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Todas la guerras son malas, pero las civiles son las peores

de todas. Es una sentencia universal, repetida a lo largo de


la historia, desde tiempos lejanos a la actualidad.[1]
Resultan además interminables y dejan cicatrices duraderas,
en la sociedad y en las memorias de quienes las combatieron.
Porque la paz no es lo que sucede a la conclusión de las guerra
civiles. Y sus consecuencias pueden marcar la historia de
varias generaciones.
El párrafo anterior se adapta con bastante precisión a lo que
muchos españoles piensan de la guerra civil que comenzó hace
ochenta años, a lo que han leído en libros y testimonios y
han escuchado en debates y disputas. Así, el significado de
esa guerra se construye de forma subjetiva, como si,
tratándose de un pasado tan traumático y violento, con culpas
colectivas, no fuera posible comprenderlo, más allá de la
opinión de cada uno.
Para reconstruir aquellos acontecimientos, al margen de mitos
y narraciones subjetivas, atendiendo a las causas, naturaleza
y consecuencias del conflicto, debemos ampliar el foco, las
fuentes y las técnicas de interpretación, e introducir la
comparación, una estrategia de investigación ajena a la
formación académica de la mayoría de los historiadores
españoles. No se trata de presentar el pasado de forma
“objetiva”, “con la verdad sin mancha ni pintura”, porque ya
sabemos que los hechos no llegan al historiador en estado puro,
sino indagar, a través de las similitudes y diferencias con
otros países de Europa, en los rasgos distintivos de la
historia de España en aquel turbulento periodo.[2]
Lo que prueba, en primer lugar, la reciente y abundante
historiografía sobre la guerra civil es que pueden coexistir
varias, y muy diferentes, narraciones e interpretaciones,
tanto desde el punto de vista empírico, como desde las
orientaciones teóricas y metodológicas. Esa pluralidad,
cuando se utiliza desde perspectivas críticas, desafía la idea
de una única y objetiva verdad, separada de la parcialidad
del observador. Y frente a lo que pueden creer muchos, que
consideran que no ponerse de acuerdo es una debilidad o una
demostración del carácter no científico del oficio del
historiador, el debate y la controversia constituyen una parte
esencial del conocimiento histórico.
Hay un planteamiento general en el que coincidimos muchos:
en la guerra civil española hubo varias y diferentes
contiendas, fruto de un conflicto de clases, político e
ideológico, pero resultado también de la defensa de otras
lealtades primordiales como las religiosas, lingüísticas,
familiares, regionales o nacionalistas. Fue una guerra de
clases, como puede comprobarse en los discursos, en los
comportamientos y en las manifestaciones de la violencia en
las dos zonas, pero también una guerra de religión, entre el
catolicismo y el anticlericalismo, una guerra en torno a las
ideas de la patria y de la nación, y una guerra de ideas, de
credos que estaban entonces en pugna en el escenario
internacional. En la guerra civil española cristalizaron, en
suma, batallas universales entre propietarios y trabajadores,
Iglesia y Estado, entre oscurantismo y modernización,
dirimidas en un marco internacional desequilibrado por la
crisis de las democracias y la irrupción del comunismo y del
fascismo.

En realidad, por mucho énfasis que pongamos en la memoria


enfrentada o en la confrontación entre historia y recuerdos,
los principales avances en el conocimiento de la guerra civil
se han producido porque un grupo notable de historiadores
plantearon grandes preguntas y reflexiones al material
investigado sobre las causas del golpe de Estado, la violencia
que generó, la internacionalización del conflicto, la
evolución política en las dos zonas y sus protagonistas. Hubo
que desafiar primero a la versión histórica de los vencedores
de la guerra civil y construir después desde un amplio abanico
de fuentes, muchas de ellas descubiertas con el acceso a nuevos
archivos, una historia diversa, plural, alejada de ortodoxias,
combinando los procedimientos analíticos y técnicos de la
investigación rigurosa con la imaginación y el cuidado
narrativo.

