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El exiliado del cielo

Es Vicente Huidobro quien oficia de enlace entre la vanguardia europea y la chilena. Aún no ha
sido pesquisado con suficiencia su interés por la teosofía o la alquimia, interés que queda de
manifiesto en su libro inclasificable “Cagliostro” (1934) y en su poema “Altazor” (escrito en 1919
y editado en Madrid en 1931). En este último el hablante sigue un itinerario ascendente, en clara
analogía con el mito luciferino del acceso al conocimiento por la vía escatológica, mito en el que
interviene el dogma hinduista de la serpiente Kundalini. Ésta duerme en la base de la columna
vertebral y sube a su través durante el clímax erótico, propiciando una expansión de la
conciencia. La filosofía gnóstica ha hecho una lectura del Génesis desde la óptica de la magia
sexual. El Árbol es la espina dorsal y el conocimiento es el premio otorgado por el consumo de la
manzana, que equivale a la energía sexual (el Ka de los egipcios), cuyo elixir es privativo. La caída
será el ejercicio culposo de ese conocimiento conquistado. Altazor es una negación de “la caída”.
Es de hecho un “viaje en paracaídas”. Se ambiciona el saber total otorgado por la serpiente, pero
sin pérdida de las facultades omnicomprensivas (paradisíacas) anteriores al castigo. No otra cosa
es el Fausto: reversión de la decadencia física dada por la vejez, sin pérdida de la experiencia y la
sabiduría. Estas son las coordenadas inconfundibles del “ángel expatriado de la locura” de
Huidobro. Este “nacido a los 33 años” va cayendo pese a su atuendo antigravitacional, pero se
enreda en una “estrella apagada”, cuya luz seguía en órbita. Asido de esta estela errante revierte
su caída cuando encuentra a “la Virgen sentada en una rosa”. La rosa en la iconografía cristiana
esotérica es el fruto del contacto entre los dos maderos de la cruz. Por eso el hablante de Altazor
dirá que “los cuatro puntos cardinales son tres: el sur y el norte”. La cruz es la colisión entre el
mundo visible y el invisible. Es el “caer desde el cenit al nadir”, cuando “dejamos el aire
manchado de sangre”. Esta filiación rosacruciana de la Virgen que encuentra Altazor está sujeta
a lo que Baudelaire llama la “paradoja” y O. Paz distingue como “ironía” propia del romanticismo.
La rosa es dadora de sabiduría y los inspirados buscadores fueron vistos como abejas, según el
célebre grabado de Robert Fludd aparecido en “Summum Bonum” en 1626. Altazor juzga “triste”
esta vocación: “más triste que la rosa y las abejas sin experiencia”. Por ello la virgen huidobriana
no es convencional. Veamos: en la tercera jornada de Las Bodas Químicas (Valentín Andreas –
presuntamente-, Strasburg, sig.1616) la Virgen plantea a Rosenkreutz el dilema de Su nombre.
La única pista que entrega es que “la cifra de mi nombre es 55 y comporta 8 letras”. De acuerdo
