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Historia Moderna.

El señorío en la Edad Moderna


Campagne teórico - El señorío en la Edad Moderna
“Una economía en transición: las transformaciones del sistema productivo en Europa de los siglos
XVI al XVIII”. “La lenta agonía del feudalismo: evolución del señorío entre la crisis del siglo XIV y las
revoluciones liberales”.
Yo comenzaría diciendo lo siguiente: el señorío feudal es, sin dudas, una de las dos grandes
estructuras (el polo dominante) que debemos identificar y analizar si pretendemos comprender en
profundidad la evolución del campo europeo preindustrial en ese larguísimo período de tiempo
que se extiende entre los siglos XI y XIX. La otra estructura fundamental que hay que estudiar e
individualizar es la comunidad campesina, la comunidad rural preindustrial, que es el polo
dominado de la relación social sobre la cual se funda la feudalidad en Occidente.
El señorío feudal posee muchas peculiaridades, pero hay una particularmente muy sorprendente:
su extraordinaria capacidad de perduración. Nace y se consolida en el siglo XI, y todavía continúa
siendo una institución activa y potente hasta muy entrado el siglo XIX, particularmente en
regiones como el área mediterránea y Europa Oriental. Esta constatación supone un problema:
¿de qué manera podemos definir al señorío feudal? ¿Qué definición le cabe a una institución con
semejante capacidad de supervivencia y metamorfosis? Porque resulta claro que ninguna
institución humana pudo haber durado más de diez siglos si no tuvo al mismo tiempo una
fenomenal capacidad para reinventarse. ¿De qué manera podemos destilar la esencia de un
fenómeno, el señorío feudal, que simultáneamente era una realidad política, pero también una
realidad económica, social e incluso cultural? Yo recurro todos los años a una definición muy
básica y elemental, pero al mismo tiempo didáctica, que es la que propuso hace unas décadas un
historiador español que falleció muy joven, Salvador de Moxó, experto en la historia de la nobleza
castellana de los siglos XIV y XV. De Moxó definía al señorío feudal en los siguientes términos: se
trata del conjunto de tierras claramente delimitadas que conformaban la propiedad eminente y el
área de jurisdicción de un sujeto denominado señor. Se trata de una definición de manual, pero
que tiene la virtud de identificar y poner en primer plano los dos elementos constitutivos del
complejo feudal maduro (elementos que, cabe la aclaración, en dicho complejo se presentan
fusionados e imbricados, hasta el punto de que resulta artificial separarlos): me refiero, por un
lado, a la propiedad del suelo, y por el otro, al poder sobre los hombres, a la dominación política.
El señorío feudal pleno, que es el que nos interesa, nace en el siglo XI. Es, por lo tanto, un retoño
de la revolución del año 1000. Irrumpe cuando comienzan a superponerse dos fenómenos
claramente distinguibles desde una perspectiva analítica: el señorío dominical y el señorío
jurisdiccional (éste último seguramente mucho más conocido por los términos que alguna vez
popularizara Georges Duby: señorío banal o de ban). En efecto, en la Baja Edad Media o en la Edad
Moderna, en el siglo XIV o en el XVII, todo señor feudal, en tanto titular de un complejo dominical,
antes que nada era un terrateniente, un representante de la gran propiedad a nivel micro. Pero
simultáneamente, en tanto titular de un señorío jurisdiccional, este mismo señor feudal era,
además de un latifundista, un detentador privado de parcelas de poder público, de parcelas de
poder soberano a nivel local.
En nuestro período, los titulares de los dominios feudales podían ser laicos o eclesiásticos. Los
grandes jerarcas de la Iglesia Católica, los obispos, arzobispos y abades, por lo general eran
titulares de jurisdicciones feudales. En segunda lugar, los titulares de los señoríos podían ser
individuos o colectivos. Una ciudad (pensemos en el ejemplo paradigmático de las italianas o de

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las alemanas) podía ser señora feudal colectiva del hinterland rural que la rodeaba. Lo mismo
sucedía con los monasterios, los conventos y los cabildos catedralicios: perfectamente podían ser
titulares colectivos de señoríos. En tercer lugar, los titulares de las jurisdicciones feudales podían
ser masculinos o femeninos. Las mujeres podían heredar dominios feudales por vía paterna o
incluso matrimonial. Me vienen a la mente las famosas châtelaines francesas, llamadas así no
porque hubieran nacido en el reino de Castilla sino porque eran propietarias patrimoniales de un
castillo, es decir, señoras feudales. Pero lo más importante de todo era, en cuarto lugar, que en la
Edad Moderna los titulares de los señoríos podían ser nobles o plebeyos. En la Europa de los siglos
XVI a XVIII no era necesario poseer un título de nobleza para ser señor feudal. La modernidad es,
en Occidente, un período en el cual el fetiche de la mercancía ha contaminado ya a la mayoría de
los símbolos nobiliarios. Por entonces todo se compraba y se vendía, incluidos los títulos de
nobleza, los blasones y los escudos de armas, las genealogías, los cargos burocráticos, e incluso los
señoríos. Cualquier burgués enriquecido podía adquirir un dominio señorial (si la corona o algún
señor particular lo ponían en venta). Sin embargo, no por ello el adquirente se transformaría en un
noble. Sería de allí en más un señor feudal con todos los atributos que ello implicaba, pero la
compra de la jurisdicción de ninguna manera lo ennoblecía ipso facto. Quizás su hijo, o con mucha
más probabilidad su nieto, alcanzarían el estatus aristocrático. Pero él, con toda seguridad no. Y no
por ello dejaba de tener los poderes propios de un potentado feudal.
¿Resulta posible trazar una distinción entre señorío dominical y jurisdiccional y, además,
estudiarlos por separado? Creo que sí se puede. En un texto de 1608 Loyseau sostenía que, aún
cuando en Francia la conjunción entre feudo y justicia se daba desde muy antiguo (en su
terminología, “feudo” equivale a lo que nosotros llamamos “señorío dominical”, y “justicia” a lo
que denominamos “señorío jurisdiccional” o “banal”), nunca había resultado plena ni sistémica,
porque se trataba de piezas que remitían a órdenes de realidad diferentes: la propiedad de la
tierra era un fenómeno del orden de lo socioeconómico, y el poder sobre los hombres era un
fenómeno del orden de lo sociopolítico.
Ahora bien, no sólo desde un punto de vista analítico o teórico resulta posible diferenciar entre
señorío dominical y jurisdiccional, sino que también resulta posible diferenciarlos desde una
perspectiva histórica, desde el punto de vista de los procesos históricos realmente existentes. En
ciertos períodos específicos de la historia de Occidente ambas clases de señoríos existieron por
separado. El señorío dominical, de hecho, es más antiguo que el banal. Aquellos enormes
dominios carolingios de fines del primer milenio eran puros señoríos dominicales, no tenían
componente jurisdiccional alguno, por la simple razón de que todavía no existía el señorío banal.
El señorío banal es hijo de la revolución del año mil, ya lo hemos dicho, y por lo tanto no podía
existir en el siglo IX, porque por entonces todavía perduraban las estructuras centralizadas de
dominación política trabajosamente construidas por el régimen carolingio.
Por otro lado, si me traslado al otro extremo del arco cronológico, voy a poder observar el
fenómeno opuesto: señoríos jurisdiccionales con escaso desarrollo dominical. Es lo que sucedía en
la España de la primera mitad del siglo XVII, en el período de los llamados Austrias Menores. En
dicho tiempo y espacio específicos puedo encontrarme con señoríos que eran pura jurisdicción, en
los cuales el componente territorial se hallaba reducido a su mínima expresión. ¿Por qué motivo?
Porque por razones de índole fiscal los reyes de España creaban señoríos nuevos y los vendían al
mejor postor. Ahora bien, estos señoríos nuevos se creaban en áreas de la meseta castellana en
las que la propiedad del suelo en manos de productores libres estaba muy consolidada desde
hacía siglos, desde los tiempos de la Reconquista. Podía darse entonces el caso de que estos
nuevos señores feudales no fueran dueños siquiera de un metro cuadrado de tierra dentro de la
jurisdicción en la cual ejercían poder político, dentro de la cual poseían, por ejemplo, derechos de

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justicia. El fenómeno que estoy describiendo puede resultarles confuso, porque en cierto sentido
común historiográfico existe la tendencia a identificar al señorío con la tierra, y yo vengo acá a
decirles que los señoríos también podían ser meras circunscripciones sin relación necesaria ni
directa con la propiedad del suelo.
Bien, para ser intelectualmente honesto debo decir, sin embargo, que los dos ejemplos extremos
que acabo de presentar de ninguna manera eran la norma en nuestro período. De la Baja Edad
Media en adelante, y cada vez más a medida que fue avanzando la Edad Moderna, en el mundo
real, en el mundo de los procesos históricos reales, cada vez resultaba más difícil separar lo
dominical de lo jurisdiccional. El ejemplo acabado de esta imbricación señorial entre poder político
y económico es lo que sucedía en el norte de Francia. En esta región, si partimos de los
documentos la mayoría de las veces resulta artificial determinar, por caso, qué tributos feudales se
legitimaban a partir del señorío dominical, y qué tributos tenían su origen o derivaban del
complejo banal.
Ahora bien, a pesar de lo que nos sugiere el caso del norte de Francia, yo voy a insistir con mi
intención de presentar y analizar por separado ambas clases de señorío. Y ello por dos motivos.
Primero porque, lo acabamos de ver, analíticamente resulta viable trazar la distinción. Lo hacen
los especialistas en la actualidad y también lo hacían los especialistas en la Edad Moderna. Y en
segundo lugar, por razones didácticas, porque les va a resultar mucho claro a ustedes si
problematizo por separado ambos componentes del complejo feudal maduro, que si los desarrollo
en forma simultánea y entremezclada.
Así que pasamos ahora, sin solución de continuidad, a trabajar sobre el señorío dominical, también
conocido en los fuentes españolas de época como “señorío solariego”, y en los documentos
franceses como “seigneurie foncière”.
En la Edad Moderna, aunque también en los siglos de la Baja Edad Media, todo complejo
dominical, todo latifundio señorial, constaba de dos secciones claramente identificables: las
tenencias campesinas dependientes y la reserva señorial. Las tenencias campesinas dependientes,
o “tenencias a censo”, eran tierras que se consideraban cedidas a perpetuidad por un señor a un
conjunto de pequeños productores directos contra el pago de cargas anuales como contrapartida
por la cesión perpetua del derecho de uso. En Francia, el conjunto de estas tenencias campesinas
dependientes dentro de los complejos dominicales recibía el nombre de censive. La reserva
constituía, por el contrario, la tierra bajo dominio directo del señor, y como tal, la única de la cual
podía considerarse propietario en el sentido que actualmente le damos al término. Bueno, yo voy
a comenzar a analizar el censive, porque histórica y conceptualmente resulta mucho más complejo
que la reserva, que es un fenómeno bastante más simple.
Acá me tengo que plantear otra pregunta central: ¿cuál era el mecanismo a partir del cual la
abrumadora mayoría de los pequeños productores directos, de los campesinos de subsistencia,
accedían al usufructo del suelo en la Edad Moderna? Esta es una pregunta que admite una única
respuesta posible: ese mecanismo era la “enfiteusis feudal”. Es fundamental subrayar el adjetivo:
feudal.
La enfiteusis es muy antigua en tanto institución. Aparece ya en el derecho romano clásico, en el
antiguo derecho civil latino, como un tercer mecanismo, como una tercera vía, un ius tertium para
el acceso al usufructo del suelo. En otras palabras, los juristas latinos no pensaron dos sino tres
mecanismos para legitimar el acceso a la tierra: el dominium, la locatio, y la enfiteusis. Para
comprender la especificidad de esta última tenemos que repasar las características del dominio y
de la locatio, que son bastante más conocidas. ¿Qué se entiende por dominio? Es el término
técnico con el cual el derecho civil de matriz romana denomina lo que nosotros, desde nuestro

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sentido común cotidiano, solemos denominar propiedad privada plena sobre los objetos
materiales. “Dominio” es, de hecho, la palabra que emplea el legendario Código de Vélez Sárfield
de 1869 para definir la propiedad. Vélez define al dominio como el derecho real en virtud del cual
una cosa se encuentra sometida a la acción y a la voluntad de una persona. El dominium implica,
por lo tanto, el pleno derecho de uso del objeto que se posee. Pero no sólo eso, pues implica
varias facultades más: el pleno derecho de enajenación de la cosa (el derecho a venderla, trocarla,
arrendarla, regalarla, prendarla), el derecho de transferir el bien en cuestión a los herederos, y
finalmente, el derecho de destruir el objeto poseído (dentro de ciertos límites, por supuesto, pues
dicha destrucción no debe perjudicar la integridad física ni los bienes de terceros).
La locatio, por el contrario, es el término técnico que el derecho civil de matriz latina usa para
nombrar lo que desde nuestro sentido común cotidiano denominamos alquiler o arrendamiento
de bienes muebles e inmuebles. La locatio se puede definir como la cesión temporaria del derecho
de uso, del derecho de usufructo, del derecho de goce de un bien, por medio de un contrato. La
locatio siempre debe tener carácter contractual. Este contrato necesita poseer determinadas
características: debe ser consensual, oneroso (por definición la locatio exige una contraprestación
por la cesión temporaria del derecho de uso), sinalagmático o bilateral (impone exigencias a
ambas partes), y por último, y ésto es lo más importante para la definición del concepto, el
contrato debe ser de duración limitada. Debe quedar claro que la locatio no genera presunción de
propiedad alguna en beneficio del inquilino y en perjuicio del propietario, en beneficio del
locatario y en perjuicio del locador, en beneficio del arrendatario y en perjuicio del arrendador.
Frente a estos dos claros mecanismos de acceso al usufructo del suelo ya desde la antigüedad
clásica aparece la enfiteusis como una tercera opción. No por ello dejó la enfiteusis de ser siempre
una categoría relativamente exótica para el mundo jurídico romano. De hecho, no se trata siquiera
de una palabra de origen latino sino griego. Enfiteusis en griego significa algo así como
“implantación”. Los antiguos juristas latinos nunca se sintieron cómodos con la enfiteusis porque
este instituto jurídico proponía algo que para muchos de ellos resultaba del orden de lo
impensable: dividir el dominio, partir la propiedad privada plena en dos dominios diferentes, un
dominio útil y un dominio directo. Queda claro pues, que antes que nada la enfiteusis era una
fenomenal ficción jurídica, un ejemplo más de la casi infinita capacidad del discurso jurídico de
inventar la realidad. Lo que la enfiteusis pretendía instalar era, de hecho, la sensación de que un
objeto, una parcela de tierra por ejemplo, podía tener dos propietarios al mismo tiempo, aunque
con diferentes derechos sobre la cosa.
¿De qué manera podía surgir durante la Baja Edad Media o durante la Edad Moderna una nueva
tenencia campesina bajo régimen enfitéutico en Europa Occidental? Esta clase de tenencia
campesina dependiente nacía cuando el propietario de una porción de suelo disfrutada hasta
entonces bajo dominio pleno e indiviso, decidía ceder a perpetuidad, “por siempre jamás” como
decían las fuentes españolas tardo-medievales, a un pequeño productor directo, a un campesino
de subsistencia, a un tenente, al que ya podemos comenzar a llamar “enfiteuta”, uno de los dos
dominios creados por la enfiteusis, el dominio útil, es decir, el derecho de uso de dicha tierra, pero
reservándose para sí el otro de los dominios creados por la enfiteusis, el dominio directo, que le
garantizaba el derecho a percibir, también a perpetuidad, también sin fecha de vencimiento,
cargas anuales como contrapartida por la cesión permanente del usufructo de dicha porción de
suelo. En las fuentes españolas de la Edad Moderna, estos derechos anuales perpetuos de carácter
enfitéutico eran definidos como “derechos debidos a un señor por aquellos cuyas tierras se
consideran graciosamente cedidas por él”.

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En el marco de un señorío feudal, y muy especialmente cuando el que estaba cediendo para
siempre el usufructo de una parcela era el titular del señorío, toda cesión de tierras suponía
mucho más que una simple operación inmobiliaria. Como quien estaba entregando tierra era un
señor feudal, es decir, un terrateniente pero también un detentador privado de parcelas de poder
soberano a nivel local, dicha cesión automáticamente daba nacimiento a una relación genérica de
vasallaje, a una relación de dependencia personal, política, clientelar, en otras palabras, extra-
económica, perfectamente equiparable al vínculo feudo-vasallático intra-nobiliario que ordenaba
las relaciones al interior del universo aristocrático. La porción de tierra que el señor entregaba a
un campesino enfiteuta perfectamente equivalía al feudo territorial que un noble de mayor
jerarquía entregaba a un noble de menor jerarquía o feudatario. Uno, el feudatario, sería de allí en
más un vasallo noble de dicho señor, mientras que el otro, el enfiteuta, sería un vasallo no noble,
pero vasallo al fin. Por ello mismo, dado que uno de los beneficiados con una cesión de tierras era
un aristócrata y el otro no, el reconocimiento de vasallaje se realizaba de manera diferente en
ambos casos: el enfiteuta se reconocía vasallo de su señor pagando todos los años las cargas
perpetuas; el feudatario, por su parte, dado que en tanto noble no pagaba cargas, debía reconocer
el señorío del titular del dominio por medio de prácticas de orden simbólico, prestando homenaje
y jurando fidelidad y obediencia al potentado feudal en cuestión. Pero más allá de estos matices,
lo que debe quedar claro es que la enfiteusis feudal suponía una forma elemental, rudimentaria,
poco glamorosa de vasallaje, pero una forma de vasallaje al fin y al cabo. Y ello es importante
porque nos ayuda ahora a diferenciar la enfiteusis feudal del simple arrendamiento convencional.
Ya hemos diferenciado la cesión enfitéutica de las operaciones de compra-venta, de los regalos o
donaciones gratuitas, y de la circulación de dones y contradones. Ahora cabe que la diferenciemos
la locatio clásica, porque aun cuando en la Edad Moderna el arrendamiento podía pactarse por
períodos muy prolongados (9, 15 o 18 años), dicho acuerdo no generaba relación de vasallaje ni
relación de dependencia personal alguna. La enfiteusis feudal, por el contrario, sí lo hacía. En la
Edad Moderna, en tanto arrendatario yo no era vasallo de ningún señor particular. Pero en tanto
enfiteuta, sí lo era.
Lo que no podemos perder de vista es que en el marco de la enfiteusis feudal el dominio útil o
derecho de usufructo en poder de los campesinos enfiteutas, era una propiedad. El enfiteuta
podía libremente transferir a sus herederos su dominio útil, podía enajenarlo libremente,
venderlo, sub-arrendarlo, incluso hipotecarlo, y todo ello sin requerir la autorización previa del
señor feudal local, es decir, del propietario del dominio directo de dichas tierras. Por supuesto que
quien compraba una tenencia bajo régimen enfitéutico sabía muy bien lo que estaba adquiriendo:
era consciente de que no estaba comprando una tierra bajo régimen de dominio pleno, sino un
“derecho de uso perpetuo contra el pago de cargas perpetuas”. Pero ese “derecho de disfrute
perpetuo gravado con cargas también perpetuas” lo estaba comprando. De allí en más se
convertía en su propiedad.

En consecuencia, la distinción rígida entre “posesión” y “propiedad”, a la que a menudo se recurre


de manera facilista para intentar explicar este régimen de propiedad campesina tan particular, no
sólo resulta inadecuada sino errónea, porque en el marco de la enfiteusis feudal no existía
oposición entre posesión y propiedad: la posesión era una propiedad. El enfiteuta era dueño del
derecho de uso de su tierra, era propietario de la posesión.
Ahora bien, ¿cuán segura y estable era este tipo de propiedad campesina en nuestro período? La
respuesta quizás los sorprenda. En gran parte de Occidente se trataba de una propiedad muy
sólida. Y cada vez lo fue más a medida que transcurría la Edad Moderna. ¿Por qué? Porque el

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señor feudal, el titular de los dominios directos, no tenía manera de recuperar los dominios útiles
alguna vez enajenados, por él o quizás por alguno de sus antepasados, a menos de que el
enfiteuta interrumpiera el pago de las cargas anuales por un período de tiempo prolongado, plazo
que consuetudinariamente en la Edad Moderna estaba fijado en tres años, un poco por todas
partes. Pero si el enfiteuta jamás interrumpía el pago de las cargas anuales, o si lo hacía por
períodos de tiempo breves, el señor feudal no tenía forma de recuperar los dominios útiles
enajenados, es decir, no tenía facultad alguna para expulsar al campesino de su tierra. En lugares
como España y Francia, incluso, no bastaba siquiera con que el tenente interrumpiera los pagos
por más de tres años. Si ello sucedía, el señor debía accionar en los tribunales, reclamar por vía
judicial, porque si no lo hacía, dicha omisión tácitamente se tomaba como reconocimiento de que
el señor daba por extinguida la relación enfitéutica con dicho campesino, y que el dominio de la
parcela se había vuelto a unificar pero ahora no en beneficio del latifundista sino del pequeño
productor directo.
¿Por qué motivos un potentado feudal podía abstenerse de reclamar ante la justicia derechos que
le correspondían? Sucede que la justicia de Antiguo Régimen era en extremo gravosa. Muchas
veces las parcelas en disputa eran marginales, y por lo tanto, la renta que iba a poder recuperarse
en caso de que el señor ganara el juicio la mayoría de las veces no compensaba el costo de
litigación. Digamos a manera de ejemplo que fue gracias a esta vía informal pero extremadamente
eficaz que la enfiteusis terminó retrocediendo dramáticamente en Cataluña durante el siglo XIX.
Van a leer para el examen final un artículo de la investigadora española Rosa Congost que analiza
esta cuestión. Congost observa lo siguiente: a lo largo del siglo XIX diversos regímenes liberales
españoles aprobaron leyes que impulsaban una ordenada supresión de la enfiteusis. Sin embargo,
y para sorpresa de los mismos legisladores, la abrumadora mayoría de los campesinos catalanes –
el Principado era una de las regiones ibéricas donde más desarrollado estaba este régimen de
propiedad campesina dependiente– no se acogían a estas leyes supuestamente diseñadas para
convertirlos en propietarios plenos del suelo. ¿No les interesaba a los campesinos catalanes
reunificar el dominio de sus tierras en beneficio propio? La explicación del fenómeno es bastante
sencilla. Estas leyes a las que estamos aludiendo permitían que los campesinos se convirtieran en
dueños plenos de sus tierras siempre y cuando pagaran una importante indemnización a los
antiguos señores feudales del área, teóricos propietarios de los dominios directos de dichas
tenencias campesinas. Sin embargo, desde fines del siglo XVIII, y mucho más aún con las guerras
de comienzos del XIX, muchos enfiteutas catalanes habían dejado de pagar las cargas anuales, y
sus antiguos señores no habían hecho nada al respecto, no habían interpuesto ningún recurso de
queja ni operado en tribunales. Así habían transcurrido décadas. ¿Por qué, entonces, un
campesino que desde hacía décadas había dejado de pagar las cargas enfitéuticas iba ahora a
abonar una sustanciosa indemnización para convertirse de iure en lo que ya era de facto, el
propietario pleno del suelo de su heredad? He aquí un ejemplo maravilloso de cómo en ocasiones
las relaciones de propiedad que se quieren imponer “desde arriba” y las relaciones de propiedad
efectivamente vividas y legitimadas “desde abajo” corren por carriles diferentes en el mundo
rural.
¿Por qué el señor feudal no coacciona al campesino si no paga? En la Edad Moderna funcionaban
sistemas de justicia pública. Y los tribunales franceses, por caso, en todo lo relacionado con las
tenencias campesinas, eran mucho más propensos a fallar a favor de los pequeños tenentes que
de los aristócratas. Por una simple razón: los nobles y sus tierras estaban exentas del pago de los
impuestos directos (la talla), mientras que los campesinos, no. Todo avance de la propiedad
privilegiada sobre la no privilegiada suponía un perjuicio fiscal para el estado, del que los
magistrados eran plenamente conscientes. Es por ello que la prepotencia feudal pura y desnuda,

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que quizás podía seguir teniendo algún peso en ciertas regiones de Italia o Europa Central, en un
ámbito como Francia se hallaba extremadamente limitada y condicionada por la presencia de un
poder superior: el príncipe soberano.
Bien, si a esta altura de la clase nos preguntamos entonces cuál de los dos dominios creados por la
enfiteusis feudal, el útil y el directo, se acerca más a nuestra moderna noción de propiedad, creo
que la respuesta resulta clara: es el dominio útil en manos de los campesinos. Y así lo reconocían
los propios contemporáneos del fenómeno. Tal es el caso del más importante manual del derecho
feudal del siglo XVIII, el de Joseph Renauldon, publicado en 1788, y del Catastro del Marqués de
Ensenada, confeccionado en España a mediados de la década de 1750. En aquellas regiones del
campo español en las que primaba el régimen enfitéutico, el Catastro reconocía como dueños de
dicho suelo a los campesinos enfiteutas, y no a los señores feudales locales. Respecto de estas
tierras enajenadas, los señores eran para el Catastro propietarios de las cargas perpetuas que
gravaban el suelo, pero no propietarios del suelo. Para los encuestadores del marqués de
Ensenada las únicas tierras de las que los señores debían considerarse propietarios eran las de sus
reservas. Respecto de los censives, y aún cuando los mismos se hallaran fronteras adentro de sus
complejos dominicales, los señores no eran considerados dueños de la tierra por el estado
borbónico dieciochesco.
Veamos ahora la cuestión del origen histórico de la enfiteusis: ¿cuándo, cómo y dónde se
consolida este peculiar régimen de propiedad del suelo en el Occidente europeo? Parece una
verdad autoevidente que para que la enfiteusis se universalizara resultaba necesaria la abolición, o
cuanto menos la atenuación de la servidumbre. Como todos sabemos, allí donde pudo
desarrollarse plenamente la servidumbre impuso severas limitaciones a la libertad ambulatoria a
los campesinos dependientes. Pero lo que no siempre se recuerda es que la “servidumbre de
mano muerta” suponía otras máculas para los pequeños productores directos, quizás más
molestas que la misma privación de la libertad física. Amén de su implantación compulsiva en la
gleba, los siervos: (a) no podían ser sujetos de derecho, no podían firmar documentos, contratos,
escrituras, y entonces no podían ser dueños por pleno derecho de bienes muebles o inmuebles;
(b) estaban sujetos al establecimiento arbitrario de las cargas por parte de sus señores, quienes
podían crear tributos nuevos o aumentar los existentes sin ningún tipo de limitación; (c) no
poseían plena libertad nupcial, no podían contraer matrimonio sin la autorización de su señor.
Quizás ahora se entiende por qué la enfiteusis feudal resultaba incompatible con esta forma tan
extrema de dependencia personal que era la servidumbre. Porque la enfiteusis implicaba
propiedad de los dominios útiles, y los siervos no podían ser, en el sentido jurídico del término,
propietarios de nada, incluso de derechos de uso.
Si la enfiteusis comenzó a expandirse cuando comenzó a colapsar la servidumbre, entonces cabe
que nos preguntemos cuándo empezó dicho retroceso en gran parte de Europa Occidental.
Ustedes saben que el proceso de abolición de la servidumbre fue en gran medida producto de la
expansión del sistema feudal, fue en gran medida una consecuencia no deseada del proceso de
colonización interna del continente. Ya desde mediados del siglo XI, los señores laicos y
eclesiásticos se transformaron en verdaderos agentes de colonización. Salieron a poblar áreas
vírgenes de un continente que por entonces era un enorme bosque apenas interrumpido por los
oasis conformados por pequeñas ciudades episcopales o minúsculos mercados. Los señores
necesitaban colonos para sus emprendimientos. ¿En qué lugar podrían hallarlos? ¿Cómo
convencer a los campesinos asentados en sus antiguos terruños de que abandonaran la seguridad
de sus tenencias originarias para probar suerte en regiones salvajes y despobladas, donde todo
estaba por hacer? Desde el punto de vista de los señores la única forma de conseguir colonos
suficientes era ofrecer en las áreas de nuevo poblamiento mejores condiciones materiales de vida,

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es decir, una tasa de explotación sustancialmente menor que la que regía en los asentamientos
primigenios. Y ésta fue, en efecto, la táctica que se aplicó. Pero la misma produjo una
consecuencia inesperada: amenazó con producir un trasvase masivo de población de las regiones
donde la explotación y las cargas eran mayores a los nuevos asentamientos donde la tasa de la
renta feudal tendía a ser inferior. Fue para frenar este proceso que los señores feudales del centro
y del norte de Francia, ya desde comienzos del siglo XII, comenzaron a impulsar el retroceso de la
servidumbre por medio de la firma de las llamadas “cartas de franquicia” o “manumisión”. Había
un segundo motivo por el que muchos señores comenzaron a otorgar estos documentos de
liberación a sus comunidades de campesinos siervos: porque se vendían, y no precisamente por
montos irrisorios. Muchas antiguas comunidades de siervos quedaron así durante décadas
pagando su recién recuperada libertad. En el norte de Francia la primera carta de franquicia
identificada es la que en 1129 reciben varias aldeas de viticultores en las afueras de la ciudad de
Laón, en la provincia de Picardía, en el extremo de Francia, a unos 150 km de París. Pero, la edad
de oro de estas cartas de liberación en el norte de Francia son las tres décadas claves que se
extienden entre 1245 y 1275. Terminados estos treinta años prácticamente ya no hubo siervos en
el centro-norte del Reino, a excepción de algunos bolsones en provincias de los extremos
fronterizos. En el sur de Francia nunca había habido demasiados, por otra parte. ¿Qué conseguía
una comunidad de siervos cuando recibía una carta de franquicia? La libertad jurídica en todo
sentido: la plena libertad ambulatoria, la plena libertad nupcial, el fin de la imposición arbitraria de
las cargas, y lo que es más importante, la plena disponibilidad de sus bienes muebles e inmuebles.
Ésta última conquista es la más importante para nuestro tema, porque significa que por el simple
hecho de firmarse uno de aquellos documentos, los ex-siervos se transformaban de allí en más en
propietarios del derecho de usufructo de sus parcelas.
Así nació la enfiteusis feudal. De manera desordenada, caóticamente, sin ninguna normativa, ley o
pieza legislativa impuesta desde ningún poder supremo. Fueron los juristas del sur de Francia,
región donde el derecho romano había penetrado más tempranamente y con más fuerza, los que
buscando una etiqueta o rótulo para bautizar a esta nueva forma de tenencia campesina post-
servil más flexible que estaba surgiendo un poco por todas partes, hicieron entonces lo que
sabían hacer: comenzaron a revisar los antiguos tratados de derecho romano, y fue entonces que
se toparon con la antigua y olvidada enfiteusis clásica. De inmediato comprendieron que aquella
antigua institución tenía características muy parecidas a esta nueva forma de tenencia campesina
dependiente, y fue entonces que la rotularon con aquella antigua palabra de origen griego que
ellos habían virtualmente exhumado. He aquí un ejemplo en el que el proceso de cambio social
resulta claramente anterior a la elaboración del discurso que lo recubre para otorgarle sentido. En
este caso, primero fue la realidad, luego la palabra.
¿Las cartas de franquicia, entonces, afectaron o fortalecieron el fisco señorial? Tengo para mí que
en el mediano y en el corto plazo lo consolidaron (el largo plazo es otra cuestión). Primero, porque
las cartas de franquicia se vendían y resultaban en extremo costosas. En segundo lugar, porque
con frecuencia incluían arreglos que implicaban que el monto de los pagos anuales aumentaba de
allí en delante. Por ambos motivos, las cartas de manumisión generaron en el mediano plazo un
flujo de metálico desde la pequeña propiedad hacia la gran propiedad. Pero existe un tercer
motivo por el cual las cartas de franquicia fortalecieron algunas pretensiones señoriales: porque
introdujeron en la costumbre escrita al fisco señorial, y muy especialmente al derivado del
complejo dominical, al que se legitimaba a partir de la propiedad de la tierra. Y ustedes saben que
en la sociedad tradicional, mayoritariamente ágrafa, todo lo que se incorpora en el derecho
consuetudinario se legitima, y todo lo que se legitima se consolida.

