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Materia: Historia Moderna.

Cátedra: Campagne.
Clase: 27.
Fecha: 15 de noviembre de 2013.
Tema: La demonología radical y la caza de brujas (III).
Dictado por: Fabián Alejandro Campagne.
Corregido por: Fabián Alejandro Campagne.

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Ayer terminé preguntándome por qué Occidente se obsesiona con la figura del demonio como nunca antes
lo había estado de fines del siglo XIII en adelante. Yo creo que se pueden identificar cinco macroprocesos
históricos que nos ayudan a entender esta inquietud inédita respecto del diabolismo.

El primero es la reaparición de la herejía en el escenario europeo. La herejía estuvo ausente durante 500
años. Durante la segunda mitad del primer milenio desaparece como fenómeno cultural, desde que a
mediados del siglo VI el arrianismo terminó siendo reabsorbido por la ortodoxia. Pero las corrientes
heterodoxas resurgen súbitamente en torno al año 1022, cuando se descubre lo que se conoce como “el
conventículo de Orleans”. No resulta muy sencillo reconstruir la doctrina que profesaban estos herejes,
porque todas las fuentes que dan cuenta son hostiles. Todo indica que defendían postulados de corte
gnóstico y maniquea. Lo que sí podemos reconstruir es cual fue se destino: fueron condenados a la hoguera
por decisión del mismísimo rey de Francia, Roberto el Piadoso. El suplicio por el fuego era absolutamente
desconocido en la Europa de la época, por lo tanto generó un fenomenal impacto en el imaginario colectivo.
No existían antecedentes cercanos de que por motivo de creencias religiosas se quemara viva a la gente.

Hay que decir que estos sectarios de Orleans fueron los primeros herejes en ser ejecutados en Occidente
desde la decapitación de Prisciliano de Ávila en el 385. Prisciliano fue el único hereje condenado a la pena de
capital en función de sus creencias durante el primer milenio. Y aquí hay que hacer una salvedad: no fue
condenado a muerte por ninguna autoridad eclesiástica sino por el prefecto romano de la ciudad de
Tréveris; es más, la jerarquía de la Iglesia condenó la drástica decisión del funcionario imperial. El Papa
Siricio lo desautorizó públicamente, y el influyente arzobispo de Milán, San Ambrosio, lo excomulgó.
Durante el primer milenio los herejes no eran ejecutados en Occidente, no se los perseguía judicialmente.
Simplemente se los desterraba, se los aislaba, se los alejaba. Incluso un detestado heresiarca como Pelagio,

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por ejemplo, anatematizado por San Agustín de todas las formas posibles, no fue sometido a castigo
corporal alguno sino desterrado de Roma y confinado en Siria por orden del emperador.

Ahora bien, a partir del año 1022 la herejía se tornó un fenómeno crónico en Occidente. Comenzaron a
descubrirse conventículos como el Orleans en muchas ciudades del norte de Italia y del sur de Alemania.
Para mediados del siglo XII estos grupúsculos aislados ya se habían transformado en movimientos de masas,
como es el caso movimiento albigense y de la herejía valdense.

La pregunta es qué tiene que ver esta reaparición de la herejía con la nueva obsesión por la figura del
demonio característica del tardo Medioevo La relación es bastante directa. Ustedes saben que para la
tradición cristiana el demonio era el padre de todas las herejías. El era considerado autor de todos los
scripts, de todos los guiones herético. Satán era quien daba letra a los grandes heresiarcas. Entonces
resultaba lógico que si la herejía volvía al centro de la escena en Europa, el demonio, que era considerado su
principal impulsor, también lo hiciera. Si la herejía estaba ahora un poco por todas partes, pues entonces
Satán también lo estaba. Donde abundaba la creencia desviada el demonio imperaba.

El segundo de los macroprocesos históricos que explica la creciente neurosis generada por la figura del
Enemigo por antonomasia es la revolución feudal y el auge de las ciudades. A partir de mediados del siglo XI
comenzó la etapa de mayor crecimiento del feudalismo, que alcanzó su pico en el siglo XIII, precisamente la
misma centuria en la que empezó a construirse la demonología radical. Este feudalismo que no paraba de
expandirse interna y externamente, no podía dejar de provocar un profundo desorden en el cuerpo social,
porque no se trataba de una expansión planificada y orgánica, sino espontánea y caótica. La estructura de
clases típica de la anterior Europa ruralizada colapsó. Aparecieron clases sociales nuevas, como la burguesía.
Los actores sociales comenzaron a adquirir una movilidad geográfica que antes no tenían (un Marco Polo,
posible en el siglo XIII, hubiera resultado un fenómeno impensable en el siglo VIII). Surgieron escenarios
nuevos, como las ciudades, que además albergaron formas de contestación social nuevas, como la herejía
popular, fuertemente asociada a la plaza pública. Las ciudades comenzaron a configurar laberintos
inextricables, madrigueras en las cuales la disidencia ideológica podía camuflarse con absoluta facilidad, y
transformarse en una otredad interna que resultaba muy difícil detectar. Es por ello que para los poderes
laicos y religiosos, inmersos en sendos procesos de centralización de sus estructuras de dominación, se
tornaba imperioso disciplinar a esta sociedad caótica que para fines del siglo XII había ya derrumbado la
mayoría de las jerarquías en torno de las cuales se estructuraba el mundo anterior al estallido de la
revolución feudal.