a un esquema numérico ideado por Leibniz (1648) especialmente para el caso, se obtiene que el
nombre de la Virgen es ALQUIMIA. Símbolo proverbial de ella es el árbol. Altazor pide de
manera insistente “silencio pues la tierra va a dar a luz un árbol”. La analogía alquímica es
pertinente, en la medida en que el laboratorio entendido como templo es emblema del cuerpo
del oficiante. De nuevo la fórmula luciférico-cerebral: “Tengo cartas secretas en la caja del cráneo
/ Tengo un carbón doliente en el fondo del pecho / Y conduzco mi pecho a la boca / Y la boca a
la puerta del sueño.” Por medio de esta persignación ritual Altazor conduce el carbunclo místico
desde el pecho hasta su frente, que es donde se oculta el estigma del Ángel exiliado (Ex – coelis,
expulsado del cielo). Cuando “la tierra acaba de alumbrar un árbol” adviene de nuevo la rosa, la
virgen, el eterno femenino. Es el canto II, exaltado de admiración al principio femenino (Mujer,
el mundo está amueblado por tus ojos / se hace más alto el cielo en tu presencia). En el Canto V
el árbol alquímico anuncia el éxtasis propio de los últimos estadios del opus místico: “Cada árbol
termina en un pájaro extasiado / y todo queda adentro de la elipse cerrada de sus cantos.” Con
análoga imagen dice el Theatrum Chemicum (sig. XVII): “Planta este árbol en la piedra para que
los pájaros del cielo lo habiten y se reproduzcan sobre sus ramas, pues de ellos se eleva la
sabiduría”. Los árboles oraculares son frecuentes en la imaginería medieval. Como las abejas en
la rosa, en ellos los pájaros recogen el conocimiento, quedando perturbados por su impacto, en
estado de shoc. Es la “lengua de los pájaros" o alfabeto enochiano, formulado por el alquimista
John Dee (Inglaterra, sig XVI). Fulcanelli, alquimista contemporáneo, siguiendo una convención
consuetudinaria del ocultismo, vincula ésta con la lengua adámica, cuya involución alcanza su
clímax en la catástrofe lingüística de Babilonia. Ella está en la base de la utópica gramática
universal, tan buscada por el citado matemático Leibniz, Roger Bacon y otros, la cual alcanza
expresión en el fallido intento de Lázaro Zamenhof al crear el Esperanto (1887), el cual es tema
de conversación habitual entre la intelectualidad de principios del siglo XX, durante la época de
composición de Altazor. Sobre esta lengua internacional a la vez que “de pájaros”, dice Fulcanelli
que habrá de ser la verdadera lengua de la diplomacia, la cual “incluye una doble significación,
correspondiente a una doble ciencia, la una aparente y la otra profunda (diplomacia: del griego
diple, doble y mate, ciencia.)”. Es también una apelación al lenguaje perdido u original. Es la
glosolabia que sucede a la iluminación de los últimos pasos del opus alquímico: el canto VII de
Altazor, escrito en base a interjecciones.

