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La cúpula de Brunelleschi

En 1418 las autoridades de Florencia abordaron por


fin un problema monumental que durante décadas
habían ignorado: el enorme hueco abierto en la
cubierta de la catedral. Año tras año, las lluvias del
invierno y el sol del verano caían sobre el altar mayor
de Santa Maria del Fiore, o mejor dicho, sobre el
espacio vacío que este debería haber ocupado. La
construcción del templo, iniciada en 1296, era una
afirmación del papel destacado de Florencia entre las
grandes capitales culturales y económicas de Europa,
enriquecida gracias a las altas finanzas y al comercio
de la lana y la seda. Años más tarde se decidió que el
glorioso remate del edificio debía ser la cúpula más
grande del mundo, lo cual daría la certeza de que la
catedral sería «la más útil y hermosa, la más poderosa
y honorable» entre todas las construidas hasta
entonces.

Pero transcurrieron muchos decenios y nadie parecía capaz de concebir un proyecto viable de
una cúpula de casi 50 metros de ancho, sobre todo porque había que empezar a edificarla a 55
metros de altura, sobre los muros ya existentes. Otros problemas atormentaban al consejo
catedralicio: los proyectos de construcción previstos eludían los arbotantes y los arcos ojivales
propios del estilo gótico tradicional, por entonces el preferido de las ciudades rivales del norte,
como Milán, la eterna enemiga de Florencia. Sin embargo, esos elementos eran las únicas
soluciones arquitectónicas conocidas capaces de sostener una estructura tan colosal. ¿Podría una
cúpula de decenas de miles de toneladas sostenerse sin ninguno de esos elementos? ¿Habría
suficiente madera en toda la Toscana para los andamios y cimbras necesarios para construir la
cúpula? ¿Se podría levantar la estructura sobre la planta octogonal impuesta por los muros
existentes sin que se desmoronara por el centro? Nadie lo sabía.

Así pues, en 1418 las autoridades florentinas convocaron un concurso para dar con el diseño
ideal de la cúpula, ofreciendo un tentador premio de 200 florines de oro para el ganador, y la
posibilidad de pasar a la posteridad. Los mejores arquitectos del momento acudieron a la ciudad
del Arno para presentar sus ideas. Desde el principio el proyecto estuvo impregnado de tantas
dudas y temores, de tanto secretismo y orgullo cívico, que un halo de leyenda pronto envolvió la
historia de la cúpula, convirtiéndola en una parábola del ingenio florentino y en un mito
fundacional del Renacimiento italiano.

En las primeras crónicas escritas, los perdedores salieron particularmente mal parados. Se dijo
que uno de los arquitectos aspirantes había propuesto sostener la cúpula con una enorme
columna levantada en el centro de la catedral. Otro sugirió construirla con «piedra esponja» (tal
vez spugna, un tipo de roca volcánica muy porosa) para reducir su peso. Y aún hubo quien
propuso utilizar como andamiaje una montaña de tierra mezclada con monedas, para que los
menesterosos la retiraran gratuitamente una vez finalizada la construcción.

Lo que sí sabemos con certeza es que otro candidato, un orfebre poco agraciado, bajito y de mal
carácter llamado Filippo Brunelleschi, prometió construir no una cúpula sino dos, una paralela a
la otra y conectadas entre sí, sin levantar complicados y costosos andamios. Pero se negó a
revelar los detalles de su proyecto, por temor a que algún competidor le robara la idea. Su
obstinación desembocó en una serie de discusiones a gritos con las autoridades municipales
encargadas de supervisar la obra, quienes en dos ocasiones ordenaron a las fuerzas del orden
que lo expulsaran de la asamblea, acusándolo de ser «un bufón y un bocazas».
Aun así, el misterioso diseño de Brunelleschi llamó su atención, quizá porque ya intuían que
aquel bufón y bocazas era un genio. De joven, durante su aprendizaje del oficio de orfebre, se
instruyó en las artes del dibujo y la pintura, la talla de madera, la escultura con oro y plata, la
talla de piedras preciosas, el nielado y el esmalte. Posteriormente estudió óptica y realizó
interminables experimentos con ruedas, engranajes, pesos y piezas en movimiento, y fabricó una
serie de ingeniosos relojes, entre ellos uno de los primeros despertadores de la historia.
Aplicando sus conocimientos teóricos y mecánicos a la observación del mundo natural, definió
los principios de la perspectiva lineal. Cuando se presentó al concurso, acababa de regresar de
Roma, donde había pasado años haciendo mediciones y dibujando los monumentos antiguos y
anotando, en escritura cifrada, sus secretos arquitectónicos. En realidad, la vida de Brunelleschi
parece haber sido un largo aprendizaje encaminado a construir una cúpula de belleza sin igual,
tan útil, poderosa y honorable como quería Florencia.

