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MEDIANOCHE
Billy Hayes – William Hoffer
Escaneado por
AD-Carybe,
para #Biblioteca,
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Título del original, Midnight express
Traducción, Antonio Bonanno
Revisión de la traducción, Juan Luis Panero
Cubierta, Marigot
B.H.
I
Olvidé por media hora mis cuidadosos planes y subí a un taxi. Ese día el vuelo
No. 1 de la Pan Am se marcharía sin que yo lo despidiera.
Durante mis diez días en Estambul, el Pudding Shoppe había pasado a ser casi
mi hogar. En toda Europa había oído hablar de ese ruidoso local turco donde se
reunían los hippies viajeros. Yo no me consideraba un hippie ni mi corte de pelo
era adecuado para el Pudding Shoppe, pero allí podía alternar tranquilamente
con los otros extranjeros.
La muchacha de la tesis sobre la danza del vientre no apareció. Tal vez debí
considerarlo un presagio.
—Buenas tardes, señor Hayes —me saludó en inglés con acento extranjero
mientras miraba mi pasaje—. Que tenga un buen viaje. Por aquí, por favor.
—Bolso —indicó.
Abrí mi bolso de mano para que él pudiese revisarlo. Hizo a un lado los
libros y sacó un disco blanco de plástico. —¿Nebú?— preguntó, usando una
expresión turca que yo no conocía. Significaba: "¿Qué es esto?"
—Es un juego. -¿Nebu?
Una azafata me preguntó si deseaba beber algo y acepté una gaseosa. Elegí un
rincón de la sala donde podía estar con la espalda contra la pared. Durante unos
veinte minutos permanecí sentado en ese lugar, simulando leer el International
Herald Tribune. Parecía que mis planes marchaban perfectamente.
—Vine a visitar a mi hijo —dijo una voz a mi lado—. Asentí con la cabeza
cortésmente y la mujer de cabellos grises interpretó mi gesto como una
respuesta amistosa. Ella era de Chicago. Su hijo era mecánico de aviones de jet.
Le iba muy bien en la Fuerza Aérea. Viajaba por todo el mundo. Había sido
promovido al cargo técnico de "no sé qué". Sonreí. Me recordaba un poco a mi
madre. Cerré los ojos y concentré mis pensamientos en una chica, Sharon. Nos
habíamos despedido en Amsterdam y planeábamos volver a encontrarnos en
Norteamérica. Me sentía bien.
Miré hacia afuera a través de las sucias ventanillas. ¡Oh, no! El ómnibus y el
avión estaban rodeados por barricadas de madera, unidas entre sí con cuerdas.
De veinte a treinta soldados turcos cubrían el área apuntando con sus rifles. Una
larga mesa de madera bloqueaba el camino hacia la escalerilla de ascenso al
avión. Había hombres en traje de calle que esperaban en calma junto a la mesa.
Durante varios segundos miré a través de la ventanilla sin poder creer lo que
veía. Me dije que debía conservar la calma. El pánico no me ayudaría en nada.
Era necesario que elaborara un plan.
—¿Qué le ocurre? —me preguntó la señora de cabellos grises—. ¿Se siente mal?
—Yo. . . no puedo encontrar el pasaporte. —Pero si lo tiene allí —replicó
triunfante, señalando el bolsillo superior de mi chaqueta.
Ahí estaba, por cierto, enfrentando los problemas hacia los que me había
lanzado en los últimos años de aventuras. No podía convencerme de que mis
elaborados planes se estuviesen derrumbando. Creí haber pensado en todas las
posibilidades. Me consideraba demasiado inteligente para que me atraparan. Había
pasado por las aduanas de toda Europa sin encontrarme nunca con un problema
de ese tipo. Luché con desesperación por conservar lo que quedaba de mi
autocontrol.
Me encontré en el último lugar de una de las filas que los pasajeros formaban a
cada lado de la mesa de inspección. Miré a mi alrededor el amplio espacio abierto
del aeropuerto. No había lugar alguno donde pudiera meterme, ningún agujero
en el cual esconderme. Iba a necesitar muchísima suerte.
Dos agentes vestidos de civil estaban a cada lado de la mesa revisando a los
pasajeros. Estos se arremolinaban, empujándose entre sí. Saqué algunos libros del
bolso de mano y esperé hasta que el primer agente de la izquierda empezó a
palpar a un hombre. Pasé rozando a ese pasajero por el costado de la fila. El otro
agente aún estaba ocupado con otro individuo. Volví a guardar los libros en el
bolso, como si ya me hubiesen revisado y me dirigí a ocupar mi asiento en el
avión. Pasé con rapidez junto al segundo agente y me acerqué a la escalerilla.
Uno de mis pies se apartó del suelo.
Una mano me tocó suavemente en el codo.
La mano me aferró por el brazo.
Me volví y con naturalidad, me pareció, hice un gesto para indicar al primer
agente. En ese preciso momento el agente miró casualmente hacia mí.
Gruñó una orden y me indicó con un gesto que extendiera los brazos hacia
afuera. Empezó a palpar mi cuerpo cuidadosamente. Cuando sus manos pasaron
por mis axilas dieron con algo duro. Increíblemente, pareció no advertirlo.
Continuó su exploración por mis caderas y piernas. Entonces se detuvo.
Lentamente sus manos volvieron a subir por la parte interior de mis piernas
hasta el vientre. Los dedos tocaron el bulto duro que estaba debajo de mi
ombligo. Estuve a punto de dar un respingo pero una vez más, increíblemente,
sus manos no lo advirtieron.
De repente el hombre saltó hacia atrás y sacó una pistola de un bolsillo interior
de su chaqueta. Se acuclilló sobre una rodilla y apuntó con el cañón del arma a mi
vientre con manos temblorosas. A mi alrededor oí gritos y el ruido que hacían los
otros pasajeros al tratar de ponerse a resguardo. Levanté los brazos y cerré los
ojos con fuerza. Traté de no respirar.
Una calma de muerte invadió el Aeropuerto Internacional de Yesilkoy. Pasaron
cinco, tal vez diez segundos. Me parecieron una eternidad.
Los turcos eran tan lentos y desorganizados que llegué a desear que ocurriera
algo, aunque sabía que probablemente no me gustaría. Por último el jefe colgó el
receptor del teléfono y me hizo una seña para que me acercara.
Estudió mi rostro, abrió la boca para decir algo y pareció buscar con dificultad la
palabra adecuada.
—. . . ¿Nombre?
—William Hayes.
-Vil. . .Viliam. . . Viliam. . .
—Hayes.
—Hai. . . yes—. Lo escribió en un formulario oficial.
—¿Norteamericano?
Asentí con la cabeza. —Nueva York.
Pareció desconcertado.
—Nueva York, Nueva York —repetí.
Las láminas, que eran alrededor de cuarenta, formaron una pequeña pila en el
suelo. Sin duda se pudieron dar cuenta de que, como contrabandista, yo no era
más que un aprendiz. En Estambul el hashish me había resultado más barato de
lo que pensaba. Los dos kilos me habían costado solamente doscientos dólares.
Vendido en las calles de Nueva York me reportaría unos cinco mil dólares. Sin
embargo no tenía intención de venderlo de esa manera. Pensaba fumarlo en parte
y vender el resto a mis amigos. La mayoría de mis amigos fumaban marihuana y
hashish. Pero ahora mi astuta aventura se había convertido en un desastre.
Apiladas en el suelo de la oficina de seguridad del aeropuerto, las láminas de
hashish eran todo un problema.
-Vil. . . Villiam.
— ¡Gel! ¡Gel! —gruñó uno de los policías mientras me aferraba del brazo. Me
indicó que volviera a recoger el hashish. Lo hice con manos temblorosas y el
hombre me obligó a ponerme de pie. Los dos funcionarios volvieron a poner sus
brazos sobre mis hombros. Esta vez mi rostro mostraba la adecuada expresión
dolorida y sumisa que esperaban los fotógrafos.
Me quedé ahí, sentado, hasta que me calmé. Entonces levanté una mano para
indicar que solicitaba permiso para hablar. El jefe asintió con la cabeza y los otros
volvieron su mirada hacia mí. Con movimientos lentos, en parte por cautela y en
parte por el dolor, me quité una de las botas, la golpeé contra el suelo y cayeron
dos láminas. Todos abrieron la boca, asombrados. Me observaron mientras repetía
la operación con la otra bota.
Hubo un momento de silencio embarazoso. Ya hacía varias horas que estaba
detenido y se suponía que me habían revisado exhaustivamente. Se habían
producido varios cambios en el asiento del jefe, los fotógrafos habían venido a
tomar fotos. . . ¿Cómo entender que aún pudiera sacar hashish de mis botas?
£1 policía que ocupaba el asiento principal se volvió hacia el hombre que estaba
en el segundo puesto. Su voz se alzó airada. El hombre del segundo puesto se
volvió al tercero y dio curso a su mal humor. El proceso se repitió hasta que las
quejas llegaron a la última silla. El funcionario que la ocupaba se encolerizó. Les
gritó algo a los dos policías que estaban de pie contra la pared. Estos se aba-
lanzaron hacia mí y me quitaron toda la ropa, a pesar de mis afirmaciones de
que ya no encontrarían nada. Los dos hombres revisaban mi cuerpo mientras
los otros se ocupaban de mis ropas. Cuando terminaron me encontré desnudo,
de pie, sumamente turbado. Desde que llegué a Turquía empecé a sospechar
que muchos turcos tienden a la bisexualidad. Cada chofer de taxi, cada mozo,
cada vendedor de bazar, me habían mirado de una manera especial. Ahora,
desnudo y de pie frente a los funcionarios de la aduana, sentí las mismas
miradas hambrientas. No hicieron esfuerzo alguno para ocultar su interés.
Tomé mis ropas y me las puse rápidamente.
Más conversaciones, más llamadas telefónicas, más cigarrillos. El ambiente era
sofocante y lleno de humo. Sentí que me iba a marear si no salía pronto de esa
salita.
La puerta se abrió una vez más y entró un hombre alto, rubio y delgado vestido
con traje de calle. Su aspecto indicaba sin ninguna duda que era norteamericano.
Se acercó a mí sin dirigirles una sola palabra a los turcos. Con un perfecto acento
tejano me saludó.
—Bien, sígame —me indicó. Salimos juntos de la salita, seguidos por un par de
agentes turcos. Afuera el aire era fresco y limpio y me reanimó un poco. El
norteamericano me hizo sentar en el asiento delantero de su automóvil y dio la
vuelta para ocupar el puesto del conductor. Antes de subir conversó un instante
con los turcos.
¡Me había salvado! El tejano estaba de mi lado. Tal vez me llevaría al consulado
norteamericano.
—Todo eso después —replicó el tejano—. Te dejarán hacer todo eso, pero
después.
— ¡Veinte años!
La cabeza empezó a latirme y cerré los ojos. ¡Veinte años! No podía ser.
Traté de decirle al tejano que el hashish es el aceite de la planta de
marihuana. No crea hábito ni es peligroso a menos que, como con todo, se
abuse. Pero él no me escuchaba.
Nos quedamos en silencio y por primera vez todo empezó a tornarse real. Me
encontraba en apuros. Esta iba a ser una experiencia muy mala, y no sólo para
mí. A mis padres les resultaría muy duro. Cuando abandoné Marquette en el
último año, mi padre me advirtió que estaba cometiendo un gran error del
que me arrepentiría después. El había trabajado mucho toda su vida para
forjarse una carrera sólida y respetable como gerente de personal de la
Compañía Metropolitana de Seguros de Vida. No había tenido la oportunidad
de alcanzar una educación superior y una de sus más grandes esperanzas era
ver graduarse a sus tres hijos. Yo debía ser el primero y casi lo consigo, sin
embargo no lograba interesarme por un diploma. Quería viajar por el mundo, vivir
todo tipo de experiencias.
Viajar es bueno, dijo papá. Las experiencias son buenas. Pero me aconsejó
que primero terminara mis estudios. Me negué a seguir su consejo.
Ese fue el golpe número uno. El número dos se produjo pocos meses después
cuando recibí una citación del ejército para el examen físico previo a la
incorporación. Papá advirtió que no comí los dos días anteriores y supo que
durante el examen representé el papel de loco ante los médicos del ejército. Me
calificaron no apto para el servicio por problemas psicológicos. Papá estaba
furioso. ¿Cómo podía negarme a servir a mi país? Para él, servir en el Ejército de
los Estados Unidos era un honor. Discutimos con violencia esa noche. Mamá se
marchó a la iglesia con aire de preocupación. El rostro de papá se arrebató y bajo
su pelo nevado salió a relucir su temperamento irlandés. Las palabras subieron
de tono. Fue evidente que ninguno de los dos podía entender el punto de vista
del otro. Por último papá me señaló con un dedo. —Está bien. Abandonas tus
estudios. Te consigues una calificación de enfermo mental para tu servicio militar.
Ve a rodar por el mundo. Adelante. Pero te digo una cosa: vas a terminar
metiéndote en un lío.
¿Sería éste el golpe número tres? ¿Se desentendería papá del problema? De
verdad no lo sabía. Papá y yo nunca habíamos conversado acerca de las
drogas. Estoy seguro de que creía que el hashish y la heroína eran casi lo
mismo. Si me hubiesen sorprendido contrabandeando heroína, se hubiera
justificado que me dejara que me pudriera en la cárcel . .. Pero ¿entendería él
la diferencia? Y a mamá, a Rob y a Peggy.. . ¿Cómo les caería el asunto? ¿Los
volvería a ver?
El tejano me observó por el rabillo del ojo. Tal vez tuviera un hermano de mi
edad. Tal vez fuera mi pelo rizado o mis claros ojos irlandeses. Yo era un joven
norteamericano, delgado, bien afeitado, limpio. No tenía el aspecto de un
contrabandista y la cantidad relativamente pequeña de hashish que llevaba
demostraba que no formaba parte de una gran banda.
Sin duda que había hecho algo sucio, pero empecé a sentir que me tenía
lástima.
—¿Tienes familia allá, en Nueva York? —me preguntó. Asentí con la cabeza. —En
Long Island.
—. . . Va a ser duro para ellos. -Sí. - iOh Dios!
Ahora bájate —me indicó el tejano. El automóvil se había detenido en una calle
angosta y empedrada, en la que en todas partes se alineaban edificios viejos.
Apenas traspuesta la puerta observé una fila de andrajosas campesinas vestidas
de negro que tenían de la mano a sus hijos. Gemían y conversaban en susurros
entre ellas, mientras esperaban allí por un motivo u otro. Me miraron con descon-
fianza.
El tejano pensó un instante. —Está bién. —Saludó a los policías con la cabeza y
se marchó.
Los dos turcos me miraron y luego me empujaron hacia una escalera. Dudé. Me
gritaron una orden y me dieron un empellón para que avanzara. En el primer
rellano había un prisionero con la boca ensangrentada arrinconado contra la
pared, implorándoles a sus torturadores. El hombre gimió cuando ellos lo
rodearon y volvieron a pegarle.
Recordé al chofer de taxi que me lo había vendido. Tal vez él había alertado a la
policía, pero no me pareció. En apariencia se trataba de un hombre
verdaderamente amistoso, que inclusive me había presentado a su familia. No
quería que lo trajeran allí, que lo golpearan, pero tampoco deseaba buscarme
más problemas. De pronto tuve una inspiración. Inventé una historia acerca de
dos jóvenes hippies turcos que tenían un amigo mayor a quien yo había
encontrado en un bazar. Le di al detective la descripción de esas personas. —Ellos
me vendieron el hashish.
—¿Volvería a reconocerlos? —No estoy seguro. . . Creo que sí.
El detective señaló unas grandes latas redondas, de color bronce, que estaban
sobre un escritorio. Una se hallaba destapada. El detective metió la mano y sacó
una bolsa de hashish en polvo, aún no comprimido en láminas como el mío. Miró
dentro de la lata. Estaba llena de droga. Debía haber cinco o seis kilos. El
detective señaló ocho o diez latas similares que había en un lado de la sala. —Son
de él— indicó, señalando al turco sonriente—. También a él lo arrestaron, pero
con sesenta kilos. Es mucho, ¿no?
El carcelero tomó sus llaves. — ¡Git! —les gritó a los reclusos, quienes se retiraron
de la puerta de barrotes. Hizo girar una llave enorme en la cerradura, empujó una
pesada puerta, me metió adentro y los barrotes golpearon a mis espaldas. El
ruido de la puerta al cerrarse resonó dentro de mi cabeza.
Estaba con la espalda contra la puerta. Seis o siete turcos curiosos se reunieron
a mi alrededor en semicírculo. Estaban mal vestidos, sucios. Uno de ellos se rascó
el rostro barbudo y sonrió mostrando todos sus dientes. Otro eructó. El recinto
estaba muy oscuro, casi negro. El hedor era insoportable.
¿Qué iban a hacer los prisioneros? Allí podía ocurrir cualquier cosa. Los policías
estaban todos arriba y no parecía importarles. Hacia la derecha había un hombre
corpulento que se destacaba. Me pregunté si debía pegarle con todas mis
fuerzas. De esa manera, tal vez los otros se darían por aludidos y me dejarían en
paz. Si iba a haber pelea, al menos deseaba ser el que diera el primer golpe.
Allí, sobre el piso sucio, entre la mugre, alguien había tendido una manta limpia.
Sobre la manta había un festín de pollo asado, naranjas, uvas y pan. Sentado
como un rey sobre la manta, rodeado por una media docena de amigos
sonrientes, estaba el corpulento turco que había conocido antes en la oficina del
detective.
Sonrió y me ofreció una pata de pollo. —Siéntate —me invitó, haciendo un gesto
con la mano.
Me quité las botas y lentamente me acomodé sobre la manta. Aún antes que me
hubiese sentado, alguien me alcanzó un gran cigarrillo encendido.
Volví la cabeza hacia la puerta un poco atemorizado. Los hombres que estaban
sentados alrededor de la manta se echaron a reír. Por un momento fijé la vista en
el cigarrillo, sorprendido. Ese mismo día me habían arrestado por tener hashish,
motivo por el cual me encerraron en un calabozo, donde lo primero que
encontraba era más hashish. Todo me parecía una paradoja; sin embargo ahí
estaba el hashish en mi mano y no creí oportuno desairar a quien me lo ofrecía;
por eso, mientras aquellos hombres me enseñaban a fumar, aspiré el humo del
cigarrillo y reprimí el deseo de toser. Estaba acostumbrado a fumar trocitos de
hashish en pipa, pero los turcos mezclaban la droga con un tabaco fuerte y liaban
todo con un papel marrón. Aspiré cuidadosamente varias veces y luego entregué el
cigarrillo al hombre que estaba a mi lado.
El turco bien vestido me señaló y sonrió, a la vez que enseñaba dos dedos. —
Dos kilos —dijo a sus amigos y, señalando su propio pecho levantó las dos manos,
abriéndolas y cerrándolas por seis veces. El tenía sesenta kilos.. . Todos sus
amigos rompieron a reír.
Comieron, fumaron, charlaron y rieron durante horas. Yo, aunque no me
sentía con ánimo de fiesta, tampoco deseaba abandonar la seguridad de ese
círculo cuyas risas eran contagiosas y, a pesar mío, me uní a ellos. El humo me
hacía arder los ojos, pero al menos disimulaba el hedor que provenía del otro
extremo del calabozo.
El sirviente llevó la manta y la tendió sobre las tablas. El turco más corpulento
se sentó y los integrantes del grupo, sacando periódicos de algún lugar, cubrieron
las tablas. Por señas me ofrecieron un buen sitio para subir sobre aquel papel. El
turco gruñó y me hizo una seña para que me uniera a él sobre la manta. Sonreí
cortésmente, sacudí la cabeza y señalé un punto en el extremo del territorio que
ellos ocupaban. No deseaba dormir demasiado cerca de aquellos hombres.
Mi vejiga estaba por estallar. El hedor que procedía del otro lado del calabozo,
demasiado distante, me advertía dónde estaba el baño. Me limité a apretar los
dientes. Aguantaría hasta por la mañana.
Todo era tan difícil de creer. ¿Podría enfrentarlo? No tenía elección posible. Me
había metido en problemas. Ahora debía resistir hasta superarlos. ¿Podría
hacerlo? ¿Tendría fuerzas suficientes para sobrevivir a la cárcel turca? Una
oscuridad densa y sofocante me rodeó. Tuve deseos de gritar. ¡Dios, debía salir
de allí!
Estaba sentado en la cocina de nuestra casa. La luz amarilla entraba por las
ventanas y relucían las cortinas de una fina tela blanca. Mi madre canturreaba
suavemente mientras preparaba el desayuno y su felicidad llenaba la cocina. Su
rostro era tan joven. Sus ojos brillaban cuando se volvió hacia mí. —Billy, no sé qué
hacer contigo. Ya te tomaste todo ese vaso de leche. Es lógico que tu pelo sea tan
rubio. Voy a tener que comprar una vaca para que puedas tomar toda la leche
que desees.
—No. . . —me imitó ella—. Terminemos nuestro desayuno y vete a jugar. Tu padre
no necesita ese tipo de sorpresas.
—Bueno —repliqué mientras salía corriendo para reunirme con mis amigos Lillian
y Patrick—. Pero vamos a hablar de la vaca después, cuando vuelva a casa. . .
Hasta ahora, las cosas siempre me habían resultado fáciles. Mamá y papá me
habían proporcionado una existencia cómoda. La casa de North Babylon, en
Nueva York, era modesta pero cálida. Desde mis primeros días de vida, el curso
de mi existencia había parecido estar programado. Iría a buenas escuelas
católicas, obtener buenas notas, más tarde inscribirme en una buena universidad,
casarme con una hermosa muchacha, encontrar un buen empleo y vivir feliz por
el resto de mis días.
El surf, por ejemplo. Después de mi primer año decidí tomarme unas largas
vacaciones para despejar mis confusos pensamientos. Viajé en auto-stop a México,
a la costa del Pacífico, donde trabajé en distintos oficios para sobrevivir. Las horas
de ocio las pasaba practicando surf en la costa. Me quedé allí durante lo que debió
ser el primer semestre de mi segundo año. Mamá y papá estaban alarmados. Era
la primera vez que me rebelaba abiertamente a sus deseos.
Pero la guerra en el sudeste asiático se impuso. Me vi obligado a volver a
Marquette, de lo contrario perdería el privilegio de estudiante que me permitía
retrasar mi ingreso en el ejército. Cuando volví a Milwaukee mis amigos me
iniciaron en algo nuevo, algo que había reemplazado la costumbre de beber
cerveza como esparcimiento. Fumé mi primer cigarrillo de marihuana, luego me
pasé al hashish.
Los años siguientes fueron aún más turbulentos. Continué en la Universidad para
eludir el ejército, pero no me interesaban los estudios. Mis notas, que habían sido
buenas, se volvieron regulares. Pasé buena parte del tiempo vagando por
Milwaukee en lugar de asistir a clase. Durante un tiempo intenté con seriedad
escribir cuentos. Pronto las paredes de mi cuarto se cubrieron con las notas de
rechazo que me enviaban los editores y entonces abandoné el intento.
Mis ojos todavía estaban abiertos cuando los primeros tenues rayos de sol
atravesaron las pequeñas ventanas cubiertas de barrotes, situadas en la parte
superior de la sucia pared. Los rayos amarillos se filtraban lentamente a través
del aire espeso y cargado de humo. Miré la luz del sol; estaba contento de que la
noche hubiese terminado, pero temía lo que el nuevo día me podía traer.
El que estaba cerca de mí descendió del camastro. Fue caminando hasta el lado
más apartado del recinto. Alcancé a ver varios agujeros cavados en el piso. Mi
vecino se detuvo frente a un agujero, se bajó los pantalones y se acuclilló
mientras dos hombres se reunían frente a él para mirarlo, cosa que no pareció
importarle.
Miré la lista hasta que mis ojos cayeron sobre el nombre Yesil, quien se
había graduado en la Universidad de Maryland, y había sido profesor de la
Universidad de Michigan.
Erdu asintió con la cabeza. —Me comunicaré con él. Vendrá a verlo dentro de
pocos días. Esta tarde los soldados lo llevarán a la cárcel de Sagmacilar. Está
en el otro lado de la ciudad. Yesil irá a verlo allá. También el cónsul irá a
visitarlo dentro de unos días.
Luego siguió con la pregunta que temía. —¿Quiere que nos comuniquemos
con sus padres?
—No. Preferiría escribirles una carta antes. —Erdu me dio un bolígrafo y papel
blanco. Luego me dejó solo en la habitación.
Sé que les resultará penoso leer esta carta. Para mí es penoso escribirla. Sufro
porque sé que les ocasionará un dolor.
Siempre creí saber lo que hacía con mi vida. Ahora no estoy tan seguro. Había
esperado salir de esto rápidamente para que ustedes nunca se enteraran. Ya no
es posible.
De modo que ahora estoy en la cárcel, en Turquía, al otro lado del mundo.
Al otro lado de muchos mundos. ¿Qué puedo decirles? ¿Tiene sentido que
ahora diga ¿"Lo siento mucho"? ¿Acaso podría así calmar el dolor, la
vergüenza que les causo? Me siento tan estúpido por haber caído en esto. Lloro
al pensar cómo los hiero. Perdón.
Escribiré pronto.
Cariños Billy
Los soldados llegaron en las primeras horas de la tarde y nos llamaron a unos
quince por el nombre. Nos alineamos de a dos y nos esposaron unidos por las
muñecas. Marchamos hacia la calle y subimos a un camión rojo, cerrado por la
puerta posterior. Adentro nos sentamos en bancos de madera. Nos llevaron a
través de la ciudad y nos descargaron en la parte posterior de un gran edificio
de piedra. Entramos en una sala rectangular, larga y de cielo raso cercano al
subsuelo. Como el calabozo, ese lugar estaba muy sucio. Las deslucidas paredes
encaladas se veían de un color verde claro a la luz de una lamparita desnuda.
Cuando nos quitaron las cadenas, todos los prisioneros formamos una fila y
luego me deslicé hasta un lugar en el extremo más alejado de la hilera.
Los otros permanecían de pie, con la cabeza gacha. Sus brazos pendían flojos a
los costados del cuerpo. El corpulento sargento que estaba de guardia le espetó
una pregunta al primero de la fila. El hombre le contestó con humildad, pero el
sargento le dio un bofetón sobre la boca con el revés de la mano. Otra pregunta.
Otra humilde respuesta. Otro bofetón, más cruel. La boca del hombre sangraba.
Gimoteó. El sargento le dirigió palabras duras y se volvió hacia el segundo
prisionero.
-¡Yap!
Seguí jugando. ¿Qué más podía hacer? Mientras los soldados estuviesen
mirándome no le pegarían a nadie, y menos a mí. De modo que continué con
el juego con el que tantas veces había entretenido a mis amigos de Nueva York
y Milwaukee. Era un juego muy simple que se jugaba con tres pelotas. Dos en
una mano, y la tercera en la otra. Un rápido pase medio. Hacer saltar una y
recoger dos y al revés.
Me detuve.
Seguí.
Jugué durante quince minutos o tal vez más. Mis brazos me pesaban. Dejé
caer una de las pelotitas. El sargento la agarró, pero en lugar de devolvérmela
me tendió la otra mano para pedirme las otras dos.
Se las di. Lanzó una al aire y luego las otras dos. Las tres cayeron al suelo.
El sargento dio una orden y de inmediato las volvió a tener en sus manos. Las
sostuvo por un momento. Tímidamente, me indicó con un gesto que le
enseñara. Fuimos hacia un rincón, donde traté de aleccionarlo. Su
coordinación era buena, pero no encontré manera de explicarle que se
requería muchísima práctica. No podía hacerlo como yo y eso le ponía
nervioso. Yo también lo estaba, pero no quería que me volviera a interrogar y
que castigase a los presos.
Con un gesto amable le pedí las pelotitas. Levanté una mano. Los soldados
me observaban con aire de sospecha. Con movimientos lentos, tomé una silla y la
coloqué debajo de la lamparita. Entonces me subí a la silla y le indiqué al sargento
con un gesto que ordenase apagar la luz. Sus ojos se entrecerraron. Luego les
gritó algo a los soldados. Dos de ellos se apostaron al lado de cada puerta. Otro
accionó el interruptor de la luz.
Reanudé mi juego. Ahora las pelotitas habían adquirido pálido color verde
azulado mientras giraban en la oscuridad. Todos los presentes me observaban
absortos.
El más joven y corpulento de los dos guardias, recorrió la fila de los presos,
moviéndose pausadamente y con cierta arrogancia. Se detuvo ante un preso al
que pareció reconocer. Con lentitud movió una de sus pesadas manos, como si
estuviese esgrimiendo un arma. De pronto le propinó al hombre un revés en la
cara que lo hizo chocar contra la pared. Sin hablar siguió recorriendo la fila.
El segundo guardia era de más edad. Tenía el cabello entrecano, cara larga y
delgada y ojos castaños de expresión dura. Estaba de pie, erguido. Me pareció el
tipo de turco al que hacían referencia los libros de historia, uno de los que
habían echado a los griegos hacia el mar.
