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Jacques Gilard

Cepeda Samudio, el experimentador1

M ientras que García Márquez fue desenvolviendo a través de seis de-cenios un


proceso creativo largo y complejo, Cepeda Samudio dejó una obra
notablemente más escueta que, por consiguiente, requiere
análisis menos extensos y, tal vez, menos matizados. Todos estábamos a la espera 2 y
La casa grande, los textos que germinaron en tiempos del grupo, constituyen un
conjunto cerrado, en cierto modo, y no son tantas las perspectivas que de ellos parten
–si bien sobran las oportunidades para hipótesis y especulaciones, y no menos
evidentes que su densidad misma son las múltiples resonancias de esos textos, así
como la unidad que a pesar de todo permanecerá como un reto para el comentario.

No es posible acercarse a la producción juvenil de Cepeda Samudio de la misma


manera que a la de García Márquez, porque en Cepeda la experimentación formal
tuvo más importancia, a primera vista, que cualquier otro aspecto. Sólo a primera
vista, en realidad, porque también a él se podría aplicar esta frase de Roland Barthes
que se ha convertido ya en un lugar común: “El escritor es un experimentador
público: varía lo que reinicia; obstinado e infiel, no conoce más que un arte: el del
tema y de la variación.”� De momento, se insistirá en el aspecto formal, porque en
ello sí fue Cepeda el más público de los experimentadores, mientras que supo
(¿quiso?) mantenerse más secreto a nivel de los temas. Es

1. Jacques Gilard, “Cepeda Samudio, el experimentador” es un parágrafo del capítulo del mismo
Gilard del título “El grupo de Barranquilla y el cuento”, del libro Jacques Gilard, Álvaro Medina y Fabio
Rodríguez Amaya, Plumas y Pinceles I, La experiencia artística y literaria del grupo de Barranquilla en el
Caribe colombiano al promediar del siglo XX, F. Rodríguez Amaya (editor), Bergamo:Bergamo University
Press, 2009, pp. 181-212. Se trata de la continuación, vastamente am-pliada, de “El Grupo de Barranquilla
y la renovación del cuento colombiano”, Ibérica. Les Cahiers, París, La Sorbonne, n° 1, 1983, pp. 55-72. El
ensayo definitivo fue reescrito especialmente para su publicación en el libro citado, y es el último texto
reescrito en vida por el crítico francés, como resultado de un proyecto internacional de investigación entre
las universidades de Toulouse-Le Mirail y Bérgamo.

2. Álvaro Cepeda Samudio, Todos estábamos a la espera (ed. crítica por Jacques Gilard): Madrid,
Cooperación Editorial, 1985, 181 p. (Col. Clásicos Populares, n° 13). A esta última edición, mencio-nada
como ed. crítica, remitirán las citas.
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en la agresividad de su preocupación por renovar las formas donde adquiere de


entrada una personalidad inconfundible en la literatura colombiana, y por ahí es por
donde conviene aproximarse a él.
Como ya he escrito a propósito de García Márquez y es más válido aún tra-
tándose de Cepeda, hay que empezar afirmando que cada uno de los cuentos de éste
aparece como un manifiesto. Manifiesto contra la narrativa predominante en la
Colombia de los años 40 y contra los presupuestos ideológicos y estéticos que
pretendían justificarla. La diferencia era que, al publicar su primer cuento, Cepeda
conocía mucho mejor la literatura contemporánea, y desde hacía más tiempo.
Disponía de los modelos decisivos y el debate en el seno del grupo ya había
decantado los problemas técnicos de la narrativa. Ello le permitía saber no sólo lo que
rechazaba, sino también hacia dónde tendía. El hecho se hace obvio si se tiene en
cuenta la variedad de las propuestas formales en Todos estábamos a la espera, y se
comprueba mejor aún al conocer las fechas en que algunos cuentos salieron en la
prensa. Sobresale la impresión de una experimentación programa-da.

Ya se ha dicho también que una diferencia entre los cuentos de Hernando Téllez y
los de José Félix Fuenmayor es que el primero, si tuvo conciencia de lo que buscaba,
fue progresando en forma lineal y paulatina, con tanteos, tropiezos, retrocesos y
nuevos tanteos mejor logrados, mientras que el segundo dio forma a su anecdotario
después de reflexionar sobre cuestiones técnicas; de ahí que Ceni-zas para el viento y
otras historias (1950) diera la imagen de un proceso inseguro, mientras que La
muerte en la calle (1967) aparecía como resultado de una alquimia previa. Los
cuentos de Cepeda son otro caso. Al contrario de lo que dejaría supo-ner su fama de
personalidad exuberante, el cuentista procedió fríamente, según un proyecto
establecido desde antes de empezar a escribir. Había visto temprana-mente los
problemas formales con que tendría que enfrentarse, los que señalaban o dejaban
entrever sus lecturas de obras contemporáneas. Así los fue abordando uno tras otro,
partiendo de un planteamiento distinto para cada cuento. Cepeda no se repitió, a pesar
de las apariencias: “Nuevo intimismo” no pasa de tener parecidos con “Intimismo”,
hasta el punto de que, si el más antiguo quedó fuera de Todos estábamos a la espera y
el más reciente se integró, ambos habrían podido convivir sin problemas: el autor se
centraba en otros procedimientos de escritura. Cada cuento es producto de un reto
específico. Al término del proceso, Cepeda había ido llenando los compartimentos de
un casillero que él mismo concibió algunos años antes. Sería mejor conocer en qué
orden exacto fueron redactados los cuentos pero con conocimientos parciales sobre la
cronología de su produc-ción basta para confirmar la impresión que deja la lectura de
Todos estábamos a la espera.

Hubo en Cepeda una conquista inicial, planteada y lograda desde antes de pu-
blicar lo que puede considerarse su primer verdadero texto de ficción, “Proyecto
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para la biografía una mujer sin tiempo.3 Este texto lo evidencia, pero era ya un hecho
cumplido, al parecer y hasta donde se puede juzgar con base en un texto trunco,
cuando Cepeda publicó en una revista estudiantil de 1945 el cuasirrelato
“Alucinaciones”,4 pese a ser éste un texto sumamente ingenuo. “Alucinaciones” ya
respetaba el principio, novedoso en el contexto colombiano, de que el narrador no
debe saber más que el personaje: Cepeda se ceñía tempranamente a la “narración con”
–según la clasificación de Pouillon, adoptada por Todorov. (Desde luego, hay que
recordar que también lo hizo, un poco después, el propio García Márquez en su
debut). Es decir que de entrada había reflexionado Cepeda en el manejo de la
instancia narradora. Allí se daba la ruptura con la narrativa convencional del
momento, pues se iniciaba Cepeda con un rechazo a una supuesta omniciencia del
narrador: la historia no podía proceder de una conciencia casi divina que de-tentara
todas las claves y las fuera entregando al lector con soberana autoridad; tenía que
surgir del discurso mismo, más que de una instancia narradora siempre limitada en sus
conocimientos. Lo cual acarreaba dos corolarios: por una parte tenía que colaborar el
lector y era otro cambio en la narrativa colombiana, incluso con respecto a escritores
jóvenes y más inquietos que la generalidad del gremio; por otra parte, subvertía el
aspecto rutinario, y totalitario,5 de lo anecdótico. La historia no era dada, sino que iba
naciendo en una colaboración con el lector y resultaba muy distinta a lo que se
consideraba hasta entonces como historia apta para ser contada. Así se cuestionaba la
instancia narradora única y se daba un paso hacia la modalidad de la instancia
organizadora –que Cepeda muy pronto puso en juego–, con lo que un cuento podía ser
un collage de elementos en vez de simple relación de hechos. Y todo podía
convertirse en materia para narrar, por ejemplo, en “Intimismo”, el proceso físico de
un fósforo que se enciende. Así actuó Cepeda en una primera etapa, tratando de ir a lo
más drástico para operar mejor la ruptura que buscaba –para sí mismo y también, con
un afán pedagógico que nunca perdió de vista, para mostrar que era posible, en la
misma Colombia, inspirarse en, y tratar de superar a, autores extranjeros
contemporáneos–.
Algo de ello ya asoma en el relato, hoy trunco (otro texto incompleto), con que
inauguró Cepeda su trayectoria adulta, el ya citado “Proyecto para la biografía de

3. Álvaro Cepeda Samudio, “Proyecto para la biografía de una mujer sin tiempo”, El Nacional,
Barranquilla, 15 de marzo de 1948, 4ta Sección, p. 2. El ejemplar conservado en la sede del diario
barranquillero había perdido algunas páginas, de modo que el texto de Cepeda queda trunco. Ver ed. crítica,
pp. 131-143.
4. Álvaro Cepeda Samudio, “Alucinaciones”, aparecido en una publicación estudiantil de 1945, sin
identificar, de la que se conserva un recorte incompleto. Cf. Álvaro Cepeda Samudio, En el margen de la
ruta, op. cit., pp. 13-15.
5. En ese rechazo a la autoridad o al autoritarismo de la voz narradora, hay también un ingre-diente
ideológico, subyacente a la dimensión estética; de ese aspecto rayano en la cuestión política que también
fue importante para el joven Cepeda y sus amigos del grupo, no se tratará sino muy tangencialmente en este
trabajo.
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una mujer sin tiempo”. A primera vista, y hasta donde se puede analizar el texto, el
aliento era más de novela corta que de cuento, y el relato parece correr por cuenta de
un narrador extradiegético, por lo que no debía darse en “Proyecto…” la forma del
collage. La anécdota mantiene una cierta nitidez, al menos en la parte bastante larga
que se ha conservado. Pero se advierte la voluntad de ir des-construyendo tanto la
perspectiva como la anécdota al acudir a una fragmentación en secciones numeradas
que no se ciñen a la cronología, y al instaurar una cierta confusión en la instancia
narradora: al avanzar en la lectura se advierte que la descripción de la alcoba en
penumbras no la asume un narrador omnisciente, sino uno, anónimo, que pasa por la
conciencia y la percepción de una mujer insomne. El narrador anónimo adopta el
punto de vista caótico o enfermizo del personaje estragado por una noche de excesos.
No sabe más que el personaje y depende de sus percep-ciones, pensamientos o
reminiscencias en el progresivo armado de la anécdota. Se verán más adelante
motivos para pensar que este relato de Cepeda no era tan audaz pero era ya un
comienzo notable en el contexto colombiano, a lo que se sumaba la audacia de la
situación evocada: amores ilegítimos, una noche de exce-sos, la amante que se fuga al
amanecer, su deambular por la calle, su llegada a un restaurante de mala muerte…

La voluntad de indagación formal, ya bastante marcada en “Proyecto…”, pero tal


vez oculta por otros elementos, se hace casi agresiva en el relato posterior, esta vez sí
un cuento, y un collage en su organización: “Tap-Room”, aparecido un año después. 6
Aquí, lo anecdótico no podía opacar el rigor ni la audacia de la experimentación,
porque la historia era sumamente escueta –además de que, con los pocos hechos
referidos, la historia no tendría interés si la forma fuera distinta. La acción transcurre
en un bar y se reduce al proceso de la embriaguez en que se abisma un personaje
solitario. Sustentado en un magistral juego sobre signos tipográficos, el cuento es un
mosaico: astillas de las múltiples conversaciones del bar, entrecruzándose en el
ambiente con ruidos y música; diálogo de una ruptura amorosa (que se supone
pertenece al pasado y es la que lleva al protagonista a embriagarse); proceso de la
embriaguez que un narrador anónimo refiere escue-tamente en varias etapas bajo una
forma metafórica que sólo al final puede inter-pretarse; y en último lugar el diálogo de
los empleados del bar que, al hablar unos con otros mientras ponen orden y despachan
al beodo en un taxi, terminan dando las últimas claves del texto (dónde se está, qué ha
pasado, qué podían significar las intervenciones del narrador anónimo). No hay
narración unificada: el narra-dor anónimo sólo da cuenta del creciente malestar del
personaje; no introduce los diálogos entrecortados de la clientela ni las palabras que
intercambian los sirvientes al final; son fragmentos yuxtapuestos (casi más sonidos
que palabras, la

