Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
644
1. El señor M., con quien yo trabd conocimiento a raíz
de un convite, me rogó un día que examinase a su her-
mano mayor, que presentaba síntomas de una actividad men-
tal perturbada.* En la conversación con el enfermo acon-
teció algo penoso: sin que viniera al caso, puso a su her-
mano en situación desairada aludiendo a las travesuras juve-
niles de este. Yo había preguntado al enfermo por su año
de nacimiento {año de la muerte en el sueño) y lo moví
a hacer diversos cálculos destinados a comprobar el debili-
tamiento de su memoria.
2. Una revista médica, que ostentaba también mi nom-
bre en la portada, había recogido en sus páginas una crítica
«.aniquiladora» de un recencionista joven sobre un libro de
mi amigo El. ÍFliess} de Berlín. Pedí explicaciones por ello
al editor, quien me expresó, sí, su pesar, pero no quiso
prometer una enmienda. Rompí entonces mis relaciones con
la revista y, en mi carta de renuncia, puse de resalto mi es-
peranza de que nuestras relaciones personales no sufrirían
menoscabo por lo ocurrido. Esta es la genuina fuente del
sueño. La recepción negativa del libro de mi amigo me ha-
bía hecho una profunda impresión. El libro contenía, a mi
entender, un descubrimiento biológico fundamental que sólo
ahora —después de muchos años— ha empezado a tener
buena acogida entre los especialistas.
3. Una paciente me había contado, poco antes, la his-
toria clínica de su hermano, que al grito de «¡Naturaleza,
naturaleza!» cayó en delirio frenético. Los médicos supusie-
ron que el grito procedía de la lectura de aquel hermoso
ensayo de Goethe y era indicador del exceso de trabajo con
que se había sobrecargado el enfermo en sus estudios. Yo
había manifestado que se me antojaba más verosímil que ese
grito «¡Naturaleza!» tuviera el sentido sexual que entre
nosotros conocen aun las personas de escasa cultura. El he-
cho de que el desventurado mutilara después sus genitales,
pensé, por lo menos no me quitaba razón. La edad de este
enfermo cuando le sobrevino el ataque era de ÍS años.
645
ración de la vida de Goethe a un múltiplo de un número
de días significativo para la biología. Ahora bien, este yo
es equiparado a un paralítico («Yo no sé con certeza el año
en que escribimos»). El sueño figura, por tanto, que mi ami-
go se comporta como un paralítico, y con eso se pierde en
la absurdidad. Pero los pensamientos oníricos rezan, a modo
de ironía: «Naturalmente, él es un trastornado, un loco, y
ustedes son los genios que todo lo saben mejor. Pero, ¿no
será a la inversa}». Ahora bien, esta inversión está amplia-
mente subrogada en el contenido del sueño. Por ejemplo,
Goethe ha atacado al joven, lo cual es absurdo, pues más
fácil es, todavía hoy, que un joven ataque al gran Goethe.
Me atrevería a sostener que ningún sueño se inspira en mo-
ciones que no sean egoístas.'* El yo del sueño no hace en
realidad meramente las veces de mi amigo, sino también de
mí mismo. Yo me identifico con él, porque el destino de su
descubrimiento me parece paradigmático para la recepción
de mi propio hallazgo. Cuando yo salga a la palestra con mi
teoría, que destaca el papel de la sexualidad en la etiología
de las perturbaciones psiconeuróticas (véase la alusión a
«¡naturaleza, naturaleza!» del enfermo de 18 años), trope-
zaré con idéntica crítica y desde ahora le salgo al paso con el
mismo escarnio.
Si sigo examinando los pensamientos oníricos, no hallo
sino burla y escarnio como el correlato de las absurdidades
del sueño [manifiesto]. Es bien sabido que el descubrimien-
to de un cráneo hendido de oveja en el Lido de Venecia
sugirió a Goethe la idea de la llamada teoría «vertebral»
del cráneo. Mi amigo se jacta de haber desatado, siendo es-
tudiante, una tormenta para destituir a un viejo profesor
que, si bien en su tiempo se había hecho meritorio (entre
otros ámbitos, también en esta parte de la anatomía com-
parada), por demencia senil se volvió inepto para la ense-
ñanza. El tumulto ocasionado por él ayudó a combatir la
dañina situación de que en las universidades alemanas no
se hubiera trazado un límite de edad para el ejercicio de la
cátedra. En efecto, ser anciano no es una excusa para ser
tonto. En el manicomio de aquí tuve el honor de servir du-
rante años bajo un médico jefe desde hacía tiempo fósil,
notoriamente imbécil desde hacía decenios, a quien se le per-
mitía seguir al frente de ese cargo de responsabilidad.* Es
646
con relación a esto que se me impone aquí un término des-
criptivo del descubrimiento en el Lido." Aludiendo a este
hombre, unos colegas jóvenes del hospital inventaron cierta
vez una canción basándose en un aire popular entonces en
boga: «Ningún Goethe lo escribió, ningún Schiller lo poe-
tizó, etc.. . .».**
647