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Cuando en biología se estudiaba la teoría de la selección natural de Darwin, siempre había un pequeño

preámbulo en dónde se analizaban las teorías de Jean-Baptiste Lamarck, ya que, por así decirlo, fue un
precedente cercano a los escritos del biólogo británico.
Aunque esta teoría fue rechaza, supuso un antes y un después en el mundo de la especies, descartaba
que los sujetos pertenecían inmutables a lo largo de la evolución, sino que se fueron transformando
adaptándose a las condiciones de los lugares en los que se encontraban. De forma resumidísima (les
recuerdo que esto es un blog sobre Recursos Humanos) las circunstancias del entorno crean la
necesidad en las especies; estas necesidades crean hábitos, estos hábitos producen las modificaciones
en los individuos como resultado del uso o desuso de determinado órgano y los medios de la naturaleza
se encargan de fijar esas modificaciones. Esto es, los individuos adquieren una determinadas habilidades
que se incorporan a su realidad genética y es transmitido a su descendencia por medio de la herencia de
los caracteres adquiridos. Toma ya.
Para explicar esta teoría a párvulos (vale que seamos muy inteligentes que había cosas que se nos
atragantaban), completaban en texto con unos dibujos en dónde podíamos ver como una jirafa del
tamaño de un caballo, que conseguía adaptarse (esto es, alargarse el cuello) hasta alcanzar la hojas que
estaban en lo alto de un árbol. Esta habilidad adquirida, a través de “la herencia de los caracteres
adquiridos”, era transmitida a sus descendientes, por lo que, a partir de ese momento, nacerían con
cuello largo. Si está teoría carece de vigencia a día de hoy, ¿por qué la seguimos aplicando en el mundo
de los Recursos Humanos?
Si una jirafa adquiere una habilidad, es lógico que sus crías no la tengan sino la desarrolla por sí mismas.
Esta parte la tenemos clara, pero no la tenemos en cuenta. Si un sujeto a lo largo de su vida, ha
conseguido llegar a cierta posición en la organización, adquirir ciertas cualidades empresariales y de
liderazgo… que nos hace pensar que sus crías tendrán las mismas. ¿Por qué le damos esas
oportunidades a la descendencia que no merecen? ¿Por qué les bajamos el listón? Creo que usted y yo
conocemos la respuesta, y poco o nada tiene que ver con los principios de igualdad, mérito y capacidad.
Vivimos en la sociedad del nepotismo, la sociedad del parentelismo, la sociedad dónde pesan más un
buen apellido que un buen savoir-faire. En un entorno en el que las oportunidades están contadas con los
dedos de la mano, preferimos basarnos en lo malo conocido con el fin de ganar enteros ante el
progenitor A.
Cuando participaba en los procesos de selección, en los orígenes de los tiempos, más que los méritos
que me mostraban en el currículo (que son fundamentales), procuraba intentar indagar en el camino
seguido para adquirir esas habilidades; saber dónde estaba el punto de partida del candidato, y como ha
sido el camino que ha tenido que recorrer hasta llegar a optar a ese puesto de trabajo; ese recorrido
marca el carácter. Cuanto más difícil resulte alcanzar una meta, más se desarrolla el individuo. Esto no
es otra cosa más que aplicar el principio jurídico de igualdad: tratar igual a los iguales y desigual a los
desiguales. Principio que cuando se trata del hijo del jefe, se obvia de forma general.
Con este post no intento desmerecer a los hijos de los mandamases, Dios me libre, seguro que sus
innumerables masters de universidades de prestigio o las interminables estancias en Cambridge
estudiando inglés no han caído en terreno yermo. Pero de la misma manera que las jirafas con nacen
con el cuello largo porque sí, el talento no se instalará entre nuestras habilidades por mera herencia
genética, por mucho que el señor Lamarck intente convencernos de lo contrario.

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