6. Álvaro Cepeda Samudio, “Tap-Room”, Estampa, Bogotá, 19 de marzo de 1949, p. 5. Ver ed. crítica,
pp. 125-130.
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mayoría) que, con la última línea, el lector puede ordenar y comprender, constitu-
yendo así una historia mínima, pero de intensa carga emocional. El aporte de las
voces, especialmente las de los empleados, remite al modelo de “Los asesinos”, de
Hemingway, donde el diálogo era motor en la constitución de la anécdota, pero
Cepeda había querido situarse más allá del modelo, pues usaba la técnica del collage y
tomaba bajo un ángulo muy especial el elemento personaje. La apuesta era difícil y el
cuentista principiante había cumplido su intención a cabalidad. Además, era caso
único en Colombia, y Cepeda no debía conocer ningún ejemplo parecido en una
literatura de lengua española.
Con “Intimismo”, publicado poco después,7 se daba otra aproximación a una
forma moderna de narrar. Esta vez, lo fragmentario funcionaba de manera distin-ta,
con base en un procedimiento tipográfico (el empleo de paréntesis para en-marcar
ciertos pasajes). La anécdota se reduce también a poca cosa: un hombre y una mujer
están juntos en una cama; el hombre enciende un cigarrillo y la mujer le pide uno
también. El relato inmediato, los párrafos que no van entre parénte-sis, refiere cómo
se enciende el fósforo. Los párrafos enmarcados por paréntesis detallan las
sensaciones físicas del hombre hasta que, tras oír la voz de la mujer, “comenzó a
pensar”.8 Luz y pensamiento: es como el nacimiento del mundo, a partir de lo más
elemental. Hay dos canales de lectura y dos cadenas de hechos, que pueden significar
la intervención de dos narradores, o el enfoque doble de un solo narrador que
centraría alternadamente su atención en dos procesos simultáneos pero distintos.
Ambas posibilidades hacen que se fije la atención en el funcionamiento de la instancia
narradora, relacionada con el manejo del elemento temporal. En éste precisamente es
donde mejor se delata el narrador: “Y con el primer sonido el hombre sintió. No
pensó, esto comenzó mucho des-pués, sintió, sólo sintió”. 9 En el resto del cuento,
salvo la ya señalada alternancia (escritura sucesiva para restituir hechos simultáneos,
otro gran problema de la narrativa, con el que se enfrentaba Cepeda lúcidamente), la
narración se limita a seguir los hechos en orden cronológico, la progresión ínfima del
fuego a través de la materia, la reciente sensación de la existencia de los cuerpos; es
decir una especie de grado cero de la función narradora: una voz que trasmite sin
inter-venir, tratando, y lográndolo hasta donde es posible, de sólo dar el recuento de
algo que sucede. Aquí, Cepeda no intentaba borrar al narrador extradiegético como lo
había hecho en “Tap-Room” (concediéndole, entonces, sólo fragmentos y
sometiéndolo a una instancia organizadora); simplemente lo reducía a un papel
mínimo –sin claves casi, ni conocimiento–. Era otro experimento sobre la instan-

7. Álvaro Cepeda Samudio, “Intimismo”, Sábado, Bogotá, 16 de abril de 1949, p. 23. Se reeditó en
Crónica, Barranquilla, n° 3, 13 de mayo de 1950, p. 5. Ver ed. crítica, pp. 145-148.
8. Ver ed. crítica, p. 148.
9. Ver ed. crítica, p. 145. Se volverá sobre este punto más adelante.
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cia narradora –bien llevado, una vez más–, otro problema de técnica narrativa que el
autor joven resolvía y daba como ejemplo a los escritores colombianos.
Al cabo de más de un año apareció el tercero de los cuentos que luego reunió
Cepeda en Todos estábamos a la espera. También es el primero conocido de los que
trajo de Estados Unidos: “Vamos a matar los gaticos”. 10 Es otra faceta de la instan-cia
narradora lo que aquí aborda Cepeda, poniendo nuevamente énfasis, aunque de
manera distinta a como lo hiciera en “Tap-Room”, en el uso de los diálogos. Otra vez
trata de borrar lo más posible la presencia del narrador, y el relato se construye casi
exclusivamente a través de lo que dicen los personajes, pues aquí no son astillas de
diálogos como había pasado en “Tap-Room”. El narrador está presente en elementales
intervenciones: “dijo Doris”, “dijo Martha”, “preguntó Doris”, “preguntó Martha” y
un “gritó Martha”. Lo demás son las réplicas del diá-logo. De lo que dicen los
personajes se deduce dónde están y qué hacen: tres ni-ños (dos hembras y un varón) o
tres niñas juegan en un patio, entran a una pieza donde acaban de nacer cuatro gatitos,
los matan y salen. La incertidumbre sobre la identidad del tercer personaje es un punto
de máxima importancia en el cuento (experimenta Cepeda con el elemento personaje).
Dos de los protagonistas que hablan son niñas, Doris y Martha, pues el narrador
identifica sus réplicas, pero no pasa así para el tercero, que no tiene nombre, ni es
identificado por un pronom-bre personal, él o ella, y cuyo sexo tampoco es delatado
por ningún adjetivo en masculino o femenino. Es sólo una voz 11 y es por medio de lo
que dice como se llega a saber algo de lo que siente –más que de lo que es–. La
anécdota sobresale de esta peculiar modalidad narrativa, teatral sólo a primera vista (a
pesar de todo interviene un narrador), que también es una reminiscencia y otra
superación del ejemplo de “Los asesinos”. Así surge una breve historia, palpitante de
crueldad –niñez, ingenuidad, perversidad–, con un fuerte conflicto psicológico
sutilmente tratado: se entiende que el personaje anónimo quiere evitar que le regalen a
la autoritaria Doris uno de los gaticos y que al mismo tiempo, ante los chantajes de la
niña, tiene que sacrificar a los tres restantes. Por ello, al final, dice tres veces que

10. Álvaro Cepeda Samudio, “Vamos a matar los gaticos”, Crónica, Barranquilla, n° 11, 8 de julio de
1950, p. 5. Esta primera publicación del cuento presentaba elementos que no figuraron más en la primera
edición en volumen: dos filetes horizontales intercalados en el texto para señalar los cambios de espacio y
el dato final de lugar y fecha de redacción (“Ann Arbor, 1950”). Todas las ediciones de este cuento se han
visto afectadas por una serie variable de omisiones y no pocas confusiones sobre las réplicas: en Crónica
primero, que suministra sin embargo una base sólida para saber cómo era el texto original, y luego en los
volúmenes de Ed. Librería Mundo (Barranquilla, 1954), de Plaza & Janés de Colombia (Bogotá, 1980) y de
El Áncora (Bogotá, 1993). El autor de estas líneas piensa haber rectificado esas erratas en su edición crítica
del libro (ver pp. 81-85).
11. Lo más probable es que el personaje sea un niño, con curiosidades y diversiones masculinas: le
dijo a Martha que viniera sin pantalones y propone jugar a Tarzán, lo cual sería una manera de saciar la
curiosidad de infantil voyeur. Hay que recordar sin embargo que en el dibujo con que Cecilia Porras ilustró
este cuento para la edición de 1954, reproducido en las de 1980 y 1993, figuran tres niñas.
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llora “por nada”: es por cada uno de los tres gatos sacrificados. La carga emocio-nal
del cuento –aparentemente rígido y frío– es otro aspecto de la hazaña lograda por
Cepeda con “Vamos a matar los gaticos”.
“Jumper Jigger”12 es el último de los cuentos de Todos estábamos a la espera para los
que se conoce la fecha de publicación. Es el tercero de los que trajo Cepeda de
Estados Unidos, escritos o en ciernes, pero probablemente no el último: si otros no
salieron en Crónica, debió ser más bien porque para finales de noviem-bre de 1950 el
grupo, ante circunstancias adversas, cambiaba la orientación del semanario. Con
“Jumper Jigger”, continúa la indagación formal, siempre en torno a la función
narradora. En este caso, Cepeda ensaya la modalidad del narrador colectivo, un
nosotros que recuerda el modelo de “Una rosa para Emilia”, de Faulk-ner. También
cabe evocar aquí el doble precedente sentado por el propio García Márquez en el
contexto colombiano (“Amargura para tres sonámbulos” y “La noche de los
alcaravanes”), precedente que consta cuando menos en las fechas de publicación ya
que Cepeda había conocido y meditado el ejemplo faulkneriano con notable
anterioridad. En “Jumper Jigger”, uno de sus cuentos más enigmáti-cos y logrados, 13
Cepeda trabaja sobre la insegura identidad del grupo narrador; se conocen los
nombres de algunos parroquianos y del dueño del bar norteame-ricano donde se sitúa
la acción, pero no se sabe a quiénes abarca exactamente el nosotros que refiere la
historia: probablemente a “el mexicano” y al dueño Harry, quizás al bobo y sucio Joe,
seguramente no a Skip, pero seguramente sí a uno o más personajes que nunca se
menciona(n) expresamente pero que tiene(n) que estar para que se justifique el
empleo del nosotros en cada una de las ocurrencias del pronombre. La identidad
colectiva, aunque quedan borrosos sus exactos con-tornos, es muy fuerte porque
nunca aparece el pronombre yo: la primera persona del singular está, implícita, en el
nosotros, pero no se expresa separadamente; se expresa una conciencia plural, y el uso
de la voz puede pasar de un individuo a otro en el impreciso grupo sin que se perciba
el traspaso. Es posible sospechar-lo o interpretarlo así, con base en la apariencia
incoherente o fragmentaria del relato (en especial con las inseguras rupturas
temporales), pero también podría ser errónea esta impresión. Allí radica lo principal
del cuento, en cuanto a forma, pero se añaden otros elementos. Intervienen distintas
voces bajo la voz colectiva, la cual, según los momentos, las incluye o les cede el
paso. Es éste otro aspecto del trabajo formal, la inserción variable de los diálogos. La
estudiante que ingresa en un impreciso momento a este mundo de hombres curtidos
relata su propia

12. Álvaro Cepeda Samudio, “Jumper Jigger”, Crónica, Barranquilla, n° 30, 17 de noviembre de 1950,
p. 5. Ver ed. crítica, pp. 101-108.
13. Alfonso Fuenmayor, en 1973, evocaba así este cuento: “Lo que más me gusta de su obra es
“Jumper Jigger”, de su primer libro, cuando Álvaro era poeta”, in: Álvaro Medina, Alfredo Gómez Zurek &
Margarita Abello, “Del Café Colombia al Bar La Cueva”, Suplemento del Caribe, Barranquilla, n° 12, 14
de octobre de 1973, p. 13.
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historia, y ésta figura en dos pasajes, sin ningún signo tipográfico ni introductor
verbal, por medio del estilo indirecto libre. Cuando no relata la joven algo de su vida,
figura su voz bajo otras modalidades: una vez en discurso indirecto (“… había
preguntado la hora…”)14 y dos veces en discurso directo, enmarcado entre comillas e
inmerso en un mismo párrafo. 15 Además, al contestar uno del grupo la ya señalada
pregunta de la joven, la réplica figura también en discurso direc-to y entre comillas,
otra vez sin separación tipográfica.16 También suenan otras voces, y son otras formas
de sonar las voces: la llegada de Skip (“Y comenzó a preguntar”), 17 la nueva pregunta
de la joven (“… y la voz de la muchacha pregun-tó la hora nuevamente”). 18 Cepeda
acudía a una escala variada de procedimien-tos para insertar las voces secundarias en
la voz dominante del grupo. A ello se suma otro procedimiento más, tan insólito como
el de la voz colectiva y más que la variable inserción de voces: la manera como se
introduce al personaje de Joe en el episodio en que éste desliza una moneda en el
tocadiscos, anunciando tres veces –como si fuera el título de otros tantos párrafos que
siguen– el nombre del personaje antes de ir detallando sus actitudes y su actuación
silenciosa; es una segmentación visual del texto, con la que se destaca la grotesca
figura al par que se la segrega del grupo narrador. 19 Esta labor minuciosa no impide
que el cuento resulte enigmático, con un enorme poder de sugerencia poética y de
compasión humana, precisamente en la manera de jugar con la duda sobre quiénes
serán los que constituyen el narrador colectivo de esta historia de soledades, de
redención posible y de amarga profanación.

A partir de “Jumper Jigger” carecemos de fechas de salida en la prensa, sea porque


no publicó más cuentos Cepeda (salvo en el suplemento de El Colombia-no de
Medellín, en 1954, pero era por estar saliendo el libro, y la datación carece por tanto
de significado), lo cual parece ser lo más verosímil, sea porque se nos habría escapado
alguna que otra publicación. Esta ausencia de datos impide co-nocer mejor, no el
proceso –porque no hubo propiamente un proceso–, sino el orden probable en que
Cepeda fue realizando el trabajo previamente planeado de donde salió el volumen de
cuentos. No es una laguna muy importante, pero

14. Ver ed. crítica, p. 103.


15. Ver ed. crítica, pp. 107 y 108. En ambos casos, la joven menciona un cuento de Erskine Cald-well,
“Vuelta a Lavinia”, que era uno de los predilectos de Cepeda.
16. Ver ed. crítica, p. 103: “… alguien le dijo: las dos y diecisiete”.
17. Ver ed. crítica, p. 107.
18. Ver ed. crítica, p. 108.
19. Además, para los párrafos centrados en la figura de Joe, se amplía el margen: otra señal del
cuidado que Cepeda concedía a los juegos tipográficos y del grado de creatividad que en ellos podía
alcanzar. En Crónica no lo permitía la estrechez de las cuatro columnas de la p. 5 del semanario, que era de
formato tabloide. Esta disposición figura en la edición Librería Mundo, obviamente por de-cisión del autor,
particularidad tipográfica significativa que se descuidó en las ediciones por Plaza & Janés (1980) y El
Áncora (1993) y que restablecimos en la ed. crítica; ver pp. 104-106.
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algún interés habría tenido saber en qué orden agotó los retos que se había plan-teado.
Interesante pero de poca utilidad, dada la imprecisión, es lo que, en su carta del 18 de
junio de 1951, le dice Germán Vargas a Ramon Vinyes : “Álvaro ha escrito
últimamente tres o cuatro cuentos, aún no publicados, que me gustan muchísimo.”
Indica que Cepeda había seguido trabajando después de publicar “Jumper Jigger” en
Crónica, prolongando el impulso de 1950 con un material traído, a medio madurar
probablemente, de Estados Unidos. Puede ser una pista, sobre todo porque se tiende a
vincular el hecho con el contenido –que así cobra una mayor importancia en este
momento del análisis–, con ciertos parecidos formales entre cuentos, o con relaciones
con cuentos ya editados. Así se forman parejas de cuentos y se esboza una posible
cronología mínima, todo ello como hipótesis.