Se detuvo frente a mí. Miró con frialdad mi cabello y luego clavó su mirada en
mis ojos.
A mi vez le devolví la mirada, pero comprendiendo que tal vez no era así como
debía reaccionar un preso, aparté la vista, para volver de nuevo a mirarlo. Una
tenue sonrisa arrugó su rostro de halcón. Le devolví la sonrisa.
Todo era piedra fría y acero gris. Frente a mí se extendía un corto tramo de
corredor. A la izquierda había una serie de ventanas con barrotes que limitaban
con la oscuridad. A la derecha había una hilera de diez o doce celdas pequeñas.
Unos escalones de cemento llevaban a lo que parecía otra hilera de celdas en la
parte superior.
Alguien salió de una celda que estaba en la mitad del corredor y se quedó de
pie mirándome. Una cabeza se asomó en otra celda, me echó una mirada y volvió
a desaparecer. El sonido de la puerta debió alertar a los reclusos. Aparecieron
otros que me observaron con gran curiosidad.
Hablaba en inglés con fluidez, pero con un acento que me resultaba difícil de
ubicar. Sus ojos oscuros brillaban. Me sonrió y siguió hablando.
—Hola Willie —me saludó Ame con una voz suave y baja—. Bienvenido a mi celda.
—Parecía escandinavo: alto, delgado y pálido, con penetrantes ojos celestes muy
serenos.
Arne se limitó a sonreír con cortesía. Me dio una taza de sopa con lentejas
y se quedó mirando cómo la devoraba.
La celda era idéntica a la de Ame, sólo que estaba vacía. Hacía frío. El polvo lo
cubría todo. Un camastro angosto de metal gris estaba sujeto al piso. Tenía un
colchón apelmazado que parecía estar allí desde hacía mucho tiempo. El relleno
se salía por un extremo y en el centro se veían manchas oscuras. Había un
banco de madera y una mesa destartalada que se plegaba contra la pared. En la
parte posterior de la celda había un tabique que llegaba a la altura de la cintura,
detrás del cual se hallaba un agujero practicado en el piso y que servía de letrina y
hedía a orina. Un armario metálico llenaba el espacio entre las barras y el extremo
de la cama.
No era la clase de lugar en el que me interesaría pasar mucho tiempo. Pero con
seguridad no tendría que estar ahí demasiado. ¿Veinte años? Eso no era más
que una táctica para atemorizarme. Nadie iba a sentenciarme a veinte años de
prisión por dos kilos de hashish. Yo no tendría necesidad de decorar mi celda,
como Arne. Era obvio que él había estado allí mucho tiempo. ¿Por qué?, me
pregunté.
—Ah, ¿sí?
—Ah, ¿sí? —imitó Popeye—. ¿Te piensas que estás en la universidad William?
Esta es la cárcel, muchacho. La cárcel. ¿Viste ya tu celda?
-Sí.
—¿Qué te pareció tu nuevo hogar?
—Está bien —comenté sin mucho entusiasmo.
Popeye silbó como Harpo Marx y sacudió las dos manos en el aire.
—Veinte. . . ¿qué?
Arne se puso de pie. Se lo veía sociable e indemne ante la depravación que nos
rodeaba. Pasó junto a mí y tomó algo que estaba sobre el armario.
—Eh, no juegues con él, Arne —protestó Popeye—. Será mejor que espere lo peor
desde ahora, así estará preparado. Insisto en que al muchacho le esperan por lo
menos diez o quince años.
Todos nos dedicamos a nuestra comida. Apenas probé la mía. Traté de aclarar
mis pensamientos. Popeye tenía que estar loco; ningún país del mundo, por malo
que fuese, podía dar una sentencia de veinte años por dos kilos.
Cinco años. A un norteamericano. Bueno, eso sin duda era mejor que la
predicción de Popeye. Ahora me di cuenta que el acento de Popeye era israelí.
Seguro. Tenía que sentirse pesimista en un país musulmán, pero yo era nor-
teamericano; además, siempre había tenido suerte y me las ingeniaría para
salir pronto.
Arne pareció leer mis pensamientos. —Podrías salir en libertad bajo fianza—
dijo en tono calmado.
Popeye frunció el entrecejo y exclamó: — ¡Tonterías!— ¿Bajo fianza?
Eso parecía interesante. —Pero, ¿cómo haría para salir del país?
—Fácilmente —replicó Arne—. Cualquier abogado turco medianamente
deshonesto puede conseguirte un pasaporte falso. Ninguno de ellos es
honesto. De lo contrario podrías intentar el cruce de la frontera con Grecia.
Grecia es el país ideal. Odian tanto a los turcos que de ninguna manera te
devolverían. Si los turcos te dan libertad bajo fianza, saben que te escaparás.
Y si consigues llegar a Grecia, eres libre.
—En fin, todo depende —dijo Ame—. Sí, tienes probabilidades si cuentas con
cierta cantidad de dinero y un buen abogado.
Arne me llevó aparte. —No hay duchas acá —me informó. Tendrás que
bañarte con el agua del lavaplatos de la cocina. —Me llevó a la celda que
estaba junto a la suya y me prestó una toalla, una jarra plástica y un pedacito
de jabón. Me explicó que muy pronto abrirían el agua caliente durante media
hora. Me llevó a la zona de la cocina, más allá de las escaleras y me enseñó
cómo debía bloquear el grifo con un trapo. Para bañarme me debería en-
jabonar todo el cuerpo y luego verter agua caliente con la jarra. Decidí lavar
primero el lavaplatos. Estaba mugriento.
—No dejes que Popeye y Charles te molesten —me aconsejó Ame con su voz
suave—. Los dos han estado acá mucho tiempo. La gente nueva. . . no
entiende lo que ocurre. Cada tipo nuevo que llega pone nervioso a los demás.
—No te puedes bañar así —me advirtió Arne—. No te puedes bañar desnudo.
—¿Qué? ¿Y cómo debo bañarme?
—Debes dejarte puesta la ropa interior. Nunca debes estar desnudo en el kogus.
—¿Qué estás diciendo? ¿Cómo voy a lavarme con la ropa puesta?
Arne insistió. —No puedes, muchacho. Los turcos son muy estrictos con todo lo
que puede parecer sexo entre los prisioneros.
Arne se encogió de hombros. —Está bien—. Pero será mejor que te apures.
Pronto será la hora de Sayim.
No me importó saber qué era Sayim. El agua me daba mucho placer. Arne me
dejó solo. Mientras vertía sobre mi cuerpo otra jarra de agua caliente, recordé
la tarde. Qué suerte había tenido al poder eludir los golpes.
Una voz turca gritó "Sayim. Sayim". Alcancé a ver parte del brazo del guardia
cuando se hallaba junto a la puerta abierta.
Arne llegó corriendo —Te dije que te apuraras muchacho. Van a hacer Sayim.
No tenía idea de qué era Sayim, pero me estaba fastidiando con tantas órdenes.
Seguí enjabonándome las piernas.
Me crucé con Emin quien ahora iba vestido con traje y corbata. Me gruñó algo
pero seguí corriendo.
Charles y Popeye estaban hacia el final de la fila. Los dos me echaron una
mirada reprobatoria. Popeye me tomó del brazo y me empujó para ocultarme
detrás de Charles y de sí mismo. Charles se quitó su suéter blanco y me lo pasó.
Me lo puse por la cabeza. Los dos eran altos y con sus cuerpos impedían que se
viera la parte de mi cuerpo envuelto en una toalla.
—Saat dokus —gritó el hombre más joven por el corredor—. Son las nueve—
me dijo.
—La hora de encerrarnos, Willie. Buenas noches. —Buenas noches, Ame.
Gracias. Me sonrió.
Fui caminando hacia mi celda. Detrás de mi, Emin y el hombre más joven
encerraban a cada hombre en la suya. Me estremecí con el aire de la noche.
La ventana con barrotes que había enfrente tenía un cristal roto. Afuera había
tormenta y por el agujero se colaba el aire frío hasta mi celda.
Cuando Emin se acercó le pedí a Walter sábanas y mantas. Este tradujo mi
pedido, pero Emin se limitó a encogerse de hombros.
—Pssss—. Una mano me hacía señas desde los barrotes de la celda próxima a la
mía. Me acerqué y vi un hombre alto y corpulento, tal vez alemán o australiano,
de cabellos rubios; estaba sin camisa y se advertían los grandes músculos de sus
hombros y brazos. Me tendió una vara larga, que yo tomé. En un extremo tenía
un clavo doblado que formaba un gancho.
Caminé por el corredor con curiosidad. A través de las puertas de las celdas me
observaban hombres sorprendidos pero tranquilos. Llegué a la puerta de una
celda cerrada con llave sobre cuyo camastro había sábanas, mantas y almohadas
apiladas. Metí la vara a través de las barras y con gran esfuerzo conseguí
enganchar una sábana y dos mantas. Las saqué al corredor. Caminé con cuidado
de regreso a mi celda y le di la vara a su dueño. Luego le ofrecí una de las
mantas.
—Gracias —murmuró.
Noté que en su celda la luz estaba apagada. En la mía había una lamparita
encendida que pendía del centro del cielo raso. —La luz. ¿Cómo la apago?
—Se supone que no hay que hacerlo —replicó—. Pero no dicen nada. Párate
sobre tu cama y estírate. Puedes desenroscarla.
Con furia, corrió hacia mí y me gritó fuerte junto a la cara. Para dar más
énfasis a sus palabras, con un dedo me golpeaba el pecho.
Reaccioné sin pensar. Antes de darme cuenta de lo que había hecho, Emin
estaba tendido en el suelo. De su nariz brotaba bastante sangre.
¿Qué había hecho ahora? Sin duda, me había buscado más problemas.
Fui hasta la puerta y miré. Emin estaba en el extremo del corredor, golpeando
la puerta de barrotes.
—Es loco. —El que hablaba era el recluso de la celda próxima a la mía—. Está acá
desde hace nueve años. Asesinó a su esposa con una navaja.
¡Dios mío! Un asesino. Eché una mirada a la celda para tratar de hallar algo
con lo que pudiera defenderme. Antes de que tuviera tiempo de ordenar mis
pensamientos, oí un gran tumulto. Se escuchó un rechinar de llaves. Rápidamente
me puse mis pantalones y zapatos. No sabía qué podía ocurrir, pero había que
estar preparado.
Los guardias entraron en la celda mientras me gritaban. Me arrastraron por el
corredor. Emin parloteaba enfurecido. Traté de explicar las cosas pero fue inútil.
Los guardias no me entendían. La sangre en el rostro de Emin era prueba
suficiente de que lo había golpeado.
Me sacaron del pabellón y me arrastraron por la escalera hasta una sala del
subsuelo. Los dos guardias principales, a quienes había conocido antes, estaban
sentados en sillas metálicas plegadizas, fumando cigarrillos. Levantaron la vista
cuando entramos. El que tenía cabello canoso se paró frente a mí. Entrelazó las
manos a sus espaldas.
¡Otro golpe! Una ola de dolor recorrió mi pierna izquierda. Mientras caía al
suelo sentí un enorme dolor y me oí gritar. Giré la cabeza para ver al enorme
guardia, semejante a un oso gris parado junto a mí. Me miraba con ojos negros
y fríos. En la mano tenía un grueso palo de más de un metro de largo y de seis o
siete centímetros de ancho, que parecía un listón.
Los otros guardias se abalanzaron sobre mí. Me quitaron los zapatos, luego los
pantalones. Yo regaba patadas y gritaba, pero me sostenían con fuerza.
Tomaron una cuerda gruesa y la anudaron alrededor de mis tobillos. Dos
guardias sostenían cada extremo de la cuerda, separaron los extremos y
levantaron mis pies en el aire. Me encontré acostado sobre el frío piso de baldosas
y aterrado, miré los oscuros ojos del corpulento guardia que sostenía el palo.
Se tomó su tiempo. Con lentitud movió el palo hacia atrás, apuntó y golpeó con
toda su fuerza contra las plantas de mis pies descalzos. Primero fue como si me
hubieran dormido. Luego el dolor se extendió en una agónica oleada por las
piernas y la espina dorsal. Grité de dolor.
El guardia volvió a apuntar con su palo. Traté de retirar los pies. El golpe me
alcanzó en el tobillo. Vi luces enceguecedoras frente a los ojos. Estuve a punto de
desvanecerme. Intenté desmayarme pero no pude. Lenta, lentamente,
continuaron los golpes. Me retorcía sacudido por el dolor. Cada golpe parecía más
fuerte. Lloré, grité y los insulté, pero no conseguí detenerlos. Sólo veía sus rostros
agolpados a mi alrededor.
Los golpes continuaron. . . diez, doce, tal vez quince en total. No pude
contarlos. Giré y me aferré al tobillo de uno de los guardias. El hombre
corpulento golpeó con el palo entre mis piernas. Me doblé en dos y vomité sobre
mi propio cuerpo.
— Yetair —gruñó el guardia que me golpeaba. Los otros soltaron la cuerda. Mis
pies, que ardían, golpearon contra el piso en un estallido final de dolor.
Sin miramiento alguno desataron la cuerda. Casi no lo advertí, ni ya me
importaba. El dolor me envolvía. Dos guardias me obligaron a incorporarme, pero
me volví a caer al suelo. Otra vez me levantaron. Mis pies ardían. Otra vez
vomité. Los guardias me insultaron y soltaron mis brazos. Caí al suelo
nuevamente. Me dejaron allí por un momento. Después consiguieron arrastrarme
de alguna manera escaleras arriba y me arrojaron en mi celda. Caí sobre la cama,
donde aún estaban las preciosas mantas y la sábana.
Quedé tendido, jadeando, tratando de controlar mis músculos. El aguijón de los
golpes se convirtió en un latido; el dolor en el pubis era penosísimo. ¡Oh, Dios!
Permíteme salir de esta pesadilla.
El pabellón estaba en silencio, sólo se oían mis gemidos. Cada uno de los
reclusos sabía lo que había ocurrido. Lo lamentaban por mí, pero estaban
contentos de que no les hubiese pasado a ellos.
Levanté la cabeza para mirar. Mi vecino había pasado una mano entre los
barrotes de su celda y la tendió hasta que quedó visible entre los barrotes de
la mía. Arrojó un cigarrillo encendido que cayó sobre mi cama; lo tomé y
aspiré una larga bocanada.
—Gracias —susurré.
Era hashish, la causa de todos mis problemas. Me sentí agradecido por sus
efectos sedantes. Seguí fumando y lenta y gradualmente, sentí que mi cuerpo
se distendía. El dolor se suavizó un poco. Después de un rato caí en un
piadoso sueño.
V
Pero algo anduvo mal. El petardo ascendió en el aire oscuro y pareció quedarse
flotando allí. La mecha despedía brillantes chispas rojas. Pendía del espacio sobre
nuestras cabezas.
— ¡Oh, no! —Se hacía más y más grande. Caía directamente sobre mí. Seguía
cayendo, cayendo, cayendo, pero nunca llegaba al bote. Salté para apartarme de
su trayectoria. Mis pies quedaron aprisionados bajo el borde del asiento,
haciéndome resbalar hacia el fondo húmedo del bote. El pánico que me asaltó me
hizo dejar caer por la borda la cámara alquilada. Se hundió sobre la superficie
Loch Ness.
Sobre mí caía el petardo. Lenta, lentamente se acercaba, enorme ahora,
apuntaba hacia mis pies atrapados. No podía respirar. No podía moverme. Sólo
podía mirar horrorizado. El petardo inflamado explotó debajo de las plantas de
mis pies.
.. . Desperté. Los pies me ardían. El dolor y los latidos eran tan increíbles que
consiguieron sacarme del sueño. ¿O había sido esa pesadilla? En menos de tres
semanas se suponía que debía encontrarme con mi amigo Patrick, en Escocia.
Pensábamos satisfacer nuestras fantasías de muchachos buscando al monstruo
de Loch Ness en víspera de Todos los Santos. Ahora me parecía poco probable.
Mi camisa estaba empapada de sudor a pesar del aire frío de la mañana.
Estaba tendido en la cama, bañado en mi propio vómito. Escuché el sonido de la
cárcel que despertaba a mi alrededor. El agua gorgoteaba en las cañerías. Oía el
sonido metálico de las llaves en las cerraduras. Tal como en el calabozo de la
comisaría, las toses y los esputos eran el himno de la mañana. En el otro extremo
del pabellón encendieron una radio. Se oyó fuerte una música rock.
— ¡Apaguen eso! —gritó alguien. Otro gritó una réplica en alemán.
Caminé rengueando hasta la cama y examiné mis pies. Se los veía de un rosado
brillante. Su tamaño era el doble del normal. A pesar del dolor me esforcé en
mover los dedos. Para mi sorpresa, ningún hueso parecía roto. El tobillo estaba
dolorido. Había una gran mancha rojiza en el lugar donde el palo había
golpeado. Mis nalgas latían igual que el pubis. Una vez, durante un partido de
fútbol en el colegio, me habían pegado una patada en esa zona y pensé que no
podría sentir otra vez un dolor más intenso. Me había equivocado. Ahora temía
que algo hubiese estallado dentro de mí.
Ame y Popeye vinieron a mi celda con huevos duros y un pequeño vaso de té.
—En verdad, hicieron un buen trabajo contigo. ¿Crees que puedes comer
algo?
—Claro que no —replicó Popeye—. Nunca te dan esa comida. A veces viene
alguien con un carro a vender. No con mucha frecuencia. Pero uno siempre se
las ingenia. Si tienes dinero puedes conseguir estas cosas. Si tienes que vivir
sólo con la comida que te dan, estás perdido.
Comí con apetito. Ame examinó mis pies. Con mucho cuidado los levantó
entre sus manos. Suavemente investigó si había huesos rotos.
—Tienes que ponerlos en agua —ordenó. —De ninguna manera. Me
están matando.
Popeye lanzó su silbido al estilo de Harpo Marx para agregar énfasis a las
palabras de Arne.
—Una vez más Popeye silbó para expresar que coincidía con Arne.
Descansé un momento. Luego, con los brazos apoyados en sus hombros salí
rengueando de la celda caminé por el corredor y llegué al patio.
Era un pequeño recinto de hormigón sin techo. Las paredes se elevaban cuatro
metros y medio alrededor. El lugar estaba sucio con colillas de cigarrillos, cáscaras
de naranja, periódicos arrugados, piedras, palos, vidrios rotos. Había hombres de
aspecto sucio que caminaban de un lado para otro. Algunos se paseaban con
nerviosidad. Otros daban vueltas en pequeños círculos contemplando el piso. En
el extremo más alejado dos hombres marchaban al unísono con paso de ganso.
—Son de aquel kogus —me respondió mientras señalaba un largo pabellón cuyo
frente daba al patio—. Compartimos el patio con ellos. Ese es el kogus de los
chicos.
—Bueno, los turcos imaginan que los chicos son relativamente inofensivos. No
suelen apuñalar a los extranjeros. . . por lo menos no es muy frecuente. Y los
extranjeros tienen un poco de dinero. Ayudamos a los muchachitos. Son
excelentes mendigos. Es mejor así, para ellos y para nosotros.
—Los mismos que los de otros turcos —replicó Popeye—. Los pequeños son
ladrones de caballos, carteristas, violadores, asesinos.
—¿Cómo? Pero si no son más que niños.
—Crecen pronto aquí —dijo Popeye—. Muy pronto.
Caminamos un rato y después Arne y Popeye me dejaron solo. Me senté en un
ángulo del patio, contra la pared. Me mantuve alerta para evitar que los niños me
pisaran los pies. Había algo que fascinaba y aterraba en esos niños. Jugaban al
fútbol con habilidad y energía. Pero ponían cierta crueldad en el juego.
Charles salió al patio. Caminó hacia mí con sus viejos vaqueros y sus zapatillas
hasta el tobillo. Era alto y de movimientos ágiles, como un jugador de baloncesto.
Llevaba anteojos de marco grueso y tenía un bolígrafo en sus manos. Se arrodilló y
examinó mis pies.
—Getchnis olsun —dijo —¿Qué significa eso? —Que pase
pronto. —Gracias. Espero que así sea.
—Lamento que te hayan golpeado de esa manera, Willie. Pero me alegra que le
hayas hecho frente a Emin. Ningún norteamericano de los que pasaron por aquí
ha sido pusilánime. Me alegra que no hayas destruido la imagen.
—Hubiese sido mejor destruir la imagen y no mis pies.
—No. Es mejor que los hayas enfrentado. Si los turcos piensan que pueden
dominarte, nunca dejan de molestarte. Ahora la mayoría te dejará tranquilo.
Saben que estás dispuesto a pelear. Debes estarlo acá adentro.
—Está bien, muchacho. No te preocupes por eso. Todos los que llegan acá
tienen algo qué demostrar. Lleva un tiempo aprender, pero en cierto sentido eres
afortunado.
—Aprendiste una lección importante anoche. Todos tienen que aprender de qué
manera los turcos pueden cagarlo a uno. En realidad, no te costó mucho.
—¿Que no me costó mucho? —¿Te rompieron algún hueso?
-No.
—Pues no fue mucho, entonces. Hace un par de meses dejaron muy mal a un
recluso, un austriaco. Le rompieron los huesos del pie. Se quejó al cónsul y se
armó un problema grave. Así que ahora los turcos tienen más cuidado. Tratan de
no dejar tan mal a los extranjeros.
Por ello supuse que había sido afortunado, pero ciertamente no lo sentía.
Charles anunció que tenía que escribir. Me quedé un rato donde estaba.
El piso frío del patio atenuaba los dolores de mis pies. Permanecí sentado
contra la pared en el aire fresco de octubre. De repente observé algo extraño en
el patio. La mayor parte era de sólido hormigón. Pero en el medio había un
pequeño rectángulo de tierra en cuyo centro se veía una especie de rejilla de
desagüe. Me incorporé para poder verla mejor.
—No sirve —comentó una voz ronca. Me volví y reconocí a mi vecino de celda—.
El agujero es suficiente para que uno se meta, pero debajo del suelo se
angosta. No hay manera de pasar.
—Escucha —su voz se tomó baja—. Lamento lo que ocurrió con las mantas. Este
es tu primer día. Ya has visto lo que te sucedió en la primera noche. De manera
que debes aprender en seguida todo lo posible acerca de este lugar. Es tu única
probabilidad de sobrevivir. Tu única probabilidad de salir.
Johann probó su té. —No es malo. Tal vez un poco mejor que el habitual.
Cada mes es uno distinto el que vende el té. Algunos lo hacen muy flojo, para
ganar más dinero. Ya te acostumbrarás a tomarlo.
—No sé. Pero al menos estarías fuera del pabellón. Tal vez si sobornaras a un
guardia o tuvieras un arma o algo así, podrías lograrlo.
—Debe ser arriesgado sobornar a un guardia.
—Sí. . . pero lo hace todo el mundo. Ya verás lo que puedes conseguir aquí
con sólo un paquete de "Marlboro". Esos podridos cigarrillos turcos son
terribles.
—¿Qué es eso?
—No sé. Sobornar al médico de la cárcel o algo así. Si tienes mucho cuidado y
eres muy inteligente, puedes conseguir casi todo.
—Hamid. Le dicen "el oso". Es el guardia principal. El único que lleva un arma.
Trata de no cruzarte en su camino.
—Demasiado tarde.
------Ah, sí.
—¿Quién es el otro guardia?
Pasaron los días. A medida que mis pies sanaban mi cabeza empezó a bullir. Aún
no había tenido noticias del cónsul norteamericano ni del abogado que había
pedido. No poseía información alguna acerca de mi caso, ni del tiempo que estaría
en la cárcel antes de ir a juicio. Por lo que sabía, iban a dejar que me pudriera allí
adentro. Ame me comentó que el gobierno turco estaba considerando la
posibilidad de dar amnistía a los presos. Pero no estaba seguro de que se fuera a
incluir a los nuevos. Había tantas preguntas que yo deseaba formular. Charles me
informó que la gente del consulado no venía con mucha frecuencia.
Como no tenía libros, ni papel para escribir, ni dinero, le pedí un poco de papel
a Charles y traté de escribir cartas para mis amigos. Las cartas pasaban por la
censura, que no era demasiado estricta, pero descubrí que me costaba mucho
expresarme al saber que se revisaría lo que escribiera. Además, ¿qué podía
contar? Estaba en la cárcel, pero ignoraba qué estaba ocurriendo conmigo. No
podía decir si saldría la semana próxima o el próximo mes. Garabateé unas líneas
a Patrick para informarle que no podría asistir a nuestra cita en Loch Ness, la
víspera de Todos los Santos. Escribí otra carta a mamá y papá, otra a mi
hermano Rob y una a mi hermana, que me costó mucho.
Lentamente mis pies y mis piernas recobrarán sus fuerzas. Todos los días, por la
mañana, caminaba por mi celda hasta que Walter abría la puerta. Una vez afuera,
esperaba con impaciencia a que el guardia adormilado llegase para abrir la puerta
que daba al patio. Algunas veces era a las seis y media. Otras a las ocho. Pero en
cuanto la puerta estaba abierta me apresuraba a salir al patio. Me llenaba los
pulmones de aire fresco y limpio. Miraba el cielo abierto. No había paredes cuando
miraba hacia arriba, sólo pájaros, nubes y un cielo azul de invierno.
Me sacaron del kogus y me llevaron por un corredor a una sala de visitas con
mesas largas y varias sillas. Mis ojos se clavaron en el paisaje que se veía a través
de los barrotes de las ventanas. Había campos ondulantes, árboles verdes y
grandes distancias abiertas. Era un privilegio enorme mirar a lo lejos sin ver una
pared.
Sentado a una mesa me esperaba un turco grueso y sonriente. Su escaso pelo
negro, muy engrasado, estaba peinado hacia atrás en un inútil intento por cubrir
una parte de su calvicie. Se incorporó con premura y se abalanzó para estrechar
mi mano.
—William Hayes —dijo en un inglés perfecto, sin sombra de acento—. Soy Necdet
Yesil.
Mi abogado por fin.
—Tome asiento. —Tomé asiento. Me ofreció un cigarrillo norteamericano, que
acepté nerviosamente. En la cárcel había adquirido el hábito de fumar cigarrillos
ininterrumpidamente. —El cónsul norteamericano me ha contratado. He venido a
verlo de inmediato. ¿Cómo andan las cosas?
—Lo sé, lo sé. Creo que conseguiremos su libertad bajo fianza. —Yesil hizo una
pausa para causar impresión. —¿Puede reunir el dinero? Claro que podía. ¿No? Se
lo pediría a papá. ¿Me lo prestaría? Temblé ante el recuerdo de nuestra última
discusión. Yo había deseado tanto mi independencia y tal vez mi padre ya me
hubiera dejado para que me las arreglase por mí mismo.
— ¿Cuánto va a costar?
—Tal vez veinticinco mil libras.
— ¿Cuánto es en dólares?
—Dos mil, tal vez tres mil dólares.
—Eh. . . ¿Cuánto dinero tiene aquí? —me preguntó Yesil—. Debemos empezar
ahora mismo.
—Tengo unos 300 dólares. Eran para mi pasaje, pero me han informado
que han puesto ese dinero en el banco de la cárcel.
—Necesito 250 dólares —exigió con aspereza. Acercó un papel hacia mí.
Max se acercó al armario. Retiró una cuchara, una botella que contenía un
líquido oscuro, una vela y una jeringa hipodérmica. Encendió la vela. Luego llenó
la cuchara de líquido. Miré a Johann, quien me hizo señas de que debía esperar.
Max sostuvo la cuchara sobre la vela hasta que el líquido empezó a hervir.
Reconocí el olor acre y denso que se filtraba a menudo en mi celda.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—"Gastro" —replicó Max—. Un remedio para el estómago que contiene codeína.
Es lo mejor que tengo acá. A veces consigo morfina pero no muy a menudo.
Johann y yo observamos en silencio, mientras Max terminaba de hervir el
medicamento. En la cuchara quedó un delgado residuo negro bajo el líquido. El
olor me dio náuseas. Con cuidado, para no derramar una gota, Max aspiró el
líquido con la aguja hipodérmica.
—Fui apresado con una chica norteamericana —Max habló en tono calmo—.
Intentábamos cruzar la frontera de Edirna, hacia el oeste. Cerca de Grecia.
Teníamos diez kilos de hash en el automóvil. Yesil fue nuestro abogado.
Max manipuló con un trozo de hilo, que ató alrededor de su brazo a modo de
torniquete. Buscó un lugar sano entre las marcas sucias e infectadas de su piel y
por último hundió la aguja en un antebrazo e inyectó el líquido negro en su
cuerpo. Luego aflojó el torniquete. Me miró a los ojos.
—Vino el padre de la chica. . . de Norteamérica —susurró—. Le pagó a Yesil una
suma grande. Yesil dijo que todo andaría bien.
Max hizo una pausa. Sus ojos adquirieron una expresión distante. —¿Qué? —
Parecía confundido.
—Yesil —lo ayudó Johann.