La planta maldita y sus epígonos

Huidobro influye de manera ostensible en los poetas del grupo Mandrágora: Teófilo Cid (“Oh,
noche. Tú que tienes el valor del día / y escondes en tu índole un sol nuevo / Porque en ti las
bocas son nidos / y las palabras aves que pronuncian tu mensaje”); Braulio Arenas (“Un aro iris
pleno, tenso / con todos los colores hasta el blanco y el negro, / con toda la vigencia de la rosa”);
Enrique Gómez Correa (“Miradme soy increíble como la noche / Tal vez porque a mi cerebro /
Han descendido hienas en larvas”) y un multiartista adolescente que se convertirá en leyenda,
en parte por su indiscutible talento, en parte por su suicidio a los 20 años, Jorge Cáceres (“Bajo
la tela negra / tú ibas hacia las olas / caminando en la punta de los dedos”). Estos se proclaman
surrealistas. Su estética no obstante, más que ejercer el automatismo (pese a que inicialmente lo
proclamaron) parece fundarse en lo que Lezama Lima llama “vivencia oblicua”, concepto que
expresa las relaciones insólitas, acausales entre elementos que se provocan mutuamente por
medio de asociaciones libres. Los cofrades chilenos toman por blasón una planta de largo
historial herético. Es alucinógeno de uso frecuente en ceremonias rituales desde tiempos
remotos (se le cita ya en el Cantar de los Cantares). Tiene un don: crece a los pies del patíbulo,
con el semen de los ahorcados. El epígono más persistente de este legado es Gómez Correa.
Propone una poesía “negra”, en oposición al carácter diurno de la poesía apolínea cultivada por
los llamados “poetas de la claridad” (1), haciendo trinchera con la Noche total tratada por
Novalis; la noche como reino del misterio y las visiones mediúmnicas. Pero nuestro “poeta
negro”, luego de un largo periplo de bibliografía críptica, parece retroceder ante el espanto. En
Los Pordioseros (1994) dice: “Entonces trabé conocimiento del mal / Supe que se parecía a un
extraño fluido / Del cual emanaba una terrible fuerza / Capaz de movilizar y transformarlo todo
/ Sin embargo no sé qué mano / Impidió que me resguardara bajo sus alas.” Pero probablemente
quien más proyección dará a los conceptos primigenios del clan de la planta maldita será un
apóstata de ella, Gonzalo Rojas, quien pasa fugazmente por el surrealismo criollo. En sus poemas
de juventud lo deja patente: “Eres la solución del sistema solar / la incógnita resuelta de las
ondulaciones / que establecen en la tierra y el mar el equilibrio / la madre de los sueños, donde
empieza / toda sabiduría”; (Noche, 1940). La atmósfera está forjada en los ámbitos de la
nostalgia primordial, la raíz de los mitos, su impacto in illo tempore. ¿Cuál es el supuesto de este
axioma psicológico? Algunos datos: Si las épocas glaciares son cíclicas, con una duración
indeterminada (de cientos de miles de años) y las épocas interglaciares duran entre 30.000 y
50.000 años, es posible que humanidades sucesivas recorran la evolución desde el punto más
bajo hasta su más alto desarrollo y consiguiente ocaso. Un atisbo de estos ciclos alimenta las
imágenes arquetípicas que duermen en el inconsciente. Gonzalo Rojas dice: “Estoy creado en
fósforo. La luz está conmigo. / La materia es mi madre. / Soy el pájaro ardiente de negra
mordedura / que hace su nido en el pezón de la virgen / por donde sale la materia / como una
vía láctea / a iluminarme el movimiento de la oscura / mancha solar del solo pensamiento. //
(...) De esos pechos jugados, como naipes marcados / y vueltos a jugar hasta el delirio / me
alimento, me harto, y en ellos me conozco / cómo era antes de ser, cómo era mi agonía / antes
de perecer en el diluvio”; (La Materia es mi Madre, 1945). Es un poema levemente retórico,
atiborrado de imágenes alquímicas. La alquimia, como se sabe, es un correlato entre la
transmutación de los metales y la “reforma interior”. Sus estadios son: putrefacción-
recogimiento – disolución-sublimación – purificación-resurrección. A estos binomios
corresponden Nigredo, Albedo y Rubedo. Estos tres niveles tienen asociadas otras figuras
heráldicas: un bestiario, una escala mineral y una escala cromática. Rojas tiene su propia versión
del asunto: “Entre la Biblia de Jerusalem y estas moscas que ahora andan ahí volando / prefiero
estas moscas. Por tres razones las prefiero: / 1) porque son pútridas y blancas con los ojos azules
y lo procrean todo en el aire como riendo, 2) por / eso velocísimo de su circunstancia que ya lo
sabe todo desde mucho antes del Génesis, 3) por /además leer al mundo como hay que leerlo: de
la putrefacción a la ilusión”; (Daimon del Domingo). Esta certeza le enfrenta a su trato
permanente con aquello que Rudolf Otto sindica como el “estupor frente a lo sublime” bajo el
concepto de “lo numinoso”, arista esencial en la poesía de Gonzalo Rojas, la cual se enuncia desde
una matriz pitagórica, esto es, la idea de un código totalizante basado en correspondencias
numérico musicales, condiciones que sustentan su estética sobre el (ab)uso del ritmo, las
virtudes métricas del idioma, el encabalgamiento, la sinalefa, etcétera: “Al mundo lo nombramos
en ejercicio de diamante / uva a uva de su racimo, lo besamos / soplando el número de origen, /
no hay azar / sino navegación y número, carácter / y número, red en el abismo de las cosas / y
número”; ( Numinoso).

Atisbos de “alquimia proletaria”.

