La resonancia cromática de los sueños en la obra de Armando Franco
Por Rael Salvador
“Pinta como quieras y muere feliz”.
Henry Miller.
Alquimista de los opuestos complementarios, el artista plástico
Armando Franco recompone colores que considerábamos subjetivamente extraviados. Su oro verde y su lila persa, así como su entusiasta e inestimable exploración de las escuelas posmodernistas, lo hacen un vibrante pintor musical, un estridente pincel de cromáticas armonías visuales.
Desplazado ya de justificaciones escolásticas, Armando Franco acomete
con virtuosismo estratégico, arrastrando al color de la absoluta pureza al juego de las semisombras y las transparencias aleatorias. El esmeralda veneciano de un violín brillando al Sol se encuentra con la onírica geometría de un rosa solferino y la definición es una mezcla de estrías ópticas que no vacila en afirmar su original estilo.
El ritmo es salvaje; no es la Preludio a la siesta del fauno de Debussy,
sino la ira cromática de un Beethoven metido provisionalmente a psiquiatra. La exuberancia es tal, que la discrepancia se vuelve acierto. Matices que se interrumpen en hallazgos, intensidades que se nos hacen analogía por saturación. Se impone la fuerza y la distinción, la imposición de la tinta y lo anecdótico... Sí, nada menos, como en un pastoral cuántico de Led Zeppelin que tuviese como vocalista a un Antonin Artaud embadurnado en quebrantada diamantina de oro.
En ese sentido, el artista calcula en la paleta su inteligente mezcla de
conceptualismos, su extasiado catálogo de intersecciones visuales, tomando por asalto el paisaje, el bodegón o el retrato, en una formidable digresión de atmósferas irradiantes. La amalgama es disolución a la vez que revelación, elegancia cromática circunscrita a un universo de dinamismos contundentes.
Sin dar la espalda a la indagación formal –y sin jamás caer en los
formalismos–, como decía, el pintor de las nuevas narraciones subalternas nos invita a escudriñar la estación orbital de sus pulsaciones reinterpretativas: la sublimación y transformación del mundo, a través de los dominios transpersonales del arte.
En la obra plástica de Armando Franco, la realidad es atrapada por el
impulso de irradiación de un pintor sartreanamente pos-existencial, permitiéndonos una ostentosa muestra de atributos sin concesiones. Del ruido formal, al festín de las estridencias, encontramos la correspondencia aleatorio, la psicofonía del color en la iridiscencia de la forma.
La pintura de Armando Franco, trabajo que se encuentra registrado en
los sitios de mayor prestigio internacional (Nueva York, Chicago, San Francisco, Los Ángeles, Argentina, etc.), es un valor innegable de la plástica generacional mexicana. Se dio a conocer en el Distrito Federal, por los albores modernistas de los años 70. Y, después de navegar por más de dos décadas en la convicción de sus hallazgos, arriba al puerto de Ensenada, actual punto de reunión de la plástica contemporánea mundial.
Distintos recintos en el Estado de Baja California albergan, en estos
momentos, lo más original de la creación del artista Armando Franco (Vinícola El Cielo, Sala VIP; Museo del Vino, permanente). Ahí, en el lugar propicio, en el refrescante espacio visual de una galería, la regla corrige a la emoción y el talento expresivo nos regala algo más que una serena sabiduría pictórica.