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Ustedes ya saben algo respecto de las cargas enfitéuticas, y es que tenían carácter fijo. El titular
del señorío no podía modificarlas unilateralmente. He aquí una de las principales razones, si no la
principal, por la que nos hemos atrevido a sostener que en la Edad Moderna la propiedad
campesina dependiente era sólida, estable y segura.
Tres eran las cargas perpetuas enfitéuticas en gran parte de Occidente durante nuestro período:
los censos enfitéuticos, las rentas enfitéuticas y las tasas de mutación enfitéuticas. Comencemos
con los censos, que eran la porción de las cargas perpetuas fijadas por la costumbre, pero fijadas
en dinero. Por este motivo los censos rápidamente perdieron todo valor económico real, pues
resultaron pulverizados por las sucesivas inflaciones seculares características de la economía
preindustrial: la muy intensa del siglo XIII, la revolución de los precios del largo siglo XVI, y la gran
inflación del XVIII. En otros términos, una carga fijada en dinero en torno a 1250, para 1600 o 1750
con toda probabilidad apenas consistiría en la entrega de unos pocos céntimos. Los censos en
numerario, por lo tanto, no pudieron o no supieron funcionar como un efectivo mecanismo de
extracción del excedente campesino por la vía de la propiedad del suelo. Sin embargo, y éste es un
fenómeno que se observa claramente en muchas regiones francesas, los señores feudales locales
siguieron exigiendo a sus enfiteutas el pago de estos irrisorios censos en dinero hasta que el
mismísimo Antiguo Régimen colapsó. ¿Cómo se explica este fenómeno? Es probable que hallemos
más respuestas en la antropología que en la economía. Precisamente por vaciarse de toda
dimensión económica, los censos pudieron transformarse en una herramienta apta para expresar
otras dimensiones de la vida social, por ejemplo, la dependencia de carácter clientelar que unía a
los tenentes con sus señores. Fue por ello que estos censos en dinero se convirtieron en el tributo
recognitivo de vasallaje por antonomasia en la Francia de los siglos XVI a XVIII: pagando estas
pocas monedas todos los años, los enfiteutas públicamente se reconocían vasallos de su señor, y
aceptaban que las tierras que cultivaban poseían dos dueños, aunque con diferentes derechos
sobre las mismas.
En cuanto a las rentas enfitéuticas, digamos que se trataba de la parte de los tributos dominicales
fijada en especie por las cartas de franquicia. Estas cargas sí tuvieron capacidad para funcionar
como un mecanismo capaz de extraer un volumen importante del excedente campesino. Dado
que las rentas enfitéuticas eran un porcentaje fijo de la cosecha bruta anual, no se degradaban
con el paso del tiempo. Y no sólo no se había vista afectadas por los aumentos crónicos de precios,
sino que su rendimiento mejoraba con la inflación. Si cada año el precio del grano subía de manera
sistemática, cada año el monto de renta que el señor percibía era mayor, sin necesidad de alterar
la tasa del tributo. Por todo ello, las rentas enfitéuticas eran el tributo más pesado de los
derivados del complejo dominical. Los campesinos las asimilaban al diezmo eclesiástico, porque
este último también era una forma de renta de la tierra que consistía en un porcentaje fijo de la
cosecha anual. Los campesinos de la Borgoña, una provincia ubicada en el extremo oriental del
Reino de Francia, llamaban a estas rentas enfitéuticas “el diezmo del Diablo”, por contraposición
con el diezmo de Dios, que se suponía que era el que recibían los perceptores eclesiásticos. En
gran parte del centro y norte de Francia la más famosa de estas rentas en especie recibía el
nombre de champart, y equivalía a la onceava parte de la cosecha bruta anual, es decir, el 9%.
Como vemos, se trataba de un tributo gravoso: de cada diez toneles de grano que el campesino de
subsistencia obtenía de su tierra, uno debía entregárselo al señor local que se consideraba
propietario del dominio directo de su parcela. En algunas regiones más arcaica y feudalizadas del
reino, la situación podía ser peor. Tal es el caso de la provincia de Bretaña, sobre el Atlántico. Allí,
esta renta, que no se llamaba champart sino fouage, llegaba al 20% de la cosecha bruta anual. Un
porcentaje semejante rozaba lisa y llanamente lo confiscatorio. No es de extrañar que en la
Francia del XVII, que es la edad de oro de la jacquerie campesina violenta, todas las protestas

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rurales se dirigieran contra el rey y el sistema impositivo digitado desde Paris, a excepción de una.
Existe una única revuelta campesina en el XVII durante la cual la ira del labrador no se dirigió
contra la monarquía centralizada sino contra sus señores feudales locales. Se trata de la revuelta
de los Torrében, que estalló en 1675, precisamente en Bretaña. En función de la brutal tasa que la
renta feudal tenía en esta provincia, la excepción que estoy señalando no parece precisamente
producto de la mera casualidad.
Sigamos con las cargas enfitéuticas. La tercera de las cargas perpetuas eran las tasas de mutación,
otro eficaz recordatorio de que el dominio se hallaba dividido en dicha clase de tenencias. Se trata
de un tipo de carga onerosa, pero que en este caso no tenía carácter anual. Era un tributo
esporádico, aleatorio, pues se pagaba solamente cuando la tenencia enfitéutica cambia, es decir,
en ocasión de las compra-ventas y de las transferencias hereditarias. En el primer caso, le
correspondía pagarla al comprador del dominio útil; en el segundo, quien debía pagarlo era el
heredero de la parcela enfitéutica. En el caso de las compra-ventas, la tasa de mutación consistía
por lo general en un porcentaje fijo del precio de venta de la propiedad. En el caso de las
transferencias hereditarias, por el contrario, solía consistir en un pago fijo en especie. En Francia,
un porcentaje consuetudinario para el caso de las operaciones inmobiliarias consistía en la
treceava parte del precio de venta, es decir, un 8%. Queda claro que aunque no se pagaba todos
los años, la tasa de mutación no era un tributo menor.
Concluimos así el análisis del censive, es decir, de las tenencias campesinas dependientes en el
seno de los complejos dominicales. Yo dije al comenzar la clase que todo latifundio señorial
constaba de una segunda sección que era la reserva. Presentemos entonces este otro componente
específico del señorío territorial. Las reservas eran las tierras bajo el dominio directo de los
señores, aquellas sobre las cuales los señores tenían el dominio indiviso, las únicas tierras de las
cuales podían considerarse propietarios plenos, al menos desde nuestra óptica moderna. La
reserva era, en definitiva, la porción de tierra no enajenada del complejo dominical.
Las reservas señoriales sufren en Occidente dos grandes transformaciones en la larga duración. La
primera es una tendencia crónica e irreversible a la reducción de su tamaño. La segunda, es una
tendencia crónica e irreversible al abandono de la gestión directa por parte de los señores.
Comencemos por la primera de estas evoluciones. Existe, efectivamente, para tomar sólo el caso
de Francia, una diferencia muy marcada entre los gigantescos dominios carolingios de fines del
primer milenio y las mucho más compactas reservas señoriales de fines del siglo XVIII. La
tendencia a la reducción en el tamaño se percibe muy pronto, ya desde fines del siglo XI, y tiene
causas estructurales y superestructurales. La principal causa estructural es el fenomenal aumento
de la productividad de la tierra provocada por la revolución agrícola del siglo XI. Ustedes saben
que ésta fue la primera revolución agrícola que experimentó el extremo occidental de la península
euroasiática desde la revolución neolítica, desde el mismísimo descubrimiento de la agricultura.
Con esta revolución agronómica del año 1000, gran parte de las regiones más fértiles de Occidente
pasaron del sistema de rotación bienal, que suponía un derroche anual del 50% de la tierra
cultivable, al sistema de rotación trienal, que suponía un desperdicio menor, del 33%.
Básicamente, lo que consiguió esta transformación de las fuerzas productivas fue producir más
alimento por unidad de superficie. Esta sola circunstancia hubiera bastado para que las reservas
señoriales fueran poco a poco reduciendo su extensión. Pero además resulta posible identificar
causas superestructurales del mismo fenómeno: el auge de las donaciones piadosas, los repartos
sucesorios, y las redes feudo-vasalláticas. El auge de las donaciones piadosas tuvo su cuota de
responsabilidad en la reducción de las reservas. Cada vez que se ponía de moda una nueva orden
religiosa, los franciscanos en el siglo XIII, los cistercienses o cartujos en el siglo XII, la aristocracia

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laica solía donar ingentes bienes, por lo general ricas porciones de tierra, que podían sino salir de
desprendimientos de las reservas de cada señorío. Lo mismo sucedía en ocasión de los repartos
sucesorios que pretendían beneficiar a los hijos menores, al menos hasta el triunfo del mayorazgo
a fines de la Edad Media y durante la Edad Moderna, pensado precisamente como un mecanismo
para transferir la totalidad de la propiedad inmueble del linaje a una única persona, el hijo mayor,
evitando así la pulverización de la propiedad aristocrática. Por último, también los lazos feudo-
vasalláticos afectaron el tamaño de las reservas: si un señor deseaba incrementar su base
clientelar y aumentar la cantidad de sus vasallos nobles, el único espacio del que podía obtener
tierras para cedérselas en calidad de feudos territoriales era la reserva señorial.
Pasemos ahora al tema del abandono de la gestión directa por parte de los señores. Al respecto
resulta posible identificar durante el segundo milenio al menos tres modelos de puesta en
explotación de las reservas señoriales: 1) el modelo carolingio, que se extiende entre los siglo IX y
XI, quizás hasta comienzos del XII; 2) el modelo bajo-medieval, que se extiende desde comienzos
del siglo XII hasta fines del XIV y/o mediados del siglo XV; 3) el modelo temprano-moderno, que se
extiende entre mediados del siglo XV y el siglo XVIII.
Comencemos por el modelo carolingio. Todavía en el área franco-germana, circa 850, resulta
posible hallar pequeños señoríos cuyas reservas se explotaban según el antiguo modelo de la villa
esclavista romana. Un caso paradigmático es el de la abadía de Saint Pierre, cerca de la ciudad de
Gante, en lo que hoy es Bélgica. Este pequeño señorío poseía una reserva de 50 ha., trabajada por
un equipo de 42 esclavos domésticos. No se trataba de servi casati, no estaban instalados, no
tenían acceso a la tierra. Eran alimentados, alojados y vestidos a expensas del monasterio. A la
noche se los encerraba en sus dormitorios, y cuando salía el sol retornaban a la reserva para
continuar con las faenas agrícolas. En este señorío existían 25 tenencias campesinas que rodeaban
la reserva, pero los señores no les exigían ninguna jornada de trabajo, ninguna clase corvea. El de
Saint Pierre es un ejemplo típico en el que la reproducción económica del dominio remite a un
sistema esclavista o semiesclavista. Ahora bien, para fines del siglo IX este esquema resultaba
excepcional. No constituía la norma en ningún caso. Por el contrario, el régimen de explotación de
las reservas dominicales carolingias se basaba en la corvea, es decir, en prestaciones compulsivas
de trabajo, trabajo gratuito exigido a las tenencias campesinas dependientes que rodeaban cada
uno de los grandes dominios. En el área carolingia, lo que en términos consuetudinarios solía
exigirse a cada manso servil eran tres días de trabajo forzado en la reserva sobre una semana
laboral de seis jornadas. En otros términos, cada manso servil debía ofrecer a sus señores un
trabajador de medio tiempo durante todo el año. Por supuesto, cuanto más grande fuera el
dominio y mayor la cantidad de mansos serviles que contuviera, menos pesada iba a resultar la
corvea para todos. Doy un ejemplo claro, el del señorío que dependía del monasterio de Santa
Giulia, en Brescia, en el extremo norte de Italia. A comienzos del siglo X, circa 910, los mansos
campesinos dependientes que vivían dentro de este señorío eclesiástico estaban obligados a
cumplir con 60.000 jornadas de trabajo gratuito al año. Aunque impactante en un principio, la cifra
resulta engañosa. ¿Por qué? Porque Santa Giulia contaba con 800 mansos serviles. Por lo tanto, si
yo divido 60.000 por 800, y el resultado lo divido a su vez por 52 semanas que tiene el año, lo que
descubro es que cada manso servil debían trabajar en la reserva un día y medio a la semana. Se
trataba de una tasa de explotación un 50% menos pesada que la que regía en el norte de Francia.
Lo que debe quedar claro respecto de este primer modelo de puesta en explotación de la reserva
es que la pequeña propiedad resultaba fundamental para la reproducción económica de la gran
propiedad, pero también que dicho aporte se realizaba por medio de la renta de trabajo, que
cumplía al respecto un rol mucho más relevante que las rentas en especie y en dinero. ¿Quiere
decir ello que los mansos serviles no pagaban tributos en especie y en dinero a los señores

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carolingios? Sí, pagaban todos los años unas canastas de huevos, unas cuantas gallinas, cuatro o
cinco monedas de plata… Como ustedes pueden apreciar, se trata de cargas irrelevantes, que
gravaban la pequeña producción marginal de los huertos domésticos, y también el raquítico
comercio de excedentes en los mercados locales. No es el tributo en especie ni el tributo en
dinero, pues, el que permite que aquellos enormes dominios de fines del primer milenio se
reprodujeran económicamente.
El segundo modelo de puesta en explotación de las reservas es el bajo-medieval. También se trata
de un modelo de gestión directa, pero que ya no está basado en las corveas sino en la
contratación de mano de obra libre, asalariada. La disolución del modelo carolingio se percibe
claramente desde fines del siglo XI. Hay también varias causas que lo explican: 1) la proverbial baja
productividad del trabajo forzado; 2) la constante tendencia a la baja de los salarios reales a causa
del crecimiento demográfico sostenido de los siglos XII y XIII; 3) el retroceso de la servidumbre
(porque si bien resulta posible imaginar la servidumbre sin corvea, resulta mucho menos viable
sostener las corveas sin servidumbre). A esta altura de la exposición cabe que nos hagamos una
pregunta: ¿resultaba racional para los señores feudales de mediados del siglo XII cambiar la
explotación de sus reserva, pasando de un modelo basado en prestaciones de trabajo gratuito a
otro que se basaba en la contratación de trabajadores pagos? El cambio podía tener mucho más
sentido económico del que un principio cabría imaginar. El factor clave a tomar en cuenta en este
análisis es la productividad del trabajo. Voy a ofrecer un ejemplo que me parece contundente, el
de un monasterio estudiado por Duby, un señorío dependiente de la abadía de Cluny, circa 1150.
Nos hallamos, en consecuencia, en Auvernia, en el centro geográfico de la Francia tradicional.
Estos monjes cluniacenses, si bien se resistían aún a suprimir la servidumbre en su señorío,
decidieron conmutar las corveas que sus siervos cumplían todas las semanas en las vides
plantadas en la reserva, por un pago anual en dinero. De allí en más, cada año los siervos, para no
cumplir con las prestaciones compulsivas semanales, debían pagar a sus señores la suma de 5.000
denarios de plata. Ahora bien, con el 50% de esa suma los monjes cubrían el 100% del costo de la
masa salarial que requería la contratación de los jornaleros que debían trabajar en la reserva
vitivinícola en lugar de los siervos. Y les quedaba el otro 50%, 2.500 denarios de plata, para
dedicarlos al gasto improductivo, al gasto suntuario, a la adquisición de bienes de prestigio, etc.
El último modelo de gestión de las reservas es el que más nos importa a nosotros, porque se
extiende durante toda la Edad Moderna. Este tercer esquema ya es diferente de los dos
anteriores, porque implica el abandono de la gestión directa de la reserva por parte de los
señores. Desde mediados del siglo XV los potentados feudales comenzaron a arrendar a terceros,
por lo general campesinos enriquecidos surgidos de los procesos de diferenciación social
característicos de las economías agrarias en transición, la puesta en explotación de las reservas.
Estos arrendamientos se pautaban por medio de contratos de corta duración: 9, 12 o 15 años. Los
acuerdos eran revocables. Por lo tanto, si un señor se arrepentía de haber abandonado la gestión
directa de su tierra, cuando el contrato vencía perfectamente podía recuperarla. Otra ventaja para
los titulares de los dominios era la posibilidad de renegociar los cánones de arrendamiento a cada
vencimiento de contrato, lo que les permitía ajustar la renta en función de la evolución del
mercado de la tierra y del mercado de productos agropecuarios locales. ¿Por qué a partir de 1430,
1440, 1450, un poco por todas partes en Occidente, los señores abandonan la gestión directa de
sus reservas y ya no la recuperan más? Bueno, aquí las causas varían en función de los tiempos
históricos. Para el siglo XV, la explicación se relaciona con el todavía elevadísimo costo de la mano
de obra asalariada en el campo, a causa del amesetamiento demográfico heredado de la gran
crisis del siglo XIV. A partir de 1430/1440, los señores en España, Francia, Alemania, Italia,
buscaron relanzar el sistema agrario tras el desastre del siglo anterior, pero pronto descubrieron

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que la estructura demográfica aún no los acompañaba. La población recién empezaría a crecer en
Europa de forma sostenida a partir de 1470. Para mediados del siglo, por lo tanto, la mano de obra
libre continuaba siendo una mercancía onerosa. Es por ello que muchos de aquellos señores
prefirieron tercerizar la explotación de sus reservas, porque así trasladaban parte de los costos a
un agente económico que no eran ellos.
Esta explicación, sin embargo, no me permite dar cuenta de las razones por las que en el siglo XVI
no se vuelve al viejo sistema. El siglo XVI es un período de explosión demográfica, en particular su
segunda mitad. Fue por lo tanto una era de brutal abaratamiento de la mano de obra asalariada. Si
en esta centuria no se retornó a la gestión directa a pesar de la baratura del trabajo asalariado, la
explicación debe hallarse en la revolución de los precios, en la inflación crónica del largo siglo XVI.
¿A que no adivinan cuál fue la mercancía que más subió de precio durante aquellos cien años? Fue
precisamente la tierra. La tierra le ganó la carrera de los precios incluso a los alimentos básicos, al
cereal, al grano. ¿Y ello qué implicancias tiene para nuestro tema? Las implicancias son muy
importantes: si el precio de la tierra subía año tras año, sin parar durante un siglo y medio, los
señores feudales occidentales sistemáticamente podían, ante cada vencimiento de contrato,
renovar los cánones de arrendamiento de sus reservas con tendencia siempre al alza. El siglo XVI
fue, de hecho, la edad de oro de los rentistas del suelo en la Edad Moderna. Si hay una época
inapropiada para retornar al sistema de la gestión directa es ésta.
Esta explicación no me sirve para explicar por qué la gestión directa no retorna durante el siglo
XVII, una época de crisis y precios estancados. En este caso las causas son de índole sociológica, y
tienen que ver con el fuerte proceso de des-ruralización que experimenta la nobleza alta y baja en
Occidente, un proceso impulsado por lo que Elías llama la generalización de la sociedad cortesana,
lo que yo llamo “el síndrome Versalles”. Cada vez más exponentes de la alta nobleza pasan gran
parte del año en las capitales y en las cortes principescas. Y como ustedes bien saben, el
absentismo no se llevaba demasiado bien con la gestión directa de ninguna explotación
agropecuaria.
Concluimos así el análisis de la reserva, que junto con el censive conformaban los complejos
dominicales en la Europa temprano-moderna. Sin embargo, ninguna presentación sobre la
propiedad del suelo en el mundo preindustrial estaría completa si dejamos de lado la cuestión
clave de los alodios. Se trataba de las pequeñas y medianas explotaciones agrícolas que caían por
fuera del sistema señorial, y que en algún sentido escapaban del sistema feudal. Eran las
explotaciones ubicadas por fuera de todo señorío dominical o jurisdiccional. Por lo tanto, el titular
de una propiedad alodial dependía directamente de la monarquía, de la corona, del rey, del
príncipe soberano, de la alta jurisdicción. Un propietario alodial no era vasallo de ningún señor
particular: directamente era súbdito del rey.
Ahora bien, cuanto mayor hubiera sido en el pasado el proceso de señorialización del espacio,
menos probabilidades de que en la Edad Moderna sobreviviera el alodio. Es lo que sucede en el
norte de Francia, donde del siglo XIII en adelante se expandió de tal manera el señorío banal que
prácticamente cubrió la totalidad del territorio. No hay alodios en la Francia septentrional en la
Edad Moderna. Hasta el punto de que allí regía el siguiente principio jurídico: “ninguna tierra sin
señor”. Por si hubiera dudas al respecto, a fines del siglo XVII Luís XIV se proclamó señor feudal de
los pocos alodios que todavía subsistían en aquella región de su reino.
La situación opuesta se daba en el sur, en el Mediodía francés, región de fuertísima penetración
del derecho romano escrito. En la Francia meridional el contrato escrito valía mucho más que el
principio de la posesión inmemorial. Había que documentar todas y cada una de las pretensiones
territoriales, incluso las de origen señorial. El principio que regía en esta área era el opuesto del

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que regía en el norte: aquí no se decía “ninguna tierra sin señor” sino “ningún señor sin título”.
Abel Poitrineau, un historiador de los años ’60, de formación braudeliana, estudió una provincia
jurídicamente perteneciente al sur, la región de la Baja Auvernia durante el siglo XVIII, y descubrió
que en torno a 1750 el 30% del suelo de las áreas rurales estaba ocupado por alodios.

Otra región donde el alodio era muy importante en la Edad Moderna es Inglaterra, por motivos
que se relacionan con la conquista normanda. La Península Ibérica es la otra gran región que se
caracteriza por una fuerte presencia del alodio en nuestro período. El espacio no señorializado
recibe el nombre de realengo en España. En una fecha tan tardía como 1797, en que la corona
mandó realizar un censo a lo largo de todo el reino, descubrimos que de las 148 ciudades con que
contaba España por entonces, apenas 22, un 15%, caían dentro de un señorío particular. De las
4.716 villas que el reino albergaba en su seno, un 36% eran de realengo. Y de los 14.524 lugares, el
50% también lo era. Es por ello que Antonio Domínguez Ortiz, legendario modernista español
fallecido hace unos pocos años, concluía que hacia 1800 el 50% del suelo español no estaba
señorializado. Y la situación era mucho peor para el régimen señorial en Portugal: en 1811 los
señoríos cubrían apenas un 18% del suelo.
***
Vamos a comenzar entonces a presentar el señorío jurisdiccional, quizás más conocido por los
términos que popularizara Duby, el señorío banal o de ban, expresión que a su vez deriva de una
palabra latina, bannum, que significa disposición de orden público con fuerza de ley. En las fuentes
españolas de época el señorío jurisdiccional es descripto con el nombre de “señorío de mero y
mixto imperio”, mientras que en los documentos franceses aparece descripto como seigneurie
justiciere, expresión de muy difícil traducción literal, pero que indudablemente remite a los
poderes judiciales que los señores banales ejercían dentro de sus jurisdicciones.
¿Cómo podemos definir al señorío banal? La definición es muy simple. El señorío jurisdiccional
supone la cesión, transferencia y/o traspaso de prerrogativas propias del poder soberano, de la
alta jurisdicción, del monarca, a manos de un particular. El señorío jurisdiccional siempre suponía,
pues, la subrogación del rey por el señor a nivel local. Antes que nada, el señor banal era dentro
de su jurisdicción un pequeño rey subrogante, subrogación que no podía dejar de tener un fuerte
impacto, un impacto casi demoledor, sobre ese vínculo general de súbdito característico de las
monarquías tradicionales en general, y de los estados con base en el derecho público en
particular. ¿Por qué? Porque el señorío jurisdiccional implicaba, en esencia, una suerte de
instancia interpuesta, de cámara acústica, entre la corona y el conjunto de los habitantes. Por ello,
durante la clase pasada, definimos a los señores jurisdiccionales como detentadores privados de
parcelas de poder público a nivel local.
¿Cuando surge el señorío jurisdiccional en Occidente? Si tomamos el ejemplo paradigmático del
norte de Francia, el señorío banal emerge durante el medio siglo que se extiende entre el 980 y el
1030, es decir, entre las últimas décadas del primer milenio y las primeras del segundo. Pero no
termina de consolidarse hasta un siglo después, hasta la década de 1120. En rigor de verdad, el
señorío jurisdiccional empieza a nacer en el centro y en el norte de Francia, en las décadas finales
del siglo X, cuando los castellanos, hasta entonces funcionarios públicos designados por el poder
condal (poder condal que para mediados del siglo X todavía seguía funcionando como la clave de
bóveda de un sistema público que después de la caída de las estructuras imperiales carolingias se
había refugiado en los principados territoriales), comenzaron a patrimonializar en beneficio propio
sus cargos y los bienes que custodiaban, por lo cual ipso facto pasaron a monopolizar el principal
medio de violencia física a nivel local: los castillos, las fortalezas, las residencias fortificadas. Para

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hacerlo más simple: el señorío banal surge cuando los condes sufren en carne propia lo que ellos,
exactamente un siglo antes, a fines del siglo IX, le habían hecho padecer a los reyes carolingios, es
decir, la patrimonialización de parcelas de poder público por parte de funcionarios subalternos.
En función de la patente debilidad de las monarquías feudales, los siglos XI y XII constituyen la
edad de oro del señorío jurisdiccional en Occidente. Durante aquellos siglos los señores banales
fueron más monarcas subrogantes que nunca. Es más, tenían atribuciones típicas del poder
supremo que ya no conservarán durante la Edad Moderna, que fueron perdiendo durante la Baja
Edad Media: a) el derecho de requisa militar, que obligaba a todos los habitantes de la jurisdicción
a entregar al titular del señorío, todos los años, una parte de sus cosechas para sustento de su
ejército privado; b) el derecho de albergue, que obligaba a todos los habitantes de la jurisdicción a
hospedar y a alimentar de su propio peculio al señor, a su hueste, a su séquito, a sus animales,
cada vez que a aquél se le ocurría recorrer o atravesar la jurisdicción; c) el derecho de exigir a los
habitantes de la jurisdicción imposiciones de carácter directo, las famosas tallas señoriales,
impuestos directos pagaderos en especie o en dinero; no tenían carácter anual sino aleatorio,
pues los señores banales los exigían cada vez que debían afrontar alguna expensa extraordinaria
(porque deseaban participar en la próxima cruzada, porque el primogénito iba a ser armado
caballero, porque había que reunir la dote para el matrimonio de alguna de sus hijas, etc.).
Ninguna de estas atribuciones sobrevive a la aparición, lenta pero firme, del fenómeno estatal en
Occidente del siglo XIII en adelante. De hecho, en el centro y norte de Francia el señorío banal
sufre durante el siglo XIII dos transformaciones muy importantes, que hay que tener muy en
cuenta para comprender el tipo de dominio feudal con el que nos vamos a encontrar en la Edad
Moderna: 1) en primer lugar, el señorío banal termina de generalizarse (es por entonces que se
produce la plena señorialización del espacio de la que hablábamos la clase pasada); 2) en segundo
lugar, el señorío jurisdiccional termina de fundirse con el patrimonio de los señores, es decir, con
sus señoríos dominicales. A partir de entonces, pues, el señorío banal dejó de ser el privilegio
exclusivo de un pequeño grupo de grandes potentados. Por ello, desde las décadas finales del siglo
XIII ya no hubo en el centro y norte de Francia señorío dominical, por modesto que fuera, cuyo
propietario no fuera simultáneamente titular de una jurisdicción señorial. Por lo tanto, este
señorío banal que emerge de las transformaciones del siglo XIII será simultáneamente un
fenómeno más universal, pero al mismo tiempo más local, más privado, más restringido y,
consecuentemente, menos potente que el que veíamos en acción durante los siglos previos.
¿Cuáles son entonces las atribuciones del señorío jurisdiccional que continuaron vigentes durante
la Edad Moderna? O, dicho en otras palabras, ¿cuáles son en nuestro período los tributos feudales
derivados del complejo jurisdiccional, es decir, aquellos que no se legitimaban a partir de la
propiedad del suelo sino en función de la parcelación del poder político? Los tributos feudales
derivados del complejo dominical los estudiamos en la clase pasada. Hoy vamos a ver este
segundo grupo. En la Edad Moderna, los atributos que conserva el señorío jurisdiccional en
Occidente son en esencia cuatro: la potestad judicial, los monopolios banales, los derechos de
peaje, y los derechos de mercado.
Comencemos con la justicia señorial, la justicia feudal. En la Baja Edad Media y en la Edad
Moderna, el señor y sus tribunales tenían derecho a dictar sentencia en casos relacionados con lo
que hoy llamaríamos la materia penal, es decir, el castigo de delitos. Y con casos relacionados con
los que hoy llamaríamos la materia civil contenciosa, es decir, la resolución de conflictos entre
particulares que no implicaran necesariamente la comisión de un crimen. En España, en Francia,
en Italia, en Alemania, aunque no en Inglaterra, esta potestad judicial en manos de señores
particulares se expresaba en el derecho que éstos poseían a erigir cárceles, patíbulos, orcas, y a

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exhibir picotas, cepos y demás instrumentos de tormento, en las capitales de sus estados
señoriales.
Al principio de la Edad Moderna solamente el ejercicio de la justicia civil en manos de los señores
feudales continuaba funcionando como una fuente de ingresos más o menos destacada. Ello era
así porque este fuero permitía a los tribunales señoriales imponer multas o penas pecuniarias a
quienes violaran alguna de las normas que ordenaban la convivencia a nivel local. Por el contrario,
el ejercicio de la justicia penal y el derecho de castigar crímenes ya no generaba para los titulares
de señoríos ingresos materiales sustanciales durante nuestro período. En rigor de verdad, sucedía
todo lo contrario: el costo que generaban estas estructuras de justicia criminal al interior de los
señoríos feudales por lo general superaba con creces los ingresos que eventualmente podía
producir. Sin embargo, los señores feudales occidentales, conservaron en sus manos esta
capacidad punitiva hasta el estallido mismo de las revoluciones liberales; en el caso de Francia,
hasta que la Asamblea Constituyente suprimió el señorío banal la noche del 4 al 5 de agosto de
1789. La pregunta es por qué los señores no renunciaron a esta prerrogativa judicial si sólo dejaba
pérdidas económicas. Éste es un dilema que debemos abordar desde la perspectiva de la
antropología política. En la Edad Moderna la justicia criminal en el seno de los señoríos feudales
funcionaba mucho más como una usina de capital simbólico que como una fuente efectiva de
riqueza material. ¿A qué me refiero? Al hecho de que conservando el derecho de castigar
crímenes, incluso con la pena de muerte, los señores compartían con el monarca ese halo de
sacralidad que en los sistemas de dominación tradicionales siempre rodeaba a quienes detentaban
posiciones de poder, y muy especialmente, a los detentadores del derechos de justicia.
Recordemos que en la sociedad tradicional gobernar era, en esencia, hacer justicia. Recién muy
lentamente desde comienzos del siglo XVI, y primero en la esfera del discurso jurídico antes que
en la de las relaciones sociales, comenzó a imponerse la tesis de que gobernar también era hacer
la ley, de que gobernar implicaba una potestad legislativa amén de una judicial. Pero como para la
mentalidad tradicional la ley era en esencia la costumbre, y la costumbre no se hacía sino que se
descubría y se aplicaba, gobernar equivalía a castigar a los malvados y a resolver las querellas
interpersonales.
En otro orden de cosas, hay que recordar que la justicia feudal, en particular en su vertiente
criminal, llega muy debilitada a la Edad Moderna, en gran medida a causa de que la reaparición del
fenómeno estatal otorgó a los habitantes de cada jurisdicción banal el derecho de apelar las
sentencias dictadas por los jueces feudales ante los tribunales de alzada de las monarquías
centralizadas. En Francia estos tribunales recibían el nombre de “parlamentos”. En Francia, las
instituciones que llevaban este nombre no eran asambleas de representación corporativa, como
en Inglaterra, sino cortes de alta justicia. En España, el equivalente de los parlamentos franceses
eran las “chancillerías”, la más importante de las cuales era la de Valladolid. En Granada (extremo
sur de Andalucía) y en América colonial, las chancillerías se denominaban “audiencias”. En
Inglaterra las funciones de los tribunales de apelación continentales recaían, en cierto sentido, en
las Courts of Assizes, de las que volveremos a hablar en unos minutos más. Pues bien, esta efectiva
opción de apelación transformaba a los tribunales feudales en simples magistraturas de primera
instancia cuyas sentencias y decisiones podían ser modificadas o incluso anuladas por la justicia
real.
Me parece importante recalcar que esta creciente expropiación de los medios administrativos, y
muy especialmente de los medios de coerción, hasta entonces en manos de la gran propiedad,
impulsada por la monarquía centralizada durante toda la Edad Moderna, tuvo para el proceso de
formación del estado moderno una importancia similar a la que la expropiación de los medios de
producción (la tierra) hasta entonces en manos de la pequeña propiedad, tuvo para el nacimiento

