso.
La mirada hacia el pasado es hoy pues una mirada plenamente moderna,
no un rictus arcaizante. Buen número de los objetos, imágenes y textos que hoy
se encuentran en los yacimientos arqueológicos, y de aquellos que se exhiben
en los museos -también en los pedagógicos-, fueron en su día modernidades,
esto es, elementos que inventaron modos culturales que conllevaban incoados
posibles futuros. Fueron por consiguiente possibilia. Martin Lawn, con
acierto, las ha llamado modernidades abandonadas (las materialidades que se
encuentran en los propios yacimientos y museos) que en otro tiempo histórico
modelaron el futuro, como sugiere el título puesto a una de sus últimas
publicaciones. [6] Nosotros podríamos denominarlas también modernidades
recuperadas (las que se ofrecen a la contemplación y estudio en las
exposiciones y centros de memoria que exhiben de forma organizada, en un
texto, los resultados de las operaciones arqueológicas).
Los restos de la escuela son pues materialidades con memoria. En ellos
está inscrita una tradición, a la que a menudo hay que recurrir para poder
orientarnos, al menos en parte, en la necesaria construcción de las sendas de
sentido por donde discurrir hacia nuevos futuros posibles. Emilio Lledó habló
del futuro de la memoria y de la memoria del futuro, una propuesta que no es
un mero juego lingüístico, sino la afirmación del poder y la necesidad de lo
mnemónico en la construcción de las alternativas a la realidad. [7] No es
posible construir hoy prácticas o discursos sin hacer un uso estratégico de la
memoria. En los análisis y debates que afectan a la sociedad de nuestro
tiempo, dialogamos o argumentamos siempre desde la memoria y con
lenguajes que también son expresión de los recuerdos que recuperamos
jugando en parte con la arqueología de las palabras, las imágenes y las cosas.
Procedamos pues a ensayar algunos de estos juegos de arqueología y memoria,
glosando experiencias de inmersión que nosotros mismos hemos vivido en el
contexto real en el que nos venimos moviendo e investigando en los últimos
años.
Primera inmersión: la infancia recuperada

Observemos la imagen que sigue a este párrafo. El espacio corres​ponde a


una escuela rural de la pequeña aldea castellana de Bordecorex, próxima a
Berlanga de Duero, localidad donde tiene su sede el CEINCE. Clausurada,
tras el éxodo de la población, en 1966, esto es, hace ahora medio siglo, los
habitantes que emigraron y los que quedaron decidieron dejarla tal como
estaba, como un museo que diera testimonio del pasado escolar de la
localidad. Era aquella una decisión de igual significado y calado que la del
museo de Otones de Benjumea, otro pequeño núcleo rural situado en la vecina
provincia de Segovia, que sus propios promotores han denominado “La última
escuela”. Ambas decisiones son, a nuestro entender, expresión espontánea de
formas simbólicas de resistencia de la memoria comunitaria, y también de la
biográfica o personal, a la extinción o pérdida de la tradición del lugar, al
tiempo que de afirmación de la identidad de una colectividad frente a los
procesos de cambio y modernización que amenazaban, por aquellos años, con
la disolución de los lazos sociales preexistentes entre los miembros de estas
dos pequeñas microsociedades rurales.
Memoria e Intercultura

Imagen de la visita efectuada, en mayo del año 2012, a la escuela-museo


de Bordecorex, Soria, España, por un grupo de jóvenes investigadores
en historia de la educación de diferentes países de Europa y América
que compartían estancia de estudio en el CEINCE. Algunos de los
visitantes, en el momento de registrar la imagen, quedan fuera de la
escena.

Tras la visita a la escuela-museo, las personas participantes en la


experiencia fueron invitadas a hacer, desde el lugar en que se
encontraban, una especie de arqueología de su propia memoria
personal, un ejercicio que fusionaba percepción, cognición y emoción, y
que suscitaba prácticas de microhistoria comparada de la escuela en
diversos códigos temporales y contextuales.
Comentemos la imagen. La escenografía que ofrece la ilustración muestra
a actores de diversa procedencia: México D. F., Málaga (España),
Montevideo (Uruguay), Gröningen (Alemania), Mar del Plata (Argentina),
Berlanga (España)… Fuera de escena dos actores más: uno de Ferrara (Italia)
y el autor de la fotografía, de Sevilla (España). Todos los sujetos de la escena
esbozan, como puede observarse, una misma sonrisa, reflejo sin duda del
estado emocional que se desencadena con la situación creada. No importa que
su infancia escolar transcurriera en latitudes muy diferentes, distantes entre sí.
La sincronicidad y similitud de las miradas, aun sin verse unas a otras, revela
la existencia en todas y cada una de ellas de memorias asociadas a
experiencias en buena parte comunes, si bien en distintas épocas históricas, lo
que manifiesta al menos dos cosas:
1. Que los espacios-escuela vividos y recordados, cada uno en su
respectivo país, tenían algo en común;
2. Que la estructura material de esos espacios se habría mantenido
relativamente estable a lo largo de varias generaciones, hasta el punto
de poseer una misma identidad reconocible en los componentes
básicos.

Fue Charles Darwin el primero que llamó la atención, en el lejano año de


1872, acerca de las emociones y gestualidades que las acompañan que el
hombre y los animales poseen como respuestas adaptativas a las situaciones
que amenazan sus ajustes y su estabilidad. Estos mecanismos, resultado de la
evolución selectiva de la especie, se han conservado y nos ayudan a
sobrevivir en circunstancias más o menos críticas. Unos expresan placer;
otros, dolor. Las respuestas observadas en la experiencia que glosamos serían
sin duda positivas, en la medida en que expresan alegría, curiosidad y
empatía. Darwin llevó a cabo en su residencia de Kent varios experimentos,
mostrando fotografías de sujetos que expresaban diferentes emociones, y
recogió las respuestas dadas por los intérpretes de estas imágenes. Parece que
la expresión de las emociones era en parte común a personas de distintas
culturas, y más aún cuando se transformaban en sentimientos, al hacerse
conscientes. [8]
El neurofisiólogo Antonio Damasio cree que las emociones están
grabadas en nuestro cerebro como en un disco de vinilo y que estas huellas
funcionan como “marcadores somáticos” de las cargas emocionales. Así, el
cerebro también almacenaría “conocimiento emocional” que tendría tanta
efectividad como, en otro orden de cosas, la racionalidad. La emoción y la
razón no serían mecanismos excluyentes entre sí, sino interdependientes. Sólo
desde la racionalidad no adoptaríamos comportamientos eficientes ante
situaciones complejas. Lo emocional puede potenciar, o bloquear, las
respuestas conductuales. [9]
Las memorias compartidas podrían extenderse también al recuerdo que
los cuerpos guardan de las reglas de la ergonomía escolar. La estructura
antropométrica que hoy exhiben estos profesores se ajusta mal a las medidas
de los pupitres, en los que tratan de insertarse con suma dificultad. Sin
embargo, la corporalidad, que es además de una composición física de los
sujetos una construcción cultural y un acumulador de aprendizajes, recuerda
bien la cinética, las actitudes y los modos de ajuste a los primeros muebles
que sometieron a la infancia a determinadas ortopedias y a ciertas reglas de la
urbanidad y la disciplina escolares. [10]
Por otro lado, debe considerarse que todos los sujetos que intervienen en
esta experiencia son historiadores de la educación que, en ese momento, se
encontraban llevando a cabo estancias de investigación en el Centro
Internacional de la Cultura Escolar (CEINCE). Esta salida de campo, en busca
del encuentro real con yacimientos arqueológicos sobre el terreno en que
estábamos, sacó a los investigadores del archivo y la biblioteca (del dominio
de las fuentes históricas en papel) y les introdujo en una situación efectual (los
hechos y su recuerdo) que les invitaba a transformarse en arqueólogos de la
escuela y de la propia memoria personal. La inmersión en la realidad les llevó
a adoptar una mirada etnográfica sobre los restos materiales de una escuela
del pasado, de hace aproximadamente media centuria, así como a dialogar,
desde sus respectivas memorias subjetivas, con la memoria subyacente en
aquellas aparentemente ingenuas materialidades. Por esta vía, los nuevos
observadores se acercaban a tratar de comprender la funcionalidad que los
objetos físicos, que veían y tocaban, pudieron haber tenido, en su época,
dentro de la estructura organizativa de la escuela, así como a comprender los
significados que podrían tener estos materiales dentro de la cultura escolar de
un determinado tiempo histórico.
Tal encuentro desencadenó de forma espontánea y viva narratorios e
interpretaciones que se cargaban de subjetividad, lo que abocó a la
constitución sobre el terreno de una pequeña comunidad hermenéutica, abierta
a lecturas y a modos de expresión, decidida a desvelar la memoria de aquellas
materialidades observadas, a cotejarlas con las que en ellos mismos
afloraban, al recordar de su propia experiencia de escolarización. La
construcción intersubjetiva, a caballo entre lo cognitivo y lo emocional,
resultante del juego intercultural creado entre los diversos narratorios, a partir
de esta práctica de inmersión arqueológica, configuró en realidad un texto
complejo y denso, como habría sugerido Clifford Geertz. Este texto, basado en
la materialidad y en la oralidad que lo expresaba, fue analizado in situ en el
marco concreto de la nueva comunidad interpretativa.
En esta experiencia, la arqueología desemboca en la construcción de un
relato que emana de la narratividad que ofrecen los sujetos al recuperar su
infancia particular y al cotejarla con otras infancias. Esta es, por lo demás, una
muestra de la hermenéutica pluritópica que propone Antonio Valleriani, a la
que nos hemos referido en el capítulo anterior, que conduce a una construcción
intersubjetiva, tejida desde la diversidad de las experiencias concurrentes,
pero que comporta al mismo tiempo un fondo común compartido como pattern
estructurante en el que se teje la imagen de la escuela que subyace a todos los
relatos.

