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Relatos atravesados por los exilios

José Luis de Diego

Deslindes
Jorge Luis Borges eligió morir en Ginebra. Julio Cortázar decidió huir de un país que lo agobiaba, se
radicó en París y allí, en el cementerio de Montparnasse, descansan sus restos. Manuel Puig abandonó la
Argentina, perseguido por amenazas telefónicas, y nunca volvió, hasta que su cuerpo nómade encontró la
muerte en México. No son las mismas razones las que alejan o expulsan a uno y otro de esta tierra; sin
embargo, resulta significativo que tres de nuestros más importantes escritores reafirmen a través de sus
decisiones una simbiosis que parece condenada a perdurar: la literatura argentina y el exilio.
Se ha dicho muchas veces: la literatura argentina fue fundada por exiliados. Así lo creyó Ricardo Rojas
cuando proyectó su Historia de la literatura argentina y decidió titular «Los proscriptos» a los dos tomos
que incluían a los escritores que inician nuestra literatura pos-revolucionaria1. Se ha dicho también muchas
veces: Sarmiento y Hernández son los grandes escritores que da nuestro país en el siglo pasado. ¿Se ha
advertido que Facundo fue escrito en el exilio y que Martín Fierro es la historia de un desterrado? Cuando
el personaje de Respiración artificial, la novela de Ricardo Piglia, pregunta desde el exilio: «Perdidos en
esta diáspora, ¿quién de nosotros escribirá el Facundo?»; está enlazando precisamente esta línea de textos
que fundan y consolidan nuestra literatura desde fuera del país2.
Ahora bien, si la literatura argentina parece ser consustancial a la experiencia del exilio, pocas veces
como en la década del setenta esa experiencia golpeó con tanta crudeza a la sociedad argentina en general,
y a los escritores en particular3. Antes de avanzar, por lo tanto, resulta conveniente intentar un deslinde
semántico. En este sentido, es fácil advertir que el término «exilio» tiene un alcance cuyos límites se
confunden y desdibujan toda vez que conviven usos literales con usos metafóricos. Los numerosos
sinónimos que acompañan al término no hacen sino aumentar los equívocos. A juzgar por el diccionario,
existen algunos matices de interés respecto de este tema: 1) Sólo el verbo emigrar (ya que no el
adjetivo emigrado) admite una acepción que considera el acto de abandonar el país en el que se vive como
deliberado y no necesariamente forzado; puede implicar lo político, y así ha sido con los socialistas y
anarquistas italianos, franceses y alemanes que se fueron de Europa, aunque desde mediados del siglo
pasado está más ligado a lo económico -las grandes migraciones producidas por las endémicas crisis
agrarias- o a lo social -la idea de la «gran promesa» ofrecida por América en contraste con un mediocre
destino aldeano y de discriminación-; 2) Los términos desterrado, deportado y ostracismo, de gran linaje
desde la Antigüedad, suponen causas judiciales, basadas en decisiones explícitas de algún poder;
3) Exiliado, a su vez, se asocia en parte a emigrado, por el desplazamiento territorial; en ocasiones es
resultado de un deseo de eludir una probable decisión judicial y, en todos, tiene un fundamento de orden
político y descansa sobre una decisión individual.
Parece obvio que este deslinde semántico explique la enorme variedad de situaciones de exilio, desde
la de aquellos que se fueron del país aunque nadie los persiguiera directamente pero en función de un
análisis, personal y político, que aconsejaba la salida, hasta la de los que yéndose lograron evitar
persecución y cárcel, pasando por los que se vieron obligados a exiliarse porque consideraban que su vida
estaba en riesgo a causa de sus convicciones políticas, reprimidas en general por el poder. Desde luego,
estas aproximaciones no agotan para nada los alcances que suele dársele al término. Se comprende,
asimismo, de qué modo esta amplitud puede complicar un acercamiento a la literatura vinculada con o
producida en tal situación. De esto también se saca que hay dos usos del concepto de exilio, uno directo y
literal -«estar en el exilio», con todas las consecuencias que puede tener en el orden territorial, de
pertenencia, como extranjería y sistemas de adaptaciones lingüísticas, simbólicas y cotidianas- y otro
metafórico -sentirse exiliado de un sistema, en una cultura, en una comunidad.
Por un lado, entonces, escribir aparece en estas formulaciones como sustituto de una pérdida -del
hogar, de la patria, de un orden respecto del cual escribir es una transgresión-, pero esta afirmación requiere
considerar una previa, insoslayable: si todo ser hablante tiene a la lengua como hogar, patria, ley, un
escritor tiene una explícita relación con este componente fundamental, es profundamente consciente de él.
Por esa razón, el escritor se sitúa siempre en el límite entre dos esferas; una es la de la patria exterior, por
así designar la estructura social en que vive, y la otra es la de lo que hace o se propone hacer en la suya
propia. Juan Martini señala: «Quien escribe renuncia al orden establecido, infringe leyes, rompe pactos,
queda fuera de la comunidad y en las fronteras de la lengua común», que, por añadidura, es un instrumento
de lo que llamamos la «patria exterior»4.
Antes, sin embargo, Jan Mukarovsky había advertido acerca de la saludable paradoja que enfrenta a las
normas sociales con las estéticas5. En el ámbito de lo social, la norma está por encima del valor: una
persona es valorada por respetar las normas; en el arte, el valor desborda la norma de modo tal que las
obras mayores de la cultura humana se caracterizan no por el respeto de las normas vigentes sino por su
transgresión. Esta tesis, ya clásica, de Mukarovsky cuestiona, al menos en parte, la idea del exilio de la
escritura: si la patria es la lengua, entonces el escritor es un permanente autoexiliado; pero si la patria es la
sociedad, el mundo en el que se desarrolla y vive un escritor -y del que, se supone, extrae elementos que
conforman su imaginario-, entonces el arte posee cierto estatuto que admite, así sea ambiguamente, por
castigo y premio, la transgresión como constitutiva del discurso literario y de su propia razón de ser.
Como se ve, este razonamiento intersecta el uso directo y el metafórico de la noción de exilio con el fin
de establecer un marco interpretativo adecuado a la situación histórica concreta que debemos considerar.