—Yesil —repitió Max—. Yesil dijo que todo andaría bien. Fuimos. . . al tribunal.
Yesil. . . maldito. . . se puso de pie. . . dijo que la chica era inocente. . . que
todo había sido idea mía. —La cabeza de Max empezó a oscilar hacia atrás y hacia
adelante. —La chica salió en libertad.
—¿Qué paso contigo? —repetí.
-¿Qué?
—¿Cuál es tu sentencia?
Max fue bajando la cabeza lentamente hasta que la apoyó sobre las rodillas.
Su voz sonaba apagada cuando habló.
—Treinta años —respondió.
VI
Mis pies sanaban lentamente. Diariamente caminaba alrededor del patio todo lo
que me era posible. Sus medidas eran catorce metros por treinta y dos. ¡Qué
hermoso debía ser caminar en línea recta sin tener que detenerse frente a una
fea pared gris! Ahora comprendía por qué los animales enjaulados caminan
tanto de un lado al otro.
Por la mañana me despertaba con el alba, varias horas antes que el ayudante
de Emin, Walter, viniera a abrir las puertas. Me quedaba acurrucado bajo la
manta. Pasar de un sueño agradable a la realidad nunca dejó de ser un shock.
Mantenía los ojos cerrados un buen rato para no ver las rejas.
Una mañana me pasaron una tarjeta de visita a través de la puerta metálica del
corredor. Probablemente sería Yesil o el cónsul. Era agradable recorrer toda la
extensión del corredor sin tener que girar después del paso trigésimo segundo. Los
guardias que estaban en los puestos de vigilancia parecían amistosos y trataban
de hablar conmigo. Yo sonreía y asentía con la cabeza. Murmuraba "Norte-
américa" y "Nueva York" como respuesta a todo lo que me preguntaban.
—Está bien. Entonces permíteme que te cuente cómo están las cosas por
nuestra parte.
—Está bien. Esa es la razón por la cual tengo confianza en esos tipos. Los
recomienda nuestra gente.
—No te preocupes por eso ahora. Podrás devolverme el dinero cuando esto
haya acabado. En este momento el dinero no cuenta.
Charlamos un rato, tal vez una hora. Papá me dijo que volvería al día siguiente,
después de reunirse con los abogados. Me preguntó qué necesitaba, que él
pudiera traerme. Me sentí incómodo al tener que pedirle que me comprara cosas.
Es un hombre orgulloso y yo sabía lo que debía significar para él estar allí. Sabía
cómo debía dolerle ver a su hijo preso, encarcelado por tratar de meter
hashish de contrabando en un avión. Pero ignoró todo eso. Yo lo necesitaba y
él estaba allí.
Descubrí que de pronto sentía un gran respeto por su vida ordenada. Papá
sabía cómo enfrentarse a una situación. Sabía cómo lograr que se hicieran las
cosas. Esa era la clase de persona que necesitaba para que me ayudase.
Antes que se marchara, ese primer día, hicimos una lista: pijamas, cepillo de
dientes, anotadores, barras de chocolate. Me dijo que depositaría cien dólares
en el banco de la cárcel para que pudiese comprar comida para mí y para mis
amigos, cuando viniera el carro.
Papá se puso de pie para despedirse. Nos estrechamos las manos.
Aspiré hondo e hice un gran esfuerzo por mantener una sonrisa.
—Bebe una cerveza por mí en el Hilton —le pedí. —Tal vez dos —replicó— Te veré
mañana, Will.
—Bien papá. Gracias. —Sufría de ganas de atravesar la puerta con él, hacia el sol.
Papá volvió al día siguiente con noticias de los abogados. Había contratado al
doctor Beyaz y al doctor Siya, dos de los más distinguidos abogados criminalistas
de Estambul quienes creían poder obtener para mí una sentencia de veinte meses
y hasta arreglar la libertad bajo fianza. —Si consigo la libertad bajo fianza, me voy
del país —le aseveré a papá—. Tengo entendido que es fácil cruzar la frontera con
Grecia.
Papá rió. —Claro. Tú la conoces. Nunca deja de jugar a la lotería. —Se puso
serio. —Es conveniente que lo haga. Aleja su mente de todo esto.
—¿Baño? ¿Quieres decir que tienes baño? Aquí sólo tenemos un agujero en el
piso.
—Exacto.
—De acuerdo.
Discutimos todas las estrategias legales posibles. Le comenté lo que Johann me
había dicho acerca del hospital de enfermos mentales de Bakirkoy, donde era
fácil escapar. A papá le preocupaba la idea de la fuga. Los abogados le habían
dicho que podía obtener un informe oficial de Bakirkoy en el sentido de que
yo estaba "loco". Con ese informe y con mis antecedentes, no se me podía
acusar de ningún delito. No me sentía ni más loco ni más cuerdo que el hombre
común, pero tenía un tanto a mi favor. El Ejército de los Estados Unidos había
certificado mi anormalidad psicológica. Eso era toda una recomendación. Papá
comentó que quería tener abiertas tantas salidas como fuera posible. Convino en
enviar el informe del ejército a Beyaz y Siya.
Muy pronto llegó el momento en que papá debía regresar. Me aseguró que
volvería al cabo de dos o tres meses, o cada vez que fuese necesario. Me pidió
que me quedara tranquilo. Aún faltaban tres semanas para ir a la corte. Veríamos
qué ocurriría. Con una sonrisa forzada se despidió.
Beyaz y Siya fueron varias veces a verme en las semanas siguientes, para
preparar la defensa. Beyaz era un hombrecito de menos de un metro cincuenta
de altura. Tenía cejas pobladas y pelo blanco en los bordes de su cabeza calva.
Siya era alto y su cuerpo tenía forma de pera. Dejaba que Beyaz llevara la
conversación. Ninguno de los dos hablaba buen inglés, de modo que
necesitábamos un intérprete. La tarea fue cumplida diligentemente por el
sonriente Yesil, quien rehusaba abandonar el caso. Aún tenía 250 dólares míos.
Deseaba mantenerse en contacto par ver si podía obtener más. De todos modos,
necesitábamos un intérprete.
Los abogados quisieron que subrayara el hecho de que sólo había comprado el
hashish para mi uso personal. En verdad había planeado vender buena parte de
él, pero Beyaz y Siya me aconsejaron que mintiera en ese punto. El juez
probablemente se daría cuenta, pero convenía que la trascripción de lo
declarado quedase limpia. Eso tendría mucha importancia cuando el alto
tribunal de Ankara, revisara el caso.
—En primer lugar, hazlo simple —indicó Charles—. Todo lo que digas habrá
que traducirlo al turco. Debes pronunciar cada palabra con claridad. Es un
maldito sistema el que tienen aquí. Eres culpable, a menos que se demuestre
que eres inocente.
—Bromeas.
— ¡No! Tal vez no es así en los libros, pero sí en la realidad. Estos tipos son
capaces de encarcelarte por un accidente de tránsito.
—Simple —me recordó—. Tienes que ser simple con estos infelices. Oraciones
cortas. Ideas concretas. Si te pones complicado, se pierden.
—Tengo que dar una buena impresión —dije—. Tengo que hacerlo.
—Muy cierto —convino Charles. —Tal vez me den libertad bajo fianza.
—Sí, no tiene sentido preocuparse hoy por lo que pueda suceder mañana.
Miré a Arne. Estaba sentado tranquilamente con sus manos largas y delgadas
entrelazadas sobre sus piernas. De verdad no entendía su serena aceptación de
su destino.
—Ponte éste mañana. —Me entregó un pantalón verde oscuro. Tendría que
ajustármelo lo más alto posible, pero era mucho mejor que mis vaqueros.
—Gracias.
— ¡Oh muchacho! —Popeye rió. —Mucha, mucha suerte. —Se marchó corriendo
por el pasillo.
—No te enojes con él —me aconsejó Ame—. Está un poco neurótico. Siempre
espera lo peor. Pero es un buen tipo. No quiere que te lleves una desilusión
mañana.
Beyaz y Siya se sentaron en una mesa, frente a mí. Yesil parloteaba con ellos.
Miré hacia el lugar donde Charles me había dicho que se sentaba el fiscal. Me
preocupaba. No quería un F. Lee Bailey turco que me aniquilara durante el
interrogatorio. Captó mi mirada y frunció el entrecejo tras sus anteojos oscuros.
Entró el juez principal. Se situó con solemnidad detrás del alto escritorio en el
estrado. Su toga negra y larga tenía un brillante cuello escarlata. Bajo su pelo
corto y gris, su rostro arrugado parecía benévolo.
Un joven se sentó detrás de una antigua máquina de escribir en una pequeña
mesa frente al estrado. A lo largo de veinte minutos varias personas se
incorporaron, hablaron en turco y volvieron a sentarse. La máquina de escribir
repiqueteaba tras el sonido de las palabras. Tanto Beyaz como Siya hablaron
brevemente. El cónsul norteamericano dijo algo. Los tres jueces deliberaron. Por
último Yesil me hizo señas de que me pusiera de pie. —El juez desea que le
explique su historia —me indicó.
—Soy estudiante de la Universidad de Marquette —comencé, mientras Yesil
traducía—. Está en Milwaukee, una ciudad de los Estados Unidos de América.
Estudio Inglés. Me falta poco para graduarme. Sólo debo completar mi tesis.
Deseo ser escritor. He estado fumando hashish por varios años. Creo que estimula
mi mente y mi capacidad creadora. Escribo mejor cuando fumo. Estuve viajando
por Europa, de vacaciones. Quería llevarme un poco de hashish porque en los
Estados Unidos es muy caro y no tengo mucho dinero. Quería suficiente hashish
para que me durara hasta que completara mi tesis. Supe que era muy barato en
Estambul, de modo que vine en tren. Deseaba comprar una pequeña cantidad. . .
tal vez medio kilo. Hablé con unos muchachos turcos de pelo largo. Les dije que
quería un poco. Me llevaron a una habitación y me mostraron muchísimo
hashish. Nunca había visto tanta cantidad. Me dijeron que me darían dos kilos
por 200 dólares. Ese precio es muy barato para un estadounidense. Pensé: me
llevaré estos dos kilos y me durarán mucho tiempo.
El juez quedó en silencio por un momento. Las historias acerca del hashish
habían flotado en ese tribunal por años. Nuestra conversación tenía a Yesil
como intermediario.
—Creo que el hashish es muy fuerte, que puede ser peligroso para algunas
personas. Creo que es bueno para mí porque estimula mi creatividad y me
ayuda a escribir. Pero puede ser que para otros no sea tan bueno. De modo
que no sé. Pienso que cada uno debe decidir por sí mismo si debe fumar o no.
Me niego a ofrecerles a mis amigos. Tal vez para ellos no sea bueno.
—Bueno, no quería dos kilos. Sólo buscaba medio kilo. Pero me ofrecieron
toda esa cantidad y fui tonto. Decidí que me la llevaría, así tendría un montón
cuando volviera a mi país.
No podía hacer otra cosa que esperar. Y mientras esperaba, caí lentamente
en la gris y triste rutina de la prisión. Charles, Popeye, Ame y Johann habían
pasado por el mismo proceso: la conmoción del arresto, la estúpida esperanza
del milagro de una pronta salida, para luego zozobrar en la realidad de la
cárcel. A su manera, uno de ellos me ayudó a adaptarme a la vida en el kogus.
Charles, que trabajaba mucho, casi con furia, mantenía un horario rígido y
durante la noche, encerrado en su celda, elaboraba sus cuentos y poemas,
trató de convencerme de la necesidad de ajustarse a un horario en la cárcel,
de tener un plan para cada día; de esa manera —me decía— el tiempo tendría un
significado positivo, en lugar de negativo.
—Puedes alinearte hasta tal punto aquí adentro que ni te darás cuenta —me
advirtió Charles—. Puedes llegar a no saber dónde estás ni dónde están las
demás cosas. Y no volverás a la realidad por días, semanas o meses.
—Alguna gente —me dijo en tono tranquilo— se extravía tanto que nunca
encuentra el camino de regreso.
Arne me enseñó la lección tal vez más importante de todas. El era un recluso
poco común. Había espías y soplones a nuestro alrededor, ansiosos de obtener
ventajas sobre los demás mediante el conocimiento de cosas que pudieran ser
utilizadas como arma. Por ese motivo, los prisioneros desconfiaban unos de
otros. La confianza no se brindaba con facilidad. El resultado era que cuando el
propio cuerpo estaba encerrado, uno también encarcelaba los sentimientos. Arne
entendía la necesidad de proteger sus sentimientos, pero también comprendía
que era preciso expresarlos. Durante largas charlas en su celda, al anochecer, me
aconsejó que no reprimiera mis emociones; si lo hacía, me advirtió, tendría
grandes problemas en mi relación con la gente, dentro y fuera de la cárcel.
Johann era el único que no había hecho intento alguno de adaptación a la vida
en la cárcel. Desde el principio sólo había pensado en fugarse. Pero era un tipo
impulsivo.
—Pero tú tienes que hacer algo, Willie —me urgía—. No confíes en las cortes. No
confíes en los abogados turcos. Ni siquiera debes confiar en tus amigos. Sólo
debes confiar en ti.
Tan pronto como abrían las celdas y la puerta del patio, corría hacia afuera, al
aire frío. En general llegaba a tiempo para observar cómo se elevaba el sol sobre el
horizonte artificial de la alta pared de piedra. Me sentaba contra el muro y
meditaba o dibujaba. Estudiaba las formas de la sombra en el patio. Observaba el
vuelo de las palomas en lo alto. Según de donde soplara el viento, podía oler el
mar. Si escuchaba con gran atención, me parecía oírlo. Después del desayuno
escribía cartas, jugaba al ajedrez, o leía un libro. Por la tarde me unía a los que
jugaban fútbol en el atestado patio. Por la noche conversaba con amigos o me
quedaba sentado para pensar o soñar. Cuando cerraban mi celda, empezaba a
tallar piezas de ajedrez en jabón, con una lima para uñas en lugar de cincel.
Pero si por un lado me estaba adaptando bien al lugar, también recordaba las
palabras de Johann y mantenía abiertos ojos y oídos.
—Sí. En el carro que trae las provisiones. Creo que los turcos apagan las luces
a propósito, para que la gente tenga que comprar velas.
Por algún motivo la oscuridad hacía que los prisioneros bajaran el volumen de
sus radios o transistores. Arne tocaba suavemente su guitarra. Una extraña
calma descendió sobre el kogus. Me quedé sentado mirando las formas de la
luz de la vela que oscilaban en la pared. Me sentía bien. Mi estómago estaba
satisfecho. Era agradable estar en la semioscuridad con mis amigos. Me olvidé
de las rejas, del tribunal y del gran signo de interrogación que pendía sobre mi
cabeza. Compartir ese momento de paz era suficiente.
Diez minutos después, demasiado pronto, volvieron las luces, y con ellas
retornó la música de fondo habitual en el kogus. Los radios se oían fuerte.
Los reclusos discutían. Los chicos gritaban al otro lado del patio. Intentamos
prolongar el momento grato, pero una vez que volvió la luz la magia
desapareció. Estábamos de nuevo en la cárcel.
De repente hubo una conmoción en el kogus de los chicos. Fuimos al
corredor. Desde las ventanas del piso superior miramos hacia la habitación
inferior del pabellón de los muchachos. Era idéntico al nuestro, salvo que no
había celdas individuales. Eran sólo dos salones rectangulares, uno sobre el
otro, como una barraca del ejército.
Vimos que los niños corrían hacia abajo, urgidos por varios guardias que
gritaban. Formaron una fila. Ninguno de ellos parecía querer estar al frente,
cerca de la puerta.
El niño tendría unos cinco años. Parecía atemorizado por la conmoción que
había causado la presencia de su padre. Mamur permaneció inmóvil hasta que
los niños fueron sacados de sus escondrijos de arriba y puestos ante él. Los
pequeños reclusos estaban silenciosos. Los guardias callaron. Mamur entregó
su hijo a Hamid. La enorme garra de Hamid cubrió la manita. Mamur caminó
lentamente frente a la fila de los niños. Los miró de arriba a abajo por un
momento. Entonces pronunció una palabra que rompió el silencio.
— ¡PIS! —gritó. Significa sucio u obsceno. Toda la fila se estremeció.
Mamur sacudió los brazos en el aire. Recorrió la fila en uno y otro sentido,
gritándoles a los niños junto al rostro. Parecía estar interrogándolos, mientras
los abofeteaba, los sacudía y les gritaba. Un niño que lloraba señaló a algunos
otros. Mamur separó a cinco de ellos. Los arrastró de la fila por el pelo y los
arrojó hacia los guardias; luego dio una orden. El resto de los chicos corrió al
otro extremo del kogus.
Siguió azotando a los niños que gritaban y se debatían por liberarse. Los
guardias sentados en el banco abrieron las piernas para mantener el equilibrio.
Otros guardias se apoyaron en los extremos del banco. Los niños se retorcían
y gemían bajo la furia de Mamur. Este los golpeaba en los pies, las nalgas y las
piernas. En ocasiones se detenía para gritarles algo a los otros muchachitos
arrinconados contra la pared más alejada del salón.
Por fin terminó el castigo. Arrojó al suelo la vara de falaka y le hizo una señal
con la cabeza a los guardias, quienes retiraron el banco. Los niños quedaron
tendidos en el suelo, sollozando. Mamur se quedó quieto por un momento, con
la respiración agitada. Miró con ferocidad a los niños. Se volvió, recibió la
chaqueta que le tendía un guardia, la dobló sobre un brazo y se acercó a su hijo.
El niño estaba medio oculto detrás de Hamid. El subdirector de la cárcel de
Sagmalcilar tomó a su hijo de la mano y salió del kogus caminando lentamente.
VII
Todo lo relativo a la ceza eci (casa de castigo) de Sagmalcilar y sus tres mil
reclusos era sula-bula. No era ni muy bueno ni tampoco muy malo. Había toda
clase de reglas y no había regla alguna. Había guardias que no podían moverse
de ciertas áreas y reclusos que vagaban libremente por la cárcel. Aunque el
juego era ilegal, todos los turcos jugaban a los dados y la mayoría de los
extranjeros al póquer. Había leyes estrictas contra las drogas, pero los
reclusos podían comprar hashish, opio, LSD, morfina y píldoras de toda forma,
color y composición. Igualmente la homosexualidad que era un delito contra
la ley y la moral, predominaba en la cárcel; los mismos guardias que debían
controlar ese aspecto parecían encontrar placer sexual al golpear a un hombre
al que antes habían atado y quitado los pantalones. El dinero estaba prohibido
dentro de la cárcel, pero los presos podían obtener crédito de su cuenta o
utilizar fichas especiales en la prisión, y a pesar de las reglas, la mayoría de los
prisioneros antiguos mantenía dinero que ocultaba entre sus pertenencias o
camuflado entre sus ropas menores. Según los estados de ánimo cambiantes de
las autoridades y las mudables contingencias del destino, la cárcel se hacía un
lugar cómodo para pasar el tiempo o se transformaba en un infierno.
Eran ricos y crueles, así que una sentencia de prisión no era más que un
inconveniente menor para la mayoría de los kapidiye y cualquiera que fuese el
delito por el cual se los acusaba, repartiendo un poco de dinero acá y allá
conseguían un nuevo juicio, un nuevo juez, nuevas declaraciones, nuevos papeles,
nuevos antecedentes policiales o informes médicos y quedaban en libertad.
Pasaban un año. . . tal vez dieciocho meses. . . en la prisión. Pero no más.
Mientras estaban detenidos, vivían como príncipes; no planeaban ninguna fuga
porque en ese caso tendrían que marcharse del país y perder todo su poderío
que estaba en Turquía. De modo que se pasaban el tiempo en la cárcel dirigiendo
el juego, encargándose de las drogas y todo lo relacionado con el contrabando; y
aunque sus ganancias eran grandes, también corrían grandes riesgos, y la
violencia era el único método aceptado de competencia entre los distintos grupos
de poder.
Jamás lograba acostumbrarme a ese ambiente, por más que lo intentaba; sin
embargo el yoga que practicaba por la mañana y por la noche parecía ayudarme
en algo. También desarrollé mi forma particular de meditación. De mañana,
después del yoga, me sentaba en la cama, aún a oscuras, escuchaba los sonidos
en la cárcel y de quienes despertaban a mi alrededor.
La calma previa al amanecer era el mejor momento. Oía el suave aleteo de las
palomas al alejarse del alero de nuestro kogus y a veces cuando la sirena
nostálgica de un barco en el puerto rompía el aire del amanecer, soñaba con el
mar. Me imaginaba viajando en un vapor por el mar de Mármara hasta llegar a las
islas griegas. Me resultaba tan fácil salir de la cárcel en mis sueños; pero cuando
los otros reclusos despertaban ya no podía mantenerme de buen humor y debía
hacer un gran esfuerzo para controlar mi temperamento. El estado de ánimo
podía pasar de un individuo a todo un grupo y sólo se podía advertir ésto cuando
ya era demasiado tarde. El kogus era todo un ventisquero emocional donde las
peleas podían estallar en cualquier momento.
El té estaba listo a la hora en que llegaba el guardia a abrir la puerta que daba al
patio, y llamaba al prisionero iraní que iba a buscar el pan a la cocina de la cárcel.
Como entonces ya había otros reclusos levantados que llegaban a la cocina con
trozos de ají verde, cebollas o un huevo para freír, se formaba una cosa y los
hombres se empujaban y discutían. Ziat se mostraba renuente a dejar usar los
quemadores. Utilizaba dos para hacer el té y sólo permitía que se usara uno
para cocinar. En la fila, frente a uno de ellos un recluso freía cebollas o hervía
una olla de agua para cocinar patatas. En esos casos Ziat a veces permitía que
algunos de sus amigos utilizaran uno de los otros quemadores. Eso era origen de
numerosas peleas. Los presos, que hablaban distintos idiomas, parloteaban y se
quejaban. Si las circunstancias eran adecuadas, el lugar se convertía en un
pequeño campo de batalla y los vasos volaban. A veces relucía un cuchillo y
entonces los guardias entraban precipitadamente.
Pero según Johann, Ziat se volvió codicioso y como retuvo diecisiete kilos de
opio de un negocio en el que intervenía un kapidiye turco, lo sentenciaron a
cinco años de prisión.
En Sagmalcilar había varios reclusos que cumplían condenas por culpa de la
traición de Ziat. Pese a que el jordano era un hombre cuidadoso, en una ocasión,
hacía quince meses, lo habían herido.
Descubrí de pronto que cada vez fumaba más hashish. Era fácil obtenerlo de
Ziat. La realidad era desagradable. La droga producía una obnubilación que
ayudaba a pasar el tiempo. El caño del agua que estaba junto al agujero del
retrete en mi celda era Turk-malí. Estaba roto, oxidado y corroído. Pero dentro
había espacio suficiente para guardar un trocito de hashish. Los guardias árabes
consideraban ayip, sucia, el área del retrete, de modo que ése era un escondite
muy efectivo. Nunca metían los dedos en ese caño sucio.
Otras veces recibía varias cartas de una vez. Las devoraba. Papá me escribía
regularmente, aunque sus cartas llegaban con ritmo imprevisible. A veces mamá
agregaba una línea o dos a las cartas de papá para decirme que me quería. A
mamá nunca le gustó hablar mucho, pero su apoyo siempre se sobreentendía.
Papá me comentó una vez que había ganado un premio en un partido de pelota
con los compañeros de oficina. Rob y Peggy, mis hermanos, también me escribían.
Las notas de Rob en la Brown University eran buenas y esto me hacía pensar que
tal vez papá le conseguiría un empleo en la Compañía Metropolitana cuando se
graduara. Peg me hablaba de sus amigos, sus diversiones y sus ropas nuevas;
cada carta estaba llena de pequeños detalles de la vida diaria y eso me dolía. Allá
en Long Island, la vida continuaba. Abría cada carta con ansiedad, luego la releía
mientras el dolor crecía. Entre las líneas de cada carta estaba mal disimulada, la
angustia por el miembro extraviado de la familia.
Eso era típico de Patrick. Siempre buscaba la solución heroica como era la de la
fuga. Si alguna vez me decidía, sabía que podría contar con él.
Un día me sorprendió la llegada de un sobre dirigido a mí con escritura fluida
y cuidada. Me produjo una profunda conmoción. Había crecido junto a Lillian
Reed. Ella fue mi pareja en el baile de primer año de la escuela secundaria,
esto me parecía que había ocurrido hace ya varios siglos. Recordé que tenía un
vestido de terciopelo rojo esa noche y papá nos había llevado en su coche al
baile. Estuvimos enamorados aquellos años juveniles. Luego, sin advertirlo, nos
fuimos alejando. La imagen que tenía en la mente y el sobre que sostenía en
las manos tendieron un puente sobre tantos años y creía ver su largo cabello
castaño que enmarcaba sus profundos ojos oscuros, en una noche de verano,
en ese interregno entre la escuela secundaria y el comienzo de la Universidad
con su suave amor joven de palabras susurradas. Los dos soñábamos viajar por
el mundo. Pero Lilliam se casó. El matrimonio duró menos de un año. Ahora,
estaba en Cambridge, trabajando como secretaria legal, en Harvard. Su divorcio
acababa de oficializarse.
Me conmovió con sus palabras; sus pensamientos a través de la distancia me
animaron. Leí sus líneas varias veces antes de escribirle una larga y emotiva
respuesta esa misma noche. La urgía a recoger los fragmentos de su vida para
vivirlos cabalmente. Los dos teníamos nuestros problemas. Era extraño cómo
dos viejos amigos habían podido trastornar sus propias vidas hasta ese punto.
Tal vez pudiésemos ayudarnos mutuamente.
El juicio se había fijado para el diecinueve de diciembre. Yo esperaba que
ocurriese algo definitivo. Si no conseguía salir en libertad bajo fianza, al menos
deseaba una sentencia, ya que así sabría cuánto tiempo me faltaba. Los
rumores acerca de una amnistía eran más frecuentes. Algunos presos creían que
el gobierno descontaría diez años de todas las sentencias. Si la corte me
sentenciaba. . . aún a diez años, tal vez pronto estaría libre de todos modos.
Una vez más ensayé mi historia con cuidado, la noche anterior al juicio. Otra vez
mis amigos me ayudaron a vestirme. Todo dependía de una buena impresión. Si
conseguía la libertad bajo fianza, quizá podría estar en casa para Navidad.
—¿Qué ocurrió? —le grité a Yesil—. ¿Por qué me encadenan? ¿Por qué me
llevan de regreso?
—¿Qué decir con que no es importante? Quiero salir bajo fianza. No quiero
pasar una noche más en ese lugar.
—Sí. Sí. Está bien. Iremos a hablar con usted mañana. —¿Qué dijo el fiscal?
¿Qué ocurre ahora? —No es importante. Sólo aspectos técnicos. Los soldados
me tironearon de los brazos. —¿Cuáles aspectos?
—Bien, presentó al tribunal la sentencia que pide para usted.
De estar libres mis manos, hubiese agarrado a Yesil por las solapas. Mi
destino lo habían decidido en turco y Yesil se negaba a traducir.
—¿Qué sentencia pide? —pregunté otra vez. —No es importante. Se lo diremos
mañana.
Ahora los soldados me arrastraban. Giré la cabeza para mirar a Yesil. —¿Qué
demonios dijo el fiscal? ¡Yesil!
—Me quedé sin Castro —nos explicó—. Tengo que conseguir alguna mierda.
—¿Quién sabe? No creo que te den cadena perpetua, pero tampoco yo creí
que me fueran a dar treinta años. Creo que deberías marcharte de aquí como
sea.
-¿Eh?
—Ellos tienen muchos amigos adentro y afuera. Tienen mucho dinero. Los
guardias son tan pobres que es muy fácil sobornarlos. Pero si no tienes cuidado,
te traicionan. Es por eso que los kapidiye son importantes. Nadie traiciona a un
kapidiye. £1 que lo hace, recibe una cuchillada en el estómago.
—Abrió los ojos, se inclinó hacia adelante, me tomó del brazo y se deslizó del
camastro al mismo tiempo. Su voz se tornó más baja.
Yesil apareció al día siguiente y me aseguró que no tenía que preocuparme por
nada. El fiscal era "una mierda", comentó, en un raro abandono de su inglés
culto. El juez probablemente me daría veinte meses. . . incluso hasta podía darme
la libertad bajo fianza. Pronto lo descubriríamos.
Como a las once y media de la noche, víspera de Año Nuevo, se hizo otra
fiesta. Emin no se molestó en cerrar las celdas de modo que se formaron
pequeños grupitos de amigos y se fumaba hashish para celebrar.
De pronto comprendí que no estaba solo. ¿Estaba con Lillian? ¿Dónde estaba?
Abrí los ojos y clavé la vista en los ojos oscuros de Arief. Pestañeé con fuerza para
asegurarme mejor. Era Arfief, que me miraba con ceñudo rostro a través de los
barrotes. Luego retrocedió, se enderezó contra la pared, como un borracho, y
se marchó.