Segunda inmersión: escuela palimpsesto

Nueva práctica de inmersión arqueológica. Visita, en compañía de amigos


y colaboradores, a una escuela abandonada, la de Sauquillo de Paredes, otra
pequeña localidad próxima al entorno en que se ubica el CEINCE (septiembre
2009). La escuela fue clausurada por los mismos años que la anteriormente
descrita. En este caso, el edificio ha sobrevivido sin protección alguna, esto
es, como construcción abandonada, casi a la intemperie. En la aldea donde se
encuentra, de tradición pastoril, solo quedan dos habitantes, y no viven en ella
durante todo el año, sino en las temporadas que el trabajo requiere.
Primeras observaciones para la bitácora del viaje: puertas abiertas,
ventanas desvencijadas, muebles y objetos expuestos a su suerte, que no
obstante aún se conservan… Nadie se ha interesado, ni por conservación ni
por curiosidad, por aquellos enseres. El inmueble, de buena construcción para
la época, fabricado con materiales del lugar (piedra), recuerda el valor de la
firmitas de toda buena arquitectura hecha para durar. Y por esto ha resistido
con su buen porte al paso del tiempo.
Descripción y comentarios: edificio construido a finales del siglo XIX,
compartido por la casa municipal y la escuela, un modelo arquitectónico, de
ascendencia francesa, muy frecuente en la España de aquellos años. Los
azulejos, bastante bien conservados, colocados sobre las puertas de acceso a
las dependencias, recuerdan estas dos asignaciones: Casa Consistorial o
Municipal (abajo) -Escuela de Instrucción Primaria (arriba). Una escalera
exterior de buen trazado y consistente construcción da acceso a la única aula
de que se componía la escuela.
Como contenedor, la escuela era un edificio firme pero económico,
escueto y simple, incluso sin los excusados higiénicos que ya por entonces se
empezaban a incorporar a las nuevas escuelas. Daniel, amigo a quien tratamos
a diario en el CEINCE, que asistió en su ya lejana infancia a esta misma
escuela del poblado donde nació, recuerda bien los bancos de carpintería
conservados en aquel local ahora abandonado, que eran los que utilizaron los
12 ó 14 niños y niñas que asistían con cierta regularidad a clase, en los
tiempos en los que las obligaciones de la agricultura y el pastoreo -
actividades económicas dominantes en la zona- les permitían dedicarse al
estudio de las primeras letras y otros rudimentos.
En su interior nos encontramos con varios enseres escolares, de diferentes
épocas: bancos de carpintería del siglo XIX y alguna mesa de mediados del
siglo XX, incluida la del maestro; pizarras dispuestas sobre la pared con
pintura esmaltada de color verde, muy al uso en los años sesenta del pasado
siglo, con restos de escrituras en gran medida ilegibles pero claramente
observables; armario con cuadernos de alumnos, manuales de enseñanza y
revistas profesionales del maestro, correspondientes a varias épocas
históricas; una estufa que ocupaba el lugar central del aula, elemento esencial
para los inviernos de aquellas tierras frías del altiplano de la antigua
Celtiberia castellana. En otra perspectiva de análisis, recuérdese la vieja
asociación fuego-memoria y sus claves antropológico-culturales como factor
de un hábitat bioclimático y como centro de polarización de la sociabilidad
del grupo. [11]
Con todos estos elementos, y con las escrituras que se conservan en los
soportes, se podría construir sin duda un texto o, mejor aún, un palimpsesto.
En las mesas y bancos de carpintería -anteriores a los modernos pupitres
antropométricos- se observan restos de escrituras de varias generaciones,
huellas gráficas que son heridas en cuña sobre madera (en parte cuneiformes,
como las escrituras arcaicas). Si se pudieran descifrar estos escritos, al igual
que se desvelan los clisés del celuloide, nos encontraríamos ante grafismos y
mensajes correspondientes a distintos estratos generacionales. Estos soportes
son, en este sentido, verdaderos palimpsestos escolares sobre los que cada
cohorte infantil dejó sus marcas de escritura, los signos de su razón gráfica,
que eran expresión de sus imágenes sobre las cosas y personas y sobre sus
emociones y sentimientos, una fuente esencial para la construcción de las
historias de vida de la infancia y de la cultura empírica de la escuela.
Escuela Yacimiento
Imágenes exterior e interior de la escuela rural de Sauquillo de
Paredes, Soria, tomadas en 2009. Edificio abandonado en aldea
despoblada. Abajo estaba la casa municipal. Arriba, la escuela primaria
mixta, para niños y niñas.
Imágenes de una escuela italiana abandonada de la región de Molise,
cercana a Campobasso. Cortesía de la profesora Rossella Andreassi.
Obsérvese, más allá de pequeñas diferencias, la analogía en su porte,
estilo e imagen interior con respecto a la española.
Los pupitres escolares son -dice Fabrice Hervieu en su curiosa
monografía sobre la materia- un territorio inexplorado que nos invita a un
viaje para descubrir mensajes e inscripciones que revelan con humor o
rebeldía actitudes ante la escuela, la política, el amor y muchas otras cosas
que no se explicitan en la superficie y el lenguaje de la cotidianidad. También
las pizarras de aula, las de estas y las de todas las escuelas, han registrado
unas veces y ocultado otras, en sus superficies negras, verdes o de otro color,
los mensajes expresos y los subliminares de los niños y las niñas que las
usaron como soporte de escritura, así como otras pautas del lenguaje y del
grafismo infantil -también del docente- vinculadas a la experiencia, más o
menos prolongada, de la sociabilidad escolar. [12]
Junto a estas imágenes de una escuela rural española, ofrecemos otras que
proceden de la región italiana de Molise, proporcionadas por nuestra colega
Rossella Andreassi, profesora de Campobasso. No es muy diferente el interfaz
que ofrecen estas iconografías que corresponden a una misma época que la de
la escuela castellana, y que afectan a un territorio igualmente caracterizado por
pertenecer a una economía rural, predominantemente agraria y ganadera. Sería
interesante, bajo esta perspectiva, llevar a cabo estudios de antropología
comparada en orden a determinar las invariantes y las diferencias que ofrecen
los modelos escolares de distintos países, medios y épocas.
En otro orden de cosas, al observar los muebles de estas y otras escuelas,
podemos comprobar cómo las mesas, los bancos y los pupitres son objetos
materiales que introducen geometría en las aulas y disciplina e higiene en los
cuerpos. Estas carpinterías fueron además soportes que fundaron la primera
ergonomía escolar y que se constituyeron en un lugar compartido de unos
alumnos con otros, microespacio en el que se aprendió a escuchar, leer y
escribir, y en el que se fraguaron las primeras sociabilidades entre los sujetos,
casi siempre duraderas, como las que aún aseguran la amistad entre algunos
emigrantes que se encuentran en las aldeas de origen, durante los renovados
retornos rituales en las vacaciones y otros momentos de encuentro
comunitario. Sobre aquellas superficies de madera -de pino, roble u olmo,
según la región- se plasmaron graffiti y escrituras, verdaderos paratextos que
expresaban lenguajes formales e informales, ocultos o ya desaparecidos.
Todos ellos dirían muchas cosas de sus usuarios, si pudieran ser exhumados
como si fueran las huellas de un texto palimpsesto a positivar.
El mobiliario encontrado en la escuela española -bancos del XIX y mesas
de la mitad del siglo XX- denuncia tal vez un vacío, el que habrían ocupado
los pupitres bipersonales, una modalidad de mueble escolar de perfiles
distintivos que, en España, codificó antropométricamente y diseñó como
formato el Museo Pedagógico Nacional. Este patrón de pupitre escolar se
universalizó en las primeras décadas de la última centuria en todo el país,
salvo en los lugares que permanecieron en situación de aislamiento y
arcaísmo, como ocurre en el caso que analizamos. El modelo moderno de
pupitre siguió utilizándose hasta pasada la mitad del siglo XX, coyuntura en la
que se generaliza el uso de las mesas móviles que permitían agrupaciones
flexibles de los alumnos.
No hay en la escuela de Sauquillo ningún ejemplar de este tipo de mueble,
lo que hace suponer que el equipamiento material de la escuela pasó de los
viejos bancos de carpintería, obra probablemente de algún artesano del lugar,
atribuibles al tiempo de la fundación del establecimiento en la segunda mitad
del Ochocientos, a la tardía modernización de mediados del siglo XX, ya muy
cerca de la supresión y cierre definitivo del centro. La arqueología, que
describe sobre todo el contenido de los estratos que excava, también ha de
explicar, como ocurre en este caso, las lagunas que sospecha pueden existir en
los yacimientos que examina. La historia material debería tratar de incluir,
junto a los hallazgos que encuentra, los olvidos que formarían parte de la
memoria.

Tercera inmersión: el legado de otra cultura

Nuestro documentalista, Javier Nicolás Cintas, asistió, sin esperarlo, a un


singular hallazgo de otro archivo arqueológico en su visita a la ciudad de
Munich, con ocasión de un encuentro musical que tuvo lugar en la capital
bávara en el año 2011. Por respeto y discreción a las circunstancias que se
dieron en esta experiencia, no podemos ofrecer más detalles que los que
seguidamente se relatan acerca de esta curiosa inmersión arqueológica en un
yacimiento de documentos escolares históricos que, sin haber sido programada
con anterioridad, pudo vivir nuestro colega.
Al ir al encuentro con una colega alemana de la sociedad wagneriana a la
que pertenecen ambos, desde hace bastantes años, Javier Nicolás Cintas hubo
de afrontar una inesperada situación: su compañera, nonagenaria ya, había
sufrido un accidente dentro de su espacio doméstico que le impedía moverse
para abrir la puerta. Nicolás asaltó el chalet por la ventana, accedió a la casa,
requirió la urgente asistencia médica y salvó a la anciana señora de un fatal
pronóstico. Esta es la circunstancia en que se vio envuelto nuestro colaborador
y la respuesta humanitaria que abrió paso a lo que se expone seguidamente.
Recompuesta la situación, la vetusta socia, en actitud narrativa, le mostró
con familiaridad agradecida sus cuadernos de escuela primaria y secundaria,
materiales que correspondían a su formación durante el período nacional-
socialista, en los años que precedieron a la segunda guerra mundial. Los textos
y dibujos componían una colección bastante amplia y comprensiva de
materiales escolares con varias temáticas, de gran calidad todos ellos y muy
bien conservados. En agradecimiento a sus atenciones, la anciana wagneriana
otorgó a nuestro colega la custodia de aquellos materiales mientras ella
viviera y su posterior propiedad. El CEINCE ha podido disponer, gracias a la
generosidad del albacea, de estos recursos para mostrarlos en exposiciones
sobre escrituras de la infancia.
No podemos mostrar en este texto la calidad y el color de estos materiales
de escuela, que eran claros exponentes de las características de la formación
recibida por su autora, y también de sus habilidades personales. Aquella
mansión se había convertido para el visitante en un inesperado yacimiento de
arqueología escolar de extraordinario interés para descifrar las huellas de la
pedagogía nazi en los años de preguerra (todos los cuadernos son anteriores a
1939). Escrituras, con estilo gótico arcaico y culto (para diferentes usos en un
caso y en otro); cartografía de marcada intención nacional-imperialista (la que
correspondía a la Alemania de preguerra y a los entornos de expansión);
huellas del culto a la personalidad que promovió la ideología del régimen (de
Lutero a Wagner); esvásticas, banderas, canciones y otros signos que
correspondían a la estética totalitaria del sistema sociopolítico; otros muchos
símbolos y contenidos que eran expresión de la cultura que postuló el Tercer
Reich y que impregnó los trabajos y los tiempos de escuela a lo largo de todo
el período nacional-socialista.
Escrituras e Ideología