En efecto, en virtud de diversas dictaduras padecidas por la Argentina en décadas no demasiado lejanas,
muchos escritores se reconocieron en el exilio, lo sufrieron en su sentido directo y, en algunos casos, lo
vincularon con el metafórico refiriéndose a esta situación como desarraigo de la patria exterior y riesgo de
no reencontrar la patria de la lengua a la que pertenecían. Por lo tanto, si los escritores son, normalmente,
exiliados respecto de un orden social-real, en esta circunstancia, por tener que vivir en otro lugar, se
sintieron doblemente exiliados. Sobre esta condición se explicaron con frecuencia escritores como Juan
Martini, Héctor Tizón, Daniel Moyano, Noé Jitrik, Tununa Mercado y otros, sin contar el modo en que lo
incluyeron en sus propios textos6.

Afuera y adentro
Es sugestivo comprobar cómo todas estas ideologías sobre el exilio entran en juego en la
reconstrucción del campo intelectual posterior a la dictadura. Como es sabido, los años de la reinstalación
de la democracia en el país posibilitaron el surgimiento de un debate cultural sometido, durante mucho
tiempo, al silencio. Así como en el ámbito de la sociología y de la teoría política se insistió -y aún se
insiste- en el tema de la transición a la democracia como centro del debate político, la problemática del
exilio se erigió en uno de los momentos decisivos del reordenamiento del espacio intelectual pos-
dictatorial. Disputas personales, acusaciones airadas, justificaciones de conductas propias y ajenas tiñeron
las polémicas. Hoy, con algunos años de distancia, pueden verse aquellas polémicas con un grado mayor de
objetividad y con la pasión que las envolvía ya apaciguada. De aquellas discusiones, rescataremos las dos
que tuvieron una mayor repercusión en el campo literario.
El 29 de enero de 1981 Luis Gregorich publicó un artículo titulado «La literatura dividida»7. Este
artículo ponía en escena la controversia ya latente entre los que se quedaron y los que se fueron; desde el
título mismo, se trazaba una línea divisoria que fuera duramente cuestionada, especialmente desde los
escritores exiliados. Además, lo más irritante para ellos -y quizás para un criterio según el cual la literatura
argentina es una sola- resultaba la minimización de lo producido fuera de los límites del país. Utilizando un
engañoso indirecto libre, decía que Julio Cortázar era el único escritor importante exiliado y que su exilio
era anterior a 1976. De los escritores exiliados (cuando habla de ellos agrega un insidioso paréntesis:
«voluntarios o no»), pronosticaba que «pasarán de la indignación a la melancolía, de la desesperación a la
nostalgia, y sus libros sufrirán inexorablemente [...] por un alejamiento cada vez menos tolerable». En los
primeros días de diciembre de 1984, Saúl Sosnowski organizó en los Estados Unidos, desde la Universidad
de Maryland, un encuentro destinado precisamente a la reconstrucción del debate sobre la represión y el
exilio; las ponencias de ese Encuentro fueron publicadas en 1988. Una lectura atenta de aquellas ponencias
(especialmente las de Beatriz Sarlo, Noé Jitrik y Juan Martini) permite advertir matices que exceden
el «disparen sobre Gregorich». Sarlo opta por anular la discusión sobre el carácter voluntario o no del
exilio; afirma que «la fractura del campo intelectual que el exilio significaba había sido el resultado de una
operación victoriosa de la dictadura, y no de elecciones sólo recogidas por la libre voluntad de los sujetos».
Jitrik, contra Gregorich, insiste en «integrar toda esa producción al proceso general de la literatura
argentina, al margen de territorialidades un poco tontas, investidas de sórdida axiología»8. Este debate
prosiguió dos años después en unas tensas jornadas realizadas ya en Buenos Aires, en el Centro Cultural
General San Martín, en las que participaron, entre otros, Osvaldo Soriano, León Rozitchner y Carlos
Altamirano.
La segunda polémica a la que hacíamos referencia es la que enfrentó a Julio Cortázar y a Liliana Heker
en las páginas de El Ornitorrinco. Es menester recordar que el exilio voluntario de Cortázar -quien se
radicó en Francia desde 1951- había sido uno de los ejes del debate sobre el compromiso del intelectual en
los años previos a la dictadura. Especialmente desde Crisis, las preguntas a Cortázar siempre rondaban el
mismo tema: si un intelectual puede comprometerse con los procesos revolucionarios sin estar en el país.
La tan citada frase de Cortázar, «mi ametralladora es la literatura», situaba la lucha en el nivel simbólico de
la escritura como quehacer específico del intelectual. La polémica, por lo tanto, reedita ese debate a partir
de la experiencia de la dictadura; así, es posible leer en las argumentaciones de Heker ecos de aquellas
exigencias del compromiso del intelectual, esto es, algunas líneas de continuidad a pesar de la fractura. Las
razones del exilio de Cortázar, la posibilidad de que el trabajo del llamado «exilio interior» rindiera frutos
en aquellos años, la desmesura o no de la expresión «genocidio cultural» -usada por Cortázar-, y otros
argumentos semejantes, son los temas que se tornan recurrentes en las cartas abiertas que ambos se envían9.
Resulta arriesgado multiplicar las citas sin caer en un anecdotario de «casos», ya que la bibliografía de
y sobre el exilio argentino es muy abundante. Nos limitaremos a anotar una serie de núcleos de tensión en
las discusiones, aquello que caracterizáramos en los «Deslindes» como ideologías sobre el exilio.