Eso es lo que creo que pretendieron, con los mimbres


disponibles entonces, hace ya más de cincuenta años, autores
como Gabriel Jackson, Hugh Thomas o Herbert R. Southworth y
siguen pretendiendo hoy las síntesis de Paul Preston, Anthony
Beevor o Helen Graham. Y así lo han sabido captar también los
historiadores españoles que, sin perder de vista los marcos
locales o regionales, han acudido a la síntesis para ofrecer
a los lectores todo lo básico que hay que saber y comprender.[3]

¿Por qué hubo una guerra civil en España? Esa es una pregunta
básica que algunos han intentado responder acudiendo a la
anomalía de la historia de España, donde la guerra civil
constituiría la culminación de una –larga en el tiempo– serie
de fracasos y carencias, y otros, con mucho más peso de las
lecturas políticas, situando a la Segunda República como
antecedente/causante y prólogo inevitable del conflicto
armado. Menos difundida entre los historiadores, pero mucho
entre el público en general, está la visión esencialista de
que la guerra civil española fue el resultado de odios
ancestrales en un país con una identidad y un destino
históricos muy inclinados a la violencia “entre hermanos”.

En los últimos años ha surgido una división entre quienes


consideran que ha habido una idealización de la República,
un “canon” ortodoxo sobre ese régimen, representado por
historiadores “progresistas”; y los que creen que lo que hay
es una nueva corriente académica “revisionista” que, con
“nuevas telas”, resucita las tesis de los vencedores de la
guerra sobre la “ilegitimidad” de la República.[4]

Entre 1910 y 1931 surgieron en Europa varias Repúblicas,


regímenes democráticos, o con aspiraciones democráticas, que
sustituyeron a monarquías hereditarias establecidas en esos
países secularmente. La mayoría de ellas, y algunas muy
significativas como la alemana, la austriaca y la checa, se
habían instaurado como consecuencia de la derrota en la
Primera Guerra Mundial. La serie había comenzado en Portugal,
con el derrocamiento de la monarquía en 1910, y la española
fue la última en proclamarse. La única que subsistió como
democracia en esos años hasta el estallido de la Segunda Guerra
Mundial, fue la de Irlanda, creada en 1922. Todas las demás
fueron derribadas por sublevaciones militares
contrarrevolucionarias, movimientos autoritarios o fascistas.
Pero el golpe militar de julio de 1936 fue el único que causó
una guerra civil. Y esa es la diferencia que conviene explicar:
por qué hubo una guerra civil en España.

Y para explicarla, no hace falta ir más allá de la sublevación


de julio de 1936. Sin esa sublevación, no habría habido una
guerra civil en España. Vista la historia de Europa de esos
años, y la de las otras Repúblicas que no pudieron mantenerse
como regímenes democráticos, lo normal es que la República
española tampoco hubiera podido sobrevivir. Pero eso no lo
sabremos nunca porque la sublevación militar tuvo la
peculiaridad de provocar una fractura dentro del Ejército y
de las fuerzas de seguridad. Y, al hacerlo, abrió la
posibilidad de que diferentes grupos armados compitieran por
mantener el poder o por conquistarlo.

La guerra civil se produjo porque el golpe de Estado militar


no consiguió de entrada su objetivo fundamental, tomar el
poder y derribar al régimen republicano, y porque, al
contrario de lo que ocurrió con otras repúblicas del periodo,
hubo una resistencia importante y amplia, militar y civil,
frente al intento de imponer un sistema autoritario. Sin esa
combinación de golpe de Estado, división de las fuerzas
armadas y resistencia, nunca se habría producido una guerra
civil. La quiebra del orden público –algo que no había ocurrido
nunca antes de julio de 1936– facilitó la actuación de grupos
militares fuera del Estado republicano, rompiendo la
legalidad y la subordinación al poder civil, y el
reclutamiento de milicias y grupos paramilitares.