Por el parecido con “Jumper Jigger” se tiende a pensar que “Todos estábamos a la
espera” fue el primero en redactarse entre los últimos cuentos, y entonces se situaría la
redacción a finales de 1950 o principios de 1951. El parecido es de am-biente (mundo
norteamericano, urbe, soledad, imprecisión alucinada) y tal vez de anécdota: la espera
colectiva en un bar, hasta que aparece una muchacha, recuer-da algo de “Jumper
Jigger” donde el tiempo estancado era roto por la irrupción de la estudiante. Con este
último aspecto, se pasa a lo que más importa aquí: el parecido con “Jumper Jigger” es
también formal. “Todos estábamos…” continúa la indagación sobre una instancia
narradora en primera persona del plural, sin ser repetición de lo hecho en “Jumper
Jigger”: el “nosotros”, que es aún vector de buena parte de la narración, pasa a ser un
“yo” en ciertos momentos del relato; el “yo” implícito en el uso del “nosotros” sale a
primer plano. Más que una indi-vidualización, es una singularización, porque no se
desemboca en la constitución de un personaje muy identificable: Cepeda sigue
rechazando la vieja confusión entre personaje literario y persona de carne y hueso,
ateniéndose a la forja de un ser hecho de palabras. Ni sobre este “yo”, ni sobre los
personajes que le son más cercanos, se llega a saber gran cosa: han viajado en
autobuses Greyhound a través de Estados Unidos, han conocido muchas estaciones de
transporte por carretera, han estado en diversas ciudades e innumerables bares, han
compartido el ano-nimato de la muchedumbre. Además de la aparición de la primera
persona del singular, “Todos estábamos…” presenta otra novedad, que se abre paso
paulatina-mente en el empleo del “nosotros” y establece una jerarquía entre la
multitud de la gran ciudad. El montón de gente es designado por el pronombre pero
éste va entonces sin comillas que lo distingan: es tipográficamente neutral, tan
anónimo como la gente a que designa. En cambio, el grupo reducido de los que
esperan a la enigmática muchacha se aísla y distingue del resto por el uso de las
comillas. Cuando el “nosotros” va entre comillas, se trata de ese grupo al que
pertenece el “yo” que se destaca en algún momento del texto –saliendo poco a poco el
grupo de la indeterminación de la muchedumbre urbana–.
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Cuando la voz vieja conocida que anuncia las llegadas y las salidas anunció el
nombre que esperábamos, ya éramos nosotros. Y subimos a nuestro bus. Ahora
estamos en este bar todavía a la espera. Nos rodea gente, cada uno con su espera.
Estamos estrechamente unidos en que todos sabemos que estamos a la espera pero no
nos conocemos, ni siquiera hablamos. Solamente “nosotros” hablamos de vez en
cuando.20

El modo de inserción de los diálogos es algo más sencillo que en “Jumper Jigger”: las
réplicas de los personajes van en discurso directo, entre comillas y sin blancos
tipográficos (el ex combatiente, intruso que quiere unirse al grupo y cuenta una
matanza de prisioneros, la muchacha, el griego del bar, el protagonista “yo”), o en
discurso indirecto (la muchacha, el barrendero negro, el protagonista). Lo más
particular del cuento en materia formal y precisamente de juegos de tipo-grafía
(además de las comillas del nosotros-grupo) es la serie de pensamientos entrecruzados
de los borrosos personajes que están a la espera: frases breves o de mediana
extensión, sólo introducidas y separadas con guiones.21 La serie forma así un todo
dentro del relato general, de que lo distinguen los guiones, y al mismo tiempo no es
más que una yuxtaposición de frases, a la vez coherente e incoherente, lógica y
poética. Como lo es el conjunto del cuento, en que se con-cretan las múltiples
frustraciones afectivas de la sociedad urbana, con encuentros que también son
desencuentros, con individuos que dejan de (o no consiguen) ser tales, un mundo por
donde van unos mientras que otros vienen y donde sin embargo se intenta existir de
alguna manera. Donde a todos les llega, en algún momento, su turno de espera.

Aunque nada permite afirmar que el encantador “Hoy decidí vestirme de pa-yaso”
y “Un cuento para Saroyan” fueron escritos en el mismo periodo, es ésta la impresión.
La alusión (junio de 1951) de Germán Vargas a “tres o cuatro cuentos” recién escritos,
la aparente inexistencia de más cuentos de Cepeda, vuelven bas-tante verosímil la
impresión. El parecido temático puede ser más convincente, sin llegar a serlo tampoco
en forma definitiva. Cada uno a su manera, los dos cuentos remiten al tema que
asomaba en “El piano blanco”: el artista enfrentado con su entorno. Ambos, además,
se nutren en la experiencia neoyorquina que vivió Ce-peda en el invierno 1949-1950,
dando “Hoy decidí…” una faceta onírica, y “Un cuento…” una faceta que, para
expresar las cosas imperfectamente, podría llamar-se testimonial. El último aspecto
común es el formal: nuevamente se piensa en “El piano blanco”, pues Cepeda vuelve
a trabajar, diversamente, sobre el relato que descansa en un personaje narrador, sin
que haya una disolución algo duradera en un “nosotros”.

20. Ver ed. crítica, p. 78.


21.Ver ed. crítica, p. 79.
Jacques Gilard 47

En “Hoy decidí…”, el personaje narrador es el soñador ingenuo, cuya vida


concreta se desconoce (y a lo mejor no la tiene, es otro ejemplo de cómo rompe
Cepeda con el esquema decimonónico del personaje), y que vive una especie de feería
tanto en el circo donde se entromete (a la manera de Chaplin en una pelí-cula famosa)
como en la calle –encontrando más ensueño y ternura en ésta que en aquél–. Todo lo
interpreta a su infantil manera y en el desajuste entre lo que vive el personaje (y él
relata al vivirlo) y lo que comprende se instala la fraterna carga de poesía del cuento,
lejos de la tenebrosa neurosis de “El piano blanco”.
En “Un cuento para Saroyan”, el personaje que relata sus propias andanzas
neoyorquinas es un trasunto del estudiante Cepeda. Alegre, optimista, despren-dido,
vive su vida a su antojo, en un medio de gentes cuerdas pero dispuestas a aceptar sus
extravagancias. El cuento podría parecer algo repetitivo respecto a “Hoy decidí…”,
pero opta por una dimensión más cotidiana y una forma, si se quiere, más “realista”.
Es llamativo, a nivel formal, el uso del presente verbal; mucho de ello asomaba ya en
“Hoy decidí…”,22 pero Cepeda procede aquí de manera sistemática: el personaje
refiere lo que hace en el momento mismo de los hechos y restituye inmediatamente
los diálogos, mientras el pasado (antecedentes de encuentros y conversaciones,
relación con los demás personajes) se deduce parcialmente de lo que sucede y de lo
que se dice–.23 Es un momento de vida que va discurriendo, con la gracia que le
confiere la caprichosa conducta del protago-nista. Además de la alusión a Saroyan y
del intento por restituir un ambiente a su manera, 24 tal vez sea este empleo del
presente verbal el rasgo más llamativo del cuento. Pero menos por el resultado aquí
logrado (debe ser el menos interesante de los cuentos del joven Cepeda) que por
anunciar algo más importante: el efecto de inmediatez que marcará muchos pasajes de
La casa grande.
Tal como lo insinúa su título, “Nuevo intimismo” (difícil de ubicar en la cro-
nología de Cepeda, pero nutrido de la vivencia de Nueva York) podría aparecer como
un regreso a lo que propusiera “Intimismo” en 1949. El núcleo anecdótico no cambia:
un hombre y una mujer están juntos en una cama. Pero se amplía la

22. También en “El piano blanco”, las cosas se cuentan desde el presente, el momento en que el
narrador expresa que se llevaron el instrumento bienamado; pero gran parte del cuento, hasta llegar a ese
momento, es una retrospección.
23. En “Proyecto para la biografía…”, las retrospecciones que reconstituían el pasado eran de peso
pesado, largas y minuciosas. Se volverá sobre este aspecto más adelante.
24. Saroyan, por el que Cepeda sentía entonces gran admiración, era, según expresó Alfonso Fu-
enmayor años más tarde, “un autor que él exageradamente endiosó” (Álvaro Medina, Alfredo Gómez Zurek
& Margarita Abello, op. cit., p. 13). No fue Cepeda el único. Los cuentos de Saroyan aún man-tenían
vigencia en los años 50, suscitando interés, como de efectos retardados, en Colombia, donde algunos de
esos cuentos aparecieron en suplementos literarios. Vinyes le había prestado bastante atención en sus
apuntes de lecturas de los años 40. El impacto de Saroyan tenía un fuerte ingrediente coyuntural: era un
autor de tipo “frente popular”, marcado por el optimismo del New Deal. Como el cineasta Frank Capra –
otra admiración de Cepeda–, daba Saroyan ganas de pensar Qué bello es vivir.
48 Textos antológicos

percepción del narrador anónimo; lo que cambia –de ahí el adjetivo en el título– es
que el narrador penetra el pensamiento del hombre, mientras éste presencia y aguanta
una crisis de desesperación de su amante, que quisiera y no consigue tener un hijo.
Cepeda optó por proceder asimétricamente: el narrador penetra el fuero interno del
hombre, y de la mujer sólo se captan sus actos y su discurso. Mientras ella se
desespera, el hombre escucha lo que dice ella –lo que se trans-cribe en medio del
relato–, y reflexiona. Se añadía la dimensión afectiva –la parte de anécdota, mucho
más nutrida, que tiene “Nuevo intimismo” –a la modalidad usada en “Intimismo”,
centrada en un proceso físico-químico y una serie de sensa-ciones que desembocaban
en el pensamiento. Pero también, en esta nueva etapa, evita Cepeda que la instancia
narradora intervenga en la materia del relato: lo limita a saber lo que piensa un
personaje y lo que dice el otro. La historia se en-trevé por medio de pensamientos y
palabras, así como algo de la red social a que pertenece la pareja. Una vez más, se
rehúyen los facilismos de lo anecdótico y las trampas de la omnisciencia (como para
“Tap-Room”, no habría materia para un cuento si se usara una forma convencional),
con un cultivo riguroso de la unidad de tiempo y lugar. “Nuevo Intimismo”
prolongaba la experimentación sobre la instancia narradora, partiendo de un
planteamiento ya explorado, pero ensancha-do con la elección de reglas distintas y el
manejo de mayor número de elementos. En este último aspecto, además, se siente que
Cepeda estaba listo para escribir con más amplitud; ya se iba acercando al momento
de escribir una novela –que no hubiera sido La casa grande–.25

El último paso, en la época del Cepeda cuentista joven, fue –debió de ser– “Hay
que buscar a Regina”. Sin tener pruebas materiales, parece posible pensar que con
este cuento se concluía la serie de textos que habían de constituir Todos estábamos a
la espera. Para tal hipótesis, debe ser una base sólida el hecho de tra-tarse del único
cuento de ambiente rural; de ello debió sorprenderse más de uno entre los amigos de
Cepeda. Era un regreso a las vivencias de la niñez en Ciénaga y sus alrededores –de
Ciénaga se acordó Cepeda en los meses finales de 1953, dedicándole una entrega de
su columna de El Nacional, rebosante de nostalgia.26 También puede verse “Hay que
buscar a Regina”, si no como un preludio a la

