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Alphonse de Lamartine - Meditaciones poéticas

I. El aislamiento

Con frecuencia sobre la montaña, bajo la sombra


de un viejo roble, a la puesta del sol, tristemente me siento;
paseo entonces mis ojos al azar sobre la llanura,
cuyo cambiante espectáculo se despliega ante mí.

Aquí gruñe el río de espumosas olas;


serpenteando, se hunde entre oscuras lejanías;
allí el lago inmóvil extiende sus aguas dormidas,
en las cuales la estrella del ocaso se eleva en medio del azul.

A la cima de montes coronados por bosques sombríos


el crepúsculo arroja aún un último resplandor;
y el carro vaporoso de la reina de las sombras
asciende, tiñendo de blanco las líneas del horizonte.

Mientras tanto, elevándose de la aguja gótica,


un sonido religioso se derrama por los aires;
el viajero se detiene, y la rústica campana
con los últimos ruidos del día entremezcla sus clamores.

Pero ante estos dulces cuadros mi alma indiferente


no experimenta ni encanto ni transporte;
yo contemplo la tierra como una sombra errante:
el sol de los vivos no ilumina a los muertos.

Llevando en vano mi vista de colina en colina,


de la aurora al poniente, del sur al aquilón,
recorro todos los puntos de la inmensa extensión,
y me digo: «En ningún lugar me espera la dicha».

¿Qué me importan esos valles, esos palacios, esas cabañas,


inútiles objetos cuyo encanto se ha perdido para mí?
¡Oh, ríos, rocas, bosques, soledades tan queridas:
un solo ser os falta, y todo está despoblado a mi alrededor!

Ya la revolución del sol comience o se acabe,


con ojos indiferentes lo sigo yo en su curso;
ya en un cielo puro o sombrío se ponga o salga,
¿qué me importa el sol? No me interesa nada del día.

Si pudiese yo seguirlo en su vasta carrera


mis ojos verían en todos lados lo vacío y lo desolado;
no deseo nada de todo lo que él ilumina:
no demando absolutamente nada al inmenso universo.

Pero tal vez más allá de los límites de su esfera,


en lugares donde el verdadero sol ilumina otros cielos,
si dejara yo mis restos mortuorios a la tierra,
eso con lo que tanto sueño podría aparecer ante mis ojos.

Allí, me embriagaría en la fuente a la que aspiro;


allí recobraría la esperanza, el amor,
y ese ideal que toda alma desea
y que no tiene nombre en la morada terrena.

¿Por qué no puedo, llevado sobre el carro de la Aurora,


vago objeto de mis deseos, lanzarme hacia ti?
¿Por qué descanso aún en la tierra del exilio?
No hay nada en común entre este mundo y yo.
Cuando la hoja de los bosques cae en la pradera,
el viento de la noche se levanta y la lleva a los valles;
dado que tanto me parezco yo a la hoja marchita,
¡portadme como a ella, tempestuosos aquilones!

II. El hombre (fragmento)

¡Tú, cuyo verdadero nombre el mundo aún ignora,


espíritu misterioso, mortal, ángel o demonio,
lo que quiera que seas, Byron, genio benigno o fatal:
adoro la armonía salvaje de tus conciertos
tanto como adoro el fragor del trueno y de los vientos
al mezclarse con la voz del torrente en la tormenta!
La noche es tu morada, y el horror es tu dominio;
el águila, reina del desierto, también desdeña el suelo
y, como tú, no anhela más que las rocas escarpadas
que el rayo ha golpeado y el invierno ha vuelto blancas,
las riberas cubiertas por los restos del naufragio,
o los campos ennegrecidos por los despojos de la matanza;
y, mientras el ave que canta dulcemente sus dolores
edifica al borde de las olas su nido entre las flores,
ella atraviesa la horrible cumbre del monte Athos,
suspende su aguilera sobre el abismo en sus flancos,
y allí, sola, rodeada de miembros palpitantes
y de rocas de las que sin cesar chorrea negra sangre,
encontrando su voluptuosidad en los chillidos de su presa,
y arrullada por la tempestad, se duerme jubilosa.
Y tú, Byron, al igual que esa salteadora de los cielos,
haces con tus gritos de desesperación tus más bellos conciertos;
el mal es tu altar, y tu víctima es el hombre.
Tu mirada, como la de Satán, ha contemplado el abismo;
tu alma, hundiéndose lejos de Dios y del día,
se despide de la esperanza con un adiós eterno;
y también como Satán ahora, reinando en las tinieblas,
tu genio invencible prorrumpe en cantos fúnebres,
triunfante, mientras tu voz, con una modulación infernal,
entona himnos glorificando al sombrío Dios del Mal.