Si el golpe militar hubiera logrado la conquista del poder,


no habría habido una guerra civil, sino una dictadura del tipo
que estaba comenzando a dominar en Europa en ese momento y
que se estableció en España a partir de abril de 1939.[5] No
triunfó, pero al minar decisivamente la capacidad del gobierno
para mantener el orden, ese golpe de Estado dio paso a la
violencia abierta, sin precedentes, de los grupos que lo
apoyaron y de los que se oponían.

De forma súbita, en unas pocas semanas, una revolución radical


y destructora se extendió como la lava de un volcán por las
ciudades donde la sublevación había fracasado. Allá donde
triunfó, los militares pusieron en marcha un sistema de terror
que aniquiló físicamente a sus enemigos políticos e
ideológicos. Y una vez puesto en marcha ese engranaje de
rebelión militar y respuesta revolucionaria, las armas fueron
ya las únicas con derecho a hablar.

La guerra no fue causada por la violencia de los años anteriores,


sino que fue ella la que causó esa violencia sin precedentes
con la que tanto la identificamos. Afirmar lo primero es volver
la historia al revés y comenzar por el final. Aunque va a ser
difícil desterrar el mito en el que se sostiene.[6]

La guerra civil española, como el resto de guerras civiles


del siglo xx, se manifestó en una lucha política violenta sobre
los principios básicos en torno a los cuales organizar el
Estado y la sociedad. Lo que comenzó en julio de 1936 fue una
lucha por la disputa del poder del Estado, que incluía el
aparato gubernamental, los mecanismos de coerción y la
administración pública.

La guerra civil y el proceso revolucionario que la acompañó


desde el principio se adaptan a la situación de “soberanía
múltiple”, acuñada ya hace años por Charles Tilly, en la que
la autoridad pública se divide entre dos o más poderes que
intentan dominar pueblos y territorios hasta entonces sujetos
a un solo régimen. En el caso español, la situación de
“soberanía múltiple” comenzó con el desmoronamiento del
Estado como consecuencia del fracaso relativo de la
sublevación militar, que dividió a España en dos, y finalizó
cuando, tras la victoria de uno de esos poderes y la derrota
del otro, emergió una nueva forma “soberana” de ejercer el
monopolio de la violencia y de organización del Estado y de
la sociedad.[7]

El historiador no solo narra, sino que ofrece también lecturas


críticas del pasado e introduce debates y diálogo con otros
investigadores, revisando mitos y lugares comunes,
enfrentándose a las mentiras y propaganda con cientos de
documentos y lecturas pertinentes.

El recurso a la comparación y a la sociología histórica es


fundamental para explicar la guerra civil como parte de la
quiebra del Estado, entender el contexto internacional del
conflicto y el modelo de nuevo Estado que comenzaron a forjar
los militares sublevados durante la guerra y que consolidaron
en la posguerra. Ortodoxias o revisionismos al margen, las
aportaciones más útiles son las que han combinado el enfoque
crítico y el empírico para situar en ese mirada telescópica
la relación entre el Estado y la guerra. Como han hecho los
mejores estudios sobre guerras civiles en el mundo
contemporáneo.

[1] “Todas las guerra son malas, pero la guerra civil es la


peor de todas, pues enfrenta al amigo con el amigo, al vecino
con el vecino, al hermano contra el hermano”: así comienza
Arturo Pérez Reverte La guerra civil contada a los jóvenes,
ilustrado por Fernando Vicente, Alfaguara, Madrid, 2015.
Diferentes ejemplos sobre ese “acuerdo casi universal”
aparecen en David Armitage, “Civil Wars, from Beginning… to
End?, American Historical Review, (2015), 120 (5), p. 1829.