25. Aquí asoma un punto que no se tratará en el presente estudio: la posibilidad de que Cepeda
Samudio pensara, hacia 1951 o 1952, en escribir una novela de Nueva York, abandonando finalmente este
proyecto para volver, con el cuento “Hay que buscar a Regina”, al mundo de Ciénaga, que apenas había
rozado en unos pocos escritos juveniles y artículos de prensa y que desplegaría a su sobria ma-nera en La
casa grande. Sobre esta cuestión versó nuestro artículo “Cepeda Samudio: de Nueva York a Ciénaga”, en
Huellas, Barranquilla, Universidad del Norte, n° 51-52-53, 1997, pp. 41-44.
26. Álvaro Cepeda Samudio, “Séptimo Círculo”, “Ciénaga”, El Nacional, Barranquilla, en una fecha
imprecisa del último trimestre de 1953. Cf. En el margen de la ruta, op. cit., pp. 485-486. Es llamativo que
el texto concluya con una alusión a “cuando los billetes sólo servían para envolver espermas en las
cumbiambas interminables” (p. 486), pues se está así en la plena temática de la Zona Bananera, de su
memoria e imaginario, y de su literatura aún en ciernes.
Jacques Gilard 49

redacción de La casa grande, al menos sí como una aproximación a su universo. Sea


de la fecha lo que sea, el cuento es una experimentación más en torno a la instancia
narradora –una experimentación magistral y de alto resultado estético, tal vez el
mayor logro del libro–. Es una historia referida por un personaje na-rrador que es
testigo de unos pocos hechos y sobre todo oyente de relatos; él sintetiza y reorganiza a
su manera lo que otros contaron ante él, lo cual, a su vez, es en parte lo que ellos
habían oído referir antes: el relato de Juan García (que incluye lo que a éste le contó
Regina), lo que dice el viejo Hernández, lo que dice Venancio. Es una pirámide de
voces, que hace que el narrador de “Hay que buscar a Regina” sea también un
“hombre-relato” y recuerde al viejo Críspulo de José Félix Fuenmayor –aunque la
organización formal, en el cuento de Cepeda resulta más flexible y compleja que en
“Las brujas del viejo Críspulo”, por acudir a una “proyección” múltiple a nivel del
tiempo–. El narrador opone esa haz de voces al rumor público, fundándose en sus
observaciones de testigo presencial, aunque lo haya sido sólo en un breve momento:
es nuevamente la crítica a la anécdota que Vinyes había iniciado en el seno del grupo
de Barranquilla y que habían retomado José Félix Fuenmayor y García Márquez. Y
como se está en el terreno de la vox populi, Cepeda arma un discurso sinuoso y
reiterativo, con “proyección” temporal compleja, haciendo que el narrador se refiera
tres veces a un momento sin mayor importancia para la historia, aunque cargado de
significado moral (el insulto de Venancio al viejo Hernández) –y ello usando toda la
panoplia de las modalidades de inserción del discurso–. Aprovechaba Cepeda, en este
andamiaje de voces, la lección de muchos escritores, entre ellos algunos de los
extranjeros que más admiraba el grupo; se piensa en Hemingway, se piensa en
Caldwell (el de “Donde las muchachas eran diferentes”), 27 y tal vez se podría pensar
en Bor-ges. Lo más llamativo era el inesperado retorno de Cepeda, un retorno vital, a
algo que era muy suyo pero que él nunca había tratado en sus textos de ficción, y el
logro era tal que bien podía señalar de paso Germán Vargas, al presentar el libro, que
era “Hay que buscar a Regina” “toda una lección para quienes se presum(ían)
depositarios exclusivos del mal llamado cuento terrígena”. 28 Se jus-tificaría pero sería
fácil no fijarse más que en lo del cuento terrígena (entonces decaído y desprestigiado),
cuando lo importante era la lección. Con ello hay que cerrar este demasiado largo
recorrido por los cuentos, en busca de las pruebas de una minuciosa experimentación
formal: también es “Hay que buscar a Regina” un cuento experimental, centrado
como todos los demás en torno a una modalidad de la instancia narradora, aquí la más
flexible pero también la más compleja de

27. “Donde las muchachas eran diferentes”, de Caldwell, había sido publicado por Germán Vargas, jefe
de redacción, en la página cultural de El Mundo (Barranquilla, 16 de noviembre de 1946, p. 3). Lo reeditó
Alfonso Fuenmayor en Crónica (Barranquilla, n° 8, 17 de junio de 1950, p. 7).
28. Texto en la solapa de la primera edición de Todos estábamos a la espera. Ver ed. crítica, p. 166.
50 Textos antológicos

las configuraciones que ensayó Cepeda en esos aproximadamente cinco años. Era la
última casilla, la de un locutor reuniendo varias voces, sabio y a la vez ingenuo,
natural y artificioso como el de un cuentero de la cultura oral –el relato con todas las
propiedades del lenguaje y todas sus limitaciones–. Tras un enorme trabajo de
limpieza, volvía Cepeda a lo que era su mundo original, pero también a lo que era la
narrativa del mundo rural. Allí regresaba, tras haber echado por la borda toda la
escoria del siglo XIX (aún vigente para muchos), e instalaba a la narrativa
colombiana, incluso la de ambiente rural, en pleno siglo XX. El narrador de “Hay que
buscar a Regina”, el que puede decretar que “no es como dicen por ahí”, 29 no es el
tiránico y arbitrario demiurgo de la cuentística colombiana de entonces, sino
simplemente un hombre, un hombre-relato.

Más cuestionamientos en los cuentos de Cepeda

Cepeda Samudio tuvo conciencia de que podía participar en la aventura del arte
moderno, es decir continuar en forma autónoma indagaciones iniciadas o señaladas
por otros. Y ello a pesar de ser colombiano, pues eran aún muchos los que preten-dían
que no era posible experimentar en Colombia, por ser prematuro en las con-diciones
del país, o por ser ilegítimo.30 Para el joven que sabía ser contemporáneo del mundo,
esos bloqueos eran un estímulo más. Allí había un reto mayor ante la mediocridad del
nacionalismo, pero también la posibilidad de ejercer una forma de pedagogía para
demostrar que todo era posible dondequiera, y también en Colom-bia. Había que
romper los grilletes de la timidez o de la vanidad, mostrando que el concepto de lo
“evidente” o de lo “natural” en narrativa no era más que una heren-cia obsoleta, cuya
aparente vigencia se debía al estancamiento de las inteligencias “nacionales”. Sería
injusto reducir la producción de Cepeda a una simple reacción contra la narrativa
colombiana de su tiempo, pues él fue ante todo un creador de formas, pero ello sí
debió influir en la elección de las experimentaciones a que se dedicó. Es llamativo
que, siendo oriundo de una región de vigorosa tradición oral, demostrara tanta
desconfianza ante lo anecdótico en literatura. O más exactamente,

29. Ver ed. crítica, p. 86.


30. Entre las muchas notas de prensa y los muchos artículos (sería excesivo hablar de ensayos) que
sustentaban esa tesis, conviene señalar, de Jesús Zárate Moreno, “Nuevas perspectivas en la novela
hispanoamericana” (El Tiempo, Bogotá, 8 de abril de 1951, 2da Sección, p. 3), que se destaca menos por la
habilidad que por la mala fe de su argumentación. Tal vez no sobre señalar, por otra parte, que Zárate
publicó en la prensa al menos sesenta y un cuentos (cifra que nos consta, y es obvio que tuvo que haber
más) entre el 26 de marzo de 1944 y el 12 de abril de 1953: una cantidad que revela lo que eran poderes y
bloqueos en el medio intelectual bogotano, así como la imposibilidad de que hubiera autoexigencia y auto
cuestionamiento, incluso en un cuentista conocedor de literatura contemporánea pero resuelto a no
responder los retos de ésta.
Jacques Gilard 51

si se recuerda “Hay que buscar a Regina”, ante lo anecdótico convencional, lo que


entonces pasaba por ser “natural” y “evidente”, rezago del XIX elevado a categoría de
dogma. Contra la narración omnisciente, donde todo era impuesto desde la historia
hasta los seres que la vivían, era contra lo que había que luchar primordial-mente. La
cuestión del punto de vista fue el eje del trabajo de Cepeda.
Bien podía haber, previamente, consideraciones de tipo filosófico que también
debían llevar a cuestionar la narrativa colombiana del momento y sus formas. Era en
particular el caso del elemento que se acaba de rozar: el aspecto humano, es decir el
personaje literario. Los conocimientos nuevos acumulados desde finales del XIX
estaban al alcance de Cepeda y le demostraban que la narrativa de López Gómez o
Cardona Jaramillo se fundaba en una idea anticuada del hombre. Por ahí también
podía llegarse a cuestionar esa literatura, y es posible que ciertas reflexiones de
Cepeda sobre este punto influyeran en su proceso. Sin embargo, la cuestión de las
formas privaba en su preocupación, y fue decisiva en el aspecto formal la cuestión del
punto de vista –del que, en la labor del escritor dependían los demás aspectos del
texto–. Lo cual no impide que la cuestión del personaje literario, el cómo elaborarlo,
interesó profundamente a Cepeda.
Si a éste le parecía inaceptable la anécdota impuesta (él la hacía surgir del texto en
vez de someterle a ella el texto), también le parecía inaceptable el perso-naje
impuesto. Y se dedicó a subvertir el estatuto del personaje literario. Lo hizo mucho
más que los jóvenes escritores de su generación, más que Wills Ricaurte, por ejemplo.
Bastante más que el pionero que había sido Téllez. No menos que José Félix
Fuenmayor o García Márquez, pero fue de la sistemática manera que lo caracteriza y
siempre lo pone aparte. En los preceptos de la narrativa que en-tonces predominaba en
Colombia, el personaje debía constituirse previamente a la anécdota, con nombre,
psicología, profesión, relaciones sociales, biografía; sólo después de establecido este
documento de identidad (insuficiente para dotar al personaje de un auténtico existir)
podía contarse la historia; era “grave error en un cuentista”, según Cardona Jaramillo,
el no atribuirle nombre al personaje de un cuento.31

La cuentística hispanoamericana ya tenía una insuperable demostración de la


nulidad de esos preceptos: la irónica inversión de esquemas perpetrada por Borges en
“La forma de la espada”. Cepeda se dedicó a variaciones sobre sus propios rechazos,
quizás lejos de Borges pero con una conciencia no menos agu-da del problema. En los
cuentos aparecidos a partir de 1949, sólo los personajes que contribuyen fugazmente a
que progrese la historia, pueden dar la impresión de remitir a la norma vieja del tipo:
el barrendero negro o el barman “griego” de “Todos estábamos a la espera”. Es
excepcional la forma como se introduce

31. Antonio Cardona Jaramillo, “Los cuentos de Dow”, El Tiempo, Bogotá, 2 de noviembre de 1948,
p. 5.
52 Textos antológicos

la figura de Johnny Saxon, en “Un cuento para Saroyan”: “Antes de llegar a la librería
tengo todavía que pasar a ver a Johnny Saxon que tiene un bar en la
148. Mr. Saxon es el mejor cocinero de arroz del mundo. Este es un dato muy
importante.”.32 Por una vez, única vez podría decirse, Cepeda da una definición del
personaje antes de que éste aparezca, aunque sea en una forma nada con-vencional,
por acudir el cuento al punto de vista de un estudiante bohemio. La norma a que se
ciñe Cepeda consiste en que el personaje, en vez de ser suminis-trado de entrada, vaya
surgiendo del texto por medio de sus manifestaciones su-cesivas: existencia, acciones,
palabras. Puede ser necesario llegar hasta la última línea para comprender qué estaba
pasando y dónde había un personaje viviendo algo, una aventura mínima que le
confiere una existencia: una vez terminada la lectura de “Tap-Room” es cuando se
sabe que había un hombre solitario que, en el ambiente ruidoso de un bar, bebía hasta
la inconciencia, probablemente para olvidar una decepción amorosa. El personaje
anónimo de “Vamos a matar los gaticos”, sobre el que siempre se podrá debatir si es
niño o niña, se dibuja a la vez imperfecta y suficientemente a partir de las palabras y
de los hechos que aquéllas infieren; no importa tanto saber su sexo o su nombre, ya
que cobra plena existencia en la densidad y la complejidad de sus miedos. Podría
conti-nuarse así a propósito de cada uno de los cuentos, ya que, en todos ellos, de las
palabras van surgiendo personajes, sin presentar todos los rasgos con que solían
constituirse convencionalmente los personajes literarios. Y esto último también puede
irse detallando, siempre de manera variable: en “Jumper Jigger”, de “el mexicano”,
sólo se sabe que vive atormentado por su vivencia del desembarco de 1944 en
Normandía; de la muchacha, se sabe su vestuario, un poco de su apariencia física y
algo de su biografía; de Joe, solamente su apariencia física y su actuar. 33 En “Todos
estábamos…”, del ex combatiente sólo se llega a saber que “tenía el pelo negro, una
pipa labrada y un saco grueso”, y se oye lo que cuenta de los crímenes que tuvo que
cometer en la guerra. En “Hay que buscar a Regi-na”, que es el cuento del mundo
rural y por tanto el que más podía acercarse a lo convencional y presentaba más
riesgos, tampoco cede Cepeda a los facilismos que bien conocía: de los personajes se
sabe bastante al finalizar el cuento, pero tampoco se sabe todo –lo que podía
considerarse como “todo” en la narrativa terrígena–. Juan García tiene un
comportamiento y una historia, pero faltan mu-chos elementos; y faltan más aún en el
caso de los viejos Hernández. Como los