El primer núcleo de tensión es el manifestado en la oposición «los que se fueron» versus «los que se
quedaron», formulada principalmente en la polémica Cortázar-Heker. Este enfrentamiento es un resultado,
a primera vista, de la fractura del campo intelectual ocasionado por la irrupción de la dictadura. Sin
embargo, es posible leer en él al menos dos líneas de continuidad con debates previos: una es la ya
mencionada acerca de la responsabilidad pública del intelectual, que reescribe de algún modo esa
asociación entre vanguardia estética y vanguardia política que había atravesado los debates sobre el
«compromiso» de los años sesenta. En este sentido, contrastan los discursos más militantes, como el que
sostiene Heker, con otros menos felices como la expresión «los que nos la bancamos aquí», de Marta
Lynch, lo que implicaría que los exiliados eran en su mayoría voluntarios y huían por cobardía10. La
segunda línea tiene que ver con cómo se reformula el canon, es decir, cuáles son los escritores
verdaderamente relevantes que están en el exilio y cuáles los que se quedaron en el país. Manuel Mujica
Láinez afirma que el único escritor importante en el exilio es Cortázar; Martini responde que de un modo
igualmente caprichoso se podría invertir la afirmación y decir que Borges es el único escritor importante de
los que se quedaron en el país11. Este cruce es mucho más que una anécdota: se trata de una de las
estrategias de posicionamiento en la reconstrucción del campo intelectual.
El segundo núcleo es el debate explicitado por Noé Jitrik y Carlos Brocato acerca de la condición de
exiliado; esto es, la aceptación o no de esa condición como estrategia de oposición al régimen 12.
¿Reconocerse como exiliado significaba, de alguna manera, legitimar a quienes habían causado el éxodo?
¿Implicaba, también, una forma de victimizarse para exigir prerrogativas a los países que los albergaban o a
los organismos internacionales? Aceptar dichas prerrogativas, ¿no era un modo de abandonar, o por lo
menos debilitar, la lucha?
El tercer núcleo tiene que ver con los numerosos testimonios del sufrimiento que impone el desarraigo:
nostalgia por lo perdido, dificultades laborales, rupturas afectivas, esterilidad creativa, inmovilismo. El
exilio condena a lo que el escritor uruguayo Mario Benedetti -citando a David Viñas- llamó el riesgo del
«presentismo absoluto»13. La condena al presentismo absoluto imposibilita la aceptación de una nueva
historia en un nuevo lugar; por momentos, los exiliados dan testimonio, inclusive, de un temor a que el
nuevo arraigo se transforme en una actitud complaciente con la dictadura. Las consecuencias del
presentismo, de ese tiempo sin historia, es el anclaje en el tiempo y el lugar perdido. Horacio Salas
afirma: «Finalmente el exilio se convierte en un ghetto»14. Sin embargo, hay en escritores exiliados como
Humberto Costantini una reacción ante la queja generalizada, como si la queja fuera otra forma del
debilitamiento. No hablar del dolor del exilio fue, para muchos, una consigna; o, en la cruda formulación de
Viñas, «paremos de cascotearnos»15.
El cuarto núcleo se sitúa en la discusión sobre los aspectos positivos del exilio: contra el presentismo,
hay quienes hablan, paradójicamente, de sus beneficios y postulan como objetivo la integración y no
el ghetto; por ejemplo, el testimonio de Néstor Correa, un dirigente obrero exiliado en Brasil16. El exiliado
tiene el «privilegio del forastero», es decir la mirada extrañada de quien no comparte una historia ni una
lengua común; se trata de una mirada doble o ligeramente estrábica que se acostumbra a no admitir nada
como natural. La fractura en el nivel de la experiencia se postula a menudo, entonces, como favorable,
especialmente en la experiencia política casi fundante de vivir en democracia; la revalorización de la
democracia y de la libertad es uno de los tópicos más recurrentes en los testimonios de exiliados. Entre los
privilegios -ya no paradójicos, sino casi obvios-, se encuentran la libertad de expresión y la libertad de
información, que se manifiesta en la repetida frase: afuera se sabía mejor lo que pasaba en Argentina que
adentro.

Regresos
El quinto núcleo merece un capítulo aparte. Horacio Salas cierra así un artículo: «En octubre del 83
aterricé en Ezeiza decidido a recomenzar de cero. El resto es otra historia»17. La lectura de los testimonios
parece confirmar la actitud de Salas: cuando se regresa comienza otra historia, como si el regreso tuviera un
sentido de nueva fundación; pero ese corte es también una nueva fractura. Esta fractura ha quedado
acuñada en el término que consagró Benedetti: el «desexilio»; esto es, la incertidumbre que despertó la
reintegración social y cultural de los que regresaban. En efecto, la mayoría de ellos se enfrentó a una
pregunta de difícil respuesta, quizás a causa de su ambigüedad: «¿Por qué volviste?». Lo cual podía leerse
de dos maneras: o bien por qué volviste a este país con su altísima inestabilidad política; o bien por qué -
mejor- no te quedaste donde estabas. De manera que del regreso no se habla, pero todo se habla desde el
regreso, un inequívoco lugar de enunciación para enfrentar las polémicas de la reconstrucción. La
incertidumbre de la que hablábamos se manifiesta en diferentes niveles: desde la reinserción laboral, hasta
las variadas formas en que podían ser recibidos, pasando por la recuperación de ámbitos, objetos y paisajes
que podrían reavivar el dolor, porque «ya nada está como era entonces»18. Un dato puede resultar
significativo: según Hipólito Solari Yrigoyen, entonces embajador itinerante, «la gran mayoría de los
argentinos que vuelven quieren hacerlo en forma anónima. El primer ministro francés les ofreció a los
argentinos un avión oficial para regresar y nadie lo aceptó. No querían volver en un avión que fuera
esperado por periodistas y filmado por la televisión»19. Pero también existían otras razones para el
anonimato: no sólo el temor acumulado en años, sino procesos judiciales aún abiertos o que podrían
reabrirse; todos sabían que se había recuperado la democracia pero los fantasmas de la dictadura no habían
desaparecido.