Al año siguiente los responsables de la catedral se reunieron varias veces con Brunelleschi y le
sonsacaron más detalles de su proyecto. Empezaron a vislumbrar entonces lo brillante –y
arriesgada– que era su idea. Su cúpula consistiría en dos casquetes concéntricos: uno interior,
visible desde dentro de la catedral, alojado dentro de la cúpula exterior, más ancha y más alta.
Para contrarrestar el «empuje lateral» (la presión hacia fuera creada por el peso de una gran
estructura, que pudiera agrietarla o causar su desmoronamiento), reforzaría los muros
anillándolos con zunchos de piedra, hierro y madera, como los flejes de un tonel. Los primeros
17 metros los construiría con piedra y después seguiría con materiales más ligeros, tal vez
spugna o ladrillo. También aseguró a las autoridades que podía trabajar sin necesidad de montar
un andamiaje convencional apoyado en el suelo, una noticia que fue recibida con asombro y gran
alegría por parte de los responsables de la construcción, por el enorme ahorro en madera y
mano de obra que eso supondría, al menos durante los primeros 21 metros, después de lo cual
todo dependería de la marcha de los trabajos, «porque en construcción, solo la experiencia
práctica puede señalar el curso que se debe seguir».

En 1420, las autoridades responsables de la supervisión de la catedral acordaron nombrar a


Filippo Brunelleschi provveditore, o director, del proyecto de la cúpula. Sin embargo, tratándose
de mercaderes y banqueros que confiaban en la competencia como un mecanismo para asegurar
la calidad, nombraron como director adjunto a Lorenzo Ghiberti, orfebre colega de Brunelleschi y
también florentino. Los dos hombres eran rivales desde 1401, cuando ambos habían competido
por otro ilustre encargo: la realización de las puertas de bronce del Baptisterio de Florencia. En
aquella ocasión había ganado Ghiberti. (Mucho después, un admirado Miguel Ángel diría de ellas
que eran «las puertas del Paraíso», sobrenombre con el que se conocen popularmente.) Ya por
entonces era el artista más famoso y con mejores contactos políticos de Florencia. Así pues,
Brunelleschi, cuyo proyecto para la cúpula había sido aceptado sin reparos, se vio obligado a
trabajar codo con codo con su incómodo y famoso rival. Aquel arreglo dio pie a interminables in-
trigas, conspiraciones y artimañas.

Así fueron los tempestuosos inicios de la construcción del Cupolone, como lo llamaban los
florentinos, una obra monumental cuyo desarrollo a lo largo de los 16 años siguientes fue un
reflejo en miniatura del pulso de la ciudad. Los progresos de la construcción se convirtieron en
un punto de referencia para la vida ciudadana. Cuando había que poner plazo a un hecho o al
cumplimiento de una promesa, se decía que estaría listo «antes de que la cúpula esté
terminada». Su colosal y redondeado perfil, tan diferente de la verticalidad del gótico,
simbolizaba las aspiraciones de libertad de la república de Florencia frente a la tiranía de Milán, y
más aún, la incipiente liberación del Renacimiento de las sofocantes restricciones de la Edad
Media.

