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La piel de un indio no cuesta caro

Julio Ramón Ribeyro

¿Piensas quedarte con él? - preguntó Dora a su marido.

Miguel, en lugar de responder, se levantó de la perezosa donde tomaba el sol y haciendo bocina
con las manos, gritó hacia el jardín:

-¡Pancho!

Un muchacho que se entretenía sacando la yerba mala volteó la cabeza, se puso de pie y echó
a correr. A los pocos segundos estuvo frente a ellos.

-A ver, Pancho, dile a la señora cuánto es ocho más ocho.

-Dieciséis.

-¿Y dieciocho más treinta?

-Cuarentiocho.

-¿Y siete por siete?

Pancho pensó un momento.

-Cuarentinueve.

Miguel se volvió hacia su mujer:

-Eso se lo he enseñado ayer. Se lo hice repetir toda la tarde, pero se le ha grabado para toda la
vida.

Dora bostezó.

-Guárdalo entonces contigo. Te puede ser útil.

-Por suspuesto. ¿No es verdad, Pancho que trabajarás en mi taller?

-Sí señor.

A Dora que se desperezaba:

-En Lima lo mandaré a la escuela nocturna. Algo podemos hacer por este muchacho. Me cae
simpático.

-Me caigo de sueño-dijo Dora.

Miguel despidió a Pancho y volvió a extenderse en su perezosa. Todo el vallecito de Yangas


se desplegaba ante su vista. El modesto río Chillón regaba huertos de manzanos y chacras de
panllevar. Desde el techo de la casa se podía ver el mar, al fondo del valle, y los barcos surtos en
el Callao.

-Es una suerte tener una casa acá-dijo Miguel-. Sólo a una hora de Lima, ¿No, Dora?

Pero ya Dora se había retirado a dormir la siesta. Miguel observó un rato a Pancho
quemerodeaba por el jardín persiguiendo mariposas, moscardones, miró el cielo, los cerros, las
plantas cercanas y se quedó profundamente dormido.

Un griterío juvenil lo despertó. Mariella y Víctor, los hijos del presidente del club, entraban al jardín.
Llevaba cada cual una escopeta de perdigones.

-Pancho, ¿vienes con nosotros?-decían- Vamos a cazar al cerro.

Pancho, desde lejos, buscó la mirada de Miguel, esperando su aprobación.

-Anda no más!-gritó-, ¡y fíjate bien que estos muchachos no hagan barbaridades!

Los hijos del presidente salieron por el camino del cerro, escoltados por Pancho. Miguel se levantó,
miró un momento las instalaciones del club que asomaban a lo lejos, tras un seto de jóvenes pinos,
y fue a la cocina a servirse una cerveza. Cuando bebía el primer sorbo, sintió unas pisadas en la
terraza.

-¿Hay alguien aquí?-preguntaba una voz.

Miguel salió: era el presidente del club.

-Estuvimos esperándolos en el almuerzo-dijo-. Hemos tenido cerca de sesenta personas.

Miguel se excusó:

-Usted sabe que Dora no se divierte mucho en las reuniones. Prefiere quedarse aquí leyendo.

-De todos modos-añadió el presidente-hay que alternar un poco con los demás socios. La unión
hace la fuerza. ¿No saben acaso que celebramos el primer aniversario de nuestra institución?
Además no se podrán quejar del elemento que he reunido en torno mío. Toda la gente chic, de
posición, de influencia. Tú, que eres un joven arquitecto...

Para cortar el discurso que se avecinaba, Miguel aludió a los chicos:

-Mariella y Víctor pasaron por acá. Iban al cerro. He hecho que Pancho los acompañe.

-¿Pancho?

-Un muchacho que me va a ayudar en mi oficina de Lima. Tiene sólo catorce años. Es del Cuzco.

-¡Qué se diviertan, entonces!

Dora apareció en bata, despeinada, con un libro en la mano.

-Traigo buenas noticias para tu marido-dijo el presidente- Ahora, durante el almuerzo, hemos
decidido construir un nuevo bar, al lado de la piscina. Los socios quieren algo moderno, ¿sabes?
Hemos acordado que Miguel haga los planes. Pero tiene que darse prisa. En quince días
necesitamos los bocetos.

-Los tendrán-dijo Dora.

-Gracias-dijo Miguel. ¿No quiere servirse un trago?

-Por suspuesto. Tengo además otros proyectos de más envergadura. Miguel tiene que ayudarnos.
¿No te molesta que hablemos de negocios en día domingo?

El presidente y Miguel se sentaron en la terraza a conversar, mientras Dora recorría el jardín


lentamente, bebía el sol, se dejaba despeinar por el viento.

-¿Dónde está Pancho?-preguntó.

-¡En el cerro !-gritó Miguel-¿Necesitas algo?

-No, pregunto solamente.

Dora continuó paseándose por el jardín, mirando los cerros, el esplendor dominical. Cuando
regresó a la terraza, el presidente se levantaba.

-Acordado, ¿no es verdad? Pasa mañana por mi oficina. Tengo que ir ahora a ver a mis invitados.
¿Saben que habrá baile esta noche? Al menos pasarán un rato para tomarse un cóctel.

Miguel y Dora quedaron solos.

-Simpático tu tío-dijo Miguel. Un poco hablador.

-Mientras te consiga contratos-comentó Dora.

-Gracias a él hemos conseguido este terreno casi regalado.

-Miguel miró a su alrededor-¡Pero habría que arreglar esta casa un poco mejor! Con los cuatro
muebles que tenemos sólo está bien para venir a pasar el week-end.

Dora se había dejado caer en una perezosa y hojeaba nuevamente su libro. Miguel la comtempló
un momento.

-¿Has traído algún traje decente? Creo que debemos ir al club esta noche.

Dora le echó una mirada maliciosa:

¿Algún proyecto entre manos?

Pero ya Miguel, encendiendo un cigarrillo, iba hacia el garaje para revisar su automóvil.
Destapando el motor se puso a ajustar tornillos, sin motivo alguno, sólo por el placer de ocupar
sus manos en algo. Cuando medía el aceite, Dora apareció a sus espaldas.

-¿Qué haces? He sentido un grito en el cerro.


Miguel volvió la cabeza. Dora estaba muy pálida. Se aprestaba a tranquilizarla, cuando se escuchó
cuesta arriba el ruido de unas pisadas precipitadas. Luego unos gritos infantiles. De inmediato
salieron al jardín. Alguien bajaba por el camino de pedregullo. Pronto Mariella y Víctor entraron
sofocados.

-¡Pancho se ha caído!-decían- Está tirado en el suelo y no se puede levantar.

-¡Está negro !-repetía Mariella. Miguel los miró. Los chicos estaban trastornados:
teníanrostros de adultos.

-¡Vamos allí!-dijo y abandonó la casa, guiado por los muchachos.

Comenzó a subir por la pendiente de piedras, orillada de cactus y de maleza.

-¿Dónde es?-preguntaba.

-¡Más arriba!

Durante un cuarto de hora siguió subiendo. Al fin llegó hasta los postes que traían la corriente
eléctrica al club. Los muchachos se detuvieron.

-Allí está-dijeron, señalando el suelo.

Miguel se aproximó. Pancho estaba contorsionado, enredado en uno de los alambresque servían
para sostener los postes. Estaba inmóvil, con la boca abierta y el rostro azul. Al volver la cara vio
que los hijos del presidente seguían allí, espiando, asustados, el espectáculo.

-¡Fuera!- les gritó- ¡Regresen al club! ¡No quiero verlos por acá!

Los chicos se fueron a la carrera. Miguel se inclinó sobre el cuerpo de Pancho. Por momentos le
parecía que respiraba. Miró el alambre ennegrecido, el poste, luego los cables de alta tensión que
descendían del cerro y poniéndose de pie se lanzó hacia la casa.

Dora estaba en medio del jardín, con una margarita entre los dedos.

-¿Qué pasa?

-¿Dónde está la llave del depósito?

-Está colgada en la cocina. ¡Qué cara tienes!

Miguel hurgó entre los instrumentos de jardinería hasta encontrar la tijera de podar, que
tenía mangos de madera.

-¿Qué le ha pasado a ese muchacho?-insistía Dora.

Pero ya Miguel había partido nuevamente a la carrera. Dora vio su figura saltando por la peñolería,
cada vez más pequeña. Cuando desapareció en la falda del cerro, se encogió de hombros, aspiró
la margarita y continuó deambulando por el jardín.

Miguel llegó ahogándose al lado de Pancho y con las tijeras cortó el alambre aislándolo del poste y
volvió a cortar aislándolo de la tierra. Luego se inclinó sobre el muchacho y lo tocó por primera vez.
Estaba rígido. No respiraba. El alambre le había quemado la ropa y se le había incrustado en la
piel. En vano trató Miguel de arrancarlo. En vano miró también a su alrededor, buscando ayuda. En
ese momento, al lado de ese cuerpo inerte, supo lo que era la soledad.

Parte II

Sentándose sobre él, trató de hacerle respiración artificial, como viera alguna vez en la playa, con
los ahogados. Luego lo auscultó. Algo se escuchaba dentro de ese pecho, algo que podría ser muy
bien la propia sangre de Miguel batiendo en sus tímpanos. Haciendo un esfuerzo, lo puso de pie y
se lo echó al hombro. Antes de iniciar el descenso miró a su alrededor, tratando de identificar el
lugar. Ese poste se encontraba dentro de los terrenos del club.

Dora se había sentado en la terraza. Cuando lo vi aparecer con el cuerpo del muchacho, se
levantó.

-¿se ha caído?

Miguel, sin responder, lo condujo al garaje y lo depositó en el asiento posterior del automóvil. Dora
lo seguía.

-Estás todo despeinado. Deberías lavarte la cara.

Miguel puso el carro en marcha.

-¿A dónde vas?

-¡A Canta!- gritó Miguel, destrozando al arrancar, los tres únicos lirios que adornaban el jardín.

El médico de la Asistencia Pública de Canta miró al muchacho.

-Me trae usted un cadáver.

Luego lo palpó, lo observó con atención.

-¿Electrocutado, no?

-¿No se puede hacer algo?-insistió Miguel-. El accidente ha ocurrido hace cerca de una hora.

No vale la pena. Probaremos, en fin, si usted lo quiere.

Primero le inyectó adrenalina en las venas. Luego le puso una inyección directa en el corazón.

-Inútil- dijo-. Mejor es que pase usted por la comisaría para que los agentes constaten la defunción.

Miguel salió de la Asistencia Pública y fue a la comisaría. Luego emprendió el retorno a la casa.
Cuando llegó, atardecía.

Dora estaba vistiéndose para ir al club.

-Vino el presidente-dijo-. Está molesto porque Mariella ha vomitado. Han tenido que meterla a la
cama. Dice que qué cosa ha pasado en el cerro con ese muchacho.
-¿Para qué te vistes?-preguntó Miguel- No iremos al club esta noche. No irás tú en todo caso. Iré
solo.

-Tú me has dicho que me arregle. A mí me da lo mismo.

-Pancho ha muerto electrocutado en los terrenos del club. No estoy de humor para fiestas.

-¿Muerto?-preguntó Dora-Es una lástima. ¡Pobre muchacho!

Miguel se dirigió al baño para lavarse.

-Debe ser horrible morir así- continuó Dora- ¿Piensas decírselo a mi tío?

-Naturalmente.

Miguel se puso una camisa limpia y se dirigió caminando al club. Antes de atravesar laverja se
escuchaba ya la música de la orquesta. En el jardín había algunas parejas bailando. Los hombres
se habían puesto sombreritos de cartón pintado. Circulaban los mozos con azafates cargados de
whisky, gin con gin y jugo de tomate.

Al penetrar al hall vio al presidente con un sombrero en forma de cucurucho y un vaso en la


mano. Antes de que Miguel abriera la boca, ya lo había abordado.

-¿Qué diablos ha sucedido? Mis chicos están alborotados. A Mariella hemos tenido que acostarla.

-Pancho, mi muchacho, ha muerto electrocutado en los terrenos del club. Por un defecto de
instalación, la corriente pasa de los cables a los alambres de sostén.

El presidente lo cogió precipitadamente del brazo y lo condujo a un rincón.

-¡Bonito aniversario! Habla más bajo que te pueden oír. ¿Estás seguro de lo que dices?

-Yo mismo lo he recogido y lo he llevado a la asistencia de Canta.

El presidente había palidecido.

-¡Imagínate que Mariella o que Víctor hubieran cogido el alambre! Te juro que yo...

-¿Qué cosa?

-No sé...habría habido alguna carnicería.

-Le advierto que el muchacho tiene padre y madre. Viven cerca del Porvenir.

-Fíjate, vamos a tomarnos un trago y a conversar detenidamente del asunto. Estoy seguro que las
instalaciones están bien hechas. Puede haber sucedido otra cosa. En fin, tantas cosas suceden en
los cerros. ¿No hay testigos?

-Yo soy el único testigo.

-¿Quieres un whisky?
-No. He venido sólo a decirle que a las diez de la noche regresaré a Lima con Dora. Veré a los
padres del muchacho para comunicarles lo ocurrido. Ellos verán después lo que hacen.

-Pero Miguel, espérate, tengo que enseñarte dónde haremos el nuevo bar.

-¡Por lo menos quítese usted ese sombrero! Hasta luego.

Miguel atravesó el camino oscuro. Dora había encendido todas las luces de la casa. Sin haberse
cambiado su traje de fiesta, escuchaba música en un tocadiscos portátil.

-Estoy un poco nerviosa-dijo.

Miguel se sirvió, en silencio, una cerveza.

-Procura comer lo antes posible-dijo-. A las diez regresaremos a Lima.

-¿Por qué hoy?-preguntó Dora.

Miguel salió a la terraza, encendió un cigarrillo y se sentó en la penumbra, mientras Dora andaba
por la cocina. A lo lejos, en medio de la sombra del valle, se divisaban las casitas iluminadas de los
otros socios y las luces fluorescentes del club. A veces el viento traía compases de música, rumor
de conversación o alguna risa estridente que rebotaba en los cerros.

Por el caminillo aparecieron los faros crecientes de un automóvil. Como un celaje, pasó delante de
la casa y se perdió rumbo a la carretera. Miguel tuvo tiempo de advertirlo: era el carro del
presidente.

-Acaba de pasar tu tío- dijo, entrando a la cocina.

Dora comía desganadamente una ensalada.

-¿A dónde va?

-¡Qué sé yo!

-Debe estar preocupado por el accidente.

-Está más preocupado por su fiesta.

Dora lo miró

-¿Estás verdaderamente molesto?

Miguel se encogió de hombros y fue al dormitorio para hacer las maletas. Más tarde fue al jardín y
guardó en el depósito los objetos dispersos. Luego se sentó en el living, esperando que Dora se
arreglara para la partida. Pasaban los minutos. Dora tarareaba frente al espejo.

Volvió a sentirse el ruido de un automóvil. Miguel salió a la terraza. Era el carro del presidente que
se detenía a cierta distancia de la casa: dos hombres bajaron de su interior y tomaron el camino
del cerro. Luego el carro avanzó un poco más, hasta detenerse frente a la puerte.

-¿Viene alguien?-preguntó Dora, asomando a la terraza-. Ya estoy lista.


El presidente apareció en el jardín y avanzó hacia la terraza. Estaba sonriendo.

-He batido un récord de velocidad-dijo-. Vengo de Canta. ¿Nos sentamos un rato?

-Partimos para Lima en este momento-dijo Miguel.

-Solamente cinco minutos-en seguida sacó unos papeles del bolsillo-. ¿Qué cuento es ese del
muchacho electrocutado? Mira.

Miguel cogió los papeles. Uno era un certificado de defunción extendido por el médico de la
Asistencia Pública de Canta. No aludía para nada al accidente. Declaraba que el muchacho había
muerto de una <<deficiencia cardíaca>>. El otro era un parte policial redactado en los mismos
términos.

Miguel devolvió los papeles.

-Esto me parece una infamia-dijo.

El presidente guardó los papeles.

-En estos asuntos lo que valen son las pruebas escritas-dijo-. No pretenderás además saber más
que un médico. Parece que el muchacho tenía en efecto, algo al corazón y que hizo demasiado
ejercicio.

-El cerro está bastante alto-acotó Dora.

-Digan lo que digan esos papeles, yo estoy convencido de que Pancho ha muerto electrocutado. Y
en los terrenos del club.

-Tú puedes pensar lo que quieras-añadió el presidente-. Pero oficialmente éste es un asunto
ya archivado.

Miguel quedó silencioso.