También en este caso es posible hablar de continuidades y de cambios. Hubo entre los exiliados
quienes consideraron las experiencias del exilio como definitivas en una transformación que se dio tanto en
el nivel de las responsabilidades públicas como en la escritura misma; otros, definieron el exilio sólo
como «un largo viaje». Entre los que nunca salieron, hubo quienes ratificaron en sus posiciones las
dicotomías características de principios de los setenta; otros vieron con buenos ojos el regreso de los
ausentes como un modo de recomponer las fracturas y el cuerpo lastimado de la literatura argentina. En la
mayoría, lo que aparece como una constante es el rechazo inmediato a cualquier forma de autoritarismo, la
revalorización de la democracia, la necesidad imperiosa de recuperación de un diálogo silenciado y la
condena manifiesta a las formas maniqueas de entender la política. Pero la tensión entre las continuidades y
los cambios no fue resuelta -como vimos- de un modo exento de roces y de cuestionamientos. Para muchos,
este panorama representó una nueva decepción y quizás el testimonio más desolador haya sido el del poeta
Juan Gelman: en una entrevista de mayo de 1994 afirmó que de todas las formas del exilio, la peor es la de
ser extranjero en la propia tierra20.

Dos vertientes: temática y escritura; expresión y alteración


Dentro de la intención de este volumen, que radica en la narrativa, pero sin ignorar que la situación del
exilio gravitó igualmente sobre la poesía e incluso sobre el teatro, se tendrá en cuenta el caudal de reflexión
que se fue produciendo desde los comienzos mismos del proceso dictatorial y aun antes21.
Lo que subyace, como un acorde a veces explícito, en toda esta masa, es el problema de la vinculación
que puede haber entre la narración que se sigue produciendo en el país y la que comienza a escribirse en el
exilio: el lugar en el que se escribe un texto, incluso en ese momento histórico, no es absolutamente
determinante. No será fácil resolverlo y ni siquiera describir los elementos que configuran dicha
vinculación; por el momento conviene más prestar atención a algunos textos en los que se puede leer una
suerte de triple tensión; por un lado, una tematización narrativa del exilio mismo, que da cuenta, ficcional y
testimonialmente, de lo que fue, de cómo se vivió, de incidentes y particularidades, según los países, los
temperamentos y los estilos -sería el plano de la expresión, que recogería matices o vibraciones ligados a
las circunstancias-; por el otro, variables de escritura que indicarían cierta permeabilidad a los nuevos
ámbitos de convivencia y la incidencia que pudieron tener en las ideas de los narradores acerca de lo que es
la narración argentina como choque, al menos, entre el respeto a determinadas tradiciones y la apertura a
«modos» procedentes de otras tradiciones y aun de otras culturas -sería el plano de la «alteración», como
apertura a lenguajes otros-; en tercer lugar, también existe en esos textos una dimensión relativa a la
definición de un campo intelectual, abordable quizás desde una sociología de la cultura.

Temática / Expresión
En lo que respecta al primer aspecto, lo ficcional propiamente dicho, el corpus de relatos producidos
durante el exilio y que pueden vincularse con las ideologías del exilio, entre 1974 y 1984, es abundante e
incluye textos integrados a varios de los proyectos creadores más coherentes, originales e inquietantes de la
narrativa argentina del período que se denomina, en este volumen, «la narración gana la partida»22. Desde
el sentimiento de pérdida de la tierra propia, y de las personas y objetos que forman su entorno, hasta el
extrañamiento frente al nuevo territorio; desde la voluntad de reinterpretar lo ocurrido en el país que los
expulsa, hasta las formas de declaración catártica que impugnan a los causantes del éxodo; las experiencias
que el exilio conlleva son elaboradas mediante escrituras que apelan a menudo a estrategias muy
diferenciadas, y conforman un corpus que lejos de resultar homogéneo, se nos ofrece rico por su
diversidad.
La experiencia de la pérdida, la separación, el desarraigo es el tema que atraviesa La casa y el
viento (1984), de Héctor Tizón (1929)23. Sin embargo, la novela no se sitúa en el exilio, sino en el momento
previo a la partida del exiliado futuro, en un recorrido en el que la percepción del narrador jujeño se va
apropiando de paisajes, historias y personajes como un modo de retenerlos en la memoria. El ingreso en un
tiempo sin pasado -el exilio- obliga a precaverse ante el peligro del olvido, ya que «el hombre lejos de su
casa se convierte en una llamada sin respuesta». El equívoco lugar de enunciación enriquece la perspectiva:
si la novela narra la partida, lo hace desde el exilio, y esa doble mirada, esa tensión entre el personaje que
viaja «hacia la frontera» y el narrador que abre la novela -«Desde que me negué a dormir entre violentos y
asesinos, los años pasan»-; sitúa la experiencia del exilio en el exacto medio entre un adentro y un afuera,
entre la realidad presente y la memoria del pasado. Así, la novela se transforma en un testimonio sin asumir
las formas de lo que se conoce habitualmente como novela testimonial; un «testimonio de alguien que en
un momento se había puesto al servicio de la desdicha, que ahora huye pero anota y sabe que un pequeño
papel escrito, una palabra, malogra el sueño del verdugo». Es también sin duda la pérdida el tema que
mejor define la experiencia narrada en Criador de palomas (1984), de Gerardo Mario Goloboff (1939)24.
La historia de un muchacho que cría palomas en un pueblo de la Provincia de Buenos Aires permite al
narrador hacer coincidir en la novela dos diferentes niveles de lectura. Uno remite a la novela de iniciación,
en el que la progresiva muerte de las palomas puede ser leída como la experiencia siempre conflictiva del
abandono del mundo de la infancia y la asunción de la madurez con el consiguiente dolor por lo
irrecuperable; en este sentido, el registro poético de la prosa de Goloboff acerca el relato de la iniciación al
modelo clásico de la elegía. Otro nivel de lectura, -confirmado por datos que, casi imperceptiblemente,
atraviesan el relato- permite contextualizar la novela en un tiempo y un lugar sacudidos por la represión y
la muerte. El regreso al pueblo del narrador ya maduro en las últimas páginas de la novela refuerza la
lectura en clave alegórica: «Vengo de no sé dónde, pero muy lejos es, seguro [...] Era el Sur o algo así,
prefiero no saberlo. Lo que sí sé es que la edad golpeó sobre nosotros de manera salvaje. Poco de lo que
hubo queda, y poco, poco, queda». Si la iniciación suele plantearse como la mirada desencantada del adulto
que añora la infancia como el lugar de una felicidad irrecuperable -el modelo evidente en nuestra literatura
sería Don Segundo Sombra-; Criador de palomas da testimonio de que ese lugar no se perdió por el paso
natural de los años, sino que fue arrebatado por la irrupción impiadosa de un tiempo «salvaje».