Cuadernos de escuela de la época nacional-socialista en años que


precedieron a la segunda guerra mundial (Munich, 1933-1939). Fondo
particular de la biblioteca de Javier Nicolás Cintas (Burgo de Osma,
Soria, España).
Escrituras e iconos revelan la ideología de una época marcada por el
autoritarismo y militarismo que modeló desde la escuela a la infancia:
la escritura gótica, con letras capitales en rojo, símbolo de autoridad;
el águila se posa sobre el mapa de Alemania para expansionarse por
territorios vecinos; la esvástica, atributo de lealtad a las señas de
identidad del régimen nacional-socialista; los signos militares, anuncio
de disposición a la beligerancia; el pentagrama, registro de universos
sonoros nacionalistas.
Estos eran los registros hallados en el yacimiento personal de la
respetable, culta y provecta anciana wagneriana. Un hallazgo amplio y
representativo de un tiempo histórico de especial significación para la historia
de Europa y del mundo que merecería, sin duda, una atención analítica
específica, más amplia desde luego que la que nosotros podemos ofrecer aquí.
En estos restos arqueológicos de escuela, hallados en tan peculiar
circunstancia, y hasta entonces mantenidos en un rincón de silencio, se pueden
rastrear determinados códigos simbólicos y ciertas pautas pedagógicas de una
de las culturas autoritarias más significativas del mundo contemporáneo de las
que se guarda memoria.
Los yacimientos arqueológicos los tenemos a veces, aun sin sospecharlo,
cerca de nosotros, muy a nuestro alcance, en ocasiones en nuestras propias
casas, o en la de nuestros familiares y amigos, donde se pueden buscar y
encontrar escrituras, manuales, imágenes y objetos que se adscriben a nuestras
respectivas infancias, y más específicamente a nuestro paso por la escuela, o a
otras infancias anteriores y posteriores. No es difícil pues practicar
inmersiones arqueológicas en los entornos próximos a nosotros mismos desde
las que poder abordar el análisis y la interpretación de la cultura de la
escuela, con perspectiva etnohistórica, partiendo de las materialidades como
fuentes.

Cuarta inmersión: huellas en las basuras

Narramos aquí un último episodio de inmersión arqueológica: el que nos


cuenta y facilita Juan Manzanares, otro amigo del CEINCE que habita, junto a
su reducida familia, en régimen de vida casi autárquico, en una aldea soriana
totalmente despoblada cercana al yacimiento arqueológico celtíbero-romano
de Tiermes. Ellos son los únicos habitantes estables del lugar, donde practican
un modo de vida que combina el respeto ecológico con el cuidado del
patrimonio. Oriundo de Andalucía, donde recibió un rico legado bibliográfico
de su abuelo, hombre asociado a la tradición anarquista campesina de las
tierras del sur de España, Juan vive retirado desde hace años, rodeado de los
varios miles de libros que restaura, cataloga y lee, al tiempo que cultiva al
modo sostenible los pequeños huertos agrícolas de su entorno más cercano.
El trato con el medio rural y su bibliofilia han desarrollado en él un
notable instinto arqueológico de buscador de objetos abandonados. En la
última visita que nos hizo, nos relató cómo este hábito de búsqueda de las
cosas perdidas le había llevado a explorar los contenidos de los depósitos de
basuras que los habitantes de municipios cercanos a su hábitat colocan en
determinados puntos estratégicos de las poblaciones. Pues bien, en algunas de
estas búsquedas, olisqueando en los contenedores, se ha encontrado a lo largo
de los últimos años con diversos materiales de interés para el estudio de la
historia y del presente de la escuela, y entre ellos algunos como los que
enumeramos seguidamente.
1. Manuales escolares de los últimos cursos. Aunque cada vez menos,
ciertas familias, al empezar un nuevo curso, se desprenden de los
libros que sus hijos han utilizado durante el año anterior. Todos estos
textos llevan registrados apuntes, glosas marginales, subrayados,
graffiti y otras marcas que configuran verdaderos paratextos que algún
día habría que analizar, por cuanto estas escrituras informales son
expresión de comportamientos cognitivos y emocionales importantes
de los sujetos escolarizados.
2. Libros que, por desuso prolongado, eliminan de sus fondos las
bibliotecas públicas de la comarca. Todos ellos llevan el sello de
procedencia. Algunos incluso han sido dedicados por sus autores a la
institución o al municipio. Y no pocos tienen también, por su relativa
antigüedad, un cierto valor de bibliófilo.
3. Cuadernos escolares de alumnos de épocas pasadas que han estado
depositados en algún rincón documental desconocido. En concreto, el
curioso buscador Juan Manzanares nos ha mostrado varios materiales
datados en los años de la posguerra española (1940 y siguientes), de
gran interés para el estudio de las escrituras infantiles y para la
investigación de la etnohistoria de la escuela durante el franquismo.

Estos son algunos de los ejemplos más visibles de los hallazgos de


nuestro inquieto explorador. Pero ello nos ha hecho recordar que nosotros
mismos también nos hemos encontrado, en diferentes rincones del olvido o en
los puntos de abandono y destrucción de residuos, con ábacos, esferas,
juguetes, manuales, dibujos, cuadernos, láminas, mapas… y un sin fin de
materialidades que sería prolijo enumerar. Las “basuras” de la escuela
constituyen un material aparentemente banal y caótico, pero que puede ser
examinado con las lentes de la etnografía, una óptica de nuevas perspectivas
que abre a innovadoras miradas sobre el pasado de la educación y sobre los
excrementos de que se liberan los sujetos cuando ya han procesado los
contenidos formativos. Ángel Díaz de Rada, antropólogo de profesión, se
sirve del verbo “olisquear” para definir la acción que todo buen etnólogo, al
igual que hacen el cazador sagaz y su perro o el detective inquisitivo con las
huellas que dejan las presas y los culpables, ha de practicar para dejarse
contaminar y seducir de los restos materiales en los que están depositadas
algunas huellas significativas de la cultura, y también de la escolar. [13]
Este enfoque metodológico fue sugerido por Abreu en un trabajo
publicado en 2005. [14] En él se proponía aplicar al conocimiento de la
cultura escolar, a través de las materialidades en que se expresa, un modelo
basado en el paradigma indiciario de Carlo Ginzburg con un alto nivel de
complejización, en el que se harían intervenir pautas procedentes de los
trabajos del propio Ginzburg junto a otras extraídas de Edgar Alan Poe (La
carta robada), de Conan Doyle (relatos de Holmes) y de Marcel Proust (En
busca del tiempo perdido). Nosotros mismos sugerimos igualmente hacer
visitar a Sherlock Holmes las escuelas del pasado y del presente, para
ayudarnos a desvelar los significados de algunos elementos de su semiología.
[15] Pero estos planteamientos requieren sin duda una mayor discusión y otro
nivel de análisis.
En la sección de documentación del CEINCE se inició, hace ya algunos
años, una práctica que puede ser de alcance innovador para valorar los
materiales que se adhieren a los libros utilizados en el aprendizaje: entresacar
de los manuales escolares, en paralelo al proceso de su catalogación, todos
los pequeños materiales que se guardan entre sus páginas e ir depositándolos
en cajas dispuestas al efecto, de forma acumulativa, para el posterior análisis
arqueológico de sus formatos y contenidos.
El libro escolar no sólo es un soporte del currículo editado y de los
paratextos que añaden sus usuarios al manejarlo como instrumento de
aprendizaje o como pantalla en la que proyectar sus actitudes ante la escuela,
o sus propias reacciones personales de carácter psicosocial. Un manual puede
servir asimismo de buzón depositario de muchos objetos y textos que rodean
la vida de la infancia. Entre los primeros se pueden hallar, entre otras cosas,
las siguientes: hojas de plantas, mechones de cabello, trozos de tejidos,
pequeñas banderas, plumas de aves, sobres de discos, naipes… Entre los
segundos se pueden encontrar toda una gran variedad de escrituras infantiles y
de impresos no librarios: cartas, sobres con direcciones, exámenes, escrituras
copia (chuletas en español), esquemas, resúmenes, dibujos, mapas, tarjetas
postales, fotografías, recordatorios de comunión, estampas religiosas, recortes
de imágenes eróticas, programas de fiestas, entradas de espectáculos, billetes
de viaje, iconos de personajes de la época, tablas de cálculo, recortables,
hojas de calendario, oraciones para rezar, historietas gráficas, fragmentos de
comics, recortes de prensa, billetes de juegos de azar…
Sueltos y Ephemera

Cuatro “sueltos” hallados entre las páginas de manuales escolares.


Estos ephemera, que son impresos no libros (salvo el dibujo), circularon
en el cotidiano de la vida escolar y forman parte de la cultura empírica
de las instituciones.

Una hoja de aleluyas verboicónicas sobre higiene.