[...]

IV. El anochecer

El anochecer trae consigo el silencio.


Sentado sobre estos roquedales solitarios,
observo, en la corriente de los aires,
el carro de la noche que avanza lento.

Venus aparece en el horizonte;


a mis pies, la amorosa estrella,
con su luminosidad misteriosa,
tiñe de blanco la alfombra de hierba.

De esa haya de sombrío follaje


escucho el estremecerse de las ramas,
tal como en torno a los sepulcros
se escucharía revolotear a un fantasma.
Súbitamente, alejándose del cielo,
un rayo de ese nocturno astro,
resbalando por mi taciturna frente,
viene a tocar mis ojos suavemente.

Dulce reflejo de un globo de llamas,


rayo encantador, ¿qué deseas de mí?
¿Desciendes acaso a mi pecho abatido
para traer algo de luz a mi espíritu?

¿Desciendes acaso para revelarme


el divino misterio de los mundos,
los arcanos ocultos en esa esfera
a la que te retiras durante el tiempo diurno?

¿Acaso una secreta inteligencia


hacia los desdichados te lanza?
¿Vienes acaso, en la noche, a brillar
sobre ellos como un rayo de esperanza?

¿Vienes acaso a develar el futuro


al corazón fatigado que te implora?
¿Del día que ya nunca habrá de terminar,
rayo divino, eres acaso tú la aurora?

Mi corazón se enciende bajo tu claridad,


experimento transportes desconocidos
y sueño con aquellos que han dejado ya de ser;
dulce luz, ¿eres acaso tú su espíritu?

Quizás esas almas bienaventuradas


por el bosque ahora se deslicen.
Envuelto en la idea de sus imágenes,
más cerca de ellas creo ahora yo sentirme.

¡Ah!, si sois vosotras, sombras amadas,


lejos de la multitud y del bullicio humano,
volved aquí todas las noches futuras
a con mis dulces ensueños mezclaros.

Volved a traer el amor y la paz


al seno de mi alma fatigada,
como el fresco rocío nocturno
que cae tras los ardores de la jornada.

¡Venid!... Pero fúnebres vapores


desde el lejano horizonte ahora ascienden;
pronto las nubes ocultan al dulce rayo
y todo en tinieblas se sumerge.

VI. El valle

Mi corazón, cansado de todo, hasta de la esperanza,


ya no importunará más al destino con sus deseos;
tan sólo dame tú, valle de mi lejana infancia,
asilo por un día para esperar la muerte sereno.

He aquí el estrecho sendero del oscuro valle;


del flanco de sus laderas penden bosques espesos
que, inclinando sobre mi frente su sombra entremezclada,
me cubren por completo de paz y de silencio.
Allá, dos arroyos ocultos bajo puentes de vegetación
serpentean trazando los contornos del valle;
mezclan un instante sus olas y sus murmullos
y no muy lejos de sus fuentes se pierden sin nombre.

La fuente de mis días también ha quedado atrás,


ha pasado sin ruido, sin nombre y sin retorno;
mas estas ondas son límpidas, mientras que mi alma afligida
jamás ha reflejado las claridades de un bello día.