-¿Por qué no vienen conmigo al club? La fiesta durará hasta medianoche. Además insisto en que
veas el lugar donde construiremos el bar.

-No. Partimos a Lima en este momento.

-De todas maneras, los espero.

El presidente se levantó. Miguel lo vio partir. Dora se acercó a él y le pasó un brazo por el hombro.

-No te hagas mala sangre- le susurró al oído-. A ver, pon cara de gente decente.

Miguel la miró: algo en sus rasgos le recordó el rostro del presidente. Detrás de su cabellera se
veía la masa oscura del cerro. Arriba brillaba una luz.

-¿Tiene pilas la linterna?- preguntó.

-¿Qué piensas hacer?


Miguel buscó la linterna: todavía alumbraba. Sin decir una palabra se encaminó por la pendiente
riscosa. Trepaba entre cantos de grillos e infinitas estrellas. Pronto divisó la luz del farol. Cerca del
poste, dos hombres reparaban la instalación defectuosa. Los contempló un momento, en silencio, y
luego emprendió el retorno.

Dora lo esperaba con un sobre en la mano.

-Fíjate. Mi tío mandó esto.

Miguel abrió el sobre. Había un cheque al portador por cinco mil soles y un papel con unas líneas:
<<La dirección del club ha hecho esta colecta para enterrar al muchacho. Podrías entregarle la
suma a su familia?>>

Miguel cogió el cheque con la punta de los dedos y cuando lo iba a rasgar, se contuvo. Dora lo
miraba. Miguel guardó el cheque en el bolsillo y dándole la espalda a su mujer quedó mirando el
valle de Yangas. Del accidente no quedaba ni un solo rastro ni un alambre fuera de lugar, ni
siquiera el eco de un grito.

-¿En qué piensas?- preguntó Dora- ¿Regresamos a Lima o vamos al club?

-Vamos al club-suspiró Miguel.


LOS JEFES

Mario Vargas Llosa


1
Javier se adelantó por un segundo:
-¡Pito! -gritó, ya de pie.
La tensión se quebró violentamente, como una explosión. Todos estábamos parados: el
doctor Abásalo tenía la boca abierta. Enrojecía, apretando los puños. Cuando,
recobrándose, levantaba una mano y parecía a punto de lanzar un sermón, el pito sonó de
verdad. Salimos corriendo con estrépito, enloquecidos, azuzados por el graznido de cuervo
de Amaya, que avanzaba volteando carpetas.
El patio estaba sacudido por los gritos. Los de cuarto y tercero habían salido antes,
formaban un gran círculo que se mecía bajo el polvo. Casí con nosotros, entraron los de
primero y segundo; traían nuevas frases agresivas, m s odio. El círculo creció. La
indignación era unánime en la Media. (La Primaria tenía un patio pequeño, de mosaicos
azules, en el ala opuesta del colegio.)
-Quiere fregarnos, el serrano.
-Sí. Maldito sea.
Nadie hablaba de los exámenes finales. El fulgor de las pupilas, las vociferaciones, el
escándalo indicaban que había llegado el momento de enfrentar al director. De pronto, dejé
de hacer esfuerzos por contenerme y comencé a recorrer febrilmente los grupos: "¿nos
fríega y nos callamos?". "Hay que hacer algo". "Hay que hacerle algo". Una mano férrea
me extrajo del centro del círculo.
-Tú no -dijo Javier-. No te metas. Te expulsan. Ya lo sabes.
-Ahora no me importa. Me las va a pagar todas. Es mi oportunidad, ¡ves? Hagamos que
formen.En voz baja fuimos repitiendo por el patio, de oído en oído: "formen filas", "a
formar, rápido".
-¡Formemos las filas! -El vozarrón de Raygada vibró en el aire sofocante de la mañana.
Muchos, a la vez, corearon:
-¡A formar! ¡A formar!
Los inspectores Gallardo y Romero vieron entonces, sorprendidos, que de pronto decaía el
bullicio y se organizaban las filas antes de concluir el recreo. Estaban apoyados en la pared,
junto a la sala de profesores, frente a nosotros, y nos miraban nerviosamente. Luego se
miraron entre ellos. En la puerta habían aparecido algunos profesores; también estaban
extrañados. El inspector Gallardo se aproximó:
-¡Oigan! -gritó, desconcertado-. Todavía no...
-Calla -repuso alguien, desde atrás-. ¡Calla, Gallardo, maricón!
Gallardo se puso pálido. A grandes pasos, con gesto amenazador, invadió las filas. A su
espalda, varios gritaban: "¡Gallardo, maricón!".
-Marchemos -dije-. Demos vueltas al patio. Primero los de quinto.
Comenzamos a marchar. Taconeábamos con fuerza, hasta dolernos los pies. A la segunda
vuelta - formábamos un rectángulo perfecto, ajustado a las dimensiones del patio- Javier,
Raygada, León y yo principiamos:
-Ho-ra-rio; ho-ra-rio; ho-ra-rio...
El coro se hizo general.
-¡Más fuerte! -prorrumpió la voz de alguien que yo odiaba: Lu-. ¡Griten! De inmediato, el
vocerío aumentó hasta ensordecer.
-Ho-ra-rio; ho-ra-rio; ho-ra-rio...
Los profesores, cautamente, habían desaparecido cerrando tras ellos la puerta de la Sala de
Estudios. Al pasar los de quinto junto al rincón donde Teobaldo vendía fruta sobre un
madero, dijo algo que no oímos. Movía las manos, como alentándonos. "Puerco", pensé.
Los gritos arreciaban. Pero ni el compás de la marcha, ni el estímulo de los chillidos,
bastaban para disimular que estábamos asustados. Aquella espera era angustiosa. ¿Por qué
tardaba en salir?
Aparentando valor aún, repetíamos la frase, mas habían comenzado a mirarse unos a otros y
se escuchaban, de cuando en cuando, agudas risitas forzadas. "No debo pensar en nada, me
decía.
Ahora no". Ya me costaba trabajo gritar: estaba ronco y me ardía la garganta. De pronto,
casi sin saberlo, miraba el cielo: perseguía a un gallinazo que planeaba suavemente sobre el
colegio, bajo una bóveda azul, límpida y profunda, alumbrada por un disco amarillo en un
costado, como un lunar. Bajé la cabeza, rápidamente.

Pequeño, amoratado, Ferrufino había aparecido al final del pasillo que desembocaba en el
patio de recreo. Los pasitos breves y chuecos, como de pato, que lo acercaban interrumpían
abusivamente el silencio que había reinado de improviso, sorprendiéndome. (La puerta de
la sala de profesores se abre; asoma un rostro diminuto, cómico. Estrada quiere espiarnos:
ve al director a unos pasos; velozmente, se hunde; su mano infantil cierra la puerta.)
Ferrufino estaba frente a nosotros: recorría desorbitado los grupos de estudiantes
enmudecidos. Se habían deshecho las filas; algunos corrieron a los baños, otros rodeaban
desesperadamente la cantina de Teobaldo. Javier, Raygada, León y yo quedamos inmóviles.
-No tengan miedo -dije, pero nadie me oyó porque simultáneamente había dicho el director:
-Toque el pito, Gallardo.
De nuevo se organizaron las hileras, esta vez con lentitud. El calor no era todavía excesivo,
pero ya padecíamos cierto sopor, una especie de aburrimiento. "Se cansaron -murmuró
Javier-. Malo." Y advirtió, furioso:
-¡Cuidado con hablar!
Otros propagaron el aviso.
-No -dije-. Espera. Se pondrán como fieras apenas hable Ferrufino.
Pasaron algunos segundos de silencio, de sospechosa gravedad, antes de que fuéramos
levantando la vista, uno por uno, hacía aquel hombrecito vestido de gris. Estaba con las
manos enlazadas sobre el vientre, los pies juntos, quieto.
-No quiero saber quién inició este tumulto -recitaba. Un actor: el tono de su voz, pausado,
suave, las palabras casi cordiales, su postura de estatua, eran cuidadosamente afectadas.
¨¿Habría estado ensayándose solo, en su despacho?-. Actos como éste son una vergüenza
para ustedes, para el colegio y para mí. He tenido mucha paciencia, demasiada, óiganlo
bien, con el promotor de estos desórdenes, pero ha llegado al límite...

¿Yo o Lu? Una interminable lengua de fuego lamía mi espalda, mi cuello, mis mejillas a
medida que los ojos de toda la Media iban girando hasta encontrarme. ¿Me miraba Lu?
¿Tenía envidia? ¿Me miraban los coyotes? Desde atrás, alguien palmeó mi brazo dos veces,
alentándome. El director habló largamente sobre Dios, la disciplina y los valores supremos
del espíritu. Dijo que las puertas de la dirección estaban siempre abiertas, que los valientes
de verdad debían dar la cara.
-Dar la cara -repitió; ahora era autoritario-, es decir, hablar de frente, hablarme a mí.
-¡No seas imbécil! -dije, rápido-. ¡No seas imbécil!
Pero Raygada ya había levantado su mano al mismo tiempo que daba un paso a la
izquierda, abandonando la formación. Una sonrisa complaciente cruzó la boca de Ferrufino
y desapareció de inmediato.
-Escucho, Raygada...-dijo.
A medida que éste hablaba, sus palabras le inyectaban valor. Llegó incluso, en un
momento, a agitar sus brazos dramáticamente. Afirmó que no éramos malos y que
amábamos el colegio y a nuestros maestros, recordó que la juventud era impulsiva. En
nombre de todos, pidió disculpas.
Luego tartamudeó, pero siguió adelante:
-Nosotros le pedimos, señor director, que ponga horarios de exámenes como en años
anteriores...-
Se calló, asustado.
-Anote, Gallardo -dijo Ferrufino-. El alumno Raygada vendrá a estudiar la próxima semana
todos los días, hasta las nueve de la noche. -Hizo una pausa- El motivo figurará en la
libreta: por rebelarse contra una disposición pedagógica.
-Señor director... -Raygada estaba lívido.
-Me parece justo -susurró Javier-. Por bruto.

Un rayo de sol atravesaba el sucio tragaluz y venía a acariciar mi frente y mis ojos, me
invadía de paz. Sin embargo, mi corazón estaba algo agitado y a ratos sentía ahogos.
Faltaba media hora para la salida; la impaciencia de los muchachos había decaído un poco.
¿Responderían, después de todo?
-Siéntese, Montes -dijo el profesor Zambrano-. Es usted un asno.
-Nadie lo duda--afirmó Javier, a mi costado--. Es un asno.
¿Habría llegado la consigna a todos los años? No quería martirizar de nuevo mi cerebro con
suposiciones pesimistas, pero a cada momento veía a Lu, a pocos metros de mi carpeta, y
sentía desasosiego y duda, porque sabía que en el fondo iba a decidirse, no el horario de
exámenes, ni siquiera una cuestión de honor, sino una venganza personal. ¿Cómo descuidar
esta ocasión feliz para atacar al enemigo que había bajado la guardia?
-Toma -dijo a mi lado, alguien-. Es de Lu.
"Acepto tomar el mando, contigo y Raygada". Lu había firmado dos veces. Entre sus
nombres, como un pequeño borrón, aparecía con la tinta brillante aún, un signo que todos
respetábamos: la letra C, en mayúscula, encerrada en un círculo negro. Lo miré: su frente y
su boca eran estrechas; tenía los ojos rasgados, la piel hundida en las mejillas y la
mandíbula pronunciada y firme. Me observaba seriamente; acaso pensaba que la situación
le exigía ser cordial.
En el mismo papel respondí: "Con Javier". Leyó sin inmutarse y movió la cabeza
afirmativamente.
-Javier -dije.
-Ya sé -respondió-. Está bien. Le haremos pasar un mal rato.
¿Al director o a Lu? Iba a preguntárselo, pero me distrajo el silbato que anunciaba la salida.
Simultáneamente se elevó el griterío sobre nuestras cabezas, mezclado con el ruido de las
carpetas removidas. Alguien -¿Córdoba, quizá?- silbaba con fuerza, como queriendo
destacar.
-¿Ya saben? -dijo Raygada, en la fila-. Al Malecón.
-¡Qué vivo! -exclamó uno-. Está enterado hasta Ferrufino.
Salíamos por la puerta de atrás, un cuarto de hora después que la Primaria. Otros lo habían
hecho ya, y la mayoría de alumnos se había detenido en la calzada, formando pequeños
grupos. Discutían, bromeaban, se empujaban.
-Que nadie se quede por aquí -dije.
-¡Conmigo los coyotes! -gritó Lu, orgulloso.
Veinte muchachos lo rodearon.
-Al Malecón -ordenó-, todos al Malecón.
Tomados de los brazos, en una línea que unía las dos aceras, cerramos la marcha los de
quinto, obligando a apresurarse a los menos entusiastas a codazos.
Una brisa tibia, que no lograba agitar los secos algarrobos ni nuestros cabellos, llevaba de
un lado a otro la arena que cubría a pedazos el suelo calcinado del Malecón. Habían
respondido. Ante nosotros -Lu, Javier, Raygada y yo-, que dábamos la espalda a la baranda
y a los interminables arenales que comenzaban en la orilla contraria del cauce, una
muchedumbre compacta, extendida a lo largo de toda la cuadra, se mantenía serena, aunque
a veces, aisladamente, se escuchaban gritos estridentes.
-¿Quién habla? –preguntó Javier.
-Yo -propuso Lu, listo para saltar a la baranda.
-No--dije-. Habla tú, Javier.
Lu se contuvo y me miró, pero no estaba enojado.
-Bueno -dijo; y agregó, encogiendo los hombros-: ¡Total!
Javier trepó. Con una de sus manos se apoyaba en un árbol encorvado y reseco y con la otra
se sostenía de mi cuello. Entre sus piernas, agitadas por un leve temblor que desaparecía a
medida que el tono de su voz se hacía convincente y enérgico, veía yo el seco y ardiente
cauce del río y pensaba en Lu y en los coyotes. Había sido suficiente apenas un segundo
para que pasara a primer lugar; ahora tenía el mando y lo admiraban, a él, ratita amarillenta
que no hacía seis meses imploraba mi permiso para entrar en la banda. Un descuido
infinitamente pequeño, y luego la sangre, corriendo en abundancia por mi rostro y mi
cuello, y mis brazos y piernas inmovilizadas bajo la claridad lunar, incapaces ya de
responder a sus puños.
-Te he ganado -dijo, resollando-. Ahora soy el jefe. Así acordamos.
Ninguna de las sombras estiradas en círculo en la blanda arena, se había movido. Sólo los
sapos y los grillos respondían a Lu, que me insultaba. Tendido todavía sobre el cálido
suelo, atiné a gritar:
-Me retiro de la banda. Formaré otra, mucho mejor.
Pero yo y Lu y los coyotes que continuaban agazapados en la sombra, sabíamos que no era
verdad.
-Me retiro yo también -dijo Javier.
Me ayudaba a levantarme. Regresamos a la ciudad, y mientras caminábamos por las calles
vacías, yo iba limpiándome con el pañuelo de Javier la sangre y las lágrimas.
-Habla tú ahora -dijo Javier. Había bajado y algunos lo aplaudían.
-Bueno -repuse y subí a la baranda.
Ni las paredes del fondo, ni los cuerpos de mis compañeros hacían sombra. Tenía las manos
húmedas y creí que eran los nervios, pero era el calor. El sol estaba en el centro del cielo;
nos sofocaba. Los ojos de mis compañeros no llegaban a los míos: miraban el suelo y mis
rodillas.
Guardaban silencio. El sol me protegía.
-Pediremos al director que ponga el horario de exámenes, lo mismo que otros años.
Raygada, Javier, Lu y yo formamos la Comisión. La Media está de acuerdo, ¿no es verdad?
La mayoría asintió, moviendo la cabeza. Unos cuantos gritaron: "Sí", "Sí".
-Lo haremos ahora mismo -dije-. Ustedes nos esperarán en la Plaza Merino.
Echamos a andar. La puerta principal del colegio estaba cerrada. Tocamos con fuerza;
escuchábamos a nuestra espalda un murmullo creciente. Abrió el inspector Gallardo.
-¿Están locos? -dijo-. No hagan eso.
-No se meta -lo interrumpió Lu-. ¿Cree que el serrano nos da miedo?
-Pasen -dijo Gallardo-. Ya verán.