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y consolidación del capitalismo moderno. Estoy aludiendo, en pocas palabras, al doble proceso de
expropiación social que según Weber habría dado nacimiento al mundo moderno tal como lo
conocemos ahora.
Se percibe un claro interés por parte de la corona en impulsar la profesionalización de la justicia
feudal. La pretensión de la monarquía era que las magistraturas señoriales dejaran de ser una
justicia lega, mayoritariamente a cargo de aficionados. En 1561, por su parte, el rey Carlos IX tomó
otras tres decisiones importantes. La primera reafirmaba lo que sostenía su antecesor a fines del
siglo anterior: los señores feudales no podían juzgar personalmente ni participar de manera
directa en la resolución de las causas a cargo de sus tribunales. Detectamos aquí un tibio
precedente de lo que después será la doctrina de la división de poderes, un diseño jurídico-
institucional que tendemos a asociar con figuras como Locke o Montesquieu, pero que encuentra
algunos antecedentes inesperados en el derecho feudal mismo. En segundo lugar, Carlos IX
determinó en 1561 que los jueces feudales quedaban de allí en más bajo la supervisión, control y
vigilancia de los jueces reales de bailía. Las bailías eran las circunscripciones de primera instancia
del sistema de justicia público. Los bailes eran, pues, jueces de primera instancia que no dictaban
sentencia en nombre de un señor particular, sino en nombre del rey. En tercer lugar, Carlos IX
dispuso que de allí en más los señores feudales sería considerados los únicos responsables por el
desempeño de sus tribunales –cortes que, recordemos, ya no se les permitía integrar (lo que
implicaba que, en caso de privación de justicia, los señores podían ser sancionados con penas
pecuniarias por la corona). Hasta acá la cuestión de la potestad judicial, el primero de los atributos
del señorío banal que continúan vigentes durante la Edad Moderna.
Para resumir la cuestión, digamos que conservar el ejercicio de la justicia criminal a nivel local era,
en definitiva, un tema de prestigio, muy ligado a la sacralidad que caracterizaba a la autoridad
pública en esta clase de sociedades.
Bueno, pasemos ahora a describir los monopolios banales, el segundo de los atributos que el
señorío banal conservaba en la Edad Moderna. Los había de diferentes tipos: instrumentales, de
transporte, comerciales, recreacionales, honoríficos, e incluso decorativos. Comencemos por los
instrumentales: sólo el señor feudal dentro de su jurisdicción podía ser propietario del
instrumental agrícola más sofisticado, por cuyo uso, además, exigía el pago de un tributo feudal
específico. El más conocido de estos monopolios instrumentales era el del molino. Me refiero a los
molinos harineros, imprescindibles para el tratamiento de los cereales panificables. Estos
artefactos eran, además, el principal capital fijo en el campo europeo preindustrial (siguieron
siéndolo hasta la plena mecanización de las faenas agrícolas a mediados del siglo XIX). Sólo el
señor podía ser dueño de molinos harineros dentro de su jurisdicción. Esta banalidad del molino
fue uno de los tributos derivados del complejo jurisdiccional que más ingresos generaba durante la
Edad Moderna, porque resultaba absolutamente imprescindible para convertir el grano en harina,
sin lo cual no resultaba posible elaborar el pan.
En las regiones vitivinícolas otro monopolio instrumental muy extendido era el del lagar, el
recipiente donde se pisaba la uva para obtener el mosto. También las prensas para uvas o
manzanas (estas últimas requeridas para la elaboración de sidra) podían estar monopolizadas por
los señores locales. En ocasiones, hasta los hornos de gran tamaño podían ser propiedad
excluyente del titular de la jurisdicción, por cuyo uso demandaba un tributo específico (no me
refiero a los hornos domésticos, por supuesto, sino a los que permitían elaborar pan en grandes
cantidades simultáneamente). En ciertas áreas sucedía lo mismo con las fraguas.
Junto con los monopolios instrumentales los señores banales exigían el respeto de los llamados
monopolios de transporte. En los señoríos atravesados por cursos de agua sólo los señores podían

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construir puentes para atravesarlos, por cuyo uso también exigían el pago de un tributo feudal
concreto. En algunas regiones de España esta carga recibía el nombre de “pontazgo”. Si en la
jurisdicción no había puentes, las únicas barcazas o botes autorizados para cruzar el río eran los
que pertenecían al señor, por cuya utilización demandaba el pago de un tributo, que en España
recibía el nombre de “barcaje”.
Hablemos en tercer lugar de los monopolios comerciales. También los había de diferentes clases.
Por de pronto, los señores tenían el derecho exclusivo del establecimiento de los mercados
semanales y de las ferias anuales (o semestrales) que podían funcionar dentro de cada
jurisdicción. Todas las transacciones mercantiles, sin excepción, debían tener lugar en estos
espacios autorizados, porque de lo contrario los agentes señoriales estaban autorizados a
sancionar a los infractores y a decomisar la mercancía. Otro tipo de monopolio comercial
implicaba que los señores se reservaban para sí el derecho de levantar sus cosechas o de enviar su
propia producción al mercado local antes que ningún otro productor directo dentro de la
jurisdicción (recordemos que en la Edad Moderna no existe la gestión directa de las reservas, por
lo que este privilegio era disfrutado mayoritariamente por los arrendatarios de las tierras del
señor). El objetivo evidente de esta disposición era alterar artificialmente en el corto plazo la
oferta de bienes a nivel local, para sí conseguir para la producción del señor (o de su arrendatario)
un precio superior al que habría podido obtener si todos los agricultores de la jurisdicción
hubieran podido enviar sus cosechas al mercado simultáneamente. Así, en la Francia temprano-
moderna regía el ban del vino, el banvin: el derecho que tenía el señor de fijar un día antes del
cual el único vino que podía comercializarse era el producido por él o por su arrendatario; el ban
de la vendimia o ban de vendage: el derecho que el señor tenía a fijar un día antes del cual la única
uva que podía cosecharse era la de las vides plantadas en la reserva del señor; el ban de moisson,
el ban de la cosecha: el derecho a fijar un día en el cual el único grano que se podía cosechar era el
sembrado en las reservas feudales, etc. En la España del período hallamos un tercer tipo de
monopolio comercial: en algunas provincias, particularmente en el extremo sur, en Andalucía,
cierta clase de establecimientos o actividades comerciales eran consideradas privilegio excluyente
del señorío local; por ejemplo, sólo los señores podían ser propietarios de tabernas o de bocas de
expendio de carne, de carnicerías, emprendimientos cuya explotación el señor local, obviamente,
terciarizaba a cambio del pago de un canon anual.
Pasemos ahora al cuarto tipo de monopolios, los recreacionales. Aquí ya nos introducimos en un
campo de poder más decididamente simbólico. Ciertas formas particulares de ocio eran
monopolio excluyente del señor banal local. El más famoso de estos privilegios era el derecho de
caza: sólo el señor o las personas autorizadas por él podían cazar a los animales silvestres de gran
porte que vivían dentro de cada jurisdicción (ciervos, jabalíes, etc.). Este derecho no tenía ninguna
relevancia económica. Aún así, perjudicaba mucho a los productores directos del lugar, porque los
animales salvajes a menudo ingresaban en los sembradíos provocando graves años; sin embargo,
dado que eran propiedad del señor no se los podía dañar (mucho menos matar). El monopolio
señorial de la caza también afectaba a los pobres rurales (minifundistas, proletarios, marginales),
porque los privaba de una fuente gratuita de proteína animal, circunstancia particularmente grave
en una era en la que la dieta de los pequeños campesinos estaba absolutamente desbalanceada
en favor de los hidratos de carbono y en perjuicio de las proteínas de origen animal. La carne era
realmente un lujo extremo en la mesa del campesino pobre en la Edad Moderna. La dieta del
minifundista era en esencia de carácter farináceo. Por ello aquellos pobres rurales podían estar
simultáneamente excedidos de peso y mal nutridos.
En la Francia de Antiguo Régimen hallamos otros monopolios recreacionales. El droit de colombier:
sólo el señor podía criar palomas dentro de la jurisdicción, y consecuentemente levantar

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palomares; el droit de garenne: sólo el señor tenía el derecho a criar conejos dentro del señorío
(privilegio que también perjudicaba a los productores directos, porque los conejos, que
rápidamente devenían plaga, dañaban mucho los sembradíos); el monopolio de la pesca: sólo el
señor o las personas avaladas por él podían pescar en los cursos de agua dentro de cada
jurisdicción (otro monopolio recreacional que privaba a los marginales rurales de una fuente
gratuita de alimento al alcance de la mano). En el siglo XVIII, en Francia, se puso de moda un
extraño monopolio recreacional: la erección de estanques artificiales con el fin de criar de especies
exóticas de peces. Esta práctica también se convirtió en monopolio excluyente de los señores
jurisdiccionales
Durante el Antiguo Régimen los señores defendieron enfáticamente el respecto y la perduración
de éstos monopolios, que tenían mucha más fuerza simbólica que importancia económica. Los
señores sentían, sin dudas, que estos privilegios eran una forma sencilla y clara de expresar en la
esfera de las prácticas sociales la distancia inconmensurable que los separaba del común de los
mortales. Por este mismo motivo, cuando estalle la Revolución en Francia estos monopolios
recreacionales, y los objetos a ellos asociados, se convertirán en un blanco predilecto de la rabia,
de la ira de los campesinos sublevados, precisamente porque simbolizaban los aspectos más
arbitrarios, abusivos y humillantes del decadente régimen señorial. A partir del momento en que
estalla el Gran Miedo a fines de julio de 1789 –la mega-revuelta campesina que sumió a gran parte
del campo francés en el caos y la violencia, y que obligó a la Asamblea Constituyente a suprimir el
señorío jurisdiccional durante la madrugada del 4 al 5 de agosto– no quedó palomar en pie, ni
conejera sin destruir, ni estanque sin rellenar al interior de las antiguas jurisdicciones feudales.
Durante la revuelta, los campesinos mataban a los ciervos y lanzaban en forma desafiante los
esqueletos y carcazas ante los portones de los castillos.
Tras los monopolios recreacionales hablemos ahora de los honoríficos. Por lo general simplemente
implicaban un derecho de precedencia del señor y de su familia dentro del principal templo de la
jurisdicción. Los miembros del linaje señorial tenían el privilegio de utilizar los primeros bancos de
la iglesia, por ejemplo, o el derecho a erigir mausoleos suntuosos dentro del edificio, donde serían
enterrados. Nos quedan por último los privilegios decorativos: sólo la residencia señorial podía
estar coronada por una veleta, y sólo las fachadas de los castillos podían estar adornadas con
escudos de armas. Como ustedes se imaginarán, que una vez que estalle la violencia rural en
Francia a partir de julio de 1789 pocas fueron las veletas y pocos los escudos de armas que se
salvarán de la destrucción.
El tercero de los atributos del señorío jurisdiccional que continúa vigente durante la Edad
Moderna son los derechos de peaje, cargas que gravaban la circulación de mercancías dentro del
espacio señorializado. Toda carreta o tiro de animales cargado con mercancías que iban a ser
vendidas fuera de la jurisdicción, o que simplemente necesitaban atravesar el señorío para
alcanzar otro destino, debían pagar un derecho de tránsito del potentado feudal local. En Paris, el
más famoso de estos peajes recibía el nombre de roulage. En España, donde los peajes estaban
bastante más restringidos, esta clase de tributo recibía el nombre de portazgo. Es interesante
observar que incluso las mercancías transportadas por los cursos de agua tenían que pagar. En
Normandía, una rica provincia francesa ubicada sobre el Atlántico, los señores gravaban con
peajes los troncos de árboles que, talados en alguna provincia forestal vecina, descendían flotando
por los ríos que atravesaban los señoríos con la finalidad de ser comercializados en las grandes
ciudades del norte del reino. Este dato nos dice mucho sobre la proverbial voracidad de estos
fiscos privados. De más está decir que, mientras existieron, estas aduanas privadas supusieron un
insalvable obstáculo para la erección de un mercado interno unificado en cualquier estado
europeo.

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El último de los atributos jurisdiccionales que continúa vigente durante la Edad Moderna son los
derechos de mercado, cargas que en este caso no gravaban la circulación sino la comercialización
de bienes y servicios dentro del espacio señorializado. La lenta consolidación de las monarquías
centralizadas terminó de ocluir de manera definitiva la posibilidad de que los señores feudales
conservaran una fiscalidad de tipo directa. Por caso, en 1439 el rey de Francia Carlos VII dictó una
ordenanza en la cual prohibía las tallas señoriales, es decir, que los señores feudales pudieran
exigir impuestos directos a quienes habitaban dentro de sus jurisdicciones. La única talla que podía
existir de allí en más en el reino era el impuesto estatal, el impuesto que se pagaba a la corona. A
partir de la Edad Media tardía la fiscalidad directa cada vez más se fue convirtiendo en monopolio
del estado feudal centralizado en Occidente.
Pero lo que los señores feudales pudieron conservar en la Edad Moderna fue el derecho de
administrar en sus dominios una fiscalidad de carácter indirecto, es decir, la posibilidad de gravar
con imposiciones generales la comercialización de bienes y servicios dentro de la jurisdicción.
Junto con el monopolio del molino, estas tasas de mercado fueron el otro gran tributo feudal
derivado del señorío banal que generaba ingresos materiales importantes en nuestro período. Ello
se debía al hecho de que los impuestos indirectos no se veían afectados por la inflación (sucedía
todo lo contrario, tal como ocurre en la actualidad con la recaudación de un impuesto como el
IVA). Las tasas de mercado se beneficiaban además con el crecimiento demográfico: cuanta más
población hubiera en el señorío, más individuos deberían ir al mercado local a comprar y vender
bienes, y más personas pagarían el tributo. En la región de París, por ejemplo, los señores feudales
exigían el cobro del forage, una carga que gravaba el expendio de vino al menudeo. En Normandía
los señores cobraban un impuesto a cuanta mercancía podía comercializarse en el mercado; estas
tasas recibían el nombre de coutumes. También en España los potentados feudales percibían un
derecho de mercado extremadamente universal, que gravaba absolutamente todo lo que podía
comprarse o venderse en el campo: se trataba de las alcabalas.
Por último, digamos que tanto al sur como al norte de los Pirineos los agentes señoriales
fiscalizaban las balanzas que utilizaban los puesteros en los mercados. A raíz de este ejercicio de
control los señores cobraban a los clientes un tributo feudal específico, que en España se llamaba
“pesos y medidas”.
Para concluir con el análisis de los tributos feudales derivados del complejo jurisdiccional, quiero
mencionar una atribución propia de los señores españoles, que no existía como tal en territorio
francés. Esta diferencia derivaba de una peculiaridad del sistema político castellano. Me refiero a
la existencia de los ayuntamientos cerrados o concejos campesinos. Estas instituciones, a cargo del
gobierno local en las áreas rurales, poseían incluso atribuciones judiciales. En Francia, por el
contrario, las funciones del gobierno local corrían por cuenta de las asambleas de propietarios o
los ayuntamientos abiertos, que no tenían potestad judicial.
Pues bien, cuando un concejo campesino caía dentro del área de realengo, un espacio en el que no
existía señorío feudal alguno, quienes designaban a los integrantes de dicha institución (es decir, a
los regidores, a los alcaldes, a los alguaciles, a los escribanos, etc.) eran los propios vecinos (según
procedimientos que, a raíz del creciente proceso de oligarquización por el que atraviesan los
concejos ibéricos bajomedievales, se fueron volviendo cada vez más restrictivos).
Por el contrario, cuando un concejo campesino se hallaba fronteras adentro de un señorío feudal,
era el titular de la jurisdicción el que tenía el derecho de designar a las personas que debían
ocupar los cargos concejiles. No se trataba de una atribución despreciable, dado que los concejos
ejercían la magistratura judicial en primera instancia (en el universo ibérico, lo más parecido a los
jueces señoriales que veíamos para el caso de Francia eran los alcaldes de primer y segundo voto).

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En muchos señoríos de Castilla, particularmente en los de creación más reciente, sus titulares
resignaban esta facultad de designación y permitían que los propios vecinos siguieran eligiendo a
las personas que ocupaban los cargos concejiles, a cambio del pago de un tributo feudal
específico. De esa manera, evitaban una potencial fuente de conflicto con sus vasallos, y al mismo
tiempo percibían una nueva carga señorial.
Bueno, voy a resumir ahora, a modo de repaso, lo que dije la semana pasada sobre el señorío
dominical y lo que acabo de explicar hoy sobre el señorío jurisdiccional. El repaso lo voy a hacer a
partir de un gráfico bastante sencillo:

Hasta ahora sabemos que en el campo temprano-moderno existían complejos dominicales


integrados por diferentes secciones: una reserva, tenencias campesinas dependientes (el censive
de los franceses), y feudos territoriales (que también eran tierras enajenadas, sólo que cedidas a
vasallos nobles [“F”]).
Las áreas rurales también albergaban jurisdicciones señoriales, que por lo general eran más
extensas que los complejos dominicales. Con el paso de los siglos, tanto la venta de tierras como
los repartos sucesorios, las donaciones piadosas y la erección de nuevos feudos, habían provocado
que los señoríos jurisdiccionales ya no coincidieran en términos espaciales con la propiedad
territorial de cada señor.
Por último, amén de complejos dominicales y jurisdiccionales, el campo antiguorregimental
albergaba alodios, fincas que se hallaban fuera de cualquier clase de señorío feudal.
¿Qué implicancias tenían estos diferentes espacios para la población que habitaba en el mundo
rural en la Edad Moderna?
a) En nuestro período, tenemos un primer grupo de familias y comunidades que explotaban
tenencias bajo dominio dividido o posesiones enfitéuticas, que además caían dentro de
una jurisdicción señorial (“X”).
b) Tenemos también familias o comunidades que explotaban tierras bajo dominio pleno, no
enfitéutico, pero que sin embargo se encontraban dentro de las fronteras de un señorío
banal (“Y”).
c) Y finalmente, bienes alodiales que no se encontraban sometidos a ningún señor dominical
ni jurisdiccional.
Esta clasificación que estoy proponiendo resulta, adrede, esquemática. Tengan en cuenta que
todas las combinaciones resultaban posibles. Una misma familia campesina podía ser en forma
simultánea, propietaria de parcelas enfitéuticas dentro de un señorío dominical, de parcelas bajo

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dominio pleno dentro de una jurisdicción señorial, y de alodios allí donde éstos existían. En
Inglaterra, por caso, un mismo productor podía ser copyholder (enfiteuta) y freeholder (propietario
alodial). No se trataba de roles excluyentes.
¿Qué tributos feudales debían pagar los propietarios alodiales? No pagaban ninguno. Estaban
exentos de cualquier tipo de imposición señorial. Lo que debían pagar eran los impuestos a la
corona, al estado feudal centralizado: en el caso de Francia los había de carácter directo, como la
talla, y de carácter indirecto, como la gabela, que afectaba la compraventa de sal. Amén de
impuestos al rey, los propietarios alodiales debían cumplir también con el diezmo eclesiástico, una
de las rentas del suelo más potentes, un porcentaje fijo de la cosecha bruta anual que incluso
debían pagar los mismísimos nobles. Ni los aristócratas estaban exentos del diezmo.
En segundo lugar ¿qué cargas feudales debían pagar las comunidades y familias que explotaban
tierras bajo dominio pleno, pero que se encontraban dentro de un señorío jurisdiccional? Amén
del diezmo eclesiástico y de los impuestos estatales, debían pagar la totalidad de los tributos
derivados del complejo jurisdiccional que hemos visto durante la clase de hoy: si deseaban moler
su grano en el molino banal tendrían que pagar la carga consuetudinaria correspondiente; si
necesitaban comprar mercancías en el mercado local tendrían que cumplir con las tasas
especificadas; si deseaban vender una parte de la producción fuera de la jurisdicción tendrían que
desembolsar el consiguiente derecho de peaje; y si infligían alguna norma comunitaria podían ser
citados por el tribunal local y multados.
Finalmente, ¿qué cargas feudales debían pagar quienes explotaban tenencias enfitéuticas y
simultáneamente formaban parte de un complejo dominical? Debían pagar los impuestos
estatales, el diezmo eclesiástico, y los tributos derivados del señorío jurisdiccional, pero además
las cargas perpetuas de carácter enfitéutico que analizamos la clase pasada: los censos en dinero,
las rentas en especie, y las tasas de mutación.
Voy a reconstruir el señorío pleno para estudiar su evolución entre los siglos XV y XVIII.
Lo primero que quiero hacer respecto del señorío pleno es presentar una tipología de regímenes
señoriales en la Edad Moderna. En efectos, en términos generales resulta posible identificar tres
modelos diferenciados de señoríos en nuestro período: uno francés, uno inglés, y uno castellano.
Ustedes ya conocen el modelo francés porque me he referido a él de manera recurrente desde
que comenzaron estas clases teóricas: remite a aquellos señoríos en los cuales el componente
dominical estaba tan desarrollado como el jurisdiccional. En el modelo francés existía un equilibrio
entre ambos complejos, y por ello los señores franceses podían extraer excedente campesino
tanto por la vía de la propiedad del suelo como por la vía de la parcelación del poder político.
Si al modelo francés lo ubicamos en el centro de un imaginario continuum, en uno de los extremos
deberíamos ubicar al modelo inglés, cuya principal características era que el componente
dominical de los señoríos estaba mucho más desarrollado que el jurisdiccional, que resultaba
extremadamente raquítico. Por lo tanto, no era tanto a partir del fisco privado cuanto de la
propiedad del suelo que la nobleza feudal inglesa debía reproducirse económicamente. De esta
manera, lo señores ingleses eran mucho más terratenientes que reyes subrogantes a nivel local.
El modelo castellano se hallaba en el extremo opuesto: en él el elemento sobredimensionado era
el jurisdiccional, mientras que el componente jibarizado era el dominical. De esta manera, para
reproducirse materialmente los señores castellanos debían confiar mucho más en la fiscalidad
privada que en sus latifundios: al revés que sus colegas ingleses, ellos eran mucho más monarcas
subrogantes que terratenientes.

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Así que pasamos directamente al modelo inglés. Para entender la originalidad del caso hay que
remitirse a ese evento fundacional que es la invasión normanda del 1066. El duque de Normandía,
Guillermo, invade la isla. Y precisamente como jefe de un ejército de ocupación procede a
rediseñar la estructura social del reino en condiciones que nunca volverían a repetirse en la
historia de Occidente, al menos hasta donde yo conozco. Este rediseño de la estructura de clases
inglesa realizado por los invasores franceses quedó plasmado en una de las fuentes más
extraordinarias del período medieval, un ambicioso catastro conocido como Domesday Book, que
se concluyó en el 1086.
Creo que los hechos resultan ampliamente conocidos. El 14 de octubre de 1066 el aspirante
francés al trono de Inglaterra, que era el duque de Normandía Guillermo II, derrotó en la batalla
de Hastings al pretendiente local, Harold Goldwinson, hijo del Duque de Wessex. Haroldo el Sajón,
que reinó en Inglaterra con el nombre de Harold II entre enero y octubre de 1066, murió durante
el combate.
Tras su decisivo triunfo, Guillermo procedió a la expropiación de la clase terrateniente aborigen,
los latifundistas sajones que durante el conflicto sucesorio habían tomado partido por Haroldo de
Wessex. Dueño de la mayor parte de la tierra de Inglaterra, Guillermo procedió entonces a cubrir
la totalidad del reino con una red de circunscripciones de carácter privado, de carácter señorial, a
las que denominó manors, y al frente de cada una de las cuales puso a cada uno de sus vasallos
franceses en calidad de lord of the manor.
Simultáneamente Guillermo superpuso sobre la anterior una segunda red de circunscripciones, en
este caso de carácter público, a las que llamó shires, y al frente de cada una de las cuales puso a un
funcionario público designado y revocado por él, al que denominó sheriff , un agente con
potestades de carácter judicial, fiscal y militar.
Al mismo tiempo, según da testimonio el Domesday Book, el régimen normando procedió a dividir
y a clasificar a la población no-noble que habitaba dentro de cada manor en dos grandes grupos: el
de los hombres libres y el de los siervos. Los hombres libres, designados sokemen en los
documentos de época, eran individuos que explotaban tierras que no se consideraban cedidas por
ningún gran propietario dominical. Los siervos, por el contrario, llamados villains en los
documentos del período, eran individuos que explotaban tierras que se consideraban cedidas por
un gran señor, y consecuentemente quedaron de allí en más privados de la libertad ambulatoria y
atados a la gleba.
Observen cómo en los sokemen resulta posible percibir a los antepasados de los freeholders de la
Inglaterra temprano-moderna, mientras que en los villains del Domesday Book detectamos a los
lejanos antepasados de los copyholders, de los tenentes enfiteutas que comenzarán a pulular por
el campo inglés del siglo XV en adelante, a partir del dramático retroceso de la servidumbre que
en Inglaterra tiene lugar unos dos siglos después de que sucediera lo mismo en Francia.
Ahora bien, y ésto es lo más importante, mientras que de allí en adelante los siervos dentro de
cada manor quedaron por completo sometidos a la potestad del tribunal feudal local, del tribunal
manorial, de la manorial court presidida por el lord of the manor del terruño, sin derecho alguno
de apelar ninguna de sus decisiones ante el sistema de justicia público, los sokemen, por el
contrario, aunque habitaran dentro de un manor, no quedaron sometidos a la justicia manorial
sino directamente a los tribunales condales precedidos por el sheriff, un representante del rey a
nivel regional.
Permítanme una sola aclaración. Cien años después de la invasión normanda, el primero de los
reyes de la casa Plantagenet, Enrique II de Anjou, reemplazó este esquema de shires y de sheriffs

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montado por Guillermo el Conquistador, por un sistema muy sofisticado de tribunales itinerantes,
el Assize System, que continuó vigente en Inglaterra hasta 1972. Pese a sus originalidades, sin
embargo, el Assize System no es sino un refinamiento del sistema justicia pública centralizada
pensado por los normandos tras la invasión.
Bueno, creo que ahora se comprende por qué la jurisdicción señorial era tan débil en Inglaterra:
nació fuertemente condicionada, puesto que la autoridad jurisdiccional de los señores ingleses
sólo regía sobre una parte de la población de cada manor, sobre la población no libre.
Por otra parte, no fue ésta la única limitación que la monarquía inglesa impuso a las jurisdicciones
privadas. Guillermo el Conquistador y sus sucesores se proclamaron señores de todos los castillos
y fortalezas en el reino, con lo que bloquearon la posibilidad de que los potentados feudales
superaran a los monarcas en lo que respecta al control de los medios de coerción física (ustedes ya
saben, de hecho, lo importante que fue la patrimonialización de las fortalezas para la
consolidación del señorío banal en Francia).
Junto con la anterior limitación, la corona inglesa prohibió a los lords of the manors erigir en las
afueras de sus residencias permanentes prisiones, cárceles, patíbulos, horcas, picotas, etc., como
podían hacer sus colegas en el resto del continente.
Por último, los señores ingleses no tuvieron jamás la potestad de imponer dentro de sus manors ni
monopolios banales, ni tasas de mercado ni derechos de peaje. En síntesis, la jurisdicción privada
quedaba limitada en Inglaterra a los derechos de justicia, que para colmo sólo regían sobre una
parte de la población del señorío. De los cuatro atributos que el señorío banal conservaba en la
Edad Moderna en el continente, los potentados ingleses sólo poseían la mitad de uno. Es por ello
que algunos autores consideran que el señorío banal no existió nunca como tal en Inglaterra, no al
menos en el sentido que a dicho término solemos darle para Francia. Se comprende entonces por
qué la clase feudal inglesa para reproducirse material y económicamente debió recostarse mucho
más sobre la propiedad del suelo que sobre la parcelación de la soberanía y el fisco privado.
Recuerdan que durante la segunda parte de la clase de ayer comenzamos a trazar una tipología de
regímenes señoriales en la Edad Moderna. Identificamos un modelo francés, en rigor de verdad,
franco-septentrional, en el cual los elementos tradicionales del complejo feudal, el dominical y el
jurisdiccional, estaban desarrollados por igual, por lo que los señores franceses podían extraer
excedente campesino por ambas vías. Identificamos un modelo inglés, en el cual el componente
dominical era mucho más fuerte, el componente jurisdiccional estaba subdesarrollado, y entonces
para reproducirse en tanto potentados feudales los lords of the manors comarcales debían
funcionar mucho más como terratenientes que como pequeños monarcas subrogantes a nivel
local. Nos quedó pendiente de análisis el modelo castellano. Se trata de aquél en el cual el
componente sobredimensionado era la jurisdicción privada, mientras que el elemento débil, en
algunos casos casi inexistente, era el dominical, la propiedad del suelo. El señor feudal castellano
era mucho más un monarca subrogante que un latifundista, tenía que apoyarse más sobre las
parcelas de poder público privatizadas que sobre la propiedad del suelo.
Vamos a comenzar a explicar el modelo castellano. A excepción de los grandes y muy arcaicos
señoríos del extremo norte del reino de Castilla ampliado, como los que se hallaban en Galicia,
dominios muy antiguos y casi todos ellos abadengos, es decir, señoríos eclesiásticos, la casi
totalidad de los señoríos en Castilla la Nueva y en Andalucía eran de creación muy tardía (o, si
miramos el fenómeno desde la Edad Moderna, de creación muy reciente). Casi ninguno precedía
con seguridad al año 1369, fecha del golpe de estado de los Trastámara. Ello significa que para
mediados del siglo XIV, la mayoría del suelo castellano era de realengo, no se hallaba aún
señorializado. A partir de allí, sin embargo, se producen dos picos agudos de retroceso del

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realengo, de avance del señorío feudal. El primero de ellos tiene lugar entre fines del siglo XIV y
mediados del siglo XV, y se relaciona con el gran déficit de legitimidad que el que llega al trono la
nueva dinastía. En 1369 el último rey de la dinastía de los Castilla-Borgoña, Pedro I el Cruel, es
destronado y asesinado, se supone que en un peculiar combate cuerpo a cuerpo, por su medio
hermano, Enrique de Trastámara, con quien compartía el mismo padre, el difunto rey Alfonso XI.
Así llegó al poder Enrique II. Cabe aclarar que pocas décadas después este mismo linaje accedería
al trono de Aragón, por lo que ambos Reyes Católicos, Isabel y Fernando, eran legítimos príncipes
Trastámara.

Ahora bien, Enrique II asume el poder con un evidente hándicap de legitimidad. ¿Por qué? Pues
porque tenía todas las máculas que la ideología aristocrática podía imaginar para un monarca.
Enrique II había sido, en principio, un vasallo felón, traidor, que se había rebelado contra su señor
natural. También era fratricida, porque había matado a su propio hermano. En tercer lugar era
regicida, puesto que su hermano era el rey de Castilla. Pero como si ello fuera poco, el líder de los
Trastámara era bastardo, pues era hijo extramatrimonial del rey Alfonso XI. Para suplir este
defecto de origen, esta falla de fábrica, Enrique II y sus sucesores comenzaron a crear señoríos
nuevos y a cederlos a sus seguidores y vasallos para ampliar la debilitada base política y social de
la casa reinante.
El segundo de los picos agudos de retroceso del realengo a los que estamos aludíamos no se
relaciona con problemas de legitimidad de los monarcas sino con la crisis fiscal crónica que
afectaba a la dinastía que sucede a los Trastámara, los Austrias, los príncipes de la Casa de
Habsburgo. Ya desde fines del siglo XVI, pero muy especialmente durante los regímenes de los dos
primeros Austrias menores, Felipe III y Felipe IV, la Corona comenzó a fabricar señoríos pero no
para transferirlos a sus vasallos sino para venderlos al mejor postor, y así obtener ingresos frescos
para las arcas de la monarquía que estaban secas, exhaustas.
Estas dos clases de señoríos, los cedidos para conseguir adherentes y los vendidos para conseguir
metálico, tenían un elemento en común: ambos se creaban sobre regiones en las que la propiedad
del suelo en manos de pequeños productores libres, propietarios plenos del suelo, estaba muy
consolidada desde hacía siglos, desde los tiempos de la Reconquista. Por lo tanto, a menos de que
estos señoríos nuevos se erigieran sobre yermos y despoblados, podía suceder que en un principio
no fueran sino pura jurisdicción, puro señorío jurisdiccional, con un debilísimo o casi inexistente
componente dominical. Podía darse la situación -más frecuente de lo que ustedes imaginan- de
que los titulares de las nuevas jurisdicciones (aclaro, jurisdicciones dentro de las cuales tenían
derecho a ejercer poderes políticos e incluso judiciales), al menos en un principio no fuera dueños
siquiera de un metro cuadrado de tierra. Si estos señores deseaban construir un complejo
dominical dentro de su jurisdicción debían iniciar un lento proceso de acaparamiento de tierras,
que indefectiblemente iba a llevar generaciones . Y eso fue lo que efectivamente sucedió.
Ya para mediados del siglo XVIII los titulares de la mayoría de estos señoríos neo-castellanos, que
tenían 150 o 200 años de antigüedad como mucho, poseían un patrimonio inmobiliario
importante dentro de la jurisdicción. Pero tuvieron que pasar varios siglos para que pudieran
concretarlo.
Bien, queda explicada así la debilidad estructural del componente dominical en el modelo de
señorío castellano. No se conoce, de hecho, un solo señorío en Castilla la Nueva en los siglos XVI y
XXII cuyo componente dominical generara a sus titulares más del 30% de los ingresos derivados
del dominio. Nos hallamos ante un déficit del 70% en lo que respecta a los ingresos señoriales que
se hacía necesario cubrir. Este déficit, como no podía ser de otra manera, debía cubrirlo el otro

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componente, el jurisdiccional, basado en la atomización del poder político a nivel local. Pero aquí
había un inconveniente de importancia. Para poder desplegarse en Castilla la Nueva en todo su
esplendor, el señorío jurisdiccional clásico hallaba dos obstáculos insalvables en la Edad Moderna
(queda claro que el señorío banal tenía que funcionar con toda la potencia si se esperaba que
supliera el 70% de ingresos señoriales que la propiedad del suelo no podía generar; el hueco a
cubrir era demasiado grande). ¿Cuáles eran los obstáculos que impedían que en la meseta
castellana funcionara en pleno siglo XVII un señorío jurisdiccional “a la francesa”? En primer lugar,
como ustedes recordarán, Castilla la Nueva era un espacio de feudalización tardía, y por lo tanto
resultaba políticamente inviable imponerle a un campesinado libre, orgulloso de sus libertades,
propietario pleno del suelo, un campesinado que hasta hacía pocos meses era súbdito de la
corona y ahora de pronto venían a decirle que se había convertido en vasallo de un señor
particular, a quien el rey le había vendido el pueblo, resultaba políticamente inviable, digo,
imponerle a un campesinado con tales características el pesado conjunto de tributos feudales
derivados del complejo banal que vimos durante la clase de ayer (los monopolios, la potestad
judicial, los peajes, las tasas de mercado, etc.). Pero también había un segundo obstáculo para el
pleno despliegue del modelo banal a la francesa: me refiero al hecho de que el fortalecimiento del
señorío jurisdiccional hubiera entrado en contradicción con los esfuerzos que desde los tiempos
de los Reyes Católicos la corona castellana llevaba adelante en pos del fortalecimiento del poder
central y del debilitamiento político de los potentados feudales. Se trata del mismo prurito por el
cual los reyes españoles en la modernidad temprana no permitieron que en América colonial se
erigieran señoríos banales con las características de los que existían en Europa.