El interés por la alquimia también deja su huella en un poeta que habitualmente es visto sólo
desde la óptica de la “épica social”. Pablo de Rokha se ciñe a una cosmovisión claramente
cristiana, pese a su ateísmo declarado. No es raro. El marxismo militante suplanta la idea de
paraíso y salvación por la fe, con la idea mesiánica de sacrificio revolucionario y sociedad sin
clases o paraíso en la tierra. El comunismo y el cristianismo comparten su origen y cosmovisión
en lo que Nietzsche identifica como genealogía de la moral occidental: el judaísmo. En De Rokha
se filtra ese híbrido teológico contenido en la analogía misticismo alquímico-misticismo crístico.
En su poema Jesucristo (1933) dice: “Andando en penumbra, telaraña del infinito, agonía del
infinito, cuerpo muerto, ardiendo, pujando, hirviendo, cuerpo muerto, florecía helados espantos
amargos, soles de hombres absolutos, piedra vieja, piedra nueva, piedra siniestra y azul natural
de entraña, lo negro, lo rojo, lo blanco, que desplaza gritos de aves mundiales”. Parece estarse
relatando el advenimiento del homúnculo, el Cristo/fénix de la piedra/huevo filosofal. También
es posible interpretar desde esta óptica el insólito pasaje de Satanás (1927): “(...) inicio el tiempo,
amigos, inicio el tiempo, / el tiempo de los vocabularios y los siglos partidos en figuras: A E I O
U (...)”. Al respecto cabe recordar el pasaje de Rimbaud en “Alquimia del Verbo”: “Yo inventé el
color de las vocales: A negro, E blanco, I rojo, O azul, U verde. Escribía los silencios, las noches,
anotaba lo inefable y fijaba los vértigos”. Los dos colores que agrega Rimbaud dicen relación con
la teoría cromática de Goethe. Este señala que los tonos del espectro son mutantes y efímeros.
Las tonalidades que tradicionalmente simbolizan la alquimia son aquellas que más tiempo se
fijan en la materia. Suficiente para cualquier “inicio de tiempo” entre una y otra cazuela
pantagruélica bajo un parrón de Licantén.

El poeta Mafhud Massis tiene en común con De Rokha la línea de inspiración paleocristiana,
aunque en su caso, por la relevancia expresiva que ofrece su condición de descendiente de
inmigrantes árabes, podemos afirmar que su sensibilidad espiritual es de matriz copta.
Recordemos que la religión copta corresponde a la etapa helenística del cristianismo y próximo
a la filosofía mistérica egipcia. Sus fuentes son 3 textos apócrifos de dimensión evangélica:
Tomás, Felipe y Valentín, los que fueron descubiertos en 1945 en un acantilado del valle del Nilo.
Su importancia es básicamente documental, lo que no es óbice para articular en torno suyo toda
una ética y una teología, al punto de que la cultura copta identifica hoy en día a 15.000.000 de
personas en el mundo. Massis no hizo, hasta donde sabemos, profesión de fe de esta doctrina.
Sin embargo, ella lo impregna desde su libro “Leyendas del Cristo Negro”. Es capital en su
discurso el tema funerario, la vida de ultratumba en la huella del “Libro Egipcio de los Muertos”.
Su hablante es una mezcla entre Cristo y Anubis, un habitante de purgatorio que transita
delirando, estremecido por la rabia y el resentimiento (de allí arranca su mal entendida vocación
política) de haber quedado en estado de alma en pena. Erra por el mundo prodigando sentencias
e implacable justicia, con el drama constante de ser incomprendido: “Adorabas el sol, evocabas
otro lenguaje / pero yo estaba muerto, mutilado, vivía en Asia, en Oceanía / ostentaba la filosofía
redonda de los perros, / pero el mundo era cuadrado, amor mío ¡era cuadrado! / y tenía un florete
de pestaña roja”; (Retorno, 1965). “Muere el hombre ¡ay! y su pierna sigue caminando, /
buscando un rostro en la lividez del sueño, un hacha en la tormenta, / pero yo te busco más allá,
máscara soñada, saltando sobre los huevos y las cruces / y cavo, cavo sin cesar, para encontrar
tu cabeza furiosa”; (Sesos y Orquídeas, 1965).

El país místico y el éxtasis de Anguita

Se respiran ya los humores mórbidos de un asidero fatal; es el tópico de la “lucha contra el