¿Y qué relación guarda este fenómeno con la creciente preocupación generada por el demonio? Para la
tradición cristiana Satán no sólo era el padre de todas las herejías, sino también la figura del desorden, del
caos por antonomasia. Era también el padre de todos los rebeldes. La primera revolución de la historia la
había liderado Lucifer, de hecho; se trataba una revuelta fracasada pero de una revuelta al fin. El demonio
aparecía entonces como la metáfora perfecta pera representar el desorden y el caos imperante. Pero
además, en un período en el que los levantamientos urbanos y campesinas se tornaron muy frecuentes, el
diablo comenzó a ser utilizado como una herramienta muy eficaz para deslegitimar a todo aquel que se
atreviera a desafiar a la autoridad constituida. No es casualidad que se volvieran muy frecuente en las
revueltas tardomedievales, llegando incluso hasta la rebelión de las Comunidades de Castilla de 1520, las
acusaciones de herejía lanzadas contra los sublevados, simplemente por el hecho de serlo. Se trataba de una
definición más política que dogmática de la heterodoxia, una herejía configurada no porque se atacaba
algún dogma de la creencia sino porque se desafiaba el poder de los legítimos gobernantes.

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El tercero de los macrofenómenos que explican el desasosiego provocado por Satán es el catarismo, que
supuso el máximo desafío para la iglesia institucional en la Baja Edad Media. Primero, porque su doctrina era
muy audaz, y segundo porque el movimiento albigense demostró una fenomenal capacidad para pensarse y
armarse como iglesia paralela. El catarismo era una doctrina dualista. Lo que hacía era otorgar un estatus
cuasi-divino al principio del mal, considerarlo una entidad tan eterna e increada como el dios del bien. Para
los albigenses, pues, Satán estaba en el centro mismo de su doctrina. Es por ello que para rebatir mejor los
argumentos de estos neo-maniqueos, la teología ortodoxa tuvo que ponerse a pensar la figura del demonio
con una profundidad, con una sistematicidad como nunca antes había sido necesario hacerlo. La teología de
fines del siglo XIII se vio obligada a abocarse a la construcción de una ciencia del demonio, con el objeto de
terminar de cerrar todas las cuestiones doctrinales que la teología del primer milenio había dejado abiertas.
Hubo que resolver todas las ambigüedades, que no pudieron o no quisieron resolver los Padres de la Iglesia,
porque ahora el enemigo cátaro lo exigía, al afirmar que el demonio tenía un estatus cercano al de la
mismísimo divinidad, con la cual parecía combatir de igual a igual. Los teólogos oficiales tenían que
demostrar que Satán era otra cosa, y para ello tenían que comenzar a estudiarlo mejor. El catarismo
contribuyó, entonces, a poner en la agenda teológica al demonio, en un lugar de privilegio que nunca había
tenido. En cualquier tradición intelectual hay temas que se ponen de moda, y a los ángeles caídos les cupo
esa suerte de mediados del siglo XIII en adelante.

Cuarto de los macrofenómenos históricos que explican el desvelo que el mundo diabólico comenzó a
provocar en la Edad Media tardía: el auge de la confesión auricular. Esta auge fue provocado por una
decisión que adoptó el Cuarto Concilio de Letrán en 1215 –el mismo que transformó en dogma la doctrina
de la transubstanciación. Esta asamblea ecuménica impuso a los católicos de todo el obre una obligación
que continúa vigente en la actualidad: la de confesar sus pecados al menos una vez al año durante el
periodo pascual. Gracias a esta decisión conciliar la confesión se puso de moda, y ello obligó a la autoridad
religiosa a explicar a los fieles la manera correcta de acercase al sacramento, los modos de llevar a adelante
el examen de conciencia, la mayor o menor gravedad de los distintos pecados. Es en este contexto de
reformulación del ritual de la penitencia que la teología moral impulsó una transformación que también
ayudó a pensar cada vez más en el demonio: el reemplazo del antiguo esquema de los siete pecados
capitales por el Decálogo veterotestamentario. El modelo de los 10 mandamientos tiene por lo menos dos
ventajas. Primero, posee base escrituraria, está en la Biblia, pues aparece en el libro del Éxodo; el esquema
de los siete pecados capitales, por el contrario, no es mencionado en las Sagradas Escrituras: fue un invento
de la espiritualidad del desierto, de los ermitaños y anacoretas que invadieron la Tebaida entre los siglos IV a
VII, y en concreto del más intelectual de todos ellos, el único gran teólogo que tuvieron los Padres del
desierto, Evagrio del Ponto.

Pero el Decálogo tenía también una segunda ventaja sobre los siete pecados capitales: permitía jerarquizar
las faltas. El esquema de los Diez mandamientos dejaba en claro que los pecados más graves eran los que
violaban los tres primeros mandamientos, que reglaban las relaciones entre Dios y los hombres, mientras
que los siete restantes reglaban las relaciones de los hombres entre sí. Y a su vez, los pecados más graves de
todos eran los que incumplían el primer mandamiento, el precepto que fundaba el excluyente y celoso
monoteísmo hebreo: “No tendrás dioses ajenos a mí”. ¿Cuáles son los pecados que violaban el primer
precepto del Decálogo? La idolatría y la apostasía, que como ustedes ya saben, eran faltas muy ligadas al
demonio. Satán, además de ser el padre de todas las herejías y de todos los rebeldes, era el padre de todos
los paganismos. El diablo también había inventado todas las falsas religiones, para apartar a los hombres de

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la fe verdadera. Este esquema de los Diez mandamientos también contribuyó, a su manera, al
empoderamiento de la figura del demonio característico de la época.

El quinto y último de los procesos históricos que ayudan a entender la creciente demonofobia tardo-
medieval es la reforma del monacato occidental. Este proceso comenzó en el 910, cuando se fundó la orden
de Cluny, cuyo objetivo era reformar el monacato de corte benedictino, que estaba en decadencia, en gran
medida a causa del laxismo moral y el relajamiento de costumbres provocado por el abandono de los rígidos
preceptos de la regla del fundador, San Benito de Nursia. Siguieron luego otros esfuerzos reformistas: en el
1084 el monje alemán San Bruno fundó la orden de los cartujos, extremadamente estricta, y en 1098
Roberto de Molesmes funda la orden del Císter, que después tendrá en San Bernardo a su referente más
importante.