3
Sus ojillos nos observaban minuciosamente. Quería aparentar sorna y despreocupación,
pero no ignorábamos que su sonrisa era forzada y que en el fondo de ese cuerpo rechoncho
había temor y odio. Fruncía y despejaba el ceño, el sudor brotaba a chorros de sus pequeñas
manos moradas.
Estaba trémulo:
-¿Saben ustedes cómo se llama esto? Se llama rebelión, insurrección. ¿Creen ustedes que
voy a someterme a los caprichos de unos ociosos? Las insolencias las aplasto...
Bajaba y subía la voz. Lo veía esforzarse por no gritar. "¿Por qué no revientas de una vez?,
pensé.
¡Cobarde!".
Se había parado. Una mancha gris flotaba en torno de sus manos, apoyadas sobre el vidrio
del escritorio. De pronto su voz ascendió, se volvió áspera:
-¡Fuera! Quien vuelva a mencionar los exámenes será castigado.
Antes que Javier o yo pudiéramos hacerle una señal, apareció entonces el verdadero Lu, el
de los asaltos nocturnos a las rancherías de la Tablada, el de los combates contra los zorros
en los médanos.
-Señor director...
No me volví a mirarlo. Sus ojos oblicuos estarían despidiendo fuego y violencia, como
cuando luchamos en el seco cauce del río. Ahora tendría también muy abierta su boca llena
de babas, mostraría sus dientes amarillos.
-Tampoco nosotros podemos aceptar que nos jalen a todos porque usted quiere que no haya
horarios. ¿Por qué quiere que todos saquemos notas bajas? ¿Por qué...? Ferrufino se había
acercado. Casí lo tocaba con su cuerpo. Lu, pálido, aterrado, continuaba hablando:
-¡...estamos ya cansados...
-¡Cállate!
El director había levantado los brazos y sus puños estrujaban algo.
-¡Cállate! -repitió con ira-. ¡Cállate, animal! ¡Cómo te atreves!
Lu estaba ya callado, pero miraba a Ferrufino a los ojos como si fuera a saltar súbitamente
sobre su cuello: "Son iguales, pensé. Dos perros".
-De modo que has aprendido de éste.
Su dedo apuntaba a mi frente. Me mordí el labio: pronto sentí que recorría mi lengua un
hilito caliente y eso me calmó.
-¡Fuera! -gritó de nuevo-. ¡Fuera de aquí! Les pesará.
Salimos. Hasta el borde de los escalones que vinculaban el colegio San Miguel con la Plaza
Merino se extendía una multitud inmóvil y anhelante. Nuestros compañeros habían
invadido los pequeños jardines y la fuente; estaban silenciosos y angustiados.
Extrañamente, entre la mancha clara y estática aparecían blancos, diminutos rectángulos
que nadie pisaba. Las cabezas parecían iguales, uniformes, como en la formación para el
desfile. Atravesamos la plaza. Nadie nos interrogó; se hacían a un lado, dejándonos paso y
apretaban los labios. Hasta que pisamos la avenida, se mantuvieron en su lugar. Luego,
siguiendo una consigna que nadie había impartido, caminaron tras de nosotros, al paso sin
compás, como para ir a clases.
El pavimento hervía, parecía un espejo que el sol iba disolviendo. "¿Será verdad?", pensé.
Una noche calurosa y desierta me lo habían contado, en esta misma avenida, y no lo creí.
Pero los periódicos decían que el sol, en algunos apartados lugares, volvía locos a los
hombres y a veces los mataba.
-Javier -pregunté-. ¿Tú viste que el huevo se freía solo, en la pista?
Sorprendido, movió la cabeza.
-No. Me lo contaron.
-¿Será verdad?
-Quizás. Ahora podríamos hacer la prueba. El suelo arde, parece un brasero.
En la puerta de La Reina apareció Alberto. Su pelo rubio brillaba hermosamente: parecía de
oro. Agitó su mano derecha, cordial. Tenía muy abiertos sus enormes ojos verdes y sonreía,
Tendría curiosidad por saber a dónde marchaba esa multitud uniformada y silenciosa, bajo
el rudo calor.
-¿Vienes después? -me gritó.
-No puedo. Nos veremos a la noche.
-Es un imbécil -dijo Javier-. Es un borracho.
-No -afirmé-. Es mi amigo. Es un buen muchacho.

4
-Déjame hablar, Lu -le pedí, procurando ser suave. Pero ya nadie podía contenerlo. Estaba
parado en la baranda, bajo las ramas del seco algarrobo: mantenía admirablemente el
equilibrio y su piel y su rostro recordaban un lagarto.
-¡No! -dijo agresivamente-. Voy a hablar yo.
Hice una seña a Javier Nos acercamos a Lu y apresamos sus piernas. Pero logró tomarse a
tiempo del árbol y zafar su pierna derecha de mis brazos; rechazado por un fuerte puntapié
en el hombro tres pasos atrás, vi a Javier enlazar velozmente a Lu de las rodillas, y alzar su
rostro y desafiarlo con sus ojos que hería el sol salvajemente.
-¡No le pegues! -grité. Se contuvo, temblando, mientras Lu comenzaba a chillar:
-¿Saben ustedes lo que nos dijo el director? Nos insultó, nos trató como a bestias. No le da
su gana de poner los horarios porque quiere fregarnos. Jalar a todo el colegio y no le
importa. Es un... Ocupábamos el mismo lugar que antes y las torcidas filas de muchachos
comenzaban a cimbrearse.
Casi toda la Media continuaba presente. Con el calor y cada palabra de Lu crecía la
indignación de los alumnos. Se enardecían.
-Sabemos que nos odia. No nos entendemos con él. Desde que llegó, el colegio no es un
colegio. Insulta, pega. Encima quiere jalarnos en los exámenes. Una voz aguda y anónima
lo interrumpió:
-¿A quién le ha pegado?
Lu dudó un instante. Estalló de nuevo:
-¿A quién? -desafió- ¡Arévalo, que te vean todos la espalda! Entre murmullos, surgió
Arévalo del centro de la masa. Estaba pálido. Era un coyote. Llegó hasta Lu y descubrió su
pecho y espalda. Sobre sus costillas, aparecía una gruesa franja roja.
-¡Esto es Ferrufino! -La mano de Lu mostraba la marca mientras sus ojos escrutaban los
rostros atónitos de los más inmediatos. Tumultuosamente, el mar humano se estrechó en
torno a nosotros; todos pugnaban por acercarse a Arévalo y nadie oía a Lu, ni a Javier y
Raygada que pedían calma, ni a mí, que gritaba: "¡es mentira! -no le hagan caso- ¡es
mentira!". La marea me alejo de la baranda y de Lu. Estaba ahogado. Logré abrirme
camino hasta salir del tumulto. Desanudé mi corbata y tomé aire con la boca abierta y los
brazos en alto, lentamente, hasta sentir que mi corazón recuperaba su ritmo. Raygada estaba
junto a mí. Indignado, me preguntó:
-¿Cuándo fue lo de Arévalo?
-Nunca.
-¿Cómo?
Hasta él, siempre sereno, había sido conquistado. Las aletas de su nariz palpitaban
vivamente y tenía apretados los puños.
-Nada -dije-, no sé cuándo fue.
Lu esperó que decayera un poco la excitación. Luego, levantando su voz sobre las protestas
dispersas:
-¿Ferrufino nos va a ganar? -preguntó a gritos; su puño colérico amenazaba a los alumnos-.
¿Nos va a ganar? ¡Respóndanme!
-¡No! -prorrumpieron quinientos o más-. ¡No! ¡No!
Estremecido por el esfuerzo que le imponían sus chillidos, Lu se balanceaba victorioso
sobre la baranda.
-Que nadie entre al colegio hasta que aparezcan los horarios de exámenes. Es justo.
Tenemos derecho. Y tampoco dejaremos entrar a la Primaria.
Su voz agresiva se perdió entre los gritos. Frente a mí, en la masa erizada de brazos que
agitaban jubilosamente centenares de boinas a lo alto, no distinguí uno solo que
permaneciera indiferente o adverso.
-¿Qué hacemos?
Javier quería demostrar tranquilidad. Pero sus pupilas brillaban.
-Está bien -dije-. Lu tiene razón. Vamos a ayudarlo.
Corrí hacía la baranda y trepé.
-Adviertan a los de Primaria que no hay clases a la tarde -dije-. Pueden irse ahora.
Quédense los de quinto y los de cuarto para rodear el colegio.
-Y también los coyotes -concluyó Lu, feliz.
5
-Tengo hambre -dijo Javier.
El calor había atenuado. En el único banco útil de la Plaza Merino recibíamos los rayos de
sol, filtrados fácilmente a través de unas cuantas gasas que habían aparecido en el cielo,
pero casi ninguno transpiraba.
León se frotaba las manos y sonreía: estaba inquieto.
-No tiembles -dijo Amaya-. Estás grandazo para tenerle miedo a Ferrufino.
-¡Cuidado! -La cara de mono de León había enrojecido y su mentón sobresalía-. ¡Cuidado,
Amaya!
-Estaba de pie.
-No peleen -dijo Raygada tranquilamente-. Nadie tiene miedo. Sería un imbécil.
-Demos una vuelta por atrás -propuse a Javier.
Contorneamos el colegio, caminando por el centro de la calle. Las altas ventanas estaban
entreabiertas y no se veía a nadie tras ellas, ni se escuchaba ruido alguno.
-Están almorzando -dijo Javier.
-Sí. Claro.
En la vereda opuesta, se alzaba la puerta principal del Salesiano. Los medios internos
estaban apostados en el techo, observándonos. Sin duda, habían sido informados.
-¡Qué muchachos valientes! -se burló alguien.
Javier los insultó. Respondió una lluvia de amenazas. Algunos escupieron, pero sin acertar.
Hubo risas. "Se mueren de envidia", murmuró Javier.
En la esquina vimos a Lu. Estaba sentado en la vereda, solo, y miraba distraídamente la
pista. Nos vio y caminó hacia nosotros. Parecía contento.
-Vinieron dos churres de primero -dijo-. Los mandamos a jugar al río.
-¿Sí? -dijo Javier-. Espera media hora y verás. Se va a armar el gran escándalo.
Lu y los coyotes custodiaban la puerta trasera del colegio. Estaban repartidos entre las
esquinas de las calles Lima y Arequipa. Cuando llegamos al umbral del callejón,
conversaban en grupo y reían.
Todos llevaban palos y piedras.
-Así no -dije-. Si les pegan, los churres van a querer entrar de todos modos.
Lu rió.
-Ya verán. Por esta puerta no entra nadie.
También él tenía un garrote que ocultaba hasta entonces con su cuerpo. Nos lo enseñó,
agitándolo.
-¿Y por allá? -preguntó.
-Todavía nada.
A nuestra espalda, alguien voceaba nuestros nombres. Era Raygada: venía corríendo y nos
llamaba agitando la mano frenéticamente. "Ya llegan, ya llegan -dijo, con ansiedad-.
Vengan". Se detuvo de golpe diez metros antes de alcanzarnos. Dio media vuelta y regresó
a toda carrera. Estaba excitadísimo. Javier y yo también corrimos. Lu nos gritó algo del río.
"¿El río?, pensé. No existe.
¿Por qué todo el mundo habla del río si sólo baja el agua un mes al año?". Javier corría a mi
lado, resoplando.
-¿Podremos contenerlos?
-¿Qué? -Le costaba trabajo abrir la boca, se fatigaba más.
-¿Podremos contener a la Primaria?
-Creo que sí. Todo depende.
-Mira.
En el centro de la Plaza, junto a la fuente, León, Amaya y Raygada hablaban con un grupo
de pequeños, cinco o seis. La situación parecía tranquila.
-Repito -decía Raygada, con la lengua afuera-. Váyanse al río. No hay clases, no hay clases.
¿Está claro? ¿O paso una película?
-Eso -dijo uno, de nariz respingada-. Que sea en colores.
-Miren -les dije-. Hoy no entra nadie al colegio. Nos vamos al río. Jugaremos fútbol:
Primaria contra Media. ¿De acuerdo?
-Ja, ja -rió el de la nariz, con suficiencia-. Les ganamos. Somos más.
-Ya veremos. Vayan para allá.
-No quiero -replicó una voz atrevida-. Yo voy al colegio.
Era un muchacho de cuarto, delgado y pálido. Su largo cuello emergía como un palo de
escoba de la camisa comando, demasiado ancha para él. Era brigadier de año. Inquieto por
su audacia, dio unos pasos hacia atrás. León corrió y lo tomó de un brazo.
-¿No has entendido? -Había acercado su cara a la del chiquillo y le gritaba. ¿De qué diablos
se asustaba León?- ¿No has entendido, churre? No entra nadie. Ya, vamos, camina.
-No lo empujes -dije-. Va a ir solo.
-¡No voy! -gritó-. Tenía el rostro levantado hacía León, lo miraba con furia-. ¡No voy! No
quiero huelga.
-¡Cállate, imbécil! ¿Quién quiere huelga? -León parecía muy nervioso. Apretaba con todas
sus fuerzas el brazo del brigadier. Sus compañeros observaban la escena, divertidos.
-¡Nos pueden expulsar! -El brigadier se dirigía a los pequeños, se lo notaba atemorizado y
colérico-. Ellos quieren huelga porque no les van a poner horario, les van a tomar los
exámenes de repente, sin que sepan cuándo. ¿Creen que no sé? ¡Nos pueden expulsar!
Vamos al colegio, muchachos.
Hubo un movimiento de sorpresa entre los chiquillos. Se miraban ya sin sonreír, mientras el
otro seguía chillando que nos iban a expulsar. Lloraba.
-¡No le pegues! -grité, demasiado tarde. León lo había golpeado en la cara, no muy fuerte,
pero el chico se puso a patalear y a gritar.
-Pareces un chivo -advirtió alguien.
Miré a Javier. Ya había corrido. Lo levantó y se lo echó a los hombros como un fardo. Se
alejó con él. Lo siguieron varios, riendo a carcajadas.
-¡Al río! -gritó Raygada. Javier escuchó porque lo vimos doblar con su carga por la avenida
Sánchez Cerro, camino al Malecón.
El grupo que nos rodeaba iba creciendo. Sentados en los sardineles y en los bancos rotos, y
los demás transitando aburridamente por los pequeños senderos asfaltados del parque,
nadie, felizmente, intentaba ingresar al colegio. Repartidos en parejas, los diez encargados
de custodiar la puerta principal, tratábamos de entusiasmarlos: "tienen que poner los
horarios, porque si no, nos friegan. Y a ustedes también, cuando les toque".
-Siguen llegando -me dijo Raygada-. Somos pocos. Nos pueden aplastar, si quieren.
-Si los entretenemos diez minutos, se acabó -dijo León-. Vendrá la Media y entonces los
corremos al río a patadas.
De pronto, un chico gritó convulsionado:
-¡Tienen razón! ¡Ellos tienen razón! -Y dirigiéndose a nosotros, con aire dramático-: Estoy
con ustedes.
-¡Buena! ¡Muy bien! -lo aplaudimos-. Eres un hombre.
Palmeamos su espalda, lo abrazamos.
El ejemplo cundió. Alguien dio un grito: "Yo también". "Ustedes tienen razón".
Comenzaron a discutir entre ellos. Nosotros alentábamos a los más excitados halagándolos:
"Bien, churre. No eres ningún marica".
Raygada se encaramó sobre la fuente. Tenía la boina en la mano derecha y la agitaba,
suavemente.
-Lleguemos a un acuerdo -exclamó-. ¿Todos unidos ?
Lo rodearon. Seguían llegando grupos de alumnos, algunos de quinto de Media; con ellos
formamos una muralla, entre la fuente y la puerta del colegio, mientras Raygada hablaba.
-Esto se llama solidaridad -decía-. Solidaridad. -Se calló como si hubiera terminado, pero
un segundo después abrió los brazos y clamó-: ¡No dejaremos que se cometa un abuso!
Lo aplaudieron.
-Vamos al río -dije-. Todos.
-Bueno. Ustedes también.
-Nosotros vamos después.
-Todos juntos o ninguno -repuso la misma voz. Nadie se movió.
Javier regresaba. Venía solo.
-Esos están tranquilos -dijo-. Le han quitado el burro a una mujer. Juegan de lo lindo.
-La hora -pidió León-. Dígame alguien qué hora es.
Eran las dos.
-A las dos y media nos vamos -dije-. Basta que se quede uno para avisar a los retrasados.
Los que llegaban se sumergían en la masa de chiquillos. Se dejaban convencer
rápidamente.
-Es peligroso –dijo Javier. Hablaba de una manera rara: ¿tendría miedo?-. Es peligroso. Ya
sabemos qué va a pasar si al director se le antoja salir. Antes que hable, estaremos en las
clases.
-Sí -dije-. Que comiencen a irse. Hay que animarlos.
Pero nadie quería moverse. Había tensión, se esperaba que, de un momento a otro, ocurríera
algo.
León estaba a mi lado.
-Los de Media han cumplido -dijo-. Fíjate. Sólo han venido los encargados de las puertas.
Apenas un momento después, vimos que llegaban los de Media, en grandes corrillos que se
mezclaban con las olas de chiquillos. Hacían bromas. Javier se enfureció:
-¿Y ustedes? -dijo-. ¿Qué hacen aquí? ¿A qué han venido?
Se dirigía a los que estaban más cerca de nosotros; al frente de ellos iba Antenor, brigadier
de segundo de Media.
-¡Guá! -Antenor parecía muy sorprendido-. ¿Acaso vamos a entrar? Venimos a ayudarlos.
Javier saltó hacía él, lo agarró del cuello.
-¡Ayudarnos! ¿Y los uniformes? ¿Y los libros?
-Calla -dije-. Suéltalo. Nada de peleas. Diez minutos y nos vamos al río. Ha llegado casi
todo el colegio.
La Plaza estaba totalmente cubierta. Los estudiantes se mantenían tranquilos, sin discutir.
Algunos fumaban. Por la avenida Sánchez Cerro pasaban muchos carros, que disminuían la
velocidad al cruzar la Plaza Merino. De un camión, un hombre nos saludó gritando:
-Buena, muchachos. No se dejen.
-¿Ves? –dijo Javier-. Toda la ciudad está enterada. ¿Te imaginas la cara de Ferrufino?
-¡Las dos y media! -gritó León-. Vámonos. Rápido, rápido.
Miré mi reloj: faltaban cinco minutos.
-Vámonos -grité-. Vámonos al río.
Algunos hicieron como que se movían. Javier, León, Raygada y varios más, gritando
también, comenzaron a empujar a unos y a otros. Una palabra se repetía sin cesar: "río, río,
río". Lentamente, la multitud de muchachos principió a agitarse. Dejamos de azuzarlos y, al
callar nosotros, me sorprendió por segunda vez en el día, un silencio total. Me ponía
nervioso. Lo rompí:
-Los de Media, atrás -indiqué-. A la cola, formando fila...
A mi lado, alguien tiró al suelo un barquillo de helado, que salpicó mis zapatos. Enlazando
los brazos, formamos un cinturón humano. Avanzábamos trabajosamente. Nadie se negaba,
pero la marcha era lentísima. Una cabeza iba casí hundida en mi pecho. Se volvió: ¿cómo
se llamaba? Sus ojos pequeños eran cordiales.
-Tu padre te va a matar -dijo.
"Ah, pensé. Mi vecino."
-No -le dije-. En fin, ya veremos. Empuja.
Habíamos abandonado la Plaza. La gruesa columna ocupaba íntegramente el ancho de la
avenida. Por encima de las cabezas sin boinas, dos cuadras más allá, se veía la baranda
verde amarillenta y los grandes algarrobos de Malecón. Entre ellos, como puntitos blancos,
los arenales. El primero en escuchar fue Javier, que marchaba a mi lado. En sus estrechos
ojos oscuros había sobresalto.
-¿Qué pasa? -dije-. Dime.
Movió la cabeza.
-¿Qué pasa? -le grité-. ¿Qué oyes?
Logré ver en ese instante un muchacho uniformado que cruzaba velozmente la Plaza
Merino hacía nosotros. Los gritos del recién llegado se confundieron en mis oídos con el
violento vocerío que se desató en las apretadas columnas de chiquillos, parejo a un
movimiento de confusión. Los que marchábamos en la última hilera no entendíamos bien.
Tuvimos un segundo de desconcierto; aflojando los brazos, algunos se soltaron. Nos
sentimos arrojados hacía atrás, separados. Sobre nosotros pasaban centenares de cuerpos,
corriendo y gritando histéricamente. "¿Qué pasa?", grité a León. Señaló algo con el dedo,
in dejar de correr. "Es Lu, dijeron a mi oído. Algo ha pasado allá. Dicen que hay un lío".
Eché a correr. En la bocacalle que se abría a pocos metros de la puerta trasera del colegio,
me detuve en seco. En ese momento era imposible ver: oleadas de uniformes afluían de
todos lados y cubrían la calle de gritos y cabezas descubiertas. De pronto, a unos quince
pasos, encaramado sobre algo, divisé a Lu. Su cuerpo delgado se destacaba nitidamente en
la sombra de la pared que lo sostenía. Estaba arrinconado y descargaba su garrote a todos
lados. Entonces, entre el ruido, más poderosa que la de quienes lo insultaban y retrocedían
para librarse de sus golpes, escuché su voz:
-¿Quién se acerca? -gritaba-. ¿Quién se acerca?
Cuatro metros más allá, dos coyotes, rodeados también, se defendían a palazos y hacían
esfuerzos desesperados para romper el cerco y juntarse a Lu. Entre quienes los acosaban, vi
rostros de Media. Algunos habían conseguido piedras y se las arrojaban, aunque sin
acercarse. A lo lejos, vi así mismo a otros dos de la banda, que corrían despavoridos: los
perseguía un grupo de muchachos con palos.
-¡Cálmense! ¡Cálmense! Vamos al río.
Una voz nacía a mi lado, angustiosamente.
Era Raygada. Parecía a punto de llorar.
-No seas idiota -dijo Javier. Se reía a carcajadas-. Cállate, ¿no ves?
La puerta estaba abierta y por ella entraban los estudiantes a docenas, ávidamente.
Continuaban llegando a la bocacalle nuevos compañeros, algunos se sumaban al grupo que
rodeaba a Lu y los suyos. Habían conseguido juntarse. Lu tenía la camisa abierta; asomaba
su flaco pecho lampiño, sudoroso y brillante; un hilillo de sangre le corría por la nariz y los
labios. Escupía de cuando en cuando y miraba con odio a los que estaban más próximos.
Únicamente él tenía levantado el palo, dispuesto a descargarlo. Los otros lo habían bajado,
exhaustos.
-¿Quién se acerca? Quiero ver la cara de ese valiente.
A medida que entraban al colegio, iban poniéndose de cualquler modo las boinas y las
insignias del año. Poco a poco, comenzó a disolverse, entre injurias, el grupo que cercaba a
Lu. Raygada me dio un codazo:
-Dijo que con su banda podía derrotar a todo el colegio-. Hablaba con tristeza-. ¿ Por qué
dejamos solo a este animal?
Raygada se alejó. Desde la puerta nos hizo una seña, como dudando. Luego entró. Javier y
yo nos acercamos a Lu. Temblaba de cólera.
-¿Por qué no vinieron? -dijo, frenético, levantando la voz-. ¿Por qué no vinieron a
ayudarnos?
Éramos apenas ocho, porque los otros... Tenía una vista extraordinaria y era flexible como
un gato. Se echó velozmente hacía atrás, mientras mi puno apenas rozaba su oreja y luego,
con el apoyo de todo su cuerpo, hizo dar una curva en el aire a su garrote. Recibí en el
pecho el impacto y me tambaleé. Javier se puso en medio.
-Acá no -dijo-. Vamos al Malecón.
-Vamos -dijo Lu-. Te voy a enseñar otra vez.
-Ya veremos -dije-. Vamos.
Caminamos media cuadra, despacio, porque mis piernas vacilaban. En la esquina nos
detuvo León.
-No peleen -dijo-. No vale la pena. Vamos al colegio. Tenemos que estar unidos.
Lu me miraba con sus ojos semicerrados. Parecía incómodo.
-¿Por qué les pegaste a los churres? -le dije-. ¿Sabes lo que nos va a pasar ahora a ti y a mí?
No respondió ni hizo ningún gesto. Se había calmado del todo y tenía la cabeza baja.
-Contesta, Lu -insistí-. ¿Sabes?
-Está bien -dijo León-. Trataremos de ayudarlos. Dense la mano.
Lu levantó el r ostro y me miró, apenado. Al sentir su mano entre las mías, la noté suave y
delicada, y recordé que era la primera vez que nos saludábamos de ese modo. Dimos media
vuelta, caminamos en fila hacía el colegio. Sentí un brazo en el hombro. Era Javier.
Interior «L»
Julio Ramón Ribeyro