Así planteado, el problema carecía solución: los señores feudales españoles no podían
reproducirse económicamente a partir de la propiedad del suelo, y el fisco privado no podía
funcionar a pleno por las razones que acabo de dar. Sin embargo, había una única salida, que fue
la que aplicó la corona. La monarquía debía proporcionar a los nuevos señores una fuente de
ingresos extraordinaria. Debía crear para ellos una nueva jurisdicción, una neo- jurisdicción, una
jurisdicción extra-señorial que pudiera cubrir aquel 70% de ingresos que la propiedad del suelo no
podía producir. La solución fue, en principio, muy sencilla: a los titulares de los nuevos señoríos los
reyes les otorgaban el derecho de percibir, dentro de su jurisdicción, una serie de impuestos
estatales, impuestos que naturalmente le correspondía percibir al rey: las alcabalas y las tercias.
Las alcabalas eran un impuesto indirecto, universal, de muy amplio alcance, que gravaba todo lo
que podía comprarse o venderse en el suelo español. Las tercias eran una imposición de carácter
más directo: como el nombre lo sugiere se trataba del 33% del diezmo eclesiástico que el Papado
había cedido a los reyes castellanos como premio por el rol que habían tenido en la guerra contra
los musulmanes, por haber ayudado al corrimiento de la frontera, al avance de la Reconquista. En
síntesis, cuando los habitantes de una aldea que se hallaba en el área de realengo pagaban todos
los años las alcabalas y las tercias, el dinero terminaba en manos de la corona. Pero si la aldea caía
dentro de una jurisdicción señorial, cuando los campesinos pagaban ambos impuestos el dinero
quedaba en casa, terminaba en las arcas del fisco privado, en poder del señor local.
Pan para hoy, hambre para mañana, diría el refrán. El dinero se necesitaba en forma urgente, y
ante esa búsqueda desenfrenada de metálico la corona era capaz de hacer ésto, de vender
pueblos, como se denominaba la creación de nuevos señoríos durante los siglos XVI y XVII. Pero
dentro de esta irracionalidad, sin embargo, había algo de racionalidad. Fíjense que en el caso de
Osuna, por ejemplo, la corona no enajena ni las alcabalas y las tercias. Simplemente no hacía falta.
Estos señores andaluces podían reproducirse económicamente gracias a una concesión de la
Iglesia regional. Dado que a la corona los fondos nunca le sobraban, en este caso la enajenación de

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ambos impuestos no se justificaba. El rey se desprendía estrictamente de lo que se necesitaba
para que cada señor tuviera los medios económicos para funcionar como miembro del grupo
dominante local. De todos modos, el modelo continúa cumpliéndose: siempre hacía falta que
viniera alguien (la corona, la Iglesia) a ofrecer algo (las alcabalas, las tercias, el diezmo) para que
los señores feudales castellanos, en función de la debilidad estructural del componente dominical
de sus señoríos, pudieran reproducirse económica y materialmente.
Bueno, hasta acá la tipología. Pasamos ahora a otro tema, siempre dentro del punto 3.1 del
programa dedicado al análisis del señorío feudal en la Edad Moderna. Vamos a tratar un problema
que trasciende las cuestiones económicas de la unidad 3, que tiene implicancias políticas: me
refiero a las tensas relaciones que existían entre el absolutismo y el feudalismo, entre el estado
moderno y el régimen señorial. Voy a tratar este tema a partir del análisis de un tipo
particularísimo de tributos feudales, derivados del complejo jurisdiccional, es decir, cargas que se
legitimaban a partir de la parcelación del poder político: los llamados “derechos curiosos o
bizarros”. Eran tributos extravagantes, grotescos, estrafalarios, incluso risibles. La pregunta es por
qué dedicar un teórico y medio a un fenómeno sociocultural que yo mismo estoy calificando con
estos adjetivos. La respuesta es muy fácil: los derechos bizarros serán la excusa para pensar este
problema central de la Edad Moderna, las fricciones entre el estado absolutista y el régimen
señorial, sobre todo el régimen señorial en su versión banal, bajo su disfraz jurisdiccional.
Estudiaremos en lo que resta de la clase de hoy el irresoluble conflicto entre las formas
centralizadas y descentralizadas de dominación política en la Europa de los siglos XVI a XVIII.
Los derechos curiosos eran un fenómeno típicamente francés. Prácticamente no encontramos
equivalentes en otros países. También es un fenómeno típicamente temprano- moderno: es difícil
encontrar rastros de ellos en los documentos y cartularios de la Edad Media.
Un hecho que llama la atención es el cuidadoso detalle con el cual las fuentes señoriales describen
las condiciones materiales y simbólicas de producción de estos derechos curiosos. Los contenidos
gestuales y verbales de estos extraños tributos feudales son descriptos por lo general de manera
exhaustiva. En segundo lugar sorprende también que durante gran parte de la Edad Moderna la
mayoría de los señores defendieran la continuidad de estas cargas. Los señores luchaban para que
no se extinguieran, para que se los continuara honrando. Por último, también llama la excepción
que el campesinado cumpliera de buen grado con estas exigencias; por lo general, los tributos
bizarros no generaban resistencia entre los vasallos campesinos de los señores.
Aunque resulta muy sencillo encontrarlos en las fuentes, pues como acabo de decir los derechos
bizarros no se esconden, durante décadas los investigadores profesionales los ignoraron. En el
peor de los casos, porque desde una perspectiva tradicional, decimonónica, se los consideraba un
fenómeno absurdo, al que los historiadores académicos no debían dedicar ni un minuto de su
tiempo. Recuerden ustedes que lo mismo se decía, por ejemplo, del tacto real, hasta que Marc
Bloch escribió Los Reyes taumaturgos. En el mejor de los casos, historiadores que con una visión
más moderna pensaban que los derechos bizarros expresaban un fenómeno cultural muy
interesante, pero dado que el lenguaje que permitiría decodificarlos se había perdido para
siempre, no cabía sino considerarlos, con resignación, como una suerte de excrecencia ritual del
orden de lo inexplicable. Esta era la situación hasta que en el 2006 una historiadora francesa,
Martine Grinberg, tras muchos años de investigación, publicó un libro enteramente dedicado a
descifrar los tributos bizarros o curiosos, al que le puso por título Écrire les coutumes, “Escribir las
costumbres”.
El punto de partida de Grinberg son sendas expresiones de dos importantes intelectuales del siglo
XX. Cuando yo lea estas dos frases probablemente ustedes sientan que resultan un tanto opacas.

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Si yo hago más o menos bien las cosas, sin embargo, se supone que cuando termine la clase
ustedes deberían poder comprender plenamente el sentido de estas expresiones. La primera frase
pertenece a Marc Bloch, que no necesita presentación en una carrera de Historia, obviamente.
Cito: “En la Edad Moderna el vasallaje sobrevivía en los gestos vanamente ceremoniales”. La
segunda frase pertenece a Roland Barthes, mítico semiólogo, crítico de la literatura y sociólogo de
la cultura. Cito: “La ideología reside en las formas”, es decir, la ideología también está en las
formas, en lo formal también hay ideología. A partir de estas reflexiones Martine Grinberg se
plantea una serie de interrogantes. El hecho de que a nosotros, en el presente, se nos escape el
sentido de estos derechos bizarros, ¿significa que lo mismo le sucedía a los hombres de la Edad
Moderna? El hecho de que a nosotros nos parezcan vacíos de contenido, ¿significa que a los
contemporáneos también les pasaba algo similar? Y si es así, si estas cargas absurdas nada
transmitían, nada expresaban, nada significaban, ¿cómo podemos explicar que perduraran tanto
en el tiempo? Evidentemente en este fenómeno hay un sentido oculto. Lo que el investigador
tiene que hacer es esforzarse por recuperarlo. Acá hay un lenguaje cultural, un código encriptado
que hay que descifrar.
Veamos algunos ejemplos de derechos bizarros realmente existentes, para que ustedes terminen
de comprender de qué estoy hablando. Voy a mencionar sólo unos pocos casos. La lista que yo
hice es arbitraria, porque existían tantos derechos curiosos como señoríos había en Francia. De
todos modos, traté de seleccionar ejemplos que cubrieran todo el espectro.
a) En algunos señoríos franceses, en una fecha determinada, los enfiteutas estaban obligados
a besar el cerrojo del portón del castillo señorial. Este gesteo se consideraba, ni más ni
menos, un tributo feudal.
b) En ciertas regiones, cada vez que se celebraba una boda campesina los recién casados
debían acudir al castillo y ofrecer al señor un plato con la misma vianda que los invitados
al banquete estaban consumiendo en ese mismo momento.
c) En otras circunscripciones, en determinadas fechas, las mujeres que habían contraído
nupcias durante el año previo debían ofrecerle al señor una canción, bailar para él, y
obsequiarle un beso en la mejilla.
d) En algunas jurisdicciones, en una fecha señalada, los hombres, casi siempre los solteros,
estaban obligados a participar en competencias de destreza física ante la atenta mirada
del señor y su familia.
e) En otros casos, el último hombre en haber contraído nupcias debía entregarle al señor el
balón destinado al juego de pelota que los vasallos ofrecerían al titular de la jurisdicción
durante el mardi gras, el último día de Carnaval.
f) En determinados señoríos, en momentos específicos del calendario litúrgico, los
representantes de algunos oficios, por lo general los pescadores o los vendedores de
pescado, debían arrojarse vestidos a un estanque o a un lago, y permanecer en el agua
hasta que el señor los autorizara a salir. En algunos pueblos eran los carniceros del terruño
los que tenían el privilegio de empujarlos. Acá se percibe claramente la atávica lucha entre
el Carnaval y la Cuaresma, entre la carne de pescado y la carne roja, entre el alimento
magro y el alimento graso, uno de los tópicos fuertes de la cultura popular de la época.
g) En otros casos, el habitante del terruño elegido como rey del Carnaval debía cortar
madera del bosque, y acudir a la residencia señorial para encender el fuego de la cocina y
de las principales habitaciones.
Insisto que estoy describiendo tributos feudales. Su cumplimiento no era optativo. Si un
campesino se negaba a cumplir estas cargas, era citado por el tribunal señorial y se le imponía una

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multa, una pena pecuniaria. En caso de reincidencia se arriesgaba, incluso, a que le confiscaran
una parte de sus bienes muebles.
Ahora bien, si observamos más en detalle este listado de casos que acabo de dar, vamos a ver que
hay dos trazos recurrentes que se repiten: 1) en todos los ejemplos observamos donantes y bienes
que circulan, personas que entregan cosas, objetos que cambian de mano, bienes que se dan, se
aceptan y se devuelven; 2) el cumplimiento de estos derechos exóticos se articulaba plenamente
con la fiesta popular; indefectiblemente los señores feudales exigían el cumplimiento de estas
cargas durante algunos de los cuatro grandes ciclos (Navidad, Carnaval, Pascuas, solsticio de
verano) que conformaban el calendario folklórico en la Francia preindustrial. Como ustedes verán,
la única excepción a este patrón eran las bodas, pero se trata de una excepción a medias, puesto
que los casamientos eran una de las más importantes festividades, si no la principal, en el campo
europeo preindustrial.
Ahora bien, la pregunta del millón es por qué durante toda la Edad Moderna los señores franceses
defendieron con tanto interés la continuidad de estos derechos absurdos. Martine Grinberg tiene
una hipótesis: según ella, esta cerrada defensa debe leerse como una estrategia explícita de
legitimación del régimen señorial de cara a sus propios vasallos campesinos.
Grinberg sustenta esta hipótesis a partir de dos constataciones. En primer lugar, observa que si
bien estas cargas feudales eran una exigencia o imposición de los señores sobre los campesinos, el
contenido de las mismas siempre remitía a algún uso comunitario, a prácticas que desembocaban
en una fiesta popular, a gestos que aludían a alguna creencia compartida. Estos derechos bizarros
se convirtieron en un lugar de encuentro entre el régimen señorial y la comunidad campesina.
Gracias a estas cargas, los señores y los campesinos, lejos de constituirse como polos enfrentados,
pudieron en ocasiones formar parte del mismo tramado esencial, de la misma malla sociocultural.
Estos tributos tan extraños le permitían al señor mostrarse como protagonista del folklore local, e
incluso como defensor de la cultura popular, vernácula, frente a los ataques de dos temibles
agentes exógenos: el estado absolutista y la Iglesia de la Contrarreforma.
¿Por qué el estado moderno desconfiaba de esta cultura campesina, y muy especialmente de sus
manifestaciones festivas? Por dos motivos. Primero, porque los agentes de la monarquía
centralizada veían en esta fiesta popular una oportunidad para el quiebre de la paz social, una
excusa para el estallido de revueltas. En el Antiguo Régimen existía una enorme cercanía
conceptual entre la fiesta y la protesta. La fiesta era uno de los grandes lenguajes de la revuelta
preindustrial. Es innumerable el listado de motines, levantamientos, revoluciones, que estallaban
en contextos festivos, muy especialmente durante el carnaval. Tan larga es la lista que un
historiador francés, Yves-Marie Bercé, pudo escribir un libro completo sobre el tema, publicado en
1994 por la editorial Hachette, y al que puso por título Fête et révolte, “Fiesta y revuelta”. Quizás
el caso más famoso de esta relación entre fiesta y levantamiento sea el que tuvo como escenario
la ciudad de Romans, en el Delfinado francés. El Delfinado era una provincia al sudeste del reino,
que limitaba con lo que hoy es Italia y la Confederación Helvética. El Mardi Gras, el último día de
Carnaval de 1580, estalló en Romans un levantamiento popular, con fuerte componente
campesino, que fue ahogado en sangre por los potentados locales. El caso es famoso porque
Emmanuel Le Roy Ladurie, uno de los más reconocidos exponentes de la tercera generación de los
Annales, le dedicó un libro completo, que en francés apareció en el año 1979, y que fue publicado
en castellano en 1994 con el título de El Carnaval de Romans. De la Candelaria al Miércoles de
Ceniza.
El segundo motivo por el cual el estado moderno desconfiaba de la cultura popular local era
porque la misma tendía a reforzar las identidades regionales, y ello contradecía los esfuerzos

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centralizadores en materia política, y homogeneizadores en materia cultural, que el absolutismo
impulsaba desde el centro.
¿Por qué la Iglesia de la Contrarreforma mostraba reparos contra la cultura festiva campesina?
También por dos motivos. En primer lugar, porque muchos jerarcas eclesiásticos consideraban que
la cultura vernácula campesina no era sino un resabio del antiguo paganismo, apenas
superficialmente cristianizado. En segundo lugar, los eclesiásticos pensaban además que muchas
de estas fiestas creaban las condiciones para comportamientos licenciosas reñidos con la ética
familiar y sexual que la Iglesia buscaba imponer del Concilio de Trento en adelante. Recuerden
ustedes, por caso, la clásica asociación que en el pensamiento religioso existía entre baile y lujuria.
Pues bien, por todo lo dicho hasta acá, queda claro que el régimen señorial, paradójicamente,
terminó funcionando en el campo francés de los siglos XVI y el XVII como un dispositivo de
memoria, un dispositivo que contribuía a la reproducción simbólica de la comunidad rural
preindustrial. Las comunidades campesinas tenían que reproducirse culturalmente. Y a este fin
contribuía la verdadera pulsión etnológica que muchos señores demostraban a la hora de
defender la continuidad de los derechos bizarros, tan ligados a la cultura rústica vernácula.
Dije hace unos minutos que dos eran los motivos por los que Martine Grinberg trataba de
fundamental su tesis, según la cual la defensa de los derechos curiosos por parte de los señores
era una estrategia de relegitimación del régimen señorial de cara a sus vasallos campesinos. El
primero lo acabamos de ver: gracias a estos tributos los señores podían mostrarse como
protagonistas y defensores de la cultura local. El segundo motivo es que gracias a estas cargas en
apariencia absurdas los señores lograban insertarse más sólidamente en las redes de intercambio
locales que tenían lugar por fuera del factor mercado, en la circulación de dones y contradones
que no respondía a una lógica mercantil pero que, como bien saben los antropólogos, resultaba
esencial para la reproducción material y simbólica de la sociedad rural preindustrial.
Trato de explicarme. Siempre que podían, a veces de manera más explícita, a veces de manera
menos abierta, los señores feudales franceses reproducían un discurso sobre los orígenes (que
guardaba algún tipo de relación con la fundamentación ideológica de la enfiteusis). Este discurso, a
su vez, se ligaba con la teoría del don primigenio, que a su vez tenía mucha relación con el
usufrutuo tradicional del suelo. La teoría del don primigenio postulaba que las cargas feudales que
todos los años pagaban los campesinos, y en particular los enfiteutas, debían considerarse como la
contrapartida de la cesión perpetua del derecho de uso de la tierra por parte de los señores. Ahora
bien, la tierra no era cualquier don. Se trataba de un don que se reactualizaba constantemente,
porque todos los años los campesinos volvían a sembrarla, a cosechar sus frutos, a sobrevivir
gracias a ella. Esta teoría del don primigenio buscaba instalar, a nivel ideológico, la sensación de
que por esta cesión perpetua los campesinos habían contraído con sus señores una deuda infinita,
impagable, inextinguible, eterna, una deuda que todos los años los pequeños productores debían
honrar con la entrega de los correspondientes contradones. Ahora bien, por estar tan ligados a la
cultura popular, por tener un componente festivo tan fuerte, los derechos bizarros funcionaban
mucho mejor como contradones que cualquier otro tributos feudal, los derivados de complejo
dominical o los derivados del complejo jurisdiccional. Y lo mismo sucedía si observamos el
fenómeno desde la perspectiva del señor: si éste deseaba responder a los contradones de los
campesinos con la entrega de nuevos dones, también para él resultaban mucho más útiles los
tributos curiosos que cualquier otra carga feudal conocida. ¿A qué me refiero? A un hecho muy
importante al que todavía no hice referencia. Cada vez que los campesinos cumplían con los
derechos bizarros los señores los premiaban: en ocasiones con el derecho de ingresar en el bosque
señorial para obtener la leña que se utilizaría durante las festividades del mes de junio, o para

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talar el árbol que serviría como tronco de mayo; o bien prestándoles los animales de tiro que los
campesinos necesitaban para las procesiones de carnaval; o bien o regalándoles la bebida y la
comida con la que se homenajearía a los jóvenes de la comunidad que habían hecho alguna
demostración de destreza física ante la mirada del señor y su familia; o bien proporcionando el
bote con el cual serían rescatados los campesinos que se habían visto obligados a saltar al río; o
bien con alguna exención tributaria provisoria.
Creo que queda claro cómo funcionaba el esquema ideológico: algún señor, en un tiempo remoto,
en una edad dorada, mítica, había entregado a una comunidad de productores directos un don
primigenio, la tierra, un don que se reactualizaba todos los años porque todos los años los
campesinos sobrevivían gracias a él. A este don primigenio los labradores respondían todos los
años con la entrega del correspondiente contradón, en este caso, con el cumplimiento de los
derechos bizarros, contradón al cual los señores respondían todos los años con la entrega de
nuevos dones: los permisos para ingresar al bosque; la comida, la bebida o la leña que regalaban;
los animales o el bote que prestaban; la exención tributaria que concedían, etc. Al año siguiente,
los campesinos volvían a sembrar y así reactivaban el don primigenio, y consecuentemente
reactualizaban aquella deuda eterna, impagable y perpetua, por lo que tenían que responder con
la entrega de un nuevo contradón, cumpliendo una vez más con los tributos bizarros, por lo que el
señor volvía a premiarlos, y así de seguido, más o menos hasta el infinito.

Por todo lo dicho, se comprende por qué los derechos bizarros permitían a los señores insertarse
más sólidamente en la red infinita de intercambios locales, propia de lo que Marshall Sahlins
denominaría “reciprocidad equilibrada”, red de intercambios que ordenaba el funcionamiento de
las comunidades preindustriales por fuera del mercado (no estoy sugiriendo que estas
comunidades campesinas no tuvieran acceso al mercado, sino que una parte de ellas funcionaba
por fuera del universo mercantil). Gracias a estos tributos curiosos los señores feudales lograban
construirse como un miembro más de la comunidad rural. Después de todo eran ellos los que
voluntariamente, sin que nadie los obligara, se ubicaban en la cima de este ritual de intercambios
locales, ocultando –al menos por un tiempo- aquello que en realidad eran: agentes de explotación,
agentes exactores externos. Lo que estos derechos bizarros pretendían era colmar, en la esfera de
lo imaginario, la distancia irreductible que en la esfera de las relaciones sociales reales existía
entre un señor y un campesino. De lo que se trataba, en síntesis, era de fabricar una ficción de lazo
social, una imagen deformada de las relaciones de dominación tradicionales, una ilusión de
igualdad primordial.
Hay un dato, al que Grinberg no le otorga mucha importancia, pero que a mí me parece que
vendría a reforzar esta interpretación que estamos haciendo. Me refiero a la ausencia del dinero
entre los objetos que señores y campesinos intercambiaban en el marco de estos derechos
bizarros. Loa individuos y grupos involucrados intercambiaban gestos o bienes en especie durante
aquellos rituales, pero nunca monedas. El dinero no aparecía nunca simplemente porque remitía a
una lógica diferente a la que ordenaba el funcionamiento de los intercambios para-mercantiles.
Sin embargo, no es completamente cierto que la moneda no formara parte del esquema ritual que
estamos analizando. El dinero irrumpía en un momento muy sensible de esta práctica social
específica que eran los derechos curiosos: aparecían como penalización, como multa, como
sanción pecuniaria, cada vez que un miembro de la comunidad rural se negaba a cumplir con estas
cargas de fuerte carácter simbólico y festivo. Con su decisión de no cumplir, el labrador cortaba
abruptamente la circulación de dones y contradones, y entonces era citado por el tribunal
señorial, que le imponía por su rebeldía una pena pecuniaria, la entrega de unas monedas al fisco

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señorial. Ahora bien, este dinero que no podía formar parte de los intercambios por fuera del
mercado, por ese mismo motivo adquiría el potencial para expresar otras dimensiones de la
realidad social. Las monedas que el condenado se veía obligado a pagar simbolizaban su
extrañamiento voluntario de la economía moral de la multitud (una economía moral de la multitud
de la que hasta los señores pretendían formar parte).
Es en función de todo lo dicho hasta este momento que Martine Grinberg piensa que la valoración
que los señores hacían de los derechos bizarros era una estrategia destinada a defender el
régimen señorial, apelando incluso a la colaboración y a la ayuda de los propios campesinos.
Ahora bien, si Martine Grinberg sostiene que el régimen señorial en la Edad Moderna tenía que
ser defendido, es porque imagina que por entonces estaba siendo atacado. La pregunta es ¿por
quién? La respuesta es muy fácil en este caso: los ataques provenían del estado absolutista.
Aclaremos que el fenómeno que al estado moderno le molestaba no era la existencia de señores
feudales en tanto terratenientes, cuanto la existencia de señores feudales en tanto detentadores
privados de parcelas de poder soberano.
Grinberg identifica dos frentes de ataque contra el régimen feudal, muy especialmente en su
versión jurisdiccional, digitados por el estado moderno en Francia. El primero se relaciona con la
exigencia de la corona de poner por escrito las costumbres de todo el reino. Comenzamos a
comprender ahora mejor el título del libro de Martine Grinberg, Escribir las costumbres. Esta es
una exigencia que la corona francesa formuló por primera vez a mediados del siglo XV, y tenía de
por sí un objetivo extremadamente ambicioso: avanzar hacia el diseño de un derecho común para
toda Francia, un ius commune que acabara con los irritantes particularismos y localismos jurídicos
típicos de la sociedad de Antiguo Régimen, en la que cada ciudad, cada región, cada corporación,
cada gremio, poseía su propia ley (o su propio conjunto de privilegios). La orden de poner por
escrito el derecho consuetudinario regional era un síntoma más de la creciente obsesión del
estado moderno por estandarizar y homogeneizar la cultura del reino.
Se trataba, por supuesto, de un objetivo demasiado ambicioso como para que pudiera cumplirlo el
estado absolutista. De hecho, Francia recién tendrá un derecho común para todo el territorio
cuando Napoleón Bonaparte publique en 1802 su célebre Código Civil. Pero si queremos ser
justos, debemos reconocer que el puntapié inicial en pos de dicho objetivo fue dado por la corona
francesa varios siglos antes, a comienzos mismos de la Edad Moderna.
El primer rey que ordenó poner por escrito las costumbres fue Carlos VII en 1454. Su ordenanza
luego sería repetida por todos sus sucesores hasta fines del XVI. Se trata de un texto legal clave,
porque determinaba el protocolo a seguir para registrar el derecho consuetudinario regional. Para
comenzar, había que convocar a los Estados Generales de bailía. Ustedes ya conocen que eran las
bailías, porque las describimos durante la clase de ayer: eran circunscripciones de primera
instancia del sistema de justicia público, al frente de cada una de las cuales se hallaba un baile o
bailío, un magistrado con características equiparables a lo que más adelante sería la justicia de
paz. Los bailíos, es importante aclararlo, dictaban sentencia en nombre del rey en la Edad
Moderna. Hacia 1500 existían cerca de 86 bailías en el Reino de Francia.
Por otro lado ¿qué eran los Estados Generales? Supongo que ustedes conocerán a los “estados
generales del Reino”, como aquel que, reunido en mayo de 1789, dio nacimiento a la Revolución
Francesa. Se trataba de asambleas de representación estamental, que la monarquía convocaba en
época de crisis o dificultades importantes. Los Estados Generales centrales fueron creados en
1302, por quien sin dudas es el padre del proceso de formación del estado moderno en Francia,
Felipe IV el Hermoso. Los estamentos reconocidos por esta institución eran tres: el primer estado,
compuesto por representantes del clero; el segundo, integrado por los representantes de la

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nobleza; y el tercer estado, formado por representantes de los propietarios acomodados urbanos
o rurales que no fueran ni eclesiásticos ni aristócratas (el Tercer Estado, como ven, era un
colectivo amorfo que se definía más por la negativa que por cualidades socio-económicas propias).
Estos estados generales centrales cumplieron un rol muy importante en la historia de Francia
hasta fines del XVI. Para tomar sólo en consideración la Edad Moderna, se reunieron en 1468,
1484, 1560, 1561, 1576, 1588 y 1593. A partir de allí ingresaron en un cono de sombra. De hecho,
tras la convocatoria de los Estados Generales del Reino en 1614, a propósito de la minoridad de
edad de Luís XIII, la corona no volvió a convocarlos durante los siguientes 175 años. Entre los
Estados Generales de 1789 y de 1614 no hubo ningún otro en el medio, dato que nos dice mucho
sobre los palpables avances del absolutismo borbónico. Luís XIV, por caso, en su larguísimo
reinado que se extendió entre 1643 a 1715, no convocó ni una sola vez a esta institución de
representación estamental.
Ahora bien, amén de estas asambleas generales del Reino, en la Francia moderna existían los
“estados generales de provincia”, que funcionaban exactamente con el mismo esquema de
representación estamental que hemos visto hasta ahora, pero en el marco de una región acotada.
En nuestro período sólo conservaban estados provinciales propios algunas pocas provincias
periféricas, de incorporación tardía al reino, fronterizas, y que habían logrado conservar un
relativamente elevado grado de autonomía respecto de la capital: Bretaña, Borgoña, Provenza,
Languedoc, Flandes, Béarn, Cambresis…
Finalmente, en la base de la pirámide se encontraban los “estados generales de bailía”. Eran los de
participación política más directa, pues en ellos el accionar de los grupos privilegiados no estaba
mediatizado por el principio de representación: cuando se convocaba a una de estas reuniones,
todos los aristócratas, todos los sacerdotes, y la totalidad de los integrantes del tercer estado
residentes en la bailía podían asistir y participar de las deliberaciones.
Pues bien, era en el marco de estas asambleas locales que se iban a poner por escrito las
costumbres de toda Francia. En cada bailía debían reunirse los estados generales, presididos por
un comisario real, un funcionario público enviado especialmente desde París como representante
directo del monarca, con la misión específica de guiar los debates en pos de la confección de los
cuadernos que contendrían el derecho consuetudinario comarcal. Cabe aclarar que el proceso de
puesta por escrito de las costumbres llevó cerca de un siglo en el Reino, pues si bien algunas
bailías obedecieron rápido otras todavía estaban redactando sus cuadernos a fines del siglo XVI.
Ahora bien, cuando comenzaron a reunirse los estados generales de cada bailía para decidir qué
prácticas o costumbres vernáculas debían recogerse y ponerse por escrito en el cuaderno
correspondiente, comenzó a configurarse una alianza, más o menos explícita, entre los miembros
del tercer estado local y el comisario real, el enviado del rey. ¿Una alianza en pos de que objetivo?
En pos del debilitamiento del feudalismo, y especialmente del señorío banal. Éste era el verdadero
currículum oculto de la decisión de la monarquía de poner por escrito las costumbres de todo el
Reino. El objetivo explícito ya lo dije hace unos minutos: avanzar hacia el diseño de un derecho
único y común para todo el reino. Pero el objetivo tácito era otro: debilitar y restar legitimidad al
señorío jurisdiccional.
Para alcanzar este objetivo esta alianza recurrió a dos estrategias, una más moderada y otra más
radicalizada. La primera consistía en permitir incorporar al cuaderno de las costumbres de cada
bailía los tributos feudales derivados de la jurisdicción (los monopolios instrumentales y
recreacionales, los derechos de peaje, las tasas de mercado, la potestad judicial), pero
sustancialmente recortados. Debe quedar claro que los restantes tributos feudales, los que
derivaban del complejo dominical (las rentas, los censos, el laudemio), nunca encontraron