Ahora bien, para mantener elevada la moral de estos monjes sometidos a una reforma severa de
costumbres, comenzaron a redactarse exempla, fábulas moralizantes en las cuales el demonio siempre
aparecía como el adversario máximo de la reforma del convento o de la orden en cuestión. Si la antigua
regla monástica establecía que los monjes tenían que levantarse antes del alba para comenzar sus faenas,
en los exempla el demonio aparecía como la figura que tentaba a los religiosos perezosos para que se
quedaran en la cama un par de horas más; si la regla determinaba que ciertos días a la semana había que
realizar un estricto ayuno, el diablo aparecía como la figura que tentaba a los monjes golosos para que
robaran comida en la cocina, y así de seguido. Ven ustedes que por las exigencias dramáticas de este género
literario específico, que era el exemplum monástico, se ponía en escena un demonio sustancialmente
diferente del agustiniano, más autónomo e independiente, no tanto un mandadero de Dios cuanto un
agente que parecía actuar motu proprio. En estas historias el diablo no aparecía tanto como el justo azote
del réprobo cuanto como el incansable enemigo del justo. Esta visión de un enemigo más amenazante, más
libre, se mantuvo encerrada en los monasterios durante siglos, hasta que a comienzos del siglo XIII fue
exclaustrada por las órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos. Las órdenes religiosas de matriz
benedictina por lo general fundaban sus monasterios lejos de las ciudades, a las que odiaban, pues
representaban todos los vicios imaginables, la corrupción típica de Sodoma, Gomorra y Babilonia, el ámbito
de todas las perversiones e inmoralidades. Benedictinos, cluniacenses, cistercienses y cartujos buscaban
aislarse del mundo, y así se encerraban en sus monasterios para rezar, trabajar la tierra y copiar libros en los
scriptoria. Las órdenes mendicantes eran exactamente lo contrario. No huían de las ciudades, pues su misión
era reconquistarlas. Fueron pensadas como máquinas aculturizadoras, que tenían que disputarle a los
herejes cada metro cuadrado de la plaza pública. Pues bien, fueron estos predicadores dominicos y
franciscanos los que comenzaron a dar publicidad al emancipado demonio de las fabulas monacales y lo
instalaron en el imaginario colectivo popular, gracias a sus multitudinarios sermones y predicaciones al aire
libre. Esta visión del demonio de corte anti-agustiniano se expandió, y entonces también contribuyó a
profundizar la creciente obsesión por el demonio que venimos analizando.

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Pasemos a analizar cómo se construyó la nueva ciencia del demonio del siglo XIII en adelante. Recuerden lo
que les decía ayer: que la demonología es un lenguaje que se fabrica en la Edad Media pero se habla en la
Edad Moderna.

La demonología radical escolástica se construye en tres tiempos:

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1) el periodo que se extiende entre las décadas de 1250 y 1270, cuyo protagonista excluyente fue
Santo Tomás de Aquino, reinventor de la disciplina madre de la demonología, que era la
angelología, reinvención sin la cual no podría haber habido una ciencia del demonio sistemática.
2) la década de 1320, cuyo protagonista principal fue el Papa Juan XXII, quien publicó una bula –clave
en los avances de la intolerancia religiosa en Occidente- la Super illius specula, a partir de la cual se
terminó de construir una categoría revolucionaria, la noción de “hecho herético”, factum
hereticale.
3) el período que se extiende entre c. 1430 y 1486, fecha en que se publica en Speyer el Malleus
Maleficarum. Esta es la fase en la cual terminó de elaborarse el complejo demonológico y se
terminó de diseñar el estereotipo del sabbat.

La tercera fase, centrada en el siglo XV, nos ocupó gran parte de la clase del viernes pasado, por éso quiero
centrarme ahora en el primero y en el segundo tiempo de construcción de la demonología radical.

Vamos a empezar con la angelología tomista. Tomás de Aquino adoptó una postura revolucionaria respecto
del problema angelológico. Sobre pocos temas escribió tanto y de manera tan original como lo hizo respecto
de las entidades intermedias. Hay un dato que lo confirma. En tiempos de la escolástica era costumbre
designar a los grandes autores con un mote, que permitía aludir a ellos sin mencionarlos explícitamente. Por
ejemplo, Duns Scoto era el Doctor Sutil, Guillermo de Ockham era el Doctor Invencible, San Alberto Magno
era el Doctor Universal, San Buenaventura era el Doctor Seráfico, Gabriel Biel era el Doctor Profundísimo, el
jesuita Francisco Suárez era el Doctor Eximio, Lutero era el Doctor Hiperbólico (desde la perspectiva satírica
de Erasmo). Pues bien, ¿cuál era el sobrenombre que recibió Tomás de Aquino? Para todo el mundo él era el
Doctor Angélico, el teólogo de los ángeles.

Dos son los aportes que la angelología de Tomás de Aquino hizo a la futura demonología radical: la doctrina
de la absoluta inmaterialidad de las naturalezas angélicas, y la doctrina de la radical perversión de los
ángeles caídos.

Empecemos por la primera. Para el Aquinate los ángeles y demonios son entidades espiritualmente puras,
incorpóreas, inmateriales. No hay en ellas grado alguno de materia. Tomás Aquino las llama “inteligencias
separadas”, separadas de la materia. Son intelectos puros, desencarnados. El rótulo mismo “fisicalidad
angélica” resultaba un sinsentido para el santo italiano.

Con esta doctrina Tomás de Aquino tiraba por la borda un milenio de tradición teológica previa, porque
vimos que si bien los Padres de la Iglesia no habían resuelto la cuestión, tendían a decantarse por la teoría
del cuerpo sutil, del cuerpo etéreo: ángeles y demonio tendrían cuerpos solo que constituidos por una
materia inasible, como el fuego, como el aire. Por lo tanto, para los referentes de la Patrística el único ser
realmente incorpóreo e inmaterial era la divinidad. Todavía cien años antes de que Tomás de Aquino
desarrollara su carrera como intelectual, San Bernardo defendía la teoría agustiniana de los cuerpos sutiles.