El colchonero con su larga pértiga de membrillo sobre el hombro y el rostro recubierto de polvo y
de pelusas atravesó el corredor de la casa de vecindad, limpiándose el sudor con el dorso de la
mano.

—¡Paulina, el té! —exclamó al entrar a su habitación dirigiéndose a una muchacha que, inclinada
sobre un cajón, escribía en un cuaderno. Luego se desplomó en su catre. Se hallaba extenuado.
Toda la mañana estuvo sacudiendo con la vara un cerro de lana sucia para rehacer los colchones
de la familia Enríquez. A mediodía, en la chingana de la esquina, comió su cebiche y su plato de
frejoles y prosiguió por la tarde su tarea. Nunca, como ese día, se había agotado tanto. Antes del
atardecer suspendió su trabajo y emprendió el regreso a su casa, vagamente preocupado y
descontento, pensando casi con necesidad en su catre destartalado y en su taza de té.

—Acá lo tienes —dijo su hija, alcanzándole un pequeño jarro de metal. Está bien caliente —y
regresó al cajón donde prosiguió su escritura. El colchonero bebió un sorbo mientras observaba las
trenzas negras de Paulina y su espalda tenazmente curvada. Un sentimiento de ternura y de
tristeza lo conmovió. Paulina era lo único que le quedaba de su breve familia. Su mujer hacía más
de un año que muriera víctima de la tuberculosis. Esta enfermedad parecía ser una tara familiar,
pues su hijo que trabajaba de albañil, falleció de lo mismo algún tiempo después.

—¡Le ha caído un ladrillo en la espalda! ¡Ha sido sólo un ladrillo! —recordó que argumentaba ante
el dueño del callejón, quien había acudido muy alarmado a su propiedad al enterarse que en ella
había un tísico.
— ¿Y esa tos?, ¿y ese color?
— ¡Le juro que ha sido sólo un ladrillo! Ya todo pasará. No hubo de esperar mucho tiempo. A la
emana el pequeño albañil se ahogaba en su propia sangre.

—Debió ser un ladrillo muy grande —comentó el propietario cuando se enteró del fallecimiento.
—Paulina, ¿me sirves otro poco? Paulina se volvió. Era una cholita de quince años baja para su
edad, redonda, prieta, con los ojos rasgados y vivos y la nariz aplastada. No se parecía en nada a su
madre, la cual era más bien delgada como un palo de tejer.
—Paulina, estoy cansado. Hoy he cosido dos colchones —suspiró el colchonero, dejando el jarro
en el suelo para extenderse a lo largo de todo el catre. Y como Paulina no contestara y dejara tan
sólo escuchar el rasgueo de la pluma sobre el papel, no insistió. Su mirada fue deslizándose por el
techo de madera hasta descubrir un tragaluz donde faltaba un vidrio.
«Sería necesario comprar uno», pensó y súbitamente se acordó de Domingo. Se extrañó que este
recuerdo no le produjera tanta indignación. ¡También había tenido que sucederle eso a él!

—Paulina, ¿cómo apellidaba Domingo?


Esta vez su hija se volvió con presteza y quedó mirándolo fijamente.
—Allende —replicó y volvió a curvarse sobre su tarea.
—¿Allende? —se preguntó el colchonero. Todo empezó cuando una tarde se encontró con el
profesor de Paulina en la avenida. Apenas lo divisó corrió hacia él para preguntarle por los
estudios de su hija. El profesor quedó mirándolo sorprendido, balanceó su enorme cabeza calva y
apuntándole con el índice le hizo una revelación enorme:
—Hace dos meses que no va al colegio. ¿Es que está enferma acaso? Sin dar crédito a lo que
escuchaba regresó en el acto a su casa. Eran las tres de la tarde, hora eminentemente escolar. Lo
primero que divisó fue el mandil de Paulina colgado en el mango de la puerta y luego, al ingresar,
a Paulina que dormía a pierna suelta sobre el catre.
—¿Qué haces aquí?
Ella despertó sobresaltada.
—¿No has ido al colegio?
Paulina prorrumpió a llorar mientras trataba de cubrir sus piernas y su vientre impúdicamente al
aire. Él, entonces, al verla tuvo una sospecha feroz.
—Estás muy barrigona —dijo acercándose—. ¡Déjame mirarte! —y a pesar de la resistencia que le
ofreció logró descubrirla.
—¡Maldición! —exclamó—. ¡Estás embarazada! ¡No lo voy a saber yo que he preñado por dos
veces a mi mujer!
—Allende, ¿no? —preguntó el colchonero incorporándose ligeramente—. Yo creía que era Ayala.

—No, Allende —replicó Paulina sin volverse.