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problemas para incorporarse a los cuadernos de las costumbres locales. A estas cargas, que se
legitimaban a partir de la propiedad del suelo, por lo general no se las cuestionaba. El problema lo
tenían los tributos que derivaban del señorío jurisdiccional. Lo que molestaba a la monarquía era
la existencia de estos señores subrogantes, no el hecho que existieran terratenientes en Francia.
La segunda estrategia impulsada por la alianza entre los comisarios reales y el tercer estado era
más audaz en sus avances contra la jurisdicción señorial: en muchas bailías, el tercer estado se
negó a permitir que los tributos banales se incorporaran al cuaderno de las costumbres.
Conseguían este objetivo muy fácilmente. En estas asambleas de bailía se votaba por orden, no
por cabeza. Todo el clero de la bailía tenían un solo voto, y lo mismo ocurría con los otros dos
estamentos. Pues bien, para que una práctica se incorporara como costumbre al cuaderno escrito
debía conseguir el voto unánime de los tres órdenes. Supongamos que el primer y el segundo
estados votaban a favor de que la banalidad del molino se incorporara al derecho consuetudinario
escrito de un bailía determinada, bastaba con que el tercer estado votara en contra para que dicho
tributo viera bloqueado su ingreso.
¿Qué argumentos usaba el tercer estado para proceder de esta manera? Sostenía que estos
tributos derivados de la jurisdicción no se habían originado en el consenso local, condición sine
qua non para que una práctica fuera reputada “de derecho consuetudinario”. Monopolios, tasas
de mercado, derechos de peaje, tribunales señoriales, todas estas prácticas eran consideradas
como un producto de la prepotencia feudal, originadas en las exigencias de un señor particular,
derivadas de la imposición unilateral de un señor que en el pasado, en un contexto histórico
particular, se había aprovechado de la debilidad de la monarquía para usurpar poderes públicos
que no le correspondían. Tácitamente lo que estaba diciendo el tercer estado era que todos los
señores jurisdiccionales o banales eran usurpadores. Desde un punto estrictamente histórico
tenían razón. Lo que tácitamente estaba sosteniendo esta alianza entre el comisario real y el
tercer estado de las bailías es que el proceso de construcción de un derecho único impulsado por
la corona tenía un enemigo principal, y que ese enemigo era el derecho feudal, el reino de los
particularismos.
Ahora bien, ¿por qué resultaba tan radical esta segunda estrategia de ataque contra el señorío
jurisdiccional impulsada por los representantes de la corona y los emergentes del tercer estado en
las bailías? Porque suponía para los tributos derivados del complejo jurisdiccional una evidente
devaluación jurídica. En el Antiguo Régimen, la costumbre puesta por escrito tenía fuerza de ley, y
era esta fuerza de ley la que se le estaba negando en muchas bailías a los monopolios, a las tasas
de mercado, a los peajes, y a las demás cargas jurisdiccionales. Se los estaba privando del efecto
sacralizador de la escritura, que en sociedades tradicionales ágrafas, mayoritariamente
analfabetas, tenía un impacto mucho mayor que el que puede tener en el mundo actual,
dominado por la imagen y lo visual antes que por la palabra o el discurso escrita. Lo que el tercer
estado y la corona estaban consiguiendo con su actitud, era desplazar estos derechos banales a la
periferia del sistema jurídico. De todos modos, aquí se hace necesario realizar una aclaración. Si un
tributo feudal de origen jurisdiccional no lograba ser incorporado en el cuaderno de derechos
consuetudinarios local, no por ello quedaba suprimido. Todas las cargas feudales originadas en el
señorío de ban tuvieron que seguir pagándose en Francia hasta el estallido de la Revolución, en
concreto, hasta la madrugada de agosto del 4 al 5 en que fue suprimida la jurisdicción feudal. El
objetivo que se perseguía cuando se los dejaba fuera de la costumbre escrita no era abolirlos sino
debilitarlos jurídicamente. De allí en más, a esta clase de derechos feudales la única legitimación
posible que les quedaba era el llamado “principio de la posesión inmemorial”, que implicaba que
las tasas y cargas banales debían cumplirse porque desde hacía siglos se pagaban y respetaban en
una determinada localidad. Pero como se darán cuenta, en tanto legitimación este principio

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resultaba infinitamente más lábil que la inclusión de un tributo en un cuaderno de costumbres que
tenía fuerza de ley.
Todo lo dicho explica por qué los derechos jurisdiccionales llegaron con un importante déficit de
legitimidad a la Revolución. Exactamente lo contrario le sucedía a los derechos feudales derivados
del régimen dominical, porque éstos habían sido incorporados a la costumbre escrita en dos
oportunidades a falta de una. Primero, cuando se firmaron las cartas de franquicia durante la Baja
Edad Media, y después cuando se confeccionaron los cuadernos de costumbres en las bailías en el
transcurso de los siglos XV y el XVI. A nadie puede sorprender, entonces, que los tributos
jurisdiccionales desaparecieran rápidamente una vez iniciada la dinámica revolucionaria: se los
suprimió sin contemplaciones a las pocas semanas de estallada la Revolución, a principios de
agosto de 1789. Las otras cargas feudales, los enfitéuticas, requirieron, por el contrario, cerca de
cuatro años de trabajo para concretar su supresión. Estaban más sólidamente arraigados en el
sistema legal.
Habíamos dicho hace unos minutos que Martine Grinberg identifica dos frentes de ataque del
estado moderno contra el régimen señorial. ¿Cuál era el segundo? Éste se produce desde
aproximadamente comienzos del siglo XVII hasta muy entrado el siglo XVIII, y tiene como
protagonistas a los juristas, a los teóricos del derecho, a los intelectuales orgánicos al servicio del
absolutismo. Para 1600, el proceso de puesta por escrito de las costumbres ya había concluido en
todo el reino. Es más, los cuadernos que contenían el derecho consuetudinario local por entonces
tenían forma de libro, porque en 1485 el rey Carlos VIII había decretado que debían darse a la
imprenta. Es por ello que a partir del siglo XVII comienza una nueva etapa, la de la investigación
académica. Los teóricos del derecho comenzaron a estudiar, a comentar y a comparar el derecho
consuetudinario de las diferentes provincias francesas, y a publicar libros en los que glosaban y
analizaban las peculiaridades de los diferentes derechos locales. Pues bien, es en estos manuales
que los juristas pro-absolutistas comenzaron a atacar en duros términos al feudalismo en general,
y al señorío banal en particular.
En primer lugar, sorprenden los adjetivos que estos teóricos del derecho utilizan para descalificar a
los tributos feudales derivados del complejo jurisdiccional. Los describen como servidumbres
desorbitantes, ridículas, intolerantes, irrazonables, sórdidas, deshonestas, demasiado rigurosas,
pesadas, odiosas, abyectas, dañinas a la cosa pública, originadas en la usurpación y en la fuerza
antes que en la posesión y la razón... La referencia de la razón da cuenta de que muchos de estos
juristas eran ya pensadores enrolados en corrientes propias de la primera Ilustración o del proto-
iluminismo.
En segundo lugar, los juristas comenzaron a sostener que, dado su carácter desorbitante y
extraordinario, las cargas banales requerían pruebas más contundentes para ser reconocidas, que
las que necesitaban los tributos derivados del complejo dominical. En otras palabras, si un señor
quería gozar de un derecho extraordinario debía probarlo de manera extraordinaria. Los teóricos
del derecho antiguorregimentales estaban haciendo así una tácita recomendación a la corona, que
en rigor de vedad no sería llevada a la práctica por la monarquía absoluta sino por la mismísima
Revolución Francesa. Lo que estaban sugiriendo en sus tratados era que había que invertir la carga
de la prueba respecto de los tributos feudales derivados de la jurisdicción. Todos debían ser
considerados prima facie ilegítimos hasta que los señores produjeran pruebas fehacientes y
documentadas en contrario, es decir, hasta que lograran probar que los monopolios, impuestos
indirectos o derechos de justicia que se arrogaban no habían sido producto de una imposición sino
de un consenso local. Como se esperaba que muy pocos señores pudieran demostrar esto, el
procedimiento aparecía como una vía eficaz hacia la supresión definitiva del señorío banal.

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Curiosamente, no fue el absolutismo sino los gobiernos revolucionarios posteriores a 1789 los que,
con matices, modificaciones y adaptaciones, llevaron a la práctica estas recomendaciones.
En tercer lugar, los teóricos pro-absolutistas lentamente empezaron a naturalizar al feudalismo,
asimilándolo a cualquier otro contrato convencional. Comenzaron a caracterizar al señorío como
una categoría particular de propiedad inmueble, cuya única rareza residiría en el hecho de haber
surgido en un contexto particular de debilidad de la monarquía. Lo que estaban sugiriendo estos
intelectuales es que el feudalismo no estaba inscripto en el orden de las cosas. No era un
fenómeno del orden de lo natural sino de lo sociocultural. Si las circunstancias históricas hubieran
sido distintas, las relaciones sociales en el campo francés también podrían haber sido diferentes. Y
si en el pasado podían haber sido distintas, en el futuro también podrían llegar a serlo.
Por último, los juristas del barroco y de la primera Ilustración afirmaron explícitamente lo que la
alianza entre el tercer estado y los agentes de la corona solo había llegado a sostener tácitamente
unas décadas antes: que el derecho feudal no podría nunca convertirse en una de las fuentes del
derecho común del reino. El derecho común del reino tenía solo cuatro fuentes posibles: a) las
ordenanzas reales, es decir, la ley positiva que emanaba de la voluntad del rey; b) las sentencias
de los parlamentos, de las altas cortes de justicia; c) la costumbre escrita, ese espacio específico al
que los tributos derivados de la jurisdicción no habían podido ingresar a causa de la oposición del
tercer estado en muchas bailías; d) el derecho romano. Si se quería que Francia tuviera un derecho
común para todo el reino, el feudalismo era entonces el enemigo a vencer.
En síntesis, lo que estos teóricos del absolutismo empeñados en fortalecer el poder real y la
centralización estatal estaban haciendo era diseñar una nueva grilla conceptual, que habilitaba
una nueva manera de leer el mundo. Y entre las principales víctimas de estas nuevas categorías de
representación se encontraban, evidentemente, el feudalismo en general y el señorío
jurisdiccional en particular.
Creo que ahora se comprende mejor la hipótesis de Martine Grinberg. Repitámosla, reformulada:
la defensa de los derechos bizarros que durante toda la Edad Moderna los señores feudales
hicieron en Francia, debe entenderse como una forma de reconstruir desde abajo, incluso con la
ayuda de los propios vasallos campesinos, la legitimidad de un sistema señorial ferozmente
atacado desde arriba, y no desde cualquier arriba, sino desde la cúspide misma del poder
soberano.
Hay sin embargo una pregunta que Grinberg no se formula, y que a mí me parece importante.
¿Tuvieron éxito los señores feudales cuando impulsaron esta operación de relegitimación
ideológica que hemos descripto durante la clase de hoy? Es decir, ¿consiguieron su objetivo?
¿Lograron, al menos por un tiempo, fortalecer el régimen feudal en alianza con sus vasallos
campesinos? ¿Lograron crear en la base un bloque de poder compacto capaz de hacer frente a los
ataques del estado moderno unificador, estandarizador, homogeneizador? A mí me parece que
existen algunas evidencias que probarían que, al menos en el mediano plazo, por lo menos hasta
comienzos del siglo XVIII, la estrategia señorial que se escondía detrás de la defensa de los
derechos bizarros pudo alcanzar cierto éxito.
¿A qué me refiero? Ustedes saben que los 130 años que se extienden entre 1570 y 1700 son
considerados la edad de oro de la revuelta campesina en Francia, de la jacquerie violenta. También
dije en su momento que todas aquellas revueltas, a excepción de un único caso, estaban dirigidas
contra la corona, contra el rey y sus agentes recaudadores. Era el impuesto estatal el que la
mayoría de las veces se cuestionaba. Durante aquellos estallidos de furia rural no se atacaban los
castillos de los aristócratas locales. No eran movimientos antifeudales sino revueltas opuestas a la
opresión fiscal del estado feudal centralizado.

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Es más, en muchos casos los propios señores feudales locales, en particular los provenientes de la
baja nobleza, se ponían al frente de la revuelta campesina, con la intención de liderarla. Grinberg
sostiene que con la defensa de los derechos bizarros el señor trataba de transformarse en un
miembro más de la comunidad rural. Ella estaba pensando el fenómeno desde la perspectiva de la
fiesta y los intercambios locales. Ponerse al frente de una revuelta contra el rey era un paso
mucho más audaz, implicaba un evidente salto cualitativo. Pero en función del análisis que
propone Grinberg no me parece disparatado pensar que aquellos pequeños señores feudales que
se ponían a liderar a los campesinos que protestaban contra los avances de la monarquía,
también, a su manera, trataban de afirmarse como un miembro más del terruño, como si dijeran
“yo no soy el enemigo; el enemigo está afuera, debemos conformar un nuestro unido para
enfrentar a ese afuera; yo soy un protector de lo local y adversario de los agentes extractores
exógenos”.
De todos modos, no quiero pecar de ingenuidad. Este liderazgo señorial de muchas revueltas
campesinas también se explica por razones de índole económica. En el campo preindustrial las
diferentes categorías de la renta del suelo competían entre sí. El impuesto estatal competía en
forma directa con los tributos feudales. En los años malos, los campesinos no tenían recursos para
pagar a todos los exactores de cargas e impuestos, y cuando ello sucedía por lo general elegían
pagarle al rey antes que al señor local. La razón de esta discriminación era muy simple: el
recaudador real llegaba apoyado por un escuadrón militar, por una imponente fuerza de choque.
Tenía un poder de coerción que ningún señor feudal individualmente considerado podía igualar en
la Edad Moderna. Como vemos, esta constatación podría tomarse como un punto a favor de la
denominada “tesis Anderson”, que postulaba que en tras la Crisis del Siglo XIV los señores a nivel
micro ya no podían extraer excedente, y por ello necesitaron que se consolidara un estado
centralizado que desde arriba cumpliera dicha tarea (el impuesto estatal visto como “renta feudal
centralizada”). Los señores que apoyaron revueltas campesinas, entonces, también estaban
defendiendo su fisco privado, pues si las exigencias desde Paris continuaban creciendo, sus
vasallos no dispondrían de excedente suficiente para continuar pagando los tributos feudales
locales.
Ahora bien, sin negar la importancia que este incentivo socioeconómico para los señores que
aceptaban liderar a sus campesinos desesperados, la estrategia descubierta por Grinberg avala
una segunda lectura posible: poniéndose al frente de la protesta violenta local los señores
también podían estar buscando cumplir un objetivo similar al que perseguían cuando defendían
los derechos bizarros.
Este idilio entre señores y campesinos se va a quebrar después del 1700. El siglo XVIII es un
periodo de importante crecimiento y expansión económica, de incremento de la productividad
agraria, de multiplicación de la riqueza rural, de revolución de la tecnología agrícola. También por
entonces se pusieron de moda teorías como la fisiocracia y el liberalismo, que lograron incluso
penetrar en el campo e influir en la mentalidad de muchos señores feudales. Los nuevos discursos
economicistas instaban a muchos potentados a administrar de manera diferente y más racional
sus dominios. Se los instaba, por ejemplo, a acabar con el paternalismo tradicional que regía sus
relaciones con los pequeños productores y con sus vasallos. Para muchos señores franceses el
incremento de la renta de la tierra se volvió el objetivo prioritario durante el próspero siglo XVIII,
mucho más que la conservación de una alianza táctica con sus campesinos dependientes. Todas
estas transformaciones contribuyeron a poner fin a la cercanía entre campesinos y señores que
vimos a propósito de los derechos bizarros y curiosos. Desde comienzos del 1700 comenzó a
ensancharse un golfo, que simultáneamente era económico y cultural, entre la pequeña y la gran
propiedad. Es por este motivo que llegamos a 1789 con un campesino francés decididamente

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enfrentado con sus señores. Es por ello que cuando la Revolución habilite la protesta violenta,
serán los castillos señoriales los blancos de la ira campesina, a diferencia de lo que había sucedido
un siglo y medio atrás, cuando los labradores consideraban que el enemigo a derrotar no se
hallaba en el castillo cercano, sino en los lejanos palacios de la capital del Reino.
La temática que quiero tratar hoy es la de los cambios, las importantes transformaciones que
experimenta el señorío feudal en Europa Occidental entre fines de la Edad Media y fines de la
Edad Moderna.
Yo voy a presentar este problema a partir del análisis de un estudio de caso. Lo que voy a hacer en
las siguientes dos horas es seguir, con lujo de detalles, la evolución de un gigantesco señorío
ubicado en la provincia occidental francesa de Normandía, la baronía de Pont St. Pierre, para
comprender los cambios que experimenta entre la Crisis del Siglo XIV y la Revolución Francesa.
En síntesis, durante la exposición que estoy a punto de comenzar lo importante es que ustedes no
pierdan de vista el “tema” detrás del “caso”. El tema de hoy no es, en rigor de verdad, el señorío
de Pont St. Pierre, aunque por momentos lo parezca. Esta baronía será para mí la excusa para
acercarnos al tema que me interesa desarrollar, que es “la fase final de la transición hacia el
capitalismo agrario”, un capitalismo agrario surgido del propio proceso de auto-transformación
que experimenta el campo francés entre fines del siglo XIV y fines del siglo XVIII. En pocas
palabras, el árbol no debe impedirles ver el bosque. En relación con nuestra clase de hoy, el
señorío de Pont St. Pierre es el “árbol”, y la transición del feudalismo al capitalismo es el “bosque”.
Pont St. Pierre era un dominio feudal muy antiguo, arcaico, pues había sido fundado en el siglo XI.
En 1408 terminó en poder de un linaje de la baja nobleza normanda, los Roncherolles, que lo
conservarían durante los siguientes 350 años, es decir, durante gran parte de la Edad Moderna.
Los Roncherolles protagonizaron con esta adquisición un caso espectacular de ascenso social en el
Medioevo tardío. El último barón del linaje anterior había muerto sin descendencia, y fue
entonces que su viuda decidió desposarse con uno de los vasallos de su difunto esposo,
precisamente el jefe de esta casa menor de los Roncherolles. Fue así que, por un golpe de fortuna,
el vasallo devino titular de este enorme señorío de la Francia septentrional.
Siendo como era un señorío francés grande y antiguo, vamos a hallar en Pont St. Pierre, hiper-
desarrollados, todos los componentes del complejo feudal clásico que ya conocemos. Por de
pronto, la baronía contenía en su seno un complejo dominical importante, compuesto por gran
cantidad de tenencias campesinas dependientes, enfitéuticas. De hecho, en este señorío no existía
un único censive sino ocho, distribuidos en cada una de las parroquias ubicadas dentro del
dominio. En Pont St. Pierre existían, pues, centenares y centenares de tenencias bajo dominio
dividido que todos los años pagaban a su titular cargas perpetuas (rentas, censos y tasas de
mutación). La otra sección del complejo dominical era la reserva señorial. Era particularmente
extensa, sobre todo si tenemos en cuenta las escalas antiguorregimentales: contaba con 378 ha.
Pero poseía además una originalidad muy curiosa: el 90% (340 de las 378 ha.) estaba constituido
por un bosque, una sección del riquísimo bosque de Longbouel, que era propiedad del barón. El
otro 10% de la reserva señorial estaba conformado por 28 ha de tierra cultivable y 10 ha. de
prado. Quiere decir que lo que en un señorío común hubiera constituido el grueso de la reserva
(tierras para sembrar, tierras para pastorear) aquí constituía una mínima porción de la reserva. El
hecho de que la mayor parte de la reserva estuviera cubierta por un bosque no sólo no obstaculiza
el propósito que yo persigo durante la presente clase, que es mostrar la emergencia del
capitalismo agrario en el campo europeo pre-industrial, sino que les aclaro que provocará el
efecto contrario: el bosque permitirá visibilizar aún más los fenómenos que yo quiero que ustedes
perciban.

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En tercer lugar, y dado que se trataba de un señorío que hundía sus orígenes en la noche de los
tiempos, el complejo dominical también incluía feudos territoriales, es decir, tierras enajenadas a
vasallos nobles. Existían en total cinco feudos en Pont St. Pierre, uno de los cuales era el hogar
original de los Roncherolles (por entonces en poder de una rama secundaria de la familia). El
segundo feudo estaba administrado directamente por el barón, y luego existían tres más que
pertenecían a linajes de la baja aristocracia de la provincia.
Hasta acá la descripción del señorío dominical dentro de la baronía. ¿Era también este dominio
feudal un señorío banal? Sí, por supuesto, y extremadamente potente. El titular de la jurisdicción
poseía autoridad judicial. Existían dos tribunales feudales a falta de uno. Por un lado, la corte
feudal convencional; pero también funcionaba una segunda corte señorial especialmente creada
para cuidar el bosque, ésto es, para sancionar a los cazadores y a los leñadores furtivos. Al frente
de este segundo juzgado se hallaba un juez forestal que recibía el nombre de verdier. ¿Existían
monopolios banales en la baronía? Por supuesto. El señorío contaba con el monopolio del molino.
Había tres molinos harineros en la Edad Moderna. De hecho, eran los únicos que podían existir
dentro de la jurisdicción. Por permitir su uso el señor cobraba un tributo específico (que terminaba
en mano de uno de sus arrendatarios, pues durante la Edad Moderna los Roncherolles habían
cedido a un tercero la explotación del molino a cambio del pago de un canon anual). Dos de estos
artefactos eran impulsados por energía hidráulica y el tercero funcionaba gracias a la energía
eólica. También detectamos en Pont St. Pierre todos los monopolios recreacionales usuales, por
ejemplo, el de la cría de conejos y el de la caza. ¿Percibía el barón de Pont St. Pierre tasas de
mercado? Sí, en el burgo capital, que recibía el mismo nombre de la baronía, funcionaba todos los
días sábados un mercado (el barón también autorizaba el funcionamiento de dos ferias al año).
Éstos eran los únicos espacios autorizados por el señor para la compraventa de mercancías dentro
de la jurisdicción. El señor percibía un impuesto indirecto que gravaba todo lo que allí se
compraba, que en esta provincia recibía el nombre de coutumes. Por último, digamos que el barón
de Pont St. Pierre era el propietario de la sección del río Andelle que atravesaba su territorio, lo
que le permitía: a) monopolizar la pesca, b) gravar con peajes las mercancías que se transportaban
por el río (en particular, los troncos que descendían flotando, y el vino transportado en barcazas),
y c) apropiarse de los despojos que se produjeran en el caso de naufragio (si se hundía una nave
en el río Andelle, los bienes, las mercancías o el mobiliario que llegaran a la rivera se convertían
automáticamente en propiedad del barón de Pont St. Pierre, dueño de aquella sección del río).
Hasta acá la descripción del señorío jurisdiccional.
Como verán, hasta ahora no he dicho casi nada nuevo, casi nada que ustedes no conocieran
gracias a las clases anteriores. Lo novedoso probablemente sea lo sigue a continuación. ¿Cuál es el
problema que tenemos que tratar de resolver durante la clase de hoy? Este problema se relaciona
con la curiosa transformación que sufre la estructura de ingresos de este gran dominio feudal
entre 1400 y 1780.
Veamos la estructura de ingresos en 1400. El 92% de los ingresos que la baronía produjo dicho año
derivaban del señorío banal y de los censives, es decir, de lo que Robert Brenner llamaría “formas
políticamente determinadas de propiedad”, formas de propiedad en las que lo extra-económico,
lo político, la fuerza, o simplemente la amenaza del uso de la fuerza, jugaban un papel de primer
orden. Podemos desglosar este 92%: los derechos de justicia aportaron un 15%; los monopolios,
peajes y derechos de mercado, un 14%; las rentas enfitéuticas, un 63%.
Por el contrario, en 1400 la explotación comercial de la reserva, es decir, ingresos derivados de lo
que Brenner llamaría “formas económicamente determinadas de propiedad”, es decir, aquellas en
las que lo coercitivo y la presión jurídico-político directa no jugaba un rol central, sólo aportó el 8%

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de los ingresos generados por la baronía. Este 8% también puede desglosarse: un 4% provenía de
la venta de madera en el mercado, y el restante 4% de la venta de productos agrícola-ganaderos.
Ahora bien, observen ustedes la espectacular inversión que se produce 400 años después. Veamos
la estructura de ingresos de Pont St. Pierre en 1780. La inversión es total respecto de lo que
observábamos para fines de la Edad Media. En 1780, los tributos feudales clásicos, es decir, las
cargas perpetuas enfitéuticas sumadas a los ingresos producidos por el señorío banal (monopolios,
derechos de mercado, peajes, justicia) ahora sólo eran responsables del 11% de los ingresos
generados por este antiguo dominio señorial. En cuatro siglos pasamos de un 92% a un 11%.
Desglosemos este 11% de 1780: la justicia produjo el 1%; los monopolios y los derechos, el 5%; la
enfiteusis, el 3%. En este último rubro, pasamos ¡del 63% del año 1400, al 3% del año 1780!.
Por el contrario, en 1780 la explotación comercial de la reserva, las únicas tierras que se podían
considerar propiedad del señor en el sentido moderno del término, generaron el 89% de los
ingresos de Pont St. Pierre. En este caso, pasamos del 8% tardo-medieval al 89% tardo-moderno.
¿Cómo se distribuía este último porcentaje a fines del siglo XVIII? Un 50%, aproximadamente,
provenía de la explotación comercial del bosque, y el otro 50% de los cánones que pagaban los
arrendatarios de la sección agrícola-ganadera de la reserva.
Como ustedes pueden percibir echando una simple mirada a estas cifras, es demasiado radical el
cambio experimentado por la estructura de ingresos de este dominio entre fines de la Edad Media
y fines de la Edad Moderna. ¿Qué sucedió para que se produjera esta transformación? Cabe
aclarar, por otra parte, que este cambio, con algunos matices, se dio por toda Francia, e incluso en
muchas otras regiones de Europa Occidental. Este es el problema que debemos tratar de dilucidar
durante la clase teórica de hoy.
Hay que comenzar diciendo que los ingresos feudales tradicionales todavía funcionan bastante
bien a comienzos del siglo XVI. Circa 1520, la justicia feudal todavía genera el 12% de los ingresos
de la baronía, y los ocho censives, el 43%. Su sumamos ambos rubros alcanzamos un 55%. En
síntesis, hacia 1520 un poco más de la mitad de lo que producía Pont St. Pierre provenía del viejo
complejo feudal. Ahora bien, fíjense el cambio que se produce en apenas medio siglo. Circa 1570,
la justicia ahora produjo solo el 2% de los ingresos anuales, y el censive, el 11%. La suma de ambos
nos da un 13%. En cincuenta años pasamos del 55% al 13%. Y estas no son cuestiones
coyunturales. Las cifras que acabo de dar ya no se recuperan nunca más durante lo que queda de
la Edad Moderna. Dije hace unos minutos que en 1780 la justicia proporcionaba el 1% anales, y
ahora estoy diciendo que en 1570 proporciona el 2%. Ven ustedes que es más o menos la
situación. En lo que respecta a algunos tributos feudales tradicionales, hacia fines del
Renacimiento ingresamos en una situación de no retorno.
Estos datos nos permiten alcanzar una primera conclusión. En esta región de Normandía, al
menos, lo que pulverizó los ingresos señoriales tradicionales no fue tanto la desastrosa
contracción del siglo XIV cuanto la espectacular expansión del siglo XVI. La de Pont St. Pierre es
una crisis señorial hija de una era de prosperidad económica.
¿Por qué caen tanto y tan rápido en Pont St. Pierre los ingresos derivados de la enfiteusis feudal a
lo largo del siglo XVI? Hay dos tipos de explicaciones, una de orden económico y otra de orden
administrativo. La razón económica tiene que ver con la incontrolable inflación del siglo, propia de
la era de la “revolución de los precios”. Por derecho consuetudinario, en Normandía una porción
muy grande -más que en cualquier otra provincia francesa- de las rentas enfitéuticas consistía en
pagos fijos en dinero. Ello se relaciona con el hecho de que se trataba de una provincia próspera,
rica, con salida al mar e importante lazos con los mercados internacionales, tempranamente
mercantilizada, y con una amplia circulación monetaria. Por otra parte, estamos hablando de

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tenencias enfitéuticas nuevas, creadas por los barones de Pont St. Pierre en las décadas centrales
del siglo XV, cuando ellos -como otros muchos señores en Occidente- se esforzaban por relanzar la
estructura agraria tras la debacle que supuso la crisis del siglo XIV. Ahora bien, ¿cómo podía un
señor normando a mediados del Quattrocento imaginar que después de 1470 iba a comenzar en
Europa un período de 150 años de inflación que destruiría el valor económico de dichas rentas? En
el pasado lejano, los precios de las mercancías habían continuado creciendo en el continente hasta
aproximadamente 1310/1320. Para 1440 o 1450 ya habían pasado 120 años de la anterior oleada
inflacionaria, por lo que ningún señor feudal de la provincia tenía manera de saber cómo se habían
comportado los precios en tiempos de sus abuelos o bisabuelos. No podemos culpar, pues, a los
señores normandos por respetar la costumbre de la provincia y fijar en dinero una porción
importante de las cargas anuales enfitéuticas a mediados del siglo XV.
La otra causa por la que caen tanto y tan rápido los ingresos derivados de la enfiteusis en Pont St.
Pierre durante el 1500 tiene que ver con el espeluznante caos administrativo que caracterizaba a
este dominio, con el enorme descuido en el control y en la recaudación de las cargas. Para que se
den una idea, el primer terrier, es decir, el primer catastro que completaron los Roncherolles, que
se habían hecho cargo de la baronía en 1408, fue el de 1635: ¡tardaron más de 200 años en
terminar el catastro señorial!. No se podía administrar un mega-señorío como éste sin un terrier
fidedigno y actualizado, porque dicho instrumento era el who is who fronteras adentro de la
baronía. El terrier explicitaba quiénes eran enfiteutas y quiénes no lo eran, dónde comenzaba una
tenencia y donde terminaba la otra, qué cargas pagaban unos y otros, etc.
En rigor de verdad fue la combinación de los dos factores, la inflación y el desorden administrativo,
la que resultó letal para los ingresos derivados de la enfiteusis en este dominio feudal. Porque al
perder las rentas enfitéuticas toda importancia económica real, resultaba anti-económico recurrir
a la vía judicial para reclamar los pagos atrasados. La justicia era onerosa en el Antiguo Régimen. Y
muchas de estas fincas enfitéuticas rebeldes eran explotaciones paupérrimas y marginales. Por lo
tanto, los ingresos que el barón de Pont St. Pierre hubiera podido recuperar en caso de ganar el
pleito jamás hubieran compensado el costo de litigación, que era muy alto.
Por otro lado, ¿por qué caen de manera tan pronunciada y tan rápida, durante el siglo XVI, los
ingresos derivados de la justicia señorial? Acá la causa era más eminentemente política, y tiene
que ver con las limitaciones, exigencias y controles que el estado absolutista le fue poniendo a la
justicia privada. Por ejemplo, los mayores estándares de calidad y de formación que el estado
moderno exigía para la conformación de los tribunales feudales implicaba una suba de los costos
operativos que tenía que ser cubierta por el titular de la jurisdicción. Desde fines del siglo XV las
monarquías exigen que los tribunales feudales estén integrados por jueces profesionales. Pues
bien, ese know how había que pagarlo. La corona ya no quería que la justicia feudal fuera tarea de
aficionados o legos. El costo de dicha transformación debían asumirlo los potentados feudales.
Sólo hay dos tributos feudales clásicos que funcionan bien durante el siglo XVI: los derechos de
mercado y la banalidad del molino. Por caso, el canon anual que el señor percibía por arrendar la
explotación de los tres molinos banales pasa de 120 libras en 1526 a 320 libras en 1564. Casi se
triplica. ¿Por qué resisten estos dos derechos feudales mucho mejor que los demás durante el
Renacimiento? Porque acompañaban muy bien la evolución de la economía real: lejos de
perjudicarse, se benefician con la suba de precios crónica y la explosión demográfica que eran dos
de los rasgos distintivos de la expansión económica del largo siglo XVI. Si más población había
dentro de la baronía, más gente iba al molino para transformar su grano en harina. Si cada vez
vivía más gente dentro de Pont St. Pierre, cada vez más personas irían al mercado de los días

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sábados a comprar y vender. Y si las mercancías subían de precio todos los años, más ingresos
recibiría el señor en concepto de impuestos directos.
¿Qué sucede durante el siglo XVI con los ingresos generados por la reserva, es decir, por las formas
económicamente determinadas de propiedad? Como ustedes recordarán, la reserva en este
señorío estaba conformada mayoritariamente por un enorme bosque, al que se sumaba una
pequeña sección no forestal (prados y tierras cultivables). Comencemos por analizar el uso dado a
la foresta en nuestro período.
La venta de madera no produce ingresos importantes para el señor durante el siglo XV. Si algún
tipo de ingresos generaba era gracias a las multas que la justicia feudal imponía a los cazadores
ilegales y a los leñadores furtivos, o gracias a la venta de derechos de pastoreo (existían pequeñas
comunidades campesinas instaladas a la vera del bosque, que le compraban al señor derechos de
pastoreo para poder introducir una parte de sus rebaños en bosque para que se alimentasen).
Durante el siglo XV ninguna tala anual, en general para autoconsumo, afectó más de un 3% de la
superficie del bosque, lo que permitía al menos 20 años de crecimiento entre tala y tala en las
diferentes secciones. En términos económicos el bosque era, pues, un recurso desperdiciado.
Pero la situación comenzó a cambiar dramáticamente desde comienzos del siglo XVI. Ya la tala del
año 1515/1516 es ya cuatro veces mayor que cualquier tala anual del siglo anterior. Y a medida
que avanzamos en la centuria, la importancia de la explotación de la madera crece en forma
notable. En 1560-1574, la venta de madera en el mercado le generaba al señor un ingreso anual
promedio de 3500 libras. Esta cifra no nos dice nada sin un punto de referencia que nos permita
determinar si se trataba de un monto elevado o bajo. Pues bien, tenemos un punto de referencia
apropiado. Hace unos minutos dije como al pasar que el canon anual que por la misma época los
arrendatarios de los tres molinos banales pagaban al señor era de 320 libras. ¿Qué conclusiones
podemos sacar? Pues que el tributo feudal que mejor funcionaba a fines del siglo XVI generaba 10
veces menos riqueza que la explotación comercial de la reserva. Ello explica por qué, durante la
segunda mitad del siglo XVI, el bosque Longbouel se vio sometido a un inclemente proceso de
devastación. Para 1600, en ciertas áreas de la foresta los árboles más antiguos tenían apenas 9
años. El fenómeno se explica por el incesante incremento de la demanda de madera por parte de
una economía en expansión como la del siglo XVI. La civilización del Renacimiento era una
civilización de la madera. Todo estaba hecho de madera. Las ciudades, incluso las grandes
capitales, eran de madera. A excepción de algunos pocos edificios religiosos, gubernamentales o
residenciales, el resto de las viviendas no estaban construidas con piedra o materiales
equivalentes. Esta enorme demanda de madera explica por qué el precio de este material se
multiplicó por 7 entre 1560 y 1570, y volvió a triplicarse en las décadas finales de la centuria.
Debemos recordar también que cerca de Pont St. Pierre se encontraban dos grandes metrópolis
antiguorregimentales, Rouen y París, insaciables devoradoras de madera. Súmenle a este dato que
Normandía estaba atravesada por cursos de agua y ríos que eran una vía de transporte natural,
rápida y barata para los troncos. Todos estos factores van explicando el boom forestal que
experimenta este señorío normando en la segunda mitad del siglo XVI. La madera era una suerte
de oro marrón a fines del Cinquecento, y Pont St. Pierre supo aprovecharlo.
Hasta acá el análisis de la reserva forestal. Pero existía también una sección no forestal de la
reserva, constituida por tierra cultivable y por prados. Esta porción no boscosa de la reserva es
muy importante, porque resulta clave para comprender la irrupción del capitalismo agrario en este
rincón de Francia.
Durante los siglos XV y XVI esta sección no forestal de la reserva es casi inexistente en la baronía.
Cubría apenas un 10% de su superficie. Todavía a comienzos del siglo XVII los señores de Pont St.