[2] “La verdad sin mancha ni pintura” fue una expresión


utilizada por John B. Bury en la conferencia inaugural
impartida en 1902 cuando sucedió a Lord Acton como Regius
Professor de Historia Moderna en Cambridge. Utilizo aquí la
versión del texto que aparece en The Varieties of History.
From Voltaire to the Present, edición de textos básicos de
diferentes historiadores seleccionada e introducida por Fritz
Stern, Vintage Books, Nueva York, 1973 (primera edición en
1956), pp. 210-223. Que los hechos de la historia nunca nos
llegan a nosotros en estado “puro” es algo que popularizó
Edward H. Carr hace ya muchos años y había sido ya dicho por
los historiadores norteamericanos de la “New History” a
comienzos del siglo XX: ¿Qué es la historia?, Seix Barrral,
Barcelona, 1979 (primera edición en castellano en 1966), pp.
33 y 40.

[3] Habrá que recordar una vez más los caminos que abrió y
las influencias que generó la temprana obra de Herbert
Rutledge Southworth, El mito de la cruzada de Franco, Ruedo
Ibérico, París, 1963 (con edición francesa un año después).
La primera versión de The Spanish Civil War, de Hugh Thomas
fue publicada en 1961 y de 1965 es el libro de Gabriel Jackson,
The Spanish Republic and the Civil War (1931-1939). En Paul
Preston se encuentra la mejor continuación de esa tradición
de síntesis, rigor empírico y elegancia narrativa: La guerra
civil española (Debate, Barcelona, 2016). Una síntesis de los
años treinta la ofrecí en República y guerra civil
(Crítica/Marcial Pons, 2007) y la he actualizado, limitada
al periodo bélico, en España partida en dos. Breve historia
de la guerra civil española (Critica, Barcelona, 2013).
Destaca por la solvencia de sus planteamientos y la ambición
de abarcar los principales aspectos la reciente Historia
mínima de la guerra civil española (Turner/El Colegio de
México, 2016) de Enrique Moradiellos.

[4] El “canon” ortodoxo en Fernando del Rey, “Por la República.


La sombra del Franquismo y la historiografía ‘progresista’”,
Studia Historica, 33, 2015, pp. 301-326. Para las “nuevas
telas”, Chris Ealham, “The Emperor’s New Clothes:
“Objectivity and Revisionism in Spanish History”, Journal of
Contemporary History, 48(1), 2012, pp. 191-202.

[5] Hay excelentes estudios generales que se ocupan con


detalle de ese periodo que transcurrió entre el comienzo de
la Primera Guerra Mundial y el final de la Segunda. Destaco
a Mark Mazower, Dark continent: Europe’s twentieth century,
Penguin Books, Londres, 1999 (versión española en Ediciones
B, Barcelona, 2001) y la más reciente de Ian Kershaw, To hell
and back. Europe 1914-1949, Viking, Nueva York, 2015
(traducción al español en Crítica, Barcelona, 2015). Mi
aportación a ese tema en Europa contra Europa, 1914-1945,
Crítica, 2011.

[6] La quiebra del orden público resulta esencial para


explicar el origen de las guerras civiles y es un argumento
muy utilizado para comprender lo que pasó en Bosnia entre 1992
y 1995: Edward Newman, Understanding Civil Wars. Continuity
and Change in Intrastate Conflict, Roultedge, Londres, 2014,
pp. 120-122. La importancia de los factores internos o
externos en el inicio de tres guerras civiles europeas de aquel
periodo de 1914-1949 la introduje en “Civil Wars, Revolutions
and Counterrevolutions in Finland, Spain, and Greece
(1918-1949): A Comparative Analysis”, International Journal
of Politics, Culture and Society, vol. 13, n°3, 2000, pp.
515-537 (traducción al castellano de Julián Casanova [comp.]),
Guerras civiles en el siglo xx, Editorial Pablo Iglesias,
Madrid, 2001). Frente a esta tesis, uno de los autores que
más ha insistido en la violencia durante la República como
causa de la guerra civil es Stanley G. Payne y su más reciente
aportación, El camino al 18 de julio. La erosión de la
democracia en España (diciembre de 1935-julio de 1936), Madrid,
2016.

[7] Charles Tilly, From mobilization to revolution,


Addison-Wesley, Reading, Mass, 1978, pp. 189-222.

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