Pocos días después de Año Nuevo se abrió la puerta del kogus y los guardias
arrojaron dentro a un nuevo preso. Se llamaba Wilhelm Weber y era alemán.
Se pasó los primeros días yendo de una celda a otra, fanfarroneando ante los
reclusos en alemán, inglés o en turco poco fluido.
—Ia, ia —le dijo a Popeye—. Corro en coches de carrera en Monte Carlo. Ia, me
zambulló desde las rocas en Acapulco.
A los pocos días nadie podía soportar a Weber. Nadie quería estar cerca de él
ni conversar. De pronto dejó de fanfarronear, se quedó tranquilo en su celda y
empezó a escribir cartas.
Nadie lo molestaba. Nadie parecía preocuparse por él. ¿Era yo el único que lo
veía? Weber estaba cumpliendo un plan. Con deliberación, había conseguido que
todos le tuvieran fastidio. Tal vez deseaba que lo dejasen solo. Pregunté a mis
amigos acerca de sus charlas con Weber, y tal como sospechaba, nadie conocía
sus cosas particulares. Weber ni siquiera le había comentado a nadie por qué fue
arrestado. Sólo había hablado de cosas sin importancia.
—Es un idiota —comentó Popeye. Yo no estaba tan seguro.
Era difícil prever hasta cuándo seguiría saliendo el agua caliente que a veces
apenas llenaba el baño. Otras noches no salía nada. Pero algunas noches se
vertía interminablemente, esparciendo el vapor. Una cálida bruma nos envolvía.
Todos los dolores y tensiones del día parecían desprenderse de mi cuerpo.
Vertía jarras llenas de agua caliente sobre mi cabeza. Gozaba del calor. Los
músculos tensos se aflojaban. El calor era sensual mientras estaba de pie allí
con mi ropa interior empapada.
Arne y yo nos quedamos en la cocina hasta mucho después que los otros
miembros del grupo se habían marchado a sus celdas. Arne tenía una esponja
áspera para el baño, que su familia le había mandado de Suecia. El me lavaba
la espalda con ella. Era agradable. La fricción vigorizaba mi piel. Yo le lavaba su
espalda pálida y huesuda y la observaba ponerse roja debajo de la esponja.
—Arne, eres muy delgado. ¿Siempre fuiste así o se debe a la cocina turca?
—No. Siempre he sido delgado. Solía correr mucho. Era fácil advertirlo por sus
piernas largas y fuertes.
—Yo también corría mucho. Por la playa, en Nueva York.
—Me recuerdas a un nadador —comentó Arne.
—Nadé mucho, también. Actúe como salvavidas y además practiqué el surf.
Me encanta el mar.
—Ten cuidado con ella, Billy —me dijo—. Hay un regalo especial adentro. Lo he
estado ahorrando para el caso de que me jodierán y no me dejaran salir.
Observé a Johann que salía del kogus y recuperaba su libertad, por un largo
rato. El brillo de su felicidad me acompañó. Luego mi mente estableció la
comparación inevitable. Yo seguía adentro. Desplegué con cuidado la colcha. No
había nada en ella. La examiné centímetro por centímetro. Una trenza basta
adornaba los bordes. En un punto parecía dura. Me volví hacia la pared para
ocultar mis movimientos, y con mucho cuidado quité las puntadas que mantenían
la trenza en su lugar. ¡Una lima! ¿Cómo la había conseguido Johann? No
importaba.
Más tarde, esa noche, la probé contra el metal de mi cama. Parecía cortar sin
dificultad. Decidí guardarla; era como tener mucho dinero en el banco y la oculté
dentro del forro de mi diario íntimo.
Al día siguiente sentí una profunda depresión. La celda vacía de Johann, junto
a la mía, era un recordatorio constante. Siguiendo un impulso corrí a preguntarle
a Emin si podía trasladarme a una celda de la segunda hilera. Había una vacía
entre la de Popeye y la de Max. Emin me contestó que sí y en veinte minutos
estaba instalado arriba. Popeye se alegró y con su charla me ayudó a pasar el
día. Pero por la noche volvió la depresión. Ya hacía seis meses que estaba en la
cárcel y todavía ni siquiera sabía la duración de la condena. La justicia turca se
movía con increíble lentitud. Había sido estúpido al creer que podría salir
pronto. Pensé en Max, que estaba en la celda de al lado. Me prometí que
hablaría más con él acerca de la fuga. . . especialmente sobre ese tramo de
ferrocarril que entraba en Grecia. Una cosa sabía con seguridad: no podía
pasar más tiempo en esa cárcel. Tenía veintitrés años y los mejores eran los
próximos. No cabía duda, los turcos me estaban robando lentamente la vida.
Por fin me quedé dormido; sólo me desperté a media noche al oír un leve
murmullo que llegaba a la celda de Max. Preguntándome quién podría estar
allí a esta hora, me acerqué con cuidado a los barrotes, haciendo esfuerzos
por escuchar las voces. Se oía una sola voz. . . la de Max. Pude ver su figura
reflejada en el cristal de la ventana del corredor. Estaba de pie frente a su
armario abierto, y hablaba con calma mientras emitía una risita.
-¿Ah, sí?
—Sí. —Se volvió hacia el armario y rió.
—Bueno, ¿crees que podrían hablar un poco más bajo? Tu amiga no me deja
dormir.
Así que sólo quedaba Max. Volví a preguntarle acerca de Barkirkoy, pero él
dudaba; sin embargo convino en que si la corte me enviaba al hospital de
enfermos mentales, debía estar alerta para aprovechar la primera oportunidad y
huir.
Una vez más tuve que presentarme frente al tribunal. Ya estaba decidido a
promover cualquier acción legal, cuando por fin llegó el día y los soldados me
llevaron a la sala del tribunal, y una vez allí me abalancé sobre Yesil.
—Quiero que hoy pida mi libertad bajo fianza —le dije—. ¿Cree que tenemos
probabilidades?
—Sula-bula —replicó Yesil, en turco—. No estoy seguro de que éste sea el
momento de pedirla.
Yesil se quedó pensando. —Tal vez sería mejor si usted la pidiera —sugirió.
Una vez más farfullaron todos en turco. Habló el juez, luego mis abogados,
luego el fiscal. El juez volvió a hablar. Nadie me preguntaba nada. De modo
que aproveché un momento de silencio. Me incorporé y levanté una mano. El
juez me miró sorprendido y le habló a Yesil.
—¿Qué desea? —preguntó Yesil. —Usted sabe qué deseo. —
Está bien. Háblele a la corte.
Yesil tradujo mis palabras y el juez que sólo se limitó a reír, habló con mis
abogados, pero una vez más los soldados se prepararon para llevarme.
La libertad me hacía señas a través de las aberturas del costado del camión rojo
donde iban los reclusos hacia Bakirkoy. Mientras, a la débil luz del amanecer,
vislumbraba que existían aún cosas tan maravillosas en la vida como las mujeres,
los árboles y los horizontes abiertos, el camión pasó sobre un bache y mi cabeza
golpeó contra la madera dura. Recordé que las mujeres, los árboles y los
horizontes abiertos eran para las masas de afortunados que tomaban esas
maravillas como cosa normal, entretanto, yo seguía sacudiéndome en un camión
de la cárcel, encadenado a un joven demacrado que dejaba salir un flujo
constante de saliva maloliente por la comisura de sus labios.
Pero al menos estaba en acción; no había conseguido nada en los seis meses
que estuve pudriéndome en Sagmalcilar y el único paso real que había dado fue el
de haber podido ocultar la lima de Johann, que aún estaba dentro del forro de mi
diario, encerrada en mi celda junto con mis pocas pertenencias. Ahora, con algo
de suerte, no llegaría a necesitarla. La corte había ordenado que me enviaran a
Bakirkoy en observación por diecisiete días y yo esperaba que ése fuera un lapso
suficiente para planear algo.
El traqueteo del camión rechinante me creaba toda una ilusión de avance.
Nunca volvería a Sagmalcilar, estaba seguro; obtendría mi "certificado de loco" y
me quedaría en Bakirkoy hasta que pudiera preparar una fuga; ésta era mi gran
oportunidad.
—¿ Lira? —me preguntó otra vez un auxiliar, apuntando con su gran nariz
ganchuda hacia mi rostro.
El Policebaba, que observaba todo con gran atención y quien pensaba que
había llegado un turista loco, con un billete de 100 liras y un reloj caro, pues
seguramente debía haber más dinero tras el poseedor de todo eso, se deslizó
hacia mí y haciéndome señas para que lo siguiera. El loco que babeaba y yo
encabezamos la fila que entró en Bakirkoy.
El lugar era más salvaje que todo cuanto había imaginado a partir de la
descripción de Max. Los senderos serpenteaban entre colinas onduladas y había
muchos grupos de árboles y crecidos arbustos que podrían servir de escondite. Si
sólo consiguiera ocultarme en ese parque, era seguro que podría escapar del
edificio principal. Traté de memorizar el camino que seguíamos a la sección 13.
Pero la noche ya había caído por completo. El aire fresco de febrero resultaba
vigorizante. Esa era la primera vez en seis meses que veía el cielo.
Más adelante se divisaba una enorme pared gris de cemento, más o menos de
unos cinco metros de altura. Caminamos hacia un gran portón de hierro, que
formaba un arco en su parte superior. Su altura era levemente inferior a la de la
pared y grandes tornillos de bronce tachonaban la fuerte superficie de hierro. En
las hojas del portón había dos puertas más pequeñas, también de hierro. Uno de
los auxiliares sacó una llave de hierro, grande y antigua, que colocó en la
cerradura y una de las puertitas se abrió sobre sus goznes con mucho ruido.
El Policebaba me llevó a través de una sala más sucia y fea que todo lo que
había visto en la cárcel. Las paredes, alguna vez encaladas, ahora eran grises y
hasta casi negras en algunos rincones. Las paredes y los cielos rasos se unían
formando arcos en lugar de ángulos rectos. El lugar me recordaba una mazmorra
medieval y yo temblaba en ese ambiente frío y húmedo.
En el ángulo más cercano, justamente del otro lado de la pared detrás de la cual
se encontraban los guardias jugando, el Policebaba me señaló una cama que
estaba ocupada por un hombre de cara gorda vestido con un pijama sucio.
Roncaba tranquilo a pesar del bullicio que imperaba en el lugar. El Policebaba
me indicó que yo podía ocupar esa cama, pero sólo me limité a permanecer de
pie donde estaba, fingiendo una expresión vaga en mis ojos sorprendidos. La
cama estaba ubicada en un lugar privilegiado, cerca de la protección de los
guardias. La deseé para mí, pero, ¿podía arriesgarme a parecer tan cuerdo co-
mo para ofrecerle un soborno al viejo auxiliar?
El Policebaba gritó algo y los ahuyentó y me sonrió indicándome una vez más
que podía ocupar esa cama. Más como luego y por primera vez advirtiera que
estaba ocupada, no vio problema en ello; simplemente se agachó y con sus
brazos enormes tiró al suelo al hombre dormido.
Miré la cama. Abundaban las manchas amarillas de orina. Sin duda habría una
convención de piojos entre los pliegues de las sábanas rotas.
—Pis— (Sucio) murmuré. No estaba tan loco como para dormir en esa mugre.
—¿Eh? —exclamó el Policebaba un tanto intrigado. Entonces al comprender lo
que quería decirle, en su rostro grisáceo se volvió a dibujar una sonrisa de
dientes de oro y gritó. Un ansioso anciano en pijama arrugado salió corriendo y
volvió un momento más tarde con un pedazo de tela delgada, de color gris, que
supuse seria una sábana limpia. Retiró la que estaba en la cama y la reemplazó
por la sábana sucia que había traído.
El Policebaba me indicó que eran veinte liras. Gruñí, lo que él interpretó como
una admisión de deuda. Podía cobrarla después de mi billete de 100 liras. Luego
se volvió y vociferó una sarta de palabras ásperas a los reclusos que estaban
cerca. La palabra "turista" se distinguió con claridad. Parecía decirles que ésa era
mi cama y que no debían molestarme.
Con voz monótona repetía: "¿Cigarro? ¿Cigarro? ¿Cigarro? . . ." Unos pocos se
reunieron a mi alrededor y le hicieron coro, "¿Cigarro? ¿Cigarro?".
Pasaron los minutos. Como no les ofrecí cigarrillos, varios de ellos se retiraron,
pero el hombre desnudo seguía firme. —¿Cigarro? —pidió suavemente. Sacudí la
cabeza en señal de negación, más no prestó atención a mi gesto y permaneció de
pie frente a mi cama, temblando de frío, mirándome con expresión ausente en
los ojos.
Unas pocas camas más allá de la mía se hallaba la de un viejo turco de piel
pálida, con un gran bigote tieso, como el que luciera un portero sueco, parecido
al señor Swenson, el portero de la tira cómica "Archie". En el lado izquierdo de
su cara, debajo del ojo, había un bulto grande y redondeado que parecía
sólido, como si tuviera una gran nuez carnosa en la mejilla; era un hombrecito
inquieto y nervioso que se miraba la protuberancia desde todos los ángulos
posibles con un espejito redondo de bolsillo, a la par que con tres dedos de su
mano izquierda se frotaba constantemente el afrentoso bulto con apresurados
movimientos.
Meditante acerca de ese misterio, volví a mi sala donde todo era un contraste,
con los hombres sucios y desnudos que gritaban y caminaban entre las camas. El
mismo loco desnudo aún estaba de pie frente a mi cama, de manera que decidí
continuar explorando y caminé con lentitud entre las camas, mirando las caras
que encontraba a mi paso. La mayoría de los hombres evitaban mis ojos y algunos
me devolvían una mirada afiebrada y en tanto que unos pocos tendían la mano
para tocarme, yo sonreía y seguía caminando. Más adelante se veía la arcada que
daba paso a otra sala. Me dirigí a ella.
Por todas partes se oían gritos, blasfemias y peleas. Allí era casi imposible
evitar no sólo el fuerte olor a amoníaco, sino también el terrible hedor de las
heces humanas, que se acentuaba en la entrada de lo que sólo podía ser el
baño.
El baño era una de las metas principales de mi inspección. No tanto para usarlo
de inmediato sino porque podía tener una ventana aislada de la vigilancia de los
cuidadores. Me acerqué, metí la cabeza, pero no vi nada. El olor era tan
insoportable que tuve que retirarme rápidamente, con la decisión de que al día
siguiente podría inspeccionarlo.
Junto al baño había una mesa en la que un turco sonriente, vestido con un
pijama viejo, tenía varios cartones de cigarrillos. —¿Cigarro? —me preguntó—.
¿Birinici? Como me indicase el precio de una lira y setenta y cinco kurus, unos
doce centavos de dólar por cada paquete de cigarrillos Birinici, me alejé para
volverme hacia la pared, donde esperé hasta estar seguro de que nadie me
observaba, y allí con cuidado saqué un billete de cinco liras de mis calzoncillos, y
luego volví a acercarme al vendedor de cigarrillos, pensando que así podría
distraer al hombre desnudo que rondaba mi cama.
Avanzada la noche, apareció uno de los auxiliares con un gran delantal que
tenía varios bolsillos abultados con pastillas rojas, azules, verdes y blancas. "Hop,
hop" (pastillas, pastillas), gritaba. Me encogí de hombros. No me gustaban los
barbituricos, pero casi todos los otros tragaron las pastillas como si se tratase de
caramelos y el auxiliar las repartía a puñados.
Me acosté y tirité bajo la delgada manta, debido al viento frío que penetraba
a través de un cristal roto de la ventana situada a los pies de mi cama. Luché
para borrar de mi mente las visiones increíbles de las primeras horas en Bakirkoy
porque los espeluznantes sucesos del día distraían mi mente del motivo real de mi
estada y porque recordaba que me encontraba ahí para conseguir que me
declararan loco, y además, para preparar una fuga espectacular. ¿Pero quién era
el auxiliar que tenía la llave? ¿Cómo podría saltar el enorme muro que rodeaba el
patio? ¿A dónde iría vestido sólo con esa pijama de algodón? Por la mañana
decidiría dedicándome a planificar seriamente todo. Después de lo que debieron
ser dos o tres horas, me quedé dormido.
Aparentemente la religión estaba reservada a los más locos, por eso me quedé
tendido en la cama, tiritando y traté de despejar mi mente. Ya había temido
desmoronarme bajo la presión del confinamiento en Sagmalcilar, pero ahora,
¿qué consecuencias me traería la locura de Bakirkoy? Si me quedaba allí mucho
tiempo, ¿empezaría mi mente, ya susceptible, a absorber la insania del ambiente?
Descargué un rodillazo entre sus piernas y al oír que maldecía en turco me abrí
paso con los codos hasta una pared, para protegerme. Los auxiliares nos
contaron lentamente y luego volvieron a las salas para contar a los kapidiye y a
los impedidos. Durante más de media hora estuvimos apretujados en esa
reducida sala, hedionda y llena de humo.
— ¡Iaaa! —le grité— y el hombre se marchó, pero tan pronto como volví a
acomodarme, regresó. No podía hacer otra cosa que ignorarlo. Deseaba escapar
lo antes posible de ese increíble hedor. Luego entró un turco descalzo, de mirada
perdida, que pisó en forma decidida un montón de excrementos húmedos; miró
a su alrededor como si sólo en ese momento se diera cuenta de dónde estaba y
en su cara se advirtió un gesto de reconocimiento. Luego una mancha oscura se
extendió hacia abajo por la pierna de su pijama y apareció un charco de orina a
sus pies. Entonces se dio vuelta y caminó hacia afuera, dejando sus huellas en el
piso.
Lo que yo necesitaba era aire; por suerte los cuidadores eligieron ese momento
para abrir las puertas y permitirnos salir.
El muro tenía más del doble de mi altura y estaba construido con piedras y
argamasa, al igual que el viejo edificio. En muchos lugares la argamasa había
desaparecido, dejando grandes espacios entre las piedras. Lo exploré con cuidado
y busqué algún grupo de huecos que me permitiera trepar.
En la parte superior del muro había una vieja cerca de alambre. Los cordones
de alambre de púas, herrumbrosos y rotos, estaban enredados y retorcidos
entre un gran manto de hiedra verde.
En el extremo del edificio, entre los vendedores y los baños, había una
escalera; cuando se la señalé a Yakub, él me dijo Pis y se apartó. Decidí explorar.
El bajo cielo raso me resultaba opresivo. Mi primer impulso fue correr, pero me
sobrepuse al temor y me dirigí hacia un costado del recinto. Mi espalda estaba
contra la pared, a la defensiva, y cuando mis ojos se adecuaron a la tenue luz,
pude ver los movimientos de muchísimos hombres que caminaban en círculo,
lenta y silenciosamente, alrededor de un pilar ubicado en el centro del lugar. Algu-
nos se apiñaban cerca de la estufa y otros estaban acurrucados sobre una
plataforma de madera en forma de L, que se extendía a lo largo de dos paredes.
Muchos de ellos estaban desnudos y en sus rodillas flacas, en sus codos y en sus
nalgas se veían llagas abiertas. Otros apretaban restos de sábanas ennegrecidas
y eran más silenciosos que los de arriba. Comprendí que había llegado al rango
inferior entre los locos de Bakirkoy. Ese era el fondo de la jaula de pájaros y si
éstos eran los hombres que ni siquiera estaban en condiciones de ser admitidos en
la tercera sala de arriba, ciertamente deberían ser los condenados.
Caminé durante casi una hora, pero como no quería estar mucho tiempo
ausente de mi cama, pensando que tal vez los doctores me mandaran a buscar,
volví a mi cama y ensayé la charla paranoide que iba a ofrecerles.
—Buen día. ¿Cómo estás, William? —me dijo el que sin duda sería el jefe.
No contesté.
Seguí sin hablar. Tenía la vista fija en el suelo. Estaba de pie en el centro del
pequeño consultorio, forzándome por aparentar un estado de tensión que,
dadas las circunstancias, me fue fácil lograr. Mi cuerpo empezó a sacudirse.
—¿Quieres sentarte?
Los médicos hablaron en turco entre sí. No podía entender lo que decían.
Me preguntaba si mi actuación sería buena, si habría puesto el énfasis
necesario. Pensaba si sería necesario que saltase sobre el médico principal y le
mordiera la nariz.
—No quiero volver a la cárcel. Allá quieren matarme. ¡Me encierran en una
jaula como si fuese un animal!
— ¡No deseo sentarme en su maldita silla! —grité y pateé la silla a través del
consultorio. El auxiliar que estaba en la puerta se puso en movimiento hacia
mí, pero el médico lo detuvo con un gesto.
—A ustedes les importa un bledo. No les preocupa si vivo o muero. Son como
los otros. Todos quieren encerrarme y matarme. ¡ ¡ ¡No quiero estar acá!!!
Salí corriendo del consultorio, eludí el brazo del auxiliar y volví a la segunda
sala. Me acurruqué en la cama, sin poder creer todo lo que acababa de hacer.
Poco después vino a buscarme uno de los médicos que había sido muy amable
durante la sesión y ahora trataba de tranquilizarme. —Vuelve. No te ocurrirá
nada. Ven.
Me indicó una silla y se sentó frente a mí. Colocó sus manos sobre mis rodillas
desnudas y habló con suavidad.
Mantuve una expresión neutra en el rostro, aunque mi cabeza daba vueltas. ¡Si
el cónsul se hacía responsable de mi conducta!, eso significaba que su sección
debía ser de sistema abierto, sin barrotes ni paredes donde no había más que
médicos para ayudar a los pobres enfermos como yo. Sí; podía imaginarlo. Me
quedaría unos pocos días, caminaría por el parque, conversaría con el afable
médico que aún apoyaba sus manos en mis rodillas y luego me iría como el
viento. Nunca más Bakirkoy. Nunca más Sagmalcilar. ¡Nunca más Turquía!
No necesitaba los huecos de la pared occidental. Todo lo que debía hacer era
mantener al médico convencido de que necesitaba ayuda urgente y pronto sería
trasladado a un lugar donde estaría a centímetros de la libertad.
Con el útil ejemplo que me daban los cuatrocientos cincuenta locos de la sección
13, empecé a agregar nuevos signos a mi simulada locura, deseaba dar realismo a
mi actuación, por si los médicos me hacían vigilar y rápidamente empecé a orinar
en la cama y a defecar en el suelo. Como los pacientes más enfermos, en su
mayoría, permanecían siempre desnudos, varias mañanas seguidas, después de
ocultar mi dinero en un girón de la tela del colchón, me quitaba el pijama y
salía corriendo al patio, porque me pareció que era lo que debía hacer y, si
servían a mis fines, todos los inconvenientes de estar desnudo entre locos, se
justificaban y por otra parte a los cuidadores no les importaba un loco más que
se desnudara. Sólo el Policebaba parecía preocupado pero ignoré sus protestas.
Más tarde cuando comprendí que los únicos que se interesaban en mi desnudez,
lo hacían por razones equívocas, abandoné ese plan.
Pasaron los días y no ocurría nada. ¿Por qué no venía el cónsul? ¿Sería que tal
vez había venido y no le habían permitido verme? ¿Por qué no había tenido
ninguna noticia? ¿Por qué estaba aún en la sección 13? Pronto mis pensamientos
pasaron de las fantasías de huida a las dudas.
Logré sobornar a uno de los cuidadores para volver a usar el teléfono y llamé
otra vez a Willard Johnson, quien nuevamente me prometió comunicar mi
mensaje.
—No, nunca te dejarán salir. Te dicen que sí, pero te obligan a quedarte. Nunca
se sale de aquí.
Cada día que pasaba en Bakirkoy sentía que me iba aislando más de la realidad. La
locura que me rodeaba parecía ser contagiosa. Las paredes opresoras, el
constante parloteo y los gritos de los otros me atormentaban. Debía salir de la
sección 13. Y pronto.
Los días pasaban e Ibrahim que seguía visitándome en mi cama, me dijo que
yo no sabía lo que ellos me estaban haciendo porque una mala máquina no sabe
que es una máquina mala.
Casi parecía que Ibrahim tenía toda la razón. Willard Johnson mantenía un
extraño silencio y como los médicos ya no se ocupaban de mí, de pronto me
encontré estudiando la pared occidental. ¿Debía intentarlo ahora o esperar? Si
me declaraban insano, ¿tendría tiempo después para escalar la pared? En
realidad, tal vez tendría que irme de esa manera, porque si verdaderamente
creían que estaba loco, no me sería posible salir de otro modo. Parecía extraño
que yo estuviese realmente tratando de crear la misma situación que Ibrahim me
había pronosticado.
Circulé solo alrededor del gran eje de piedra de la rueda, con el paso firme de
los hipnotizados. Resultaba muy sedante ese lento movimiento circular en las
tinieblas. Pude haber seguido así por largo rato, pero se acercaron dos turcos y
empezaron a caminar en el sentido habitual, haciéndome señas de que cambiara
de rumbo. Sacudí la cabeza y con un gesto los invité a seguir mi dirección.
Ahmet surgió de entre las sombras. Me llevó hacia un lado. Otros turcos
despertaban y se unían al flujo de la rueda. —Un buen turco siempre camina hacia
la derecha —me explicó Ahmet—. La izquierda es el comunismo. La derecha es
buena. Debes caminar hacia la derecha. Tendrás problemas si caminas hacia el
otro lado.
De modo que caminé hacia la derecha. En cierto sentido era mejor; marchar
todos juntos en nuestro viaje hacia la nada. Me parecía que encajaba bien entre
los locos silenciosos. Girábamos y girábamos con ritmo sedante, tratando de
retener el flujo del tiempo. A muchos años de distancia, los mismos locos
probablemente caminarían en la misma rueda, en el mismo sentido. La única
diferencia sería que yo no estaría caminando con ellos; eso era seguro. ¿Pero
realmente lo era? Tuve una fugaz visión mental de un despreciable idiota de
cabellos rubios, envuelto en un harapo y con aire de loco, que daba vueltas sin
cesar alrededor de la rueda y de pronto el subsuelo me pareció horrible.
Rápidamente subí las escaleras.
Más tarde, esa misma mañana, Ibrahim consiguió arrinconarme. En toda
Turquía, él era el más grande experto en buenas y malas máquinas. Yo era casi
definitivamente una mala máquina, me aseguró y nunca saldría de Bakirkoy.
Descubrí que me turbaba demasiado al verlo. La extraña luz que despedían sus
ojos me inquietaba mucho más de lo que hubiese creído posible y cada vez se
me hacía más difícil ignorar sus desvaríos.
Oía sus gritos que llegaban de una sala posterior que estaba junto a unas
celdas de castigo. Pero cuando pasé frente a la rueda y entré en la sala
posterior, vi que no estaba encerrado en una celda. Se hallaba atado de pies y
manos a una cama ubicada contra la pared y mientras varios enfermos se
apiñaban a su alrededor y uno que estaba arrodillado en la cama tiraba del pene
de Yakub como si fuese una goma, otro le pasaba una mano debajo del cuerpo
en un intento por meterle los dedos en el ano. Luego un tercer hombre
desnudo y también con kiyis, se inclinó sobre su rostro y mientras parloteaba lo
cubría con su baba. Esto parecía ser lo que más enfurecía a Yakub, que hizo un
esfuerzo por morderlo en la cara a la par que maldecía e inútilmente se esforzaba
por liberarse de las cuerdas del cinturón kiyis, ya que los cuidadores le habían
asegurado de que no podría volver arriba esa noche.
Al ver todo esto, entré apresuradamente y me arrojé contra los hombres que lo
molestaban y los alejé. Se dispersaron, pero como sabía que volverían en cuanto
me marchara, traté de hablar con Yakub, para decirle que alfojaría sus
ligaduras, pero éste no me reconocía y en realidad yo tampoco lo reconocía a él
ya que no parecía ser la misma persona con quien había estado en los últimos
días, ni tampoco era el mismo con quien había conversado y comido.
No le aflojé las cuerdas, porque, ¿qué podía hacer yo? Así que lo dejé allí,
entregado a su destino, dando rugidos violentos que continuaron, como un himno
a la luna llena. Los auxiliares distribuyeron dosis mayores de pildoras esa noche y
una calma tensa reinó en la sección 13.
¿Era así como ocurrían las cosas?, me pregunté. Tal vez nunca dejen salir a
nadie de aquí. Se limitan a esperar que las máquinas malas empeoren y luego las
arrojan al subsuelo.
Corrí hacia una ventana, seguido por otros. Allí sobre la pared y junto al
portón principal, había un pavo real que batía las alas con desesperación porque
estaba atrapado en las puntas enmohecidas del alambre de púas. La sangre
brotaba de entre sus hermosas plumas y al luchar por zafarse hería sus carnes
con las púas asesinas. Cuanto más bregaba por liberarse, más se enganchaba.
Viendo esto, varios hombres gritaban y aplaudían, con risas histéricas. Observé en
silencio durante media hora. El pájaro luchaba y chillaba, hasta que finalmente se
hundió en una piadosa muerte.