Un dibujo infantil alusivo a un mito literario (Platero).
Un impreso de calificaciones de uso en la escuela popular alemana.
Una hoja de vales o premios que se concedían para premiar las acciones
positivas de los niños.
Como puede observarse, el manual puede ser también una especie de
contenedor para almacenar en él el micromundo polimorfo que acompaña a la
infancia en sus estudios, en sus juegos y en toda su vida cotidiana, un elenco
de pequeñas pero significativas cosas que se guardan entre páginas porque no
se quiere desparezcan. ¿Cómo no sufrir la tentación de practicar una sutil
arqueología sobre este amplio y variado universo, aparentemente caótico,
integrado por materiales que han logrado preservarse en el nicho ecológico de
los libros escolares? ¿No son estas pequeñas piezas testimonios de la vida
cotidiana de los sujetos, huellas que los niños y niñas en su tiempo de alumnos
decidieron guardar entre las áridas páginas de los textos didácticos, como
expresión de sus motivaciones más sentidas y de sus verdaderos intereses?
Los librotes de la aborrecida escuela de los que habló en sus poemas Antonio
Machado eran además un lugar bastante seguro donde esconder, y hasta donde
dejar olvidados, los textos-huella de nuestras informalidades, a veces
obscenas, con frecuencia secretas, a menudo lúdicas, casi siempre íntimas.
Un manual escolar acompaña al alumno al menos todo un curso, y a veces
varios años. Aunque instrumento de la aborrecida escuela de la que hablamos
en otro capítulo de esta obra, el libro llega a constituirse en el compañero
inseparable de los trabajos y las horas de nuestros tiempos de niñez. Él es un
epítome del saber a aprender y memorizar, a subrayar, a copiar… Pero al
mismo tiempo puede ser una pantalla en la que proyectar toda la expresiva y
polimórfica grafitería infantil, y por supuesto servirá de buzón en el que
ocultar, para que más adelante los descubran los adultos, los pequeños
secretos icónicos y textuales de la infancia. Las “basuras” que el etnógrafo
descubre entre las páginas de los textos de enseñanza poseen, a buen seguro,
toda una lógica que guarda relación con las pautas de la sociabilidad informal
de los menores y con la construcción de su misma subjetividad personal en un
determinado momento histórico.
Arqueología y memoria: una nueva subjetividad

Según hemos podido comprobar en las experiencias comentadas,


arqueología y memoria aparecen íntimamente unidas. En la primera, el
encuentro con el museo desencadena procesos de recuerdo y suscita
emociones de la infancia recuperada. Se provoca con esta experiencia una
cierta anamnesis personal y se toma conciencia de que la práctica
museográfica -en este caso local- llega a tener un alcance universal, toda vez
que podría imaginarse instalada en cualquiera de los escenarios en que se
desenvolvieron las primeras experiencias escolares de cada uno de los sujetos
presentes en la situación que es objeto de análisis.
Los museos, en la sociedad de nuestro tiempo, establecen y simbolizan
registros cognitivos y afectivos y, al definir y fijar memorias, afectan a la
cohesión social y cultural de los sujetos, así como a la reconstrucción de la
identidad de estos y de la comunidad de pertenencia. Y los etnográficos,
además de satisfacer expectativas de entretenimiento y ocio de los ciudadanos
que los visitan, bajo sus ofertas generalmente afines a formas de cultura
simulacro o de representación/espectáculo, posibilitan con más facilidad
comunicativa este tipo de percepciones, que estimulan los recuerdos que
constituyen las memorias o la crítica. [16]
Como ya hemos hecho notar, ha sido el neurocientífico Antonio Damasio
el que ha puesto énfasis en la interrelación que se da entre los procesos
cognitivos, mnemónicos y emocionales. Las emociones y sentimientos que
afloran en situaciones vinculadas a los recuerdos son conductas complejas, en
buena medida automáticas, como los dispositivos conductuales primordiales,
que han sido seleccionados y fijados al igual que los patrones biológicos y
culturales de la evolución. Acciones como las que se observan en la imagen
tomada in situ, que apoya la primera experiencia comentada, implican
globalmente a toda la corporeidad, desde la que afecta a las posturas que
adoptan los sujetos a la que se manifiesta en sus expresiones gestuales o las
que se operan, de manera no visible pero obviamente sí efectiva, en el medio
fisiológico interno que induce la respuesta de identificación y reconocimiento
del estímulo.
El “estado emocional”, tal como lo describe Damasio, es una especie de
situación derivada de una reacción interactiva y en cadena de dispositivos
complejos de carácter cognitivo, afectivo y neuromotor. [17] Esto es lo que
ocurre con toda seguridad a los investigadores que visitan la escuela-museo de
Bordecorex. Al percibir la configuración de un lugar que, aunque no propio,
no es desconocido, los participantes recuperan en la memoria sus propias
vivencias y tratan de acomodar sus cuerpos adultos a las materialidades en
que se sitúan, mimetizando los rituales que requiere la situación a la que se
enfrentan. De este modo, los investigadores se ven invitados a comprender e
interpretar cómo la cultura material de la escuela ha contribuido a la
construcción de determinados aspectos esenciales de su misma subjetividad,
desde los psicofísicos a los sociales, y que esta subjetividad es en todo caso
la resultante antropológica de un proceso de aprendizaje cultural.
La segunda experiencia es, si se quiere, más propiamente arqueológica,
toda vez que el campo observado es un territorio real, no museizado, y por
tanto sin elementos añadidos o manipulaciones ficcionales, como ocurre en el
caso de las representaciones y de las museografías asociadas a montajes que
se realizan post factum, que pueden disponer los objetos, textos e imágenes en
función de los criterios estéticos y técnicos de los museógrafos que conciben
las escenografías. En esta experiencia los observadores acceden al yacimiento
tal como se encuentra en su lugar, sin ningún tipo de intervención.
Cuerpos en Escenarios Escolares

Dos tipos de espacios, dos corporeidades, dos subjetividades. En cada


uno de ellos está implícita una determinada subjetividad y también una
definida nueva antropología corporal.

Aula de aprendizaje de lenguas de los años sesenta del siglo XX. La


geometría del escenario presupone un sujeto, ergonómicamente situado
en un espacio acotado y estructurado en microcabinas, sin posibilidad
de otros movimientos.
Terraza de una escuela graduada de Madrid de las primeras décadas del
mismo siglo, abierta al medio exterior. El higienismo de la época crea
otro tipo clímax.
Los informantes que se sitúan en la escuela-yacimiento de la localidad de
Sauquillo construyen un texto con los elementos desordenados que encuentran,
observan por indicios las características físicas y arquitectónicas de la
escuela y las pautas que probablemente gobernaron la vida en el aula, recurren
a la memoria de personas que habitaron en un escenario similar, al menos en
parte, e incorporan su propia experiencia y formación en la interpretación de
las materialidades encontradas. La memoria de los actores locales y de los
etnólogos es también un componente esencial para la comprensión e
interpretación de los restos arqueológicos, con cuyo collage hay que tratar de
recomponer la estructura ausente (conocida expresión de Umberto Eco usada
para referirse a los lenguajes implícitos) que hubo de tener la escuela en sus
momentos de existencia histórica real, a lo largo de todo un siglo, el que
transcurrió desde su construcción en los años de la Restauración a fines del
siglo XIX hasta la pasada la mitad del siglo XX.
Memoria y arqueología se entrecruzan por tanto en la anterior
experiencia, en el marco de un peculiar juego hermenéutico, orientado a la
comprensión y explicación histórica de la cultura escolar que pudieron
albergar los muros de aquella escuela abandonada. Las materialidades
encontradas hacen presuponer al observador un determinado tipo de sujeto
implícito y una definida cultura escolar. La etnohistoria suscita la construcción
de la subjetividad de los individuos sometidos a los dispositivos materiales
de los modelos de institución que analiza e interpreta.
Lo mismo cabe suponer que sucedería a quienes examinen las
materialidades visibles en las representaciones correspondientes al espacio-
escuela de la pequeña localidad italiana de Agnone, situada en la región de
Molise, escuela a la que se alude con unas imágenes de apoyo, para ofrecer
una referencia visual que facilite la comparación con la correspondiente
escuela española. Como puede observarse, las culturas escolares de los países
de la Europa del sur muestran algunos patrones en común que las hace en parte
semejantes o cuasi análogas, aunque puedan también mostrar elementos
peculiares que diferencian a unas de otras.
La tercera experiencia conduce a nuevas reflexiones en torno a las
necesarias relaciones entre arqueología y memoria. En primer término, remite
a la reflexión sobre la intención que pudo tener la propietaria de las escrituras
de la escuela nacional-socialista alemana, que durante muchas décadas de su
dilatada vida, había guardado, y ocultado, un material que formaba parte de su
propia identidad narrativa. Este entramado tiene que ver con la construcción
del “sí mismo”, dispositivo cognitivo-emocional de la subjetividad que
también estudia Antonio Damasio, y al que en perspectiva filosófica aludió
Paul Ricoeur, en sus ensayos acerca de la construcción de la identidad
narrativa.
Las anteriores perspectivas de análisis entroncan con lo que Michel
Foucault llamó la construcción del soi, o self, una cuestión que el pensador
francés abordó en sus últimos escritos, al tratar de plantear una nueva historia
de la subjetividad, a partir de lo que él mismo sugirió como desarrollo de una
deseable y necesaria herméneutique du sujet, práctica interpretativa que
estaría en la base de la propuesta de la culture du soi, en la que se
fundamentarían las denominadas “tecnologías del yo”. [18]
El planteamiento anterior, como es sabido, no sólo afectaba a la
comprensión del sí mismo, toda vez que apuntaba al tiempo al gobierno del
sujeto, y por tanto a la razón práctica y a la acción moral, e incluso a la
biopolítica del poder, por medio de la cual los individuos pautarían la
gobernabilidad del sí mismos y de la sociedad. Foucault reconocía, a estos
efectos, ya en la antesala de su final de vida, que toda su obra, desarrollada en
los últimos veinticinco años, no había sido otra cosa que una indagación
pluridisciplinaria (economía, biología, psicología, psiquiatría, penología)
acerca de cómo los hombres, en el seno de nuestra cultura, han desarrollado un
saber en torno a sí mismos. [19] Sin duda, de haber retomado el hilo
interrumpido por el analista en Vigilar y castigar, nuestro autor habría
desembocado, como han señalado sus mejores exegetas, con la proposición de
una nueva pedagogía en la que poder fundar tanto el cuidado del yo como la
gobernanza de la comunidad.
No puede haber conciencia sin sentimientos y el “proto sí mismo”, de que
habla en nuestro tiempo Antonio Damasio, asegura la movilización de los
sentimientos primordiales, en los que también es determinante la cultura en la
que ha crecido el sujeto. La actitud de la donante de Baviera sugiere claves
para entender el propósito de perpetuar esta memoria de la escuela nacional-
socialista, a través de su conversión en legado que ha de ser transferido a un
albacea de confianza, el colega del círculo wagneriano al que le unían lazos
culturales y sentimentales de acreditada amistad y confianza. Habría que
reflexionar acerca de las conexiones entre la memoria histórica, de la que los
documentos son una fiel representación, y la lectura o lecturas que hoy
podemos hacer de este acervo, desde nuestras propias memorias personales y
colectivas, incluida la memoria de la autora de aquellas escrituras, en torno a
la cultura histórica que las fuentes manejadas expresan y transmiten. Todo este
juego hermenéutico desemboca en una nueva comprensión antropológica y
cultural de los complejos procesos históricos que intervienen en la
configuración de las subjetividades. El sujeto es en último término una
construcción sociocultural.
La última inmersión comentada parte de la puesta en valor de las
“basuras” -un material que los historiadores han despreciado hasta ahora al
considerarlo depósito de residuos sin valor relevante- como fuente etnográfica
para recomponer muchos aspectos formales e informales de la vida cotidiana
en las escuelas, así como de algunos de los códigos que ordenaron y regularon
la vida de la infancia en el pasado. La arqueología efectuada sobre estos
restos abandonados estimula en parte la aparición de una memoria dañada, que
se puede incluso llegar a culpabilizar de la pérdida de los textos y objetos que
un día formaron parte de la atmósfera relacional y de la iconosfera que
envolvió los años de la perdida infancia. Tanto los materiales de los
contenedores residuales urbanos, como los que se han guardado entre las
páginas de los manuales escolares, guardan muchas de las claves de los
ingredientes y comportamientos que condicionaron el proceso de construcción
de la subjetividad de los menores en diversos estadios históricos.
Las cuatro situaciones vividas -planificada una, buscada otra y
encontradas las dos últimas- abren nuevas preguntas a la etnohistoria y nuevas
miradas arqueológicas sobre los estratos materiales en que aparece y se
muestra la fenomenología en la que se plasma la memoria, que es uno de los
elementos -el más visual sin duda- en que apoyar la construcción de la
arqueología del saber. Todas ellas, y otras imaginables y posibles, sugieren
asimismo nuevas perspectivas en los juegos semánticos que el recuerdo puede
ensayar, en su ineludible proceso de narración de la experiencia que
acompaña a la reconstrucción de toda identidad biográfica y colectiva, es
decir, de cualquier subjetividad.
Hubo un tiempo -escribe Michel Foucault al comienzo de la Arqueología
del saber- en el que la indagación arqueológica era una disciplina de los
monumentos mudos, de los rastros inertes, de los objetos sin contexto y de las
cosas abandonadas sin más. En cambio, hoy -escribía el intelectual francés en
el ya lejano año 1969- es la investigación histórica la que, en una cierta
“mutación epistemológica”, tiende a buscar el soporte de la arqueología. La
lingüística, la etnología y el psicoanálisis descentraron el sujeto e iniciaron
también una cierta “antropologización” de la historia. Este giro ha comportado
un acercamiento de las ciencias sociales a las fuentes materiales de los hechos
del pasado, así como al estudio de las relaciones y significados de las cosas y
de las palabras que las glosan como documentos con contexto y memoria. [20]
En este enfoque, los monumentos/documentos se constituyen desde su
misma materialidad, en fuentes que comportan prácticas, saberes y discursos.
Un objeto, como hemos señalado en otras partes de este libro, es un
condensador semántico que informa acerca de la cultura depositada en él (un
resto material es un objeto informador, decía Pier Paolo Sacchetto). Este
material físico nos habla no sólo de sus usos en el pasado, asociados a
prácticas operatorias, funcionales, sino de sus significados culturales, incluso
más allá de las atribuciones que pudieron conferirle en su momento sus
creadores, usuarios e intérpretes. Los sujetos, al comentar cualquiera de los
objetos de uso escolar que conocieron y manipularon pueden construir relatos
que hablan de cómo se construyó en la práctica su propia subjetividad, y el
narratorio intersubjetivo resultante del cruce de varias memorias personales
emana de la relación de los agentes con las materialidades que dan fisicalidad
y sentido a las vivencias narradas.
Las palabras que acompañaron a las cosas también poseen una carga
metafórica que, por ser el lenguaje una construcción histórica y cultural y la
“casa del ser” en la definición heideggeriana, promueve lecturas e
interpretaciones diversas. Como señala Irina Podgorny, la arqueología de
nuestro tiempo se interesa además no sólo por los objetos materiales y sus
usos prácticos, sino también por las relaciones que se pueden dar entre ellos
en las situaciones vitales, por el discurso que subyace en estas conexiones e
incluso por los procesos que han llevado al investigador a interesarse por
ellos como fuentes de conocimiento. [21] El análisis genealógico nace
justamente, a este respecto, de la necesaria complejización del tiempo
presente y de los móviles que llevan al estudioso a formularse determinadas
preguntas o hipótesis.
La arqueología del saber se genera cuando disponemos los restos y
documentos en series inteligibles que sugieren enunciados y pueden dar origen
a formaciones discursivas. Estas prácticas de investigación son acciones con
su propia lógica, que influyen en la construcción del mismo archivo, dándole
forma y sentido. De este modo, en la estrategia foucaultiana, la organización
de las fuentes y la formación de los saberes son dos operaciones
estrechamente interdependientes, aunque se puedan diferenciar temporal y
metodológicamente. Por eso mismo también, la cultura empírica de la escuela,
que se configura a partir de las prácticas producidas en un determinado lugar y
tiempo, en un espacio y su contexto, ha quedado registrada en sus elementos
arqueológicos, materiales e intangibles, que se pueden rastrear en los mismos
yacimientos institucionales o en los archivos que los catalogan, ordenan y
exhiben.
Dos Subjetividades Infantiles

