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OPINIÓN

El debate sobre la corrupción en Argentina


Para discutir seriamente el tema de la corrupción habrá que aprender a dejar atrás tanto
la actitud de hacer la vista gorda que tuvo el kirchnerismo como las dobles varas de sus
enemigos.

Por Ezequiel Adamovsky


Junio 2016

Hace pocos días fue detenido el ex secretario de Obras Públicas José López, capturado in fraganti mientras
trataba de ocultar nueve millones de dólares en un convento. El caso causó una enorme conmoción en
Argentina ya que López era el segundo de Julio De Vido, ministro de Planificación e Inversión Pública
durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. No es que el país se enterara
entonces de que en el período kirchnerista hubiera corrupción (después de todo, Felisa Miceli y Ricardo
Jaime, dos de sus más altos funcionarios, ya habían recibido condenas en la justicia por hechos de esa
naturaleza). Pero la obscenidad de la escena de López, tirando bolsos con fajos de dinero por encima del
muro de un convento, para esconderlos allí, funcionó como un punto de inflexión. El hecho obligó a
reconocer, incluso a los kirchneristas más convencidos, que la corrupción no fue solo incidental y que
salpicaba los niveles más altos.

Las reacciones iniciales mostraron cuánto golpeó el caso en el kirchnerismo. Los políticos de esa
orientación se apuraron a condenar el hecho, aunque llamando a considerarlo un caso individual, antes que

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la prueba de que la trama del cohecho llegaba hasta la anterior presidenta. Previsiblemente, en esa misma
línea se pronunció escuetamente Cristina Kirchner. Pero eso no evitó que las dudas corroyeran a los
militantes y referentes del movimiento. El principal diario afín al anterior oficialismo, Página/12, publicó la
detención como nota de tapa, sin mezquinar ningún detalle sobre la trayectoria de López, funcionario de
confianza Néstor Kirchner desde los años de su gobernación en Santa Cruz. Varios referentes mediáticos
del kirchernismo salieron públicamente a marcar distancia o incluso, como el actor Pablo Echarri, a
anunciar que el caso demostraba la necesidad de crear un espacio político «totalmente nuevo, con las
mismas convicciones y los mismos valores» pero limpio de las rémoras del anterior. En las redes sociales, la
militancia se mostró devastada y el hecho precipitó un nuevo desgranamiento del bloque K en el Congreso.
Por todas partes, se anuncia que el caso López marcará el fin del kirchnerismo, al menos en su capacidad de
movilización política.

Toda esta consternación es ciertamente tardía: faltaron voces entre los kirchneristas que señalaran la
cuestión en su debido momento. Las evidencias de la alta corrupción fueron casi siempre barridas bajo la
alfombra. Pero como dice el dicho, más vale tarde que nunca: la magnitud del impacto indica que, al menos
entre la militancia y los simpatizantes del kirchnerismo, se abrirá un tiempo de autocrítica que acaso
conduzca, en el futuro, a una mayor conciencia de la importancia de la corrupción.

Eso podría ser una buena noticia de cara al futuro, en un país que tiene corrupción endémica desde hace
décadas. Sin embargo, el contexto mayor en el que se producen estas reacciones no permite albergar
demasiadas esperanzas. Por comparación con la devastación que el caso López viene produciendo entre los
kirchneristas, la hipercorrupción del gobierno de Mauricio Macri solo viene mereciendo, entre los propios,
justificaciones y ocultamientos. La doble vara en la percepción de la ilegalidad es en Argentina
verdaderamente pasmosa. Las peores sospechas que pesan sobre la familia Kirchner son perfectamente
comparables con los negocios concedidos por Macri a su amigo Nicolás Caputo o las transferencias de
fondos a Fernando Niembro, temas que rara vez motivan indignación “republicana”. La causa que llevó a la
condena de Jaime es comparable a la del caso Iron Mountain, olvidado por la prensa, que roza al actual
presidente y marcha hacia la impunidad. La ilegalidad de los fondos utilizados en la campaña electoral y los
numerosos hechos de corrupción que involucran a funcionarios macristas tampoco generan angustias (por
mencionar sólo dos, el escándalo de los Swiss leaks del ministro Prat Gay o el procesamiento por el
megacanje del actual presidente del Banco Central) y lo misma vale para los casos de incompatibilidad que
ya afloran, por haberse designado a empresarios en cargos desde los que deben regular sus propios
negocios .