Hace ya varios siglos que la teoría de la absoluta inmaterialidad de las naturalezas angélicas adquirió un
estatus cercano a la ortodoxia en la teología católica. Ya había alcanzado esta posición, de hecho, para
comienzos de la Edad Moderna. En el siglo XVI se decía que si bien la inmaterialidad de ángeles y demonios
no era un dogma de la Iglesia –una creencia del orden de lo indiscutible–, negarla o ponerla en entredicho
suponía si no una herejía, al menos una temeridad manifiesta. Ahora bien, para mediados del siglo XIII esta
tesis resultaba absolutamente novedosa, audaz, original, por lo que más admiración genera la valentía que
el Aquinate tuvo en defenderla y difundirla.

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De todos modos, y en aras de la precisión histórica, hay que decir que Tomás de Aquino no fue el primero
que sostuvo esta teoría en el siglo XIII. El primero que la sugirió fue un teólogo de primera mitad de la
centuria, Guillermo de Auvernia, obispo de Paris. Sin embargo, este hombre era un pésimo teólogo, un
pensador inconsistente y con débil base filosófica. Si bien fue él quien propuso la nueva teoría de la
inmaterialidad absoluta de los ángeles, no logró otorgarle solidez teórica. Correspondió a Santo Tomás,
entonces, blindar la nueva doctrina con una consistencia impresionante, casi científica, y es por ello que la
misma se asocia con su figura. Más allá de algún que otro oscuro antecedente, pues, no cabe dudas de que
el parteaguas en materia angelológica es Santo Tomás de Aquino.

Hay un hecho que resulta muy sorprendente. El Aquinate no fue madurando la teoría de la inmaterialidad
poco a poco, a lo largo de su carrera como pensador, tal como en un principio podríamos suponer. Por el
contrario, ya desde sus primeras obras de juventud afirma sin tapujos que ángeles y demonios carecen de
cuerpos naturalmente unidos a ellos. La idea aparece ya claramente formulada en la primer gran obra del
dominico, equivalente a nuestras actuales tesis de doctorado. Me refiero al Scriptum super Sententiis
Magistri Petri Lombardi (Escrito sobre las Sentencias del Maestro Pedro Lombardo). En la Baja Edad Media
los doctorados en teología consistían en comentarios al Libro de las Sentencias que el italiano Pedro
Lombardo compiló en la década de 1150. Todas las disertaciones relativas a la materia teológica consistían
en glosar este manual de carácter general, que lo que único que hacía era enumerar problemas teológicos
irresueltos, sin proponer la mayoría de las veces soluciones consistentes. El Libro de las Sentencias era una
obra muy poco original, pero por ello mismo resultaba muy apta para disparar la imaginación de los jóvenes
intelectuales que iniciaban sus carreras universitarias. Pues bien, en el Scriptum super Sententiis (en la 2ª
parte, distinción 8, artículo 1) el joven Tomás de Aquino afirma, sin ponerse colorado: “angeli neque boni
neque mali habent corpora naturaliter unita: hac enim esse non potest” (“ningún ángel, ni bueno ni malo,
posee un cuerpo a él naturalmente unido, pues esto es imposible”). La doctrina de la absoluta
inmaterialidad reaparecerá después en las grandes obras de madurez del pensamiento tomista. Por
ejemplo, en la célebre Suma contra gentiles (II parte, capítulo 49): “ex praemissis autem ostenditur quod
nulla substantia intelectualis est corpus” (“de lo dicho hasta aquí se desprende que ninguna sustancia
intelectual es cuerpo”); y en la monumental Suma Teológica (I parte, quaestio 50, artículo 1): “unde necesse
est ponere, ad hoc quod universum sit perfectum, quod sit aliqua incorporea creatura” (“para que el universo
sea perfecto, hace falta que existan algunas criaturas incorpóreas”).

¿Por qué Tomás de Aquino rompió de semejante manera con la tradición previa? ¿Por qué decidió en
materia angelológica ubicarse en la vereda opuesta de autores tan prestigiosos e influyentes como San
Agustín y San Bernardo? No resulta fácil explicarlo. Se han ofrecido muchas hipótesis al respecto. Una de las
más interesantes la propuso recientemente una historiadora norteamericana, Dyan Elliott, quien sostiene
que este giro doctrinal fue una consecuencia de las exigencias de la polémica anticátara. Los albigenses en el
sur de Francia, desde fines del siglo XII, defendían una cosmología realmente muy extraña. Afirmaban que
los ángeles caídos, tras el fracaso de la revolución de Lucifer, habían sido encerrados como castigo en
prisiones corporales. Los seres humanos no seríamos, pues, sino ángeles castigados que hemos perdido la
memoria de nuestro pasado angelical –la amnesia era parte del castigo, obviamente. Los cátaros pensaban,
sin embargo, que la divinidad se había apiadado de estos espíritus sancionados, y les había abierto una
puerta para que recuperaran el estatus celestial perdido. Les otorgó la posibilidad de ocupar ocho cuerpos
sucesivos (lo que hoy llamamos reencarnación o metempsicosis era una pieza clave de la visión del mundo
cátara). El objetivo de estas reencarnaciones sucesivas era que el espíritu angélico iniciara un proceso de
purificación. Con cada vida que transcurría los hombres –en rigor de verdad, los ángeles caídos encerrados

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en cuerpos– debían aumentar el desprendimiento respecto del perverso mundo de la materia, creación del
dios del mal. Si durante la octava existencia alcanzaban un total desprecio por el orden material, una pureza
absoluta, pues entonces cuando aquel cuerpo moría el espíritu angélico que lo habitaba podía recuperar su
condición originaria y retornar a la corte celestial. Si no lo conseguía, había que comenzar todo el ciclo de
nuevo.