El colchonero volvió a recostar su cabeza en la almohada. La fatiga le inflaba rítmicamente el
pecho.
—Sí, Allende—repitió—. Domingo Allende.
Después de los reproches y de los golpes ella lo había confesado. Domingo Allende era el maestro
de obras de una construcción vecina, un zambo fornido y bembón, hábil para decir un piropo, para
patear una pelota y para darle un mal corte a quien se cruzara en su camino.
—Pero ¿de quién ha sido la culpa? —habíale preguntado tirándola de las trenzas.
—¡De él! —replicó ella—. Una tarde que yo dormía se metió al cuarto, me tapó la boca con una
toalla y...
—¡Sí, claro, de él! ¿ Y por qué no me lo dijiste?
—¡Tenía vergüenza!
Y luego qué rabia, qué indignación, qué angustia la suya. Había pregonado a voz en cuello su
desgracia por todo el callejón, confiando en que la solidaridad de los vecinos le trajera algún
consuelo.
—Vaya usted donde el comisario —le dijo el gasfitero del cuarto próximo.
—Estas cosas se entienden con el juez —le sugirió un repartidor de pan. Y su compadre, que
trabajaba en carpintería, le insinuó cogiendo su serrucho.
—Yo que tú... ¡zas! —y describió una expresiva parábola con su herramienta.
Esta última actitud te pareció la más digna, a pesar de no ser la más prudente, y armado
solamente de coraje se dirigió a la construcción donde trabajaba Domingo. Todavía recordaba la
maciza figura de Domingo asomando desde un alto andamio.
—¿Quién me busca?
—Aquí un señor pregunta por ti.
Se escuchó un ruido de tablones cimbrándose y pronto tuvo delante suyo a un gigante con las
manos manchadas de cal, el rostro salpicado de yeso y la enorme pasa zamba emergiendo bajo un
gorro de papel. No sólo decayeron sus intenciones belicosas, sino que fue convencido por una
lógica —que provenía más de los músculos que de las palabras— que Paulina era la culpable de
todo.
—¿Qué tengo que ver yo? ¡Ella me buscaba! Pregunte no más en el callejón. Me citó para su
cuarto. «Mi papá no está por las tardes», dijo. ¡Y lo demás ya lo sabe usted!...
Sí, lo demás ya lo sabía. No era necesario que se lo recordaran. Bastaba en aquella época ver el
vientre de Paulina, cada vez más hinchado, para darse cuenta que el mal estaba hecho y que era
irreparable. En su desesperación no le quedó más remedio que acudir donde la señora Enríquez,
vieja mujer obesa a quien cada cierto tiempo rehacía el colchón.
—No sea usted tonto —lo increpó la señora—. ¡Cómo se queda así tan tranquilo! Mi marido es
abogado. Pregúntele a él. Por la noche lo recibió el abogado. Estaba cenando, por lo cual lo hizo
sentar a un extremo de la mesa y le invitó un café.
—¿Su hija tiene sólo catorce años? Entonces hay presunción de violencia. Eso tiene pena de cárcel.
Yo me encargaré del asunto. Le cobraré, naturalmente, un precio módico.
—Paulina, ¿no te dan miedo los juicios? —preguntó el colchonero con la mirada fija en el vidrio
roto, por el cual asomaba una estrella.
—No sé —replicó ella, distraídamente.
El sí lo tenía. Ya una vez había sido demandado por desahucio. Recordaba, como una pesadilla, sus
diarios vagares por el palacio de justicia, sus discusiones con los escribanos, sus humillaciones ante
los porteros. ¡Qué asco! Por eso la posibilidad de embarcarse en un juicio contra Domingo lo
aterró.
—Voy a pensarlo —dijo al abogado.
Y lo hubiera seguido pensando indefinidamente si no fuera por aquel encuentro que tuvo con el
zambo Allende, un sábado por la tarde, mientras bebía cerveza. Envalentonado por el licor se
atrevió a amenazarlo.
—¡Te vas a fregar! Ya fui donde mi abogado. ¡Te vamos a meter a la cárcel por abusar de menores!
¡Ya verás! Esta vez el zambo no hizo bravatas. Dejó su botella sobre el mostrador y quedó
mirándolo perplejo. Al percatarse de esta reacción, él arremetió.
—¡Sí, no vamos a parar hasta verte metido entre cuatro paredes! La ley me protege.
Domingo pagó su cerveza y sin decir palabra abandonó la taberna. Tan asustado estaba que se
olvidó de recoger su vuelto.
—Paulina, esa noche te mandé a comprar cerveza.
Paulina se volvió.
—¿Cuál?
—La noche de Domingo y del ingeniero.
—Ah, sí.
—Anda ahora, toma esto y cómprame una botella. ¡Que esté bien helada! Hace mucho calor.
Paulina se levantó, metió las puntas de su blusa entre su falda y salió de la habitación. El mismo
sábado del encuentro en la taberna, hacia el atardecer, Domingo apareció con el ingeniero.
Entraron al cuarto silenciosos y quedaron mirándolo. Él se asombró mucho de la expresión de sus
visitantes. Parecían haber tramado algo desconocido.
—Paulina, anda a comprar cerveza —dijo él, y la muchacha salió disparada.
Cuando quedaron los tres hombres solos hicieron el acuerdo. El ingeniero era un hombre muy
elegante. Recordó que mientras estuvo hablando, él no cesó de mirarte estúpidamente los dos
puños blancos de su camisa donde relucían gemelos de oro. —El juicio no conduce a nada —decía,
paseando su mirada por la habitación con cierto involuntario fruncimiento de nariz—. Estará usted
peleando durante dos o tres años en el curso de los cuales no recibirá un cobre y mientras canto la
chica puede necesitar algo. De modo que lo mejor es que usted acepte esto... —y se llevó la mano
a la cartera.
Su dignidad de padre ofendido hizo explosión entonces. Algunas frases sueltas repicaron en sus
oídos. «¿Cómo cree que voy a hacer eso?», «¡Lárguese con su dinero!», «...el juez se entenderá
con ustedes!» ¿Para qué tanto ruido si al final de todo iba a aceptar?
—Ya sabe usted —advirtió el ingeniero antes de retirarse—. Aquí queda el dinero, pero no meta al
juez en el asunto.
Paulina entró con la cerveza.
—Destápala —ordenó él.
Aquella vez Paulina también llegó con la cerveza pero, cosa extraña, hubo de servirle al ingeniero y
a su violador. Ella también bebió un dedito y los cuatro brindaron por «el acuerdo».
—¿No quieres un poco? —preguntó el colchonero.
Paulina se sirvió en silencio y entregó la botella a su padre.
Por el hueco del vidrio seguía brillando la estrella. Entonces, también brillaba la estrella, pero
sobre la mesa ahora desolada, había un alto de billetes.
—¡Cuánto dinero! —había exclamado Paulina cayendo sobre el colchón.
Mucho dinero había sido, en efecto, ¡mucho dinero! Lo primero que hizo fue ponerle vidrios al
tragaluz. Después adquirió una lámpara de kerosene. También se dieron el lujo de admitir un
perrito.
—Paulina, te acuerdas de Bobi? ¡El pobre!
Y así como el perrito desapareció sin dejar rastros —se sospechó siempre del carnicero— el cristal
fue destrozado de un pelotazo. Sólo quedaba el lamparín de kerosene. Y el recuerdo de aquellos
días de fortuna. ¡El recuerdo!
—¡Qué días esos. Paulina!
Durante más de quince días estuvo sin trabajar. En sus ociosas mañanas y en sus noches de juerga
encontraba el delicioso sabor de una revancha. Del dinero que recibiera iba extrayendo en febriles
sorbos, todas las experiencias y los placeres que antes le estuvieron negados. Su vida se plagó de
anécdotas, se hizo amable y llevadera.
—¡Maestro Padrón! —le gritaba el gasfitero todas las tardes—. ¿Nos vamos a tomar nuestro
caldito? —y juntos se iban a la chingana de don Eduardo.
—¡Maestro Padrón! ¿Conoce usted el hipódromo? —recordaba un vasto escenario verde lleno de
chinos, de boletos rotos y naturalmente de caballos. Recordaba, también, que perdió dinero.
—¡Maestro Padrón! ¿Ha ido usted a la feria?...
—¡Sería necesario poner un nuevo vidrio! —exclamó el colchonero con cierta excitación—. Puede
entrar la lluvia en el invierno.
Paulina observó el tragaluz.
—Está bien así—replicó—. Hace fresco.
—¡Hay que pensar en el futuro!
Entonces no pensaba en el futuro. Cuando el gasfitero le dijo: «¡Maestro Padrón! ¿Damos una
vuelta por la Victoria?», él aceptó sin considerar que Paulina tenía ocho meses de embarazo y que
podía dar a luz de un momento a otro. Al regresar a las tres de la mañana, abrazado del gasfitero,
encontró su habitación llena de gente: Paulina había abortado. En un rincón, envuelto en una
sábana, había un bulto sanguinolento. Paulina yacía extendida sobre una jerga con el rostro verde
como un limón.
—¡Dios mío, murió Paulicha! —fue lo único que atinó a exclamar antes de ser amonestado por la
comadrona y de recibir en su rostro congestionado por el licor un jarro de agua helada.
Por el tragaluz se colaba el viento haciendo oscilar la llama del lamparín. La estrella se caía de
sueño.
—¡Habrá que poner un vidrio! —suspiró el colchonero y corno Paulina no contestara insistió—:
¡Qué bien nos sirvió el de la vez pasada! No costó mucho, ¿verdad?
Paulina se levantó, cerrando su cuaderno.
—No me acuerdo —dijo y se acercó a la cocina. Recogiendo su falda para no ensuciarla puso las
rodillas en tierra y comenzó a ordenar los carbones.
—¿Cuánto costaría? —pensó él—. Tal vez un día de trabajo —y observó las anchas caderas de su
hija. Muchos días hubieron de pasar para que recuperara su color y su peso. Los restos de su
pequeño capital se fueron en remedios. Cuando por las noches el farmacéutico le envolvía los
grandes paquetes de medicinas él no dejaba de inquietarse por el tamaño de la cuenta.
—Pero no ponga esa cara —reía el boticario—. Se diría que le estoy dando veneno.
El día que Paulina pudo levantarse él ya no tenía un céntimo. Hubo, entonces, de coger su vara de
membrillo, sus temibles agujas, su rollo de pica y reiniciar su trabajo con aquellas manos que el
descanso había entorpecido.
—Está usted muy pesado —le decía la señora Enríquez al verlo resoplar mientras sacudía la lana,
—Sí, he engordado un poco. Hacía de esto ya algunos meses. Desde entonces iba haciendo su vida
así, penosamente, en un mundo de polvo y de pelusas. Ese día había sido igual a muchos otros,
pero singularmente distinto. Al regresar a su casa, mientras raspaba el pavimento con la varilla, le
había parecido que las cosas perdían sentido y que algo de excesivo, de deplorable y de injusto
había en su condición, en el tamaño de las casas, en el color del poniente. Si pudiera por lo menos
pasar un tiempo así, bebiendo sin apremios su té cotidiano, escogiendo del pasado sólo lo
agradable y observando por el vidrio roto el paso de las estrellas y de las horas. Y si ese tiempo
pudiera repetirse... ¿era imposible acaso? Paulina inclinada sobre la cocina soplaba en los
carbones hasta ponerlos rojos. Un calor y un chisporroteo agradables invadieron la pieza. El
colchonero observó la trenza partida de su hija, su espalda amorosamente curvada, sus caderas
anchas. La maternidad le había asentado. Se la veía más redonda, más apetecible. De pronto una
especie de resplandor cruzó por su mente. Se incorporó hasta sentarse en el borde del catre:

—Paulina, estoy cansado, estoy muy cansado... necesito reposar... ¿por qué no buscas otra vez a
Domingo? Mañana no estaré por la tarde. Paulina se volvió a él bruscamente, con las mejillas
abrasadas por el calor de los carbones y lo miró un instante con fijeza. Luego regresó la vista hacia
la cocina, sopló hasta avivar la llama y replicó pausadamente:
—Lo pensaré.