El destino de los Panamá Papers es revelador en este sentido. La aparición del propio Mauricio Macri en el
pequeño grupo de mandatarios en ejercicio con empresas off shore y la posterior revelación de que tenía
además una cuenta bancaria sin declarar en las Bahamas pasaron sin causar mayor revuelo. Las
explicaciones públicas de Macri llegaron tarde y plagadas de inconsistencias, lo mismo que las de una
docena de sus funcionarios, también mencionados en la filtración panameña. A pesar de todo ello, los
votantes, militantes y funcionarios de Propuesta Republicana (PRO) y aliados no han hecho hasta ahora
otra cosa que justificarlo o callar, esperando que el tema pase pronto al olvido. Los legisladores usaron su
mayoría en el Congreso para bloquear cualquier investigación parlamentaria. La prensa oficialista –que es
la amplia mayoría en la Argentina actual– realizó esfuerzos denodados para quitar las denuncias de las
primeras planas rápidamente. La manipulación de la información fue tan grosera, que motivó el hecho sin
precedentes de que dos diarios europeos –el Süddeutsche Zeitung, que inició la investigación por los
Panamá Papers, y Le Monde diplomatique– escribieran notas de indignación por el tratamiento del tema

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entre sus colegas argentinos.

Lamentablemente hay que decir que desde el campo intelectual también se puso sordina sobre el tema. Los
intelectuales que simpatizan con el macrismo, autoproclamados campeones de la República, no han dicho
esta boca es mía (igual que en su momento los kirchneristas de Carta Abierta) o, peor aún, han salido a
tratar de convencer a los lectores de que la corrupción es una patología que afecta exclusivamente a los
peronistas. Pero incluso entre los que no son tan cercanos al oficialismo se ha tratado a Macri, en este
punto, con guante de seda, cargando las tintas únicamente sobre el kirchnerismo y sin mencionar siquiera
los casos de corrupción que involucran al gobierno actual. Llama la atención, en este sentido, que la
principal plataforma de intelectuales críticos que existe en la actualidad –Palataforma 2012– se haya
tomado seis meses en publicar un documento de evaluación del gobierno de Macri en el que, sin embargo,
solo se refiere a la corrupción a propósito del de Cristina Kirchner y no se alude a los Panamá Papers ni a
los demás casos de corrupción ya evidenciados en los primeros meses del gobierno actual.

Para discutir seriamente el tema de la corrupción habrá que aprender a dejar atrás tanto la actitud de hacer
la vista gorda que tuvo el kirchnerismo como las dobles varas de sus enemigos. Pero además, va a ser
indispensable hacer visibles otros dos actores que permanecen hasta ahora poco identificados. Por un lado,
el empresariado: los dólares de los sobornos que reciben los funcionarios de cualquier partido parten de
empresarios. Las empresas son el principal origen de la corrupción y, sin embargo, su papel permanece
invisible. No casualmente, una de las pocas veces en las que se pudo identificar a empresarios involucrados
en un pago de sobornos fue en un caso de fines de los años ochenta y la lista incluyó una de las empresas de
la familia Macri, en la que el actual presidente ya oficiaba como ejecutivo. La corrupción –en Argentina y
en todas partes– es un lubricante esencial para la expansión del capital. Sin atacar ese foco, no hay debate
serio.

Por último, los medios de comunicación vienen desempeñando en Argentina un papel muy negativo en
estas temáticas. Durante años han participado en un festival de denuncias, dando cámara a cualquiera y
publicando historias sin ninguna fuente confiable, de modo que la sociedad ha perdido el modo de
identificar cuáles son hechos de corrupción reales y cuáles operaciones de prensa. Y, al mismo tiempo
–como se evidenció en los Panamá Papers– han ocultado o minimizado deliberadamente información
sobre hechos reales cuando les convenía políticamente. Un debate en serio sobre la corrupción deberá
ocuparse entonces también de la prensa, incluyendo la costumbre de muchos periodistas de recibir
mensualmente sobres de instituciones, embajadas y empresas para contribuir a su «buena onda» (algo ya
naturalizado, pero comparable a un político que recibiera «aportes» mensuales de un contratista del
Estado).

En fin, ojalá todo esto sirva para que tengamos en Argentina, de una buena vez, un debate en regla sobre la
corrupción. O dicho de otro modo, para que la indignación moral deje de ser un simple instrumento
selectivo de movilización facciosa. En un «país normal» no hay funcionarios arrojando bolsas de dinero en
conventos, pero tampoco hay presidentes con cuentas sin declarar en las Bahamas, ni medios de
comunicación o «republicanos intermitentes» para los que lo segundo no merece la misma consternación
que lo primero.

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