Pues bien, según Dyan Elliott la teoría de la absoluta inmaterialidad de ángeles y demonios estaba pensada
para rebatir los argumentos de los cátaros. En el primer milenio, el enemigo principal de la Iglesia era el
politeísmo, el paganismo. Lo que por entonces hacía falta era alejar lo más posible a las entidades
intermedias –ángeles y demonios– de la divinidad, para evitar que se las divinizara. A dicho objetivo
resultaba funcional la teoría de los cuerpos etéreos, de los cuerpos sutiles: sólo Dios era un ser
espiritualmente puro; los ángeles y los demonios no lo eran, puesto que poseían cuerpos. Pero en el siglo
XIII el enemigo era otro, y había que provocar entonces el efecto contrario. Para rebatir a los albigenses,
ahora había que alejar a los seres humanos de los ángeles. Había que explicarle a los herejes neo-maniqueos
que los seres humanos y los ángeles no tenían punto de contacto alguno, que eran razas diferentes, que
pertenecían a órdenes del ser distintos, que eran seres tan inmiscibles como el agua y el aceite. Pues bien, a
este objetivo resultaba funcional la doctrina de la absoluta inmaterialidad de las naturalezas angélicas, como
antes, al combate contra el politeísmo, había resultado funcional la teoría del cuerpo sutil.

El segundo aporte que la angelología tomista hace a la futura ciencia del demonio es la doctrina de la radical
perversión de los ángeles caídos. El objetivo de esta tesis era acabar con la ambigüedad moral de corte
folclórico que todavía perduraba, tal como hemos visto, en muchos exempla monásticos de comienzos del
siglo XIII, como los de Cesario de Heisterbach. Como ustedes recordarán, este cisterciense aludía a diablos
bondadosos, confiables, arrepentidos, justos, capaces de obrar el bien y que sufrían porque no podían
salvarse. Tomás niega de plano esta ambigüedad moral, pues dirá que los demonios son entidades
absolutamente perversas. No pueden obrar el bien. Si parece que lo hacen, hay que tener en cuenta que
siempre tendrán segundas intenciones maléficas. Tampoco pueden arrepentirse del mal que realizan.
Después de la caída la maldad cristalizó en su voluntad. Su voluntad quedó fijada en “modo perverso”, y
resulta inmodificable. Por ello mismo no resultan confiables. Si en ocasiones dicen alguna verdad es para
camuflar las miles de mentiras que transmiten a los hombres. Tomás de Aquino recomendaba a los hombres
no entablar ningún tipo de relación con los demonios, porque éstos terminarían indefectiblemente
dominándolos. Lo que los seres humanos tienen que hacer es combatirlos, nunca invocarlos o entrar en
diálogos con ellos. Esta tesis tomista derivará luego en la condena de la magia ceremonial o nigromancia.
Esta disciplina pretendía, a través de la sabiduría del nigromante, dominar a los demonios. Los espíritus
malvados eran invocados por el oficiante del ritual mágico para cumplir órdenes, para ponerse a su servicio.
La teología ortodoxa dirá que ello resulta imposible. Un hombre de ninguna manera puede dominar a los
demonios, porque éstos siempre terminarán resultando más poderosos e inteligentes que cualquier ser
humano, incluso que el más sabio de los hombres. El nigromante cree que domina a los ángeles caídos pero
en realidad es dominado por ellos. Es un poco lo que sucede en la fábula del Doctor Fausto, quien cree que
manda pero siempre es Mefistófeles el que mueve los hilos y deriva los acontecimientos hacia el desenlace
final, la irremediable condena eterna del alma del nigromante.

Bueno, estos son los dos aportes que hace Tomás de Aquino a la demonología radical: la teoría de la
absoluta perversión de los ángeles caídos y la teoría de absoluta inmaterialidad de las naturalezas angélicas.

ESTUDIANTE: ¿Los demonios no pueden salvarse?

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PROFESOR: - Para Tomás los demonios son criminales irrecuperables. Aunque cabe aclarar que no siempre
se pensó así. Hay una célebre doctrina de la Patrística, la de la apocatástasis, formulada por Orígenes de
Alejandría. Orígenes vive durante el siglo III, y por lo tanto es bastante anterior a San Agustín. No es santo,
aún siendo un Padre de la Iglesia, porque defendió algunas tesis que serían declaradas heréticas después de
su muerte. Orígenes, desde un posición abiertamente neoplatónica, pensaba que al final de los tiempos
hasta el demonio se arrepentiría y entonces se salvaría. En ocasión de la Parusía pecadores y no pecadores
retornarían a Dios y volverían a conformar una unidad inescindible. Indefectiblemente llegaría el día en que
todos los seres inteligentes, incluidos Satán y los ángeles rebeldes, entrarían de nuevo en amistad con su
Creador, y Él «será todo en todos». Alcanzado este punto, todo lo no espiritual volvería a la nada, y la unidad
originaria de Dios y de toda criatura espiritual sería restaurada. Esta doctrina de Orígenes tenía implicancias
teológicamente riesgosas, como ustedes se darán cuenta. Primero, suponía que el infierno no era eterno.
Segundo, que Dios castigaba el pecado solamente con penas medicinales. Tercero, que el fuego del infierno
es un fuego meramente purificador. Esta interpretación exageradamente optimista fue rechazada por la
abrumadora mayoría de los teólogos posteriores.

Volvamos a la inmaterialidad de la naturaleza angélica de Tomás de Aquino. Si Dyan Elliott tiene razón, y la
doctrina de la absoluta inmaterialidad ofreció sólidos argumentos contra los cátaros, también es cierto que
provocó otros problemas, problemas nuevos. La absoluta inmaterialidad tornó mucho menos creíbles las
acciones atribuidas a los ángeles y a los demonios. ¿Cómo explicar de manera consistente y sólida desde un
punto de vista filosófico, que las criaturas intermedias, ahora concebidas como entes carentes de cuerpos,
podían sin embargo producir efectos reales en el mundo de la materia? ¿Cómo explicar que entidades que
carecían de cuerpos podían sin embargo actuar sobre otros cuerpos? La doctrina tomista amenazaba con
desactivar la figura del demonio justo en un siglo como el XIII, en el que se la necesitaba más que nunca para
descalificar de manera absoluta a las grandes herejías populares, por entonces en su apogeo. Es por ello que
la angelología tomista puede concebirse como una suerte de “física angélica”, pensada para resolver las
inconsistencias y contradicciones generadas por la doctrina de la absoluta inmaterialidad. El silogismo
aristotélico, que como saben estaba en la base de la dialéctica escolástica, tenía que extremarse hasta sus
mismísimo límites para probar de manera consistente que, a pesar de carecer de cuerpos naturalmente
unidos a ellos, ángeles y demonios podían producir efectos reales, mensurables y observables en el mundo
de la materia. De lo contrario, de nada servirían los ángeles y demonios desde un punto de vista práctico.