(Madrid, 1953)
EL NIÑO DE JUNTO AL CIELO

Enrique Congrains Martin


Por alguna desconocida razón, Esteban había llegado al lugar exacto, precisamente al único lugar... Pero, ¿no sería, más bien,
que “aquello” había venido hacia él? Bajó la vista ‘y volvió a mirar. Sí, ahí se guía el billete anaranjado, junto a sus pies, junto a
su vida.
¿Por qué, por qué, él?
Su madre se había encogido de hombros al pedirle, él, autorización para conocer la ciudad, pero después le advirtió que
tuviera cuidado con los carros y con las gentes. Había descendido desde el cerro hasta la carretera y, a los pocos pasos, divisó
“aquello” junto al sendero que corría paralelamente a la pista.
Vacilante, incrédulo, se agachó y lo tomó entre sus manos. Diez, diez, diez, era un billete de diez soles, un billete que contenía
muchísimas pesetas, innumerables reales. ¿Cuántos reales, cuántos medios, exactamente? Los conocimientos de Esteban no
abarcaban tales complejidades y, por otra parte, le bastaba con saber que se trataba de un papel anaranjado que decía “diez”
por sus dos lados.
Siguió por el sendero, rumbo a los edificios que se veían más allá de ese otro cerro cubierto de casas. Esteban caminaba unos
metros, se detenía y sacaba el billete de su bolsillo para comprobar su indispensable presencia. ¿Había venido el billete hacia
él —se preguntaba— o era él, el que había ido hacia el billete?
Cruzó la pista y se internó en un terreno salpicado de basuras, desperdicios de albañilería y excrementos; llegó a una calle y
desde allí divisó al famoso mercado, el Mayorista, del que tanto había oído hablar. ¿Eso era Lima, Lima, Lima?... La palabra le
sonaba a hueco. Recordó: su tío le había dicho que Lima era una ciudad grande, tan grande que en ella vivían un millón de
personas.
¿La bestia con un millón de cabezas? Esteban había soñado hacía unos días, antes del viaje, en eso: una bestia con un millón
de cabezas. Y ahora, él, con cada paso que daba, iba internándose dentro de la bestia...
Se detuvo, miró y meditó: la ciudad, el Mercado Mayorista, los edificios de tres y cuatro pisos, los autos, la infinidad de gentes
—algunas como él, otras no como él— y el billete anaranjado, quieto, dócil, en el bolsillo de su pantalón. El billete llevaba el
“diez” por ambos lados y en eso se parecía a Esteban. El también llevaba el “diez” en su rostro y en su conciencia. El “diez
años” lo hacía sentirse seguro y con fiado, pero sólo hasta cierto punto. Antes, cuando comenzaba a tener noción de las cosas
y de los hechos, la meta, el horizonte, había sido fijado en los diez años. ¿Y ahora? No, desgraciadamente no. Diez años no
era todo, Esteban se sentía incompleto aún. Quizá si cuando tuviera doce, quizá si cuando llegara a los quince. Quizá ahora
mismo, con la ayuda del billete anaranjado.
Estuvo dando algunas vueltas, atisbando dentro de la bestia, hasta que llegó a sentirse parte de ella. Un millón de cabezas y,
ahora, una más. La gente se movía, se agitaba, unos iban en una dirección, otros en otra, y él, Esteban, con el billete
anaranjado, que daba siempre en el centro de todo, en el ombligo mismo.
Unos muchachos de su edad jugaban en la vereda Esteban se detuvo a unos metros de ellos y quedó observando el ir y venir
de las bolas; jugaban dos y el resto hacía ruedo. Bueno, había andado unas cuadras y por fin encontraba seres como él, gente
que no se movía incesantemente de un lado a otro. Parecía, por lo visto, que también en la ciudad había seres humanos.
¿Cuánto tiempo estuvo contemplándolos? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? ¿Una hora, acaso dos? Todos los chicos se
habían ido, todos menos uno. Esteban quedó mirándolo, mientras su mano dentro del bolsillo acariciaba el billete.
— ¡Hola, hombre!
— Hola... —respondió Esteban, susurrando casi.
El chico era más o menos de su misma edad y vestía pantalón y camisa de un mismo tono, algo que debió ser kaki en otros
tiempos, pero que ahora pertenecía a esa categoría de colores vagos e indefinibles.
— ¿Eres de por acá? —le preguntó a Esteban.
—Sí, este... —se aturdió y no supo cómo explicar que vivía en el cerro y que estaba en viaje de exploración a través de la
bestia de un millón de cabezas.
— ¿De dónde, ah? —se había acercado y estaba frente a Esteban. Era más alto y sus ojos inquietos le recorrían de arriba a
abajo-’ ¿De dónde, ah? —volvió a preguntar.
—De allá, del cerro —y Esteban señaló en la dirección en que había venido.
— ¿San Cosme?
Esteban meneó la cabeza, negativamente.
— ¿Del Agustino?
— ¡Sí, de ahí! —exclamó sonriendo. Ese era el nombre y ahora lo recordaba. Desde hacía meses, cuando se enteró de la
decisión de su tío de venir a radicarse a Lima, venía averiguando cosas de la ciudad. Fue así como supo que Lima era muy
grande, demasiado grande, tal vez; que había un sitio que se llamaba Callao y que ahí llegaban buques de otros países; que
habían lugares muy bonitos, tiendas enormes, calles larguísimas... ¡Lima!... Su tío había salido dos meses antes que ellos
con el propósito de conseguir casa. Una casa. ¿En qué sitio será?, le había preguntado a su madre. Ella tampoco sabía. Los
días corrieron y después de muchas semanas llegó la carta que ordenaba partir. ¡Lima!... ¿El cerro del Agustino, Esteban?
Pero él no lo llamaba así. Ese lugar tenía otro nombre. La choza que su tío había levantado quedaba en el barrio de Junto al
Cielo. Y Esteban era el único que lo sabía.
—Yo no tengo casa... —dijo el chico después de un rato. Tiró una bola contra la tierra y exclamó—:
¡Caray, no tengo!
— ¿Dónde vives, entonces? —se animó a inquirir Esteban.
El chico recogió la bola, la frotó en su mano y luego respondió:
—En el mercado, cuido la fruta, duermo a ratos...
—Amistoso y sonriente, puso una mano sobre el hombro de Esteban y le preguntó—: ¿Cómo te llamas tú?
—Esteban...
—Yo me llamo Pedro —tiró la bola al aire y la recibió en la palma de su mano—. Te juego, ¿ya Esteban?
Las bolas rodaron sobre la tierra, persiguiéndose mutuamente. Pasaron los minutos, pasaron hombres y mujeres junto a ellos,
pasaron autos por la calle, siguieron pasando los minutos. El juego había terminado, Esteban no tenía nada que hacer junto a
la habilidad de Pedro. Las bolas al bolsillo y los pies sobre el cemento gris de la acera. ¿Adónde, ahora? Empezaron a caminar
juntos. Esteban se sentía más a gusto en compañía de Pedro, que estando solo.
Dieron algunas vueltas. Más y más edificios. Más y más gentes. Más y más autos en las calles. Y el billete anaranjado seguía
en el bolsillo. Esteban lo recordó.
— ¡Mira lo que me encontré! —lo tenía entre sus dedos y el viento lo hacía oscilar levemente.
—¡Caray!—exclamó Pedro y lo tomó, examinándolo al detalle—. ¡Diez soles, caray! ¿Dónde lo en contraste?
—Junto a la pista, cerca del cerro —explicó Esteban.
Pedro le devolvió el billete y se concentró un rato. Luego preguntó:
— ¿Qué piensas hacer, Esteban?
—No sé, guardarlo, seguro... —y sonrió tímida mente.
— ¡Caray, yo con una libra haría negocios, palabra que sí!
— ¿Cómo?
Pedro hizo un gesto impreciso que podía revelar a un mismo tiempo, muchísimas cosas. Su gesto podía interpretarse como
una total despreocupación por el asunto —los negocios— o como una gran abundancia de posibilidades y perspectivas.
Esteban no comprendió.
- ¿Qué clase de negocios, ah?
- ¡Cualquier clase, hombre! –pateó una cáscara de naranja que rodó desde la vereda hasta la pista; casi inmediatamente pasó
un ómnibus que la aplanó contra el pavimento-. Negocios hay de sobra, palabra que sí. Y en unos dos días cada uno de
nosotros podría tener otra libra en el bolsillo.
- ¿Una libra más? –Preguntó Esteban asombrándose.
- ¡Pero claro que sí!... –volvió a examinar a Esteban y le preguntó-: ¿Tú eres de Lima?
Esteban se ruborizó. NO, él no había crecido al pie de las paredes grises, ni jugado sobre el cemento áspero e indiferente.
Nada de eso en sus diez años, salvo lo de ese día.
- No, no soy de acá, soy de Tarma, llegué ayer…
- ¡Ah! –exclamó Pedro, observándolo fugazmente-. ¿De Tarma, no?
- Sí, de Tarma..
Convinieron e
Habían dejado atrás el mercado y estaban junto a la carretera. A medio kilómetro de distancia se alzaba el cerro del Agustino,
el barrio de Junto al Cielo, según Esteban. Antes del viaje, en Tarma, se había preguntado: ¿iremos a vivir a Miraflores, al
Callao, a San Isidro, a Chorrillos, en cuál de esos barrios quedará la casa de mi tío? Habían tomado el ómnibus y después de
varias horas de pesado y fatigante viaje, arribaban a Lima. ¿Miraflores? ¿La Victoria? ¿San Isidro? ¿Callao? ¿Adónde,
Esteban, adónde? Su tío había mencionado el lugar y era la primera vez que Esteban lo oía nombrar. Debe ser algún barrio
nuevo, pensó. Tomaron un auto y cruzaron calles y más calles. Todas diferentes pero, cosa curiosa, todas parecidas, también.
El auto los dejó al pie del cerro.
Casas junto al cerro, casas en mitad del cerro, casas en la cumbre del cerro. Habían subido y una vez arriba, junto a la choza
que había levantado su tío, Esteban contempló a la bestia de un millón de cabezas. La “cosa” se extendía y se desparramaba,
cubriendo la tierra de casas, calles, techos, edificios, más allá de lo que su vista podía alcanzar. Entonces Esteban había
levantado los ojos, y se había sentido tan encima de todo –o tan abajo, quizá- que había pensado que estaba en el barrio de
Junto al Cielo.
-Oye, ¿quisieras entrar en algún negocio conmigo? –Pedro se había detenido y lo contemplaba, esperando la respuesta.
- ¿Yo…? -titubeando preguntó-: ¿Qué clase de negocio? ¿Tendría otro billete mañana?
- ¡Claro que sí, por supuesto! –afirmó resueltamente.
La mano de Esteban acarició el billete y pensó que podría tener otro billete más, y otro más, y muchos más. Muchísimos
billetes más, seguramente. Entonces el “diez años” sería esa meta que siempre había soñado.
-¿Qué clase de negocios se puede, ah? –preguntó Esteban.
Pedro sonrió y explicó:
- negocios hay muchos… Podríamos comprar periódicos y venderlos por Lima; podríamos comprar revistas, chistes… -hizo
una pausa y escupió con vehemencia. Luego dijo, entusiasmándose-: Mira, compramos diez soles de revistas y las vendemos
ahora mismo en la tarde, y tenemos quince soles, palabra.
- ¿Quince soles?
- ¡Claro, quince soles! ¡Dos cincuenta para ti y dos cincuenta para mí! ¿Qué te parece, ah?
Convinieron en reunirse al pie del cerro dentro de una hora; convinieron en que Esteban no diría nada, ni a su madre ni a su
tío; convinieron en que venderían revistas y que de la libra de Esteban, saldrían muchísimas otras.
Esteban había almorzado apresuradamente y le había vuelto a pedir permiso a su madre para bajar a la ciudad. Su tío no
almorzaba con ellos, pues en su trabajo le daban de comer gratis, completamente gratis, como había recalcado al explicar su
situación. Esteban bajó por el sendero ondulante, saltó la acequia y se detuvo al borde de la carretera, justamente en el mismo
lugar en que había encontrado, en la mañana, el billete de diez soles. Al poco rato apareció Pedro y empezaron a caminar
juntos, internándose dentro de la bestia de un millón de cabezas.
—Vas a ver que fácil es vender revistas, Esteban. Las ponemos en cualquier sitio, la gente las ve y, listo, las compra para sus
hijos. Y si queremos nos ponemos a gritar en la calle el nombre de las revistas, y así vienen más rápido... ¡Ya vas a ver qué
bueno es hacer negocios!...
— ¿Queda muy lejos el sitio? —preguntó Esteban, al ver que las calles seguían alargándose casi hasta el infinito. Qué lejos
había quedado todo lo que hasta hacía unos días había sido habitual para él.
—No, ya no. Ahora estamos cerca del tranvía y nos vamos gorreando hasta el centro.
— ¿Cuánto cuesta el tranvía?
— ¿Nada, hombre! —y se rió de buena gana—. Lo tomamos no más y le decimos al conductor que nos deje ir hasta la Plaza
San Martín.
Más y más cuadras. Y los autos, algunos viejos, otros increíblemente nuevos y flamantes, pasaban veloces, rumbo sabe Dios
dónde.
— ¿Adónde va toda esa gente en auto?
Pedro sonrió y observó a Esteban. Pero, ¿adónde iban realmente? Pedro no halló ninguna respuesta satisfactoria y se limitó a
mover la cabeza de un lado a otro. Más y más cuadras. Al fin terminó la calle y llegaron a una especie de parque.
— ¡Corre!—le gritó Pedro, de súbito. El tranvía comenzaba a ponerse en marcha. Corrieron, cruzaron en dos saltos la pista y
se encaramaron al estribo.
Una vez arriba se miraron, sonrientes. Esteban empezó a perder el temor y llegó a la conclusión de que seguía siendo el centro
de todo. La bestia de un millón de cabezas no era tan espantosa como había soñado, y ya no le importaba estar siempre, aquí
o allá, en el centro mismo, en el ombligo mismo de la bestia.
Parecía que el tranvía se había detenido definitivamente, esta vez, después de una serie de paradas. Todo el mundo se había
levantado de sus asientos y Pedro lo estaba empujando.
—Vamos, ¿qué esperas?
— ¿Aquí es?
—Claro, baja.
Descendieron y otra vez a rodar sobre la piel de cemento de la bestia. Esteban veía más gente y las veía marchar —sabe Dios
dónde— con más prisa que antes. ¿Por qué no caminaban tranquilos, suaves, con gusto, como la gente de Tarma?
—Después volvemos y por estos mismos sitios vamos a vender las revistas.
—Bueno —asintió Esteban. El sitio era lo de menos, se dijo, lo importante era vender las revistas, y que la libra se convirtiera
en varias más. Eso era lo importante.
— ¿Tú tampoco tienes papá? —le preguntó Pedro, mientras doblaban hacia una calle por la que pasaban los rieles del tranvía.
—No, no tengo... —y bajó la cabeza, entristecido. Luego de un momento, Esteban preguntó—: ¿Y tú?
—Tampoco, ni papá ni mamá. —Pedro se encogió de hombros y apresuró el paso. Después inquirió descuidadamente:
— ¿Y al que le dices “tío”?
—Ah... él vive con mi mamá, ha venido ha Lima de chofer... —calló, pero en seguida dijo—: Mi papá murió cuando yo era
chico...
— ¡Ah, caray!... ¿Y tu “tío”, qué tal te trata?
—Bien; no se mete conmigo para nada.
- ¡Ah!
Habían llegado al lugar. Tras un portón se veía un patio más o menos grande, puertas, ventanas, y dos letreros que
anunciaban revistas al por mayor.
—Ven, entra —le ordenó Pedro.
Estaban adentro. Desde el piso hasta el techo habían revistas, y algunos chicos como ellos, dos mujeres y un hombre,
seleccionaban sus compras. Pedro se dirigió a uno de los estantes y fue acumulando revistas bajo el brazo. Las contó y volvió
a revisarlas.
—Paga.
Esteban vaciló un momento. Desprenderse del billete anaranjado era más desagradable de lo que había supuesto. Se estaba
bien teniéndolo en el bolsillo y pudiendo acariciarlo cuantas veces fuera necesario.
—Paga —repitió Pedro, mostrándole las revistas a un hombre gordo que controlaba la venta.
— ¿Es justo una libra?
—Sí, justo. Diez revistas a un sol cada una.
Oprimió el billete con desesperación, pero al fin terminó por extraerlo del bolsillo. Pedro se lo quitó rápidamente de la mano y lo
entregó al hombre.
—Vamos —dijo jalándolo.
Se instalaron en la Plaza San Martín y alinearon las diez revistas en uno de los muros que circunda el jardín. Revistas, revistas,
revistas señor, revistas señora, revistas, revistas. Cada vez que una de las revistas desaparecía con un comprador, Esteban
suspiraba aliviado. Quedaban seis revistas y pronto, de seguir así las cosas, no habría de quedar ninguna.
— ¿Qué te parece, ah? —preguntó Pedro, sonriendo con orgullo.
—Está bueno, está bueno... —y se sintió enorme mente agradecido a su amigo y socio.
—Revistas, revistas, ¿no quiere un chiste, señor? —El hombre se detuvo y examinó las carátulas. ¿Cuánto? Un sol cincuenta,
no más... La mano del hombre quedó indecisa sobre dos revistas. ¿Cuál, cuál llevará? Al fin se decidió. Cóbrese. Y las
monedas cayeron, tintineantes, al bolsillo de Pedro. Esteban se limitaba a observar, meditaba, y sacaba sus conclusiones: una
cosa era soñar, allá en Tarma, con una bestia de un millón de cabezas, y otra era estar en Lima, en el centro mismo del
universo, absorbiendo y paladeando con fruición la vida.
El era el socio capitalista y el negocio marchaba estupendamente bien. Revistas, revistas, gritaba el socio industrial, y otra
revista más que desaparecía en manos impacientes. Apúrate con el vuelto!, exclamaba el comprador. Y todo el mundo
caminaba a prisa, rápidamente. ¿Adónde van que se apuran tanto?, pensaba Esteban.
Bueno, bueno, la bestia era una bestia bondadosa, amigable, aunque algo difícil de comprender. Eso no importaba;
seguramente, con el tiempo, se acostumbraría. Era una magnífica bestia que estaba permitiendo que el billete de diez soles se
multiplicara. Ahora ya no quedaban más que dos revistas sobre el muro. Dos nada más y ocho desparramándose por
desconocidos e ignorados rincones de la bestia. Revistas, revistas, chistes a sol cincuenta, chistes... Listo, ya no quedaba más
que una revista y Pedro anunció que eran las cuatro y media.
—jCaray, me muero de hambre, no he almorzado —prorrumpió luego.
— ¿No has almorzado?
—No, no he almorzado... —observó a pos compradores entre las personas que pasaban y después sugirió—: ¿ Me podrías ir a
comprar un pan o un bizcocho?
—Bueno —aceptó Esteban, inmediatamente.
Pedro sacó un sol de su bolsillo y explicó:
—Esto es de los dos cincuenta de mi ganancia, ¿ya?
—Sí, ya sé.
— ¿Ves ese cine? —preguntó Pedro señalando a uno que quedaba en esquina. Esteban asintió—. Bueno, sigues por esa calle
y a mitad de cuadra hay una tiendecita de japoneses. Anda y cómprame un pan con jamón o tráeme un plátano y galletas,
cualquier cosa, ¿ya Esteban?
—Ya.
Recibió el sol, cruzó la pista, pasó por entre dos autos estacionados y tomó la calle que le había indicado Pedro. Sí, ahí estaba
la tienda. Entró.
—Déme un pan con jamón —pidió a la muchacha que atendía.
Sacó un pan de la vitrina, lo envolvió en un papel y se lo entregó. Esteban puso la moneda sobre el mostrador.
—Vale un sol veinte —advirtió la muchacha.
— ¡Un sol veinte!... —devolvió el pan y quedó indeciso un instante. Luego se decidió-: Deme un sol de galletas, entonces.
Tenía el paquete de galletas en la mano y andaba lentamente. Pasó junto al cine y se detuvo a contemplar los atrayentes
avisos. Miró a su gusto y, luego, prosiguió caminando. ¿Habría vendido Pedro la revista que le quedaba?
Más tarde, cuando regresara a Junto al Cielo, lo haría feliz, absolutamente feliz. Pensó en ello, apresuró el paso, atravesó la
calle, esperó que pasaran unos automóviles y llegó a la vereda. Veinte o treinta metros más allá había quedado Pedro. ¿O se
había con fundido? Porque ya Pedro no estaba en ese lugar, ni en ningún otro. Llegó al sitio preciso y nada, ni Pedro, ni
revista, ni quince soles, ni... ¿Cómo había podido perderse o desorientarse? Pero, ¿no era ahí don de habían estado
vendiendo las revistas? ¿Era o no era? Miró a su alrededor. Sí, en el jardín de atrás se guía la envoltura de un chocolate. El
papel era amarillo con letras rojas y negras, y él lo había notado cuando se instalaron, hacía más de dos horas. Entonces, ¿no
se había confundido? Y Pedro, y los quince soles, y la revista?
Bueno, no era necesario asustarse, pensó. Segura mente se había demorado y Pedro lo estaba buscando. Eso tenía que
haber sucedido, obligadamente. Pasaron los minutos. No, Pedro no había ido a buscarlo: ya estaría de regreso de ser así. Tal
vez había ido con un comprador a conseguir cambio. Más y más minutos fueron quedando a sus espaldas. No, Pedro no había
ido a buscar sencillo: ya estaría de regreso, de ser así. ¿Entonces?...
—Señor, ¿tiene hora? —le preguntó a un joven que pasaba.
—Sí, las cinco en punto.
Esteban bajó la vista, hundiéndola en la piel de la bestia y prefirió no pensar. Comprendió que, de hacerlo, terminaría llorando
y eso no podía ser. El ya tenía diez años, y diez años no eran ni ocho, ni nueve. ¡Eran diez años!
— ¿Tiene hora, señorita?
—Sí —sonrió y dijo con voz linda—: Las seis y diez —y se alejó presurosa.
¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista?... ¿Dónde estaban, en qué lugar de la bestia con un millón de cabezas estaban?...
Desgraciadamente no lo sabía y sólo quedaba la posibilidad de esperar y seguir esperando...
—¿Tiene hora, señor?
—Un cuarto para las siete.
—Gracias...
¿Entonces?... Entonces, ¿ya Pedro no iba a regresar?... ¿Ni Pedro, ni los quince soles, ni la revista iban a regresar
entonces?... Decenas de letreros luminosos se habían encendido. Letreros luminosos que se apagaban y se volvían a
encender; y más y más gente sobre la piel de la bestia. Y la gente caminaba con más prisa, ahora. Rápido, rápido, apúrense,
más rápido aún, más, más, hay que apurarse muchísimo más, apúrense más... Y Esteban permanecía inmóvil, recostado en el
muro, con el paquete de galletas en la mano y con las esperanzas en el bolsillo de Pedro... Inmóvil, dominándose para no
terminar en pleno llanto.
Entonces, ¿Pedro lo había engañado?... ¿Pedro su amigo, le había robado el billete anaranjado?... ¿O no sería, más bien, la
bestia con un millón de cabezas la causa de todo?... Y, ¿acaso no era Pedro parte integrante de la bestia?...
Sí y no. Pero ya nada importaba. Dejó el muro, mordisqueó una galleta y, desolado, se dirigió a tomar el tranvía.
LA VENGANZA DEL CÓNDOR

Ventura García Calderón

Nunca he sabido despertar a un indio a puntapiés. Quiso enseñarme este arte triste, en un puerto
del Perú, el capitán González, que tenía tan lindo látigo con puño de oro y un jeme de plomo por
contera.

—Pedazo de animal —vociferaba el capitán atusándose los bigotes donjuanescos—. Así son todos
estos bellacos. Le ordené que ensillara a las cinco de la mañana y ya lo ve usted, durmiendo como
un cochino a las siete. Yo, que tengo que llegar a Huaraz en dos días…

El indio dormía vestido a la intemperie con la cabeza sobre una vieja silla de montar. Al primer
contacto del pie, se irguió en vilo, desperezándose. Nunca he sabido si nos miran bajo el castigo,
con ira o con acatamiento. Mas como él tardara un tanto en despertar a este mundo de su dolor
cotidiano, el militar le rasgó la frente de un latigazo. El indio y yo nos estremecimos; él, por la
sangre que goteaba en su rostro como lágrimas; yo, porque llevaba todavía en el espíritu
prejuicios sentimentales de bachiller. Detuve del brazo a este hombre enérgico y evité una
segunda hemorragia.

—¡Badajo! —repetía el verdugo, mirándome con ojos severos—. Así hay que tratar a estos
bárbaros. Usted no sabe, doctor.

