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Yace acá o allí, en el sofá pardo de piel artificial rígido y frío, distribuye su estar entre la reclinable

y chirriadora silla de oficina –de matices similares-, una banca con estructura de metal y
plataforma de madera sin respaldo alguno. Conjuntamente suele combinar alguno de ellos entre sí
para lograr ciertas actividades que lo distraen de la larga jornada. Es constante el destello de
rancio amarillo gastado por el tiempo y sumergido en polvo, ubicado a unos diez metros de
distancia aproximadamente que, fijo al concreto, permanece encendido hasta que despunta la
media noche, regularmente suele encender con cada golpe de monedas, llaves, dedos, a veces
alternan los gritos con silbidos y toques de claxon.

Con ello le sigue una rápida acción de descenso por la grises escaleras preguntando siempre
“¿buenas noches?”, encontrándose con gente de la más variada clase, genero, estatus y estados
de ebriedad. Muchas veces es repentinamente despertado por tenues sonidos que confunden su
estado consciente y lo hacen descender encontrando el umbral despoblado, tal vez víctima de una
broma, de un confundido por la resaca o por sí mismo.

Se encuentra a sí mismo en una “cueva de madera” rodeado de cierta comodidad que resulta
gratificante el saber que allí es libre de crear, de escuchar y pasearse por mitos de evos
inalcanzables por amargados y holgazanes. Ve pasar procesos y hechos, teorías y antítesis, dogmas
y escepticismo. Es allí libre de dibujar su musa, ser tocado por su influencia, dedicarle fragmentos
de diferente naturaleza.

Es ahora ella quien lo incita a escribir, componer lo absurdo e intangible, delinear conceptos
estéticos en frases halagadoras, compararla con sílfides y nereidas aunque habite en tierra
caliente, es ahora ella una habitante de su “cueva de madera”, deleitada por las graves frecuencias
de Charles Mingus y las cortas citas con que él acciona su cortejo.

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