paisaje” que tanto sedujo a la intelectualidad posnaturalista. Este sugestivo esoterismo telúrico
tiene por eje la relación inarmónica con Chile como suelo y sangre, es decir, como territorio y
como nación, los cuales son juzgados fragmentarios y trágicos, de ingredientes indeseables y
destino imponderable. La lucha contra los elementos alcanza los ribetes de una especie de guerra
santa. La naturaleza debe ser sometida ya no sólo con el afán de irrupción inaugural, el espíritu
de ofensiva (conquista) propios del mundonovismo. El proceso de fundación nacional ya se ha
consumado y es el momento de la defensiva, porque los elementos sometidos conspiran con fines
de venganza (2). Eduardo Anguita no estuvo ajeno a esta tentativa. No sólo integra el contingente
inorgánico de los poetas ocultistas; posee además la visión profética del inspirado en la
interpretación criptohistórica, corriente en la que el prosista Miguel Serrano es maestro sin
parangón. El planteamiento de una suerte de metafísica nacional (de fuerte componente
spengleriano, por añadidura) es ampliamente desarrollado por Serrano en “Ni por Mar ni por
Tierra”, cuya primera edición del año 1950 dice: “El clima psicológico que envuelve Chile es
denso y trágico. Una fuerza irresistible tira hacia el abismo e impide que ningún valor superior
se destaque, ayudado por el ambiente (...) Chile es como un hoyo entre montañas. Quien aquí
cae no podrá salir ya (...) ¿Es la región, es la tierra, en su demoníaco encanto y su embrujo, la
culpable del mal del alma? ¿O es el alma, seducida y enferma, la que despierta a los volcanes y
llama al terremoto?”. Anguita suscribe la idea de país secreto con una proximidad tal, que colinda
con la paráfrasis, como se observa en su crónica titulada “El peso de la noche”, aparecida en La
Nación el año 1954: “Hay un tiempo lento, de siesta espesa, que ata al chileno con humedad de
muerte (...) esta tierra, que tanta savia produce para crear, es también como un sol violento que
marchita a sus hijos (...) Sin embargo en su propia naturaleza o frente al medio, el chileno
espiritual deberá luchar contra la poderosa gravitación telúrica y lo que ella determina en nuestro
ambiente. Tarde o temprano el que hace algo caerá bajo el peso de la noche.

Por otra parte, lo hermético bajo signo pitagórico y la convivencia con lo sagrado en un ejercicio
que conduce a estados de profunda hiperlucidez, le llevan a decir en “Definición y Pérdida de la
Persona” (1940): “Por cualquier circunstancia, ya interior, ya exterior, el hombre sufre el éxtasis.
Nuestro cuerpo mismo se transfigura; visto desde arriba tal vez aparezca como una piedra
iluminada cayendo desde el pasado, o mejor dicho, desde el tiempo, ferozmente transparente y
como bajo el dominio de la cámara lenta. (...) Luego uno, iluminado por esa luz esencial que debe
de ser muy semejante a la de Dios en vísperas de la creación, empieza a definir, a coincidir con
los objetos: lo grandioso de este sentimiento es la coincidencia que uno lleva a cabo, parado, por
así decirlo, desde el otro mundo”. Esta es condición para el vuelo visionario a través del ábaco:
“Tal como los números respecto a lo sabroso de aquellas cosas que enumeran / no creas tú que
es la relación de nota a nota lo que vale. / ¡Es el timbre capitoso del fagot o el oboe / y es la negra
brillantez de la tuba / (...) / Eso es lo que te espera. No es la línea del agua ¡Es el agua! / Pero lo
que todavía bebes / es la línea y el número del agua”; (El Poliedro y el Mar, 1952), y “Seducidos,
exasperados, no logramos / hacer nuestra la relación armónica. / Tú crees que es el cuerpo el que
apeteces / Gusano, son los números! / Amemos con furor, odiemos con vehemencia: / 5 es a 8,
5 es a 8... rápido, rápido, / hagamos música y locura”, (Venus en el Pudridero, 1960). Poesía
hermética que no podrá propiciar estados de trance por sí misma pero será capaz de dar cuenta
de ellos como el rastro dejado por un espectro en un espejo. Poesía visionaria, palabra de atisbo
hacia un “otro lado”, más allá de la percepción ordinaria, allí donde el pensamiento razonado no
es arma suficiente.

