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Carta a su hijo

¿Sabe La Rochefoucauld sacar partido de sus propias constataciones irónicas? El retrato de


sí mismo que nos ha dejado es anterior a las Máximas, por lo que nada puede demostrar. Sin
embargo, disponemos de una larga carta suya, que suele considerarse auténtica y que aporta
elementos que responden a nuestra pregunta. Se trata de una carta, que se cree que data de 1679
(cuando La Rochefoucauld tiene setenta años, uno antes de morir), dirigida a su hijo Francisco VII,
príncipe de Marcillac, que entonces tiene cuarenta y cinco años. En las Máximas no habla de las
relaciones entre padres e hijos, pero cuando trata el tema de la juventud, sus reflexiones son tan
desengañadas como de costumbre. Pretendemos inculcar a los jóvenes las virtudes, pero en
realidad añadimos el egoísmo colectivo al egoísmo individual que ya poseen: «La educación que se
suele dar a los jóvenes consiste en infundirles un segundo amor propio» (M 261). Por su parte, la
generación anterior pretende actuar en nombre del bien, cuando sólo le preocupan sus propios
intereses. «La vejez es un tirano que prohíbe bajo pena de muerte todos los placeres de la
juventud» (M 461). ¿Se ajustará la carta a su hijo a esta sabiduría?

Esta carta incluye dos tipos de pasajes. Dos partes, que suponen más de dos tercios del
total, contienen reproches que el padre dirige a su hijo, y otras tres partes, situadas al principio, al
medio y al final del texto, están formadas por comentarios sobre la propia carta, sobre cómo hay
que leerla e interpretarla y sobre las enseñanzas que el destinatario debería sacar de ella.

Las dos partes no están separadas por azar, dado que los temas que abordan son también
diferentes. La primera trata de las relaciones entre el hijo y terceras personas, y la segunda entre
el hijo y el padre. Así, la primera, con mucho la más larga (empieza con una frase que ocupa
cuarenta y cinco líneas), empieza con un cumplido que sin embargo quedará refutado punto por
punto en las líneas siguientes. El hijo se cree muy sensato e inteligente, firme respecto de sus
subordinados, generoso con sus amigos y deferente respecto del rey, y por lo tanto se enorgullece
de sus méritos. El padre se propone acto seguido desenmascarar lo que se esconde detrás de la
brillante apariencia. El hijo está dilapidando sus bienes en lugar de cumplir con su deber ante sus
hijos y mantener intacta su herencia. Es exigente con sus subordinados, pero sólo en las formas, y
sus verdaderos motivos son mucho menos gloriosos: «Te complace copiar secretamente grandes
ejemplos por vanidad». En realidad sus subordinados lo manejan a su antojo y hacen lo que les
apetece. Sólo es bueno con sus amigos cuando éstos se doblegan fácilmente a sus deseos. Da
«más por vanidad que por bondad», más por debilidad «que por buen criterio o por el placer de
dar». Y se cansa enseguida de estos amigos sumisos. Por último, gestiona mal los asuntos del rey,
que no tardará en mostrarse descontento.

Así pues, La Rochefoucauld aplica a las actividades de su hijo su habitual lucidez. Lo que
éste cree virtud en realidad no es más que vicio disimulado, incompetencia o pereza, vanidad o
apetito egoísta. El padre, que detenta el reconocimiento último, se lo niega a su hijo. El segundo
bloque de reproches es muy diferente, aunque formalmente similar, con algunos cumplidos al
principio, que acto seguido quedarán desmentidos. Tras haberle negado su aprobación, el padre
reprocha al hijo que no lo quiera, y por lo tanto también que no conceda reconocimiento a su
padre. El hijo es culpable de no querer a su padre ni tanto como lo quería de niño, ni tanto como
su padre lo quiere a él. El padre exige de su hijo lo que él no le ofrece. La relación entre ellos nada
tiene de recíproca.

La Rochefoucauld en ningún momento pone en duda que su exigencia sea legítima,


aunque habríamos esperado que su observación lúcida de los demás redujera un poco sus
expectativas. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles había ya señalado que el amor de los padres por
sus hijos es más fuerte que el de los hijos por sus padres. Había sugerido una explicación: lo que
nosotros producimos nos pertenece con más fuerza que lo que nos produce, que percibimos como
una causa externa. «Los padres quieren a sus hijos como a sí mismos […] pero los hijos sólo aman a
sus padres porque les han dado la existencia».[8] Por lo demás, La Rochefoucauld sabe bien que el
amor, a diferencia de la cortesía o del respeto, no se pide (no depende de la voluntad), y si puede
provocarse, probablemente no se consigue dirigiendo al hijo este tipo de comentarios: en lugar
«de mostrarme que te alegras de estar conmigo, ¿no haces lo posible por evitarme?». Por último,
como acabamos de ver, La Rochefoucauld está lejos de poner en práctica la reciprocidad. También
cuando, herido, pregunta: «¿Es igual nuestro trato?», la respuesta seguramente es negativa, pero
la responsabilidad no es del hijo. Así actúa él como padre, y lo mismo hacen todos los hijos y todos
los padres del mundo.

La propia existencia de la carta, aunque producto de la voluntad del padre, se convierte en


motivo de otro reproche. De entrada, si es necesaria una carta, significa que el hijo rehúye al
padre, que son raras las ocasiones en que se reúnen y conversan sinceramente, por culpa del hijo.
Además hacer reproches al hijo apena al padre, de modo que el primero es causa del sufrimiento
del segundo y debe reconocer su falta, que es no querer tanto como sería preciso.

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