Imagen de cubierta de un manual de lectura infantil de Rwanda de los


años ochenta. La guerra es una realidad que forma parte del cotidiano
en aquel contexto de luchas tribales. En la portada, la guerra y la
muerte, la tragedia, conforman un tipo de sujeto. En su interior, la
batalla se ofrece en el formato lúdico del comic.
Página interior de un libro escolar de Irán, actualmente en circulación.
La cultura islámica en que se produce y circula el texto presenta un
modelo definido de sujeto, con sus proyecciones en las relaciones de
género.

Ambos manuales, aunque modernos, proceden de depósitos ya


arqueológicos, toda vez que han ido a parar a librerías de material en
desuso. Si se analizaran en su textualidad, también revelarían la
presencia de imaginarios sociales que son expresión de elementos
arcaicos de las culturas que en ellos se representan.
Exclusión/Dependencia

Imágenes que comportan dos tipos de subjetividad.

Esta ilustración procede de un libro alemán de la época nacional-


socialista. En ella niños judíos y su maestro son expulsados de la
escuela que compartían con sus compañeros alemanes, quienes hacen
gestos de mofa y desprecio. Aquí se gesta el sujeto excluido.
Esta imagen corresponde a una escuela infantil de un poblado de Kenia.
Los elementos de lengua y tecnología sugieren neocolonialismo y
dependencia, condicionantes socioculturales que incoan y expresan otro
modo de subjetividad.
La institución escolar ha cristalizado en un modo de cultura, que ha
afectado a las formas de la interacción entre los sujetos y a la construcción de
una definida ciudadanía, la que corresponde a la civilización que ha logrado
implantarla en la sociedad. Para Bruno Belhoste, la escuela, al generalizarse,
ha operado como un verdadero laboratorio de cultura y como una agencia de
sociabilidad cultural. [22] Los dispositivos y las estructuras materiales y
formales, que han dado fisicalidad y visibilidad a la escuela, han llegado a
conformar todo un microsistema social, ordenado a la producción de un
modelo de sujeto y de una identidad ciudadana, de proyección comunitaria,
que es una derivada de esa estrategia civilizatoria, puesta en marcha y
sostenida en el tiempo largo por las instituciones públicas y privadas de
formación. Por eso, la arqueología permite bucear, a través del examen de lo
material, en las prácticas que, como subraya Monica Ferrari, han dado sentido
e identidad a la cultura de la infancia y a la de la misma escuela. [23]
Bajo estos enfoques, la arqueología de la memoria se orienta hacia la
reconstrucción de una cultura escolar basada en las materialidades
arqueológicas de la escuela pero con la presencia de un sujeto, tanto en lo que
afecta a los protagonistas de la vida en las instituciones en que se sitúan, como
en lo que se refiere a los historiadores que pueden inquirir a las fuentes con
nuevas preguntas, más allá de las que susciten en una primera aproximación
los objetos, las imágenes y los textos. De esta suerte, la arqueología de la
educación se constituiría en una disciplina nada arcaizante sino plenamente
moderna, abierta a nuevas y plurales lecturas y a diversas posibilidades
hermenéuticas del pasado.
Michel Foucault, al definir la orientación de la nueva arqueología del
saber, dejó claro que no buscaba situar la cuestión epistemológica en el debate
sobre la “estructura” -esto ya lo habían hecho quienes indujeron la supresión
del sujeto-, sino entrar en el campo que afecta esencialmente al ser humano,
donde por lo demás, según él quiere creer, también radica en realidad lo
estructural. [24] Con ello, nuestro mentor en este abordaje arqueológico de la
memoria y de la experiencia recuperaba y afirmaba el papel que la
subjetividad jugaba en la nueva episteme del conocimiento y en la
interpretación de las prácticas y los discursos que conforman la cultura,
también la de la escuela.
Notas

1. Michel Foucault, Arqueología del saber, México, Siglo XXI, 1970. Véase la introducción a
este importante ensayo. La sociología histórica de orientación crítica -influida por Foucault- se ha
servido de la arqueología como metáfora para sus análisis genealógicos. Véase: Julia Varela &
Fernando Álvarez Uría, Arqueología de la escuela, Madrid, La Piqueta, 1991.
2. Agustín Escolano, “Posmodernity or high Modernity? Emerging approaches in the new history
of education”, Paedagogica Historica, XXXII, 1996, pp. 325-341.

3. Juri Meda, “La historiografía material de la escuela como factor de desarrollo de la


investigación histórico-educativa en Italia”, en Pedro L. Moreno y Ana Sebastián (eds),
Patrimonio y etnografía de la escuela en España y Portugal en el siglo XX, Murcia, CEME-
SEDHE, 2012, pp. 17-32.
4. Alfredo Jiménez Eguizábal (ed.), Etnohistoria de la escuela, Burgos, Universidad de Burgos-
SEDHE, 2003.

5. Pier Paolo Sacchetto, El objeto informador. Los objetos en la escuela: entre la


comunicación y el aprendizaje, Barcelona, Gedisa, 1986, p. 27 ss.
6. Martin Lawn (ed), Modelling the future. Exhibitions and the materiality of education,
Oxford, Simposium Books-CEINCE, 2009. Ver asimismo: Martin Lawn & Ian Grosvenor,
Materialities of schooling. Design, tecnology, objects and routines. Oxford, Symposium
Books, 2005.

7. Emilio Lledó, Memoria de la ética, Madrid, Taurus, 1994, p. 40. Véase también nuestro trabajo
“Memoria de la escuela y educación deseada”, en el libro, ya citado, La memoria y el deseo,
Valencia, Tirant lo Blanc, 2002, p. 19 ss.
8. Giovanni Frazzetto, Cómo sentimos. Lo que la neurociencia puede y no puede decirnos
acerca de nuestras emociones. Barcelona, Anagrama, 2014, pp. 21-22.

9. Ibidem, p. 36. Véase: Antonio Damasio et al., “Impairment on social and moral behavior
related to early damage in human prefrontal cortex”, Nature Review Neuroscience, 1999, 2, pp.
1032-1037.
10. Sobre cuerpo y educación, véanse las actas de los dos coloquios celebrados en el CEINCE
durante los últimos años: Joaquín Ortega (ed.), Hermenéutica del cuerpo y educación, Madrid-
México, Plaza y Valdés, 2009; Joaquín Ortega (ed.), Marcas del cuerpo en educación.
Imaginarios simbólicos y materiales, Valladolid, UEMC, 2013.