Amistad y metafísica a pre-texto de poesía

Hay otro elemento en el sistema pitagórico que llama a interés. El célebre desterrado de Samos
observa 3 variantes o niveles del habla, a saber, la palabra simple, la palabra jeroglífica y la
palabra simbólica. Esto es, el verbo que declara, el verbo que oculta y el verbo que significa. El
primero pertenece al timbre de la conversación y la legislación (la palabra degradada, según
Heidegger). El segundo, al ámbito de la cifra o la sigla: INRI, ROMA, VITRIOL, etc. El tercero,
el logos del aeda, la égloga órfica, que integra y recupera las dos anteriores. A esta última
corresponde la estirpe de la poesía parabólica, versicular; el método de la rapsodia en tributo al
furor catártico. Por eso la poesía ocultista se ciñe al formato mayor. Allí se inscriben poetas como
Humberto Díaz Casanueva y Rosamel del Valle, los que en vida se profesaron una estrecha
amistad, punto de arranque de una fértil colaboración. Díaz Casanueva confiaba a la poesía un
valor iniciático. Su referente obligado es la idea de lo trágico dionisiaco en Nietzche. Poesía como
rito, conjuro (título de uno de sus libros), fórmula de conexión mítica o arquetípica que denota
una lucidez propicia, no a la comprensión sino a la intuición de un origen sagrado. Él mismo lo
dice en un trozo ampliamente conocido: “concedo a la poesía un valor arcano, casi religioso”.
Habría que agregar ejercicio vernacular, chamanismo. Díaz Casanueva es particularmente
sensible a las virtudes totémicas de la palabra; la poesía como conciencia de la tribu para referir
el mundo por alegorías, religando, reinsertando al Hombre en el Anima Mundi, la natura
naturante, enfrentando el tabú desde el pánico y el asombro en un intento fáustico de
apropiación por la voz (la “Vox”, litúrgica en los misterios greco-latinos). Nunca en otro poeta
chileno la poesía fue tan infundida de voluntad de trascendencia. En él reaparece el tópico de la
lengua de los pájaros, pero esta vez como ontología. Se ayuda de insistentes símbolos alquímicos:
“Desgarro la luz como un / velo / que arrojara al mundo / aquel / que pasa borrado por su exceso.
/ La criatura / halla su fuerza en su / indigencia / El tiempo del hombre es una / secreta víspera”;
(Los penitenciales, 1960). “Canto / con una cuchara en una sopa / de pájaros (...) Líbrame de mi
poder / Del pájaro que vuela debajo de / mi sangre. (...) De súbito / el alboroto de feroces pájaros
/ que azucara un niño (...) Despierto / dando gritos ajenos / Canto canto / Pero todo se vuelve
gutural / Tengo la garganta llena de / abejas muertas / Canto canto / hasta que brota una palabra
/ una salpicadura de aguas bautismales”. (El Sol Ciego, 1966).