32. Ver ed. crítica, p. 92. El apellido dice un nec plus ultra de hombre nórdico; es obvio el desajuste
con relación al talento para cocinar arroz, cuestión importante para un latinoamericano como es el
estudiante Al. La particularidad del procedimiento con respecto a la norma seguida por Cepeda no resulta
de un descuido ni de una arbitrariedad.
33. Este personaje da lugar a un extraño y magistral juego, inspirado tal vez en procedimientos del
cartoon. Joe cobra realidad, física y concretamente, por medio del alcohol, “naciendo (el cuerpo) a medida
que el líquido llenaba los vacíos” (ed. crítica, p. 106).
Jacques Gilard 53

destinatarios del relato también conocen a los protagonistas, el narrador sólo subraya
los elementos que le resultan útiles en lo que tiene que relatar. El colmo podría ser el
protagonista de “Hoy decidí…”, pero tampoco se puede olvidar que el narrador de
“Hay que buscar a Regina” no tiene nombre, ni edad, ni ocupa-ción conocida –algo
que tal vez remita al personaje del “vivo” en la película de Cepeda, La langosta azul
(1954-1955)–.
Los personajes de estos cuentos existen, sin características superfluas. Cepeda había
hecho trizas el catálogo de rasgos que usaba la narrativa colombiana de su tiempo. Es
precisamente el existir lo que más llama la atención, y evidente-mente se tiende a
establecer el vínculo con el pensamiento filosófico de mayor actualidad en los años
40. No hay duda de que, más allá o por encima de los conocimientos freudianos que
también tuvo Cepeda tempranamente, el existen-cialismo influyó en él. En forma
inmediata, pero también en forma mediata, aun-que fuera por el hecho de que los
cuentos de Sartre presentaban unos rasgos que Cepeda también conocía en su
verdadera fuente: Faulkner principalmente, y otros norteamericanos (era lo que, con
palabras no muy diferentes, había observado Vinyes en 1939). En la novela y el
cuento estadounidenses ya había encontrado Cepeda un existencialismo espontáneo,
sin preocupación filosófica o ética, pero la lectura de Sartre (¿y luego de Camus?) le
permitió decantar observaciones ya hechas en anteriores lecturas. Bajo este ángulo
también es de pensar que lo primero fue la preocupación por la forma, teniendo las
nociones del existencialismo un papel concurrente. Es notable, por ejemplo, que se
ad-viertan en “Proyecto para la biografía…”, texto publicado en marzo de 1948,
rasgos que hablan de una forma de “náusea”, más allá de las circunstancias de la
historia. Para entonces, como sus amigos del grupo, conocía Cepeda La náusea y El
muro. Pero también jugaban rudimentarias –rudimentarias pero decisivas en Cepeda –
nociones de física nuclear, traducidas en el relato por una atención hacia lo diminuto.
En un proceso muy característico de su afán de perfeccio-narlo todo, fue más lejos
Cepeda al escribir “Intimismo”. En “Intimismo”, con el relato de como se expande la
chispa a través de la cabeza de un fósforo, se entreteje el de como va un hombre
tomando conciencia de la realidad de su propio cuerpo: es el fundamento de un existir,
el cual se va imponiendo poco a poco por medio de sensaciones primarias que se
ensanchan y organizan. Es lo existencial en sus raíces, desembarazado de todo lastre
anecdótico como de toda referencia libresca. Algo de ello volvería a figurar en
“Nuevo intimismo” (el sudor), pero con otros rasgos. Cepeda empezaba así con una
especie de tabula rasa, partiendo desde la nada. 34 En adelante, podía ir
reconstruyendo, hasta desembocar en la cuasi banalidad de “Hay que buscar a
Regina”. Pero llegado

34. Es significativo el final del primer párrafo de “Intimismo”: “Fue apenas el comienzo. De lo que no
se puede decir nada, porque no hay nada anterior”. Ver ed. crítica, p. 145.
54 Textos antológicos

allí, disponía de toda una panoplia de recursos por él redescubiertos y restitui-dos a


una especie de pureza primigenia. Con ello se concretaba lo que fue en amplia escala
el trabajo del grupo (y más allá del grupo, de todo el boom): era posible volver a
realidades de todos conocidas, pero tenía que ser con base en una lucidez nueva,
recién conquistada, y en una conciencia contemporánea para que hubiera dignidad
estética y humana.
En materia de organización temporal de sus relatos, Cepeda parece haber evi-tado
experimentaciones muy complejas, por ser el manejo del tiempo un canal por donde
se manifiesta la instancia narradora; 35 así también se huía del autoritarismo que solían
usar los cuentistas colombianos y del fácil predominio de lo anecdó-tico. Era sin
embargo el tiempo un elemento importante en las interrogantes de Cepeda. No a la
manera de García Márquez exactamente, pero había puntos de contacto entre ambos.
Es llamativo, por ejemplo, el reloj roto de “Jumper Jigger” con el que parece haberse
detenido el tiempo en el bar de Harry. La circularidad es una preocupación que se
manifiesta bajo múltiples imágenes en algunos de sus cuentos, por ejemplo el mismo
“Jumper Jigger” y, particularmente, “Todos está-bamos…”. En el ya citado texto
periodístico sobre Ciénaga de finales de 1953, se refiere Cepeda a un especial
discurrir del tiempo:
Siempre que voy a Ciénaga tengo la sensación de que alguien se ha metido a jugar
con los relojes y ha detenido el tiempo en algún momento del mediodía. Pero tal vez
es el único sitio que conozco donde el tiempo, obedeciendo a los relojes, se mueve en
círculos y no hacia adelante como en todas partes… Y este mismo desprecio por el
tiempo que se mueve en línea recta le da a Ciénaga su personalidad de pueblo
36
introvertido.
Esas impresiones, que tenían que ver con un mundo íntimo, estaban reñidas con la
general actitud de Cepeda, hombre de su tiempo, angustiado por la historia
contemporánea, convencido de la necesidad de creer en el progreso. La casa gran-de
iba a ser la comprobación de la derrota final de una clase prepotente, fundada en
valores desgastados. Pero el escritor tampoco quería ser el vocero de una de-
terminada posición ideológica y le importaba en primer lugar escribir bien, condi-ción
indispensable ahí donde se trataba de expresar la verdad del ser –un deber del que
todos los miembros del grupo tenían una conciencia rigurosa, como la tenían entonces
Jorge Zalamea y Álvaro Mutis–. Uno de los factores de tensión y de calidad estética
en los escritos de Cepedaiba a ser el conflicto entre nostalgia y progresismo, sin
solución lógica y sólo con salidas poéticas. La forma iba a ser lo esencial, por encima
de las ideas, y la exigencia formal impondría eludir todo alarde en el manejo del
aspecto temporal.

35. Así se observaba, páginas arriba, a propósito de una fugaz y hábil, pero no por ello menos real,
prolepsis en “Intimismo”.
36. Cf. Álvaro Cepeda Samudio, En el margen de la ruta, op. cit., p. 486.
Jacques Gilard 55

Romper con la omnipotencia de la instancia narradora implicaba, en efecto,


renunciar en lo posible al juego de los saltos temporales para adelante o para atrás.
Como son reveladores estos cambios en la orientación del relato, Cepeda, tendien-do
hacia un grado cero de la función narradora, se esforzó por ceñirse a una crono-logía
que fuera lo más rigurosa y anodina posible, como transparente, al menos en cierto
número de cuentos. Debía de ser una tendencia en él bastante espontánea, como señal
de tempranas elecciones estéticas, al menos si se presta atención al ya citado texto
juvenil de “Alucinaciones”. Y se ve que, posteriormente, en el umbral de la verdadera
etapa creativa, “Proyecto para la biografía…” debió dar lugar a una fecunda
autocrítica. El vector del relato era la conciencia del personaje femenino, pero Cepeda
encontraría en las retrospecciones, algo masivas y largas, 37 de ese relato un defecto
que quiso superar: esa reconstitución del pasado, evocación de los orígenes de un
adulterio, debió parecerle a posteriori simplista. Es en todo caso llamativo que los
relatos siguientes, y entonces verdaderos cuentos, rompieran con esta forma de
representar el pasado, prescindiendo del facilismo de la retrospec-ción. En “Tap-
Room”, hay una situación (gente en un bar) y un hecho (un hombre embriagándose)
cuyos antecedentes deben extraerse de la lectura, pues no son suministrados como un
encadenamiento, causal o cronológico. Incluso el proceso de la creciente embriaguez
se restituye en un forma enigmática que sólo al final se aclara. La fragmentación había
sido, en “Tap-Room”, un procedimiento básico en la tentativa por velar el elemento
temporal. Bajo formas distintas, “Intimismo” y “Vamos a matar los gaticos” también
rompieron con las convenciones en materia de elementos temporales. La historia de
los dos amantes de “Intimismo” solamente se deduce del hecho de estar reunidos los
dos en una misma cama: apenas si se puede concluir que cada uno había tenido su
vida, que se conocieron y se hicieron amantes. Mientras tanto, discurre el relato sobre
el proceso del fósforo prendién-dose y sobre la toma de conciencia de un existir
corporal, y trata de ceñirse escue-tamente a la cronología (la forma como no lo logra
del todo se rozó líneas arriba y se tratará más adelante). En “Vamos a matar los
gaticos”, sólo mediante el diálogo se sabe algo de la vida de los protagonistas; y
precisamente por tratarse de un diá-logo, la cronología de los hechos del momento
queda inscrita rigurosamente, sin posible desvío, en las mismas réplicas transcritas,
limitándose el narrador a decir quién habla en dos casos sobre tres. El esfuerzo de
ruptura resulta particularmente nítido y hasta espectacular en estos tres cuentos
iniciales –y más aún si se establece el contraste con “Proyecto para la biografía…”–.

37. El mismo juicio, sobre retrospecciones demasiado largas, podía formularse respecto a algunos
cuentos que fueron importantes en el panorama de Cepeda. Hay que pensar en “La grieta”, de Jorge
Zalamea, punto de partida de la polémica del nacionalismo literario, en 1941; y en gran parte de los textos
de A la boca dels núvols, de Ramon Vinyes –que el joven Cepeda forzosamente leyó a finales del 47 o en el
transcurso del 48.
56 Textos antológicos

No menos llamativa es la frecuencia con que Cepeda acude al presente, abo-liendo


la distancia entre los hechos y su restitución por la palabra, yendo ésta a la par de
aquéllos. Caso perfecto es “Un cuento para Saroyan”, regido por la inme-diatez: el
estudiante da el reportaje de lo que hace mientras lo hace. Así, son los hechos y no el
narrador los que mandan en una cadena sin mezclas, quedando la función narradora
anulada en una prerrogativa que molestaba a Cepeda. Pero “Un cuento para Saroyan”
es un caso extremo por lo sistemático. En otros, el presente es sólo el punto de
llegada, concluyendo la historia en el mismo instante en que es narrada. Así pasa en
“Hoy decidí…” y “El piano blanco”. Es notable el caso de “Hoy decidí…” porque la
mayor parte del relato se hace en presente. Sólo el primer tercio del texto acude de vez
en cuando a tiempos verbales del pasado, lo cual implica algunos saltos cronológicos,
para atrás, destinados a recuperar un hecho que, por ser simultáneo con otros, no
podía ser referido en el momento de ocurrir:

Todos están serios pero a medida que se van acercando a las primeras silletas las
sonrisas comienzan a aparecer hasta que están completas en los rostros, como si
fueran un trozo más de pintura blanca y roja. Desde que sonaron los primeros cascos
sobre la pista, la muchacha ha comenzado a sonreír, mientras salta de un caballo a
otro. Los payasos se han metido entre los caballos y saltan imitándola con ademanes
38
grotescos.
En cambio, “El piano blanco” acude a una solución más clásica: la del círculo.
Presenta la particularidad de que un personaje relata su propia vida: el narra-dor no
dice que acaba de comprobar la desaparición del piano sino al final del soliloquio.
Empieza con el pasado, uno bastante cercano porque se refiere a sus relaciones con el
piano y la dueña de éste, para volver hacia atrás en el tiempo, hasta su propia niñez.
Luego el relato se aproxima paulatinamente y en forma cronológica al presente de la
narración. Es decir que, en buen número de casos, la lucha de Cepeda contra los
clichés de la cuentística de su tiempo lo lleva a tratar el tiempo en la forma más
discreta posible, haciendo que el pasado sólo se deduzca del texto, o que la instancia
narradora quede sometida a la cronología de los hechos, sea con el presente y la
simultaneidad de hechos y relato, sea con un relato sucesivo de hechos pasados que
desembocan en el presente del acto de narrar.

Tal era, al menos, la intención de Cepeda, pues no siempre logró del todo que el
tiempo fluyera en forma “neutral”. En general, por medio de los diálogos es como se
conocen hechos anteriores, corriendo así la implícita retrospección a cargo de los
personajes y no del narrador: así pasa en “Vamos a matar los gaticos” y más adelante
en “Nuevo intimismo”. En otros casos, es un artificio de escritura

38. Ver ed. crítica, pp. 65-66.


Jacques Gilard 57

lo que permite diluir la presencia del narrador en la expresión del tiempo: la frag-
mentación en “Tap-Room”, concurrente con los diálogos. O el juego de los parén-tesis
en “Intimismo”, merced al cual se logra hacer perder de vista el que, de todas formas,
una conciencia organiza lo que era tradicionalmente una intervención de la instancia
narradora: hay simultaneidad de dos series de hechos (el fósforo se prende, el hombre
siente), que la escritura sólo puede restituir en forma sucesiva (pero es cierto que hay
organización y no sólo narración).
Sin embargo, no se podía romper del todo con esquemas inherentes al len-guaje
mismo. Ni “Intimismo” ni “El piano blanco” se escapan de algunos de esos artificios
que Cepeda intentaba superar y anular. El narrador de “El piano blanco”, pese a seguir
la cadena de los hechos, tiene que iniciar la retrospección que lo lleva a su punto de
partida. Es casi al empezar el cuento, tras muy pocas líneas. Evoca primero la parte
mediana de su itinerario, la conflictiva relación con la mujer (“Yo estaba enamorado
del piano blanco”),39 y luego tiene que volver a la infancia, operando una ruptura,
inevitable, que no se enmascara del todo con el empleo de un adverbio de hipótesis:
Tal vez porque de niño me faltó todo, y en la casa de vecindad donde viví no había
siquiera un trozo de madera con que fabricar un juguete, fue por lo que ad-quirí la
costumbre de aferrarme a los pocos objetos que durante esos años caían por
40
casualidad en mis manos.
Más notable aún, por tratarse de un cuento en el que cultivó Cepeda al máxi-mo la
“objetividad” en la narración, es el caso de “Intimismo”. Ya se ha menciona-do ese
momento (“No pensó, esto comenzó mucho después, sintió, sólo sintió”) que delata al
narrador, precisamente en esta alusión al tiempo: el anticipo pone de manifiesto a una
conciencia que sabe cosas más allá de lo inmediato y puede predecir un hecho por
venir. La dificultad era ineludible. El hecho no era tan llamativo en “El piano banco”,
donde el narrador es también personaje. Lo es más en “Intimismo”. Pero era un
problema del que Cepeda se sirvió con habili-dad cada vez que fue necesario. Era en
cuentos como “Jumper Jigger”, “Todos estábamos…”, “Hay que buscar a Regina”, en
los que podía usar lo ya aprendido en sus experimentos y volver, si hacía falta, a los
esquemas de “Proyecto para la biografía…”. Pero en todos los casos, se advierte una
estrecha relación con el tipo de instancia narradora adoptado, relación que Cepeda
manejó con lucidez.
“Jumper Jigger” y “Todos estábamos…” tienen mucho de alucinación, con ras-gos
vinculados a una sociedad hiper-urbanizada y estigmas de la guerra mundial. En
“Jumper Jigger”, la cronología resulta tan insegura como el punto de vista. Así como
se ignora quiénes y cuántos configuran el “nosotros” que narra, el tiempo no se puede
medir (la presencia del reloj roto, con las agujas detenidas en la dos