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Pierre continuaban reduciendo esta sección no forestal, creando a partir de ella nuevas tenencias
enfitéuticas, es decir, enajenando a perpetuidad dominios útiles a cambio del pago de cargas
anuales. Pero lo que más llama la atención es la configuración de estos tributos perpetuos. En
1613, por caso, tiene lugar una importante cesión de tierras, en el contexto de la cual el señor fija
el 100% de las pagos anuales en dinero. En términos económicos, una decisión con tales
características resultaba suicida. ¿Cómo podía un señor feudal, tras 150 años de inflación, aceptar
pagos fijos en dinero como contraprestación por la cesión del derecho de usufructo de la tierra,
tributos que ninguno de sus sucesores al frente de la baronía estaría en condiciones de modificar
unilateralmente? Está claro que la explicación de este fenómeno no es económica. Para comienzos
del siglo XVII los barones de Pont St. Pierre tienen ya muy claro que los censives habían dejado de
funcionar como una fuente de riqueza material. Los Roncherolles obtenían ingresos por otras vías
a comienzos del siglo XVII: por un lado, a partir de la explotación comercial de la reserva de su
principal dominio; por el otro, gracias a un fenómeno en el cual no voy a detenerme demasiado,
porque no guarda relación directa con la historia de los señoríos, aunque sí con la denominada
tesis Anderson: me refiero a los ingresos que los barones de Pont St. Pierre obtenían gracias a los
cargos, oficios, puestos en la corte, o simples emolumentos y pensiones que les concedía la corona
(la célebre redistribución entre los nobles del excedente campesino que el estado absolutista se
apropiaba por medio del impuesto estatal o renta feudal centralizada). Para comienzos del XVII los
ingresos anuales que los Roncherolles obtenían gracias a estas dádivas de la monarquía
eventualmente equiparaban los ingresos que la baronía de Pont St. Pierre producía cada
temporada. Ahora bien, si los barones de Pont St. Pierre ya no necesitaban el censive como fuente
de ingresos, ¿por qué no lo suprimían? Porque lo necesitaban por otros motivos: para fabricar
vasallos. En la Edad Moderna un señor feudal era más importante que otro no sólo por la
antigüedad de su linaje, por la inmensidad de su patrimonio fundiario, o por la magnificencia de su
consumo suntuario, sino también por el tamaño de su séquito, por la cantidad de sus vasallos. Y
una manera rápida de crear vasallos era estableciendo nuevos enfiteutas dentro de su jurisdicción.
Es por ello que en 1613 los Roncherolles fijaron el 100% de las cargas anuales en dinero. Con
aquella cesión de tierras no buscaban un ingreso monetario sino incrementar el número de sus
dependientes, su base clientelar.
Bien, la actitud de los barones respecto de la sección no forestal de la reserva señorial recién
comenzará a cambiar a partir de principios del siglo XVIII. En 1715, tras siglos de indiferencia, los
Roncherolles volvieron a comprar tierra en gran cantidad dentro de la jurisdicción, para sumarla a
la sección no forestal de la reserva. Con esta porción incrementada de la porción de la reserva no
ocupada por el bosque, los señores organizaron dos grandes granjas, entregando su
administración a sendos arrendatarios por medio de contratos de corto plazo. Se trataba de
decisión política revolucionaria por parte de estos potentados feudales. Lo que estaban haciendo
era introducir por la puerta principal de Pont St. Pierre a los grandes arrendatarios o gallos de
aldea, agentes claves en el avance del capitalismo agrario en Occidente. Con su decisión, los
titulares de este dominio feudal estaban instalando dentro de su jurisdicción a dos potenciales
perceptores de renta capitalista del suelo, una renta en cuyo cálculo intervenía ya no solamente el
costo de la tierra (el canon de arrendamiento), sino también el costo del trabajo (la masa salarial
de los peones rurales), pero además la inversión de capital fijo (por razones que no tengo tiempo
de desarrollar ahora, esta última siempre fue la pata más floja del trípode en el campo francés pre-
industrial). También el prado señorial, que era exiguo a principios de la Edad Moderna, triplicó su
tamaño durante el XVIII.
El siglo XVIII asiste también a la emergencia de una nueva generación de Roncherolles, mucho
menos paternalista en su trato con los campesinos que las generaciones anteriores. ¿Se acuerdan

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que la última clase yo aludí a la ruptura del idilio entre campesinos y señores que se percibe
durante el Siglo de las Luces? Acá tienen un ejemplo palmario. Fíjense por ejemplo la nota que el
barón de aquel momento, Michel de Roncherolles, envía en 1759 a sus vasallos de la aldea de San
Nicolás. Cito: “Tengo la intención de poner fin a las libertades que mis ancestros os han permitido
para apacentar vuestros animales en una parte de mi prado situado en el valle. Deseando dedicar
este prado para mi propio usufructo, tengo la intención de poner fin al aprovechamiento que
vosotros venís disfrutando. Y dado que la bondad y tolerancia de mis ancestros es la única fuente
de este aprovechamiento, reclamo mi derecho a prohibiros el acceso desde hoy en adelante”.
Durante siglos los campesinos de esta aldea habían ingresado en aquella sección del prado
señorial, con la benevolente y tácita anuencia de los señores. De un momento a otro, sin embargo,
el barón, imbuido por los ideales fisiocráticos del momento, decidió cortar abruptamente el
atávico beneficio. Los campesinos trataron de resistir judicialmente. Se asesoraron, pero pronto
comprendieron que no tenía ningún sentido litigar. La razón estaba claramente de parte del señor.
Aquellas eran tierras de su reserva, y por lo tanto podía prohibirles el ingreso si lo deseaba. ¡Qué
diferencia entre este Barón de Roncherolles, que impide a sus campesinos ingresar en su reserva,
y aquellos otros señores que veíamos durante la clase del viernes pasado, participando del folklore
campesino y defendiendo la cultura local frente a los embates del estado y de la Iglesia moderna!
Esta nueva tendencia al incremento de la sección no forestal de la reserva se vio potenciada
cuando los Roncherolles tuvieron que vender la baronía en 1767. Tras un breve interregno, el
dominio fue comprado por un tal Antoine Caillot de Cauqueraumont, uno de los máximos
exponentes de la nobleza de toga, de la noblesse de robe de Normandía. Era, de hecho, miembro
del Parlamento de Rouen. Sociológicamente hablando, la noblesse de robe era un fenómeno
típicamente francés. Prácticamente no tiene equivalentes en el resto de Europa. Se trataba de un
funcionariado ennoblecido, burócratas que habían comprado sus cargos (cargos que ennoblecían),
y que en tanto propietarios patrimoniales de los mismos los transferían a sus hijos por vía
hereditaria. Se trataba de una nobleza con una mentalidad proto-burguesa, diferente de la visión
del mundo de la nobleza tradicional, llamada nobleza de sangre o de espada.
Pues bien, Antoine Caillot, tras adquirir la baronía, continuó con las grandes compras de tierras.
Así pudo llevar el prado de 30 a 40 ha. Para 1789, la sección no forestal de la reserva ya no
contaba sólo con dos grandes granjas sino con seis, seis grandes impulsores del capitalismo agrario
en el área, seis potenciales receptores de renta capitalista del suelo.
No conforme con maximizar los ingresos de la reserva, Antoine Caillot comenzó también a mirar
con detenimiento el complejo feudal tradicional, con la esperanza de extraer algún tipo de
beneficio material de aquel olvidado componente de la vieja baronía. Ordenó en 1780 concluir el
terrier que los Roncherolles -siempre muy lentos en estas cuestiones- habían comenzado en 1740.
Antoine Caillot necesitaba un catastro fidedigno porque quería que sus funcionarios volvieran a
percibir las tasas de mutación enfitéuticas. Y además tenía intención de ejercer el retraite feodal,
un derecho que tenían los señores feudales en Normandía. El laudemio era un tributo enfitéutico
oneroso, pero que no tenía carácter anual sino que se pagaba cuando la tenencia cambiaba de
mano. Era, sin embargo, un tributo feudal que tenía importancia económica, pues no se veía
afectado por la inflación (consistía en un porcentaje fijo del precio de venta de la tierra). Ahora
bien, para poder cobrar las tasas de mutación había que tener en claro quiénes eran enfiteutas y
quiénes no en la baronía. Y para ello se necesitaba el terrier. En cuanto el retraite feodal, se
trataba de un privilegio señorial que tenía las siguientes características: cuando un enfiteuta
sacaba a la venta su dominio útil, si el señor local emparejaba el mejor precio de compra ofrecido
por un particular, el tenente estaba obligado a venderle a él su dominio útil. El señor podía

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entonces sumar al dominio directo que ya poseía el dominio útil que acaba de adquirir, y sumar
dicha tierra a la reserva señorial.
Sin embargo, esta suerte de retorno al feudalismo -un claro ejemplo de lo que ha dado en llamarse
la refeudalización del Siglo de las Luces- llegó demasiado tarde para producir efectos observables.
Para cuando estalle la Revolución, resultará muy claro que el 90% de los ingresos que la baronía de
Pont St. Pierre producía cada año provenían de la explotación comercial de la reserva, de formas
económicamente determinadas de propiedad, es decir, de la venta de la madera en el mercado y
de los cánones anuales que pagaban los seis grandes arrendatarios instalados en la reserva. Solo el
10% de los ingresos anuales provenían del decadente complejo feudal, del “feudalismo de
manual” como lo llamo yo.
Este dato resulta extremadamente significativo, porque implica que cuando la Revolución
Francesa suprima el señorío banal en 1789, y cuando haga lo propio con el señorío dominical (el
régimen enfitéutico) en 1789, con esas dos medidas estará afectando solamente cerca del 10% de
los ingresos de señoríos como el de Pont St. Pierre, que existían por miles en toda Francia.
Ninguna de estas dos “aboliciones” afectará a las reservas de los antiguos señoríos feudales, que
eran las únicas tierras que el señor podía considerar como propias dentro de las extinguidas
jurisdicciones. Por supuesto que la Revolución terminó apoderándose de todos modos de las
reservas de muchos antiguos señoríos por otra vía, por medio de las confiscaciones que sufrieron
los nobles que migraron, los que se pasaron a la contrarrevolución o simplemente aquellos de
quienes se sospechaba que lo habían hecho. Pero no en ningún caso la Revolución ordenó la
expropiación en masa de la propiedad territorial de los antiguos señores. Muchos antiguos nobles
lograron sobrevivir a las turbulencias revolucionarias y alcanzaron el siglo XIX transformados en
importantes terratenientes. Fue la Revolución la que los convirtió de señores feudales en
latifundistas, porque ninguna de las medidas anti-feudales afectaba las reservas de los viejos
dominios.
Fíjense también en otra cuestión importante: la transformación de la baronía de Pont St. Pierre de
aquello que era a fines del siglo XIV (un gran dominio feudal) en aquello otro en que se convertirá
a fines del siglo XVIII (un gran latifundio explotado según la lógica del capitalismo agrario) se había
consumado mucho antes de 1789. No fue un producto de la Revolución. Había comenzado a
producirse durante el siglo XVI, gracias a la intensificación de la explotación comercial de la
sección forestal de la reserva. Y terminó de completarse durante el XVIII, gracias a la creación de
un gran dominio cerealero en la sección no forestal de ese mismo espacio.
No estoy sugiriendo que la Revolución no realizó ningún aporte a la consolidación del capitalismo
agrario. Por el contrario, fue la Revolución la que transformó a la mayoría de los arrendatarios de
las reservas señoriales en propietarios plenos del suelo que explotaban. ¿De qué manera? Con las
reservas que se expropiaron a los nobles considerados enemigos del nuevo régimen
revolucionario o con las que se obtuvieron gracias a la desamortización de las propiedades
eclesiásticas, se creó el fondo de los denominados “bienes nacionales”, miles y miles de hectáreas
que fueron sacadas a la venta al mejor postor en los primeros años de la Revolución. Se ofrecían
en grandes bloques, y por ello los únicos que pudieron comprarlos fueron los antiguos
arrendatarios de las señores feudales, que gracias a esta medida continuaron muchas veces
cultivando las mismas tierras de siempre, sólo que ahora transformados en dueños plenos del
suelo en lugar de trabajarlas como simples inquilinos (como habían hecho durante siglos). Como
ven, no es un aporte menor el que hace la Revolución. Pero también resulta evidente que las
principales modificaciones estructurales del sistema productivo habían comenzado y concluido
mucho antes de mayo de 1789.

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Yo me pregunto entonces ¿dónde había quedado el feudalismo en el campo francés a fines del
siglo XVIII? ¿Qué se había hecho de él? ¿En dónde se había refugiado? Si nos ponemos a buscarlo,
es probable que para 1770 o 1780 lo encontremos mucho más en los aspectos superestructurales
del sistema que en los estructurales: en los títulos de nobleza que ostentaban la mayoría de los
señores, en el tratamiento honorífico que recibían, en el escudo de armas que adornaba la
fachada de sus residencias, en la veleta que coronaba las torretas de los castillos, en el monopolio
de la caza y de la pesca, en los palomares y en las conejeras, en los estanques artificiales, en los
derechos bizarros y curiosos, en la justicia feudal, en las tasas de mercado, y en no muchos lugares
más. Para 1780, en gran parte del campo francés el feudalismo era poco más que una cáscara
vacía.
¿Cuán costosa fue la transición de este dominio hacia su forma capitalista? El problema que
tenemos que tratar de resolver ahora es el de los ingresos reales de la baronía durante nuestro
período.
Sólo a partir de 1780 la baronía hubiera podido, con sus ingresos anuales totales, adquirir un
volumen de trigo superior al de finales del Medioevo. Ahora resulta claro, pues, que la transición
de Pont St. Pierre hacia la modernidad fue más más lenta, costosa y difícil de que lo que
imaginábamos. Sólo recién en la segunda mitad del XVIII, cuando el dominio se orientó claramente
hacia la producción para el mercado, pudo recuperar el peso sobre la economía local que tenía a
fines del siglo XIV.
Bueno, me queda una última cuestión por analizar: el peso que la mentalidad señorial tuvo en la
fase final de la transición hacia el capitalismo agrario.
Los barones de Pont St. Pierre introdujeron a los gallos de aldea en la reserva, y por ello nos
sentimos autorizados a caratularlos como impulsores del capitalismo agrario en el área. Ahora
bien, si no queremos quedarnos con una visión excesivamente moderna de estos señores
feudales, tenemos que recordar que esta simbiosis que estamos viendo a fines del siglo XVIII,
entre un feudalismo de tipo decadente y un capitalismo agrario ascendente, tenía sus límites. De
ninguna manera los señores de Pont St. Pierre era empresarios schumpeterianos avant la lettre en
el 1700. De hecho, el régimen señorial, a raíz de sus mismísimas características estructurales –la
mentalidad, después de todo, es una estructura– no podía evitar, mientras continuó existiendo,
poner severos obstáculos al pleno despliegue de las fuerzas productivas agrarias y a las estrategias
de acumulación a los agentes del capitalismo agrario.
Ya dijimos que a fines del XVIII el feudalismo se había refugiado en los elementos
superestructurales del sistema. Podemos agregar ahora que por entonces también estaba
enquistado en la mentalidad señorial, en un ethos señorial particularmente resiliente y resistente
a los cambios de época.
El primer límite que la mentalidad feudal ponía a los impulsores de la modernidad agraria se
relacionaba con la cuestión clave de la inversión. Las siguientes cifras resultan contundentes:
durante el año agrícola 1515-1516, el señor gastó en la baronía 2882 libras, de las cuales sólo
destinó 61 libras, es decir, el 2,1% de dicho gasto, al mantenimiento y conservación de un capital
fijo tan básico como eran las cercas, los caminos, los puentes y los molinos. Con buena voluntad,
yo podría agregar a este porcentaje un 5% que el barón gastó aquel año en la plantación de una
nueva vid en la reserva. De esa forma, el gasto total en inversión fija para 1515-1516 ascendería al
7%. Pero ese mismo año, este potentado destinó un 15% del gasto total al embellecimiento del
viejo castillo, y un 11% a la compra de carne roja. Es decir, dedicó un 24% del gasto al consumo
suntuario, y apenas un 7% a la inversión. Resulta evidente que estos señores estaban presos de
una mentalidad particular que los constreñía. De alguna manera, es como si no hubieran podido

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evitar destinar la mayor parte de sus ingresos al gasto improductivos. Por algo los Roncherolles se
funden a mediados del siglo XVIII, y se ven obligados a desprenderse de la baronía. El problema
residía en los gastos, no en los ingresos. Gastaban en forma desmedida, pródiga, y por razones que
veremos durante una de las clases de la semana próxima, no podían dejar de comportarse de esa
manera, porque las pautas culturales que determinaban el comportamiento público de un gran
señor eran muy diferentes de las que regían la conducta de un profesional burgués. La
reproducción simbólica de la nobleza en tanto grupo exigía un dispendio de recursos que,
paradójicamente, aún cuando reforzaba el sistema de dominación incrementando el prestigio y la
influencia de los aristócratas, los ponía siempre al borde de la ruina económica.
Bien, retornando al tema de la inversión, este porcentaje del 7% que acabamos de ver resultaba
ridículo. Se calcula que para conservar en buen estado un molino durante el Antiguo Régimen
hacía falta invertir en él cada año el 20% del producto bruto que generaba.
Para comienzo del siglo XVIII este handicap en materia de inversión ya se había vuelto peligroso:
comenzaba a afectar, y mucho, a los ingresos señoriales. En 1739 el Barón de Roncherolles
reconoce en una carta que hasta que no se reparara el camino que desembocaba en el burgo
capital, no iba a poder percibir los derechos de mercado, porque la gente no podía llegar hasta el
mercado de los días sábados.
El estado de los molinos banales era lamentable a principios del 1700, tan lamentable que ya no
existían 3 sino 2 molinos, pues uno se había venido abajo por falta de reparaciones. En 1714 esta
desidia provocó una tragedia, una disputa entre un agente del señor y un vasallo, que terminó con
la muerte del primero. Según un testigo presencial del altercado, “algunas personas estaban
diciendo que por qué se nos obliga a venir a este molino si no está en buenas condiciones, si no
tiene pesas, no tiene medidas ni tiene mesas”. Por lo que el testigo entendió, claramente, que
algún hombre del señor del señor estaba discutiendo con un vasallo a causa de la banalidad del
molino.
Como ustedes pueden ver, este comportamiento de los señores está reflejando valores
económicos básicos de esta clase señorial. Estaban presos de una determinada manera de ver el
mundo, que en cierto sentido les impedía ver que existía una relación directa entre la inversión en
capital fijo y el incremento de los ingresos señoriales.
El problema de la inversión comenzó a resolverse cuando Antoine Caillot de Cauqueraumont
compró la baronía. No sólo aumentó el porcentaje de inversión anual, sino que llegó incluso a
experimentar con la supresión del barbecho, es decir, con lo que se llamaba el sistema Norfolk, la
rotación cuatrienal, que era el fundamento de la revolución agrícola a la inglesa. Más de
vanguardia en materia agronómica no se podía ser para en el siglo XVIII.
Pero aun así, incluso durante el gobierno de Caillot, que tenía una visión más burguesa del mundo,
la tensión entre la exigencia de una administración más racional y las metas extraeconómicas
típicas de cualquier señor feudal continuó sin resolverse. Ello se observa en relación con la
cuestión de los monopolios recreacionales. En particular dos, que Antoine Caillot defendió con
todas sus fuerzas: el monopolio de la caza y la cría de conejos. Ambos privilegios feudales
resultaban muy dañinos para los productores directos que habitaban en la baronía, entre los que
cabe incluir a los arrendatarios de la reserva. Cuando en 1788 se redactaron en Pont St. Pierre los
cahiers de doléances, los célebres cuadernos de queja que iban a presentarse en la Asamblea de
los Estado Generales en mayo de 1789, en uno de ellos leemos: “varios granjeros y otros con
tierras cerca del bosque se quejan de que las alimañas, conejos, siervos, y otros, dañan
considerablemente sus cosechas”. Ahora bien, lo que estos campesinos no entendían era que la
caza era mucho más que un problema económico o deportivo. Era un hecho social, y como tal

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expresaba la distancia que existía entre la nobleza y los plebeyos, las prerrogativas políticas y los
privilegios sociales de la aristocracia feudal. Es por ello que Antoine Caillot, más allá de su obsesión
por aumentar la producción y los ingresos de la baronía, no estaba dispuesto a perder o a resignar
ninguno de los monopolios recreacionales. En tanto flamante señor feudal, en algún sentido
manifestaba por entonces el típico fanatismo de los conversos.
La otra esfera en la cual la mentalidad señorial puso muchos obstáculos al desarrollo de la
economía agraria se relaciona con el control de los mercados. En materia de política económica la
actitud de la baronía era abiertamente intervencionista. El principal de los mercados manipulado
por el poder feudal local era el granario. Los agentes del señor no sólo exigían que todas las
compraventas de grano, harina o pan, debían tener lugar en los espacios autorizados, sino que
además imponían precios máximos a la comercialización de estas mercancías. Esta decisión
establecía un claro límite a las estrategias de acumulación de los agentes del capitalismo agrario
en la región, incluidos a los arrendatarios de la reserva del señor. Hasta el final mismo del Antiguo
Régimen, pues, la baronía siguió funcionando como una suerte de embajadora, de representante
institucional de una manera prefisiocrática de entender la economía, mucha más guiada por
valores éticos, morales e políticos, que por la defensa del pleno despliegue de las fuerzas del
mercado.
El señor tomaba estas decisiones un poco porque compartía estos valores con gran parte de los
habitantes del ámbito rural, pero también por razones prácticas, por temor a que estallaran
motines del hambre en tiempos de carestía.
El otro mercado intervenido por el poder feudal en la baronía de Pons St. Pierre era el
protoindustrial. La protoindustria aparece como actividad económica en esta baronía a comienzos
del siglo XVIII. Se trataba de una industria rural a domicilio especializada en la producción de hilo
de algodón. Una vez que la industria dispersa puso un pie en el señorío, comenzó a crecer de
manera notable. Se estima que para 1788 la mayoría de los habitantes de los dos principales
pueblos de la baronía, el burgo de Pont St. Pierre y el de La Neuville, vivían de la actividad
protoindustrial.
Ahora bien, al igual que sucedía con el grano, el poder feudal local no solamente demandaba que
todas las transacciones y compra-ventas de la materia prima y del producto terminado tenían que
tener lugar en el mercado de los días sábados, sino que además pretendía regular los precios. Aquí
el objetivo del señor no era tanto evitar que estallaran motines populares sino continuar
percibiendo los derechos de mercado, para lo cual necesitaba bloquear la conformación de un
mercado libre protoindustrial. Por supuesto que los conflictos entre los agentes de la industria
rural y la baronía fueron constantes.
Con todo lo dicho hasta acá queda claro que la mentalidad feudal siguió teniendo capacidad para
poner obstáculos al pleno despliegue del capitalismo agrario, pero también, como acabamos de
ver, a las estrategias de acumulación de los agentes de la protoindustria, que era otra de las vías
privilegiada de penetración de las relaciones sociales capitalistas en el campo, hasta el mismísimo
colapso del Antiguo Régimen. Éste será otro de los grandes aportes que la Revolución hará a la
consolidación del capitalismo agrario en Francia: la eliminación del señorío banal y de los
comportamientos señoriales que esta vieja institución conllevaba.
Campagne – El señorío, el poder sobre los hombres
La seigneurie banale consistía en una cesión de prerrogativas propias de la esfera del estado, en
tanto depositario supremo de los mecanismos de dominación política, en manos de un sujeto
particular -individual o colectivo. Este traspaso implicaba una subrogación del rey por el señor, por

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lo que el señorío jurisdiccional indefectiblemente incidía sobre el vínculo general de súbdito
propio de un estado con base en el derecho público. El señorío banal era, entonces, una nueva
relación social de dominación, una instancia interpuesta entre el estado y los habitantes del
territorio.
En la Edad Moderna, el elemento jurisdiccional pasó a convertirse en sinónimo mismo de señorío.
El componente dominical o solariego se daba por sentado, como en Francia, o bien se consideraba
irrelevante para la configuración de un señorío, como en España. Conceptualmente, de hecho,
podía concebirse un señorío meramente jurisdiccional, con escasa o nula base territorial. La
situación inversa, por el contrario, no era ya imaginable: ningún letrado hubiera calificado como
señorío a una gran propiedad cuyo titular careciera de poderes públicos. Durante el feudalismo
tardío, el señorío era siempre jurisdiccional; con frecuencia, también podía ser dominical.
Si adoptamos la cronología clásica propuesta por Duby, la seigneurie hautaine o banale adquiere
su máximo potencial a partir de una serie de etapas sucesivas, desplegadas entre principios del
siglo XI y mediados del siglo XII. A partir del año 1000, la seigneurie châtelaine se apropia de la
administración de justicia y de la percepción de multas que dicha facultad conllevaba. Comienza
también a ejercer la requisa militar dentro de su jurisdicción, como contrapartida por la protección
y seguridad que provee. Duby detecta esta facultad en el Máconnais por primera vez en tomo al
1020. En todos estos casos, se trata de atribuciones que ya no sólo afectan a quienes viven dentro
de un determinado señorío dominical, puesto que el alcance espacial del nuevo señorío
jurisdiccional excede por lo general los límites de cualquier propiedad territorial. Estamos,
claramente, en presencia de un fenómeno nuevo. En una segunda fase, a mediados del siglo XI, se
multiplican las alusiones al ejercicio del derecho de albergue por parte del señor. En la tercera
fase, durante el último cuarto del mismo siglo, aparecen las exigencias de prestaciones destinadas
a la conservación de castillos y fortalezas, la percepción de peajes o derechos de tránsito, y ciertos
privilegios comerciales, como el derecho exclusivo de venta de determinados productos. Es
también en esta tercera fase que se generalizan las menciones a los célebres monopolios o
banalidades, como la obligación de utilizar los hornos, lagares o molinos del señor. Es posible
percibir, además, el nacimiento de una fiscalidad señorial, a partir de la cual los señores exigen en
ciertos contextos de emergencia una ayuda material de los habitantes de su jurisdicción, ya no
sólo de sus campesinos dependientes. En la cuarta y última fase, a mediados del siglo XII, los
señores comenzaron a imponer tributos y exacciones indirectas sobre las transacciones que se
llevaban a cabo en los mercados rurales.
La seigneurie banale adquirió, así, la totalidad de las prerrogativas y poderes públicos que la
parcelación de la soberanía estatal depositó en manos de una inmensa red de poderes locales. La
lenta recuperación del poder de matriz estatal, a partir del siglo XIII, no logró en ningún caso
neutralizar por completo los avances previos del componente jurisdiccional del señorío.
De entre todas las cargas derivadas de la atomización del poder público, ninguna señala con mayor
contundencia las diferencias entre los componentes solariego y jurisdiccional del señorío que el
ejercicio de la ju sticia. La potestad judicial, que en el derecho político medieval se confunde con el
ejercicio del gobierno mismo, ha quedado en manos de los señores feudales a partir de la
generalización del señorío banal. No se trata tan sólo del poder de facto que todo gran propietario
ejerce sobre los habitantes de su dominio, a partir de la acumulación de recursos materiales y
económicos. El elemento jurisdiccional transforma al señor dominical en magistrado.
En la Edad Moderna, el ejercicio de la justicia por parte de los señores ya no era la actividad
lucrativa que había sido en los siglos XI y XII. En muchas ocasiones, el volumen anual de las multas
no compensaba los gastos de mantenimiento de la estructura judicial: jueces, procuradores

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fiscales, alguaciles, verdugos. El alimento y el traslado de los prisioneros insumían también
enormes montos, tanto como la consecución de las causas en las instancias superiores de
apelación, en ocasiones a muchos kilómetros del tribunal señorial. No resulta entonces
sorprendente que, en ocasiones, algunos señores optaran por conservar tan sólo la justicia civil,
sobre todo si la percepción de multas se combinaba con el cobro por la prestación de
determinados servicios; como los derechos de escribanía, o la supervisión de los funcionarios
señoriales a partir de juicios de residencia o mecanismos similares.
No resulta sorprendente que en el siglo XVIII -Francia constituye el ejemplo paradigmático-, los
monopolios más celosamente guardados fueran, precisamente, los recreacionales: contestado
desde todos sus ángulos, el régimen señorial reaccionaba reforzando los símbolos que pretendían
imponer la aceptación de la superioridad jurídica y social de los señores feudales. Los monopolios
instrumentales, si todavía se exigían, tenían escaso valor económico. Los del homo y el lagar eran
particularmente difíciles de defender, a raíz del carácter doméstico de tales instrumentos. Existen
constancias, en cambio, de que el monopolio del molino podía resultar de cierto interés, en
particular si se lo arrendaba a terceros, contratistas que trasladaban el costo del canon a los
usuarios. De todas formas, este monopolio siempre demandaba gastos importantes, como el
mantenimiento de las instalaciones y la reparación de la maquinaria, que recalan sobre el señor.
El señorío jurisdiccional francés afectó la vida cotidiana de las comunidades rurales mucho más
que su contrapartida inglesa. Queda entonces claro que, en el norte de Francia, aún cuando
resultaba posible liberarse del peso del señorío dominical, era casi imposible escapar del dominio
del señorío jurisdiccional. Ninguna tierra sin señor, repetía con justeza el consabido adagio.
A diferencia de lo que ocurría en Francia, el señorío feudal dependió en Inglaterra mucho más de
la propiedad de la tierra y de las rentas derivadas de ella, que del ejercicio de derechos
jurisdiccionales o poderes públicos delegados. Veremos, de hecho, que resulta posible afirmar que
en la isla no existió nunca una verdadera seigneuríe banale o jurisdiccional
Las prerrogativas de una monarquía poderosa limitó en forma notable los alcances del fisco
privado, manteniendo dentro de unos límites estrechos los mecanismos de extracción del
excedente campesino originados en el ejercicio de prerrogativas de orden público. Hallamos aquí
una de las principales diferencias entre los regímenes señoriales en Francia e Inglaterra. En la isla,
el señorío dominical -reserva y tenencias a censo- se transformó en la principal fuente de ingreso
de la nobleza feudal, y continuó siéndolo durante los siglos venideros. El aspecto económico era
de primera importancia en el manor. De hecho, los ingresos producidos por la justicia señorial -
que en principio podríamos adscribir al componente jurisdiccional del señorío - se originaban en
los litigios y procesos iniciados por los campesinos dependientes -los únicos sujetos a la
jurisdicción de los tribunales manoriales-, por lo que en sí mismos constituyen una clarísima
derivación de la propiedad de la tierra, del componente dominical del señorío. Todas estas
circunstancias permiten explicar que en Inglaterra la explotación directa de la reserva persistiera
por más tiempo que en el continente.
En el modelo francés, los componentes dominical y jurisdiccional del señorío se encontraban
desarrollados por igual. En el modelo inglés, el elemento dominical sobrepasaba en importancia al
elemento jurisdiccional. En el modelo castellano, en cambio, el componente jurisdiccional tuvo
siempre mayor trascendencia que la propiedad de la tierra: la jurisdicción, de hecho, era el
elemento que definía la presencia de señoríos en muchas regiones de la Península.
Hemos alcanzado la conclusión de que los tributos derivados del ejercicio de los poderes públicos
constituían la base de los ingresos señoriales. Pero debemos agregar aquí, que la porción más
importante de estos tributos jurisdiccionales no estaba tampoco conformada por los elementos