Esa misma mañana los cuidadores descubrieron que uno de los viejos que tan
sólo vegetaba, había muerto durante la noche. Lo envolvieron en una sábana
sucia y se lo llevaron a pasar el resto de la eternidad embalsamado con sus
propios desechos. Nuevamente pensé en la pared occidental. Sus huecos parecían
aún más seductores. ¿Pero a dónde podría ir? ¿Qué haría? No sólo era un
prisionero de Bakirkoy sino de toda Turquía. Necesitaba un pasaporte e
igualmente amigos afuera que supieran qué hacer.
Cada vez que veía su rostro sonriente, los techos bajos de Bakirkoy me
parecían más opresores; sentía que me asfixiaba entre tantos locos y que la
suciedad, el hedor, los piojos, los gritos y ataques, así como las miradas de
aquellos hombres cuyos cerebros no funcionaban, agudizaban mi depresión.
Ibrahim siempre me decía que yo era uno de los desechos de la fábrica y ya
estaba empezando a creer en sus palabras; indefectiblemente el poder de la
sugestión, unido a la atroz realidad que me circundaba, me estaban llevando
al límite.
Más tarde, mientras caminaba en la rueda en las primeras horas de la
mañana, una respuesta flotó en mi mente. Sí; era una respuesta que me daría
seguridad contra la teoría de Ibrahim, quien poco después del desayuno vino
a buscarme.
—Ibrahim —respondí. Ya lo sé. Sé que tú eres una mala máquina y es por eso
que la fábrica te mantiene aquí. —Bajé la voz. —Lo sé porque soy de la fábrica;
hago las máquinas y estoy aquí para controlarte.. .
Reí.
Popeye bajó la voz. —¿No tuviste oportunidad de huir?
Subí —Charles estaba inclinado sobre su cama, clasificando una pila de libros.
-Hola, Charles.
Levantó la cabeza. —Hola, Willie. De modo que has vuelto. ¿Cómo anduvo?
Charles se encogió de hombros. —No sé. No creo que haya otros extranjeros,
pero no me importa. Necesito hacer algún ejercicio, porque debo salir de este
sumidero.
—Oeste. Oeste —murmuró Max—. ¡Es una suerte que no lo hayas hecho!
—¿Por qué?
—Ese es el ala del muro que conecta con la sección 12. Los drogadictos.
Estuve un tiempo ahí. Habrías caído directamente en la sección 12, pasando de
los insanos criminales a los drogadictos.
Emin, el encargado, abrió la celda y luego me entregó una carta que había
llegado durante mi ausencia. Cuando la vi, experimenté una sensación
placentera. Miré el sobre unos minutos antes de abrirlo y me senté en la cama
donde la leí una y otra vez. "Tus cartas me ayudaron a pasar una época
difícil", escribía Lillian. "La ruptura de un matrimonio, incluso de un mal
matrimonio, trae aparejada una terrible sensación de fracaso. Tú me has
ayudado a reconquistar la confianza en mí misma. Hiciste renacer mi espíritu
aventurero". Lillian había abandonado su puesto en Harvard y se aprestaba a
formar parte de una expedición de alpinismo en la Columbia Británica. Me ale-
gré por ella. Al menos así uno de los dos podría gozar del aire libre y, tal vez a
través de sus cartas yo podría evadirme de ese infierno.
La sorpresa mayor que tuve a mi regreso fue Weber, el nuevo recluso alemán
que superaba incluso a Popeye en sus fanfarronerías. Weber se pavoneaba por
todas partes como si fuese el dueño del kogus. Llevaba una bolsa llena de
destornilladores y pinzas, además de otras herramientas. Yo no podía creerlo.
Popeye me contó que Weber se las había ingeniado para conseguir que le
asignaran la tarea de ayudante de los electricistas y plomeros turcos. Nadie
sabía cómo había obtenido ese privilegio porque a los turcos generalmente no
les gustaba que los extranjeros trabajasen. De modo que ahora Weber podía
salir del kogus todos los días. —A mí el director nombró jefe. De todo el
trabajo de la cárcel. Ia. Ia —le comentó Weber a Popeye. —Yo hago buen
trabajo. Ia.Ia. Buen arreglo.
—Me gustaría darle una trompada a ese tipo cada vez que dice Ia, Ia. —
murmuró Popeye.
Weber se alejó. Era realmente detestable, pero no me parecía que fuese tan
estúpido como quería aparentar. Weber estaba preparando algo.
Pocos días antes que Charles partiera hacia Imrali vino de Norteamérica su
novia, Mary Ann, a visitarlo y como llegó a la cárcel acompañada por Willard
Johnson, del consulado norteamericano, Charles me pidió que fuese a la sala
de visitas y entretuviera a Willard con algún pretexto mientras él y Mary Ann se
sentaban en el otro extremo de la larga mesa.
Era una mujer hermosa, de piel blanca y pelo largo castaño. Mis ojos iban
hacia ella mientras le lanzaba preguntas a Willard.
—¿No quiere que ellos me ayuden? ¿No le importa nada lo que me pase?
—No es tan simple Billy —respondió Willard en tono firme—. El médico quería
que le garantizara que tú no tratarías de escapar. La sección a la que querían
llevarte es de sistema abierto.
-¿Y qué?
Vi que Mary Ann había deslizado una mano debajo del borde de la mesa y
parecía tenerla apoyada en el regazo de Charles. El brazo de ella se movía
hacia atrás y hacia adelante lentamente.
—Jabón. Está bien. —De pronto Willard se volvió hacia Charles—. Charles, ¿tú
necesitas algo?
—No creo que sea demasiado —replicó—. Tal vez treinta meses. Tal vez cinco
años.
—Supongo que no te debe gustar. Pero no es una condena muy larga por
tráfico de hashish. —El cónsul se volvió y miró a Charles—. ¿Qué te parece,
Charles?
Charles abrió los ojos y pestañeó. —¿Eh? Ah, sí. Imrali es muy agradable. Sí,
voy a estar bien.
De pronto oí que se abría la puerta del kogus y que unos pasos lentos
llegaban al pie de la escalera. — ¡Eskilet! —llamó una voz. Era la palabra turca
que equivalía a "esqueleto", el sobrenombre que le daban a Max.
Max volvió pocos días después. Cojeaba un poco. Sus muñecas estaban
vendadas y no tenía puestas sus gafas. Bizqueaba mucho cuando conversaba. Nos
contó que lo habían llevado abajo, lo habían golpeado unos minutos y que luego
habían salido corriendo en busca de Hamid. Mientras los guardias estaban
ausentes, él rompió sus gafas y utilizando un trozo de cristal se cortó las
muñecas. Los guardias se vieron obligados a llevarlo a la enfermería de la cárcel,
en lugar de seguir golpeándolo.
—Lo sé, lo sé. ¡Maldito sea! Pero con este episodio he aprendido una gran
verdad.
-¿Cuál?
Max se inclinó más hacia mí y bajó la voz. —Muchacho, hay toda clase de drogas
en esa enfermería.
Finalmente Max hizo todo lo posible por traducir la nota al turco y fui con ella
para tratar de persuadir a los otros para que la firmaran.
Tuve deseos de golpearle la cara y quise devolverle los golpes que había
recibido Max, pero la razón se impuso. Una pelea sólo me traería más
problemas, así que tomé la única decisión sensata y aflojé el puño.
Se llamaba Memet Mirza y al andar movía su cuerpo musculoso con una actitud
insolente, muy parecida a la de Hamid. Tenía poco más de veinte años, pero ya
se había hecho una reputación porque su padre y un tío suyo eran grandes
pistoleros y Memet ya había baleado y dado muerte a un par de hombres. De
ser un turco común, probablemente lo habrían ahorcado. Como kapidiye, tal
vez cumpliría de doce a dieciocho meses de arresto, a lo sumo. Durante los
primeros días, todos se apartaban cortésmente cuando Memet se acercaba.
Ziat estaba aterrado porque cabía la probabilidad de que hubiese delatado a
algún amigo de Memet. Este se limitaba a pasearse por los corredores y el
patio como un oso gris hambriento.
Memet podía ser muy temible con un arma, pero era inofensivo con sus puños
que se movían con lentitud. Ibo le dio una trompada en un costado y cuando
Memet miró hacia abajo, Peter lo alcanzó de lleno en el ojo.
Esa noche miré hacia la celda de Max, que estaba acurrucado en su cama
leyendo un libro. Casi sigo de largo, pero me di cuenta que el libro estaba al
revés y hasta en él esto era un tanto extraño.
Max levantó la cabeza con un sacudón, pero cuando vio que era yo se llevó
un dedo a sus labios.
-Shh. Ven, Willie.
El libro era Más allá del bien y del mal, de Nietzsche. Max lo estudiaba
cuidadosamente.
Apoyé todo mi peso contra la parte superior del armario y lo llevé hacia atrás
sobre su base. Los dedos de Max buscaron algo a tientas en la parte inferior.
Sacó un trocito de hoja de afeitar. Nos sentamos en la cama para ocultar el
libro entre los dos. Con cuidado, Max introdujo la hoja en el borde de la
cubierta y luego retiró el grueso papel de la tapa quedando al aire el cartón con
unos agujeros, en los que alguien había metido sobres de papel aluminio. Max
los puso sobre la cama y los abrió e inmediatamente echó una mirada a la carta
que llegó con el libro.
Todos nos sentíamos felices de que hubiera cambios en el gobierno, porque ello
podía significar una amnistía, pero la revolución sólo aportó presos anarquistas.
Todos los días llegaban cantidades de ellos. La administración de la cárcel deseaba
mantener a los líderes separados, pero sólo había un kogus con celdas
individuales, que estaban reservadas a los extranjeros.
Por la mañana oímos abajo la conmoción. Los guardias nos ordenaron que nos
apresuráramos a reunir nuestras cosas. Nos cambiaban o otro kogus. Una vez
más comprendí que rara vez apreciaba algo hasta que lo había perdido, porque
perdía la intimidad de mi celda individual. Ahora estábamos todos amontonados
en lo que parecía una barraca, donde había cuarenta y ocho camas en el
segundo piso y por alguna extraña razón ninguna, abajo.
En los pisos cubiertos con una gruesa capa de mugre, se veían restos de papel,
trapos sucios y colillas de cigarrillos dispersas por todas partes.
Me sobresalté cuando oí los gritos que llegaban del área de la cocina. Eran
alaridos y maldiciones unidos al ruido de gente que corría. De pronto todo
quedó en un silencio mortal. Lenta, cautelosamente, entré.
Dos hombres arrastraban a Popeye hacia la puerta del kogus, mientras que
el guardia que estaba al otro lado pedía a gritos una camilla. La camiseta de
Popeye tenía enormes manchas de sangre y ésta goteaba formando charcos
en el suelo. Popeye estaba consciente, pero en estado de shock. Observé cómo
lo sacaban del kogus. Fui hacia la cocina. Los hombres estaban sentados en
silencio a las mesas. Algunos comían su pan. Una mesa estaba vacía y se veía
cubierta de sangre.
—¿Qué ocurre con ustedes? —grité—. ¿Van a permitir que los turcos nos maten,
que nos hagan papilla? ¿Por qué no saltaron sobre él o le arrojaron algo? —
¿Cómo pueden quedarse sentados ahí comiendo pan?
— ¡Deli! —le grité desde el otro lado del patio—. ¡Loco! ¡Ipnay! ¡Marica! —
Buscaba las palabras más ofensivas que conocía. Lamenté no haber aprendido
a maldecir bien en turco.
— ¡Willie! —era la voz de Ame que estaba detrás de mi—. Aún tiene el
cuchillo.
Este me golpeó con toda su fuerza y todo mi cuerpo fue a dar contra la pared
y estando allí volvió a golpearme con el revés de la mano.
Oleadas de dolor y luces que giraban llenaron mi cabeza. Luego Hamid con
gritos le ordenó a Emin y a los otros guardias que nos llevaran a todos los
extranjeros de vuelta al kogus y nos encerraran. Esa tarde fuimos trasladados a
un kogus similar, del otro lado del pabellón de los niños, donde una vez más
compartiríamos con éstos el patio.
Aunque me dolía la cabeza por los golpes de Hamid, reuní todas mis cosas y
reprimí las lágrimas por Popeye. Pronto Max se acercó con noticias. —Necdet
tuvo informes de la enfermería. Dicen que Popeye se va a curar. No morirá.
Están seguros.
Como yo no podía hablar, Yesil me hizo una seña para que me pusiera de pie
mientras escuchaba la voz solemne del juez que decía dort, cuatro.
—Cuatro años y dos meses —me informó Yesil—. Por posesión de hashish. Es
una sentencia leve. El fiscal quería acusarlo de tráfico.
Arief apenas me revisó. Otro guardia me tomó del brazo y me condujo por el
corredor hasta el kogus de los extranjeros. Se oyó el ruido de una llave y el
guardia me empujó hacia adentro, en tanto que a mis espaldas la pesada
puerta metálica se cerraba con un golpe.
XI
Imros era otra cárcel que estaba en una isla. Se hallaba frente a la costa oeste de
Turquía, en el mar Egeo. Algunas de las islas griegas estaban a menos de quince
kilómetros de distancia, pero había un problema: Imros estaba calificada como
cárcel "abierta". Lo más probable era que no autorizaran mi traslado hasta poco
antes de cumplir mi sentencia y entonces no valdría la pena el intento de fuga,
porque para esa época ya no me interesaría.
Otro día volvió a sorprenderme cuando, de entre una pila de cartas, sacó una
serie de dibujos. —Los planos de la cárcel— anunció con naturalidad.
—¿Cómo los conseguiste?
—Hace tiempo estuvo aquí un arquitecto austriaco, que ayudaba a los turcos
a construir algo y me dejó copiar los planos.
Los estudiamos con mucha atención. El pozo del montacargas llevaba al piso
bajo y allí terminaba. Aún habría muchísimos guardias y balas en el camino hacia
la libertad. Tal vez si conseguíamos llegar hasta el techo del kogus tendríamos
alguna probabilidad. En ese caso caminaríamos por el borde de la pared principal
y saltaríamos a tierra. Necesitaríamos una cuerda. Pero, ¿cómo llegaríamos al
techo?
Con fastidio debimos reconocer que la fuga directa desde Sagmalcilar era casi
imposible. Probablemente seríamos blanco de muchísimos disparos y cualquier
plan sería demasiado complicado. Los guardias que estaban en las torres de
vigilancia tenían ametralladoras. De todos modos copié los planos y los guardé
entre otros papeles que tenía en mi diario. Ideamos un plan que incluía el ácido
como medio para llevarlo a cabo. Podíamos solicitar el traslado a Kars, una cárcel
que estaba del otro lado del país, cerca de la frontera este de Turquía. Eso
implicaría un viaje de dos días, por tren. Casi con seguridad habría dos guardias
para cada uno de nosotros. Max aún conservaba su provisión de LSD que le
habían mandado entre otras drogas.
Pero por mucho que conversáramos, siempre volvíamos al mismo problema. Una
vez fuera de la prisión, aún seguiríamos en Turquía, donde no teníamos ningún
amigo. Tal vez podría persuadir a Patrick para que fuese mi contacto afuera ya
que adivinaba cuál sería su reacción. Era seguro que su mente se poblaría de
imágenes aventura.
Max tradujo la historia que apareció en el diario. Un joven hippie inglés fue
arrestado cuando intentaba vender veintiséis kilos de hashish a tres individuos
vestidos de civil, que resultaron ser policías. Miré la foto: el pelo largo y oscuro
caía sobre sus hombros. £1 y su madre habían viajado desde la India hasta
Estambul conduciendo una camioneta colmada de dijes, adornos y cascabeles.
Había una foto del monito Beano, domesticado por el muchacho.
El joven que se llamaba Timothy Davie y tenía catorce años, llegó a nuestro
kogus pocos días más tarde, convertido en una celebridad. Necdet trató de
informarle acerca de las reglas, pero una horda de reclusos se apiñó alrededor del
muchacho para mirar su cuerpo joven y larguirucho. Alguien quiso saber si a
Beano le gustaba el hashish.
A los pocos días descubrí que había aprendido yoga en la India. Le presté unos
libros y pronto nos hicimos amigos.
Pocas semanas más tarde Timmy se presentó a la corte. El fiscal pidió quince
años y de inmediato la prensa británica se hizo eco del caso. Los ingleses estaba
furiosos por el hecho de que a un muchachito de catorce años lo tuvieran en la
cárcel con criminales de más edad y más avezados como yo.
-¡Mektup!
La correspondencia.
— ¡Mierda! —murmuró Timmy—. Son todas malditas Biblias. ¿Por qué todo el
mundo me manda Biblias?
Un día se abrió la puerta del kogus y desde arriba oí el silbido de Harpo Marx.
Corrí escaleras abajo.
— ¡Popeye!
El rumor llegó a nuestro kogus. Los guardias habían "controlado" uno de los
pabellones y como habían advertido la tierra recién cavada en el centro del patio,
cerca de la rejilla de desagüe, cavaron el lugar y hallaron un arma de fuego,
varios cuchillos, miles de píldoras y una gran espada de samurai. Creo que la
espada de samurai fue demasiado para ellos. La administración de la cárcel había
decidido cubrir con cemento la parte de tierra de los patios. Dos días más tarde
apareció una gran grúa del otro lado de la pared. Llegaron los albañiles para
remover el piso y cubrirlo con una capa de cemento. Varios trabajadores
caminaban de un lado a otro sobre la pared. Todo nuestro kogus se sorprendió
al oír la voz de acento alemán que daba órdenes. "Ia, ia". . . gritaba la voz.
Luego se le oía conversar en turco. Era Weber. ¡Supervisaba todo el trabajo!
Esa tarde estuve sentado en el patio durante horas. Observé cómo Weber
andaba sobre la pared mientras daba órdenes a los trabajadores turcos. Había
logrado todo el poder al que un recluso podía aspirar.
El trabajo duró varios días, pero, una tarde noté que Weber no estaba en su
habitual puesto de mando sobre la pared.
Weber no apareció para Sayim esa noche. Eso no era extraño, ya que a
menudo trabajaba hasta tarde dentro de la cárcel. A la mañana siguiente fue
Necdet quien trajo la noticia. Weber se había escapado. Le dijo al director que
tenía que ir a la ciudad a buscar materiales, cosa que había hecho antes varias
veces. El director no se preocupó hasta que pasaron muchas horas. Si había
logrado conseguir un coche y un pasaporte, probablemente ya habría atravesado
la frontera con Grecia cuando el director empezó a sospechar.
Bien por Weber. Nos había engañado a todos. Había hecho su juego desde el
momento mismo en que pisó nuestro kogus. Se aseguró que todos lo odiáramos y
lo dejáramos solo, para poder trabajar duro y ganarse la confianza del director.
Entonces adiós.
Sentí una envidia tremenda.
El 2 de agosto, trescientos días después de mi arresto, me senté muy sosegado
en mi cama para meditar. Pensé mucho en Lillian, que debería estar escalando
las montañas escarpadas y hermosas de la Columbia Británica. Esperaba que ella
también estuviese pensando en mí y sintiera mi presencia. Pero estaba
extrañamente triste y preocupado, cosa que no podía entender.
Semanas más tarde llegó una carta. Lilly estaba en un hospital de Salt Lake
City. Había resbalado cuando estaba a mitad de camino subiendo una
montaña y había caído por el borde de un glaciar. El zapapico que llevaba se
le clavó en la mejilla derecha, debajo del ojo. El accidente había ocurrido el 2
de agosto.
Fue llevada en avión a Salt Lake City para que la tratara un especialista en
cirugía plástica. Me aseguraba que su cara estaría en perfecto estado para
cuando yo la viera.
El tiempo pasaba. Días grises, noches negras. Un día llegó Willard Johnson,
del consulado norteamericano. Parecía preocupado. —Parece que vas a tener
un nuevo juicio— me comentó.
—¿Qué me quiere decir?
—Parece ser que el fiscal objetó la sentencia. El tribunal supremo de Ankara
desea que la causa sea juzgada de nuevo.
Dormí mal toda la semana porque tuve una pesadilla reiterada. Yo estaba de
pie en el patio y Weber ordenaba a los que conducían los bulldozer que
derribaran las paredes de cemento sobre mí. Me sentía atrapado. La pared gris
se acercaba hasta oprimirme el pecho. . . Me despertaba bañado en sudor,
tembloroso, en el frío del otoño.
Un visitante. Tal vez fuera Willard que me traía más noticias. El guardia me
condujo a la sala de visitas de los abogados y en cuanto entré me dieron un gran
abrazo.
—Hola, Billy. Tengo una sorpresa para tí. Voy a vivir acá ahora.
-¿Dónde?
Ella estrechó mi mano en silencio. Tendría unos cincuenta años y debió ser muy
bella en su juventud.
Johann apoyó sus manazas sobre mis hombros. —Haré cualquier cosa por sacarte
de aquí.
—Muy bien. Me llevará un tiempo conseguir el dinero, pero hoy mismo le escribiré
a mi padre.
La última vez que había visto a Patrick fue cuando me visitó en Milwaukee, poco
antes de que yo abandonara mis estudios. Era un pequeño y musculoso duende
de barba negra, vestido con vaqueros y una camisa verde y negra de leñador.
Lucía una vieja chistera negra y de sus hombros pendía una cartera de tela y sus
ojos centelleaban.
Patrick rió y de un salto subió al muro y desde allí observó una vez más a los
animales. Cayó en el foso y corrió hacia el centro.
Patrick se quedó en Milwaukee unos pocos días más. Luego empezó a hacer
señas con el pulgar de su mano derecha en dirección al oeste. Estaba en camino a
Alaska adonde iba a buscar fortuna. Jack London lo había hecho, ¿por qué no
iba a hacerlo él?
Patrick rió. —Yo tampoco. Supongo que podré aguantarlo unos seis meses
más. El señor Franklin estará en buenas condiciones para entonces. Lo traeré
conmigo cuando venga a verte la próxima vez. ¿Quieres que te traiga algo?
¿Qué necesitas?
—No, en verdad voy a necesitar calzado para entonces. Zapatillas, para jugar
al balón volea en verano. Fíjate que tengan una suela gruesa. El señor Franklin
te puede ayudar en eso.
—¿Es alemana?
—No. Norteamericana. Su marido es sargento del ejército.
Lillian fue a visitar a mis padres. Incluso intentó explicarles cosas tales como las
diferencias en estilos de vida. Ellos ya me lo habían oído explicar a mí. Lillian se
sintió feliz con la visita. Pronto volvió a la costa oeste, hacia las montañas.
—Todo es una mierda —comentó Timmy acerca del asunto—. Mucho ruido,
pero no consiguen sacarme de acá.
Sin embargo, el ruido consiguió rebajarle la sentencia a siete años, teniendo
en cuenta la reducción por buena conducta.
—Es demasiado —dijo. Estuve de acuerdo con él.
Me cansé de esperar, de estar sentado en todas partes sin hacer nada que
facilitara mi huida. Una tarde Popeye, Arne y yo estábamos ocupados
intentando ganarles 100 liras a tres franceses en un partido de balón volea.
Me acerqué mucho a la red para interceptar un tiro. Perdí pie y fui a dar
contra la red. Tuve una idea.
Necdet, el hombre que reemplazaba a Emin, se acercó para calmar los ánimos.
A él no le importaba que la red hubiese desaparecido. Los reclusos siempre
jugaban los partidos de balón volea por cigarrillos o dinero, y en esas condiciones
se tomaban muy en serio el juego. Tal vez si no se recuperaba la red habría
menos peleas.
Noche tras noche trabajé debajo de mi manta. Con lentitud, con gran esfuerzo,
fui deshaciendo la red de nylon. Con las hebras delgadas y fuertes fui tejiendo la
cuerda que soportaría el peso de mi cuerpo. Lo hacía con un método que había
aprendido de niño para tejer llaveros.
Por fin terminé. Supuse que mediría unos doce metros. Según los planos de la
cárcel, había una antena en el centro del techo y si conseguía llegar allí, podía
atar la cuerda a la antena, llevar el otro extremo a la pared y deslizarme. Tal vez
algún día la cuerda me sería útil.
Pocos días después recibí una carta de Alemania. Patrick me anunciaba que
estaba a punto de viajar.
XIII
Con toda la gimnasia que hago acá estoy necesitando un nuevo par de
zapatillas, número cuarenta y dos. Creo que deberías comprarlas antes de
encontrarte con el señor Franklin. Me sentiría muy feliz de verte por acá con el
cónsul. Espero que puedas comunicarte con él y venir el miércoles o jueves.
Hazme el favor de traerme un "Herald Tribune", porque acá tengo poco acceso
a las noticias. ¡ Y atención, mi amigo! Recuerda que debes traerme las zapatillas
con las plantillas de abrigo del señor Franklin. Ese será el primer movimiento de
la muleta con la mano izquierda, lo que mantiene baja la cabeza del toro antes
que la espada la atraviese. Después habrá una fiesta.
Mis ojos ansían ver tu rostro sonriente y mis pies hormiguean mientras esperan
las P.F. voladoras.
Los budistas hablan de una suela interior (toma especial nota), cosa en la
que creo firmemente. Pero esa suela interior debe pegarse con mano
inteligente. Quizá te esté hablando de manera muy metafórica. Pero luego creo
que no: estoy seguro de que ves la luz. Yo espero tu presencia.
Te saludo,
Willie
Aceleré hasta el máximo. El viento castigaba el ala de mi sombrero de la buena
suerte. Conducía la enorme motocicleta por un camino bordeado de árboles, entre
lugares y rostros familiares. Vi que Lillian me saludaba con la mano y me sonreía.
Patrick a su lado, sonriente como siempre. Pasé volando junto a papá, quien me
gritó que tuviese cuidado.
Desperté. Era martes. ¿Habría recibido Patrick mi carta? ¿Lo vería ese día?
¿Cuánto faltaba para realizar nuestro plan? Me desesperaba el paso del tiempo.
Tenía que salir.
Caminé por el patio mientras esperaba que ocurriera algo. El buen tiempo
hacía más dolorosa las feas paredes. Era verano sobre la tierra. Distribuyeron el
pan, que estaba rancio. La correspondencia llegó más tarde.
Nada para mí. Traté de escribirle una carta a Lilly. Deseaba expresarle cuánto
significaban sus cartas para mí. . . cuánto deseaba, cuánto sufría por volver a
verla. Pero no podía. La libertad me hacía señas, estaba demasiado cerca. No
podía concentrarme.
—Viliam. Viliam Hi-yes.
¿Un telegrama? ¿Para mí? ¿Era Patrick?
Rasgué con rapidez el sobre amarillo y leí:
A WILLIAM HAYES
ESTAMBUL TURQUÍA
Lloré.
Dos días más tarde llegó una carta certificada de papá. Se había enterado de
la noticia por el padre de Patrick. La policía alemana había encontrado a Patrick
en su departamento, en la cama, con una bayoneta clavada en el pecho. Entre
sus pocos efectos personales había un billete de tren para Estambul. En su
buzón, sin abrir, estaba mi carta del 15 de junio. La policía alemana ignoró la
prueba obvia de la bayoneta y dictaminó que la muerte de Patrick había sido un
suicidio. Antes que el padre llegara a Mannheim lo habían enterrado.
Los padres estaban desolados. El estigma del informe de suicidio les había
golpeado mucho. Elegí algunas de las cartas más recientes de Patrick y se las
envié a los padres. Deseaba que ellos leyeran las cartas que su hijo había escrito
poco antes de morir, para que pudieran captar toda la fuerza y la decisión que
transmitían. Y también la felicidad, la sensatez. Patrick no se había matado con la
bayoneta, de eso estaba seguro. Los padres pidieron a los funcionarios
norteamericanos que hicieran presión para que se reabriera la investigación.
Finalmente la policía alemana cambió el rótulo del caso por el "homicidio". Pero no
poseían pistas ni pruebas. El caso quedó sin resolver. El padre de Patrick deseaba
buscar él mismo al asesino y vengar la muerte de su hijo.
Decidí que no comentaría con nadie lo que sabía de la mujer del sargento. No
tenía sentido: Nadie conseguiría hacer revivir a Patrick.
Le escribí en clave. Le decía que necesitaba por lo menos seis fotos de Ben
Franklin. Ese era el mínimo absoluto. Papá me contestó muy pronto para
informarme que vendría de visita dentro de pocas semanas. Me comentaba que
hablaría con el señor Franklin en el banco antes de venir. La muerte de Patrick
debió conmover mucho a papá.
Una vez más parecía que las cosas comenzaban a adquirir forma.
Me volvía más dependiente de sus cartas. Lilliam era algo así como mis ojos para la
belleza del mundo exterior. Ella era mi mujer. Le hacía cosas magníficas a mi
cuerpo cuando yo soñaba o fantaseaba. Era mi seguro emocional. Lilly se
preocupaba de verdad por mí. Atesoré sus cartas con más cuidado que nunca.
Pasaron las semanas. Descubrí que una extraña bruma se había acumulado a
mi alrededor. La muerte de Patrick seguía deprimiéndome y pensé que quizá debía
analizar el porqué de todo eso. Practiqué yoga con más intensidad que nunca.
Me pasaba horas en el patio meditando.