El capitán González me había conferido el grado universitario al ver mis botas relucientes, mi
poncho nuevo, que no curtieron los vientos, y estas piedades cándidas de limeño. Anoche mismo,
después de ganarme, en la pobre fonda del puerto, cinco libras peruanas al chaquete, me
adoptaba ya con una sonrisa paternal, diciendo: “Pues hacemos juntos el viaje hasta Huaraz, mi
doctorcito. Ya verá usted cómo se divierte con mi palurdo, un indio bellaco que en todas las
chozas tiene comadres. Estuvo el año pasado a mi servicio, y ahora el prefecto, amigo mío, acaba
de mandármelo para que sea mi ordenanza. ¡Le tiene un miedo a este chicotillo!”

Tuve que admirar por largo rato el tejido habilísimo de aquel “chicotillo” de junco que iba
estrechándose al terminar en un cono de bala. En los flancos de las bestias y de los indios aquello
era sin duda irresistible.

Resonaba otra vez en el patio de la fonda la voz marcial:

—¿Y el pellón negro, so canalla? Si no te apuras, vas a probar cosa rica.

—Ya trayendo, taita.

El indio se hundió en el pesebre en busca del pellón que no vino jamás. Diez, veinte, treinta
minutos, que provocaron, en un crescendo de orquesta, la más variada explosión de invectivas:
Dios y la Virgen se mezclaban en los labios del capitán a interjecciones criollas como en los ritos de
las brujas serranas. Pero el ordenanza y guía insuperable no pudo ser hallado en todo el puerto.
Por lo cual el capitán González se marchó solo, anunciando futuros castigos y desastres.
“No se vaya con el capitán. Es un bárbaro”, me había aconsejado el posadero; y dilaté mi partida
pretextando algunas compras. Dos horas después, al ensillar mi soberbia mula andariega, un
pellejo de carnero vino a mi encuentro y de su pelambre polvorienta salió una cabeza despeinada
que murmuró:

—Si queres contigo, taita.

¡Vaya si quería! Era el indio perdido y castigado. Por una hora yo también había buscado guía que
me indicara los malos pasos de la Sierra y se apeara para restaurar el brevísimo camino entre el
abismo y las rocas que una galgade piedras o las lluvias podían deshacer en segundos.

Asentí sin fijar precio. El indio me explicó en su media lengua que lo hallaría a las puertas del
poblacho. Me detenía en una choza a pedir un mate de aquella horacianachicha de jora que tanto
alivia el ánimo, cuando le vi llegar, caballero en una jaca derrengada, pero más animosa que mi
mula de lujo. Y sin hablar, sin más tratos, aquel guía providencial comenzó a precederme por
atajos y montes, trayéndome, cuando el sol quemaba las entrañas, el cuenco de chicha
refrigerante o el maíz reventado al fuego, aquella tierna cancha algodonada. Confieso que no
hubiera sabido nunca disponer en un tambo del camino con los ponchos, el pellón y la silla de
montar tan blando lecho como el que disfruté aquella noche.

Pero al siguiente día el viaje fue más singular. Servicial y humilde, como siempre, mi compañero se
detenía con demasiada frecuencia en la puerta de cada choza del camino, como pidiendo noticias
en su dulce lengua quechua. Las indias, al alcanzarme el porongo de chicha, me miraban
atentamente y parecióme advertir en sus ojos una simpatía inesperada. ¡Pero quién puede
adivinar lo que ocurre en el alma de estas siervas adoloridas! Dos o tres veces el guía salió de su
mutismo para contarme, en lenguaje aniñado, esas historias que espeluznan al caminante.
Cuentos ingenuos de viajeros que ruedan al abismo porque una piedra se desgaja súbitamente de
la montaña andina. “Allí viendo, taita”, en la quebrada agudísima, las osamentas lavadas por la
espuma del río.

Sin querer confesarlo, yo comenzaba a estar impresionado. Los Andes son en la tarde vastos
túmulos grises y la bruma que asciende de las punas violetas a los picachos nevados me
estremecía como una melancolía visible. En el flanco de las gigantescas vértebras aquel camino
rebañado en la piedra y tan vecino a la hondonada mortal parecía llevarnos, como en las antiguas
alegorías sagradas, a un paraje siniestro. Pero el mismo indio, que temblaba bajo el rebenque,
tenía agilidades de acróbata para apearse suavemente por las orejas y llevar del cabestro a mi
mula espantadiza que avizoraba el abismo y resbalaba en las piedras, temblorosa. Una hora de
marcha así pone los nervios al desnudo, y el viento afilado en las rocas parece aconsejar el vértigo.
Ya los cóndores familiares de los altos picachos pasaban tan cerca de mí, que el aire desplazado
por las alas me quemaba el rostro y vi sus ojos iracundos.

Llegábamos a un estrecho desfiladero, de donde pude vislumbrar en la parda monotonía de la


cadena de montañas la altiplanicie amarillenta con sus erguidos cactus fúnebres.

—Tú esperando, taita —murmuró de pronto el guía, y se alejó en un santiamén.

Le aguardé en vano, con la carne erizada. Palpé el revólver en el cinto, estimulando con la voz a la
mula indecisa, que, las orejas al viento, oscilantes como veletas, medía el peligro y escuchaba la
muerte. Un ruido profundo retembló en la montaña: algo rodaba de la altura. De pronto, a quince
metros de mí, pasó un vuelo oblicuo de cóndores, y entonces, distintamente, porque había llegado
a un recodo del camino, vi rebotar con estruendo y polvo en la altura inmediata una masa
obscura, un hombre, un caballo tal vez, que fue sangrando en las aristas de las peñas hasta teñir el
río espumante, allá abajo. Estremecido de horror, esperé mientras las montañas se enviaron
cuatro o cinco veces el eco de aquella catarata mortal. Un cono invertido de alas pardas giraba
como una tromba sobre los cadáveres.

Más agachado que nunca, deslizándose con el paso furtivo de las vizcachas, hete aquí al bellaco de
mi guía que coge a mi mula del cabestro y murmura con voz doliente, como si suspirara:

—Tú viendo, taita, al capitán.

¿El capitán? Abrí los ojos entontecidos. El indio me espiaba con su mirada indescifrable; y como yo
quisiera saber muchas cosas a la vez, me explicó en su media lengua que a veces, taita, los
insolentes cóndores rozan con el ala el hombro del viajero en un precipicio. Se pierde el equilibrio
y se rueda al abismo. Así había ocurrido con el capitán González, “¡pobricitu, ayayay!” Se santiguó
quitándose el ancho sombrero de fieltro, para probarme que sólo decía la verdad. Con ademanes
de brujo me designaba las grandes aves concéntricas que estaban ya devorando presa.

Yo no inquirí más, porque éstos son secretos de mi tierra que los hombres de su raza no saben
explicar al hombre blanco. Tal vez entre ellos y los cóndores existe un pacto obscuro para vengarse
de los intrusos que somos nosotros. Pero de este guía incomparable que me dejó en la puerta de
Huaraz, rehusando todo salario, después de haberme besado las manos, aprendí que es
imprudente algunas veces afrentar con un lindo látigo la resignación de los vencidos.
El sueño del Pongo
José María Arguedas

Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el


turno de pongo, de sirviente en la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo
débil, todo lamentable; sus ropas viejas.

El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludo en
el corredor de la residencia.

¿Eres gente u otra cosa? - le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de
servicio.

Humillándose, el pongo contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.

¡A ver! - dijo el patrón - por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas
sus manos que parece que no son nada. ¿Llévate esta inmundicia! - ordenó al mandón de la
hacienda.

Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la
cocina.

El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre
común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en su
rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. "Huérfano de huérfanos; hijo
del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza", había dicho la mestiza
cocinera, viéndolo.

El hombrecito no hablaba con nadie; trabajaba callado; comía en silencio. Todo cuanto le
ordenaban, cumplía. "Sí, papacito; sí, mamacita", era cuanto solía decir.

Quizá a causa de tener una cierta expresión de espanto, y por su ropa tan haraposa y acaso,
también porque quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al
anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el Ave María, en el corredor de la casa-
hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre; lo
sacudía como a un trozo de pellejo.

Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le


daba golpes suaves en la cara.

Creo que eres perro. ¡Ladra! - le decía.

El hombrecito no podía ladrar.

Ponte en cuatro patas - le ordenaba entonces-

El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.


Trota de costado, como perro - seguía ordenándole el hacendado.

El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.

El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.

¡Regresa! - le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.

El pongo volvía, corriendo de costadito. Llegaba fatigado.

Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el Ave María, despacio, como viento
interior en el corazón.

¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! - mandaba el señor al cansado hombrecito. -
Siéntate en dos patas; empalma las manos.

Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el


pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quietos,
como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas.

Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de
ladrillo del corredor.

Recemos el Padrenuestro - decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.

El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía
ni ese lugar correspondía a nadie.

En el oscurecer, los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío de la hacienda.

¡Vete pancita! - solía ordenar, después, el patrón al pongo.

Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo
obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos*.

Pero... una tarde, a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de
la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ése, ese hobrecito,
habló muy claramente. Su rostro seguía un poco espantado.

Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte - dijo.

El patrón no oyó lo que oía.

¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? - preguntó.

Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte - repitió el pongo.


Habla... si puedes - contestó el hacendado.

Padre mío, señor mío, corazón mío - empezó a hablar el hombrecito -. Soñé anoche que habíamos
muerto los dos juntos; juntos habíamos muerto.

¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio - le dijo el gran patrón.

Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos. Los dos juntos; desnudos ante
nuestro gran Padre San Francisco.

¿Y después? ¡Habla! - ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.

Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos
que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí nos examinaba, pensando, creo,
el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú
enfrentabas esos ojos, padre mío.

¿Y tú?
No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.

Bueno, sigue contando.


Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca: "De todos los ángeles, el más hermoso, que
venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más
hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de la miel de
chancaca más transparente".

¿Y entonces? - preguntó el patrón.


Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta pero temerosos.

Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel, brillando,
alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre, caminando despacio. Detrás del ángel
mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave como el resplandor de las flores. Traía en las
manos una copa de oro.

¿Y entonces? - repitió el patrón.


"Angel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que tus manos sean
como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre", diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y
así, el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la
cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo
sobresalía, como si estuviera hecho de oro, transparente.

Así tenía que ser - dijo el patrón, y luego preguntó:

¿Y a ti?
Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro Gran Padre San Francisco volvió a ordenar: "Que de todos
los ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de
gasolina excremento humano".
¿Y entonces?
Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las furzas para
mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien cansado, con las alas
chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande. "Oye viejo - ordenó nuestro gran Padre a ese
pobre ángel -, embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata
que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!". Entonces,
con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el
cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí
avergonzado, en la luz del cielo, apestando...

Así mismo tenía que ser - afirmó el patrón. - ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?

No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos,
los dos, ante nuestro Gran padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti
ya a mi, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó,
juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: "Todo cuanto los ángeles
debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho
tiempo". El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran
fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.

(*) Indio que pertenece a la hacienda.


El banquete
Julio Ramón Ribeyro

Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de este
magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como
se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas,
cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes.

Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de zapatos
juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego
con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando se vio
obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de la
repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas
paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del
programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince
días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes era una especie de huerta
salvaje, un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, una
laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba
sobre un torrente imaginario.

Lo más grande, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer, como la
mayoría de la gente proveniente del interior, sólo habían asistido en su vida a comilonas
provinciales en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con
la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al presidente,
eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar el
desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer una encuesta en los principales hoteles y
restaurantes de la ciudad y así pudo enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos
preciosos que fue necesario encargar por avión a las viñas del mediodía.

Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia que
en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos
orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al fin
de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes beneficios que obtendría de esta
recepción.

-Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos nuestra
fortuna en menos de lo que canta un gallo (decía a su mujer). Yo no pido más. Soy un hombre
modesto.

-Falta saber si el presidente vendrá (replicaba su mujer).

En efecto, había omitido hasta el momento hacer efectiva su invitación.

Le bastaba saber que era pariente del presidente (con uno de esos parentescos serranos tan vagos
como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de encontrar
adulterino) para estar plenamente seguro que aceptaría. Sin embargo, para mayor seguridad,
aprovechó su primera visita a palacio para conducir al presidente a un rincón y comunicarle
humildemente su proyecto.

-Encantado (le contestó el presidente). Me parece una magnifica idea. Pero por el momento me
encuentro muy ocupado. Le confirmaré por escrito mi aceptación.

Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su impaciencia, ordenó algunas
reformas complementarias que le dieron a su mansión un aspecto de un palacio afectado para
alguna solemne mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un retrato del presidente
(que un pintor copió de una fotografía) y que él hizo colocar en la parte más visible de su salón.

Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando, quien empezaba a inquietarse
por la tardanza, tuvo la más grande alegría de su vida.

Aquel fue un día de fiesta, salió con su mujer al balcón par contemplar su jardín iluminado y cerrar
con un sueño bucólico esa memorable jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber perdido sus
propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don Fernando se veía a sí mismo,
se veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una decoración de fondo donde (como en ciertos
afiches turísticos) se confundían lo monumentos de las cuatro ciudades más importantes de
Europa. Más lejos, en un ángulo de su quimera, veía un ferrocarril regresando de la floresta con su
vagones cargados de oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como una alegoría de la
sensualidad, veía una figura femenina que tenía las piernas de un cocote, el sombrero de una
marquesa, los ojos de un tahitiana y absolutamente nada de su mujer.

El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la tarde estaban
apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que traicionaban sus sombreros,
sus modales exageradamente distraídos y sobre todo ese terrible aire de delincuencia que
adquieren a menudo los investigadores, los agentes secretos y en general todos los que
desempeñan oficios clandestinos.

Luego fueron llegando los automóviles. De su interior descendían ministros, parlamentarios,


diplomáticos, hombre de negocios, hombre inteligentes. Un portero les abría la verja, un ujier los
anunciaba, un valet recibía sus prendas, y don Fernando, en medio del vestíbulo, les estrechaba la
mano, murmurando frases corteses y conmovidas.

Cuando todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado delante de la mansión y la
gente de los conventillos se hacía una fiesta de fasto tan inesperado, llegó el presidente. Escoltado
por sus edecanes, penetró en la casa y don Fernando, olvidándose de las reglas de la etiqueta,
movido por un impulso de compadre, se le echó en los brazos con tanta simpatía que le dañó una
de sus charreteras.

Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los invitados se bebieron
discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se acomodaron
en las mesas que les estaban reservadas (la más grande, decorada con orquídeas, fue ocupada por
el presidente y los hombre ejemplares) y se comenzó a comer y a charlar ruidosamente mientras
la orquesta, en un ángulo del salón, trataba de imponer inútilmente un aire vienés.
A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rin habían sido honrados y los tintos del
Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se inició la ronda de discursos. La llegada del faisán
los interrumpió y sólo al final, servido el champán, regresó la elocuencia y los panegíricos se
prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente en las copas del coñac.

Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno de salud ya, seguía sus
propias leyes, sin que él hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente sus confidencias. A pesar
de haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda del agasajado, no encontraba el
instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado el servicio, los comensales se
levantaron para formar grupos amodorrados y digestónicos y él, en su papel de anfitrión, se vio
obligado a correr de grupos en grupo para reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y
paradojas.

Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se había visto forzado a una
aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salida de música y allí, sentados
en uno de esos canapés, que en la corte de Versalles servían para declararse a una princesa o para
desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta.

-Pero no faltaba más (replicó el presidente). Justamente queda vacante en estos días la embajada
de Roma. Mañana, en consejo de ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y
en lo que se refiere al ferrocarril sé que hay en diputados una comisión que hace meses discute
ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a todos sus miembros y a usted también, para
que resuelvan el asunto en la forma que más convenga.

Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado sus promesas. Lo siguieron
sus ministros, el congreso, etc., en el orden preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de
la mañana quedaban todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban
ningún título y que esperaban aún el descorchamiento de alguna botella o la ocasión de llevarse a
hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres de la mañana quedaron solos don Fernando
y su mujer. Cambiando impresiones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba
entre los despojos de su inmenso festín. Por último se fueron a dormir con el convencimiento de
que nunca caballero limeño había tirado con más gloria su casa por la ventana ni arriesgado su
fortuna con tanta sagacidad.