El primer problema que hubo que resolver era estrictamente técnico. Ningún mecanismo eleva-
dor conocido era capaz de levantar y maniobrar unos materiales tan pesados, incluidas las vigas
de piedra arenisca, a tanta altura del suelo. En este punto, el hábil relojero que era Brunelleschi
se superó a sí mismo. Inventó un cabrestante de tres velocidades con un intrincado sistema de
engranajes, poleas, tornillos y árboles, accionado por una yunta de bueyes que hacía girar un eje
de madera. Funcionaba con una cuerda especial de 180 metros de largo y pesaba casi 500 kilos.
La máquina, fabricada especialmente en los astilleros de Pisa, estaba provista de un revoluciona-
rio sistema de embrague que podía invertir la dirección sin necesidad de que los bueyes
cambiaran el sentido de su movimiento. Posteriormente Brunelleschi diseñaría otras máquinas
elevadoras igualmente novedosas, entre ellas el castello, una grúa de unos 20 metros de altura
con una serie de contrapesos y tornillos manuales que servía para desplazar cargas lateralmente
una vez habían alcanzado la altura adecuada. Las máquinas de Brunelleschi eran artilugios tan
avanzados para su tiempo que no tuvieron rival hasta bien entrada la Revolución Industrial y
fascinaron a generaciones de artistas e inventores, entre ellos a un tal Leonardo, de la cercana
localidad toscana de Vinci, en cuyo cuaderno de apuntes anotó sus mecanismos.
Con todos los instrumentos necesarios para acometer su proyecto preparados, Brunelleschi se
centró en la cúpula propiamente dicha, a la que dio forma con una serie de extraordinarias
innovaciones técnicas. Su diseño de doble cúpula produjo una estructura mucho más alta y ligera
de lo que habría sido una bóveda sólida de ese tamaño. Entretejió en la textura de la cúpula
hiladas regulares de ladrillo a espiga, según una técnica poco conocida, para conferir a toda la
estructura mayor solidez.

A medida que la construcción avanzaba, Brunelleschi pasaba más y más tiempo a pie de obra.
Supervisaba la fabricación de ladrillos de diferentes medidas y el suministro de la piedra y del
mármol escogidos en las canteras. Dirigía un ejército de albañiles, canteros, carpinteros, he-
rreros, plomeros, toneleros, aguadores y otros artesanos. Cuenta un biógrafo que cuando a un
subalterno le costaba entender algún detalle complicado de la construcción, él se lo explicaba
creando un modelo de cera o de arcilla, o tallaba ese elemento en un nabo, para ilustrar lo que
quería. Se preocupaba mucho por sus trabajadores, tanto por su seguridad como para lograr que
las obras avanzaran lo más rápido posible. Ordenó que les dieran el vino aguado para que
mantuvieran la cabeza despejada cuando estuvieran en las alturas (la orden fue revocada ante las
quejas de los trabajadores descontentos) y añadió parapetos a las plataformas suspendidas para
prevenir caídas y evitar que los operarios miraran hacia abajo desde las vertiginosas alturas de la
cúpula y se marearan. Se cuenta también que era un capataz extremadamente riguroso. Cuando
los albañiles fueron a la huelga para exigir aumento de sueldo, parece ser que contrató
esquiroles de Lombardía, y solo permitió regresar a los antiguos trabajadores cuando aceptaron
volver a las obras con el salario reducido.
También tuvo que vérselas con adversarios poderosos y bien relacionados, encabezados por el
intrigante Lorenzo Ghiberti, quien recibía el mismo salario anual que él, de 36 florines, aunque
Brunelleschi era el artífice del proyecto y el director ejecutivo de las obras.
Sus biógrafos cuentan cómo finalmente consiguió ganarle la partida a Ghiberti. En el verano de
1423, poco antes de colocar un zuncho de madera para reforzar la estructura, se retiró de la
obra quejándose de fuertes dolores en el costado. Cuando los carpinteros y albañiles
preguntaron cómo y dónde debían colocar las enormes vigas de madera de castaño que
componían ese anillo, delegó la responsabilidad en su rival. Cuando Ghiberti hubo dirigido la
instalación de unas pocas vigas, Brunelleschi reapareció, milagrosamente recuperado, y declaró
que el trabajo de su adversario había sido inútil y que era preciso desmontarlo todo y volver a
empezar. Se puso al frente de las obras de reparación, quejándose a las autoridades de que su
colega ganaba un salario que no merecía. Aunque la narración de este episodio destila cierta
parcialidad en favor del genial arquitecto, lo cierto es que al final de ese año los archivos
acreditan el nombre de Brunelleschi como el del único «inventor y director de la cúpula».
Más adelante logró que le subieran el salario a 100 florines al año, mientras que el de Ghiberti
continuó siendo de 36 florines. Pero este no se dio por vencido. En 1426 su ayudante, el
arquitecto Giovanni da Prato, envió a las autoridades de la ciudad un extenso pergamino, que se
conserva en los Archivos Nacionales de Florencia, con una detallada crítica de la obra de
Brunelleschi, ilustrada con dibujos. En su alegato, Da Prato afirmaba que «por ignorancia y
vanidad», Brunelleschi se había apartado del proyecto original de la cúpula, y que a raíz de su
descuido la obra se había «echado a perder y amenazaba ruina». Da Prato compuso además un
violento ataque personal contra Brunelleschi en forma de soneto en el que lo llamaba «fuente
profunda y oscura de ignorancia» y «animal miserable e insensible», cuyos planes estaban
condenados al fracaso. Incluso aseguró, un tanto precipitadamente, que estaba dispuesto a
quitarse la vida si alguna vez triunfaban. Brunelleschi replicó con otro soneto igualmente
despectivo en el que instaba a Da Prato a destruir sus poemas para no convertirse en el
hazmerreír de todos cuando empezaran a celebrar la construcción de lo que él consideraba
imposible.
Al final, Brunelleschi y sus trabajadores celebraron su victoria, aunque después de varios años
más de dudas y enfrentamientos. En 1429, en el extremo oriental de la nave de la catedral, junto
a la cúpula, aparecieron unas grietas que obligaron a Brunelleschi a reforzar los muros con vigas
de hierro. En 1434, quizás a causa de las intrigas de Ghiberti, Brunelleschi fue encarcelado por
una falta menor relacionada con el impago de las cuotas del sindicato. Pero pronto fue liberado y
la cúpula siguió su imparable ascenso hacia el cielo a un ritmo de unos 30 centímetros al mes. El
25 de marzo de 1436, para la fiesta de la Anunciación, el papa Eugenio IV y una asamblea de
cardenales y obispos consagraron la iglesia, ya terminada, al son de las campanas y los gritos de
júbilo de los orgullosos florentinos. Diez años después otro ilustre grupo de prelados depositó la
piedra angular de la linterna, la estructura decorativa de mármol que Brunelleschi diseñó para
coronar su obra maestra.