Sus palabras hallaron eco en mí. Mi propio centro emocional parecía haber
estado completamente fuera de control. ¡Yo mismo lo había desequilibrado!
Arne trató de convencerme de que yo no era consciente. Me obligó a recordar.
Era cierto, sólo recordaba los episodios más importantes y los más insignificantes
de mi vida, pero el resto lo veía desdibujado en tristes matices de color gris.
Según Arne, eso demostraba que yo no era consciente. De serlo, la vida debía
aparecer como una serie ininterrumpida de experiencias vividas y reales.
Tuvimos varias charlas sobre religión. Arne me recomendó una serie de libros de
los que me prestó algunos. Por primera vez empecé a comprender que Jesucristo
era un hombre. Un hombre real, —muy serio, muy consciente. Era un concepto
muy diferente de aquél con el que me había educado.
—Cuando tenía trece años —le conté a Arne— fue un sacerdote a la escuela.
Tuvo una charla con todos nosotros. Utilizó toda clase de metáforas, pero al final
comprendimos de qué nos hablaba. Nos decía que si nos masturbábamos íbamos
a terminar en el infierno. Era imposible no masturbarse. Pero después de la charla
del sacerdote comencé a vivir angustiado. Cada vez que lo hacía pensaba que
acababa de cometer un pecado mortal.
—El sexo es vital —acotó Arne—. Toda la energía procede de tu centro físico. Eso
es el sexo. Tienes que dirigir y canalizar esa energía. Si no la controlas, puede
destrozarte. Pero tampoco puedes malgastarla. Debes mantener todos tus centros
en equilibrio. Muy poco sexo, o demasiado, pueden desequilibrarte. Ocurre lo
mismo con tu mente y tus emociones. Debemos mantenerlos en equilibrio.
Me miró fijo.
—¿Cómo?
Pensé mucho en todo lo que me dijo. Hacía ya mucho tiempo que fumaba
hashish. Durante los dos últimos años de estudio, y en el lapso de casi un año
de vagabundeos, se había convertido en parte de mi vida diaria. En la cárcel a
veces era difícil de conseguir y siempre era arriesgado. Pero Ziat y otros
proveían la cantidad suficiente para que pudiese ser un hábito bastante
regular. Para mí, esto no sólo se había convertido en un escape emocional,
sino también físico, de la cárcel. ¿Qué sentiría si dejase de fumarlo? No
producía adicción, pero dejarlo podía dar origen a un problema emocional.
—Ya que estás en eso —sugirió Arne— trata también de dejar los cigarrillos
comunes.
Llegó la notita que anunciaba a un visitante. Era papá. Corrí hacia el salón.
El estaba de pie detrás de una mesa. Willard Johnson se hallaba a su lado. Yo
estaba tan entusiasmado con mis propios planes que ni siquiera le saludé.
—Ni siquiera has preguntado por tu madre. —Me hizo sentar en una silla y me
obligó a conversar con naturalidad. Pude advertir la traición en su rostro
cansado.
—¿No fuiste a ver al señor Franklin, verdad? Negó con la cabeza. Estuve a
punto de gritarle. —Papá. . . ¿por qué?
—Hablé del asunto con el sacerdote. Me dijo que si te daba el dinero iba a
sellar tu muerte. Pensé y pensé en el asunto. Tu madre y yo hemos rezado y
también llorado mucho. No, Billy, no. Sólo te falta un año. No podemos
permitírtelo.
Frente a mis ojos flotó una nube rojiza. No me importaba que Willard
entendiera la conversación. —Papá, voy a hacerlo —prometí—. Tengo que salir
de acá de cualquier manera. Con tu ayuda o sin ella.
Papá estaba a punto de llorar. —Por favor, Billy —rogó—. Espera. Por favor
espera. He estado hablando con gente del Departamento de Estado. Nuestro
embajador en este país, Macomber, está siguiendo tu caso con gran interés.
Cree que podría persuadir al gobierno turco para que te liberen pronto.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Es que sólo me enteré hace un par de días.
—¿No es seguro?
-No.
—Sí. Para eso no hace falta más que unos pocos años en una cárcel
fascista.
Ahora miro a mi alrededor y la soledad aún está allí, suspendida como una
sombra en el rincón. Pero no me oprime tanto el pecho. Hablar contigo me
ayuda. Así guardo la tristeza dentro de mí, para reírme algún día. Y te
aseguro que tengo mucho para reír. Porque aparte de lo que he estado
guardando, está también lo que decidí acerca de Patrick: dada la forma que
desapareció, tendré que reír por él y por mí.
Billy
El hombre, Robert Hubbard, dijo que había conocido a las chicas en distintos
lugares de Europa y del Cercano Oriente y las había invitado a acompañarlo en el
viaje que realizaba para adquirir "mercadería" para su negocio de Munich.
Aunque afirmó que las muchachas eran todas inocentes, sin embargo, los
turcos los llevaron a él, a Kathryn Zenz, Terry Grocki, Jo Ann MacDaniel, Penny
Czarnecki, Margaret Engle y Paula Gibson a la cárcel de Antakya, al sur de
Turquía, cerca de las costas del Mediterráneo.
Seguí con interés las notas que fueron apareciendo en los periódicos hasta
que simpaticé con el grupo. Las chicas eran muy bonitas. Me preguntaba si la
publicidad que rodeaba el caso conseguiría que el mensaje llegara a otros
norteamericanos: es cosa grave ser arrestado por posesión de hashish en
Turquía. Puede costar muchos años de vida.
Poco antes de Navidad llegó otro preso norteamericano al kogus; era nuevo
en Sagmalcilar, pero había estado en la cárcel de Izmir, en la costa del
Egeo, un año más que yo. (Izmir se llamaba Esmirna antes que los turcos se la
arrebataran a los griegos). Se llamaba Joey Mazarott. Tenía ojos azules
penetrantes y un enorme bigote negro que parecía un manubrio. En su brazo
derecho, debajo del borde enrollado de la manga de su camiseta de color
morado desteñido, se veía un tatuaje. Era un pequeño demonio rojo sonriente
que sostenía un tridente. Joey era un muchacho amistoso y de buen carácter.
Llegó al pabellón, consiguió la cama de un joven recluso italiano y durmió casi
ininterrumpidamente durante dos días.
Esa noche jugamos al póquer. Joey me apostó su traje contra 125 libras. Saqué
una reina. No tendría que pedir ropas prestadas para mi próximo juicio.
Ziat salió corriendo al patio, enfurecido. De un empujón apartó a los niños que
miraban por la ventana. Uno de ellos cayó al suelo. Ziat le dio con el pie en el
estómago. De pronto se oyó lo que parecía el grito de un banzai desde el kogus
de los niños y apareció a la carrera Chabran, el autoproclamado líder de los
delincuentes turcos. Chabran era un levantador de pesas de quince años. Pocos
de los adultos de nuestro kogus desearían enfrentarse con él. Se lanzó contra
Ziat. Con certeros puños lo arrinconó contra la pared. Ziat gemía de dolor. Los
puños de Chabran encontraron su estómago, su ingle, luego un ojo. Por fin llegó
Necdet e interrumpió la lucha. Nos ordenó que volviésemos a nuestro kogus y
cerró la puerta, dejando a los chicos en el patio. Con su furia insatisfecha Chabran
rompió los cristales de todas las ventanas que daban al patio. Gritaba y vociferaba
maldiciones en turco. Ningún guardia se ocupó de él. Necdet nos tuvo encerrados
hasta que la sangre de las manos cortadas de Chabran hizo que éste se
sobrepusiera a su enojo y aceptara que Necdet lo enviara a la enfermería.
Necdet nos permitió salir al patio otra vez. Ziat volvió a su negocio de té, pero
los niños daban vueltas por el patio, pisando los fragmentos de cristal roto
protestando entre dientes contra Ziat.
Todas las noches, durante diez días, Sagmir llevó a la mujer al hospital en el
propio Porsche de Jean-Claude. Los guardias esperaban con interés las visitas
de la elegante mujer. Una noche Jean-Claude se dirigió al guardia: —Escuche,
me gustaría estar un rato con mi esposa. ¿Entiende lo que quiero decir? Pero
no puedo hacerlo acá. Quiero bajar al coche con ella. Aquí tiene diez mil liras
como garantía de que volveré.
Muy limpio. Muy claro. Nadie era culpable. Jean-Claude se marchó de Turquía
con gran estilo. Sagmir continuaba paseando por Estambul en el Porsche de su
cliente.
El frío emocional de la vida en la cárcel era peor que el frío físico. La soledad
es un agudo dolor generalizado que no se puede aislar en una sola parte del
cuerpo.
Hace mucho que esperamos, ¿verdad? Sé lo que es esperar, pero esto se está
tomando un poco pesado para el viejo sistema nervioso central.
Hace algunas semanas llegó aquí otro norteamericano. Ha estado tres años en
la cárcel de Izmir. Izmir es una cárcel excepcional. El edificio es nuevo, como
esta cárcel de Estambul, pero allí termina la semejanza. En ellas los turistas son
una rareza y se los trata muy bien. Tienen cuartos propios. Todos los días se
puede comprar comida afuera y llevarla a la cárcel. Diariamente sirven leche y
yogur y ¡tres! comidas para los norteamericanos. En este momento hay cuatro
tipos. Desayunan con tocino y huevos, avena, papas, carne, etcétera. Tiene
una biblioteca a la que pueden ir los reclusos que no trabajan. Qué maravilla
comparada con esta barraca.
Billy
Mi nuevo abogado no era otro que Sagmir, quien había hecho un excelente
trabajo para Jean-Claude. Con él a cargo de mi caso, sabía que llevaría poco
tiempo que Ankara aprobara mi segunda sentencia. Mi tastik llegaría pronto. Casi
podía saborear la buena comida de Izmir.
También la privacidad sería buena para los últimos seis meses, aunque
extrañaría a Arne a quien le estaba enseñando yoga y teníamos un programa para
todas las mañanas.
"Una cárcel, un monasterio, un claustro, una jaula. . .", había dicho Ame una
vez.
Sabía lo que quería decir. La cárcel puede ser cualquiera de esas cosas.
Perspectiva. Todo dependía de la perspectiva.
—Buena suerte, Timmy. Tranquilo, con calma. Estaré esperando para leer
sobre ti en los diarios otra vez.
El 8 de abril de 1973 tomé un gran trozo de papel del que me había traído
el cónsul y tracé con cuidado los números de cien a uno en orden
descendente. Con lápices de colores que me había prestado Ame pinté un arco
iris que surgía del último día. Pegué el papel en un lugar prominente en el
costado de mi armario y me senté para admirarlo. Todos los días tacharía uno
de los números. El 17 de julio saldría en libertad.
Casi me había olvidado de la cuerda que estaba oculta debajo del armario.
Los planos de la cárcel y la lima escondidos en mi diario ya no parecían
necesarios. Pero de todos modos, los conservé. Tal vez se los daría a Popeye o
a Joey o a Hans, antes de marcharme. Alguien podía hacer buen uso de ellos.
Lilliam me escribió una tierna carta desde Alaska, donde estaba por terminar
su trabajo con los perros. Me comentaba su intención de ir a Suiza y conseguir
un empleo en los Alpes, donde podría escalar o esquiar cuando quisiera. En el
verano, decía, tal vez podría encontrarse conmigo. Quizá podríamos pasar
juntos algún tiempo en Marruecos. Tendidos al sol en la playa, juntos.
Maravilloso. Tendidos en la cama, en la oscuridad juntos. Fantástico.
Me miró y dejó de sonreír. —No estaba seguro. No quería hablar del asunto
por si no resultaba. ¿Me entiendes?
Volvió a sonreír. —Lo sé, Willie. Yo también te voy a extrañar. Pero te sentirás
bien. Ya no te falta mucho.
Rió y me dijo en un susurro: —Tal como son las cárceles en Suecia, la gente
no quiere marcharse. Pero supongo que unos pocos meses, sólo para guardar
las apariencias. Luego me dejarán en libertad.
Reí.
Los turcos lo enviaron a otra cárcel infantil de Izmir. Pero esta vez de
vigilancia estricta.
Poco tiempo después nos enteramos de que cuatro de las chicas que habían
sido arrestadas en diciembre en Antakya habían sido liberadas bajo fianza. Qué
suerte para ellas. Pero los tres que conducían los camiones —Robert Hubbard,
Kathy Zenz y Jo Ann MacDaniel —aún se hallaban en la cárcel de Adana. Hubbard
afirmaba que las dos chicas eran inocentes, pero los jurados no lo creían.
—Siéntate un momento —me indicó una silla—. Tengo malas noticias para ti.
Willard tragó saliva con esfuerzo. Lo que fuera que tenía que anunciarme se
veía que no era bueno.
—Déme un cigarrillo.
¡Treinta años!
—¿Recuerdas que el tastik nunca llegó? Nos hemos enterado de que Ankara
desaprueba los cuatro años. Ahora voy a tener un nuevo juicio. Tengo ciento por
ciento de probabilidades de que me condenen a cadena perpetua.
—Willie, ¿qué puedo decirte? Getchmis olsun, hermano. Que pase pronto.
—Sí, gracias.
Popeye me dejó solo. Su pesimismo, por cierto, había sido justificado. ¡Treinta
años!
Necesitaba aire. Durante todo el día caminé con furia de un lado para otro del
patio, sin hablar con nadie y fumando un cigarrillo tras otro. Los demás se hacían
a un lado.
William B. Hayes
Algunas de las cosas que aparecían impresas me preocuparon. Citaron una de mis
cartas a mis padres, donde yo decía que si Ankara no aprobaba mi sentencia de
cuatro años, mamá y papá podían "esperar algo muy drástico".
Me preguntaba, con preocupación, qué efecto tendría todo esto sobre los
jueces turcos. Tenía que presentarme a la corte para el juicio. Tal vez la publicidad
los enfurecería más y me darían cadena perpetua en lugar de treinta años.
Esperaba que papá supiese lo que estaba haciendo.
Papá les escribió a los senadores neoyorquinos James Buckley y Jacob Javits y
a varios diputados, en su intento por obtener ayuda. Ellos prometieron hacer
todo lo posible. El senador Buckley llegó a mencionar mi nombre en el senado,
pidiendo la intervención del gobierno.
Recibí cartas de todos los puntos de los Estados Unidos, de viejos amigos, de
conocidos y de extraños. Todos intentaban alentarme. Me aseguraban que el
gobierno se esforzaría por sacarme de la cárcel lo antes posible.
La maniobra me iba a costar unas 30.000 liras, alrededor de 2.000 dólares. Pero
Sagmir me advirtió que debíamos actuar antes que la sentencia oficial fuera
cambiada a treinta años. Por mi parte, le advertí, que no recibiría un solo kurus
hasta que yo estuviese completamente seguro fuera de Turquía, lo cual aceptó
con amplia sonrisa.
Pocos días después estaba caminando por el patio cuando recibí una tarjeta
de visita. Fui al salón y me encontré con un joven norteamericano que tendría
más o menos la misma edad mía, veintiséis años. Era Michael Griffith, el abogado
de Mineóla, un individuo alto y amable, serio y enérgico que me gustó de
inmediato.
Entonces reí yo. —Claro. Muy bien. Permanece en contacto, saluda a todos de
mi parte en Long Island. Y toma un poco de sol griego por mí.
—Por cierto que lo haré. Arriba el ánimo. Están ocurriendo cosas buenas.
Papá deseaba postergar su acuerdo con Sagmir hasta que tuviésemos más
información sobre el Rápido Especial. Le recordé que Sagmir había dicho que el
asunto debía completarse antes que volvieran a juzgarme y decidimos ver qué
podía hacer el abogado turco.
Papá volvió al día siguiente. Se le veía cansado, deprimido. Leí en sus ojos la
respuesta de Sagmir. —Guardaré el dinero en el banco —me dijo antes de volver
a Norteamérica—. Si lo necesitas, estará a tu disposición.
XVII
—Es hora de que hable —empecé—. ¿Pero qué se puede decir? Cuando
termine, ustedes me sentenciarán por mi delito. Permítanme preguntarles
ahora.. . ¿Qué es un delito? ¿Y cuál es el castigo apropiado para un delito?
Estas preguntas son difíciles de responder. Las respuestas varían de un lugar a
otro, de una época a otra, de una sociedad a otra, de un hombre a otro. La
justicia se ve afectada por la geografía, la política, la religión. Lo que era legal
hace veinte años puede ser ilegal hoy. Y lo que es ilegal hoy puede ser legal
mañana. No estoy diciendo que sea correcto o no. Es así como son las cosas. . .
"Estoy de pie ante ustedes hoy, mi vida está en sus manos. . . pero en
verdad no tienen la menor idea de quién soy. No importa. He pasado los tres
últimos años de mi vida en la cárcel. Si hoy la decisión de ustedes me sentencia
a más cárcel, no puedo estar de acuerdo. Todo lo que puedo hacer es. . .
perdonarlos".
—Getchmis olsun —me deseó uno de los soldados que me llevaban a la cárcel.
"Que pase pronto".
XVIII
Una mañana Joey y Popeye se me acercaron. Parece ser que Popeye se había
despertado en medio de la noche para ir al baño, pero como antes de ponerse en
movimiento percibiera un ligero ruido, atisbo a través del kogus y vio que Ziat
hacía algo detrás de su enorme radio. Con cuidado, el jordano retiraba los
tomillos de la parte posterior del aparato y quitaba la tapa. Miró a su alrededor
con recelo. Luego puso dinero dentro de la radio, ajustó otra vez la tapa y
colocó el aparato sobre su armario.
¡Era ahí donde Ziat guardaba su dinero! Todos creíamos que utilizaba un lugar
obvio: el armario cerrado con candado doble. Pero no, el hábil jordano había
conseguido despistarnos a todos. Guardaba el dinero, sin llave, en la parte
posterior de la radio. Y, como todos sabían, tenía muchísimo ya que había sido el
principal proveedor de drogas en el kogus desde que los que allí estábamos po-
díamos recordar. Además, se ocupaba del negocio del té con tanta codicia que
obtenía buenas ganancias.
Joey se frotó las manos con alegría. Desde el día de la pelea de Ziat con el
chico, el jordano se había convertido en su peor enemigo. —Voy a robarle hasta
el último centavo —murmuró—. Va a ser muy divertido.
—No cuentes conmigo —le advertí—. Ese hombre es muy peligroso para
tenerlo de enemigo.
Abrí los ojos y tuve una visión invertida de los bigotes como manubrios de
Joey. —Esconde esto —susurró—. Un tercio es tuyo. —Metió algo entre mis
manos y desapareció. Miré. Para mi asombro, contenía un grueso fajo de bi-
lletes sujeto con una ancha banda de goma.
Durante casi media hora estuve tendido con el dinero en las manos bajo las
cobijas, pensando en los escondites posibles. Por último tuve una inspiración.
Trabajé toda la noche. Me quedé dormido poco después de que Ziat se le-
vantara y bajara a calentar el agua para el té.
Más tarde oí la voz excitada de Ziat que hablaba con Necdet y pocos minutos
después llegó el grito: "sayim, sayim". Popeye, Joey y yo nos ubicamos tan
lejos uno del otro como pudimos.
Entró Mamur seguido por Hamid, Arief y otros doce guardias. Mamur que
despedía chispas por los ojos, recorrió la fila de los reclusos, observando a uno
por uno y luego gritó en turco. Necdet lo seguía y traducía al inglés.
—Se ha perdido cierto dinero en el kogus —decía Mamur—. Veinticinco mil liras.
Quiero que todos se tomen un poco de tiempo para pensarlo. Hemos trasladado
a todos los chicos a otro pabellón. Vamos a encerrarlos a ustedes en el kogus de
ellos mientras revisamos éste. Los haremos salir uno por uno. Si alguien tiene lago
qué decir, puede decirlo. Nadie sabrá quien habló.
Su voz se elevó. —El que lo tenga, será mejor que lo entregue ahora. Si lo
hace no habrá problemas —mintió—. Ni palizas ni juicio. Todo lo que deseamos
es recuperar el dinero.
Nos revisaron uno por uno antes de enviamos al kogus de los niños. No tuve
problemas; no tenía el dinero conmigo.
Hubo un silencio.
— ¡Bastardos!
Pasaron las horas. Nadie estaba dispuesto a salir del kogus. Los hombres
caminaban vestidos con sus pijamas, descalzos sobre el piso frío.
Popeye caminaba por el corredor. Cada vez que pasaba por donde me
hallaba, yo empezaba a silbar una vieja canción de un grupo rock conocido
como The Doors. Se llamaba "Riders on the storm" (Jinetes en la tormenta).
Pasó una semana. Ziat vigilaba a Joey constantemente. £1 jordano, que parecía
haber perdido toda codicia, abandonó su concesión para vender el té y Nadir
ocupó su lugar.
Pero no recordábamos que Ziat tenía amigos entre los guardias. Una tarde bajé
al piso inferior. Me sorprendí al ver a Ziat sentado a una mesa, bien vestido con
traje y corbata. ¿Ziat?
Normalmente los reclusos tratan de ubicarse cerca del extremo de la fila, donde
no se les ve. Vi que Ziat se ubicaba con naturalidad en el segundo lugar de la fila.
Estaba junto a Necdet.
Arief empezó a observar la fila. En un instante metió la mano en el bolsillo de
Ziat y extrajo una caja de fósforos. —¿Nebu? —gruñó. La abrió y encontró un
trocho de hashish. Arief sacó a Ziat de la fila y lo abofeteó sin mucho rigor. —
¿Dónde conseguiste este hashish?
-Yo. . .
—A todo aquél que pesque con hashish lo voy a hacer pasar un mal rato. Se
dio la vuelta rápidamente y se marchó.
Necesitaban una excusa para llevarlo al salón del subsuelo y castigarlo con
la vara de falaka.
Corrí hacia Necdet. —¿No puede ir abajo? —rogué—. Ya vio lo que acaba de
ocurrir.
—Por supuesto que puedo —replicó Necdet—. Pero ¿de qué serviría?
—Abajo lo van a moler a palos. Usted sabe que la acusación es falsa, que es Ziat
quien desde hace años vende aquí el hashish.
Necdet, como encargado, no deseaba saber tales cosas. —¿Ziat ha estado
vendiendo hashish acá?
Necdet fue a hablar con el guardia que estaba en la puerta. El guardia tenía
órdenes muy concretas. No podíamos hacer nada por Joey, salvo esperar. Me
alegró que él no supiera dónde estaba el dinero, de lo contrario podrían sacarle
la información a golpes. Pero sí sabía quién lo tenía.
Sufrí por él toda la tarde. Imaginé lo que le estarían haciendo los guardias con
las varas de falaka en sus pies y manos. A medida que transcurría el tiempo crecía
el odio que sentía por Ziat.
Era la noche y nos tocaba bañarnos. Popeye, yo y unos pocos más nos pusimos
nuestros pantalones de baño para bañarnos con el agua caliente. Uno de nuestros
compañeros habituales faltaba. No hablamos del asunto. Nuestros sentimientos
estaban más allá de las palabras. El ruido del agua al deslizarse era lo único que se
oía.
- ¡Ziat!
Nadir sacó una navaja. Se acercó a Ziat. Este gimió y corrió escaleras arriba.
Ziat empacó rápidamente sus cosas. Las últimas semanas de su sentencia las
pasó en la enfermería.
A la mañana siguiente, Joey volvió al kogus. Apenas renqueaba. Después de
recibir los primeros golpes con la vara de falaka había jurado que iba a
denunciar a Mamur ante el cónsul norteamericano. "La comadreja" había
pensado en esto sin darle importancia. Algunas veces las autoridades de la cárcel
parecían dispuestas a resistir las presiones diplomáticas, otras veces no. Mamur se
había marchado y los guardias habían dejado a Joey solo en la oscura sala
subterránea, durante toda la noche. Al día siguiente, se habían limitado a llevarlo
de vuelta arriba.
XIX
Para Popeye, para Joey y para mí, su partida también significaba dinero. A la
mañana del día siguiente, ellos me presionaron para que les dijera dónde estaba el
dinero.
—Joey, ¿por qué no vas a buscar té para los tres y vuelven aquí a mi celda?
Tenemos que charlar un poco.
—Lo han estado mirando durante semanas. Lo han tenido frente a los ojos.
—¿Cómo?
Tendí el brazo hacia la parte inferior del armario y tomé una gruesa vela
amarilla. Quedaron boquiabiertos. Coloqué la vela entre la pared y yo. Joey y
Popeye cubrían totalmente la visión con sus cuerpos. Con una lima para uñas
retiré la cera lentamente. Cuando terminé, mi cama estaba llena de cera y
había billetes por valor de casi 1.500 dólares.
—Si pescan a alguno con esto, deberá inventar su propia historia —les
advertí—. Ustedes no me conocen y yo no los conozco.
—Bien, bien —replicó Joey—. ¡Voy a sobornar a un guardia para que nos
consiga comida! —Durante los días que siguieron comimos bien. Noté que
Popeye tenía un reloj Seiko muy caro que había pertenecido a Muhto, un
preso malayo. Muhto, a su vez, le compró cigarrillos Rothman al pequeño turco
que siempre venía a ofrecer marcas extranjeras.
La mayor parte del dinero la oculté en mi diario. Abrí en dos partes la tapa
de cartón, como le había visto hacer a Max. Trabajé con naturalidad mientras
con mi cuerpo bloqueaba la visión a los demás. Simulaba leer o escribir en la
cama. En realidad, estaba haciendo un depósito en el Banco de Ahorros para
la libertad.
Todas las camas del piso superior estaban ocupadas, de modo que los
afganos durmieron abajo, sobre el piso. Les dieron colchones viejos y sábanas.
Aunque se quedaran una sola noche, la ropa quedaría inutilizada para siempre,
ya que nadie se atrevería a usarla después.
Miré el regalo. Era un álbum de fotos de familia. Papá había hecho hacer
copias de muchas de las fotos de nuestro viejo álbum. Se me ocurrió que tal
vez te gustaría tener algunas fotografías acá.
Mis ojos observaban el álbum de fotos. Papá pasó un dedo por el borde de
la contracubierta. ¡El viejo zorro plateado! Me pregunté dónde habría
aprendido ese sistema.
—Papá, todo esto cuesta mucho dinero. Los abogados, los viajes.
—Exacto.
—Sí. Debimos conversar más. Hay lugar para las diferentes opiniones. No
tienen por qué separar a la gente.
Sonrió.
En esta oportunidad papá sólo se quedó unos pocos días. Trató de ocultarlo,
pero comprendí que tenía problemas económicos. Constantemente intenté llevar
la conversación al tema del Expreso de Medianoche. Vi que estaba preocupado.
Durante tres años se había opuesto a toda idea de fuga. Ahora hipotecaba su
casa para financiar mi intento. Si fallaba, sabía que el disgusto lo mataría. En su
última visita antes de volver a Norteamérica se incorporó para despedirse, me
tomó fuerte de un brazo, abrió la boca para hablar pero no se oyeron las
palabras. Me abrazó.
La curiosidad me volvía loco, pero permití que el álbum circulara por el kogus
durante varios días. Luego lo coloqué sobre mi armario y lo olvidé. Sólo cuando
hubo pasado más de una semana busqué el dinero. Entrada la noche, con el
álbum bajo las sábanas mientras me encontraba tendido en la cama, corté con
cuidado la contracubierta. Allí, bajo el cartón había billetes nuevos de 100
dólares, ordenados con prolijidad en grupos de tres. Veintisiete fotos de Benjamín
Franklin.
Era mucha la gente que se interesaba por el álbum. Tuve que trasladar el
dinero a un lugar más seguro. Durante varias noches trabajé en secreto. Abrí la
cubierta posterior de mi diario. Coloqué el dinero adentro, junto al de Ziat, y lo
cubrí con varias hojas de papel de dibujo muy fino, delgado como piel de cebolla.
Luego volví a cerrar la cubierta con pegamento. Quedó muy bien. El diario estaba
lleno de dibujos, cartas y notas. Ahora el dinero, la lima y los planos estaban
juntos en un solo lugar. También tenía allí un poco de LSD para dormir a un
guardia si era necesario. No tenía más que agarrar mi diario y ya tenía todo un
equipo para la fuga.
No sabía con exactitud cómo utilizar el dinero. Tenía que esperar hasta ver
qué ocurría con los trenes de la amnistía y del traslado. No deseaba intentar la
fuga y ser detenido para luego descubrir que había sido liberado.
No vi razón alguna para que esa mañana fría fuera diferente de las otras.
Temprano me senté en el patio. Un par de reclusos alemanes caminaron a paso de
ganso de un lado a otro. Parecía a punto de llover, pero el aire estaba fresco.
—Sí. Lo tirotearon.
-¡Oh!
Una noticia muy buena. Los reclusos corrían al patio entre saltos y gritos. Joey
vino hacia mí y me palmeó el hombro. Popeye apareció silbando y bailando de
alegría. Se oían las risas y el júbilo de los otros kogus. El bullicio fue en aumento.
En los corredores los guardias estaban nerviosos y asustados.
Nadie se enteró de los detalles. Pero Hamid estaba muerto. Alguien le había
disparado fuera de la cárcel, en un restaurante. Eso fue todo lo que supimos.