Otro de los núcleos ficcionales que marca la narrativa del exilio es la pérdida del lugar propio en una
deriva espacial cuyo correlato más visible es la fractura de la identidad; no se trata de novelas de viaje -
modelo clásico que se funda en el asombro por la novedad y, como consecuencia, el exotismo descriptivo-
sino más bien de una desterritorialización en la que se conjugan el desplazamiento en el espacio y el
descentramiento del sujeto. En Composición de lugar (1984), de Juan Martini (1944), se inicia el itinerario
de Juan Minelli, protagonista de cuatro novelas del autor25. En palabras de Martini, «Minelli recorre los
confines de lenguas e historias olvidadas en busca de un punto que conecta la identidad [...] Las novelas de
Minelli salen de esta historia de migraciones y pasajes»26. El protagonista viaja a un pueblo italiano con el
objetivo de cobrar una herencia de familia y sólo encuentra, en el origen, un malentendido. La búsqueda a
través de otras lenguas y otras geografías parece ilusoria, ya que cae una y otra vez en las trampas de la
circularidad: la novela se cierra con una frase casi idéntica a la que le da inicio. Ante la imposibilidad de
fijar un sentido asociado a un lugar, por momentos se postula una dimensión simbólica: el «sur»; ese lugar
al que se pretende acceder, ese lugar al que lleva «el río más ancho del mundo», pero que nos está siempre
vedado -¿la patria?, ¿la muerte?-. La desterritorialización tiene un correlato que la define: un
descentramiento de la identidad de raigambre kafkiana. Un texto narrado en tercera persona y atravesado
por una subjetividad que abruma: todo se ve desde Minelli, pero todo es ajeno y, por lo tanto, objetivable al
infinito.
Aunque de escritura y formato diferente, El país de la dama eléctrica (1984), de Marcelo Cohen
(1951), postula una similiar concepción en la relación entre identidad y desplazamiento27. La historia de un
joven de diecinueve años se desarrolla en dos ámbitos distantes a través de dos historias paralelas narradas
en capítulos alternativos. El núcleo argumental es el mismo: Martín, músico rocker, busca a Lucina, quien
partió de Buenos Aires llevándose parte de un dinero que le correspondía. El resto de las historias es
diferente, pero de una prolija simetría: una, en una isla del Mediterráneo en la que transita una fauna
babélica superficial y conflictuada que recupera todos los lugares comunes de cierta clase media intelectual
de familias destruidas e hijos contestatarios; la otra, en un barrio visiblemente porteño, recorrido por
patrulleros, en el que circula una galería de personajes que arrastran en sus cuerpos el sopor de la represión
y de la decadencia en Argentina y en donde sólo parece poder hablarse de los resultados de fútbol.
Refiriéndose a su escritura de entonces, Cohen afirma: «No estoy hablando del exilio como una situación
histórica concreta, sino de un mundo donde conviven el ordenador, los pases por las fronteras, la
inestabilidad y los tamales de humita. Esta situación no sólo es el resultado de una escisión entre culturas
como la que sufren los exiliados; también se verifica en lugares y personas del mundo desarrollado, donde
la alpargata sigue coexistiendo con el jumbo». En esta primera novela de Cohen ya están muchas de las
obsesiones que configurarán la poética que sostienen las novelas posteriores: la idea de que hay que «abrir
nuestra conciencia y ver quién nos acompaña»; la certeza de que una subjetividad escindida no puede
adoptar instrumentos ingenuamente realistas; la concepción -tomada de Ballard- de que se puede leer «el
paisaje posindustrial como una patología mental»28.
«Yo soy del jet-lumpen», dice la protagonista de Informe de París (1990) de Paula Wajsman (1938-
1995), una novela extraña por lo atípica, en la que el exilio, en vez de producir una fractura de la identidad,
la reafirma como un recurso de supervivencia29. París ya no es una fiesta ni los exiliados recurren al debate
ideológico o a la nostalgia por lo perdido. Aquí, los sudacas sobreviven junto con españoles y africanos
mediante el tráfico de drogas, algunos trabajos subalternos o inesperados aportes de benefactores solidarios.
La consigna de vivir al día no admite distancia alguna: todo se narra desde la voz de la protagonista -la
«princesa»-, una voz vertiginosa que no se permite la reflexión teórica ni la elaboración estética. El
resultado es un texto que asombra por su modernidad: personajes a la deriva que hablan una lengua que
combina el español rioplatense con jergas delictivas, con giros rockeros, con restos de un lunfardo
arcaico: «No sé de dónde sale esa manía de estar fatigué. ¿Dónde vieron a un argentino fatigué? Puede que
tenga ganas de curtirse una catrera, un mate, la viola, una mina: un viaje cualquiera. Puede que le dé fiaca
laburar. ¿Pero "fatigado"?». A diferencia de otros textos del exilio, la carencia de un proyecto que diseñe un
futuro posible y la destrucción de los sueños revolucionarios, no provocan en esta generación «anclada en
París» un juicio ético; esta dimensión sólo se alcanza en la solidaridad con los marginales, en la ternura con
los «reventados», en los pocos momentos en que a la princesa la asaltan las «ganas de volver».