39. Ver ed. crítica, p. 109.


40. Ibid.
58 Textos antológicos

y diecisiete de no se sabe qué madrugada o tarde) 41 y los sucesivos momentos del


texto parecen ser imágenes mentales,42 o cuando menos hechos deformados y aislados,
segmentos de tiempo separados y arbitrariamente vueltos a reunir en el calidoscopio
de un discurso errático, más que la relación de una historia. El mismo correr del
tiempo, del pleno invierno al pleno verano en una sola escena, también se sale de las
normas convencionales. El tiempo estancado en el recinto del bar de Harry recibe sólo
dos aportes relacionados con otros tiempos: el his-tórico, con el trauma que la guerra
le ha dejado a “el mexicano”, y el tiempo vital de la adolescente que le cuenta algo de
su vida al enigmático Skip. En “Jumper Jigger”, el elemento temporal adquiere una
complejidad peculiar y se convierte – como pasa en la narrativa moderna del siglo
XX– en una suerte de personaje, pero es que ello depende de la modalidad escogida
para la función narradora. Si bien se hace evidente la pericia de Cepeda, no se puede
decir que el tiempo sea aquí más “importante” que en “Vamos a matar los gaticos” o
“Un cuento para Saroyan”. Es una misma conciencia de artista moderno la que rige a
la materia.
El proceso resulta menos inasible en “Todos estábamos…”, como que el narra-dor
–pese a ser tan anónimo y pertenecer a un grupo borroso, perdido a su vez en la
multitud– llega a singularizarse y tener un asomo de historia. Y en ésta se diseña un
pasado, materializado en una retrospección. Es en ésta donde el “yo” emerge del
“nosotros”, apareciendo el narrador en la ruptura temporal:
Era que habíamos comenzado a recordar. Y nos fuimos apartando poco a poco a
medida que los recuerdos se alejaban. Llegamos a una estación. Había buses plateados
y ventanillas numeradas en negro en el fondo del gran corredor. Allí habíamos
comenzado, sentados en unas butacas tibias por el calor de los cuerpos que llenaban la
estación, con las revistas y los periódicos desordenados a nuestro lado. No sabíamos
si esperábamos o si nos esperaban. Allí habíamos comenzado. Pero antes era yo. Yo
43
solo viajando sobre las carreteras de ladrillos rojos.
Con un trasfondo distinto, la seguridad del hombre-relato en el marco de la cultura
oral, se vuelve a encontrar esa correlación de voz narradora con grieta temporal en
“Hay que buscar a Regina”. Los anticipos y las retrospecciones se dan cuando el
narrador pasa a referirse a un informante distinto, y casi siempre cuando nuevamente
retoma la declaración de Juan García ante el policía. En los

41. Tanto en “Jumper Jigger” como en “Nuevo intimismo” figura la afirmación de que “el tiempo
había dejado de ser medido”” Ver ed. crítica, respectivamente p. 102 y p. 118.
42. Si la proyección temporal compleja de “Hay que buscar a Regina” se funda en tres menciones de
un mismo momento (Venancio insultando al viejo Hernández), en “Jumper Jigger” se menciona cinco veces
el momento en que Skip pone al muñeco a bailar.
43. Ver ed. crítica, pp. 76-77. La construcción del tiempo da lugar, en “Todos estábamos…”, a un
trabajo muy sutil, casi imperceptible: primero se habla de “una estación” (p. 76), luego de “esa esta-ción”
(p. 77) y más adelante de “esta estación” (p. 78), con lo que toma forma una cronología que sin embargo
nunca se estipula como tal.
Jacques Gilard 59

meandros de “Hay que buscar a Regina” es donde mejor se ve que Cepeda había
reflexionado en el problema del tiempo en la narrativa: el caprichoso manejo de la
cronología por el locutor es todo un logro, precisamente porque había querido Cepeda
poner el énfasis en la función narradora. En vez de desempeñar un papel dominante,
el imprescindible pasado de toda situación o de todo hecho abarcable por un relato
quedaba sometido a otras exigencias que no fueran las arbitrarias conveniencias de
una anécdota todopoderosa. Tenía que imperar el punto de vista. La cuestión no era
solamente trasmitir unos antecedentes y un hecho, sino el cómo trasmitirlos. Pese a la
modernidad de algunos aspectos, “Proyecto para la biografía…” tenía otros que
remitían a una narrativa convencional. Hasta donde se puede juzgar, tratándose de un
texto trunco, aún era el relato de una aventu-ra. Al final del trayecto, “Hay que buscar
a Regina” era la aventura de un relato. Tiempo de la narrativa, conocido a fondo y
subvertido, sometido en vez de tirá-nico.

Mucho menos es lo que se puede decir sobre cómo trabajó Cepeda el elemen-to
espacial. El motivo es evidente: quería acabar con la línea literaria hispano-americana
que se nutría en lo geográfico, por lo que trató el espacio de la manera más fría
posible, tendiendo hacia una anulación del elemento ambiental. Eligió soluciones que
le permitían eludir las trampas de la descripción y los riesgos del pintoresquismo. Por
ejemplo, situar la acción en recintos cerrados como el bar o la alcoba, que tenían
además la ventaja de poder ser marcos universales. Las des-cripciones que a veces
intervienen, como en “Proyecto para la biografía…” o en “Nuevo intimismo”, se fijan
más en fenómenos físicos (imaginarios, además) que en los objetos, según una
modernidad que rompe con modelos heredados. Cuan-do hay movimientos, el texto
puede eludirlos al máximo, dando a suponer los cambios de espacio sin mostrarlos
realmente. Este es el caso en “Vamos a matar los gaticos”: en lo que dicen las voces
infantiles, se sabe que los niños están ante la puerta, que la abren, que entran y
cierran, que están en la pieza de los gatos; que nuevamente abren la puerta, que salen
y vuelven a cerrar. En el texto que más riesgos presentaba, “Hay que buscar a
Regina”, figuran muy pocos espacios (el salón de billar, la calle, la inspección de
policía) y sin la menor descripción. Así lo permitía la modalidad escogida para la
narración: tanto el narrador como sus oyentes conocen los lugares aludidos, poco
marcados además, y por ello no hace falta acudir a ningún elemento descriptivo. La
misma forma en que el hombre de la Costa ve su entorno diario, universaliza lo
costeño al no registrar más que los elementos imprescindibles para el relato. 44

44. El dibujo con que Cecilia Porras ilustró “Hay que buscar a Regina”, representa una casita típica del
trópico americano, con su ventana cerrada por la tradicional claraboya de madera. La claraboya existe
necesariamente en la historia: de no haberla, por la ventana se habría fugado la muchacha cual-quier noche
de hace tiempo, y sería otra historia, o no habría historia. El relato no necesita mencionar
60 Textos antológicos

Esta desconfianza de Cepeda hacia los elementos espaciales, originada en, y


nutrida por, los excesos del telurismo y del terrigenismo, desconfianza de raíz
ideológica, no se deja olvidar fácilmente. Fue una especie de limitación, tal vez, pero
dio lugar a magníficas páginas descriptivas, sólo que sui generis. Algunas, como en
ciertos textos iniciales, de periodismo o de ficción, dieron lugar a una manera nueva
de ver las cosas, escogiendo el nivel de lo ínfimo. Otras, sobre todo en La casa
grande, permitieron abordar las realidades geo-gráficas de la Costa Atlántica con la
fría eficacia de una cámara –y fue un redescubrimiento del trópico, que también se da
en bastantes planos de La langosta azul–.

Pero ello no quita que Cepeda debió dejar perder así, por ese recelo a lo es-pacial,
oportunidades propias para escribir otras páginas de gran nivel –dada la penetración
de su mirada porque era alguien que sabía ver–. En “Un cuento para Saroyan”, las
idas y venidas de Al por las calles de Nueva York –sin descripciones, pues se va de un
ser humano a otro ser humano –eran una manera de abordar el hecho urbano, que
merecía desarrollarse en otros textos posteriores. De esa manera daba, por cierto,
“Hoy decidí…” una versión más onírica que también hubiera valido la pena
profundizar en otras condiciones. Y está, siempre con una tonalidad de feería, el
extraño episodio de “Todos estábamos…” en que el espacio sufre un inesperado
trastorno. Se piensa en un aprovechamiento de los trucos del cartón animado (que
tanto interesó a Cepeda en su juventud), y más aún en los repentinos cambios de
decorado que suelen intervenir en las películas musicales norteamericanas. El efecto
es cuanto mayor que los lugares por donde pasa el protagonista del cuento son de lo
más común: bares y estaciones de autobuses. Pero el trastorno emocional del primer
encuentro con la enigmática muchacha que parece ser luego objeto de la espera se
proyecta en el marco espacial con extraordinarios efectos:

Y de pronto me quedo solo con la muchacha y las paredes se van alejando en


cuatro direcciones y estamos allí solos, la muchacha y yo, y el negro, con los botones
dorados de su chaqueta y su brillante escoba, se aleja empujado por la huida de las
paredes mientras la muchacha de las revistas desaparece detrás de las carátulas
45
multicolores que le hacen muecas.
Pero aunque pueda lamentarse que Cepeda no continuara en la vía de igua-les
virtuosismos, tampoco se puede olvidar que la forma escueta en que trató
habitualmente el elemento espacial era una conquista que llevaba a cabo para la
literatura colombiana, y él mismo le sacó admirables frutos en su novela. Salta a la
vista el voluntarismo del trámite general así como de los procedimientos emplea-

la claraboya. La cosa escrita prescinde de ese rasgo de materialidad y pintoresquismo inherente a la


evocación gráfica de la historia.
45. Ver ed. crítica, p. 77.
Jacques Gilard 61

dos: había que romper con la norma de lo geográfico y Cepeda optó por negar el
espacio (sin suprimirlo: “Intimismo” tiene dos ámbitos, el fósforo y el cuerpo del
hombre), por escoger recintos cerrados, o por acudir al espacio de Norteamérica,
espacio urbanizado por excelencia, pero así también era como podía volverse al
espacio geográfico propio, limpio ya de impurezas, o simplemente como po-día
rescatarse el espacio para la narrativa. Se convertía nuevamente en sí mismo,
elemento constitutivo del relato, dejando de ser vector y coartada de una falsa
autenticidad cultural.

¿Temas sacrificados?