Más tarde, esa misma mañana, utilicé un paquete de Marlboro para persuadir a
un guardia de la puerta del pabellón que me permitiera ir a la enfermería. Si
alguien podía estar enterado del asunto, ése sería Max. Estaba sen do en la
cama, los ojos vidriosos pero sonriente, mientras conversaba con dos turcos. Me
saludó con gran calidez.
Durante semanas los reclusos tuvieron a raya a los guardias. Cuando pasaban
frente a algunos murmuraban: "Hamid onutma", (no te olvides de Hamid).
Billy
La primera noche que pasé en Sagmalcilar, hacía tres años y medio, los presos
hablaban de amnistía. Por último, el 16 de mayo de 1974, el Parlamento turco
consiguió votar una ley de amnistía. Se haría efectiva al día siguiente. Todos en
el kogus nos reunimos en torno a los que sabían leer los diarios turcos.
Nos enteramos de que todos los reclusos de Turquía recibirían una amnistía de
doce años. Asesinos, violadores, asaltantes, raptores, a todos se les reducía doce
años de la condena. A eso se sumaba la reducción por buena conducta. De
modo que a un recluso sentenciado a treinta años se le descontaban diez años
por buena conducta y doce más por la amnistía. Sólo le quedaban ocho años.
Mejor que nada, pensé. Pero aún así, la fecha de mi liberación era el 7 de
octubre de 1985. Me di vuelta y volví a la cama, ignorando el clima de fiesta que
me rodeaba. Con la reducción de doce años, casi todos saldrían en libertad.
Incluso a la mayoría de los traficantes les quedaban menos de cinco años. Joey
se marcharía. Timmy saldría de Izmir. Aunque me alegraba por ellos, no podía
dejar de estar triste. De mi viejo grupo de amigos sólo quedarían Max y
Popeye. Max se pasaba casi todo el tiempo en la enfermería.
—El periódico informa que algunos grupos que luchan por los derechos civiles
protestan porque los traficantes sólo recibieron una reducción de cinco años.
Insisten en que el Parlamento les conceda otros siete. Así que ¿quién sabe?
Quizá consigas la amnistía completa de doce años.
—Joey, tengo una sentencia de treinta años. Incluso una amnistía de doce
no significaría gran cosa.
—Es cierto. Pero estás mejor que Necdet. —¿Qué quieres decir?
—¿No te enteraste? En todo Turquía hay un solo preso que no fue incluido
en la amnistía. Un espía sirio. El Parlamento incluso lo mencionó por su nombre
y aclaró que no podía acogerse a la amnistía, ése es Necdet.
Los felicitaba y les deseaba buena suerte. En todo el tiempo que pasé en la cárcel
nunca conocí a nadie que mereciera más la amnistía. Era agradable, limpio. Un
buen hombre, pero eso era la justicia turca.
Esa noche los altavoces empezaron a transmitir los nombres de los que
saldrían en libertad a la mañana siguiente. Después de cada nombre se elevaba
un rugido de alegría, pronto acallado para que se pudiese oír el siguiente. Los
nombres se leían en orden alfabético. El apellido de Joey empezaba con "M". Me
senté en su cama con él a esperar el feliz momento. Pero cerca de la medianoche,
cuando estaban por terminar la "L", se anunció que como se había hecho tarde
continuarían con la lista al día siguiente.
Un fuerte murmullo de protesta se elevó en toda la cárcel. Joey pareció
volverse loco. Saltó de la cama con un gemido.
No van a dejar que me vaya —gritó—. Los malditos turcos quieren dejarme aquí.
No puedo soportarlo. ¡Guardia! —gritó. Déjenme salir. Tengo que hablar con el
director. ¡Guardia!
—Sé que me van a acusar de cualquier cosa con tal de retenerme. Lo sé.
Después de cinco años Joey no podía soportar ni una noche más. Buscó a
Nadir para comprarle hashish. Nadir se negó a aceptar su dinero.
—Toma, para ti, mi amigo. Las necesitas. "Getchmis olsun"—. Puso cinco
tabletas de Nembutal en la mano de Joey, quien se las metió todas juntas en
la boca y las tragó con una taza de té.
—No soporto más esta cárcel —gritó—. Mis nervios parecen bolas de ping-pong
en un lavarropas. ¡Si no despierto nunca, mejor! Si me llaman mañana, que se
vayan al demonio. Que me esperen. Yo los he estado esperando cinco malditos
años.
Sonrió, pero luego una máscara de sospecha se asentó sobre sus rasgos
juveniles.
—¿Cómo?
—Fácil. Sólo tienes que permitirme que te ate mañana en el baño. Usaré tu
tarjeta de identificación para salir cuando digan tu nombre. Más tarde, cuando te
encuentren, les dices que te até y te amordacé. Tendrán que dejarte marchar.
¿Qué te parece? ¿Necesitas el dinero?
Tal vez no fuese muy despierto, pero no era tonto. —Lárgate —replicó.
A las seis de la mañana, se continuó transmitiendo la lista por el altavoz. Los
afortunados formaron una fila en su día de liberación. Popeye y yo sacamos a
Joey de la cama. Con paso vacilante se fue hacia el mundo libre. Cincuenta y dos
de los setenta y cinco reclusos de nuestro kogus salieron ese día. Casi 2.500 de
los 3.000 hombres presos en Sagmalcilar quedaron en libertad. Salvo los primeros
días horribles que pasé en la cárcel, ésa fue la época de mayor soledad que
recordaba. Arne, Charles, Joey, casi todos mis mejores amigos se habían
marchado. Hasta mis enemigos habían desaparecido. Pasaba todo el día ca-
minando lentamente por el patio. Se acercaba el verano. Había vida por vivir,
estaba Lil para amarla, felicidad y tristeza qué experimentar. Mis viejos amigos allá,
en la patria, se casaban, tenían hijos, hacían dinero. Un juez de Ankara había
decidido que yo debía permanecer en la cárcel hasta que tuviera treinta y ocho
años.
Era una tranquila mañana de mayo. Estaba sentado contra la pared del patio,
al tibio sol. Los gritos y las risas de los pocos chicos que quedaban ponían de
relieve la calma del día. Y mi soledad.
—Viliam Hiyes. -¿Qué? —Viliam Hiyes.
También había barras entre las ventanas. El único medio de comunicación era
un micrófono y un parlante Turk-mali. Sería difícil mantener una conversación.
Sonrió con timidez y apoyó las palmas de las manos contra el cristal. Apoyé las
mías al otro lado. El corazón parecía ocupar todo mi pecho. Su nombre flotó en
mis labios. .. ¡Lil!
La sonrisa cubrió su rostro y sus ojos brillaron. -Oh, Billy...
Nos quedamos de pie, en silencio. Sonrientes, con la respiración lenta. Gozando
de la presencia del otro.
— ¡Lillian! ¡Lillian! ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Es cierto lo que veo?
Rió. —Sí, lo he dejado crecer desde que estuve en Alaska. Sabía que te
gustaría así.
—Tú estás muy elegante con ese traje azul. ¿Es la vestimenta habitual de la
cárcel?
—Me encanta saber que no has perdido ninguno de tus antiguos vicios.
—Uh, ni siquiera pronuncies esa palabra. Podría tener que romper todos
estos vidrios para llegar a tu lado. Te veo tan maravillosa.
Su rostro se puso serio. —Billy, ¿estás bien, de verdad? —Sí, Lil. Estoy bien.
—Estuve muy preocupada pensando que podías hacer algo estúpido y. . .
Se interrumpió y echó una mirada a su alrededor. Me miró inquisitivamente.
—Me imaginé qué habrán significado para ti los términos de la amnistía, Billy.
Por favor, ten cuidado. No cometas un error ahora.
—Tranquilízate Lil, no lo haré. —Tu última carta me asustó.
—Sí, lo siento. Tú siempre recibes lo peor, cuando ya no puedo soportar
más.
—Oh, Billy, está bien. Compartiré el peso. Pero sé que te estás preparando
otra vez. Me asustas.
El rostro de Lil reflejaba preocupación. —Te conozco muy bien, por eso estoy
asustada.
Hacía seis años que no veía a Lillian. Pero nuestras cartas habían hecho
renacer los sentimientos de mucho tiempo atrás. Su aspecto exterior casi no
había cambiado. Aún se veía suave y hermosa. Pero había fuerza dentro de su
suavidad. La vida sana al aire libre había dado brillo a su piel. Su cuerpo
parecía firme debajo de los pantalones ajustados y la blusa. Había
desaparecido la niña tímida de ayer. Ante mí estaba una mujer. Buscaba algo.
Podía ver la fuerza de la búsqueda en sus ojos; una pena detrás de la chispa.
Sus pechos estaban tensos bajo su ropa. —Desabróchate la blusa —le pedí de
pronto.
—Basta ya. No conseguirás más que frustrarte —me dijo mientras se abría la
parte superior de la blusa—. ¿Y todo el control emocional del que me
hablabas? —Sus largos dedos desabotonaron otro botón. —Y con todo este
vidrio entre los dos, no puede resultar muy excitante. —Se inclinó hacia la
ventana. Puso ambas manos sobre la blusa y la abrió lentamente. Senos
maduros. Profunda hendidura. Sus pezones oscuros y duros se engancharon
por un momento en el material blanco. Luego se liberaron, temblorosos,
cuando sus pechos se separaron de la blusa. Gemí.
Hubo un ruido afuera. Ella se cubrió con la blusa. Estuve a punto de gritar
por la interrupción. Pasaron guardias junto a nuestra cabina. Uno golpeó la
puerta para indicar que el tiempo de la visita había terminado. Luego se mar-
charon.
—Lo siento, Billy. No tengo mucho dinero, tuve que hacer muchos esfuerzos
para llegar aquí. Pero tenía que verte.
—Mira qué contento estoy aún de verte —le dije mientras le indicaba la
comba que formaban mis pantalones. Ella abrió toda su boca y luego se rió.
Verla, oír su voz y mirar sus ojos, era suficiente. Me alcanzaría para un buen
tiempo de soledad.
—Bien, tú sigue cantando como los tiroleses por esas montañas —le dije—.
Uno de estos días vas a escuchar unos ecos extraños que rebotan desde los
valle hacia ti. Y yo estaré detrás de los ecos.
—Billy, te ruego que te cuides. Significas tanto para mí. No hagas que te
maten.
Ella no sonreía. —Te darán el traslado. Hay mucha gente que trabaja duro
por conseguir tu libertad. Dales tiempo.
Nos quedamos mirándonos a través del vidrio. Llegó un guardia que abrió la
puerta de la cabina y la invitó a salir. Observé cómo se alejaba caminando
hacia atrás, con una mirada que recordé mucho tiempo después que se hubo
marchado.
—Un nuevo tipo —anunció Necdet—. Norteamericano.
—Oh, no—. Giré sobre la cama para no oír la voz de Necdet. Un nuevo preso
significaba otro idiota delirante como yo lo había sido. Los nuevos reclusos
eran un fastidio.
Popeye corrió abajo para saludarlo.
No se trata de un novato. Se llamaba Harvey Bell y lo habían trasladado
desde Elazig para que lo operaran. Tenía hernia como resultado de una gran
paliza que los guardias le dieron tras un intento de fuga. Había conseguido
emborracharse durante el viaje desde Elazig.
—Oh, esto está limpio —comentó asombrado.
Miré a mi alrededor todo el polvo y la suciedad. Olí el hedor pútrido que
venía del baño. Tomé nota mental de que nunca debía pedir el traslado a
Elazig.
—Soy de Alabama —le informó a Popeye—. Es tan hermoso estar lejos de esos
malditos turcos.
Pasaron junto a mi cama y Popeye me silbó. ¿Qué podía hacer yo? Era el
único norteamericano del kogus. Debía acercarme y saludar.
—¿Cuánto tiempo te dieron? —me preguntó.
—Treinta años.
— ¡Oh! —me estrechó la mano—. Lo mismo que a mí.
De repente me gustó.
Bebió con gusto una taza de té que le ofreció Popeye.
—Shhh —lo intimé—. Cuidado. Estos no son turcos. Son muchos lo que
hablan inglés. Todos entienden lo que dices.
—Ah, sí. —Sonrió y bajó la voz—. ¿Entonces, cómo nos fugamos de este
agujero?
Reí. Harvey llevó hacia atrás un mechón blanco que se destacaba entre su
pelo castaño.
—De manera que todo está programado —continuó Mike—. Todo lo que esperamos
es que se completen los trámites finales. Luego nos marchamos a casa.
Mis esperanzas eran muchas. Mis expectativas pocas. Después del golpe que
significó recibir una condena a cadena perpetua cuando sólo me faltaban
cincuenta y tres días de cárcel, había resuelto no volver a creer en la liberación
hasta que se hubiese producido. Pero esta vez era difícil no creer. Mike estaba tan
confiado. Por fin, después de casi cuatro años largos y horribles, ¿estaba al final
de mi condena? Había pagado mi deuda. Era el 10 de julio de 1974.
Tres días después el alboroto empezó cuando estaba haciendo mis ejercicios de
yoga. Fue creciendo en intensidad. Se oían voces excitadas a través de las paredes
de los otros patios. Entró corriendo un chico que vendía periódicos. Los reclusos
se reunieron para leer las noticias. ¡Guerra! Ecevit había ordenado el envío de
tropas turcas a Chipre para proteger los derechos de los ciudadanos chipriotas
turcos que sufrían la opresión de los griegos. Al menos ésa era la "verdad", tal
como la veían los periodistas turcos.
—¿Qué ocurre?
Hola Willie.
—Max, ¿qué haces aquí? ¿Se han quedado sin drogas en la enfermería?
Max sonrió. —No. He venido a verte. Allí hay un guardia que por un paquete
de Marlboro me deja ir a cualquier lugar de la cárcel. —Hubo un silencio. —
¿Aún quieres salir de aquí?
—Me senté en la cama. —Sabes que sí.
—Hombre, tengo que salir. —De pronto comenzaron a brotar lágrimas de los
ojos de Max, que él limpiaba con sus dedos huesudos. —La maldita droga me
está matando y también me está volviendo ciego.
—¿Tienes un plan?
—Creo que puedo sobornar al médico para que me envíe al hospital que está
en la calle de enfrente. En la enfermería hay un kapidiye y presumo que
puede conseguirme un poco de ácido ¿Podrías ir tú.. . al. . . hospital?
—Supongo que sí. Fingiría algo. Pero ¿cómo salimos del hospital?
—Nosotros. . . ¿qué?
—¡Oh, Dios! —Max se sacudió la brasa. Otra vez sus ojos se llenaron de
lágrimas. —Willie, llega un momento en que uno sabe que nunca lo va a lograr.
Me quedé acostado contemplando el cielo raso. Comprendí que si alguna vez iba
a salir de la cárcel, ello requeriría toda la energía de que pudiera disponer. Y debía
disponer de toda esa energía en un solo punto, como el farol de un tren que
avanza cortando las sombras. Sabía lo que significaba concentrar todas mis
fuerzas en esa empresa.
Luego llegó una carta de mi casa.
. . . aquí estoy recordando viejos tiempos. Dicen que ése es un signo de vejez.
Estoy bien. Aún sigo siendo la misma. La vida continúa, aunque sea con dolor en el
corazón porque mi hijo mayor está lejos. Cariños.
Mamá
La carta me sumió en una depresión tan intensa como nunca había conocido
en cuatro largos años. Me dolían las entrañas. Soledad y deseo. ¡Mi madre! El
dolor que ella debía soportar.
Tomé la guitarra de Ame.
La ventana. De manera que la cosa era ésa, a pesar del alto porcentaje de
balas. La lima, los barrotes, la ventana, el techo, la pared, los guardias, las
ametralladoras, los reflectores, la cuerda en la oscuridad, Johann, la frontera,
el Expreso de Medianoche a Grecia. Sentí que de mi cabeza se levantaba un
peso. Tal vez el plan de la ventana me llevara a la muerte. Pero ya estaba
medio muerto. Podía dar buenos resultados. Como decía la canción:". . .
treinta años en Turquía, nena, ya no me queda qué perder. . . " Salvo la vida.
—Pensé que habías dicho que esto llevaría cinco minutos —susurró Harvey.
Trabajamos por turnos. Mientras uno limaba el otro montaba guardia. Cerca de
las cinco apenas habíamos penetrado un poco en el sólido metal. Harvey mezcló
un poco de masilla de la ventana con ceniza de cigarrillo para cubrir la marca y
nos fuimos a la cama.
Trabajamos dos noches más y logramos cortar casi un tercio del barrote.
—No funciona —le comenté a Harvey durante el día—. Nos llevará semanas y la
masilla no lo cubre bien. Con seguridad nos van a sorprender.
—Mira, escucha bien. Todo lo que tienes que hacer es despertarme. Haces
guardia un ratito. Yo limaré. Cuando esté cortado saldremos los dos.
Lo pensé de nuevo.
—Está bien. No me gusta, Harvey. Pero está bien.
Harvey trabajó en silencio pero sin parar, durante tres, cuatro, cinco noches
más. El rebelde barrote no cedía y el ruido que hacia la lima impedía
trabajar con libertad.
Una mañana Harvey predijo que con una noche más de trabajo estaría listo. —
Pasado mañana —prometió— te invitaré con souvlaki.
—El recluso que tiene un mechón de pelo blanco —gruño— ¿dónde está?
Arief lo arrastró al baño. Frotó algunos barrotes hasta que sacó la masilla que
cubría uno de los extremos. —Los chicos te vieron —dijo—. Sabemos que eres tú y
queremos la lima.
Estuve todo el día con los nervios a cien. Cualquier ruido me hacía saltar.
—Sí, hicieron un buen trabajo conmigo —murmuró entre los labios tumefactos.
—Tenía varios dientes sueltos y torcidos. Sus orejas estaban magulladas. -Me
preocupa mi hernia. Me patearon en los testículos varias veces. Creo que
consiguieron abrirla. Willie, tienes que conseguir que venga el cónsul. Estoy en
un gran problema. Necesito un médico. Estos hijos de puta me van a negar la
reducción por buena conducta y me llevarán a juicio por intento de fuga.
Necesito que venga el cónsul para que presione por la paliza que me dieron.
Tal vez podamos llegar a un acuerdo, no sé. Pero si me quieren cagar, bien, yo
voy a cagarlos a ellos.
—Te pidieron mi nombre, ¿verdad? —Sí, ¿cómo te enteraste?
—Oí que Necdet hablaba con el guardia. Dicen que los chicos vieron a alguien
más en la ventana. Gracias. Harvey.
—Bueno, ¿qué iba a hacer, darles tu nombre? —consiguió sonreír con los
labios hinchados. Hizo un gesto de dolor. Pero por lo menos golpeé a ese
rufián de Arief en la boca antes que se apagaran las luces. ¿Lo has visto?
—No, pero me han dicho que tiene un bulto enorme bajo el ojo.
—Eso es algo. Escucha, Willie, ponte en contacto con el cónsul. Creo que los
turcos van a mandarme a alguna pequeña cárcel perdida. Temo lo que pueda
ocurrir.
—Es cierto.
Dos días después Harvey fue enviado silenciosamente a Adana, la misma cárcel
del sudeste de Turquía donde estaban Robert Hubbard, Jo Ann McDaniel y Kathy
Zenz.
Lenta, lentamente fui reuniendo las lecciones de esos cuatro años. Pensé
mucho en Weber y en Jean-Qaude, los dos extranjeros que habían escapado de
Sagmalcilar. Ellos habían enfrentado el problema directamente, con toda energía.
Ambos habían tenido el cuidado de no confiarse en los otros prisioneros. Habían
planificado bien. En lo que concernía a la administración de la cárcel, ninguno de
los dos se había mostrado interesado en la fuga. Weber había hecho toda una
carrera en la institución. Jean-Qaude había tenido "tuberculosis". Ahora los dos
estaban libres.
Estaba claro que yo debía ser trasladado a otra cárcel si quería intentar la fuga.
Eran muchos los guardias y los presos que sabían que, a pesar del tiempo
transcurrido, no me había acostumbrado a la rutina. Me observaban. Debía
procurarme un nuevo ambiente donde pudiera trazar con calma mis planes.
¿Pero dónde? ¿Cómo?
Entonces llegó la ayuda del propio gobierno turco. Suleiman Demirel consiguió
reunir un gobierno de coalición. Se mostró comprensivo al pedido de los
traficantes. Se los había privado de siete años en la amnistía anterior. Prometió
trabajar en el Parlamento para otorgarles estos siete años extras. En mayo, el
Parlamento turco reunió votos suficientes para aprobar una amnistía adicional de
siete años. Popeye nos abandonó. Sonreía y silbaba ante la perspectiva de una
noche en la ciudad. Ocurriera lo que ocurriese, después de esa noche, decía, no
le importaba. Una vez más la partida de un amigo hizo nacer en mí emociones
ambivalentes. Me alegraba por Popeye, pero estaba triste por mí.
Aquí estoy en la isla de Imrali, escribiéndoles esta carta al aire libre, bajo un
cielo celeste. Me maravilla la naturaleza que me rodea. Altos árboles al viento. El
agua cubierta por espuma blanca. Una bahía en forma de herradura y una
bruma azulada sobre el horizonte lejano, donde el azul oscuro del Mármara se
encuentra con las montañas asiáticas.
Billy
Max dijo que nunca podría escapar de Imrali. En sus cartas, Charles creía que
era posible. Sula bula.
Mientras paseaba la vista sobre las tranquilas aguas del mar de Mármara, supe
que podía. El Mármara es un mar interior que atraviesa la parte noroeste del país
entre el mar Negro y el Egeo. La costa norte es Europa, la del sur es Asia. Imrali
es un arco de tierra que está a unos treinta kilómetros de la costa sur. Una
corriente rápida circula alrededor de la isla y sigue hacia los Dardanelos.
El agua estaba tan calmada esos primeros días que pensé que podría nadar los
treinta kilómetros hasta la costa. ¿Pero entonces qué? Aún estaría en Turquía,
más lejos que nunca de Grecia. Observé con atención el mapa de Turquía. Bursa
era la ciudad más grande entre las cercanas. Desde allí podría tomar un ómnibus
hasta el norte de Estambul. ¿Podría contar aún con Johann para que me sacara
del país?
Cada viernes un ferry procedente del continente llegaba a Imrali. Traía unos
pocos reclusos nuevos o visitantes. A la semana siguiente de mi llegada a la isla el
ferry me trajo a dos visitantes inesperados, que me dieron gran placer. Uno era
Mike Griffith, mi abogado de Long Island y el otro era Joey, que sonreía bajo su
bigote.
El viernes era nuestro día libre, nadie trabajaba. Los presos que tenían visita se
sentaban bajo la sombra de un pequeño jardín. —Nunca he visto tantas moscas—
se quejó Mike mientras las espantaba con ambas manos.
Reí. —Creo que ni las noté. Te olvidas de cosas como ésas— después de vivir con
ellas durante cinco años.
—Tu padre y yo hemos estado conversando, Billy. Los dos sabemos cuál es el
tren que esperas. No queremos que te metas en problemas.
—Billy, ésta es la última parada para cargar combustible antes de seguir viaje. El
traslado está preparado. Si tú nos permites utilizarlos creemos que esos
certificados médicos, los informes psiquiátricos, bastarán para persuadir al
gobierno turco a que autorice el traslado. No queremos que lo eches todo a
perder intentando algo estúpido acá.
—Claro, ¿por qué no? Usa esos papeles. Estoy dispuesto a todo con tal de volver
a mi casa.
Mike se tranquilizó. —¿De modo que tendrás paciencia y esperarás?
—Una lancha Joey, con una lancha será muy fácil. Puedo vagar por la isla todo lo
que desee hasta las diez de la noche.
—Apúrate, Joey. Estamos en julio. Tengo que marcharme antes que haga frío.
Charles me comentó que el mar se pone muy fiero en invierno.
—Uf. Me alegra no haberlo visto cuando estaba sucio. Además, no había papel.
—Ellos no usan papel. — ¿Qué demonios usan? —Los
dedos. Agua y. . .
Volvió el ferry. Era hora de que mis amigos se marcharan. Mike se volvió hacia
mí antes de subir. —Escucha, Bill. Te lo pido por favor. No salgas de esta isla.
Dame una oportunidad. Vas a echar a perder el traslado. Te cargarán diez años
más. Podrían dispararte.
—Mike, ¿por qué hablas de fuga? ¿Crees que no voy a aprovechar este hermoso
pacto?
Baje la voz. —Mike, tú has hecho mucho por mí. De no ser por la mala suerte, ya
habrías conseguido mi traslado hace tiempo. Por favor, sigue esforzándote por mí.
Haz lo que tengas qué hacer. Pero yo voy a hacer lo que tengo qué hacer.
Los otros presos supusieron que me limitaba a esperar que los gobiernos de
Turquía y de los Estados Unidos firmaran un acuerdo sobre armas que allanara el
terreno para mejores relaciones diplomáticas. Esto facilitaría mi traslado y con
esa posibilidad tan próxima no había motivos para que nadie sospechara sobre
mis planes de fuga. Esto era lo que yo quería aparentar. Recordé a Weber y a
Jean-Claude.
Me ofrecí como voluntario para realizar los trabajos más pesados. Durante
todo el día cargaba sacos de cincuenta kilos de habas, que llevaba de la planta a
los camiones que los transportarían. Consumía toda mi energía, pero sentía el
vigor que iban adquiriendo mis músculos, que durante cinco años casi no había
podido utilizar. En las dos horas del mediodía me obligaba a mí mismo a nadar y al
atardecer corría kilómetros por senderos intransitados.
Todos los viernes esperaba con ansiedad el ferry que traía la correspondencia.
Esperaba noticias de Mike y Joey.
Pasaron las semanas. No hubo más que silencio por parte del mundo exterior.
Luego llegó una carta de mis padres. Descubrí las lágrimas entre líneas. Papá me
rogaba que esperase el traslado. Aunque el traslado no llegara, decía papá, debía
conservar mi paciencia. Sólo me quedaban tres años, recordaba, y pronto serían
sólo dos. Luego empezaría la cuenta regresiva desde el último año y estaría libre.
Esos razonamientos los había hecho yo mismo hacía tiempo. Comprendí que
nadie podía saber cómo me sentía, a menos que también hubiese pasado cinco
años de encierro. Le contesté a papá que no me movería antes de estar seguro de
que el carril estaba despejado en todo el recorrido hasta casa.
Pasaron las semanas. Finalmente llegó una tarjeta postal de Joey. Iba a venir a
visitarme el próximo viernes. También había una nota de Mike Griffith. Creía que el
traslado se produciría en cualquier momento. "Quédate quieto", me escribía con
mayúsculas.
—¿Cuánto?
Una mañana me desperté temprano para practicar yoga. Había algo diferente,
cierta frescura en el aire marino. Lo noté de inmediato. El primer indicio del
otoño. Pronto llegarían las tormentas del invierno. Si me demoraba más, quedaría
atrapado por otros seis meses. No podía soportar otro invierno.
Cinco años antes me había metido en ese lío. Durante cinco años esperé que
mi familia, mis amigos, mis abogados me sacaran. Había cumplido veintiocho años.
Tal vez ya fuera la hora de arreglar ya mis propios asuntos.
No sé si ésta será la última carta que te escriba. Espero día a día que se den
ciertos factores climáticos con los que se completará el plan que me he
trazado. Te lo explicaré un poco mejor: como ya lo hemos hablado antes,
existen ciertas ventajas en el hecho de mantener simultáneamente en
movimiento tantos trenes como sea posible. Por el carril del centro, con
velocidad indefinida, va ese tren del traslado. Las circunstancias siempre lo
desvían de su trayecto. Es decir, por dos años ha estado traqueteando. Tal vez
llegue a su destino uno de estos días. Pero ahora está ese tren que he estado
observando aquí, en el carril más alejado y que no puede seguir en movimiento
mucho tiempo sin que el frío del invierno lo bloquee. Y la primavera está
demasiado lejana después de cinco años. Sé que no podrás comprenderlo y con
seguridad no estarás de acuerdo con la lógica de tres seguros contra trece
posibilidades. No creas que no he considerado la angustia de los seres queridos,
heridos por el descarrilamiento. Lo he pensado. Pero tengo que ponerme en
marcha. . . para poder tomar ese tren.
Billy
Fui hasta la ventana y miré a ambos lados para asegurarme que no venía
nadie. Tenía terror de que me sorprendieran con el cuchillo. Tener un arma
era un delito muy grave. Lo había robado en la fábrica de conservas. Era
corto y puntiagudo, del tipo que se usa para pelar fruta, y su mango de madera
estaba deteriorado, apenas sostenido por gastados tornillos. Lo había escondido
debajo de una piedra en la huerta y el día antes lo había llevado a mi cama.
Todas las noches, durante el sueño, tuve conciencia de que debajo del colchón
estaba oculto ese cuchillo prohibido. Al fin lo envolví en papel y lo coloqué en el
bolsillo de mis pantalones. Luego me puse mi sombrero de la buena suerte.