Para la comprensión del símbolo del pez, de acuerdo al contexto que estamos sugiriendo,
debemos recordar que este es una de las figuras que se ve aparecer durante el opus alquímico en
las sustancias disueltas de la retorta o compost. Se le asocia con el oro o sus aproximaciones
y posee, en todo caso, las propiedades del metal dorado (purificación, resolución). Para los
alquimistas hispano barrocos (Raimundo Lulio), el signo del pez es el segundo que el “artista
químico” ve aparecer, siendo equivalente al cuervo. Fulcanelli dice que corresponde al “Perro de
Corasán o azufre, cuyo nombre griego señala al cuervo, vocablo que servía también para designar
a cierto pez negruzco”. Esas interpretaciones dan especial relevancia al pasaje de El sol ciego:
“Me asusta el aire / El pájaro que vuela como mordido / El pez dorado ladrando en los arroyos”.
Las alusiones “filosofales” de este tipo se encuentran dispersas en el discurso poético, pero
claramente identificables. Están distribuidas al voleo, por pinceladas, siguiendo quizás está
lógica de revelar y ocultar a la vez, propias del estilo parabólico. Por otra parte, está latente la
dignidad del rito, del dogma y del sacrificio (del latín sacer y facere, “acción sagrada”), pues un
camino arduo compensa a través de la fusión mágica con el mundo en cuanto “creatura viva”.
Así, cuando dice: “Destilose el cántico de sus / desesperaciones / pero conmovió a la fiera que
me dejó pasar.” (Vox tatuada, 1991), invoca el arcano N° 8 del Tarot, “La Fuerza”, indicador del
dominio del sí mismo, el autocontrol capaz de armonizar las energías de todo oponente: el joven
pastor aplacando a un león con la sola mirada, como lo hace el Cid antes de la afrenta de Corpes.
Por su parte, Rosamel del Valle vuelve a ejercer la fórmula de la asociación libre. Su signo
ocultista es un tenue hilo argumental que mantiene el discurso siempre en tensión. Su magistral
“Verónica” es un buen ejemplo de ello: “...Y tú, sólo tú, con aquel lino / sobre el corazón, con
aquella prueba eterna, la única, la linterna de / piedra, la faz en sangre / la faz pinchada en el
rosal, de pronto, atraída por / la salvación y los perfumes rústicos.” Se alude en franca devoción
a la leyenda crística, con una metáfora rosacruciana. A lo antes dicho sobre el paradigma de la
rosa debemos agregar su atributo de ícono sexual. La rosa es el himen que custodia la fertilidad
del seno materno con una fragilidad equivalente a la fecundación mística, la preñez por la sola
voluntad superior, sin intermediarios. Esta fugacidad es a la vez, entonces, un modo de
eternidad. Como la aparición mesiánica después de la resurrección: visión efímera pero
suficiente para encarnar el mito. ¿Habrá querido Rosamel, hacer su ajuste de cuentas con el
judeo-cristianismo desde la poesía? La cruz invocada bajo esta alegoría es depositaria del
conflicto con un ambiente familiar votivo, cuyo espíritu es la fe matriarcal. El poeta, en cambio,
pretende otra ruta: “Con el libro de las visiones sobre las rodillas / ¿Recuerdas esa flor con tres
clavos y una corona? Habré / olvidado su nombre. Lo habré olvidado estoy seguro. / Mi madre
acostumbra regarla con lágrimas. Veía / lo que ven las madres del segundo Fausto. Y yo vi / a
Mefistófeles en el vino del tonel ardiente. Y amé / el amor fáustico”; (Cántico de la Visitación,
1956). En Del Valle se mezcla el ímpetu prometeico y el pesimismo nietzcheano, la fatalidad
ironista del último romanticismo. El acopio súbito o simultaneísmo es la tendencia
predominante en esta escritura, estilo que busca imprimir al tercer nivel del esquema pitagórico
un impulso creativo de dote fundacional, generatriz, más allá de la causalidad aristotélica y, en
todo caso, en los límites de lo racional.

A partir de este marco referencial es pertinente señalar que el nombre elegido como pseudónimo
por este poeta es otra alegoría rosacruz, en la línea del pensamiento analógico y la simbología de
esta enigmática sociedad mística tradicional, cuyos orígenes modernos se remontan a la
Confessio (1615) y a las antedichas Bodas Químicas, poema máximo de la alquimia del siglo XVII.
Que Rosamel nos invita a esta estirpe conceptual queda blindado en sus versos de “Desfavorable
Encantamiento del Regreso”, cuando dice: “Tú fidelidad. Yo, escorpión. El signo está en las líneas
centrales de mis manos y también en mi nombre” (subrayo). Sobre este punto Hernán Castellano
sugiere que alude al nombre civil del poeta, Moisés, por una posible relación entre este nombre
y la constelación zodiacal aludida, ya que Moisés sería “cercano al fuego”, y éste elemento es el
único que el escorpión puede vencer a través del letargo autoinfringido con su propio veneno.
Refuto esta interpretación del profesor Castellano Girón y me inclino a pensar en la sustancia
“rosamel”, a saber, rosa y miel, el emblema del ya citado Robert Fludd (1574-1637), filósofo y
científico renacentista, inventor del barómetro y autor de una voluminosa enciclopedia
astrológica. Para Fludd la miel es la sabiduría que las abejas o acólitos extraen en bruto desde la
fuente prodigiosa de la flor. A su vez la reina de las flores, la rosa, aparecida en el vértice de la
cruz es la transfiguración del mundo invisible en el visible, cuya expresión de vida es el sacrificio
crístico, el “sagrado corazón” o el pecho abierto del pelícano irrigando a las crías tras su
autoinfringido picotazo, como antes el escorpión con su aguijón somnífero.

