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Susana esperaba la muerte entre tumbas desde que su único hijo, Carlos,
falleciera en un siniestro. En aquel cementerio rural y abandonado, que no
alcanzaría las mil almas, los caminos se embadurnaban los días de lluvia, las
sepulturas se agrietaban al ser rozadas con las llamas, y muchas tardes se
anclaba en los pulmones el olor de la mina en la que trabajaba todo el
pueblo. Susana odiaba ese lugar, lo consideraba indigno para su amado hijo.
Ataviada en el negro de una emparedada, se prometió hacer voto de
silencio hasta que ese infecto lugar fuera el más bello de todo el país. Solo
lo quebranto una vez, al comprar las semillas necesarias para llevar acabo
la misión.
Transcurrieron tres meses en los que asentó una buenas bases antes de ver
cumplido uno de sus principales objetivos, el cese de la mina y de sus
corrientes irrespirables. Lo había deseado con tanto fervor que no pudo
menos que llorar semillas y regar con lágrimas hasta el anochecer.
El día que su marido falleció, confirmo las miedos que tenía sobre clausurar
el voto de silencio, era un desconocido para ella. Mientras él hablaba sobre
éxodo que vivía el pueblo y las numerosas muertes sin relevo, ella pensaba
en el próspero crecimiento de la haya del panteón de los Suárez; durante
las comidas, ella se preguntaba cuando madurarían los tomates de la
pequeña huerta que cultivó en el cementerio; incluso cuando él le
recordaba anécdotas de su hijo, en la cabeza de Susana cantaba la pareja
de ruiseñores que acaba de anidar en los arbustos de zarzamoras. Ya le era
imposible volver a relacionarse con la comunidad. Lo acepto sin muestra de
resignación.
Diez años más tarde, cuando el mismo funcionariado que acaba de certificar
la despoblación del pueblo se dispuso a enterrar al cura, se creyeron
muertos al hallar el paraíso tras las puertas del cementerio, la vida que se
ausentaba en las calles aquí rebosaba hasta un punto sobrehumano. El
camino hacia la tumba estaba franqueado por agua que surgía de un
inmenso manantial, y por arces, y cerezos, y ardillas jugando con los
ruiseñores, y aroma de lirios, gardenias y glicinas. Todos ellos
permanecieron hasta el ocaso en aquel oasis inmarcesible de paz; y no
pocos fueron los que jamás regresaron a sus hogares, sabiéndose
protegidos por la estatua de mujer que cubierta por cada una de las
especies florales presidía el cementerio.