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clásicos de la seigneurie banale francesa, como el ejercicio de la justicia o la explotación de los
monopolios, sino por elementos extra-señoriales. En efecto, el primer rubro en los ingresos del
señorío castellano era la enajenación de impuestos reales, cuya percepción el monarca cedía o
vendía -en ocasiones revendía a los titulares de los nuevos señoríos. La más importante de estas
imposiciones eran las alcabalas, impuesto indirecto que recaía sobre las compraventas y
permutas; aunque también tenían importancia las tercias, originadas en la cesión de un porción
del diezmo en beneficio de la corona. El señorío castellano poseía un carácter fiscalista, que lejos
estuvo nunca de lograr el señorío inglés; y que el señorío francés sólo tuvo hasta la prohibición
final de la talla señorial por parte de la corona, en la primera mitad del siglo XV El hecho de que en
algunas regiones de Castilla -la mayoría de ellas en el sur- la totalidad del diezmo eclesiástico
estuviera también enajenado en beneficio de los grandes propietarios baroniales, refuerza la idea
de que en la Península los fundamentos de las rentas señoriales no procedían de los componentes
clásicos del señorío extrapirenaico (tenencias a censo, reserva, justicia señorial, monopolios
banales, derechos sobre el tráfico de mercancías, etc.).
Es de destacar que el modelo castellano exige matizar la clásica tesis de Perry Anderson, que
postula la incapacidad de los señores para extraer a nivel micro el excedente campesino tras la
crisis estructural del siglo XIV. En los ejemplos analizados, las imposiciones generales derivadas de
la esfera estatal superan una exitosa fase de descentralización del proceso de percepción, lo que
permite sostener que la capacidad de extracción de la riqueza campesina a escala local continuaba
siendo una posibilidad real en la modernidad temprana.
Campagne - De señores a terratenientes: evolución del señorío durante el feudalismo tardío
(siglos XV-XVIII)
El señorío feudal era un fenómeno en extremo complejo. Expresión de la propiedad noble por
excelencia, los señoríos eran una caótica superposición de elementos diversos: tierras
usufructuadas en plena propiedad (la reserva o dominio señorial); el derecho a percibir cargas
perpetuas sobre parcelas cuyo dominio útil pertenecía a terceros (las tenencias a censo o censive)
poderes públicos y prerrogativas de matriz estatal (el ejercicio de la jurisdicción o señorío de ban).
Las posibilidades de combinación de estos elementos eran en extremo variadas, por lo que cada
señorío podía tener características propias.
Los cambios estructurales a los que hemos hecho referencia no se produjeron, entonces, como
consecuencia de las catástrofes de los siglos XIV y XV. Tuvieron lugar durante los años prósperos
del Renacimiento. Para comienzos de la década de 1560, los recursos jurisdiccionales y
enfitéuticos eran ya un cincuenta por ciento menos relevantes para el señorío que en 1521. Una
década después su importancia se redujo aún más: sólo proporcionaron el 11% de los ingresos
totales. En síntesis, en un lapso de apenas 50 años, el señorío de Pont-St-Pierre había sufrido una
profunda transformación: sus ingresos se habían reorientado de las percepciones de origen
señorial a las percepciones de origen solariego ¿Por qué colapsan las rentas señoriales derivadas
de la jurisdicción y del censive? La revolución de los precios tuvo su cuota de responsabilidad. A
diferencia de otros señoríos, una porción importante de las remas fijas estaban establecidas en
dinero, por lo que sufrieron la rápida erosión inflacionaria. En efecto, el valor nominal total de los
censos enfitéuticos se mantiene invariable entre comienzos del siglo XVI y finales del siglo XVIII.
Pero tan importante como la inflación fueron los cambios en los hábitos de administración del
señorío. La contabilidad del estado baronial revela un creciente descuido en el control y
percepción de las rentas. En 1515 un recaudador señorial comunicaba que determinados tenentes
'‘no reconocían deber las dichas rentas,-y el señorío no posee documentos que hagan mención de
las mismas”. En 1560 una glosa explícita: “en los siguientes renglones se anota 'nada’, porque el

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cobrador desconoce donde se localizan estas tenencias dentro del señorío”. Muchos señoríos
enfrentaron inconvenientes similares tras los conflictos bélicos del Medioevo tardío: documentos
destruidos, parcelas abandonadas, campesinos fugados. Pero la burocracia de Pont-St-Pierre
parece haber sido particularmente laxa: el primer catastro (terrier) que ha sobrevivido data de
1635.
Cabe decir entonces que, en gran medida, el valor real de las rentas en fitéuticas se derrumbó en
este rincón de Normandía porque los Roncherolles no mostraron interés en realizar los esfuerzos
que hubiera requerido su mantenimiento. ¿Era racional esta decisión en términos económicos?
Todo indica que la defensa de los derechos señoriales era en extremo onerosa, y que la reducción
del valor real de estas rentas, provocada por la inflación, no justificaba el alto costo de los litigios.
Pero la resistencia crónica de los tenentes dependientes no era la única causa que podía dificultar
la percepción de esta clase de rentas en el feudalismo tardío; en ocasiones, las distancias y la
pobreza de quienes debían pagarlas eran los factores que volvían prácticamente imposible el
cobro de ciertas cargas. Como en 1598 reconocían los canónigos de la catedral de Rouen, ciertos
tenentes morosos no podían ser persuadidos de pagar “sino tras muchas expensas, que comían y
absorbían la mayor parte de lo que ellos debían”.
Los ingresos judiciales eran genuinamente importantes a finales del siglo XIV. Conformaban el 15%
del total de ingresos, un monto apenas por encima del producido por los molinos banales, y cuatro
veces superior a las ganancias que dejaba la venta comercial de madera. En 1515- 1516, el
ejercicio de la justicia todavía proveía el 12% de las rentas del barón; aunque la explotación
forestal aportaba ya el 15% de los ingresos totales. Pero en la década de 1560 el retroceso era ya
catastrófico: multas y derechos de cámara apenas alcanzaban el 2%. En la década siguiente,
raramente superaron el 1%. Claro que parte de esta declinación era relativa, pues refleja el
incremento en términos absolutos de otras fuentes de ingresos. Pero de todos modos, la principal
causa del retroceso de los ingresos derivados del tribunal señorial tenía raíces políticas. El estado
feudal centralizado había aumentado los estándares de calidad exigidos a los detentadores
privados de derechos de justicia. Desde comienzos del siglo XVI, la monarquía insistió en que los
magistrados señoriales debían tener una adecuada preparación intelectual, por lo que sus
estipendios fueron indefectiblemente en aumento. A partir de entonces resultó frecuente que las
rentas de origen judicial se vieran absorbidas por los crecientes costos de mantenimiento de la
estructura tribunalicia.
El bosque fue sometido a un intenso proceso de devastación durante la Edad Moderna. A finales
del siglo XVI, los árboles más viejos no superaban los 9 años en muchas secciones. La creciente
demanda de madera, provocada por el progreso urbano, el comercio ultramarino y el desarrollo
manufacturero, permitió compensar la declinante calidad del producto ofrecido. La cercanía de la
baronía respecto de grandes metrópolis, como Rouen y Paris, tanto como su estratégica ubicación
respecto de las vía fluviales, aseguraba incluso la salida de la madera de peor condición. Los podas
continuaron en forma intensiva, y los precios siguieron en alza hasta finales del Anden Régime.
Evidentemente, la deconstrucción de esta estrategia requiere una aproximación antropológica
antes que un análisis económico. La defensa del censive reflejaba los presupuestos ideológicos de
los rentistas feudales, el verdadero fundamento de la posesión de tierras. El control directo del
territorio no tenía simplemente un objetivo material. No era sólo la cantidad de acres la que
expresaba la importancia de un señor feudal, sino el número de vasallos directos que caían bajo su
dominio. Y en este sentido, los tenentes enfitéuticos configuraban, en la era posterior a la
abolición de la servidumbre, la más perfecta expresión de dependencia señorial que el feudalismo
tardío podía proporcionar. Los enfiteutas no sólo eran dependientes en términos jurisdiccionales,

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como el resto de los propietarios plenos de la baronía; sino también dependientes en términos
territoriales, en tanto explotaban parcelas cuyo dominio directo continuaba en manos del señor.
Por lo tanto, de la misma manera que los barones no renunciaron a sus poderes banales a pesar
de la incontenible decadencia de los ingresos de origen jurisdiccional, durante siglos tampoco
pudieron vencer las barreras ideológicas que les impedían liquidar el régimen enfitéutico en
beneficio del arrendamiento de las tierras cultivables de la reserva.
Cuando la Revolución estallaba en Paris, la antiquísima propiedad feudal tenía más que nunca la
apariencia de un dominio imponente. Durante la generación previa a 1789, la política de
ampliación de la porción no forestal de la reserva había acelerado un proceso ’ya iniciado por los
propietarios anteriores. La transición del estado señorial hacia una forma de explotación
comercial, en la cual la principal fuente de recursos era la propiedad de la tierra antes que el poder
sobre los hombres, finalmente se había consumado.
A partir del siglo XVI, los Roncherolles lideraron un profundo proceso de cambio en su gigantesco
señorío normando. Los mecanismos coercitivos de extracción del excedente campesino fueron
relegados en beneficio de la explotación comercial de la reserva .dominical. Las formas
políticamente determinadas de propiedad cedieron ante las formas económicamente
determinadas. Estas últimas adquirieron formas variadas, que incluyeron la explotación directa -el
emprendimiento forestal- sin abandonar las prácticas tradicionales de los rentistas del suelo -el
arrendamiento de las explotaciones agrícolas de la reserva. Sin embargo, ¿hasta qué extremo los
barones de Pont-St-Pierre estuvieron dispuestos a abandonar los componentes estrictamente
feudales sobre los que todavía se sustentaba su propiedad territorial? ¿Cuán profundo era el
cambio de mentalidad ensayado por estos exponentes de la nobleza de Antiguo Régimen? ¿Cuán
completa fue la adaptación de la baronía a la economía de mercado? ¿Cuán capitalista era el
idioma que hablaban estos señores normandos?
A pesar de su preocupación por la obtención de altos beneficios en el mercado de tierras, los
Roncherolles eran simplemente incapaces de diferenciar las inversiones de los gastos
improductivos, de relacionar el mantenimiento y la renovación del capital fijo con el incremento
de sus rentas. El aumento de sus recursos debía provenir del astuto aprovechamiento de las
coyunturas del año agrícola y del incremento de la demanda de tierras, antes que de la reparación
de molinos, establos, cercas, carretas o prensas. No eran los ajustes y refinamientos en el proceso
productivo los que debían proveer el aumento de los ingresos, sino las oportunidades generadas
en la esfera de la circulación.
Con la compra del señorío por los Caillot, el volumen de inversión en capital básico dejó de ser un
déficit. El nuevo propietario tenía también voluntad de experimentar con la supresión del
barbecho, al menos en Les Maisons -una de las granjas de la reserva-, iniciando así un tímido
avance hacia las técnicas intensivas de la revolución agrícola. Pero otras tensiones entre las
demandas de la administración racional y el ethos feudal persistieron hasta el estallido de la
Revolución. El más visible de estos conflictos era provocado por la persistencia de los privilegios
recreaciones del señor. Los monopolios de la caza y de la cría de conejos podían resultar
particularmente destructivos para los sembrados. El arrendatario de Les Maisons se quejaba de los
daños que los animales silvestres ocasionaban en sus propiedades. Los conejos, por su parte,
devoraban las semillas inmediatamente después de la siembra, o las espigas inmediatamente
antes de la cosecha. Estas quejas reaparecen en los cahiers de doléances de 1789. En el cuadernos
de La Neuville se afirma que “varios granjeros y otros propietarios vecinos al bosque reclaman
porque las alimañas, conejos, ciervos y jabalíes, dañan las cosechas en forma considerable”. Sin
embargo, el monopolio señorial de la caza era un privilegio cuyo potencial simbólico superaba

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toda otra consideración económica, un privilegio que la nobleza de toga estaba tan dispuesta a
defender como la nobleza de espada.
Los poderes públicos del barón no se agotaban con la explotación de los monopolios banales y con
la regulación de las transacciones comerciales. El señor feudal era también juez de sus vasallos.
¿Cuánto influía la justicia baronial en la vida cotidiana de los habitantes de la jurisdicción? ¿Cuál
era el peso de esta arcaica expresión de las estructuras feudales a finales del Antiguo Régimen?
¿Cuán opresivos eran los reglamentos y regulaciones dictados por el tribunal señorial en la fase
final de la transición hacia el capitalismo?
A finales del Antiguo Régimen, el espíritu litigante de los habitantes del señorío permanecía
intacto. No obstante, los cahiers de doléances dejan en claro que muchos conflictos se resolvían a
partir de mecanismos extrajudiciales de carácter informal. Por otra parte, si los reclamos llegaban
a la corte, los residentes de Pont-St-Pierre recurrían a los tribunales reales antes que a la justicia
del barón. Los campesinos habían aprendido a neutralizar, así, uno de los aspectos más opresivos
del régimen señorial. La baronía ya no era un marco institucional significativo para la resolución de
conflictos. Pero ello no se debía a la declinación del número de litigios. Por el contrario, los vecinos
seguían buscando justicia, sólo que ahora lo hacían en la esfera del estado, antes que en las
arcaicas expresiones de un feudalismo decadente.
La comunidad rural pre industrial
Campagne – teórico
¿Cuál es la unidad agrícola mínima que tendríamos que identificar para adentrarnos en el mundo
campesino en la Edad Moderna? Se trata del “terruño campesino”, también llamado “término de
aldea”. Era un conjunto de tierras explotadas por un grupo de familias campesinas bajo un
régimen de trabajo en común. Aunque cada vez menos a medida que fue avanzando la Edad
Moderna, el terruño campesino siguió funcionando, en algún sentido, como la encarnación del
colectivismo rural, continuó simbolizando todo lo opuesto al individualismo agrario.
En Europa Occidental, en la Edad Moderna, la conformación del terruño campesino estaba dada
por una institución particular, que era el gobierno local. El auto-gobierno campesino podía tener
diferentes formas según las regiones. En la Península Ibérica se encontraban los ayuntamientos
cerrados o concejos campesinos, instituciones cada vez más cerradas en función del proceso de
oligarquización que caracteriza a los centros poblacionales en la Península Ibérica de la Baja Edad
Media. En casi todo el resto de Europa, por el contrario, nos encontramos con ayuntamientos
abiertos, es decir, con las asambleas de los propietarios del terruño que cumplían las mismas
funciones de gobierno local que en España correspondía a los concejos. En el universo germano-
helvético, aunque no así en Inglaterra o en Francia, estas asambleas podían tener incluso potestad
judicial (como también tenían autoridad judicial los concejos campesinos en España).
¿Qué características tenía la estructura de clases en estos terruños campesinos preindustriales?
¿Qué fracciones existían al interior del colectivo campesino en la Edad Moderna? Si algo ya
sabemos es que el mundo campesino no era un universo homogéneo en nuestro período. Estaba
atravesado por divisiones, por las tensiones propias de una sociedad en transición, caracterizada
por procesos de profunda diferenciación social.
Una primera clasificación de los habitantes del mundo rural que no eran ni nobles ni eclesiásticos
la encontramos en un viejo manual de Historia Moderna, con el que estudiaron generaciones de
alumnos universitarios, entre ellos quien les habla, titulado El Antiguo Régimen. Fue publicado
hace varias décadas por Pierre Goubert, un historiador francés de la escuela braudeliana, que
estuvo muy activo en los años ‘60 y hasta fines de los 80’. Esta clasificación, que Goubert pensó

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para Francia, perfectamente puede traspolarse al resto de la Europa moderna. Goubert identifica
en las áreas rurales, entre los residentes que no eran ni aristócratas ni miembros del clero, a tres
grandes grupos: los errantes, los campesinos independientes, y los campesinos dependientes.
Goubert emplea aquí los calificativos “independientes” y “dependientes” no en un sentido jurídico
–en la Edad Moderna no existe más la servidumbre– sino en un sentido socioeconómico: el
campesino dependiente sería aquel que con los recursos que extraía de sus tierras no conseguía
cubrir el sustento pleno de su grupo familiar, necesitando por lo tanto conseguir ingresos
alternativos. Mientras que el campesino independiente sería, por el contrario, aquel que con las
tierras que explotaba no solamente llegaba a asegurar la subsistencia de su grupo sino que, la
mayoría de las veces, lograba pagar los tributos y las cargas que se le exigían sin mayor
complicaciones.
Veamos como el propio Goubert a estos tres grupos. Comencemos con los “errantes”: “Oscilaban
entre el campo y la ciudad. Se detenían cuando pedían ayuda, y se los captaba entonces por la vía
de la caridad. Se detenían también cuando tropezaban con los organismos de represión, pudiendo
terminar en alguna celda o en algún hospital [hospital en el sentido antiguorregimental del
término, no como una institución donde se atendía enfermos sino como un ámbito de
confinamiento]. Estaban los profesionales de la mendicidad, el pueblo aparte de los gitanos, las
compañías de osos y de fenómenos, las compañías de actores ambulantes, el mundo de la
prostitución (urbana de residencia pero reclutado en el campo entre las madres solteras y las
sirvientas abandonadas), el mundo bizarro de las cortes de los milagros (alimentado por todo un
comercio de niños), organizaciones de bandoleros mezcladas con contrabandistas y traficantes de
sal, etc. A esos profesionales se agregaban desclasado de toda laya, mutilados, imbéciles,
aprendices fugitivos hartos de malos tratos, sirvientas embarazadas y madres solteras, soldados
desertores y desmovilizados”.
Veamos qué dice Goubert acerca de los campesinos dependientes: “Lo que los distinguía de los
errantes era claramente la residencia. Éstos estaban implantados en un terruño [llama la atención
el uso de la expresión “implantados”, porque ustedes recordarán que en griego “enfiteusis”
significa implantación; la mayoría de estos campesinos dependientes eran, en efecto, enfiteutas].
Domiciliados, gozaban de la pertenencia a un grupo: tenían derecho al forraje silvestre cuando
existía, al comunal cuando existía, al uso de los desechos del bosque cuando existían. Otros más
ricos que ellos podían contratarlos cuando hicieran falta muchos brazos, durante la cosecha, la
vendimia o la siega. Como parroquianos, entraban en una comunidad sagrada, que les aseguraba
al menos un lugar en la misa y en el cementerio. Eran dos o tres millones de jefes de familia, es
decir, la mayoría de los franceses [Francia cuenta con cerca 20 millones de habitantes durante
gran parte de la Edad Moderna; si multiplicamos 2 o 3 millones de jefes de familia por cinco o seis
miembros de un grupo familiar estándar, rozamos, efectivamente, los 18 millones de personas].
Eran micropropietarios o no propietarios, pequeños criadores sin verdadero rebaños, pequeños
trabajadores sin muchas herramientas propias. Sus casas fueron chozas, su vajilla era de madera y
de arcilla, su guardarropa valía pocas libras. Nunca supieron leer, jamás supieron escribir. Hicieron
con sus mujeres tantos hijos como la naturaleza quiso enviarles, la mitad de los cuales nunca llegó
a la edad adulta, y los sobrevivientes no tenían, prácticamente oportunidad alguna de ascenso
social”.
Veamos cómo describe Goubert a los campesinos independientes: “Jamás constituyeron la
mayoría ningún terruño campesino. Cualquiera fuese la coyuntura, estaban seguros de sacar de
sus tierras, que tenían en propiedad o en arrendamiento, la subsistencia completa de toda su
familia, y estaban seguros de poder pagar sin penurias todos sus impuestos. Poseían una
importante cantidad de ganado, varios tiros de caballos o bueyes, una decena de vacas por lo

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menos, unos cincuenta carneros como mínimo. Eran dueños de sólidos medios de producción, en
general el hierro [el hierro es signo de riqueza, de holgura, en el campo europeo preindustrial; en
un mundo donde todo estaba hecho de arcilla o de madera, aquellos que poseen herramientas de
hierro eran verdaderos privilegiados]. Comúnmente utilizaban asalariados de manera constante
(criadas, sirvientes) o intermitente (peones, jornaleros). Frecuentemente estaban alfabetizados,
hasta llegar a poseer algunos libros”.
Bien, ésta es una descripción demasiado general. Sirve como hipótesis de trabajo, pero no me
satisface plenamente. Quisiera ofrecer una clasificación históricamente más precisa de las
fracciones internar de la clase campesina. Para ello voy a recurrir de nuevo a Pierre Goubert. Esta
segunda clasificación no la voy a extraer de ninguno de sus manuales, sino de su legendaria tesis
doctoral de 1960, una disertación que marcó un antes y un después en lo que respecta a la historia
económica temprano-moderna. Esta tesis se dedicó a estudiar exhaustivamente una próspera
provincia del extremo norte de Francia, como decían los historiadores de los Annales, “desde el
sótano hasta el altillo”, es decir, desde la estructura demográfica hasta las estructuras mentales.
Esta provincia es el Beauvaisis, cuya capital era la ciudad de Beauvais.
La primera pregunta que quiero hacerme es quiénes eran los dueños de la tierra en el Beauvaisis,
en particular en las áreas rurales. Tras estudiar la documentación de 38 parroquias, Goubert
determinó que en 1717 los porcentajes eran los siguientes. Un 22% del suelo del campo de la
provincia era propiedad de la nobleza. ¿A qué remite este porcentaje? Es la suma de todas las
reservas de los señoríos laicos. Luego Goubert postula la existencia de otro 22% del suelo rural
propiedad del clero. En este caso, se trata de la sumatoria de las reservas de los señoríos
eclesiásticos. Luego Goubert detecta un 43% del suelo propiedad del campesinado: esta cifra
surgía de la suma de la totalidad de los censives enfitéuticos que formaban parte de los complejos
dominicales señoriales en la provincia. Finalmente, Goubert incluye en su desglose un 13% del
suelo propiedad de la burguesía. Ésta es toda una novedad, porque hasta ahora no hemos hablado
demasiado de la burguesía. Tengo que aclarar que se trataba, en este caso, de una burguesía
urbana, absentista y especulativa.
Cabe aclarar que estos porcentajes identificados por Goubert pueden traspolarse, con pequeñas
modificaciones, a gran parte de las áreas rurales en la Europa occidental temprano-moderna.
¿De qué manera la burguesía urbana podía llegar a penetrar en el campo europeo preindustrial?
¿Cómo podía llegar a convertirse en propietaria de tierras en las áreas rurales? Existían dos
caminos posibles: la compra de señoríos y la expropiación de dominios útiles enfitéuticos por la vía
del endeudamiento campesino. Por un lado, si un burgués enriquecido tenía los recursos
suficientes, podía comprar un señorío. Ahora bien, como la compra de esta clase de dominios no
ennoblecía ipso facto a quienes los adquirían, la tierra de su reserva no pasaba a formar parte del
22% del suelo propiedad de la nobleza, sino que tenía que considerarse parte del 13% propiedad
de la burguesía.
El otro camino era mucho más común. Imaginemos a un pequeño campesino en dificultades.
Necesitado de crédito, se traslada a la ciudad más cercana. Allí se contacta con usurero y consigue
un préstamo, que indefectiblemente tendrá carácter hipotecario: para prestarle el dinero se le
exige como garantía lo único que poseía, su dominio útil enfitéutico. El campesino obtiene lo que
quiere, pero se mete en una trampa. El préstamo que se le ha concedido se regirá por un
mecanismo particularmente peligroso: el denominado censo consignativo, la forma paradigmática
que tenía el préstamo hipotecario en el campo europeo pre-industrial. Este mecanismo tenía un
potencial confiscatorio muy alto. Bien, sigamos: este campesino del que estamos hablando
obtiene el crédito y regresa a su terruño. Pasan los años y se le va haciendo cada vez más difícil

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pagar los intereses anuales. A tal punto que termina perdiendo la propiedad de su dominio útil, en
virtud del carácter hipotecario del préstamo. Cuando ello sucede, el nuevo enfiteuta pasa a ser el
burgués de residencia urbana que le había prestado el dinero. Este usurero, por supuesto, no iba a
tener ningún interés en abandonar la comodidad de la ciudad para trasladarse al campo y
comenzar a labrar la tierra. Lo que va a hacer es arrendar la parcela mediante un contrato a corto
plazo a algún campesino pobre de la región, quizás al mismísimo campesino al que acababa de
expropiar. Con ello daba nacimiento una triangulación, que se fue volviendo cada vez más común
a fines de la Edad Moderna. Los pequeños productores que arrendaban dominios útiles enfitéutico
debían pagar todos los años las cargas perpetuas consabidas al propietario del dominio directo de
dicha tierra, es decir, al señor feudal local, pero además un canon de arrendamiento al propietario
del dominio útil de la parcela, es decir, al burgués prestamista que residía en el centro urbano más
cercano.
Como ustedes habrán visto, en el esquema ofrecido por Goubert no aparece un actor económico-
social clave en la transición hacia el capitalismo agrario en Occidente: la burguesía rural. No
aparece a causa de una ilusión óptica de corte estadístico. ¿A qué me refiero? Los porcentajes que
hallamos en el libro de Goubert se refieren a la propiedad del suelo. Si por el contrario, en lugar de
preguntarnos por los dueños de la tierra nos preguntamos por aquellos que la explotaban, el papel
de la burguesía agraria crece geométricamente. ¿Por qué? Porque como todos ustedes saben, en
la Edad Moderna no existe la gestión directa de las reservas señoriales. Por lo tanto, tanto aquel
22% del suelo propiedad de la nobleza como aquel otro 22% propiedad del clero, eran explotados,
dado que se trataba de reservas señoriales, por conspicuos exponentes de la burguesía agraria,
surgidos de las capas ricas del campesinado local, producto a su vez del proceso de diferenciación
social al que yo me refería hace unos minutos. En síntesis, si hablamos de puesta en producción de
la tierra, el peso de la burguesía agraria podía trepar al 50% del campo provincial.
¿Cuáles eran las fracciones al interior del colectivo campesino que encuentra Goubert a comienzos
del siglo XVIII en el Beauvaisis?. Aclaro que para esta segunda clasificación Goubert prescinde de
los errantes y se concentra solamente en aquellos que estaban instalados en el terruño. Esta
clasificación es más interesante que la anterior, porque incluso utiliza los términos que se usaban
en la época. Son tres los grupos: los manouvriers, los laboureurs y los laboureurs-fermiers.
Los manouvriers eran la masa de la población rural, la mayoría de los franceses. Eran lo que en la
clasificación anterior llamábamos “campesinos dependientes”. Casi nunca explotaban más de dos
hectáreas de tierra. Los laboureurs, por el contrario, constituían la clase media rural, el
campesinado próspero, acomodado, quizás rico. Nunca había más de cuatro, cinco o seis
laboureurs por terruño campesino. Jamás fueron la mayoría en ningún término de aldea. La
semejanza entre la palabra francesa “laboureur” y nuestro “laburante” del lunfardo rioplatense no
tiene que confundirnos: los laboureurs antiguorregimentales no eran proletarios sino sólidos
propietarios. De hecho, laboureur en Francia equivalía a yeoman en Inglaterra y a labrador en
Castilla. Por último, los laboureurs-fermiers eran los arrendatarios de las reservas señoriales
locales, surgidos de entre los más prósperos laboureurs. Al gran arrendatario también se lo
llamaba laboureur-marchand, gros fermier, o bien coq de village (gallo de la aldea). Había a lo
sumo uno o dos por término de aldea, o podía no haber ninguno si no existía ningún señorío
importante en las cercanías.
Bueno, continuamos. Veamos cómo Goubert describe a los manouvriers: “Eran la inmensa
mayoría en todas las aldeas. Era raro que fuesen simples proletarios. Todos casi todos eran
pequeños propietarios. Tenían algunos acres de tierra, siempre menos de dos hectáreas, una
casita, un pequeño huerto. Sus tierras rendían unos sacos de cereal al año, suficiente para una

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familia durante algunos meses o semanas. Mantenían tres o cuatro gallinas, raramente un cerdo.
Uno de cada dos manouvrier no tenía vacas. El verdadero animal del pobre era la oveja, cuya lana
y cuyos corderos le ayudaban a pagar sus impuestos. No le quedaba otra alternativa que ofrecer
sus servicios a los laboureurs [a la clase media rural] para faenas menores y de ocasión. Por este
trabajo el manouvrier recibía una escudilla de sopa, un jarro de vino, unas monedas, aunque con
frecuencia no llegaba a cobrar ningún dinero, puesta que ya estaba en deuda con su empleador,
que en alguna temporada previa le había prestado o regalado semillas, guisantes, madera... Por lo
tanto, con su trabajo de ahora pagaba los atrasos a su acreedor y podía esperar así nuevos
préstamos en el futuro. La otra alternativa que le quedaba al manouvrier era tener un oficio
accesorio: los cacharreros, los carreteros, los sastres, los tejedores, todos eran en realidad
manouvriers en busca de subsistencia”.
Veamos ahora cómo describe Goubert a la clase media de los laboureurs: “Era el campesino que
poseía un arado y un par de caballos propios. El caballo era un raro y precioso capital en el campo
europeo preindustrial [en Beauvaisis, a comienzos del XVIII, el precio de un caballo equivalía al
precio de tres vacas, al de veinte ovejas, y al de cien litros de trigo]. El laboureur se sentía
orgulloso de labrar su propia tierra con sus propios caballos dos o tres veces al año. Alquilaría sus
animales a los manouvriers, convirtiéndose en acreedores de la masa de pequeños campesinos y
en sus empleadores a bajísimo costo. El laboureur que menos tierra tenía en Beauvaisis a
comienzos del siglo XVIII explotaba 20 hectáreas [prestemos atención a esta cifra: el piso de la
propiedad fundiaria laboureur en esta provincia era diez veces más elevado que el techo de
propiedad fundiaria manouvrier, que era de dos hectáreas. Se observa con claridad, creo, el
proceso de diferenciación social al que antes me refería]. El laboureur más rico encontrado por
Goubert en Beauvaisis era un tal Antoine Andrieu. Labraba una explotación de 50 ha. Fíjense que
el techo de la propiedad territorial del campesino acomodado en Beauvaisis era de 50 ha. Circa
1700. Andrieu, con cinco caballos propios, dos arados, tres vacas, dos cerdos y veintitrés ovejas,
tenía el privilegio de no temer jamás al hambre, y de tener siempre algún producto sobrante para
vender en el mercado. Sigue Goubert: “Cuánto mejor vivía el laboureur medio que la masa
campesina. Comían en platos de peltre [una aleación de cinc, estaño y plomo], a veces colocados
sobre un mantel. Sus armarios estaban provistos de pares de sábanas, de toallas, de camisas,
algunas con fila tela bordada [ustedes se preguntarán cómo se conoce con tanto detalle el
guardarropa de un campesino antiguorregimental; pues gracias a un tipo de fuente
extremadamente muy aburrida pero muy útil para reconstruir las condiciones de vida material de
los diferentes grupos sociales: los inventarios post-mortem]. Para asistir a misa, la esposa del
laboureur y sus hijas vestían corpiños de lino con sayas y enaguas de vivos colores, y una crucecita
de oro en el cuello. Todo lo cual estaba en evidente contraste con el manouvrier descalzo,
cubierto con un basto paño de cáñamo, sin ropa blanca para la cama, ni manteles para la mesa, a
menudo sin cama ni mesa, que comía una sopa espesa en una cazuela de barro con cuchara de
madera”. Estas eran, en efecto, las condiciones de vida de la mayoría de la población francesa en
el Antiguo Régimen.
Detengámonos en uno de los comentarios realizados por Goubert: el laboureur era un
privilegiado, entre otras cosas, porque no tenía miedo a la muerte por inanición. Para una
sociedad como la europea de los siglos XVI y XVII esta afirmación era mucho más que una
metáfora. En Occidente, hasta 1730, hasta que dio comienzo el gran crecimiento agrícola del siglo
XVIII, cuando estallaba una hambruna de grandes proporciones millones de personas morían de
hambre. Se trataba de hambrunas que hoy asociaríamos con las regiones más carenciadas del
África, con el Sudán, Etiopía o Somalía. En el crudo invierno de 1693-1694, por ejemplo en Francia,
murieron por no tener comida que llevarse a la boca, un millón trescientas mil personas, el 6% de

