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LA CEGUERA

¿Qué es la ceguera?

La real academia de la lengua española le define como la “total privación de la vista”. Si bien
podría intentar desglosar palabra por palabra para llegar a una mejor comprensión de su
significado literal, irónicamente, solo encuentro necesario centrarme en una de ellas, una que
se presenta como su opuesta, su antónimo: la vista, o en campo más amplio, la visión.
Hablamos de visión cuando nos enfrentamos a toda aquella posibilidad de “ver” una que
abarca situaciones más allá del mero sentido físico: llamamos ciego al amor profundo e
ingenuo que no conoce de límites; ciego a al idiota que se niega a contemplar una verdad;
ciega la naturaleza humana; ciega la ignorancia; ciego, incluso, hemos llamado al espacio
que no es posible divisar desde ninguno de los espejos dispuestos de un vehículo.

El concepto de vista —capacidad, sentido o percepción o como prefiera llamársele— se torna


entonces ambiguo pues, como un camaleón, varía según la necesidad, el propósito o el
contexto en que se le utilice. A tal fenómeno podría denominársele polisemia, pero no
necesariamente pues me refiero yo a las posibles interpretaciones del término en cuestión.
De todas formas, llegue a ser correcta o no aquella designación, no es la intención de este
texto discutir las cuestiones semánticas o sintácticas del mismo; sin embargo, su etimología
sí puede servirnos de apoyo.

La palabra ciego proviene del latín caecus, cuyas posibles traducciones pueden variar en
oscuro o tenebroso; el sufijo -era, por su parte, indica o señala defecto. Siguiendo la idea de
una lógica cruda, una que responde a la percepción inmediata, no es ninguna insensatez
relacionar la ceguera con la carencia de luz, pero ¿cómo podríamos no hacerlo? Después de
todo nuestro sentido común nos arrastra a pensar que, de dejar caer dos objetos de diferente
masa desde la misma altura, sería el más pesado el primero en tocar el suelo, cuando en
realidad ambos lo harían al mismo tiempo; lo mismo sucede con la vista. Si nuestros ojos
funcionan correctamente y procedemos a cerrarlos, a menos de que nos encontremos en
frente de alguna fuente de luz y los rayos se cuelen por la tenue y delicada piel de nuestros
párpados, nos sumiremos en un mundo de oscuridad espesa e infinita, por ende, no es ninguna
sorpresa que nuestro instinto primario asocie la falla de la vista por negrura u opacidad.
«mirando la oscuridad que ven los ciegos» escribió Shakespeare en su Soneto XXVII, pero,
después de todo, Shakespeare no era ciego, por lo que, a menos de que el escritor hiciera un
estudio antes de redactar cada uno de sus versos, es factible afirmar que este, en particular,
fue basado y escrito en plena suposición.
Para ser sincera, no ha sido hasta que he comenzado a dar vueltas a este asunto que me he
enfrentado a la posibilidad de que la ceguera puede también traducir en luz. Saramago en su
libro, “Ensayo sobre la ceguera” la describe como una ceguera blanca, mal blanco e incluso
utiliza la metáfora mar de leche, para referirse a ella. Borges, por su parte, narra esta aflicción
como un “mundo de neblina, de neblina verdosa o azulada y vagamente luminosa” una
descripción que, sutilmente, podría coincidir con la brindada por Damon Rose, un periodista
de la BBC que perdió la vista tras una cirugía mal lograda, en su artículo “¿Es cierto que los
ciegos quedan en total oscuridad?” donde relata su propia ceguera, hablando de ella como
luz o “Fragmentos de ella. Brillante, colorida, siempre cambiante y que, a menudo, te distrae
terriblemente.” Y que si bien brinda una posible idea de cómo se ve la ceguera, por
incongruente que esto se lea, dista considerablemente de lo que propone el teólogo y
académico John Hull en la película “Notas sobre la ceguera”, una producción audiovisual
que recopila las grabaciones que este realizó, documentando el lento descenso de su
enfermedad y explicando que no fue sino hasta el momento en el que el último destello de
luz despareció que su humor cambió, una corta frase en la que da a entender que la suya era
una aflicción bruna.

Nunca he tenido la oportunidad de conocer a fondo a una persona que sea portadora de este
mal cómo para inquirir, en lo que considero una indagación bastante personal, acerca de la
forma de su ceguera, por ello, me he colocado en la labor de citar cuanta referencia he podido
relacionar a la idea; sin embargo, no ha sido exactamente con el fin de desentrañar cuál podría
ser el color de aquella aflicción, mas sí para sustentar la probabilidad de que esta es una —
trágica— experiencia subjetiva, que puede variar dependiendo de las vivencias y las
percepciones del individuo que se vea forzado a afrontarla.

Personalmente y con el riesgo de tomarme el atrevimiento, imagino que la mía sería tan
densa, profunda y oscura como un agujero negro, uno que absorbe cualquier luz que refulge
en su cercanía y pulveriza cuanta reminiscencia se adentra en él. La explicación menos
absurda que encuentro para razonar esta aseveración es mi dificultad para retener imágenes,
lugares y rostros de personas, incluso aquellas amadas o realmente importantes en mi
existencia cuya apariencia nunca, ni por un segundo, consideraría olvidar. Lo cierto es que,
en mi desaventurado caso, las imágenes remanentes sólo se imprimen en mi cabeza por unos
cortos instantes y, entre más tiempo mantengo los ojos cerrados, más se extravían los detalles
hasta el punto en que no queda otra cosa que un difuminado esbozo de lo que alguna vez fue
una vívida figura.

Quedándome ya corta de palabras, lo único cierto que puedo inferir de tan breve figuración
es que no soy quien para afirmar o refutar ninguna posibilidad pues, incluso aunque por algún
infortunado designio del destino perdiera la visión, únicamente tendría la desgraciada de
distinguir mi propia carencia mientras la ajena continuaría siendo un misterio.

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