La necesidad de comprender lo ocurrido en el país, de representar ficcionalmente una realidad que
resultaba resistente a toda explicación racional, dio lugar a un tercer núcleo temático que asume la forma de
la reinterpretación. En El vuelo del tigre (1981), de Daniel Moyano (1930-1992), la mirada sobre los años
de la dictadura adopta la forma de la alegoría30. Es la historia de un pueblo «perdido entre la cordillera, el
mar y las desgracias», de una familia y de la invasión de los percusionistas. La noticia de la invasión no
parece sorprender, ya que es repetida, cíclica. Dada la situación inicial, comienza la elaborada construcción
de un relato alegórico que pone en contacto los datos de la realidad política con significantes derivados de
la música; este cruce se funda en una tensión sostenida entre la autonomía de un lenguaje que se acerca a
un registro poético, y la referencialidad contundente de las imágenes que hablan de la asfixia, el encierro y
la represión. Así, la novela de Moyano -quien repetidamente ha manifestado su admiración por Rulfo-
parece insertarse en una tradición de «realismo mágico», estética a la que el narrador riojano había
mostrado especial fidelidad, pero que para los años ochenta había perdido su vigencia. La reinterpretación
alegórica es también el procedimiento dominante en La vida entera (1981), de Juan Martini, aunque su
elaborada escritura se aleja ostensiblemente del registro utilizado por Moyano31. La novela transcurre en un
pueblo y en una villa cercana; en ambos se libra una batalla sucesoria y las luchas por el poder escenifican
una versión degradada de la política. Bandas que se disputan el control de la prostitución mediante la
coacción, la extorsión y la violencia física ponen de manifiesto la imposibilidad de pensar el poder a partir
de principios que lo regulen, y brindan una lectura distorsionada y por momentos de dimensiones oníricas
de la realidad política del país. En la villa, la muerte inminente del líder está rodeada de mensajes
apocalípticos y discursos oraculares, cuyas claves reescriben el final de Perón: la escisión entre acólitos que
transforman al líder en mito, los que optan por el camino de la violencia, los desesperanzados que sólo ven
sombras en el futuro32.
Casi polarmente opuesto a las formas alegóricas, Cuerpo a cuerpo (1979), de David Viñas (1929),
postula un modo diferente de reinterpretación33. Los personajes del General Mendiburu y el periodista
Yantorno parecen tomar cuerpo en el intento de personificar dos de las obsesiones recurrentes de Viñas en
su lectura de la realidad política argentina: el ejército y los intelectuales funcionales al poder, como si la
novela fuese una prolongación exasperada de la escritura crítica que el autor exhibe en sus ensayos de
interpretación. Diálogos que se abren y se cierran abruptamente, monólogos entrecortados, seriaciones de
términos cuya contigüidad permite la asociación de ideas hasta el balbuceo o el insulto; la novela requiere
un régimen de lectura exigente derivado de la escritura barroquizada y la hipercodificación de las
referencias históricas. «¿Un eructo de odio? Anotar: odiar es estrujarse el cuerpo. Cuerpo = lugar del odio.
De donde se infiere: Si hablo solo, luego existo; pero si no puedo odiar, no tengo cuerpo». Si desde el título
de la novela la política se explicita en los cuerpos, la escritura de Viñas parece buscar a la vez una catarsis
y un efecto; dicho de otro modo, la escritura como un ajuste de cuentas.
Cuando nos alejamos de las formas de reinterpretación y nos acercamos a los registros propios de la
narrativa testimonial, la escritura adopta la forma de la declaración. Si bien en los años posteriores a la
dictadura abundaron los textos de testimonios, no resulta frecuente encontrar novelas que se hayan
propuesto crear un universo ficcional sobre la base de datos testimoniales. Es el caso de Recuerdo de la
muerte (1984), de Miguel Bonasso (1940), construida a partir del testimonio del dirigente montonero Jaime
Dri, uno de los sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la Armada34. El autor, de vasta trayectoria en
el periodismo, define al texto como «novela-real o realidad-novelada», reforzando el carácter documental
del proyecto, que se asimila, de este modo, a las variantes genéricas de la non-fiction. El énfasis testimonial
tiende a acentuar la verosimilitud de lo narrado como un modo de contrarrestar lo inverosímil que resulta el
relato de la experiencia del horror vivido en los campos clandestinos de detención, ya que «los vivos han
quedado en minoría y, por momentos, los siento menos reales que a los muertos».

Escritura / Alteración
Si en los niveles temáticos vimos cómo la escritura da cuenta de una experiencia de pérdida y
desarraigo; ahora, invirtiendo el recorrido, veremos cómo esa experiencia modifica la escritura. No se trata
del remanido recurso de los dos planos de análisis, sino de un ida y vuelta que pocas veces en nuestra
literatura se manifestó con tanta intensidad: cuando la escritura cree dominar la experiencia para dar
testimonio de ella, en ese mismo acto se muestra dislocada, alterada, como si la experiencia inédita
empujara a nuevas exploraciones en el campo de las formas que asume -o debiera asumir- la escritura.
Parece obvio afirmar que ese dislocamiento se manifiesta, en primer lugar, en el lenguaje. En este
sentido, podrían citarse dos novelas que -sintomáticamente- se desarrollan en Nueva York. Una de ellas
es En otra parte (1981), de Rodolfo Rabanal (1940), compuesta por dos nouvelles que tienen entre sí
muchos puntos de contacto: «Nueva York es un nervio desnudo» y «Días de gloria en Medora»35. El
protagonista es un periodista argentino que vive en una constante tensión entre la dificultad de recuperar
una historia propia y una ciudad que devora -y seduce- a sus habitantes. Esa tensión se manifiesta en el
título mismo -Rabanal declara haber titulado su novela en inglés, Elsewhere, y luego haber optado por su
traducción36-; en la nominación de su personaje -lo rebautizan «Marlow», aunque «Manuel, sin embargo,
no es el equivalente de Marlow»-; en el reconocimiento de un diálogo con la narrativa de Chandler; en
inflexiones de la lengua que resultan flagrantes traducciones del inglés -«muchos errores se cometían en el
mundo debido a la maldita urgencia» (el subrayado es nuestro)-. Sin embargo, no es el inglés la única
lengua que marca el dislocamiento y la alteración de la otra parte: Nueva York parece ser el lugar babélico
por excelencia que, al albergar a todos, tritura en ese mismo gesto las identidades: «Necesitaba cambiar
todo, empezando por el idioma. Y elegí Nueva York porque Nueva York me provoca espanto. Quería
meterme en la boca del lobo». Así, el exilio argentino se lee en Rabanal como una cifra del escritor en tanto
exiliado de la lengua propia. El otro texto al que hacíamos referencia es Novela negra con
argentinos (1991), de Luisa Valenzuela (1945), en la que el título mismo plantea el cruce entre un
género apropiado y los protagonistas propios37. Leemos en la primera página: «El hombre, Agustín Palant,
es argentino, escritor, y acaba de matar a una mujer. En la llamada realidad, no en el ambiguo y escurridizo
terreno de la ficción». Como vemos, en una frase todo un programa signado por la hibridez: es, a la vez,
una novela de exiliados, una novela policial, una novela «real». Pero el cruce trasciende el título y la
cuestión genérica, atraviesa todo el relato. A menudo -como en Rabanal- leemos una lengua de
traducción: «porque el azar juega un papel predominante en esta obra en progreso» (el subrayado es
nuestro), figura extraña en nuestra lengua que es de modo evidente una traducción de work in progress. En
otros momentos, la inadecuación se torna explícita: la lengua se transforma en una marca de la identidad
fracturada: «No usemos más la palabra nunca. Ni la palabra mina. Acordate. The Mine-Shaft» (el
subrayado es nuestro); y, poco más adelante, «-Roberta gran desaparecida. / - (No por favor, esa palabra,
no)».