Al poco tiempo, el 5 de abril de 1446, Filippo Brunelleschi fallecía de repente. Para su funeral lo
vistieron de blanco y lo colocaron en un ataúd rodeado de cirios, con los ojos vueltos hacia la
cúpula que había construido ladrillo a ladrillo, entre el humo de las velas y cánticos fúnebres. Fue
sepultado en la cripta de la catedral, donde una placa conmemorativa rinde homenaje a su
«divino intelecto». Un gran honor, ya que antes de Brunelleschi muy pocos, entre ellos un santo,
habían sido enterrados en la cripta, y los arquitectos solían considerarse en aquella época
humildes artesanos. Con su genio, su capacidad de mando y su arrojo, Brunelleschi elevó a los
artistas a la categoría de creadores sublimes, merecedores de eternas alabanzas en compañía de
los santos, una imagen que perduraría todo el Renacimiento.
De hecho, preparó el camino para las transformaciones sociales y culturales del propio
Renacimiento, con su compleja síntesis de inspiración y análisis, y su audaz reinterpretación del
pasado clásico a la luz de las necesidades y las aspiraciones del presente. Una vez terminada,
Santa Maria del Fiore fue embellecida por artistas como Donatello, Paolo Uccello y Luca della
Robbia, lo que la convirtió en un auténtico banco de pruebas de la expresión artística
renacentista, además de haber sido su cuna.

La cúpula de Brunelleschi se yergue todavía hoy sobre el mar de tejas rojas que cubren los
tejados de Florencia, vestida también con el color rojo del barro cocido, con las armoniosas
proporciones de una diosa griega. Es colosal, pero a la vez ligera y tenue, como si los nervios de
mármol blanco que ascienden hasta el ápice fuesen las cuerdas que mantienen sujeto a la tierra
un enorme dirigible. De alguna manera Brunelleschi supo expresar con la piedra el espíritu de
libertad, y caracterizó para siempre el horizonte de Florencia con una representación del espíritu
humano que ansía elevarse a las alturas.

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