11. Véase en torno al tema: Luis Fernández Galiano, El fuego y la memoria, Madrid, Alianza
Editorial, 1991.

12. Aude Vincent y Fabrice Hervieu, Pupitres de la nation, Paris, Éditions Alternatives, 1997.

13. Ángel Díaz de Rada, Etnología y cultura material de la escuela, texto de la conferencia
dada en el CEINCE en mayo de 2007, sin editar. Véase también: Agustín Escolano (ed.), La
cultura material de la escuela, Berlanga, Ediciones CEINCE, 2007; Antón Costa Rico, “El ajuar
de la escuela”, en Agustín Escolano (ed), Historia ilustrada de la escuela, Madrid, Fundación
Sánchez Ruipérez, 2006, p. 197 ss: Vera Lucía Gaspar da Silva & Marilia Gabriela Petra (eds),
Objetos da escola. Espaços e lugares de constituição de uma cultura material escolar,
Florianópolis, Editora Insular, 2012.

14. Laerthe de Moraes Abreu, “Apontamentos para uma metodologia em cultura material
escolar”, Pro-Posições, 16.1(46), 2005, pp. 145-164.
15. Véase nuestro artículo: “Sherlock Holmes goes to school. Etnohistory of the school and
educational heritage”, History of education & children´s literature, Macerata-Italia, 2, 2010, pp.
17-32.

16. Véase: Iñaki Arrieta (ed.), Reinventando los museos, Bilbao, Editorial Universidad del País
Vasco, 2013.
17. Antonio Damasio, op. cit., p. 153 ss.

18. Michel Foucault, Tecnologías del yo y otros textos afines, Barcelona, Paidós-ICE-UAB,
1990, pp. 36-38.
19. Ibidem, pp. 47-49.

20. Michel Foucault, La arqueología del saber, México, Siglo XXI, 1991, pp. 11- 29.
21. Irina Podgorny, Arqueología de la educación. Textos, indicios, monumentos, Buenos Aires,
Ediciones de la Sociedad Argentina de Antropología, 1999, p. 4. Ver también: Shelley J. Smith &
Karolyn E. Smardz, The archaeology education handbook, Walnut, Altamira Press, 2006.

22. Bruno Belhoste, “Culture scolaire et histoire des disciplines”, Annali di storia della scuola e
delle istituzioni scolastiche, 12, 2005, pp. 213-233.
23. Monica Ferrari e Mateo Morando (eds), La cultura del bambino. Documenti della scuola
tra passato e presente, Milano, Edizioni Junior, 2007, pp. 7-8.