Pero los procesos de alteración no sólo se manifiestan en el nivel de lenguaje; muchas veces, en una
escritura que parece no ostentar las novedades que impone la experimentación, los textos dialogan con una
tradición, como si en ese diálogo buscaran las claves de un presente difícil de comprender. Es la estrategia
que leemos en La larga noche de Francisco Sanctis (1984), de Humberto Costantini (1924-1987): una
lengua crudamente coloquial que reniega del experimentalismo y enlaza una experiencia en apariencia
menor con los tópicos de la tradición trágica38. Por su estructura y por su intensidad, la novela revela el
talento de Costantini como cuentista: se trata, en rigor, de un cuento largo, en el que aparece como un
desafío para el narrador la escenificación de una crisis de conciencia: un hombre común que sólo por
responder a imperativos de dignidad personal, termina engrosando las listas de desaparecidos. La batalla de
Sanctis con su conciencia se transforma en la respuesta a un «antiguo mandato». A medida que la novela
avanza, el personaje adquiere diferentes dimensiones. Por un lado, es un héroe trágico, víctima de un
malentendido, que responde a un destino inexorable y recorre los pasos de la constitución de un ethos, del
reconocimiento y del pathos final. Por otro, es un hombre que asume una opción moral y sus
consecuencias: es, como dice deliberadamente el texto, «un pobre Cristo». Si dijimos que La larga
noche... puede ser considerada como un cuento largo, En breve cárcel (1981), de Sylvia Molloy (1938),
plantea desde su título -su epígrafe quevediano- las claves de su lectura: se trata de una novela barroca,
como si fuera un desarrollo in extenso de un soneto de Sor Juana39. Mientras espera a alguien, una mujer,
encerrada en un cuarto, escribe; y esa escritura se construye desde una memoria que, lejos de dar
coherencia al sujeto que se escribe, desnuda su radical alteridad. La elección de la tercera persona, los
frecuentes desdoblamientos, la recurrencia a los espejos enfrentados, su propia voz como extraña, su cuerpo
como ausente, la mirada de los otros que la enajenan; se trata de una autobiografía atípica, distanciada y
feroz. «Era como recordar por escrito para dejar de recordar», ha dicho la autora, «recordar con una especie
de memoria brutal. No quería la nostalgia, quería la furia»40. Molloy, que ha escrito un notable trabajo
sobre el género autobiográfico en Hispanoamérica, produce un efecto en dos direcciones opuestas. Si, por
un lado, su escritura remite a los clásicos -sobre todo, a los clásicos femeninos- del género; por el otro,
lo disloca mediante dos procedimientos inversos: el extrañamiento de lo natural -por ejemplo, el borrado de
coordenadas tempoespaciales-; y la naturalización de lo extraño -la homosexualidad, que en tantas
escrituras autobiográficas hay que reconocer entre líneas.
En Luna caliente (1984), de Mempo Giardinelli (1947), se narra otro destino individual -como el de
Francisco Sanctis- marcado por la fatalidad: «Sabía que iba a pasar», se inicia la novela41. En este caso, el
diálogo textual no apunta, como en Costantini, a los modelos de la tradición clásica, sino a los clásicos de
la tradición moderna: Dostoievsky, Conrad, Camus. Así, la fascinación por el mal, el desdoblamiento de la
conciencia y el desconocimiento de los actos propios atraviesan la transformación del joven profesional
educado en París que regresa al Chaco y que termina sumergido en la violación y el asesinato. Dos
coordenadas son los disparadores de la transformación del protagonista: por un lado, la geografía -«Soy un
monstruo, súbitamente un monstruo. La culpa había sido de la luna. Demasiado caliente, la luna del
Chaco»-; por otro, la violencia política que ensombrecía al país -«Estaba caliente; todo el país estaba
caliente ese diciembre del 77»-; en ese contexto de un clima agobiante y de una realidad violenta, la
metamorfosis de Ramiro se ha naturalizado. Es precisamente en esa naturalización donde el texto reescribe
a Conrad y permite leer el viaje del personaje a la Argentina como una verdadera internación en el corazón
de las tinieblas42.
El discurso historiográfico suele operar con grandes síntesis: qué es lo que resulta significativo y qué
resulta desechable. Ya no quedan dudas acerca de que -aunque sea realizada con el mayor rigor- esa
operación es profundamente ideológica. Así, y aunque parezca paradójico, la novela histórica, al recuperar
los «desechos» de la historia oficial, se ha destacado como un modo político de establecer una nueva
genealogía del presente. Si bien el género tuvo su auge desde los ochenta, no existen muchos ejemplos
entre la narrativa de los exiliados. Se pueden citar en este sentido las Novelas de la memoria, de Pedro
Orgambide (1928): El arrabal del mundo (1984), Hacer la América (1984) y Pura memoria (1985)43. Fiel a
los imperativos del género, la memoria recupera los trazos esenciales de nuestra historia política en textos
que abundan en referencias a los efectos de hechos resonantes sobre personajes que encarnan a hombres
comunes. Estos, verdaderos tipos, conforman una galería cercana a los tópicos del costumbrismo, y ponen
de manifiesto las estrategias tipificadoras del color local.