El elemento del escepticismo hacia la racionalidad pura -en un sentido cartesiano- invita a una
reflexión colateral. La aventura proyectada por los poetas ocultistas chilenos conlleva también
una conducta, una praxis a partir de la objeción al gran paradigma de la modernidad occidental,
cual es el mito de la Razón como estructura de pensamiento y como organización social basada
en la Política. Ese fue el caso de los románticos. Estos, si bien buscaron la trascendencia con una
persistencia rayana en la más ávida obsesión, experimentaron la vida como trance
autodestructivo, casi siempre condicionado por el exceso y la muerte prematura. Ellos transitan
por el doble filo de la consecuencia a toda prueba. Hölderlin enloquece; Baudelaire muere de
sífilis; Rimbaud termina sus días dedicado al mercado negro; Nerval se suicida a los 47 años;
Novalis muere a los 27; Artaud es procesado como “loco peligroso” y queda catatónico por efecto
del electrochoque. Dan evidencia todos ellos de una inconformidad subversiva hacia la lógica
judeocristiana refundada en el aristotelismo escolástico-tomista. Se confiarán al idealismo
platónico hasta hacer de sus propios destinos una manifestación de esa tensión contracultural.
En Chile también hay rastros de esta herencia trágica. Otros poetas podrían ser comentados
desde el ángulo que aquí hemos propuesto, pero sus obras y sus vidas apenas han dejado un trazo
visible: Teófilo Cid (+ 50); Carlos De Rokha (+ 42); Omar Cáceres (+ 37); Alberto Rojas Jiménez
(+ 34); Boris Calderón (+ 27); Aliro Oyarzún (+ 26); José Gómez Rojas (+ 24); Romeo Murga (+
21). ¿Será que han sido derrotados por el misterium tremendum del que habla Bhoeme? No es
el caso de todos; algunos alcanzan una edad provecta, cimentada de honores. Humberto Díaz
Casanueva señala en una entrevista poco antes de morir: “Nunca imaginé que llegaría a ser
longevo” ¿Es que, como Rimbaud, temprano se sintió “maduro para la muerte”? Contentémonos
por lo pronto con proponer, pese a la indiferencia de la crítica (3), que es posible la recepción de
un sector de nuestra poesía desde un marco referencial nuevo, que aquilate sus diálogos,
intencionados o no, con un discurso mítico y filosófico de raíz ocultista y hermética. Tómense
estos apuntes como un sondeo aún por extenderse, cuyas aristas son inagotables.
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(1) Esta tendencia contravanguardista surge en torno a Tomás Lago y su antología “8 nuevos poetas
chilenos” (1938), publicada en oposición a “Antología de poesía chilena nueva” (Anguita y Teitelboim,
1935) y en oposición a “Mandrágora”.

(2) Esta corriente representa, sólo en un forzado símil de política contingente, la intelectualidad de
derecha, en oposición a los escritores adherentes al Frente Popular (1938) y a la llamada “Alianza de
Intelectuales por el Progreso”, correa de transmisión de la Internacional Comunista para Chile. Los
escritores disidentes se articulan (¿organizan?) en torno al grupo “Mandrágora” y a la “Antología del
Verdadero Cuento en Chile” de M. Serrano. También el célebre manifiesto huidobriano Non Serviam
podría ser leído desde esta óptica, lo que agregaría matices a la comprensión del creacionismo.

(3) La crítica literaria nacional ha elegido omitir de modo deliberado los referentes ocultistas en el
análisis de la poesía chilena, a no dudar, por razones de “buena conducta”. Este tema (el ocultismo)
ofrece abundante bibliografía y no es incompatible con ningún instrumento teórico, lo que queda
probado con el hecho de que ha sido advertido en la literatura universal por numerosos
investigadores. Es sintomático de esta incompetencia de la crítica chilena el artículo titulado “Piensen
en el Cántico” (Revista de Libros de El Mercurio del 23 de enero de 1999), sobre la influencia del poeta
irlandés W.B. Yeast en nuestra poesía, tema que la articulista agota con una mezquina glosa a Gonzalo
Rojas.

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