24. Michel Foucault, op.cit., pp. 26-27.


Coda:
cultura de la escuela, educación
patrimonial y ciudadanía

l cambio operado durante las últimas décadas en la historia de la

E educación hacia la afirmación del valor de la cultura de la experiencia


invita a introducir en la investigación dos nuevas perspectivas, que son
complementarias entre sí: de un lado, la hermenéutica, a la que nos hemos
referido en el anterior capítulo, que conduce en último término a la búsqueda
de una interpretación compartida, consensuada o crítica, siempre en clave
pluritópica e intersubjetiva, de lo que la cultura de la escuela ha significado en
la construcción de nuestras memorias personales y colectivas y de las de los
demás; de otro, la orientación de la historiografía a la fundamentación de una
educación patrimonial, que atribuye un nuevo estatus a los registros materiales
de las memorias, transformándolos en bienes culturales y formativos, y por
consiguiente en recursos de interés para los sujetos y las comunidades. En
estos testimonios del pasado, y en su hermenéutica, se puede sustentar una
nueva educación histórica de la ciudadanía.
La implantación prácticamente universal de la escuela obligatoria y del
modelo de educación de masas, sobre todo en los países de nuestro entorno, ha
constituido a los bienes educativos en objetos de carácter público en orden a
una nueva educación cívica que incluya la memoria como ingrediente crítico-
cultural de la formación, más allá de los requerimientos espasmódicos del
tiempo presente. A partir de los objetos, de las imágenes y de los textos
usados en las instituciones se puede caminar, hermeneutizando los patrones
que integran la memoria, una vez que esta es asumida como cultura a
interpretar, hacia la meta de pensar entre todos la educación recibida mediante
el análisis histórico, interpelando desde nuestro tiempo a los contenidos,
significados y valores implícitos en los testimonios que han entrado a formar
parte del patrimonio material e inmaterial de la formación. Bajo esta
perspectiva, se podría afirmar que la memoria de la escuela se ha venido a
constituir en uno de los bienes comunes que entran a formar parte de lo que
Daniel Innerarity ha definido como el nuevo espacio público de la sociedad
contemporánea, un escenario cuya gramática va más allá de las
determinaciones del mercado y de los intereses particularistas de los
individuos. [1]
La nueva historiografía, en buena parte amarrada a lo material, huye de
reducir el narratorio que escribe el lector o intérprete de la memoria a una
mera glosa de la crónica anticuaria, de la que habló Friedrich Nietzsche, o de
caer en una forma de neopositivismo que se limite a la mera catalogación y
descripción de los monumenta que se guardan y exhiben en los archivos
físicos y en los museos. Tampoco se dejará seducir por el fetichismo de las
imágenes y de los objetos que reúne y trata de difundir la llamada sociedad
del espectáculo. [2] Manuel Bartolomé Cossío, el que fuera director del
Museo Pedagógico Nacional en España, fundado a finales del siglo XIX, ya
nos previno sobre ello, en una perspectiva más amplia y general que la
estrictamente historiográfica, al advertir de los peligros que tienen quienes
tratan con los restos del pasado de quedar atrapados en el fetichismo de los
materiales cuando se recrean o dejan seducir por la estética o por la etnografía
arcaizante de los objetos que encuentran y difunden [3].
Los museólogos de nuestro tiempo han advertido, en otro orden de cosas,
que un museo no es una mera colección de objetos completada
convulsivamente ad infinitum, ni una exposición con un orden y un discurso
invariables. La reconstrucción y exhibición pública de los elementos del
patrimonio histórico-educativo, para eludir los anteriores riesgos, han de ir
guiadas del ethos exigible a toda política de memoria necesaria, inteligente y
justa, la que se orienta a la interpretación de la cultura y a la educación
histórica de los ciudadanos y de los actores que aseguran la gobernabilidad de
la educación. Lo demás seguramente sobra, porque es material repetitivo o
escritura derrotada.
Freeman Tilden, uno de los pioneros en fundar la nueva estimativa sobre
la función social del patrimonio, ya lo señaló como misión a cumplir por los
arqueólogos, historiadores y otros especialistas que trabajan en la
reconstrucción del patrimonio cultural, y también del natural, herencia que por
lo demás nunca está libre de influjos culturales: la acción de los observadores
del pasado rescatado por el presente es un compromiso no sólo de
salvaguarda y vigilancia de tesoros sino sobre todo de ayuda a su
interpretación. Todo gran maestro -decía Tilden- ha sido y es, además de
arqueólogo, un intérprete que indaga, desvela, forma. En los anillos de un
corte de árbol, el observador descubre las leyes del crecimiento natural de la
planta, y en las sincronías sucesivas de las materialidades de la civilización,
el etnólogo y el antropólogo pueden llegar a percibir las claves evolutivas de
las culturas, y seguramente también algunas de las señas de identidad que les
dan sentido, códigos que han de ser objeto de conocimiento y de formación
para la humanidad en una sociedad democrática e ilustrada. [4]
La moderna paleoecología va más allá incluso en estos planteamientos. El
patrimonio material puede dar origen -apunta el paleontólogo Eudald
Carbonell- a un nuevo “intelectual colectivo”, emancipador y crítico, para
hacer reflexivamente comprensible la evolución de la humanidad y para
orientar la praxis de la especie. [5] Desde esta estrategia, en su dimensión
ecosocial, el patrimonio material sería algo así como el registro empírico de
la lógica interna a la historia evolutiva. Bajo tal perspectiva, toda información
material que aporte conocimiento ha de ser considerada parte del patrimonio
colectivo, y por tanto, también como un legado instructivo que debe ser
socializado a través de la formación, es decir, como contenido cultural que ha
de ser difundido entre todos los miembros de una comunidad que quiere
avanzar.
El progreso de la humanidad, como es sabido, se sustenta en la
socialización de las conquistas materiales -todas ellas culturales- que inventa
y selecciona la especie en la lucha por la existencia. De no haberse
socializado el fuego tendríamos que haberlo inventado sucesivas veces. De no
haberse creado y difundido, por ejemplo, las tablillas cerámicas o de cera
tendríamos que descubrir otros soportes en los que poder fijar huellas o signos
cada vez que tuviéramos que enseñar a escribir. El patrimonio material es
pues el registro empírico y factual de las prácticas culturales de una época, de
cada época, de todas las épocas. El olvido, o la destrucción, de estos
referentes del pasado podría implicar pérdida de energía en la marcha de la
evolución e incluso una amenaza que abocaría a la regresión en la trayectoria
de la humanidad.
El conocido investigador del yacimiento de Atapuerca habla en sus
recientes escritos de “educar en el patrimonio”. El patrimonio es para Eudald
Carbonell la representación de una teoría empírica o fáctica acerca del
pasado, o sea, una mímesis del mismo, la imagen que podemos intuir y
manejar acerca de él, y hasta tal vez un referente con poder anticipatorio en la
marcha de la evolución. La formación de una conciencia planetaria se sustenta
en la socialización del conocimiento depositado en este legado, como se
ilustra en las exposiciones que se ofrecen en el Museo de la Evolución
Humana de la ciudad de Burgos, uno de los referentes mundiales en la materia.
Eudald Carbonell se remonta, en un intento de hacer genealogía desde la
complejidad de las preguntas del tiempo presente, al siglo de la Ilustración
para bucear en el origen y usos de los recursos patrimoniales como fuente
formativa. Los expedicionarios, arqueólogos y viajeros de la época de las
luces fueron los primeros que tomaron conciencia del valor cultural de la obra
universal de la humanidad, si bien sus trabajos indujeran a una educación no
sólo elitista (no socializada), sino también en gran medida fetichista
(exaltadora más de lo monumental que de los registros de la vida cotidiana).
La nueva visión del patrimonio debería ordenarse en cambio, según él, a la
educación histórica de todos los ciudadanos (y no sólo servir de recurso de
trabajo/ocio de especialistas y curiosos). Implicaría además la valoración de
los bienes patrimoniales del mundo de la vida cotidiana como activo social
que puede llegar a resocializar culturalmente al primate humano, mediante la
difusión del saber hacer alcanzado a escala universal, bajo una orientación
enmarcada en una democracia neoilustrada. [6]
La educación patrimonial presupone así una revalorización de las cosas y
de la tecnología como formas de expresión de las prácticas materiales de los
humanos. Ello comporta sin duda una nueva acreditación de la cultura material
como creación, y también como categoría disciplinaria, más allá de su
valoración instrumental. La gente -ha escrito Richard Sennett- puede llegar a
aprender acerca de sí misma a través de las cosas que produce o ha
producido, es decir, de la cultura material que crea y difunde. El artesano que
inventa artefactos entabla diálogos con los ingenios que salen de sus manos,
incluidas las tecnologías vernáculas a las que nos referimos en otro punto de
esta obra y las acciones competenciales del enseñante, a las que alude
Umberto Margiotta, glosando las contribuciones antropológicas sobre la
cuestión de Lévi-Strauss. [7]
Estas conversaciones entre los creadores y sus obras dan origen a
interpretaciones culturales y a hábitos técnicos que se trasmiten y socializan
mediante rituales. Las habilidades y competencias, incluso las más abstractas,
comienzan siempre siendo prácticas corporales, y en la mayoría de nosotros
hay, desde los primeros pasos de nuestra existencia, un artesano inteligente.
Por lo demás, el trabajo material de creación y transmisión de estos saberes
genera un ethos individual y colectivo que se comunica, como hemos mostrado
en otro punto de este trabajo, en los espacios de sociabilidad que comparten
los miembros de los grupos afectados, los usuarios y las corporaciones, esto
es, entre los sujetos que cohabitan -o han convivido- en los lugares que sirven
de escenario a los trabajos que estos sujetos desempeñan y representan. [8]
La llamada pedagogía científica, incluso la acreditada como más
progresiva, se aisló en las torres de marfil de la academia y dio muestras casi
siempre de los prejuicios intelectualistas en que estuvo instalada, reforzando
así la tradicional escisión ya observada entre el mundo de la práctica y el
orden de las disciplinas que lo analizan e interpretan. La pedagogía
especulativa no asumió nunca como valor, y menos como testimonio de
cultura, esta tecnología de la enseñanza de origen experiencial, que adjetivó
para devaluarla y marginarla de ingenua e incluso salvaje. Contrariamente a lo
anterior, la cultura etnológica de la escuela se constituirá para la educación
patrimonial en el espejo en el que se reflejan las experiencias discursivas,
nacidas siempre de la práctica.
La idea de patrimonio se asocia además a la de identidad y refuerza al
mismo tiempo el valor de la tradición. Los bienes de la escuela hasta hace
poco fueron excluidos de los archivos de la memoria oficial, una memoria
marcadamente selectiva, interesada principalmente en hechos y obras notables.
Ahora estos bienes se buscan, conservan y difunden porque nos pertenecen y
nos definen como sujetos histórico-culturales. Ellos forman parte de nuestro
relato, sobre todo desde que la experiencia escolar entró a formar parte de las
formas universales de sociabilidad. Por ello justamente cada vez estamos más
decididos a salvaguardar estos bienes, en cuanto que ellos son esenciales en el
proceso de constitución de una identidad compartida.
El etnólogo Joaquín Díaz, al explicar el significado de la tradición,
resalta el valor de esta como catálogo de recursos elaborado por una
determinada comunidad para dar respuesta a los problemas que les ha
suscitado la relación con su entorno. Cuando este repertorio de objetos,
lenguajes y valores se traduce en algo que conviene transmitir a todos para
neutralizar posibles errores en las generaciones siguientes, se convierte en
tradición y patrimonio. Díaz compara la tradición con un río (imagen
heracliteana), un flujo que es muy viejo (en su cauce, sobre el que se
sedimentan diversos elementos que han venido circulando por él), pero a la
vez muy nuevo (en sus cambiantes aguas enriquecidas constantemente por los
afluentes). Aunque al pasar el río por delante de nosotros sólo veamos su
superficie (en continuo movimiento), el fondo del lecho conserva todo un
reservorio de recursos, muchos de ellos de gran interés para la propia
ecología del medio y para la supervivencia del sistema. [9]
Pues bien, en el caso del patrimonio de la escuela, el fondo de material
arqueológico, en el que se pueden observar mediante excavaciones
estratégicas varios estratos, conserva claves y significados que están en el
núcleo duro de la cultura de la educación, en su identidad y en su tradición,
que es en definitiva el resultado transmitido por la historia efectual de las
instituciones formativas. Y sólo esto justifica los esfuerzos por buscar,
custodiar e interpretar las piezas que forman parte de toda esta materialidad
real y simbólica que hoy se acoge en los museos pedagógicos. En el contacto
con estos restos y en la lectura que hacemos de las huellas y señales
indiciarias que reclaman nuestra atención están precisamente las bases donde
se sustenta la educación patrimonial.
No se crea que esta defensa de la tradición vaya a ser una apología de
corte conservador o reaccionario. El sociólogo de la tercera vía Anthony
Giddens ya llamó la atención en Más allá de la izquierda y la derecha acerca
del valor de las prácticas dignas de ser conservadas como prueba del peso de
una “historia lograda” (expresión equivalente a la de historia efectual
reflexiva que introdujeron los hermenéuticos, a la que hemos aludido en este
trabajo con anterioridad). Las prácticas, en la medida en que son durables,
sobreviven como tradiciones disponibles, a las que las sociedades pueden ser
más o menos leales. Las conductas y los símbolos que han sobrevivido largo
tiempo lo han hecho por algún motivo, muy probablemente porque respondían
a necesidades individuales o colectivas de algún tipo, es decir, porque se han
hecho necesarias.
Por otro lado -argumenta Giddens-, el cambio ha dejado de ser sinónimo
de progreso desde hace algún tiempo. En lo que aquí respecta, el significado
de la tradición podría estar asociado al valor de lo que Oakeshott -a quien se
refiere el escritor británico- llama “conocimiento tácito”, muy vinculado a las
prácticas y a las artes, a las costumbres y a los hábitos, así como a los rituales
y a otras prácticas de memoria que transmiten este tipo de sabiduría eficaz, tan
relacionada por otra parte con los contenidos que configuran el patrimonio
material e intangible de una comunidad. [10] Las reformas se forjan, según
advirtieron David Tyack y Larry Cuban, como producciones híbridas entre las
innovaciones que se proponen desde fuera y la “sabiduría práctica” de los
enseñantes, condicionada siempre por la tradición de su oficio. [11] Todos
deberíamos volvernos -concluye el sociólogo Giddens- algo conservadores y
recuperar algunas tradiciones que además puedan ser encauzadas como fuentes
de solidaridad y aún como prognosis y preacciones de futuro. En el nuevo
orden postradicional emergente, las tradiciones no desaparecen; se interpretan
y reorientan, exoneradas -eso sí- de sus riesgos fundamentalistas, hacia una
nueva educación de la ciudadanía. No otra cosa busca precisamente la llamada
educación patrimonial que invita a la constitución del legado histórico de las
sociedades y a su proyección en la formación histórica de los sujetos y de los
colectivos.
La cultura material de la escuela es el espejo de esta tradición pedagógica
salvaguardada. Recuperar esta historia de las materialidades no es, desde esta
lógica, un gesto conservadurista. Los objetos y las imágenes, las escrituras y
las voces, todos los testimonios que transmiten el legado del pasado de la
educación son materiales semióticos que emiten señales y simbolizaciones y
que construyen solidaridades entre las gentes de oficio y entre las
generaciones de ciudadanos que los han utilizado. [12] Probablemente en estos
bienes que forman parte del patrimonio educativo pueden residir
conocimientos tácitos, códigos implícitos de determinadas invariantes
pedagógicas y valores sociomorales subyacentes de un importante potencial
estético y narrativo, de efectos no previsibles a veces, pero siempre cultos y
solidarios.
Los historiadores, como vimos comentando a Roger Chartier, ya no tienen
el monopolio de las representaciones del pasado, y ni siquiera probablemente
de las construcciones más legítimas para explicarlo y para hacerlo atractivo a
la mirada de los ciudadanos de nuestro tiempo. Compiten hoy con las
propuestas de los profesionales de la ciencia histórica, al menos, dos tipos de
prácticas culturales de plausible legitimidad: las recreaciones de la memoria
(esa falsa moneda que tanto cambia de valor, como denunció Jorge Luis
Borges en sus juegos de espejos, pero hoy nuevamente resucitada) y las
invenciones de la ficción, entre las que el intelectual francés destaca las que
sugiere la narrativa histórica y la reconstrucciones virtuales. [13]
A las ingeniosas insinuaciones, o provocaciones, de Chartier podríamos
añadir otra: las tramas detectivescas inspiradas en la semiología e indiciaria,
a las que se aludió en el capítulo sobre arqueología de la escuela. Las tramas
en las que se ven envueltos los personajes Holmes y Watson suelen asociarse a
objetos e imágenes que los personajes de los relatos dejan olvidados en los
lugares donde ocurren los sucesos. Y esos materiales suelen portar huellas que
son signos que, enlazados en deducciones sucesivas, conducen al
desvelamiento de los misterios de las narraciones. Algo parecido sucede,
como se recordará, en tramas literarias de Edgar A. Poe o de Marcel Proust,
ya aludidas en el capítulo anterior. Estas son en definitiva también las fuentes
y pautas de que se sirvió el historiador Carlo Ginzburg, teorizador del
paradigma indiciario. [14]
Las señales y huellas de los objetos que integran el patrimonio de la
escuela son también signos indiciarios de la cultura a que se adscriben. A su
descifrado se abocan los prácticos, burócratas y académicos, obsesionados en
comprender los códigos de la “caja negra” de esa cultura, de la que hemos
venido hablando, en los que probablemente radican las claves del éxito o del
fracaso de sus programas. Aplicando estrategias inspiradas en los
procedimientos de Sherlock Holmes, y siguiendo procesos deductivos basados
en la lógica de la sospecha, los actores de la escuela podrían clarificar su
campo profesional e interpretar algunos datos que manejan. Es esta una vía
abierta al uso del legado histórico como fuente de formación de los
profesionales de la enseñanza, y por tanto, de una educación basada en el
patrimonio.
Sherlock Holmes sigue la lógica abductiva, inspirada en las propuestas de
Peirce, el maestro de los modernos semiólogos, que permite formular
conjeturas derivadas de observaciones poco convencionales. Más aún, en un
ejercicio de humildad, el personaje de Arthur Conan Doyle, autor que estudió
medicina como Morelli -el expertizador de obras de arte que sugirió a
Ginzburg el paradigma indiciario-, se perfila como un investigador no
profesional que se acerca a las señales o indicios desde una actitud de
detective aficionado. Es preciso observar que nuestra mirada sobre la escuela
está sin embargo muy profesionalizada, y como tal condicionada por
prejuicios y estereotipos “culturales” muy arraigados. Holmes y Watson, su
acompañante, llevados de un infalible e infatigable espíritu de hiperdeducción
(abducción), van eliminando toda posibilidad al azar (nada ocurre por
casualidad), conduciendo sus procesos de pesquisa hacia obviedades
aparentemente elementales, pero que cierran los casos o los abren a nuevas
preguntas y pesquisas.
Pues bien, siguiendo esta lógica de la sospecha, el etnohistoriador
también puede observar en el mundo de la práctica de nuestro tiempo que en la
escuela concurren en realidad tres culturas bastante diferenciadas y no bien
comunicadas entre sí: la de la normas, que él ya ha analizado cotejando, en las
oficinas de la burocracia del sistema, los intrincados textos políticos, desde
los que se intenta gobernar la escuela; la de los académicos, que ha
documentado leyendo en la biblioteca de la universidad a la que él asistió
oscuros tratados de teoría de la enseñanza que apenas guardan sintonía con la
realidad; y la de los prácticos, que observa con meticulosidad en las
experiencias y rutinas del cotidiano escolar. El analista comprueba además
que esta última cultura es, quiérase o no, la que se impone como cultura
efectiva en el plano de la realidad observable. Las otras le parecen bastante
superestructurales, al menos desde el plano de la sospecha. Esta cultura
empírica interacciona con la política y la científica, incorporando propuestas
de estos campos que no ponen en peligro la lógica y coherencia de sus hábitos
y usos. Los profesores además se apropian de ellas, adaptando las normas y
los enunciados de las mismas, según peculiares reglas pragmáticas de
traducción y transferencia. Este proceso de crítica y cribado es asimismo una
forma de uso del patrimonio en el desarrollo profesional de los docentes.
La bitácora de Sherlock Holmes registra observaciones que merecen la
corroboración del interlocutor doctor Watson. Ambos inician después un viaje
a los archivos del pasado, al sospechar que probablemente muchos de los
indicios que observan en la interacción de las prácticas, los discursos y las
normas también se pueden rastrear, buceando en la documentación histórica,
en las escuelas de otros tiempos. Aristóteles también lo había advertido. En
este viaje los dos detectives acuden a museos y centros de memoria de la
educación, donde pueden observar representaciones que son reconstrucciones
hechas por historiadores académicos sobre los escenarios, actores, programas
y métodos de gestión de la escuela. Con estas mímesis tejen hipótesis que
asocian las reformas actuales con las históricas y deducen como conclusión
plausible que, bajo unas y otras prácticas, operan siempre ciertas invariantes
que caracterizan, a modo de patterns, a las tradiciones dominantes en la
cultura escolar.
La educación patrimonial de los ciudadanos y de los profesionales de la
educación se aborda haciendo hablar a las cosas, estimulando lecturas e
interpretaciones formativas de las materialidades visibles. La arquitectura, los
pupitres, las escrituras y todos los útiles didácticos son sintetizadores que
revelan atributos o caracteres de la cultura escolar. La lectura y el descifrado
de estos objetos físicos facilitan la educación patrimonial. Pero igualmente se
puede hacer hablar a las cosas a través de las imágenes que las representan.
La iconografía es un registro de representación dotado de la propiedad de la
visibilidad que permite evocar realidades no presentes y provocar o suscitar
interpretaciones. [15] En este sentido, las colecciones de imágenes históricas
sobre la educación y la escuela juegan hoy un importante papel en la creación
de los programas de cultura patrimonial, tanto en los museos pedagógicos
convencionales como en los virtuales que difunden las fuentes digitales.
Estamos condenados a decodificar e interpretar el universo de lenguajes y
memorias que hemos recibido, como señala Joaquín Esteban en un ensayo que
concluye bajo forma de sentencia, en parte ética pero también hermenéutica.
[16] Nacemos y nos incorporamos a un mundo que nos es dado como ya
interpretado. Así nos lo recordó Rainer María Rilke, sin que ello fuera una
advertencia determinística sino un alegato para promover nuevas lecturas y
una nueva poiesis de la realidad. [17] Aunque la memoria y la historia
construyen y nos transmiten siempre representaciones del pasado, cada
generación ha de intervenir necesariamente reinterpretando de forma crítica la
tradición que recibe -una de las dimensiones de la justa memoria de la que
habla Ricoeur- y construyendo nuevas lecturas del patrimonio heredado y
nuevas sendas de sentido. [18] En ello residen las bases de una educación
patrimonial históricamente fundamentada y abierta a nuevos horizontes de
creatividad.
El legado que hemos recibido guarda muchas claves de la tradición en la
que hemos necesariamente de instalarnos, si bien sea críticamente, en orden a
poder descifrar los códigos de la cultura escolar. Ello lo hacemos, como aquí
se propone, a través de análisis microhistóricos y etnográficos de lo matérico
y de lo icónico. Una educación basada en el patrimonio nos mostrará los
efectos que la cultura ha dejado en los sujetos socializados en el marco de los
espacios de la escolaridad, bajo las influencias de programas, agentes y
procesos que han entrado a formar parte de los narratorios de los individuos y
los colectivos. La lectura de este campo lleva a cabo en realidad una
reinterpretación del complejo universo de la educación, operación intelectual
que podría también ensayarse, tal como sugiere María Esther Aguirre, bajo la
forma de plurales lecturas in-apropiadas desde la historia y la cultura que
buscarían, siguiendo el consejo de Octavio Paz, no sólo la lectura o la
transformación del mundo, sino el diálogo con él. [19] En esto desemboca
probablemente la condena hermenéutica a que nos invitó, hace ya un siglo, el
poeta Rilke, en la necesidad de dialogar entre todos para buscar la mejor
comprensión del mundo.
La interpretación pluricultural e intersubjetiva de la historia de las
instituciones de formación se orienta hoy hacia un objetivo en buena medida
innovador para la historiografía, hasta ahora ceñida a su perspectiva analítica
y explicativa de los hechos que reconstruía y que ahora cifra, como aspiración
ética y cultural, en la puesta en valor de las virtualidades que los patrones y
signos semióticos de la arqueología escolar pueden tener en orden a una nueva
dimensión educativa de la ciudadanía. La cultura de la escuela entraría así a
formar parte del ideario y de los programas de la nueva ilustración que
reclaman las sociedades de democracia avanzada, en línea con la propuesta
que Noam Chomsky manifestó hace pocos años: la educación para la
democracia ha de basarse en fomentar el crecimiento autosostenido hacia la
ilustración, un viejo y moderno ideal siempre nuevo. [20] La educación
patrimonial sería sin duda una dimensión de este desideratum, una propuesta
armonizadora de la lógica de la memoria, y también del ethos del deseo.
Notas