A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los ojos le vio
penetrar en el dormitorio con un periódico abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó los
titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre la cama. En la madrugada,
aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un golpe de estado y el presidente había
sido obligado a dimitir.
Interior «L»
Julio Ramón Ribeyro

El colchonero con su larga pértiga de membrillo sobre el hombro y el rostro recubierto de polvo y
de pelusas atravesó el corredor de la casa de vecindad, limpiándose el sudor con el dorso de la
mano.
—¡Paulina, el té! —exclamó al entrar a su habitación dirigiéndose a una muchacha que, inclinada
sobre un cajón, escribía en un cuaderno. Luego se desplomó en su catre. Se hallaba extenuado.
Toda la mañana estuvo sacudiendo con la vara un cerro de lana sucia para rehacer los colchones
de la familia Enríquez. A mediodía, en la chingana de la esquina, comió su cebiche y su plato de
frejoles y prosiguió por la tarde su tarea. Nunca, como ese día, se había agotado tanto. Antes del
atardecer suspendió su trabajo y emprendió el regreso a su casa, vagamente preocupado y
descontento, pensando casi con necesidad en su catre destartalado y en su taza de té.

—Acá lo tienes —dijo su hija, alcanzándole un pequeño jarro de metal—. Está bien caliente —y
regresó al cajón donde prosiguió su escritura. El colchonero bebió un sorbo mientras observaba las
trenzas negras de Paulina y su espalda tenazmente curvada. Un sentimiento de ternura y de
tristeza lo conmovió. Paulina era lo único que le quedaba de su breve familia. Su mujer hacía más
de un año que muriera víctima de la tuberculosis. Esta enfermedad parecía ser una tara familiar,
pues su hijo que trabajaba de albañil, falleció de lo mismo algún tiempo después.

—¡Le ha caído un ladrillo en la espalda! ¡Ha sido sólo un ladrillo! —recordó que argumentaba ante
el dueño del callejón, quien había acudido muy alarmado a su propiedad al enterarse que en ella
había un tísico.
—¿Y esa tos?, ¿y ese color?
—¡Le juro que ha sido sólo un ladrillo! Ya todo pasará. No hubo de esperar mucho tiempo. A la
semana el pequeño albañil se ahogaba en su propia sangre.
—Debió ser un ladrillo muy grande —comentó el propietario cuando se enteró del fallecimiento.
—Paulina, ¿me sirves otro poco?

Paulina se volvió. Era una cholita de quince años baja para su edad, redonda, prieta, con los ojos
rasgados y vivos y la nariz aplastada. No se parecía en nada a su madre, la cual era más bien
delgada como un palo de tejer.
—Paulina, estoy cansado. Hoy he cosido dos colchones —suspiró el colchonero, dejando el jarro
en el suelo para extenderse a lo largo de todo el catre. Y como Paulina no contestara y dejara tan
sólo escuchar el rasgueo de la pluma sobre el papel, no insistió. Su mirada fue deslizándose por el
techo de madera hasta descubrir un tragaluz donde faltaba un vidrio. «Sería necesario comprar
uno», pensó y súbitamente se acordó de Domingo. Se extrañó que este recuerdo no le produjera
tanta indignación. ¡También había tenido que sucederle eso a él!
—Paulina, ¿cómo apellidaba Domingo?
Esta vez su hija se volvió con presteza y quedó mirándolo fijamente.
—Allende —replicó y volvió a curvarse sobre su tarea.
—¿Allende? —se preguntó el colchonero. Todo empezó cuando una tarde se encontró con el
profesor de Paulina en la avenida. Apenas lo divisó corrió hacia él para preguntarle por los
estudios de su hija. El profesor quedó mirándolo sorprendido, balanceó su enorme cabeza calva y
apuntándole con el índice le hizo una revelación enorme:
—Hace dos meses que no va al colegio. ¿Es que está enferma acaso?
Sin dar crédito a lo que escuchaba regresó en el acto a su casa. Eran las tres de la tarde, hora
eminentemente escolar. Lo primero que divisó fue el mandil de Paulina colgado en el mango de la
puerta y luego, al ingresar, a Paulina que dormía a pierna suelta sobre el catre.
—¿Qué haces aquí?
Ella despertó sobresaltada.
—¿No has ido al colegio? Paulina prorrumpió a llorar mientras trataba de cubrir sus piernas y su
vientre impúdicamente al aire. Él, entonces, al verla tuvo una sospecha feroz.
—Estás muy barrigona —dijo acercándose—. ¡Déjame mirarte! —y a pesar de la resistencia que le
ofreció logró descubrirla.
—¡Maldición! —exclamó—. ¡Estás embarazada! ¡No lo voy a saber yo que he preñado por dos
veces a mi mujer!
—Allende, ¿no? —preguntó el colchonero incorporándose ligeramente—. Yo creía que era Ayala.
—No, Allende —replicó Paulina sin volverse.
El colchonero volvió a recostar su cabeza en la almohada. La fatiga le inflaba rítmicamente el
pecho.
—Sí, Allende—repitió—. Domingo Allende.
Después de los reproches y de los golpes ella lo había confesado. Domingo Allende era el maestro
de obras de una construcción vecina, un zambo fornido y bembón, hábil para decir un piropo, para
patear una pelota y para darle un mal corte a quien se cruzara en su camino.
—Pero ¿de quién ha sido la culpa? —habíale preguntado tirándola de las trenzas.
—¡De él! —replicó ella—. Una tarde que yo dormía se metió al cuarto, me tapó la boca con una
toalla y...
—¡Sí, claro, de él! ¿ Y por qué no me lo dijiste?
—¡Tenía vergüenza!
Y luego qué rabia, qué indignación, qué angustia la suya. Había pregonado a voz en cuello su
desgracia por todo el callejón, confiando en que la solidaridad de los vecinos le trajera algún
consuelo.
—Vaya usted donde el comisario —le dijo el gasfitero del cuarto próximo.
—Estas cosas se entienden con el juez —le sugirió un repartidor de pan. Y su compadre, que
trabajaba en carpintería, le insinuó cogiendo su serrucho.
—Yo que tú... ¡zas! —y describió una expresiva parábola con su herramienta. Esta última actitud te
pareció la más digna, a pesar de no ser la más prudente, y armado solamente de coraje se dirigió a
la construcción donde trabajaba Domingo. Todavía recordaba la maciza figura de Domingo
asomando desde un alto andamio.
—¿Quién me busca?
—Aquí un señor pregunta por ti.
Se escuchó un ruido de tablones cimbrándose y pronto tuvo delante suyo a un gigante con las
manos manchadas de cal, el rostro salpicado de yeso y la enorme pasa zamba emergiendo bajo un
gorro de papel. No sólo decayeron sus intenciones belicosas, sino que fue convencido por una
lógica —que provenía más de los músculos que de las palabras— que Paulina era la culpable de
todo.
—¿Qué tengo que ver yo? ¡Ella me buscaba! Pregunte no más en el callejón. Me citó para su
cuarto. «Mi papá no está por las tardes», dijo. ¡Y lo demás ya lo sabe usted!... Sí, lo demás ya lo
sabía. No era necesario que se lo recordaran. Bastaba en aquella época ver el vientre de Paulina,
cada vez más hinchado, para darse cuenta que el mal estaba hecho y que era irreparable. En su
desesperación no le quedó más remedio que acudir donde la señora Enríquez, vieja mujer obesa a
quien cada cierto tiempo rehacía el colchón.
—No sea usted tonto —lo increpó la señora—. ¡Cómo se queda así tan tranquilo! Mi marido es
abogado. Pregúntele a él. Por la noche lo recibió el abogado. Estaba cenando, por lo cual lo hizo
sentar a un extremo de la mesa y le invitó un café.
—¿Su hija tiene sólo catorce años? Entonces hay presunción de violencia. Eso tiene pena de cárcel.
Yo me encargaré del asunto. Le cobraré, naturalmente, un precio módico. —Paulina, ¿no te dan
miedo los juicios? —preguntó el colchonero con la mirada fija en el vidrio roto, por el cual
asomaba una estrella.
—No sé —replicó ella, distraídamente.
El sí lo tenía. Ya una vez había sido demandado por desahucio. Recordaba, como una pesadilla, sus
diarios vagares por el palacio de justicia, sus discusiones con los escribanos, sus humillaciones ante
los porteros. ¡Qué asco! Por eso la posibilidad de embarcarse en un juicio contra Domingo lo
aterró.
—Voy a pensarlo —dijo al abogado.
Y lo hubiera seguido pensando indefinidamente si no fuera por aquel encuentro que tuvo con el
zambo Allende, un sábado por la tarde, mientras bebía cerveza. Envalentonado por el licor se
atrevió a amenazarlo.
—¡Te vas a fregar! Ya fui donde mi abogado. ¡Te vamos a meter a la cárcel por abusar de menores!
¡Ya verás!
Esta vez el zambo no hizo bravatas. Dejó su botella sobre el mostrador y quedó mirándolo
perplejo. Al percatarse de esta reacción, él arremetió.

—¡Sí, no vamos a parar hasta verte metido entre cuatro paredes! La ley me protege. Domingo
pagó su cerveza y sin decir palabra abandonó la taberna. Tan asustado estaba que se olvidó de
recoger su vuelto.
—Paulina, esa noche te mandé a comprar cerveza.
Paulina se volvió.
—¿Cuál?
—La noche de Domingo y del ingeniero.
—Ah, sí.
—Anda ahora, toma esto y cómprame una botella. ¡Que esté bien helada! Hace mucho
calor.
Paulina se levantó, metió las puntas de su blusa entre su falda y salió de la habitación. El mismo
sábado del encuentro en la taberna, hacia el atardecer, Domingo apareció con el ingeniero.
Entraron al cuarto silenciosos y quedaron mirándolo. Él se asombró mucho de la expresión de sus
visitantes. Parecían haber tramado algo desconocido. —Paulina, anda a comprar cerveza —dijo él,
y la muchacha salió disparada. Cuando quedaron los tres hombres solos hicieron el acuerdo. El
ingeniero era un hombre muy elegante. Recordó que mientras estuvo hablando, él no cesó de
mirarte estúpidamente los dos puños blancos de su camisa donde relucían gemelos de oro.

—El juicio no conduce a nada —decía, paseando su mirada por la habitación con cierto
involuntario fruncimiento de nariz—.

Estará usted peleando durante dos o tres años en el curso de los cuales no recibirá un cobre y
mientras canto la chica puede necesitar algo. De modo que lo mejor es que usted acepte esto... —
y se llevó la mano a la cartera. Su dignidad de padre ofendido hizo explosión entonces. Algunas
frases sueltas repicaron en sus oídos. «¿Cómo cree que voy a hacer eso?», «¡Lárguese con su
dinero!», «...el juez se entenderá con ustedes!» ¿Para qué tanto ruido si al final de todo iba a
aceptar?
—Ya sabe usted —advirtió el ingeniero antes de retirarse—.
Aquí queda el dinero, pero no meta al juez en el asunto.
Paulina entró con la cerveza.
—Destápala —ordenó él.
Aquella vez Paulina también llegó con la cerveza pero, cosa extraña, hubo de servirle al ingeniero y
a su violador. Ella también bebió un dedito y los cuatro brindaron por «el acuerdo».
—¿No quieres un poco? —preguntó el colchonero.

Paulina se sirvió en silencio y entregó la botella a su padre. Por el hueco del vidrio seguía brillando
la estrella. Entonces, también brillaba la estrella, pero sobre la mesa ahora desolada, había un alto
de billetes.

—¡Cuánto dinero! —había exclamado Paulina cayendo sobre el colchón.

Mucho dinero había sido, en efecto, ¡mucho dinero! Lo primero que hizo fue ponerle vidrios al
tragaluz. Después adquirió una lámpara de kerosene. También se dieron el lujo de admitir un
perrito.
—Paulina, te acuerdas de Bobi? ¡El pobre!
Y así como el perrito desapareció sin dejar rastros —se sospechó siempre del carnicero— el cristal
fue destrozado de un pelotazo.
Sólo quedaba el lamparín de kerosene. Y el recuerdo de aquellos días de fortuna. ¡El recuerdo!
—¡Qué días esos. Paulina!
Durante más de quince días estuvo sin trabajar. En sus ociosas mañanas y en sus noches de juerga
encontraba el delicioso sabor de una revancha. Del dinero que recibiera iba extrayendo en febriles
sorbos, todas las experiencias y los placeres que antes le estuvieron negados. Su vida se plagó de
anécdotas, se hizo amable y llevadera.
—¡Maestro Padrón! —le gritaba el gasfitero todas las tardes—. ¿Nos vamos a tomar nuestro
caldito? —y juntos se iban a la chingana de don Eduardo.
—¡Maestro Padrón! ¿Conoce usted el hipódromo? —recordaba un vasto escenario verde lleno de
chinos, de boletos rotos y naturalmente de caballos. Recordaba, también, que perdió dinero.
—¡Maestro Padrón! ¿Ha ido usted a la feria?...
—¡Sería necesario poner un nuevo vidrio! —exclamó el colchonero con cierta excitación—. Puede
entrar la lluvia en el invierno.
Paulina observó el tragaluz.
—Está bien así—replicó—. Hace fresco.
—¡Hay que pensar en el futuro!
Entonces no pensaba en el futuro. Cuando el gasfitero le dijo:
«¡Maestro Padrón! ¿Damos una vuelta por la Victoria?», él aceptó sin considerar que Paulina tenía
ocho meses de embarazo y que podía dar a luz de un momento a otro. Al regresar a las tres de la
mañana, abrazado del gasfitero, encontró su habitación llena de gente: Paulina había abortado. En
un rincón, envuelto en una sábana, había un bulto sanguinolento. Paulina yacía extendida sobre
una jerga con el rostro verde como un limón.
—¡Dios mío, murió Paulicha! —fue lo único que atinó a exclamar antes de ser amonestado por la
comadrona y de recibir en su rostro congestionado por el licor un jarro de agua helada.
Por el tragaluz se colaba el viento haciendo oscilar la llama del lamparín. La estrella se caía de
sueño.
—¡Habrá que poner un vidrio! —suspiró el colchonero y corno Paulina no contestara insistió—:
¡Qué bien nos sirvió el de la vez pasada! No costó mucho, ¿verdad?
Paulina se levantó, cerrando su cuaderno.
—No me acuerdo —dijo y se acercó a la cocina. Recogiendo su falda para no ensuciarla puso las
rodillas en tierra y comenzó a ordenar los carbones.
—¿Cuánto costaría? —pensó él—. Tal vez un día de trabajo —y observó las anchas caderas de su
hija. Muchos días hubieron de pasar para que recuperara su color y su peso.
Los restos de su pequeño capital se fueron en remedios. Cuando por las noches el farmacéutico le
envolvía los grandes paquetes de medicinas él no dejaba de inquietarse por el tamaño de la
cuenta.
—Pero no ponga esa cara —reía el boticario—. Se diría que le estoy dando veneno. El día que
Paulina pudo levantarse él ya no tenía un céntimo. Hubo, entonces, de coger su vara de
membrillo, sus temibles agujas, su rollo de pica y reiniciar su trabajo con aquellas manos que el
descanso había entorpecido.

—Está usted muy pesado —le decía la señora Enríquez al verlo resoplar mientras sacudía la lana,
—Sí, he engordado un poco.

Hacía de esto ya algunos meses. Desde entonces iba haciendo su vida así, penosamente, en un
mundo de polvo y de pelusas. Ese día había sido igual a muchos otros, pero singularmente
distinto. Al regresar a su casa, mientras raspaba el pavimento con la varilla, le había parecido que
las cosas perdían sentido y que algo de excesivo, de deplorable y de injusto había en su condición,
en el tamaño de las casas, en el color del poniente. Si pudiera por lo menos pasar un tiempo así,
bebiendo sin apremios su té cotidiano, escogiendo del pasado sólo lo agradable y observando por
el vidrio roto el paso de las estrellas y de las horas. Y si ese tiempo pudiera repetirse... ¿era
imposible acaso?
Paulina inclinada sobre la cocina soplaba en los carbones hasta ponerlos rojos. Un calor y un
chisporroteo agradables invadieron la pieza. El colchonero observó la trenza partida de su hija, su
espalda amorosamente curvada, sus caderas anchas. La maternidad le había asentado. Se la veía
más redonda, más apetecible. De pronto una especie de resplandor cruzó por su mente. Se
incorporó hasta sentarse en el borde del catre:

—Paulina, estoy cansado, estoy muy cansado... necesito reposar... ¿por qué no buscas otra vez a
Domingo? Mañana no estaré por la tarde.

Paulina se volvió a él bruscamente, con las mejillas abrasadas por el calor de los carbones y lo miró
un instante con fijeza. Luego regresó la vista hacia la cocina, sopló hasta avivar la llama y replicó
pausadamente:

—Lo pensaré.

(Madrid, 1953)

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