La frescura de sus lechos, la sombra que los corona,


me encadenan junto a sus márgenes toda la jornada,
y, como un niño arrullado por un canto monótono,
con el murmullo de sus aguas adormécese mi alma.

¡Ah!, en este sitio, rodeado de una muralla de vegetación,


de un estrecho horizonte que es suficiente a mis ojos,
yo amo detener mis pasos, solo en medio de la naturaleza,
no viendo más que los cielos y no escuchando más que los arroyos.

He visto, sentido y amado demasiado durante mi vida;


vengo pues aquí a buscar, aún vivo, la calma del Leteo.
¡Bellos parajes!, sed para mí esas orillas donde uno olvida:
sólo podrá hacerme feliz de ahora en más el olvido absoluto.

Mi corazón está en paz, mi alma está en silencio;


expira al llegar el lejano ruido del mundo,
como un eco remoto que la distancia debilita,
transportado por el viento hasta el oído inseguro.

Desde aquí veo a la vida, como a través de una nube,


desvanecerse para mí en la sombra del pasado;
sólo el amor queda, como una imagen que perdura
tras despertarnos de un sueño que se nos ha ya olvidado.

Descansa pues, alma mía, en este asilo postrero,


como un viajero que, con el corazón esperanzado,
se sienta, antes de entrar, a las puertas de la aldea
respirando por un momento el nocturno viento perfumado.

Como él, sacudamos el polvo de nuestros pies:


el hombre por ese camino no pasa dos veces;
y, también como él, respiremos al final de la senda
esa calma que al descanso eterno precede.

Tus días, cortos y sombríos como los días de otoño,


declinan como la sombra en los montes ceñudos;
la amistad te traiciona, la piedad te abandona,
y solitaria desciendes por un sendero de sepulcros.

Mas la naturaleza aún te ama y te invita;


húndete en su seno, que ella siempre te ofrece:
cuando para ti todo cambia, ella aún es la misma,
y aún el mismo es el sol que ilumina tus días.

Entre luces y sombras ella aún te envolverá:


aparta de ti el amor a los falsos bienes que pierdes,
adora aquí el eco que adoraba el buen Pitágoras,
y presta con él tu oído a los conciertos celestes.

Sé la luz en el cielo, sé la sombra en la tierra,


vuela con el aquilón sobre las llanuras del aire,
y, con los dulces rayos del astro del misterio,
deslízate a través del bosque hacia la sombra de este valle.

XIV. El lago

Así, siempre impelidos hacia nuevas riberas,


arrastrados sin retorno en la noche eterna,
¿no podremos jamás en el océano del tiempo
echar ancla alguna vez?

¡Oh, lago!, el año ya casi termina su carrera


y, a las amadas aguas que ella deseaba volver a contemplar,
¡ved!, solitario vengo yo a sentarme sobre la piedra
en la que antaño se sentara ella.

Así bramabas entonces bajo estas elevadas rocas,


así rompías contra estos desgarrados acantilados,
y así el viento arrojaba la espuma de tus olas
sobre sus pies adorados.

Una noche, ¿lo recuerdas?, navegábamos en silencio;


no se escuchaba a lo lejos, entre las aguas y el cielo,
otro sonido que los rítmicos remos golpeando
tus oleajes armoniosos.

De improviso, unos acentos en la tierra desconocidos


despertaron los ecos de esta costa encantada;
prestó oídos el agua, y la voz de mi amada
dejó deslizar estas palabras:
«¡Tiempo, detén tu vuelo! ¡Y vosotras, horas propicias,
suspended ya vuestro curso!
¡Dejadnos saborear las fugaces delicias
del más bello de nuestros días!

Muchos desdichados aquí abajo os imploran:


pasad, pasad para ellos,
llevaos con los días los cuidados que los devoran,
y olvidad entretanto a los dichosos.