La cuentística del joven Cepeda da, en total, la impresión de un proyecto diseña-do de


una vez por todas, refrendado por las autocríticas que suscitó en 1948 la revisión de
“Proyecto para la biografía…”. El planteamiento inicial fue claro y su aplicación
rigurosa, aunque las vivencias norteamericanas suministraran nuevas situaciones o
anécdotas y contribuyeran a una profundización de los temas. Es excepcional, no
solamente en el contexto colombiano, un esfuerzo parecido: ir re-solviendo problemas
formales planteados anticipadamente, irlos resolviendo por encima de vivencias y
demoras, aclarar leyes de la narrativa hasta quedarse con unas cuantas certidumbres
que se usarían luego, también por encima de vivencias y demoras, en la redacción de
una novela.
Para la lectura de muchos contemporáneos, los cuentos de Cepeda tenían que
aparecer como demasiado experimentales, incomprensibles. Su concepto de la anéc-
dota y del ser humano estaban reñidos con el esquema entonces acatado. El que los
personajes llevaran a veces nombres anglosajones (o no tuvieran nombre) o el mar-co
de esas historias se situara en la ciudad o en el extranjero tenía que pasar por una
traición. La fragmentación, o la aparente teatralidad de los diálogos, o la incertidum-
bre del punto de vista convertían esos cuentos en rompecabezas. En total, para la
mayoría de quienes los leían, o lo intentaban, debía ser Cepeda autor de adivinanzas o
cultor de lo deforme –para recordar la hostilidad, que privaba en el suplemento de El
Tiempo, hacia toda renovación–. Al hacer un cotejo con la producción de López
Gómez o Cardona Jaramillo, debía sobresalir una especie de objetividad sin alma que
se quedaba en la superficie de las cosas (sería lícito reconocer en Cepeda una
intuición del objetualismo del nouveau roman), o sólo un behaviorismo helado, o un
existencialismo primario siempre desprovisto de calor y profundidad. Frente a la
narrativa contemporánea de su país, Cepeda carecía de “humanidad”.
Es cierto que ante la estructura variable pero siempre muy aparente de sus cuentos
surgen términos que remiten a las vanguardias de la modernidad del siglo XX y a la
desazón que suscitaron. Se piensa en un constructivismo tendiente a la abstracción o
en una arquitectura funcionalista que deja ver cómo se organiza
62 Textos antológicos

y desconoce el adorno de la fachada. En fin, términos que podrían ser sinónimos de


frialdad. Pero ello es en el presupuesto de que el trabajo de las formas es un trabajo
sobre el vacío –idea que reunía en Colombia a todos los que se contenta-ban con
repetir fórmulas agotadas, negándose a pensar que pudiera haber otras. Cepeda era un
creador de formas desde cuando se diera cuenta de que venía después de Joyce 46 y de
que, siendo uno de los sucesores, era también un conti-nuador. Conciencia equivalía a
obligación. Las formas que creó fueron sistemas cerrados sobre sí mismos, regidos
por una búsqueda de pureza. Sus cuentos, hay que repetirlo, son verdaderos teoremas
del arte de narrar. Independientemente de la carga emocional que se reconoce en todos
ellos, la frialdad de los cuentos de Cepeda es la luminosa perfección de los teoremas.
Para quien tenía otro concepto del cuento, era imposible llegar bastante lejos en la
lectura y el análisis, y se perdía lo que, para el lector de hoy, es la evidencia de hasta
qué punto trabajó Cepeda cada cuento como un sistema único y un modelo definitivo.
Fue tal su cuidado que se podría decir que los cinceló, si este verbo no remitiera a una
artesanía del adorno que era todo lo contrario del arte de Cepeda.

La vibración del contenido humano era otra cosa, y había que poder llegar hasta
allí. Fueron pocos los que en su tiempo lo hicieron, fuera de los amigos de Cepeda,
con Germán Vargas a la cabeza: en su presentación de los cuentos, tras aludir a los
que “podrían clasificarse como simples alardes de técnica”, hablaba Germán Vargas
del “suave tono lírico, el aún esperanzado clima de soledad”. 47 Fue el caso de
Hernando Téllez,48 entre quienes no conocían a Cepeda antes de la salida de su libro.
Y casi no hubo más. Sin embargo, las líneas preliminares con que Cepeda había
abierto la colección se referían a la soledad y exaltaban a los personajes de los cuentos
al decir modestamente que “las palabras son inferiores a ellos”. 49 También podrían
haberlo tenido en cuenta los lectores de la primera edición del libro: el mismo autor,
como indiferente a su propia labor, señalaba la dimensión humana del libro.

Antes de abordar este aspecto, conviene prestar alguna atención a la producción


periodística del joven Cepeda. Al releer muchas entregas de “En el margen de la ruta”,
se observa que estaban repletas de un sentimentalismo exacerbado. Y se recuerda que
Cepeda tuvo por un tiempo como modelos al norteamericano Ernie Pyle en el
periodismo, a Azorín y a Saroyan en literatura: autores que se

46. Pese a ser tardía, resulta significativa la mención que de Joyce hace Cepeda en la entrega de su
columna “Brújula de la cultura” del 21 de septiembre de 1951 (en El Heraldo de Barranquilla, p. 3). Cf.
Álvaro Cepeda Samudio, En el margen de la ruta, op. cit., p. 397.
47.Ver ed. crítica, p. 168.
48. Hernando Téllez, “Los cuentos de Álvaro Cepeda”, El Tiempo, Bogotá, 19 de septiembre de 1954,
2da Sección, p. 1.
49. Ver ed. crítica, p. 62.
Jacques Gilard 63

distinguían por la atención que prestaban al hombre común y corriente, con una
benevolencia que a veces lindaba con lo cursi. Lo mismo puede decirse del pe-
riodismo de Cepeda, y sería larga la serie de citas que podría hacerse (remitimos al
volumen En el margen de la ruta, pass.). Tal vez pueda destacarse la serie de crónicas
que le inspiró a Cepeda el viaje oficial que hizo a San Andrés y Providen-cia el
general Rojas Pinilla: pese a las trampas que guardaba el aspecto político, no vaciló en
mostrar las cosas bajo el amable ángulo de la gente de abajo, que vivía con humildad
una vida diaria no siempre fácil; y vio al recién estrenado presidente golpista como
una imagen del padre benévolo –extraña manifestación, luminosa, de uno de sus
temas profundos, y tenebrosos, de escritor–. Era la so-ledad del aislamiento y del
olvido, tratada con optimismo. Un mundo a lo Frank Capra, en cierto modo, aunque
trasladado al tiempo de la violencia colombiana y de la guerra fría.
Resultaría inexplicable la distancia que parece mediar entre el efusivo perio-dista
y el supuestamente frío cuentista. Es claro que Cepeda escritor no fue frío. Supo
sugerir, como poquísimos en Colombia, los sentimientos humanos. Y mejor que
muchos, precisamente merced a la perfección formal que a tantos lectores desalentó
antes de tiempo. Decimos simplemente en un primer tiempo que los sentimientos, sin
privilegiar lo trágico, porque no se pueden olvidar los cuentos de la alegría de vivir
que son “Hoy decidí…” y “Un cuento para Saroyan”. Y también hay que recordar que
“Vamos a matar los gaticos” no se contenta con mostrar la inocencia y la perversidad
infantiles; también habla de callados enfrentamientos por la conquista de un poder en
el seno del trío, el implacable poder de siempre: los chantajes de Doris, el miedo del
personaje anónimo, el horror del sacrificio de tres animalitos, muertos para que no se
regale el último de la camada… Es una anécdota llena de crueldad y ternura, con
profundas vibraciones afectivas, y nuevamente sale a flote la idea de compasión.

Es la compasión lo que vibra en bastantes cuentos, pero no se quiere dar de ver en


un tratamiento fácil de las anécdotas. Cepeda no olvida que la literatura es primero
que todo un andamiaje de palabras: si el periodista joven tuvo una ten-dencia al
sentimentalismo, éste quedó purgado en los cuentos y en La casa grande, que sólo
supieron de una secreta, pero no por ello menos intensa, presencia del sentimiento.
Por ello también es tan importante el trabajo sobre el punto de vista. El músico de “El
piano blanco” puede ser todo lo neurótico que se quiera, egoísta a veces y cínico otras
veces, pero es de todas formas un hombre que sufre –sólo que no lo dice así y nadie lo
dice en su lugar–. También sufren, cada uno a su manera, los personajes de “Jumper
Jigger”, como hombres corridos los adultos, como ser aún inseguro la muchacha. Es
profunda la soledad de la espera en “To-dos estábamos…”. Hay soledad también y un
terrible desaliento en el beodo de “Tap-Room” y en la mujer estéril de “Nuevo
intimismo”. Y tal vez sea el colmo la anécdota de “Hay que buscar a Regina”, donde
todo corre bajo la superficie de
64 Textos antológicos

una historia que sin embargo se prestaba para todos los lugares comunes de la
literatura de denuncia: un buen muchacho de pueblo acusándose de un crimen para
tratar de impedir que lo separen de su amor, un padre dispuesto a vender a su hija
como si fuera una res, una joven humillada. Con ello basta para ver, si aún hacía falta,
la fuerza emocional que puede incluir cada cuento de Cepeda. Y para confirmarlo tal
vez convenga recordar que el cuento menos anecdótico, “Intimis-mo”, involucra al
lector en la emoción máxima: la sensación de existir.
La confusa o nula percepción que de ello se tuvo por bastante tiempo entre los
críticos colombianos también se puede deber a que Cepeda nunca acudió a una forma
obvia de psicologismo; en sus relatos, la instancia narradora no suministra-ba la
menor explicación sobre lo que les pasaba a los personajes. Era un corolario de sus
planteamientos formales, pero era otro asidero que faltaba para el lector poco
acucioso, ya despistado por la más que visible geometría de la construcción. Fue una
línea constante de Cepeda, y la siguió aplicando en La casa grande. Bas-ta con fijarse
en elementos secundarios de la novela y también se advierte que tirita el desamparo
bajo un relato terso a primera vista, y bajo comportamientos sobrios. Tal vez no sea
una casualidad si los ejemplos que vienen a la mente son los de dos mujeres, ambos
sacados del capítulo “Jueves”: la prostituta y la mujer embarazada que decidió acudir
al aborto. En las dos es profunda la zozobra, y sin embargo nada de ello dice la
narración; a la lectura le incumbe desentrañar la sensación de soledad según el método
que, en este caso, Cepeda aprendió de Hemingway.50

Pasando de estas mujeres del segundo plano a la Regina que atiende de varias
maneras al amo feudal en el capítulo “El padre”, se ve que no solamente da Cepeda,
sin discursos superfluos, una imagen muy vívida de la mujer humillada, sino que
también penetra, con una escena tan escueta, hasta la médula de un sistema social
deforme y, ampliando, se llega a la evidencia –que no lo fue para muchos–de que la
novela también fue un libro de denuncia, sólo que sin la habitual verborrea de la
literatura de esa línea. Feudalismo, injusticia, alienación, imperialismo, son tér-minos
que acuden a la mente, pero sólo por medio de la lectura, pues el narrador
“extradiegético” de ciertos capítulos nunca explicita las claves en forma primaria.
Todo ello lo sintetizó García Márquez al definir La casa grande como “un ejemplo
magnífico de cómo un escritor puede sortear honradamente la inmensa cantidad de
basura retórica y demagógica que se interpone entre la indignación y la nostalgia”. 51
Con algunos cambios, según los casos específicos, podrían aplicarse estas con-
sideraciones a todos los cuentos juveniles de Cepeda Samudio, y no solamente a

50. El tema del aborto y la mención de Hemingway remiten a “Colinas como elefantes blancos”, otro
de los cuentos predilectos de Cepeda.
51. Presentación de La casa grande, por Gabriel García Márquez, en la contra carátula de la segun-da
edición (Buenos Aires, Ed. Jorge Álvarez, 1967).
Jacques Gilard 65

su novela. Fueron textos sin “basura”, porque nunca anduvieron por los caminos de la
facilidad ni toleraron la idea, la frase o la palabra de más –precisamente los asideros
que pedían los partidarios de una verosimilitud y una coherencia iluso-rias,
desorientados ante unos textos que eludían lo obvio y se ceñían a la emoción de lo
existencial.
Estas alusiones a La casa grande no sirven sólo para mostrar que el ensayar
formal de los cuentos desembocó en el riguroso armado de la novela. También
muestran que hay una continuidad de tipo temático –otro elemento algo difícil de
captar, dada precisamente la sobriedad del autor–. Al insistir en el tratamiento de los
personajes femeninos, tercia la recurrente figura de Regina, que también volverá a
figurar tardíamente en Los cuentos de Juana. En el personaje de la varia-ble y
constante Regina se encarna una preocupación por la condición femenina, que alcanza
la categoría de tema al vincularse con otros personajes femeninos y otras situaciones
dispersos en algunos cuentos de Todos estábamos a la espera, pero también en ciertos
textos periodísticos como “La muchacha de las postales”.52
Al contrario de las apariencias, Cepeda fue un escritor dotado de temas po-
derosos. El principal es seguramente el de la soledad, que puede haber quedado
opacado por la vecindad de Cien años de soledad, pero que sí corre en toda la obra y
que el propio Cepeda había identificado con nitidez en una fecha temprana. Así lo
demuestran las líneas introductorias de Todos estábamos a la espera, y es bueno
comprobar que el término de soledad se repetía insistentemente en el texto que Daniel
Samper encontró entre los papeles del escritor, que incluyó en su Antología de
Colcultura y que nos pareció conveniente hacer figurar en la primera reedi-ción de
Todos estábamos a la espera, manteniéndose luego en las siguientes: “En la 148 hay
un bar donde Sammy toca el contrabajo”,53 en que la soledad, de tanto ser mencionada
y reaparecer en el adjetivo “solo”, se convertía en protagonista principal del relato. No
podemos saber cuándo tomó Cepeda conciencia de lo que pesaba ese tema en sus
escritos; seguramente lo ayudaron las vivencias norte-americanas, y en particular la
estadía invernal en Nueva York “que es una ciudad sola”, como decía en el breve
proemio del libro de cuentos. 54 –Pero el tema estaba presente desde antes. Tal vez ya
en “Proyecto para la biografía…”, situado en el marco urbano por donde erraba el
personaje femenino enfrentado con la incom-prensión ajena –se ve con bastante
claridad, si bien el texto trunco no permite afirmar demasiado–. Donde ya no había
duda era en “Tap-Room”. “Intimismo” llegaba demasiado hasta las raíces mismas del
ser humano para dar señales del

52. “La muchacha de las postales”, El Nacional, Barranquilla, 18 de marzo de 1948. Cf. Álvaro
Cepeda Samudio, En el margen de la ruta, op. cit., pp. 231-232.
53. “En la 148 hay un bar donde Sammy toca el contrabajo”, en: Álvaro Cepeda Samudio (sel. y pról.
por Daniel Samper), Antología, Bogotá, Colcultura, pp. 168-171. Ver ed. crítica, pp. 149-151.
54. Ver ed. crítica, p. 62.
66 Textos antológicos

tema, o las daba todas, más allá de cualquier ilustración literaria anterior –incluso La
náusea –. “Vamos a matar los gaticos” y “El piano blanco” recalcaban la persis-tencia
del tema, al reunirse tras más de un año con “Tap-Room”, y la confirmaba
definitivamente “Jumper Jigger”. Era primero la soledad del hombre de la ciudad, y
“Hay que buscar a Regina” fue el ensanchamiento, probablemente tardío, del tema al
hombre del medio rural, con lo que ya podían surgir La casa grande y su imagen de
un orden social generador de soledad para el individuo y para la comunidad.