Esperé hasta que oscureció. Luego di un paseo por uno de los senderos. Eso era
normal. Un preso más que salía a gozar de la naturaleza. Mi camino me llevó hacia
los depósitos de pasta de tomate. Miré a mi alrededor, revisé el depósito vacío y
luego entré de un salto.
Esperé sin moverme hasta las 9.45. Esa noche no sería. Salté del depósito y me
apresuré a volver al dormitorio antes del toque de queda. Nadie nos contaba
hasta por la mañana, pero no deseaba correr riesgos.
Observé y esperé toda una semana. Fueron días cálidos seguidos por noches
serenas.
Trabajé menos esa tarde, tratando de ahorrar mi energía para lo que esperaba
que fuese toda una noche remando. A las 5.30 los guardias consideraron
terminada nuestra jornada. La lluvia había cesado, pero el cielo se veía oscuro y
bajo, y el viento era fuerte. Corrí hacia el puerto. El mar estaba agitado. Había
lanchas por todas partes. Fui a prepararme.
Quería esperar hasta después del toque de queda. Entonces podría estar
seguro de que no habría otros presos allí cerca. Me acuclillé y esperé. Nadaría
hasta la lancha pesquera más alejada y desataría el chinchorro. Luego remaría
hacia la costa asiática.
Por fin mi reloj indicó las 10.30. Asomé la cabeza sobre la parte superior
del depósito y escuché. Los ruidos de la tormenta llenaban la noche. Respiré
profundamente un par de veces y elevé una pierna sobre el borde del depósito.
Con rapidez me dejé caer dentro del depósito. Me acurruqué contra la pared.
Un perro ladró en la distancia. Pensé en la torre del guardia y en sus
ametralladoras.
Esperé otros diez minutos mientras escuchaba. Una vez más asomé la cabeza
por encima del depósito y miré a través de la intensa lluvia. Luego levanté una
pierna. Me pareció oír un ruido y volví a dejarme caer adentro, mientras
temblaba de miedo.
Por tercera vez reuní mi coraje. Respiré profundamente varias veces. —Está
bien —me dije—. Vamos.
El terreno que me separaba del puerto estaba cubierto con una mezcla de
piedras rotas y pulpa de tomate podrido y la tierra barrosa estaba llena de
charcos. El fango me fue cubriendo a medida que me arrastraba sobre el vien-
tre. Ahora estaba expuesto a la luz del reflector. Cada vez que pasaba me
hundía todo lo posible en el fango y permanecía inmóvil.
Fui avanzando lentamente. Ahora venía la parte difícil. Los primeros cincuenta
metros de agua estaban frente a la torre de guardia; podía ver a un soldado que
manejaba el reflector y a otro que se paseaba con una ametralladora. Me sentí
agradecido por el ruido del viento y las olas, pero aún así debía tener cuidado.
Me hundí en el agua fría. Por encima de mí, el haz se deslizaba sobre el puerto.
Empecé a alejarme de la costa. El corazón me latía con fuerza porque sabía que
mi fuga, tanto tiempo soñada, había comenzado y ya no me podía volver atrás.
Me la había jugado.
Nadé con lentitud, temeroso de hacer ruido. Las ropas mojadas me pesaban.
Una ola me golpeó en la cara y me hizo tragar agua salada. Reprimí la tos. El
temor de que las balas traspasaran mi espalda me hizo poner tenso.
Cuando ya no podía seguir nadando sin descansar, me detuve y miré hacia atrás.
Las luces del puerto parecían lejanas. Adelante se veían los faroles movedizos cada
uno de los cuales indicaba una lancha pesquera. Nadaría hasta la más apartada.
Me icé sobre un lado del chinchorro. Ese esfuerzo consumió toda la fuerza que
me quedaba. Exhausto, me dejé caer sobre las tablas mojadas del piso. Estuve
tendido así por varios minutos. Temblaba de frío y trataba de normalizar mi
respiración. Luego levanté la cabeza lentamente hasta que pude ver sobre el
costado del bote. Estudié la costa. Esperaba ver una lancha patrullera
buscándome, pero no advertí que luz alguna me siguiese.
Un extremo del chinchorro estaba cubierto, de modo que ofrecía unos noventa
centímetros de refugio. El resto estaba al aire por completo. Busqué los remos en
la oscuridad y los encontré. Eran gruesos y pesados. De pronto se oyó el ruido
de una ventana que se abría sobre mi cabeza. Me quedé seco. Más arriba de el
lugar donde yo estaba, un pescador turco se aclaró la garganta y escupió al agua.
Mi corazón se detuvo.
Resultaba duro remar. El mar picado me hacía sacudir. A menudo los remos no
conseguían morder el agua. Debía cambiar mi posición con rapidez para evitar ser
despedido del asiento mojado. Trabé mis pies en el fondo del chinchorro y
después de varios minutos conseguí bogar con ritmo.
Mis músculos estaban fortalecidos con los ejercicios de yoga y mi trabajo con las
bolsas. Remaba con ahínco. Lentamente desapareció de la vista el extremo de la
isla.
Observé las luces del puerto. Se reducían a un grupito en la oscuridad de la
noche.
Debía seguir una ruta en línea con las luces y el borde de la isla. Si perdía de
vista las luces, eso significaba que me había apartado. Luché contra el viento
para mantener el bote en línea.
Pero era una extraña clase de temor. Podía morir ahí, en el mar abierto, pero
al menos moriría libre. Sólo la palabra me daba nuevas fuerzas. ¡Libre! ¡Era libre!
Las luces de Imrali se habían desvanecido a mis espaldas. Por primera vez en cinco
largos años me hallaba más allá de los límites de la prisión. Mi corazón dio un
brinco. ¡Era libre! Todo lo que necesitaba era seguir vivo. Terminar esa travesía
en bote y apoyar mis pies en tierra firme.
"Si me apresan. . .
Me castigarán. . .
Me matarán. . .
Si lo logro. . .
Soy libre. . .
Soy libre. . .
Soy libre. . ."
Había esperado cinco años ese momento. No iba a ceder ahora. ¡De ninguna
manera!
Pasaron las horas en una espera, oscura y húmeda. Me dolía la mano derecha
donde, hacía tiempo, Hamid me había golpeado con la vara de falaka. Más tarde
me dio un calambre. Tenía llagada la piel de ambas manos y el agua salada me
hacía estremecer de dolor.
Dejé de remar y coloqué con cuidado los remos dentro del chinchorro. Los dedos
de mi mano derecha no respondían. Debí separarlos del remo con la mano
izquierda. Tomé mi pañuelo empapado y lo envolví alrededor de ella. Apreté el
nudo con los dientes.
Otra vez a bogar. Lo hice con firme determinación. Todo lo que importaba era
seguir adelante, mantener el ritmo. Mi cuerpo ya no se quejó más, había superado
el dolor. Gozaba con el movimiento. Era libre.
Las luces estaban más cerca. Lo lograría. Hasta el mar empezó a colaborar. La
tormenta parecía amainar. Un primer asomo de luz azulada tiño el cielo hacia el
este. Otra hora.
El remo rozó algo. Luego el fondo del chinchorro tocó arena. Una pequeña ola
elevó el bote y lo hizo avanzar unos pocos centímetros más hasta que volvió a
dejarlo caer. Me incliné hacia un lado y descubrí que habría unos treinta
centímetros de agua. Corrí a la playa y me arrodillé.
Pero aún estaba en Turquía.
Mi próximo objetivo era la ciudad de Bursa. Sabía por el mapa que estaba
cerca de la costa, hacia el noroeste. Tenía unos 250.000 habitantes. Podía
ocultarme allí. Desde Bursa podría viajar a Estambul. Luego, Johann. El me
escondería por un par de semanas hasta que cesara la búsqueda.
¡La búsqueda! El sol que salía me recordó que los pescadores pronto se
levantarían. Uno de ellos, cuando abriera la ventana para hacer una gárgara
matinal, vería que faltaba su chinchorro. Les llevaría poco tiempo ir con el cuento
a los guardias de la prisión. Debía actuar con rapidez.
Seguí corriendo. Debía estar cansado. Tenía hambre, pero mis piernas no se
cansaban. Cada paso me alejaba más de la cárcel. ¿Cuánto tiempo me quedaba?
¿Cuándo encontrarían el chinchorro?
Corrí y corrí. La costa seguía siendo salvaje y desierta. El sol secó mis ropas. Mi
rostro y mis brazos estaban cubiertos de sal. La boca me ardía.
Volví a meterme entre las rocas. Regresé por donde había andado y continué por
tierra, al amparo de los bosques. Caminé haciendo un amplio círculo para eludir
la base militar.
Otra hora de marcha. Sabía que debía tener cuidado. Con seguridad ya se
habría dado la alarma. ¿Por qué no me había afeitado mi rubio bigote antes de
marcharme? Debí haber traído betún o alguna otra cosa para cambiar el color de
mi pelo.
—Estaba en la playa con unos amigos. Teníamos un jeep. Bebí mucho rafea
anoche y me perdí. Ahora necesito llegar a Bursa. —Con el extremo de su pipa me
señaló un angosto camino que llegaba hasta donde se hallaba un viejo ómnibus
Volkswagen.
—Bursa —indicó.
Pagué. Pasé entre los campesinos y me senté en un asiento que estaba contra
la ventanilla. Bajé aún más mi sombrero y traté de mantener una mano sobre mi
bigote.
El ómnibus se traqueteó por la costa fangosa y trepó por las rutas de montaña
que subían a Bursa. El viejo chofer giraba en las curvas a gran velocidad. Hacía
años que yo no viajaba en un vehículo abierto y estaba un poco asustado.
—Pensé. "Qué ridículo sería morir aquí, ahora, cuando por fin soy libre". Pero no
podía hacer nada. Además el chofer debía conocer la ruta.
Por fin apareció a la vista Bursa. Era la ciudad más grande de la costa. Sus
calles eran sofocantes, secas y polvorientas. Se veían destartalados edificios de la
antigua arquitectura turca, con algún ocasional edificio de oficinas de estilo
occidental, pero también en malas condiciones. Observé mi reloj: las nueve y
treinta. Ya debían haber notado que faltaba. No me había presentado a trabajar.
Llegó el ómnibus. Una vez más tuve que pasar junto a los policías. Ellos
parecieron ignorarme. Subí y elegí un asiento junto al pasillo. Mi corazón latía
con fuerza. Por favor, que llegue a Estambul.
Esperé que el ómnibus se pusiera en marcha. Pensé que nunca lo haría pero
por fin arrancó. Salió de la estación y enfiló por la ruta que rodea el borde este
del mar de Mármara hasta Uskudar. Empecé a respirar de nuevo.
Era casi mediodía. Estaba frenético. Sin duda, ya la policía turca debía estar
buscándome. Sólo podía aspirar a confundirme con los otros turistas que
llenaban la estación terminal de Estambul.
Descendí del ómnibus y mantuve los ojos fijos en el suelo. Me coloqué en el
centro de un grupo de personas y caminé con ellas hacia la calle. Sólo cuando
estuve a cierta distancia me detuve a mirar hacia la estación. Había dos
policías frente a la puerta principal. No advertí signo alguno de alarma.
Ahora tenía que ir al hotel de Johann. Casi había llegado al final. Encontré
un taxi y le di al chofer el nombre del hotel. Fuimos por calles secundarias
hasta que llegamos a una puerta. Sin duda no era el Hilton.
Caminé por las calles durante media hora antes de recordar que debía
ocultarme. Entré a una farmacia y compré un tubo de tintura negra para cabello.
Me encontraba en el barrio de los prostíbulos. Del otro lado de la calle había un
hotel miserable. Entré.
Tenía que subir dos tramos de una escalera desvencijada para llegar a la
habitación. Era el paraíso de las cucarachas. Saqué el tubo de tintura del bolsillo.
Era una pasta viscosa, según las instrucciones, había que mezclarla con cuatro
bolitas blancas que olían a amoníaco y luego esparcir una pequeña cantidad sobre
la parte interior de la muñeca. Se suponía que debía esperar veinticuatro horas
para ver si producía alguna reacción alérgica. No tenía tiempo para eso.
Con un trozo de algodón pasé la pasta sobre mi cabello y mi bigote. Las manos
me temblaban de debilidad. Una y otra vez me manché la cara. Retrocedí y me
estudié en el espejo. El pelo parecía extraño pero pasable para Estambul. El
bigote, en cambio, se veía como una negra masa pegada al labio superior. Había
que eliminarlo.
Muy nervioso, salí del hotel y volví a la calle llena de gente. Encontré una tienda
y compré una maquinita y una hoja de afeitar.
Me tiré en la cama y respiré con esfuerzo. El sueño me venció, pero por poco
tiempo. Cada pisada en las escaleras, cada ruido sospechoso de la calle, me
hacían despertar aterrorizado. Miré por la ventana posterior. Había otras
escaleras desvencijadas que llevaban a un angosto callejón. Peligroso pero posible.
Volví a acostarme y después de un buen rato me dormí de nuevo.
Por la mañana estudié mis mapas con gran atención. Traté de recordar las
innumerables charlas sobre fugas de la cárcel. La ruta más importante que salía
del oeste de Estambul llevaba a Edirne. No me convenía. Era el principal cruce de
fronteras y estaba muy vigilada. No tenía pasaporte y con seguridad los guardias
aduaneros ya tendrían mi descripción.
Hacia el sur de Edirne estaba Uzun Kopru. Una posibilidad. Max siempre hablaba
del campo de esa zona. En ciertos lugares era desértico y salvaje. El río Maritas
descendía de las montañas de Bulgaria y formaba el límite entre Turquía y Grecia.
Estaba vigilado, pero no tanto como Edirne.
Otra posibilidad era el tren que iba de Edirne a Uzun Kopru. El que cruzaba el
río y por un tramo circulaba dentro de Grecia. Pero probablemente no me
alcanzaría el dinero para el pasaje. Además, la estación de tren era demasiado
peligrosa. Por otra parte, ¿cómo sabría dónde debía saltar del tren?
Decidí tomar un ómnibus hasta Uzun Kopru. Desde allí encontraría alguna
manera de cruzar la frontera.
Mi hotel estaba situado en una colina empinada, cerca del puerto. Del otro lado
del puente Galate, más allá del Cuerno de Oro, había una estación de tranvías.
Supuse que desde allí podría llegar a la estación de ómnibus de las afueras de la
ciudad de Estambul.
Eran casi las siete de una mañana clara y brillante. Las calles estaban demasiado
concurridas para esa hora. Compré un periódico y me filtré, entre un grupo de
gente que atravesaba el puente. Mi ropa estaba sucia. Tenía los ojos enrojecidos.
Mi pelo era negro. La piel del labio superior estaba roja e irritada donde me había
intentado quitar la tintura. Sabía que olía a transpiración y a mar. Por primera
vez en cinco años debí haber parecido un verdadero turco. Esperaba que así
fuera.
Caminé por entre los grupos y volví a la estación. Me encontré al final de una
gran fila de personas que esperaba turno para comprar sus pasajes. Cuando
llegué a la ventanilla, el hombre me informó que el ómnibus a Uzun Kopru
estaba completo.
Sobre la línea del horizonte había oscuras nubes de tormenta. Deseaba que
continuaran. No sabía qué me esperaba en la frontera, pero suponía que una
tormenta podía ayudarme, como había ocurrido antes.
El ómnibus llegó a Edirne hacia el medio día. Era una aldea que había crecido,
atestada de gente, sucia. Decidí esperar hasta la tarde para ir hacia el sur.
Intentaría cruzar la frontera por la noche. Entretanto me perdería entre la
multitud de gente que estaba de fiesta.
Caminé por calles en las que abundaban los policías, quienes charlaban y reían.
Bebí té y compré fruta en un bazar cubierto. En circunstancias distintas, me
habría divertido. Max me había hablado mucho de Edirne. Hacía mucho tiempo,
cuando pertenecía a los griegos, se había llamado Adrianópolis. Cómo deseé que
todavía perteneciera a los griegos. Desde algunos lugares de la ciudad alcancé a
divisar ciertas elevaciones lejanas que con seguridad pertenecerían a Grecia. La
libertad estaba a la vista. Sólo tenía que llegar allá.
Por todas partes había soldados y policías. No podía hacer otra cosa que seguir
andando, con la esperanza de que mi pelo negro y mi suerte me protegieran.
Una vez avanzada la tarde me dispuse a actuar. Caminé con cuidado por el bazar
y busqué un chofer de taxi que pareciera confiable. Encontré uno joven, de pelo
largo.
—Mis amigos están acampando —le mentí—. Están al sur de la ciudad. Tenía
que encontrarme acá con ellos esta mañana, pero parece que nos hemos
perdido entre tanta gente. ¿Me puede llevar allá?
Era demasiado dinero para ese viaje, pero me quedaban cien liras y no era
el momento de regatear. —Bien.
Salimos de la ciudad por una ruta de tierra polvorienta.
—¿Dónde aprendió a hablar turco? —me preguntó.
De manera que mi disfraz no lo había engañado.
—Estuve veinte meses en una cárcel de Estambul.
-¿Hash?
-Sí.
—¿Quiere comprar un poco? ¿Barato?
¡Oh, no! Así había empezado todo. Si había algo que no necesitaba, era
hashish.
Para mi gran sorpresa, tres policías se acercaron al coche con paso lento.
Llevaban el cuello de la camisa abierto y en la mano sostenían vasos de
cerveza. Uno de ellos de apoyó en la ventanilla abierta, junto a mi cabeza. Al-
canzaba a percibir el olor a cerveza de su aliento.
No respiré.
—¿Noldu? —preguntó el policía al chofer.
—¿Han visto a unos turistas en un camión?
Seguimos viaje.
Murmuró algo entre dientes, pero puso el automóvil en movimiento. Pronto nos
encontramos en medio de un campo. El chofer detuvo el coche.
—Déjeme dar una ojeada. —Salí del taxi y trepé a la deteriorada cubierta del
motor. Miré a la izquierda, al sol que se ponía. Necesitaba orientarme. El horizonte
estaba cubierto de lomas ondulantes y bosques. Muy cerca debía estar el río.
A mi izquierda había visto una colina más alta que las otras. Esa sería mi
primera meta. En los campos que se extendían a mi derecha podía ver ovejas y a
un par de pastores que conducían al rebaño de regreso al pueblo. Las
campanitas repicaban con ritmo suave y perezoso. El sonido se desplazaba con
facilidad en el claro crepúsculo de otoño. Tendría que tratar de no hacer ruido.
La oscuridad se hizo total. Sobre la gran colina vi unas luces que se movían en
una y otra dirección. ¡Guardias de frontera!
Salí de mi escondite. El suelo era muy rocoso. Resultaba difícil moverse con
rapidez. Fui caminando con cuidado. Me detenía a cada momento para escuchar.
Una media hora después me detuve. La marcha resultaba muy lenta. Había
cubierto. . . no sé cuánto. . . pero no mucho. Pensé que haría menos ruido si
andaba descalzo. Me senté al pie de un árbol nudoso y me quité las zapatillas y los
calcetines. Cavé un pozo poco profundo y las enterré. Si los guardias utilizaban
perros, no deseaba dejar huellas.
Fui trepando lentamente de costado por la ladera de la gran colina. Como los
alpinistas, probé mi equilibrio antes de apoyar mi peso. Aunque era lento,
resultaba agotador. Pronto mi cuerpo estuvo bañado en sudor. Temblé cuando el
aire de la noche se tornó frío. A cada momento me detenía a escuchar.
Ahora veía desde más cerca las luces de las linternas en la cresta de la colina.
Las observé pero no descubrí ningún movimiento regular. A veces los guardias las
apagaban y caminaban en la oscuridad. Después volvían a encenderlas. Me
pregunté si todo eso era normal o sería que habían reforzado la vigilancia.
Cantaban una canción turca. Sus voces eran profundas y lentas. Estaban con
espíritu festivo. Siguieron hasta la cima de la colina. Esperé hasta que las ranas
volvieron a croar.
A través de la oscuridad que producían las ramas de los árboles, divisé un poco
de luz; era el reflejo de un metal. ¿Qué era eso? Con cuidado aparté las ramas.
¡Dios mío! Ahí estaba, grueso y largo, el cañón de un tanque. Parecía un animal
hambriento agazapado en las sombras.
Luego vi otros. Pero todos estaban silenciosos, sin hombres. Estaban camuflados
con redes entre los bosques y apuntaban hacia Grecia. No era ahí donde yo
deseaba estar. Donde hay tanques tiene que haber soldados. De puntillas una vez
más, seguí con cuidado a través del bosque. Ahora torcí a la izquierda para
alejarme de los tanques. El bosque se hizo más denso. Hasta la luz del cielo había
desaparecido. Una rama me golpeó el rostro. Mantuve una mano frente a la cara
para protegerme.
Caminé hasta el pie de la colina. Por último el bosque se volvió menos denso.
El suelo se tornó húmedo. Después de cada paso me detenía a escuchar. ¿Voces?
¿Movimiento? No podía estar seguro. Pero debía hacerlo ahora. Estaba tan cerca.
Luego oí. . . ¿Podía ser? . . . Sí. El suave gorgoteo del agua. Entré en un pantano.
De pronto los arbustos desaparecieron y frente a mí vi pasar con ímpetu las aguas
de lo que estaba seguro que debía ser el río Maritas. Me senté a la orilla para
descansar un momento antes de empezar a nadar. La corriente parecía fuerte. Me
dolían los pies. En la oscuridad traté de quitarme las espinas que me molestaban.
Las copas de los árboles impedían ver el cielo. Todavía con mucha cautela
avancé otros diez metros entre los árboles y encontré más agua. ¿Qué era eso?
A la luz débil pude ver que el agua se extendía por varios cientos de metros.
Entonces comprendí que había cruzado una pequeña isla. Aún no estaba en
Grecia.
La libertad estaba demasiado cerca para descansar. Me zambullí. El río aquí era
más profundo y la corriente más fuerte. Nadé con gran energía. La corriente me
arrastraba. Luché frenéticamente para mantener mi rumbo.
Nadé con toda la fuerza de mis brazos y piernas para atravesar la corriente, sin
siquiera tener idea de cuánto estaba avanzando. Me preguntaba si estaría en
movimiento o si el río me tendría atrapado. De pronto una de mis rodillas golpeó
contra una roca. El lecho. Me incorporé y me abracé a mí mismo para hacer
frente a la atracción del agua. Miré hacia atrás. La isla había desaparecido. El río
me había desviado bastante hacia el sur. No tenía idea de donde estaría la
frontera.
Estuve tendido en la ribera por varios minutos. No sé cuánto tiempo. Tal vez
me desmayé. De repente me senté, comprendiendo que aún no era libre. Tal vez
estuviese en Grecia, tal vez no. Pero esa frontera era un peligro. No quería que me
apresara ningún soldado. Debía seguir marchando. Hacia la izquierda.
Más bosques. Ahora caminaba dormido. Eran tres días completos sin dormir
con la sola excepción de una noche de sueño intermitente en el hotel de
Estambul. Tenía hambre, frío, estaba mojado, confuso. Los bosques se tornaron
más densos. En mis pies descalzos se clavaban ramitas. Luego los árboles se
convirtieron en campos cultivados. Mi lastimada mano derecha latía. Mi corazón se
sobresaltaba ante cientos de ruidos, no sabía si reales o imaginados.
A mis espaldas, el cielo mostraba hacia el este débiles señales del amanecer. Di
con un camino de tierra. Distinguía apenas una casa, oscura contra el fondo negro
de los árboles. De repente salieron perros que me ladraban. Avancé rápidamente
por el camino hasta que los perros dejaron de seguirme.
Debía abandonar ese camino, reflexioné. Era peligroso. Pero la tierra suave era
un placer para mis castigados pies. Un poquito más, después volvería al campo
abierto.
Frente a mí había una línea de árboles oscuros, a cada lado del camino. Mis
pies marcharon hacia ellos. ¿Qué era eso que estaba en las sombras? Parecía un
retrete. ¿Estaría tan agotado como para ver visiones?
16 de octubre de 1975
Querido Mike:
Fue una triste ironía que su buena carta de octubre acerca de los progresos
en su intento por lograr que Billy fuera trasladado a una cárcel norteamericana,
me llegara casi al mismo tiempo que la noticia de que Bill había escapado. Se
puede imaginar nuestros sentimientos cuando por fin habíamos comenzado a
ver un rayo de luz en el extremo del túnel.
Ahora todo lo que podemos hacer es tener esperanzas y rezar porque él
esté bien. Si tenemos alguna información se la comunicaremos a usted y a la
familia Hayes de inmediato, y sabemos que usted hará otro tanto con nosotros.
Atentos saludos.
William B. Macomber
Tenía un techo alto y sólo la rodeaban las tan familiares paredes de cemento.
En realidad había sólo dos diferencias: estaba limpia y era griega. Debía serlo; no
entendía una sola de las palabras que decían los soldados. De modo que no
podían ser turcos.
Después de varias horas vino un guardia, me vendó los ojos y me llevó a otro
edificio. Me quitaron la venda. Estaba en una salita en la que había una mesa,
dos sillas y un hombre en traje de calle.
Pasaron los días. Por las tardes me paseaba por la celda. El individuo que me
había interrogado me facilitaba libros en inglés. Leí a Herodoto. Varios libros de
Nikos Kazantzakis, que era el autor favorito del funcionario.
Todos los días el funcionario pasaba largas horas conmigo. Quería información
sobre Sagmalcilar e Imrali. ¿Cómo eran las bases militares? ¿Cuál era el color de
los uniformes? ¿Cómo era la insignia? Y los tanques de la frontera. Los describí
una y otra vez. £1 registraba hasta el mínimo detalle. Insistió para que intentara
describir la visión que había tenido desde el oscuro bosque. Me mostró mapas
grandes y detallados del lado turco de la frontera. Le indiqué dónde había
cruzado.
Es un hombre muy afortunado, William. —Lo sé.
—Se le va a deportar. —Sonrió. —Se supone que es una mala influencia para la
juventud de Grecia. —Luego me estrechó la mano y de me deseó suerte.
Agradecía a los antiguos dioses de las montañas y a los dioses del infinito
cielo azul. Dulce Jesús, seré tu amigo.
Jim venía con los brazos cargados. Traía una caja de pollo frito, unas
manzanas, unos bollos de avena y varias latas de budín. También había
ejemplares del "International Herald Tribune", unas revistas "Time" y un
ejemplar de "Hurriyet", uno de los periódicos turcos. Allí en la primera página,
había un ridículo dibujo a todo color que me representaba. El dibujante me
retrató como un fiero hombre musculoso y de pecho descubierto que cortaba
la cuerda de un chinchorro con un largo cuchillo. Era algo típico del periodismo
turco. Jim también me dio una chaqueta gruesa, calcetines y un par de
zapatillas viejas. Eran sus propias ropas. Me informó que ya se había comunica-
do con el departamento de Estado. Ellos informarían a mis padres. ¡Gracias a
Dios! Sabía lo duro que habían sido para ellos los últimos cinco años. Las dos
últimas semanas debieron ser las peores.
Pasaron dos días. Estaba solo en la celda. No parecía haber otro recluso.
Algunos de los policías griegos hablaban turco y conversábamos en ese idioma.
Cuando les conté mi historia completa, todos se hicieron amigos míos. Todo el
que fuera enemigo de los turcos era amigo de los griegos.
— ¡Mamá!
—Billy, qué bueno es escuchar tu voz. Estuvimos tan preocupados por ti.
—Ya puedes tranquilizarte, mamá. Todo ha terminado. —Oh, Billy, me siento
tan feliz que no puedo hablar.
Reí. —No es necesario que hables, mamá. Te siento muy cerca a pesar de
la distancia. Te extrañé mucho.
—¿Cuándo llegas?
—Lo antes posible. Debo asearme primero. Y dormir. Estoy realmente sucio
y cansado.
¿Quieres llamar a Lilly para avisarle que estoy bien? Te veo pronto.
—Muy bien. Aquí está tu padre que quiere hablarte. Te quiero mucho.
—William Hayes, —me llamó una suave voz por el altavoz—. Llamada telefónica.
William Hayes. Llamada telefónica.
Pero una noche más significaba una noche más en la cárcel. No, no podía
soportarlo después de cinco años. Me sentía lleno de ímpetu y no deseaba
perderlo.
—¿Tengo que quedarme?
—Supongo que si no pasas por la aduana de Francfort no tendrás problemas.
—Bien, tendré cuidado.
Fui al bar. Había gente que reía y bebía cerveza. Del tocadiscos automático
surgían acentos de un saxofón. También la música había cambiado mucho. Una
bonita joven me trajo una cerveza. ¡Ah, la vida! Tan dulce. Fui al restaurante del
hotel y comí dos helados de frutilla.
Me dormí apaciblemente.
Hacia las tres de la mañana desperté de pronto. Me reía con fuerza.
EPILOGO
Harvey Bell, Robert Hubbard, Kathy Zenz y Jo Ann McDaniel están todavía
en la cárcel de Adana, Turquía.
Billy Hayes
5 de agosto de 1976