Esta esforzada ingeniería teológica ensayada por Santo Tomás se observa con mucha claridad cuando lo
vemos en la Suma Teológica tratando de solucionar dos problemas complejos. Primero, si ángeles y
demonios, a pesar de carecer de cuerpos naturalmente unidos a ellos, podían mover y trasladar objetos
materiales. Y segundo, si ángeles y demonio podían engendrar descendencia, es decir, reproducirse.

Empecemos por la primera cuestión. Tomás de Aquino responde afirmativamente al primer dilema: las
naturalezas angélicas pueden mover objetos porque la divinidad las ha dotado con la virtud natural del
movimiento local. Se trata de una característica natural, desde la perspectiva escolástica. No estamos
hablando aquí de “milagro”. Así como la divinidad dotó al fuego con la habilidad natural de quemar, a la
leche con la capacidad de nutrir, al águila con una vista extraordinaria, o al sabueso con un olfato fuera de la
común, de la misma forma dotó a ángeles y demonios con la virtud del movimiento local.

“Movimiento local” es un término que Tomás de Aquino extrae de la física aristotélica, es decir, de una de
las ciencias de punta de la época. Se trata de la misma estrategia que la teología había empleado con la
doctrina de la transubstanciación: poner la filosofía y la metafísica de la época al servicio de las creencias
religiosas. Después de todo, uno de los objetivos máximos de la escolástica era la simbiosis entre fe y razón.

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Para Aristóteles, el movimiento local, físicamente hablando, era el más perfecto de todos los movimientos
corpóreos, porque era aquél en el cual móvil y motor estaban en contacto. ¿Cómo razonaba Tomás de
Aquino? Partía del supuesto de que la naturaleza espiritual era superior a la material, y consecuentemente
era propio de ella moverla. Es lo que sucede con el alma, piensa el teólogo. El alma era el agente espiritual
que dotaba de movimiento al cuerpo humano. El alma, en tanto principio espiritual, dominaba al cuerpo,
principio material. Ahora bien, por designio divino el alma estaba indisolublemente ligada a un determinado
cuerpo, por lo que no podía mover otros objetos materiales. Pero los ángeles no estaban atados a un cuerpo
determinado. En este sentido eran como almas libres, que podían mover cualquier objeto. ¿Cómo? Bastaba
con que un ángel se posara sobre el objeto que deseaba mover, para que, infundiéndolo con su voluntad, lo
trasladara sin importar su tamaño, su peso, o la distancia que había que recorrer. Observen como existe un
claro fundamento mecanicista en el razonamiento, porque Tomás de Aquino no admite la posibilidad del
movimiento a distancia. Debía haber contacto entre el motor –el ángel– y el móvil –la cosa que se
transporta. Si pensemos en los términos de la época, la creencia deja de parecernos absurda, ridícula, pues
de inmediato comprendemos que tenía fundamentos filosóficos y científicos sólidos. Veamos cómo lo dice
el Aquinate con sus propias palabras, para que vean que yo no estoy sobreinterpretando nada. El fragmento
que voy a leer se halla en Suma Teológica, primera parte, quaestio 110, artículo 3: “Si los cuerpos están
sujetos a los ángeles en cuanto al movimiento local. (Se responde Tomás) La naturaleza corporal está por
debajo de la espiritual y por otra parte el movimiento local es el más perfecto de los movimientos. De todo lo
cual se prueba que es naturalmente conforme a la naturaleza corporal ser movida inmediatamente por la
naturaleza espiritual con movimiento local, habiendo contacto. Y vemos también que el movimiento con que
el alma perenne principalmente mueve al cuerpo es el movimiento local, porque el alma está en contacto con
el cuerpo. Los ángeles tienen la virtud menos restringida que la de las almas. La virtud motriz del alma se
concreta al cuerpo a ella unido. En cambio, la virtud del ángel no está circunscripta a cuerpo alguno,
pudiendo por tanto mover localmente cuerpos a los que no está unido”.

Los demonólogos temprano-modernos van a justificar la teoría de la transvección aérea de brujos y brujas
partiendo de esta formulación cientificista de Santo Tomás, pero también a partir de un fragmento bíblico
extremadamente funcional a la legitimación de la doctrina del movimiento local. Se trata de una anécdota
que se encuentra en el último capítulo del Libro de Daniel, el cuarto de los profetas mayores. La referencia
bíblica es Daniel 14, 33–36: “Vivía a la sazón en Judea el profeta Habacuc. Éste, después de haber preparado
una comida y desmenuzado pan en un plato, se dirigía al campo a llevárselo a los segadores, pero el ángel
del Señor le dijo a Habacuc: ‘Lleva toda la comida que has preparado a Daniel, que está en el foso de los
leones’. Habacuc dijo: ‘Señor, no he ido jamás a Babilonia, y no sé dónde está el foso. Pero el ángel del Señor
lo tomó de la cabeza, y llevándole asido por los cabellos lo puso en Babilonia, encima del foso, con la rapidez
de su soplo”. Creo que el relato resulta transparente. Nabucodonosor, cansado de las diatribas de Daniel,
ordena arrojarlo a un foso repleto de leones hambrientos. Por intervención de la divinidad los animales
respetan al profeta, quien sin embargo se ve entonces ante el riesgo de morir de hambre. Entonces se le
aparece un ángel a Habacuc, que se hallaba en Judea a cientos de kilómetros, y le ordena destinar la comida
que había preparado para los peones rurales a la alimentación de Daniel. Con todo el sentido común del
mundo Habacuc le dice al ángel que desconoce cómo llegar hasta Babilonia, que además quedaba muy lejos.
Por toda respuesta, el espíritu lo toma de los pelos y con la velocidad de un soplido lo deposita en plena
Mesopotamia asiática.