Mas en vano unos momentos más os suplico:


el tiempo huye y se me escapa;
le digo a esta noche: "Id más lento", y la aurora
pronto comienza a disiparla.

¡Amémonos, amémonos pues! ¡De la hora fugitiva


gocemos de prisa, disfrutando!
El hombre no tiene puerto, ni costas el tiempo:
él pasa, y pasamos también nosotros».

Tiempo celoso, ¿puede ser que esos momentos


de embriaguez en los que el amor nos hace felices
escapen de nosotros con la misma presteza
con la que los días de dolor se alejan?

¡Pues qué!, ¿no podremos ni siquiera conservar su huella?


¿Es que pasan para siempre? ¿Es que se pierden del todo?
¿Es que el tiempo que los trae, y el tiempo que los borra,
nunca más los devolverán a nosotros?

Eternidad, Nada, Pasado, sombríos abismos,


¿qué hacéis de los días que os engullís?
Contestad: ¿no nos devolveréis esos éxtasis sublimes
que nos habéis arrebatado?

¡Oh, lago, mudas rocas, grutas, lóbregos bosques,


vosotros a quienes el tiempo perdona o que rejuvenecer puede:
guardad de esa noche, guardad, bella naturaleza,
al menos el recuerdo!

Que permanezca en tu reposo y en tus tempestades,


bello lago, y en el aspecto de tus risueñas laderas,
y en esos negros abetos, y en esas rocas salvajes
que se inclinan sobre tus aguas.

Que permanezca en el céfiro que se estremece y que pasa,


y en los sonidos de tus orillas a los que tus orillas hacen eco,
y en el astro de plateado rostro que blanquea tu superficie
con su apacible claridad.

Que el viento que gime, que el junco que suspira,


que las ligeras fragancias de tu aire perfumado,
y que todo lo que se ve, se escucha y se respira,
todo diga: «Ellos se han amado».

XXXV. El otoño

¡Adiós, bosques coronados por un resto de verde,


amarillentas hojas esparcidas sobre la tierra!
¡Adiós, últimos días bellos! El duelo de la naturaleza
conviene al dolor, y place a mis miradas.
Sigo con paso soñador el sendero solitario,
y adoro volver a ver, por una última vez,
al sol que palidece, y cuya débil luz
apenas atraviesa, ante mí, la oscuridad de los bosques.

Sí, en estos días de otoño en los que la naturaleza expira,


a sus miradas veladas yo encuentro mayores atractivos;
¡es el adiós de un amigo, la última sonrisa
de labios que la muerte va a cerrar para siempre!

Así, listo para abandonar el horizonte de la vida,


llorando la desvanecida esperanza de mis largos días,
me vuelvo una vez más aún y, con una mirada de envidia,
contemplo los bienes de los que yo no he podido gozar.

¡Tierra, sol, valles, hermosa y dulce naturaleza,


os debo una lágrima al borde de mi tumba!
¡El aire está tan perfumado!, ¡la luz es tan pura!,
¡a los ojos de un moribundo el sol es tan bello!

Querría yo ahora mismo vaciar hasta las heces


ese cáliz en el cual se mezclan el néctar y la hiel;
¿puede ser que quedara aún, en el fondo de esa copa
de la que he bebido la vida, una gota de miel?

¿Puede ser que el futuro aún me guardara


un giro de alegría, cuya esperanza he perdido?
¿Puede ser que, en la multitud, un alma que yo ignoro
hubiera comprendido a mi alma, y me hubiera respondido?

La flor cae librando sus perfumes al céfiro;


a la vida, al sol, ésos son sus adioses;
y yo, yo muero... y mi alma, al momento de expirar,
se exhala como un son triste y melodioso.

Traducciones de E. Ehrendost.

Tomado de:
http://editorial-alastor.blogspot.mx/2011/02/lamartine-meditaciones-poeticas.html

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