Otro de los efectos reconocibles en la escritura producida en el exilio es la reconfiguración genérica de
las formas breves. En efecto, resulta difícil encontrar libros de cuentos, en el sentido estructural clásico del
término; sin embargo, nos encontramos con textos que, a partir de ese formato, elaboran propuestas
novedosas en el plano de la escritura, como si una experiencia traumática -el exilio- requiriese la
exploración de los instrumentos con los que se encara la ardua tarea de la representación. Es el caso de En
estado de memoria (1990), de Tununa Mercado (1939)44. No resulta extraño que el libro se abra con un
relato titulado «La enfermedad»: es un anuncio de que se trata de un libro escrito desde el cuerpo. Los
relatos brindan, en una primera lectura, una mirada autobiográfica sobre la experiencia del exilio y del
regreso; en una segunda, la intensidad de la experiencia muestra sus efectos sobre el cuerpo, sobre la
percepción y sobre los modos de construir el relato y sus figuras; como referencia, pueden citarse tres
ejemplos -«Celdillas», «Intemperie» y «El muro»- en los que las figuras constituyen formas en que la
experiencia modela la percepción, y en la que ésta, al metaforizarse, se torna reflexión. En «Intemperie», la
narradora, de regreso del exilio, se detiene con interés en la figura de un mendigo que vive en una plaza.
Cuando alguien la interroga sobre un suceso que ocupaba la tapa de todos los periódicos, contesta: «Soy de
aquí pero nací en Córdoba, y todos estos años, además, no estuve en el país, viví en México, y en realidad
soy también de México, o prefiero serlo» (la cursiva en el original). Así, el mendigo sin lugar adónde ir,
trastornado por un hecho traumático, se convierte en una cifra de la inadecuación radical sufrida en la
experiencia del exilio. Si bien por momentos los relatos bordean lo confesional, la novedad radica en la
densidad narrativa en la que se encarnan las metáforas del desarraigo.
De escritura bien diferenciada, los relatos de Cuentos del exilio (1983), de Antonio Di Benedetto
(1922-1986), adoptan la estrategia de la elipsis45. No hablan de política, dice el autor, aunque hayan sido
escritos en el exilio, ya que «el silencio, a veces, equivale a una protesta muy aguda». Así, en una escritura
que delata la impronta kafkiana, la brevedad adopta la forma de la alegoría y por momentos, roza el
aforismo. En dos relatos, por ejemplo, -«Bueno como el pan» y «Hombre-pan dulce»- aparece la imagen
del hombre en el exilio a través de la metáfora del hombre «panificado». En uno, el personaje, lejos de los
suyos, «se vuelve pan, se dora y se seca, se resquebraja» y sirve de alimento a las palomas; en el otro, se
transforma en pan dulce: una mujer lo compra y «en su hogar un filoso cuchillo me corta, una mano me
distribuye y muchos dientes me destrozan». Lejos de los formatos testimoniales, en Di Benedetto el exilio
atraviesa una escritura que combina la brevedad y la alegoría en un intento exasperado y sufriente de dar
cuenta de su circunstancia.
Los relatos que constituyen El callejón (1987), de Noé Jitrik (1928), plantean estrategias diferentes en
el modo de resolver la experiencia de la escritura en el exilio46. Tres parecen ser las coordenadas que
confluyen en los relatos: una circunstancia presente, en apariencia anecdótica -un café ruidoso, el encuentro
ocasional con alguien- que opera como disparador de lo narrativo; una memoria del pasado que vuelve una
y otra vez desde el país que se ha debido dejar, y que transita diferentes registros, desde lo político hasta
detalles nimios; un proyecto que se resuelve hacia el futuro en una escritura intensa, de densidad
ensayística. Quizás lo más novedoso del proyecto tenga que ver precisamente con ese cruce de coordenadas
temporales y escriturarias, como si el texto confesara la imposibilidad de deslindarlas. En un relato, «La
daga azul de la ironía», la apertura -«Ominoso, el cielo de México promete esta mañana de primero de
enero la destrucción total»- convoca la memoria de la tragedia en la Argentina y ésta, a su vez, a las
referencias que permiten pensarla: Kafka, Pascal, Apollinaire, Mallarmé. De esta manera, la escritura
ensayística no niega -no quiere negar- su lugar de enunciación ni sus condiciones de producción, y las
categorías abstractas que suelen abundar en los ensayos se narrativizan a partir de su fusión con la
experiencia.
Su reconocida trayectoria en el periodismo le brindó a Tomás Eloy Martínez (1934) el material que
reúne en Lugar común la muerte (1983); no obstante, la recopilación de esos materiales en un libro les
cambia el carácter que originalmente tenían y los transforma en una parábola alusiva a ese lugar común de
la muerte que era la Argentina47. «Exhumarlos es una manera de aceptar sus propias leyes, que obedecen
tanto a la imaginación como al documento», leemos en el prólogo. Se aceptan «sus propias leyes», pero es
evidente que en la exhumación hay una cuidadosa selección, y que en esa selección hay una manifiesta
voluntad de referirse a esa única cosa que eran el país y la muerte. No es extraño entonces que los tres
primeros textos -aunque hubiesen sido escritos entre 1964 y 1970- hablen de la circunstancia presente: el
primero, dedicado a Martínez Estrada, parece asociar la clarividencia del maestro con la descripción de la
coyuntura: «Estamos muertos de silencio -dijo el viejo-. Todos en mi país saben tanto o más que yo, pero
tienen la sagacidad de callarlo»; el segundo refiere el exilio de Rosas, ya viejo, en Southampton: el escritor-
recopilador, exiliado en Venezuela, dice de Rosas que «trataba de reinventar la vieja vida cabalgando hacia
los campos»; el tercero, germen de su tan difundida novela, habla del exilio de Perón en Madrid48. Así, la
imaginación y el documento se ponen al servicio del confesado objetivo del autor: hablar del silencio, el
exilio y el olvido.

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