Como, en el recorrido por los cuentos de Todos estábamos a la espera, en busca de


manifestaciones del trabajo sobre la función narradora, se han rozado más de una vez
algunos de los temas que allí se esbozaban, no hará falta entrar dema-siado en detalles
aquí. Bastará con una enumeración escueta de esos temas que se reúnen a veces y
otras veces se individualizan, tocantes a todos los elementos estructurales del relato, y
todos ellos vinculados en forma más o menos obvia con el tema mayor de la soledad:
el artista enfrentado con su entorno, el universo in-fantil, la condición de la mujer, el
bar, la alcoba, el cuerpo, el tiempo estancado, la espera, la guerra… Enumeración más
bien superflua, que sólo sirve para recordar que Cepeda no fue un escritor encerrado
en personalísimos e incomprensibles juegos formales. Y que la impresión de arbitrario
mosaico que dan sus textos con relación unos a otros y también en la organización
interna de algunos de ellos, no impidió que desarrollara una obra verdadera, es decir
marcada por la continuidad de temas muy propios e imágenes no menos propias.
Pero es cierto que aún hoy, al cabo de varios decenios, persiste la imagen de un
Cepeda arduo, cultor de un virtuosismo frío y oscuro (cuando se le recuer-da, cosa no
tan segura en medio de una narrativa colombiana dominada por un afán de
tremendismo). No en cuanto al novelista, pero sí en cuanto al cuentista. En realidad, él
nunca sacrificó su temática, pero es como si lo hubiera hecho. La forma como puso a
la vista la fábrica de sus cuentos obstaculizó la percepción de esa poderosa temática.
En cierto modo, su afán de demostrar que era posible en Colombia acudir a normas
universales y a procedimientos contemporáneos para continuar con plena autonomía
la aventura del arte moderno, lo condenó a no ser reconocido en su tiempo como
cuentista colombiano y a quedar marginado de la historia de un género en la que, sin
embargo, le corresponde un puesto al lado de García Márquez. Sus temas quedaron
opacados, dentro de la perspectiva de la crítica nacionalista, precisamente a causa de
la emancipadora pedagogía que él quiso practicar: tal vez se tolere “Hay que buscar a
Regina”, aunque por motivos que dejan trunca la validez del cuento, pero no se
comprende “Tap-Room” ni el vínculo que une a ambos cuentos. Al experimentador le
resultó cara la audaz aventura formal. Lo cual no deja de resultar curioso porque no se
puede decir que La casa grande haya quedado en el limbo, sobre todo desde
mediados de los años 70: pese a la dificultad de la forma, sí se comprendió y se
comprende cada vez
Jacques Gilard 67

más (lo atestiguan doce ediciones distintas, desafortunadamente muy desaliñadas casi
todas ellas) que Cepeda había puesto su exigente y depurada escritura al servicio del
rescate de un trauma nacional. Así no ha pasado con los cuentos, que sin embargo no
merecen menor atención ni menor aprecio. Pese a todo lo que significan, no han
salido aún de la marginalidad en que los situara su publicación provinciana en la
Colombia del año 1954. Tratándose del cuentista, aún resulta contraproducente para
su justa valoración, provisionalmente pero quién sabe por cuánto tiempo, su labor de
creación de formas.

Universalismo de Cepeda Samudio

Con Cepeda Samudio pasa lo mismo que con García Márquez cuando se trata de
buscarle una ubicación dentro de la narrativa colombiana de los años 40 y 50. Su
radical rechazo a los cuentos terrígenas y al obsoleto concepto de lo humano que ni
siquiera lograba sustentarlos, lleva a situar a Cepeda dentro del universa-lismo –tal
como lo hacía Germán Vargas en 1954 al presentar los cuentos de Todos estábamos a
la espera–. Pero, viendo las cosas desde los albores del siglo XXI, es también una
ubicación cómoda que ya no quiere decir gran cosa pues Cepeda, de la misma manera
que García Márquez, tenía poco que ver con los cuentistas colombianos entonces
definidos o autodefinidos como universalistas. Sus propios méritos estéticos eran
infinitamente superiores y su originalidad lo colocaba en un terreno demasiado sui
generis. Ninguno o casi ninguno se le acercaba en cuan-to a maestría técnica y él
queda como incomparable creador de formas.
Como García Márquez en un primer tiempo, eligió Cepeda para sus cuentos
espacios neutrales y por tanto inmunes a toda contaminación localista: en su caso,
como se ha visto, la alcoba o el bar (más la calle en el inaugural “Proyecto para la
biografía…”). Al ser humano lo enfocaba también en rasgos tan elementales que
tampoco se salía de lo universal: era una voz, o un haz de sensaciones (y con la
desnudez en “Intimismo”), prescindiendo hasta donde era posible de los lastres de lo
biográfico. En “Tap-Room”, solamente sale a flote la circunstancia de la decepción
amorosa; en “Intimismo” la sensación física va constituyendo un cuerpo y una
conciencia. El mundo también es una suma de ínfimas realidades físicas que lo van
conformando en sucesivas percepciones, no un mundo dado o impuesto, con una
coherencia previa (no menos arbitraria que previa), sino algo que nace, y ello según
las leyes de una física que no es la conocida: una naturaleza (una physis) “otra” es una
constante en los cuentos de Cepeda. La luz y el ruido no se manifiestan de la manera
que todos conocemos y aceptamos. Algo de ello se anunciaba ya en un texto
periodístico de 1947, “Esbozo de un cuadro para
68 Textos antológicos

nuestro mercado”,55 en el que Cepeda relataba un día de actividades humanas, en


Barranquilla, a través de un combate mitológico entre el ruido y el silencio. En
“Proyecto para la biografía…”, residuos de luz y materia se escapan paulatinamen-te
de una alcoba en la que unos horas antes brillaba una lámpara. En “Tap-Room”, en
medio del bullicio del bar surge la canción de un disco que impone el silencio a los
presentes; al terminar la melodía y antes de que suene de nuevo el zumbido de las
conversaciones, estalla la cabeza de la muñeca (el protagonista sucumbe a la
embriaguez), como si los ruidos hubieran ejercido una presión sobre esa cabeza y
estallara ésta al anularse esa presión. En “Todos estábamos…” los que esperan a la
misteriosa Madeleine se hacen “tapones de música” para no oír al ex combatiente. En
“En la 148 hay un bar…”, Rita se queda con la melodía que canta Sammy y no deja a
los demás sino la letra del blues, pudiendo el muchacho (de nuevo un trasunto del
propio Cepeda) ver flotar las palabras en el aire en vez de oírlas. Cepeda muestra un
mundo en proceso de formación a veces, simplemente distinto al habitual nuestro
otras veces, limpio de todo prejuicio y de toda con-vención: una realidad virgen, por
descubrir, tal como lo imponía esa época en la que la física nuclear –entronizada por
el pavoroso invento de la bomba –subvertía todo lo que la humanidad había creído
saber de su entorno durante milenios. Estaba convencido Cepeda de que nada podía
ser como antes y de que la litera-tura tenía que asumir, con esa nueva conciencia, una
nueva manera de estar en el mundo. Era un regreso a los orígenes, a una ineludible
ingenuidad, condición sine qua non de honradez en el arte. De esta línea tampoco se
apartaría La casa grande.
Otra respuesta de Cepeda a su época, cuando se arriesgó en el terreno de lo
anecdótico, de que iba a necesitar algún día para escribir una novela y que al menos
tenía que rozar en el cuento, se encuentra en la elección resuelta de la temática de lo
urbano (“Tap-Room”, tan neoyorquino, se escribió antes de viajar Cepeda a Estados
Unidos). Es una cultura urbana la que subyace a “Vamos a ma-tar los gaticos”,
primera incursión verdadera a la anécdota, con los juegos de unos niños muy de su
tiempo que van descubriendo sus relaciones con un entorno que para ellos resulta
natural, pues así lo encontraron al llegar a la vida. La ciudad, y precisamente una
Barranquilla innominada, le sirve de marco a “Proyecto para la biografía…”. Es un
entorno urbano el que se presupone con la ínfima anécdota de “Tap-Room”; además,
con la elección de ciertos nombres para los empleados del bar (Bill, Joe, a los que se
añade la letra de la canción en inglés) salta a la vista el que Cepeda, en busca de
universalidad y contemporaneidad, opta de entrada por el colmo de la ciudad
moderna: la urbe norteamericana. La experiencia de Estados Unidos, unos meses
después, tenía que aportarle materia para su inspira-ción. De ahí nació una serie de
cuentos, algunos de ellos de alta calidad estética,

55. “Esbozo de un cuadro para nuestro mercado”, El Nacional, Barranquilla, 4 de noviembre de 1947.
Cf. Álvaro Cepeda Samudio, En el margen de la ruta, op. cit., pp. 79-81.
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que tenían que haber brotado con toda naturalidad pero que eran al mismo tiem-po
nuevos golpes, decisivos (aunque muy pocos se enteraran), propinados a los dogmas
del nacionalismo literario de Colombia. Cepeda se situaba de buenas a primeras, no en
la descripción de un ambiente urbano, sino en su poesía, yendo a lo más medular de
ese ambiente. Aquí tampoco se sabe cuáles son las normas que rigen ese mundo;
solamente descuellan unos pocos elementos que no llegan a organizarse en la forma
coherente y verosímil requerida por los partidarios de una falaz sencillez en la
cuentística colombiana. Llamativo es el caso de “Todos estábamos…”: no tiene
explicación el engranaje de espera y soledad que rige la vida de los personajes; la
joven que era esperada por el narrador tendrá que esperar a su vez, porque tal vez
haya una ley que impone una continuidad de la soledad, una fatalidad de la
frustración, con encuentros que pueden no ser más que desencuentros o, en todo caso,
no desembocan en nada duradero.
Se profundiza el mundo urbano de Cepeda con un rasgo que es nuevamente, y
bajo otro ángulo, un golpe a las normas del nacionalismo: desde el principio opta
Cepeda por ver una realidad humana marcadamente cosmopolita –otra he-rejía–. En
“Proyecto para la biografía…”, Schneider es hijo de inmigrados judíos de
Barranquilla. La comunicación moderna se desliza en todas partes: entre las
conversaciones de “Tap-Room” suena insistentemente una alusión a Sartre, y el
aparato tocadiscos figura en el bar, como lo volvemos a encontrar en otros textos
(“Hoy decidí…”, “Todos estábamos…”, “Jumper Jigger”). Los niños de “Vamos a
matar los gaticos” piensan un momento en jugar a Tarzán. 56 La cultura de masas se
desliza por todas partes; además de la tira cómica, se hacen presentes la televi-sión y
el deporte, con el interés de los personajes de “Todos estábamos…” por el boxeo, o el
de otros por el fútbol americano (“Un cuento para Saroyan”). Era más o menos
inevitable que la guerra de 1939-1945, primera y horrorosa manifesta-ción histórica
de una cultura universal, figurara en alguno de los cuentos –como pasa efectivamente
en “Jumper Jigger” y “Todos estábamos…”–. El cosmopolitis-mo en que creía
Cepeda, además de verlo como un hecho ineludible del mundo en que vivía, es la
esencia de “Un cuento para Saroyan”. Es una mezcla que cobra unidad merced al
alegre optimismo de un estudiante o a la poética ingenuidad del Pierrot de “Hoy
decidí…”, a salvo de una improbable racionalización.
Si la ruptura con lo terrígena es evidente, más importa la ruptura con la creen-cia
de que el mundo puede ser conocido a cabalidad. Cepeda comprueba que existe un
desfase entre la percepción y el entorno. En el mundo contemporáneo

56. Tarzán no es, en este caso, personaje de novela sino héroe de tira cómica (en la versión, en-tonces
mundialmente difundida, de Burne Hogarth). Cepeda, que tal vez prefería el cartón animado a las
historietas, coincide aquí con García Márquez; éste expresó más de una vez en las “jirafas” de 1950 su
pasión por la tira cómica, que también sale a flote con una alusión a “Terry y los piratas” en un diálogo de
“La noche de los alcaravanes”.
70 Textos antológicos

muchas cosas se le escapan al hombre. El conocimiento enciclopédico no es po-sible;


los nuevos saberes revelan insondables zonas de sombra. Se está en el umbral de una
reconstrucción, y de esta suerte es la tarea que le incumbe a la literatura, precisamente
en el mundo urbano, el que mejor encarna este nuevo caos. Esta es la ruptura que
propone Cepeda, muy lejos del terrigenismo desde luego, y también y sobre todo muy
por encima del promedio de lo que pretendía pasar entonces por el universalismo en
las letras colombianas.

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