Sei sulla pagina 1di 2

Villalar del Páramo

Susana esperaba la muerte entre tumbas desde que su único hijo, Carlos,
falleciera en un siniestro. En aquel cementerio rural y abandonado, que no
alcanzaría las mil almas, los caminos se embadurnaban los días de lluvia, las
sepulturas se agrietaban al ser rozadas con las llamas, y muchas tardes se
anclaba en los pulmones el olor de la mina en la que trabajaba todo el
pueblo. Susana odiaba ese lugar, lo consideraba indigno para su amado hijo.
Ataviada en el negro de una emparedada, se prometió hacer voto de
silencio hasta que ese infecto lugar fuera el más bello de todo el país. Solo
lo quebranto una vez, al comprar las semillas necesarias para llevar acabo
la misión.

Plantó las primeras esa misma mañana al rededor de la tumba de su hijo,


seis begonias alternadas con seis claveles en los laterales, y la de un rosal a
los pies acompañada de dos lirios. Debió pasar una semana antes de
padecer el primer entierro en voto, un minero veterano, le dolió no dar el
pésame como la hoguera incinerando a la bruja en la que se creyó haber
convertido. Solo pudo limpiar su conciencia con 16 flores que eligió en base
a los significados.

Transcurrieron tres meses en los que asentó una buenas bases antes de ver
cumplido uno de sus principales objetivos, el cese de la mina y de sus
corrientes irrespirables. Lo había deseado con tanto fervor que no pudo
menos que llorar semillas y regar con lágrimas hasta el anochecer.

Muerte tras muerte, el cementerio se fue ennobleciendo. Los cipreses


quedaron en segundo plano tras almendros blancos como las orquídeas
que Eugenio regalaba a Dolores y que Susana mantenía frescas y cuidadas;
fragantes lilas, que solo alimentadas por Eugenio, Paco, tres ancianos de la
residencia ricos en calcio y el amor de cuatro familias, no tardaron ni seis
meses en ser las más fastuosas de la comarca; y sauces que tras la llegada
de Susana asistieron a un irisado fulgor que jamás soñaron. La muerte de
Paco el dueño del vivero sin descendencia no hizo más que aumentar el
esplendor del camposanto. Ningún vecino se quejo de que ella fuera elegida
como heredera, y los curiosos que se acercaron palparon como el
cementerio comenzaba a tener más vida que el propio pueblo. Susana
acepto la ofrenda con gusto. Las nuevas especies, cada cual más bella,
rodeaban tumbas vetustas y otras tantas recientes como la de la charcutera
o la panadera, y cuando ya todos los cadaveres se regocijaban de su
selección floral, fueron insectos y pájaros tan singulares que no aparecían
ni en las enciclopedias los que tomaron el relevo entre los senderos y los
claros.

El día que su marido falleció, confirmo las miedos que tenía sobre clausurar
el voto de silencio, era un desconocido para ella. Mientras él hablaba sobre
éxodo que vivía el pueblo y las numerosas muertes sin relevo, ella pensaba
en el próspero crecimiento de la haya del panteón de los Suárez; durante
las comidas, ella se preguntaba cuando madurarían los tomates de la
pequeña huerta que cultivó en el cementerio; incluso cuando él le
recordaba anécdotas de su hijo, en la cabeza de Susana cantaba la pareja
de ruiseñores que acaba de anidar en los arbustos de zarzamoras. Ya le era
imposible volver a relacionarse con la comunidad. Lo acepto sin muestra de
resignación.

A la muerte de Emilio, el farmacéutico y médico de cabecera, le siguieron


los más ancianos. Al menos treinta personas en un pueblo de cien murieron
en esos cuatro meses, diez en los cuatro siguientes y apenas cinco tras
cuatro más. A ese último entierro, el de Cecilia, solo acudió su hija y el cura.
En el paseo de las petunias y los conejos el cura hablo sobre algo a lo que
no presto atención «Resiste, quedamos muy pocos», Susana se ideaba las
maneras en las que podría crear un lago ella sola, «apenas cinco...», no
escuchó el número, acababa de decidir que atraería topos con el excedente
de frutas.

Diez años más tarde, cuando el mismo funcionariado que acaba de certificar
la despoblación del pueblo se dispuso a enterrar al cura, se creyeron
muertos al hallar el paraíso tras las puertas del cementerio, la vida que se
ausentaba en las calles aquí rebosaba hasta un punto sobrehumano. El
camino hacia la tumba estaba franqueado por agua que surgía de un
inmenso manantial, y por arces, y cerezos, y ardillas jugando con los
ruiseñores, y aroma de lirios, gardenias y glicinas. Todos ellos
permanecieron hasta el ocaso en aquel oasis inmarcesible de paz; y no
pocos fueron los que jamás regresaron a sus hogares, sabiéndose
protegidos por la estatua de mujer que cubierta por cada una de las
especies florales presidía el cementerio.

Potrebbero piacerti anche