1. Daniel Innerarity, El nuevo espacio público, Madrid, Espasa, 2006, pp. 171-172.
2. Mario Vargas Llosa, La sociedad del espectáculo, Madrid, Santillana, 2012.

3. Manuel Bartolomé Cossío, El maestro, la escuela y el material de enseñanza, Madrid,


Imprenta Rojas, 1906, p. 17. (Nueva edición a cargo de Eugenio Otero en Madrid, Biblioteca
Nueva, 2007).
4. Freeman Tilden, La interpretación de nuestro patrimonio, Sevilla, Asociación para la
Interpretación del Patrimonio, 2006, p. 28.

5. Eudald Carbonell, El nacimiento de una nueva conciencia, Badalona, Ara Llibres, 2007, p.
120 ss.
6. Eudald Carbonell, op. cit., p. 127.

7. Umberto Margiotta, Professione docente. Como construire competenze professionali


attraverso l´analisi sulle practiche, Lecce, Pensa Multi Media, 2003, pp.55-56.
8. Richard Sennett, El artesano, Barcelona, Anagrama, 2009, p. 19.

9. Joaquín Díaz, “Entrevista sobre tradición y cultura popular”, Revista Argi, Valladolid, 2008, pp.
6-11.
10. Anthony Giddens, Más allá de la izquierda y la derecha, Madrid, Cátedra, 1996, pp. 54-58.

11. Tyack & Cuban, En busca de la utopía, op. cit., p.165.


12. Pier Paolo Sacchetto, El objeto informador, op. cit., p 27

13. Roger Chartier, La historia o la lectura del tiempo, Barcelona, Gedisa, 2007, p. 34.
14. Ver nuestro trabajo: “Sherlock Holmes goes to school. Etnohistory of the school and
educational heritage”, History of education & children´s literature, Macerata-Italia, 2, 2010, pp.
17-32.

15. Un sugestivo uso historiográfico de la iconografía ya fue ensayado por Antonio Nóvoa en su
conocida obra: E-vid-ente-mente, Lisboa, ASA, 2005.
16. Joaquín Esteban, La condena hermenéutica, Barcelona, Universitat Oberta de Catalunya,
2011.

17. Rainer María Rilke, Las elegías de Duino, Madrid, Hiperion, 1945, 1ª Elegía.
18. Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, ed. cit., p. 13.
19. María Esther Aguirre, “Pre-textos”, introducción al libro Lecturas in-apropiadas desde la
historia, la educación y la cultura, México, UNAM Posgrado, 2013, p. 13.

20. Noam Chomsky, Sobre democracia y educación. Escritos sobre ciencia y antropología
del entorno cultural, Barcelona, Paidós, 2005, p. 34.
Agustín Escolano Benito es profesor catedrático de la Universidad de
Valladolid y fundador-director del Centro Internacional de la Cultura
Escolar (CEINCE) con sede en Berlanga de Duero, España.
Anteriormente fue catedrático de la Universidad de Salamanca, donde
fundó la Revista Interuniversitaria de Historia de la Educación. Ha
sido presidente de la Sociedad Española de Historia de la Educación y
miembro de comité ejecutivo de la ISCHE. Es doctor honoris causa por
la Universidad de Lisboa y ha sido profesor visitante de las
universidades italianas de Macerata, Ferrara y Bolonia. Entre sus
publicaciones destacan: La investigación pedagógica en España (1980),
Leer y escribir en España. Doscientos años de escolarización (1992),
Historia ilustrada del libro escolar en España (1997), Tiempos y
espacios para la escuela. Ensayos históricos (2000), La educación en
la España contemporánea (2002), Historia ilustrada de la escuela
(2006), Currículum editado y sociedad del conocimiento (2006), La
España cubista. Visiones desde la escuela (2015).

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