Este fragmento bíblico será luego repetido hasta la náusea por todos los demonólogos de la Edad Moderna,
porque como fundamentación escrituraria del vuelo de las brujas resultaba inmejorable. Por ejemplo,

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veamos cómo glosa la historia de Daniel y Habacuc el franciscano español Martín de Castañega, en su
Tratado de las supersticiones y hechicerías (Logroño, 1529): “Leemos que el ángel llevó a Habacuc de Judea a
Babilonia con la comida que llevaba a los segadores para que diese de comer a Daniel, que estaba en
Babilonia en la cueva de los leones. Y dice que lo llevó de un cabello de la cabeza, solo para denotar la virtud
y poder de un ángel para llevar a un hombre. Así leemos y hallamos que el demonio, y cualquier ángel bueno
o malo, por su virtud y poder natural, puede llevar a cualquier hombre que para eso estuviese obediente,
permitiéndolo Dios, por los aguas, aires y mares”. Observamos que Castañega exagera la anécdota. El texto
original sostiene que el ángel tomó de los pelos a Habacuc, mientras que el franciscano afirma c. 1530 que el
espíritu lo tomó de un solo cabello, nada más que para alardear de la virtud natural que poseía para
trasladar y mover objetos materiales.

La resolución satisfactoria de esta cuestión del movimiento local de los ángeles y demonios resultaba clave
para el futuro de la demonología radical temprano-moderna. Porque si no se resolvía de forma que resultara
creíble, iba a perder todo fundamento científico-filosófico una de las piezas claves del estereotipo del
sabbat, sobre la cual se basó la represión judicial de la brujería a partir de 1430: la transvección aérea, el
vuelo nocturno hacia el aquelarre. El vuelo de los demonólatras, lejos de ser un simple dato de color, una
cuestión menor más propia de cuentos de hadas que las discusiones filosóficas serias, era el factor que
otorgaba a la nueva secta de brujos y brujas toda su inédita peligrosidad. Gracias a la transvección aérea los
adoradores del demonio poseían ni más ni menos que el don de la ubicuidad, que ninguna secta de herejes
anteriores había disfrutado. Los miembros de este nuevo complot que comienza a perseguirse a partir de
1428 podían trasladarse, gracias al poder natural de los demonios, de un extremo a otro del continente con
la velocidad de un soplo. ¡Cuánto más peligrosa que ninguna de las anteriores sería una secta cuyos
integrantes podían trasladarse de San Petersburgo a Dublín, o de Estocolmo a Nápoles en la lapso de pocos
segundos!

La segunda cuestión en la que se involucra Tomás de Aquino para probar que ángeles y demonios, a pesar
de carecer de cuerpos, podían producir efectos reales en el mundo de la materia, giraba en torno de la
cuestión de la capacidad reproductiva de las inteligencias separadas. En este caso Tomás responde
negativamente: precisamente porque carecen de dimensión corpórea los espíritus desencarnados no
pueden engendrar descendencia. Sin embargo, aclara el Aquinate, pueden manipular la sexualidad humana,
de manera de terminar provocando de todos modos el nacimiento de nuevos seres humanos.

Para demostrar esta tesis el dominico va a hilvanar dos doctrinas, que no fueron formuladas por él pero que
nadie antes había interrelacionado ni desarrollado con tanto detalle: la de los cuerpos virtuales y la del
incubato. ¿Qué sostiene la primera teoría? Está claro que para Tomás de Aquino los ángeles y los demonios
no poseían cuerpos naturalmente unidos a ellos. Ello no obstaba para que las entidades intermedias
pudieran fabricarse cuerpos falsos, virtuales, temporarios, pensados para cumplir una misión en un lugar y
en un tiempo determinados. Cuerpos descartables, en una palabra. Tomás de Aquino los llama simulacra,
simulacros de cuerpo. Los demonios –también los ángeles– pueden fabricarse cuerpos virtuales a partir de
porciones de aire rarificado, condensado, o incluso a partir de materias orgánicas diversas. Estos cuerpos
podían adquirir la apariencia, tamaño y peso de los cuerpos reales, de tal forma que a los seres humanos les
puede resultar imposible descubrir el engaño. Se trata del mismo fenómeno natural que tiene lugar cuando
se forman las nubes, sostiene Tomás. Todo el tiempo vemos cómo las nubes adoptan formas extrañas y
caprichosas, incluso diferentes colores y texturas. Pues bien, los demonios pueden realizar lo mismo pero
con mucho mayor arte. Fíjense la diferencia con la teoría de los cuerpos etéreos del primer milenio, que
eran cuerpos naturalmente unidos a las naturalezas angélicas. Esta teoría de los cuerpos virtuales, en
cambio, postula la posibilidad de que existan cuerpos artificialmente unidos a ángeles y demonios.

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En el paradigma tomista esta tesis de los cuerpos virtuales se fusiona con la teoría del incubato, una creencia
de origen folklórico que Tomás de Aquino resignificó en función de los postulados de la más erudita filosofía
de la época. Según el santo dominico, en el contexto de esta manipulación de la sexualidad humana los
demonios podían cumplir diferentes roles según el momento. Podían actuar como súcubos o íncubos. Un
ángel caído podía inicialmente fabricarse un falso cuerpo de mujer, según el procedimiento que antes
describimos. Se convertía así en demonio súcubo, “el que yace debajo de”. Munido con dicho pseudo-
cuerpo, el diablo se aproximaba al lecho en el que dormía un varón adulto, con el objeto de excitarlo y
provocar así una emisión seminal. Producida la polución nocturna, el demonio debía actuar con suma
rapidez, porque según la primitiva biología de la época el poder generador del semen humano residía en el
calor del fluido. El diablo debía moverse con celeridad para que el líquido seminal no se enfriara y perdiera
sus virtudes reproductivas. Debía de inmediato fabricarse otro cuerpo virtual, un falso cuerpo de hombre,
convirtiéndose ahora en demonio íncubo, “el que yace encima de”. Con esta nueva apariencia debía, “con la
velocidad de su soplo”, trasladarse a un lecho en el que estuviera descansando una mujer e introducir en su
cuerpo el semen antes obtenido, fecundándola, preñándola. Como se habrán dado cuenta, se trata de un
curioso caso de inseminación artificial preternatural.

Ahora bien, Tomás subrayaba una y otra vez que el producto de esta cruza no era un hijo del demonio, sino
del hombre y de la mujer cuya sexualidad había sido manipulada por los espíritus del mal. Los ángeles y
demonios no podía reproducirse, pero lo que le interesaba probar a Tomás de Aquino no era ésto, sino el
hecho de que podían producir efectos reales en el mundo de la materia.

¿Cuál era el sentido de esta manipulación diabólica? ¿Qué objetivo perseguían los demonios por medio de la
práctica del incubato? Los teólogos fueron sugiriendo diferentes respuestas. En tiempos de la escolástica
bajomedieval se decía que el principal objetivo de los espíritus del mal era burlarse del sacramento del
matrimonio e inducir a los hombres y mujeres al pecado de lujuria. En tiempos del Malleus Maleficarum,
200 años más tarde, la explicación se había sofisticado un poco: Heinrich Krämer pensaba que el objetivo de
la generación de seres humanos por medio del incubato era incrementar endogámicamente el número de
integrantes de la secta, porque los así nacidos pasarían a convertirse en el futuro en brujos y brujas. Por
último, la demonología barroca sugerirá una explicación aún más siniestra: el sentido de este procedimiento
diabólico era conseguir materia prima fresca para los sacrificios humanos que se practicaban en los
aquelarres (recordemos que a las brujas también se les acusaba de filicidas).

Veamos cómo el propio Aquinate explica esta serie de teorías concatenadas en la Suma Teológica (primera
parte, quaestio 51, artículo 2): “Si los ángeles asumen cuerpos. Si bien el aire, en el estado ordinario de
rarefacción, no tiene plasticidad ni retiene el color, sin embargo al condensarse se puede moldear y colorear,
como se observa en las nubes. Y así es como los ángeles toman cuerpos formados del aire, condensándolos
por virtud divina, cuanto sea necesario, para plasmar el cuerpo que han de asumir”.

En el artículo siguiente de la misma quaestio explica la teoría del incubato. El lenguaje del texto latino
original resulta sexualmente explícito. Son los traductores católicos del siglo XX los que por pacatería o
pudor recurren a eufemismos para evitar utilizar términos que podían resultar ofensivos para sus lectores.
Cito: “Si los ángeles ejercen acciones vitales en los cuerpos que asumen. San Agustín dice que muchos de los
que lo experimentaron o que lo oyeron de los que lo habían experimentado, aseguran que los faunos y los
silvanos, vulgarmente llamados íncubos, han requerido muchas veces a las mujeres y consumado la unión
con ellas. Por consiguiente, negar estos hechos sería un descaro. Pero aun suponiendo que alguna vez nazcan
hombres del comercio con los demonios [“comercio con los demonios” es una perífrasis del traductor; el
término original en latín que usa Tomás es “coito”], no son engendrados de un principio vital segregado por

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el demonio o por el cuerpo que lleva unido, sino tomado con este objeto de algún hombre, como sucedería
por ejemplo si el demonio se hace súcubo con respecto a un hombre, y después íncubo con una mujer. Pues
también toma las semillas de algunas cosas para que se engendren cosas distintas. Y en este caso, el hijo que
nace no es el hijo del demonio, sino del hombre que suministró el principio de la generación” [“principio de la
generación” es otra lítote del traductor; la expresión que utiliza Tomás de Aquino en latín es “semen”].

Pero Tomás de Aquino sostiene algo más respecto de la cuestión del incubato. Partiendo siempre desde una
perspectiva abiertamente biologicista, afirmará que el conocimiento que Satán poseía del mundo natural le
permitía seleccionar las características físicas de los niños cuyo nacimiento provocaba por medio del
procedimiento que ya conocemos Observen lo que sostiene el santo italiano en su comentario a las
Sentencias de Pedro Lombardo (II parte, distinción 8, artículo 4): “daemones possunt scire virtutem seminis
decisi ex dispositione ejus a quo decisum est (los demonios pueden saber la disposición del semen sacado
por la disposición de aquel hombre a quien se le ha sacado), et similiter mulierem proportionatam ad
seminis illius susceptionem (y también la mujer adecuada para la recepción del semen), et etiam
constellationem juvantem ad effectum corporalem, scilicet optimae complexionis in genito (y también la
constelación que ayude al efecto corpóreo, es decir, a que se de una óptima complexión en el generado):
quibus omnibus concurrentibus, possibile est genitos corpore magnos esse vel fortes (concurriendo todas
estas circunstancias, es posible que los concebidos sean grandes y fuertes). Sorprende constatar cómo
Tomás de Aquino parece adelantarse varios siglos a las peores pesadillas de manipulación genética
imaginadas durante el siglo XX. Pienso, por ejemplo, en la novela Un mundo feliz que Aldous Huxley publica
en 1932. Muchas centurias antes Tomás de Aquino pensó algo similar, sólo que a mediados del siglo XIII los
agentes de la cría de seres humanos no eran psicópatas nazis o dictaduras tecnocráticas sino demonios
íncubos y súcubos. Insisto, una vez más, en el carácter mecanicista, biologicista, cientificista del
racionamiento.

Seguimos mañana.

Desgrabado por Miguel Mejía Robledo

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