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la población total del reino. Esta tragedia social tuvo lugar en Francia, es decir, en la súper-
potencia política, militar y cultural de la época. Es como si dijéramos que en 2013 en Japón, en
Alemania o en EE.UU. mueren de hambre, a causa de una catástrofe climática, 5, 10 o 20 millones
de personas; la población actual de EE.UU. es de cerca de 315 millones de habitantes, por lo que la
última cifra que acabo de dar no estaría muy lejos del 6% de muertes que tuvo Francia a fines del
siglo XVII. También fue muy duro en Francia el “Gran Invierno” de 1708-1709: murieron por falta
de comida seiscientas mil personas. Después de 1730 estas hambrunas de dimensiones bíblicas
desaparecen del centro del continente y se desplazan hacia la periferia. Tal es el caso de la famosa
Gran Hambre de Irlanda de 1846-1852 que mató a un millón de seres humanos. La última gran
crisis de subsistencia europea en tiempos de paz es la que afectó a Finlandia en 1868, donde
perdieron la vida cien mil personas (pero sobre una población total de un millón ochocientos mil,
por lo que también aquí se vio afectado el 6% de los habitantes, como en Francia a fines del 1600).
Veamos ahora cómo describe Goubert al último grupo rural que nos falta analizar, los grandes
arrendatarios o los gallos de aldea: “Eran verdaderos empresarios, que arrendaban en bloque
parcelas de hasta 150 ha. o más [observen que el techo provisorio de las explotaciones
administradas por estos fermiers triplicaba el techo de la propiedad territorial laboureur, cuyo
piso, a su vez, era diez veces superior al techo de la propiedad territorial manouvrier]. Estos
grandes arrendatarios administraban las rentas de los señoríos o alquilaban el cobro de los
derechos señoriales, del diezmo o de los monopolios banales. Había uno o dos por parroquia, a
menudo ninguno. Los había siempre que existía un señorío extenso y compacto en el área”. El
ejemplo más espectacular encontrado por Goubert en el Beauvaisis de comienzos del XVIII era un
tal Claude Dumesnil. Trabajaba cien hectáreas de tierra, en gran parte arrendadas al monasterio
de Saint Paul, de Goncourt. Era propietario, además, de 2 ha. de prados, de un extenso viñedo y de
dos bosques. Contaba con 12 caballos, 2 carretas, 2 arados, y con una abundante provisión de
asalariados temporarios. Poseía 25 vacas, 6 perros y 225 ovejas. Arrendaba también los derechos
señoriales de la abadía, los diezmos que las monjas se habían apropiado del cura local, y tenía el
monopolio del lagar, el recipiente para pisar la uva. Por todo esto Andrieu le pagaba a las monjas
1200 libras por año y 40 hectolitros del mejor trigo en concepto de canon de arrendamiento. La
mitad de los habitantes de Goncourt, que era la ciudad más cercana, eran deudores suyos, y 41
familias de las parroquias rurales colindantes le debían un total de 1700 libras. Detengámonos
otro segundo en las cifras: este laboureur-fermier le pagaba a las monjas por año, para explotar
una finca de semejante tamaño, 1200 libras, mientras que 41 familias campesinas de los
alrededores en total le debían 1600 libras, es decir, un monto que superaba lo que el pagaba en
concepto de canon de arrendamiento. Tenía incluso una pequeña biblioteca. En su granero había
más de 8000 haces de trigo, 100 toneles de vino y de sidra, y 200 vellones de lana, listos para ser
enviados al mercado más próximo.
Yo no concuerdo con Goubert cuando considera a estos grandes arrendatarios como parte de la
clase campesina antiguorregimental. Un hombre como Claude Dumesnil pertenecía
evidentemente a otra clase social. Ya formaba parte de lo que cabría calificar como una próspera
burguesía agraria. Su lógica de acumulación era completamente diferente incluso de la de los
campesinos acomodados, los laboureurs. Estos gallos de aldea eran, en efecto, los grandes
impulsores del capitalismo agrario tanto en Francia como en Inglaterra, tal como nos lo recuerda
Robert Brenner en sus trabajos de fines de los años ’70 y comienzos de los ’80.
Bueno, hasta acá la cuestión de la estructura de clase de los términos de aldea en la Edad
Moderna. Volvamos ahora al análisis del terruño campesino antiguorregimental.

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¿En cuántas secciones se dividía un término de aldea en nuestro período?. En tres secciones: el
núcleo habitacional, la tierra cultivable o ager y los bienes comunales o saltus. Ambas palabras son
de origen latino y remiten a la nomenclatura agronómica creada por Columela en la antigüedad
clásica.
Comencemos por el núcleo habitacional. Se organizaba a partir de dos grandes clases de hábitats:
los dispersos y los concentrados. En el hábitat disperso los hogares campesinos se distribuían de
manera espaciada, conformando caseríos que estaban ubicados a mediana distancia unos de
otros, en ocasiones a un par de kilómetros. No existían aldeas propiamente dichas en el hábitat
disperso. En Europa Occidental esta configuración espacial era absolutamente excepcional. Sólo la
encontrábamos en regiones de muy baja densidad demográfica, como por ejemplo el País de
Gales, en el oeste de la isla de la Gran Bretaña. Era en cambio la norma en Europa Oriental. Tenía
grandes ventajas y grandes desventajas para el campesino. Entre las ventajas se encontraba la
libertad de cultivo, la posibilidad de poder determinar los tiempos del proceso productivo en el
cual el agricultor estaba involucrado. Pero también tenía muchas desventajas: el hábitat disperso
desincentivaba la organización corporativa del campesinado, dificultaba el autogobierno local, y
también obstaculizaba la transformación del campesino en sujeto político. Hay autores que en
parte responsabilizan al hábitat disperso por la derrota política que sufre el campesinado de
Europa Oriental a mediados del siglo XVI, que desembocó en la llamada segunda servidumbre.
El hábitat concentrado tenía las características opuestas: los hogares campesinos se agrupaban en
un espacio reducido, conformando asentamientos compactos, es decir, aldeas propiamente
dichas. En Europa Occidental prevalecía. Su principal desventaja era que limitaba mucho la
libertad de trabajo y de cultivo de los campesinos, pero al mismo tiempo potenciaba la
organización corporativa, el gobierno local, y la eventual transformación del campesinado en
sujeto político.
Dos reflexiones más sobre los núcleos habitacionales. Bastaba con que una persona fuera
propietaria de una pequeña vivienda con su huerto doméstico anexo, lo que en Inglaterra se llama
cottage, para que se lo considerara vecino del terruño. ¿Y qué ventajas le daba esta vecindad
consuetudinaria? Dos muy importantes: le permitía participar con voz y voto en la asamblea de
propietarios, que era la encargaba del gobierno local del término de aldea, y además –y esto es
muy importante– le otorgaba el derecho de ingresar al comunal y extraer de forma gratuita los
recursos que allí se encontraban (madera, combustible, forraje, alimentos).
Segunda reflexión: por el hecho de estar cercados, los pequeños huertos domésticos anexados a la
vivienda eran las únicas tierras sobre las cuales el campesino en Europa Occidental tenían
verdadera libertad de cultivo. Los huertos domésticos eran islotes de individualismo agrario en un
mundo rural en el cual el trabajo en el ager estaba extremadamente pautado.
Pero pasemos ahora a la más importante de las secciones del terruño, que era el ager, la tierra
cultivable. Está claro que ningún campesino hubiera podido sobrevivir en la Edad Moderna con la
producción marginal de su pequeño huerto doméstico. El grueso del alimento de la comunidad
campesina, pero también el grueso de los ingresos que percibían los principales rentistas del suelo
en nuestro período (la clase señorial, la Iglesia, el estado), provenía de esta sección, del ager.
Las tierras del ager se distribuían según un originalísimo sistema de distribución del espacio,
conocido como régimen de campos abiertos u open-field. Un campo abierto era un terreno en el
cual las parcelas de diferentes derechohabientes (y acá no me interesa si eran arrendatarios,
propietarios o enfiteutas) se hallaban entremezcladas, dispersas, separadas unas de otras. El
régimen de campos abiertos no era un régimen de propiedad colectiva. Las parcelas no se

60
confundían en un todo indiviso. Eran bienes de propiedad individual, de usufructo individual, sólo
que mezclados entre sí.
En el open-field estas parcelas conformaban casi siempre franjas, que consuetudinariamente en
Inglaterra tenían una extensión de 20 mts por 200 mts, esto es, aproximadamente el 40% de una
hectárea, o lo que es lo mismo, el 40% de lo que hoy sería una manzana del ejido urbano de la
ciudad de Buenos Aires. Aclaro que estas medidas que acabo de dar respondían más a una medida
de superficie abstracta que a la realidad, pues las franjas dispersas por el openfield podían tener
cualquier forma y tamaño.
Para entender qué significaba este sistema veamos los siguientes ejemplos. Un campesino
próspero, que poseía 50 ha. de tierra, si las explotaba bajo régimen de campos abiertos, no iba a
tener acceso a las mismas bajo la forma de un bloque continuo y compacto, sino que las iba a
tener divididas en franjas, en este caso, en 125 de estas franjas de 200 por 20 mts. a las que
acabamos de referirnos, cuidadosamente separadas unas de otras, y dispersas por toda la
superficie del ager. Si en el mismo terruño, un minifundista poseía 2 ha, tampoco las iba a explotar
bajo la forma de un bloque continuo, sino que las iba a tener divididas en 5 franjas de 20 por 200
metros, también separadas entre sí y cuidadosamente distribuidas.
Estas franjas de usufructo individual podían explotarse bajo cualquiera de los regímenes de
propiedad vigentes en la Edad Moderna.
Voy a hacer un gráfico para que se entienda mejor a lo que me estoy refiriendo.

La primera de las franjas de


este open- field podía
corresponder a
una tenencia bajo dominio
dividido, enfitéutico. En
Inglaterra, a su titular lo denominaríamos copyholder (“C” en el gráfico). Éste podía ser propietario
del dominio útil de la primera franja, y de varias más repartidas por todo el ager. La segunda franja
podía corresponder a una propiedad bajo dominio pleno, a un alodio. En Inglaterra la llamaríamos
freehold en Inglaterra, y a su titular, freeholder (“F”). También este individuo podía ser dueño de
esta franja y varias decenas más repartidas por la tierra cultivable. En tercer lugar, cabe aclarar
que en algunos señoríos ingleses pequeños, por razones de escala la reserva señorial no se
explotaba en forma de bloque compacto sino que se hallaba fundida en el campo abierto. Por lo
tanto, podía suceder que la tercera franja de nuestro esquema correspondiera a una reserva
señorial (“R”).

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Por supuesto que el mismo individuo podía poseer, en el mismo campo abierto, diferentes franjas
bajo diferentes regímenes de propiedad. Podía explotar algunas franjas en tanto enfiteuta, otras
en tanto a freeholder, y quizás podía ser, además, arrendatario de la reserva del lord of the manor
local.
Además, para complicar un poco más el esquema, recordemos que estas franjas podían
arrendarse a terceros mediante contratos de corto plazo. En la Edad Moderna, por lo general
todas las reservas estaban arrendadas. Al mismo tiempo, resultaba muy sencillo arrendar los
freeholds. Pero durante la clase de hoy también nos enteramos de que los dominios útiles
enfitéuticos se podían arrendar o subinfeudar (como técnicamente corresponde decir), lo que
daba lugar a la triangulación de la que hablábamos hace unos minutos.
Estas normas, estas reglas comunes que limitaban no la propiedad ni el usufructo sino el trabajo
en cada una de las parcelas, recibían el nombre de “servidumbres colectivas”. Voy a mencionar las
tres más importantes.
La primera era la división del ager en los tres campos que exigía el sistema de rotación trienal. En
términos ideales, todo metro cuadrado de tierra explotado baja este régimen trienal debía ser
sembrado el primer año con cereales de invierno, es decir trigo o centeno, los cereales
panificables destinados al consumo humano. Se trataba de especies de ciclo biológico largo: en el
hemisferio boreal se los sembraba en octubre y la cosecha se levantaba en agosto del año
siguiente. Agosto era, por lo tanto, en el imaginario del campo preindustrial, el mes de la
abundancia. Era el mes asociado a la riqueza, a la comida barata. Agosto era el País de Cucaña del
calendario agrícola preindustrial. No por casualidad muchas revueltas estallaron durante la Edad
Moderna en los meses de junio-julio, es decir, a fines de la primavera y a principios de verano, y no
precisamente porque el calor enardecía los ánimos, sino porque en dichos meses estaban
consumiéndose las reservas de grano del año previo, y por lo tanto era el periodo del calendario
en el cual el precio del pan era mayor en las grandes ciudades. No por casualidad la Toma de la
Bastilla tuvo lugar un 14 de julio, y si bien es cierto que este evento no responde a la lógica de las
crisis de Antiguo Régimen, no podemos dejar de resaltar que aquel día el precio del pan batió un
record en el Paris del siglo XVIII.
Siguiendo con el régimen de rotación trienal, nuestro metro cuadrado ideal de tierra debía
sembrarse el segundo año con cereales de primavera, cebada o avena, destinados a alimentar a
los animales de tiro o domésticos. Son cereales de ciclo corto. Se los sembraba en la primavera
boreal, es decir, en el mes de marzo, y se los cosechaba en agosto, junto con los cereales de
invierno.
El tercer año, nuestro metro ideal de suelo debía permanecer en barbecho. No debía sembrarse
en él ninguna especie vegetal. Debía estar entre 12 y 13 meses descansando, recuperando sus
nutrientes, en particular el nitrógeno. Si no se tomaba esta precaución, y la misma tierra se
sembraba durante 5 o 10 años consecutivos, al terminar dicho período la misma se hubiera
convertido en un erial, en un desierto.
Ahora bien, y ésta era la primera de las servidumbre colectivas, bajo un régimen de campos
abiertos la distribución por el ager de estos tres campos, el de primavera, el de invierno y el de
barbecho, era una decisión colectiva determinada por la asamblea de propietarios o por el consejo
campesino. Por lo tanto, la primera servidumbre colectiva implicaba que los propietarios
individuales no podían decidir qué sembrar cada año en las parcelas de las cuales eran dueños. Si
las primeras 20 parcelas del total de 60 que yo tenía dispersas por el ager caían un año
determinado en el campo de invierno, yo no podía sembrar en ellas avena o cebada, ni mucho
menos dejarlas en barbecho. Debía sembrar centeno o trigo.

62
La segunda servidumbre colectiva se relacionaba con la fijación del calendario agrícola. Era la
asamblea de propietarios o el consejo campesino el que fijaba en qué momento del año agrícola
debían desarrollarse las diferentes fases del proceso productivo: en qué momento había que
desbrozar el terreno, cuándo correspondía estercolar, arar, sembrar o cosechar. Y era la justicia
local, campesina o señorial según el caso, la que hacía cumplir este calendario colectivamente
construido. Los propietarios, en las parcelas de las cuales eran dueños, no podían entonces
manejar ni los tiempos del proceso productivo ni determinar qué tareas realizar en ellas en cada
momento. En las semanas en que correspondía esparcir el abono por las franjas de tierra
cultivable los propietarios no podían estar sembrando o arando, por ejemplo.
La tercera de las servidumbres colectivas, para mí la más interesante de todas, eran las prácticas
que de manera temporaria –y ésto lo subrayo- imponían el disfrute colectivo de las parcelas de
propiedad individual. En momentos del año claramente demarcados por la costumbre,
desaparecían del ager todas las separaciones artificiales entre franja y franja, y dicha porción de
suelo adquiría la apariencia de lo que en realidad no era, la apariencia de un dominio indiviso, de
una propiedad colectiva (adquiría la apariencia de lo que el saltus tenía todo el año: una propiedad
común de carácter permanente). Cuando ésto sucedía, los propietarios individuales de cada franja
no podían impedir que sus vecinos entraran en ellas para disfrutar derechos colectivos
temporarios.
El primero de estos derechos era la transformación del campo en barbecho en una prolongación
del prado colectivo. Me explico: entre el mes de septiembre de un año determinado y el mes de
octubre del año siguiente, en ese tercio del ager en el que acababa de levantarse la cosecha de
primavera y en el que doce meses después iban a sembrarse los cereales de invierno, quedaba un
tiempo muerto, la fase del barbecho. Pues bien, durante esos meses, en ese tercio específico del
campo abierto, los restantes vecinos del terruño podían enviar a pastar a un parte de su ganado,
para que se alimentara y al mismo tiempo apisonara y abonara el terreno. Cuando esto sucedía,
podía ocurrir que yo viera a los animales de mi vecino pasear por mis franjas, así como mi vecino
vería a mis propios animales paseándose por las suyas.
El segundo de estos derechos colectivos temporarios, no permanentes, era muy parecido al
anterior, pero se ejercía sobre otro de los tercios en los cuales estaba dividido el ager en función
de la rotación trienal: sobre el campo en el que acababa de levantarse la cosecha de invierno, y
unos meses después correspondería sembrar los cereales de primavera. En este otro 33% del
campo abierto también se generaba un período de tiempo muerto, es un mini- barbecho de seis
meses de duración, en el transcurso del cual los demás propietarios del terruño podían introducir
una parte de sus animales para que se alimentaran gratuitamente. Este segundo derecho colectivo
se conocía en España con el nombre de “derrota de mieses”. En Francia se lo llamaba “vaine
pature” o “parcours”, y en Inglaterra “common of shack”.
Ahora bien, el más interesante de estos derechos colectivos temporarios era el tercero, llamado
en España “espigueo” o “rebusca”, en Inglaterra “gleaning”, en Francia “glanage”, y en Italia
“spigolatura”. A diferencia de los dos derechos anteriores, que generalmente beneficiaban a los
sectores más acomodados del campesinado, es decir, a quienes poseían animales propios, el
espigueo en esencia beneficiaba al campesinado pobre, a los proletarios rurales e incluso a los
marginales. ¿En qué consistía el espigueo? Unas pocas horas durante unos pocos días al año, casi
nunca más de dos, en el campo en el que acababa de levantarse la cosecha de invierno, e
inmediatamente antes de que ingresaran los animales para ejercer la “derrota de mieses”, los
marginales de la aldea, casi siempre mujeres, ancianos o niños, ingresaban a este tercio del ager
conformado por centenares de parcelas de propiedad individual, para con sus manos recoger del

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suelo el grano y las espigas que pudieran haberse desperdiciado durante la cosecha que acababa
de levantarse. Dado que la cosecha era manual, el desperdicio era enorme. Los espigadores tenían
un solo límite consuetudinario: no podían arrancar nada que todavía se mantuviera asido al suelo,
por ejemplo, cañas o tallos, porque si lo hacían estaban perjudicando el siguiente derecho
colectivo temporaria que iba a ejercerse en ese suelo, la derrota de mieses.
La pregunta que cabe realizar es qué impacto real podía tener esta práctica de recolección sobre la
economía de los marginales rurales. Bueno, el impacto era mucho mayor de lo que ustedes se
imaginan. Voy a hacer algo que resulta poco elegante, que es citarme a mí mismo, pero lo hago
por economía de esfuerzo. Voy a leer un fragmento de Feudalismo Tardío y Revolución: “El sonido
de una campana indicaba el momento en que los vecinos podían ingresar en las tierras de
propiedad privada. El mismo sonido, unas horas después, indicaba el fin del gleaning. Desahuciada
en Inglaterra por la common law a partir de 1788, el gleaning logró sobrevivir en las aldeas no
cercadas hasta bien entrado el siglo XIX. Los comentaristas, incluso los críticos de los campos
abiertos, reconocían que el grano así recogido podía proveer suficiente harina para elaborar pan
durante el resto del otoño, al menos hasta Navidad [en otras palabras, para estos marginales, pan
gratis desde septiembre hasta diciembre]. En Canterbury, el producto del gleaning podía alcanzar
para todo el invierno [es decir, no hasta diciembre sino hasta marzo del año siguiente]. Se
comentaba que los gleaners en la aldea de Long Buckby [también en Canterbury], almacenaban el
grano en sus dormitorios cuando se les terminaba el espacio en los pisos superiores. En
Atherstone [siempre en el mismo condado], en la década de 1760, el producto del espigueo
equivalía a 15 chelines, más del doble del salario que una mujer podía ganar durante toda la
cosecha [el valor de mercado del grano que se recogía con la mano en apenas dos días duplicaba
el salario que una mujer podía obtener trabajando en la cosecha de sol a sol durante más de una
quincena; el beneficio que suponía el espigueo va a desaparecer con los cercamientos
parlamentarios del siglo XVIII, por lo que ya podemos imaginarnos el costo social que los
enclosures tuvieron en Inglaterra]. Amén de los cereales, el espigueo generaba otros recursos. La
paja podía emplearse para prender los hornos, para cubrir techados o para tapizar los establos.
Mezclada con estiércol, podía utilizarse como abono. El gleaning perduró en el tiempo más que
cualquier otro derecho comunal. El hecho resulta aún más sorprendente en Inglaterra, donde el
retroceso del régimen de campos abiertos no tuvo parangón. En la década de 1870, la gleaning
bell todavía sonaba en más de cincuenta parroquias del condado de Northampton, anunciando la
apertura y el cierre de los campos”.
Al decir de Karl Polanyi, prácticas como el espigueo eran universales en la sociedad tradicional, y
son precisamente las que diferencian a esta última de las sociedades de mercado. Afirmaba
Polanyi en La gran transformación de 1944: “es la ausencia de la amenaza de la inanición
individual lo que en un sentido convierte a la sociedad primitiva en más humana que la economía
de mercado, y al mismo tiempo en menos económica”. De hecho, si bien las sociedades
precapitalistas estaban singularmente mal equipadas para socorrer a sus miembros en caso de
desastres colectivos, proveían un eficiente seguro social contra los riesgos normales de la
agricultura, gracias a un elaborado sistema de intercambio social. Esta escala de valores se expresa
a la perfección en un refrán nuer, recogido por el antropólogo Evans Pritchard en la década de
1930. Los nuer eran una etnia que habitaban en el Sudán nilótico. El refrán decía lo siguiente:
“nadie muere de hambre en una aldea nuer a menos de que todos estén muriendo de hambre”.
Bueno, continuemos: el peso que estos derechos colectivos provisorios fueron adquiriendo para la
reproducción económica de todos los habitantes del terruño (y no sólo de los más pobres, porque
la derrota de mieses, como vimos, beneficiaba a los propietarios acomodados) fue tal, que
cualquier innovación técnica que pudiera ponerlos en riesgo era sistemáticamente bloqueada por

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el resto de los vecinos. Esto pasaba cuando alguien intentaba levantar la cosecha con una guadaña
en lugar de hacerlo con la hoz. ¿Por qué? La hoz, que es la herramienta que aparece junto con al
martillo en la bandera y escudo comunistas, tiene un mango corto. Por lo tanto, para poder cortar
las gavillas a ras del suelo, había que adoptar una posición que resultaba insostenible por un
tiempo prolongado, muscularmente hablando. Por lo tanto, cuando se cosechaba con la hoz
quedaba mucho resto de cañas y tallos en el suelo, es decir, mucho alimento que sería después
aprovechado por los animales de la comunidad durante la derrota de mieses. Por el contrario, la
guadaña, que es la herramienta que aparece en las representaciones de la muerte cadavérica del
siglo XIV en adelante, al tener mango largo permitía con facilidad segar las espigas mucho más a
ras del suelo, y consecuentemente quedaba sobre el terreno menos alimento para el ganado. Es
por situaciones como ésta que los enemigos del régimen de open-field durante el XVIII
consideraban que el sistema debía abolirse de inmediato: porque bloqueaba toda forma de
iniciativa individual.
Para dar cuenta de estas limitaciones que el régimen de campos abiertos imponía a la propiedad
individual, los juristas ingleses diseñaron la oposición entre los private property rights y los
common property rights. Ambos eran regímenes de propiedad privada, no colectiva, pero eran
diferentes. Los private property rights se ejercían sobre tierras que, por configurar bloques
compactos, podían eventualmente cercarse. Pensemos en las reservas señoriales, en los pequeños
huertos domésticos, o en regiones del continente donde la principal actividad era la ganadería, y
en las que por lo tanto las fincas estaban cercadas desde muy antiguo. En estas explotaciones el
derecho exclusivo de propiedad coincidía a la perfección con el derecho exclusivo de uso. Por lo
tanto, ningún vecino podía ingresar en ellas, y mucho menos explotarlas, sin la autorización
explícita del dueño. Las common property rights, por el contrario, se ejercían en tierras de
propiedad individual sobre las cuales, por no estar cercadas o por no poder cercarse (pensemos en
las franjas dispersas por el ager), en ciertos momentos del año recaían derechos colectivos
temporarios que beneficiaban al resto de los vecinos. Lo que los famosos cercamientos
parlamentarios del siglo XVIII pretendían era transformar todos los common property rights del
reino en private property rights. Pretendían cercar todas las fincas rurales en Inglaterra para
entonces tornar inviables los derechos colectivos temporarios, el espigueo, la derrota de mieses y
el pastoreo en barbecho, y de esa forma convertir en un fenómeno obsoleto los common property
rights.
Este complejo entramado hereditario que era el régimen de campos abiertos, suponía que los
habitantes del terruño tenían acceso simultáneamente a cuatro tipos de bienes. En primer lugar,
tenían derecho a poseer una vivienda con su pequeño huerto anexo en la aldea propiamente
dicha. En segundo lugar, podían tener acceso a franjas de tierra cultivable dispersas por el ager,
tantas como pudieran comprar o heredar. Tercero, tenían acceso a derechos colectivos
temporarios que recaían sobre tierras de propiedad privada. Y cuarto, tenían acceso a derechos
colectivos permanentes que recaían sobre los comunales de la aldea, sobre el saltus.
Una historiadora inglesa, Jeanette Neeson, propuso emplear la expresión commoner, de imposible
traducción literal al castellano, para dar cuenta de este tipo tan particular de campesinado de
subsistencia surgido de esta interesante simbiosis entre el individualismo y el colectivismo agrario,
que era el régimen de campos abiertos.
El triunfo del cercamiento parlamentario durante el siglo XVIII en Inglaterra supuso, pues, mucho
más que una reorganización del espacio rural. Implicó también el colapso de una mentalidad, de
un estilo de vida, de una visión del mundo. Destruyó una antigua y pujante cultura vernácula. Los
cercamientos tuvieron consecuencias económicas (se supone que fueron ellos los que permitieron

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incrementar en forma revolucionaria la productividad de la tierra en Inglaterra) y sociales (se los
acusa de haber profundizado la proletarización en el campo inglés).
Tras haber analizado in extenso el ager algo tenemos que decir sobre el saltus, la tercera de las
secciones que conformaban los terruños campesinos preindustriales. El saltus, es decir, los
comunales de la aldea, eran los terrenos incultos, vírgenes, deshabitados, las tierras no sembradas
del terruño. Eran praderas, bosques, pantanos, montes, brezales, incluso playas
¿Quién era el propietario de los comunales de la aldea? Allí donde existían señoríos, el dominio
directo del saltus pertenecía al señor local. En las áreas de realengo, en cambio, la propiedad
inminente correspondía al rey. En ambos casos, sin embargo, el dominio útil del comunal
pertenecía al conjunto de los vecinos del terruño. Es por ello que el comunal era la reserva última
del colectivismo campesino en la Edad Moderna, en una era en la que cada vez más el ethos
individualista penetraba en aquel campo en rápida transición hacia el capitalismo agrario.
¿Quiénes podían ingresar en los comunales para extraer en forma gratuita los recursos que allí se
encontraban (leña, madera, combustible, forraje, alimento)? Técnicamente, se trataba de un
derecho que no le correspondía a cualquier residente permanente de la aldea, sino solamente a
los propietarios. Los propietarios eran, recordemos, los únicos habitantes del terruño a quienes se
consideraba vecinos en el sentido consuetudinario del término. Como ya sabemos, en la temprana
modernidad se requería ser dueño de al menos una vivienda en el núcleo habitacional para que
una persona fuera formalmente considerada vecina del lugar; no era necesario que tuviera,
además, franjas de tierra cultivable dispersas por al ager.
Sin embargo, durante gran parte de la Edad Moderna los propietarios dentro de cada terruño
solían tolerar que los residentes permanentes que no tenían tierra, es decir, los no-propietarios,
también ingresaran en el saltus para extraer combustible y alimentos. ¿Con qué objetivo? Con la
intención de contribuir a la reproducción material de una masa flotante de proletarios, que
podrían emplearse a bajo costo durante las fases del ciclo agrícola que más brazos demandaban.
Era una estrategia empírica destinada a mantener el salario rural en su nivel más bajo posible.
Con exactamente el mismo fin, los propietarios de los terruños incluso toleraban que algunos
marginales se instalaran a vivir en forma permanente en el saltus, donde podían eventualmente
construir precarias viviendas con los materiales que encontraban in situ. Se los denominaba
squatters en el período. Curiosamente, se trata de la misma palabra que en el inglés actual se
emplea para denominar a las personas que intrusan bienes inmuebles en las grandes ciudades.
El teórico de hoy va a estar por completo dedicado al análisis de los comunales de la aldea, es
decir, a la sección del terruño campesino que el viernes pasado identificamos con la expresión
saltus. ¿Por qué? Porque los comunales eran la genuina reserva del colectivismo agrario en un
mundo campesino cada vez más permeado por lógicas de acumulación ajenas al antiguo
comunalismo rural. El saltus encarnaba como pocos espacios, además, la cultura vernácula local,
una rica tradición campesina que fenómenos como los cercamientos parlamentarios ingleses de
los siglos XVIII y XIX terminaron finalmente por extinguir.
Comencemos diciendo que en la Edad Moderna el saltus está conformado por dos grandes
secciones claramente identificables: el prado colectivo, por un lado; el bosque y el baldío
colectivos, por el otro. Ambas secciones cumplían funciones distintas. Los pastos comunes
realizaban un aporte destacado a la reproducción económica del campesinado acomodado. El
baldío y el bosque, por el contrario, resultaban esenciales para la supervivencia misma de la masa
pauperizada de minifundistas, de las proletarios rurales, e incluso de los marginales que pululaban
por los términos de aldea.

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De hecho, disponernos a analizar el saltus implica que también tendremos que profundizar
nuestro conocimiento sobre las formas de intercambio para-mercantil en las áreas rurales, es
decir, aquellas redes de intercambio que se daban por fuera del factor mercado, y que como muy
bien saben los antropólogos resultaban esenciales para la reproducción económica y cultural de la
comunidad rural preindustrial.
El modelo teórico que mejor ha dado cuenta de estos intercambios no mercantiles es la famosa
“teoría del don”, que en la década de 1920 formulara un legendario etnólogo francés, Marcel
Mauss. Cabe considerar a la teoría del don que Mauss elabora en los años ‘20 como una reacción
en contra del concepto de “Homo oeconomicus”, una noción históricamente determinada,
construida en gran medida por el pensamiento ilustrado del siglo XVIII, y a la que disciplinas como
la economía política clásica y la antropología formalista han tendido a imaginar como portadora de
una racionalidad que se postula universal, una racionalidad asociada a formas muy específicas de
institucionalización económica, como el mercado, la moneda, el crédito, y fundada en lo que se
denomina “el cálculo economizador”, ésto es, la pretensión de obtener el máximo beneficio
posible, con el menor costo posible, y en el menor tiempo posible. El modelo de Mauss es una
reacción contra esta manera de entender el fenómeno económico, y más aún, contra la
pretensión de universalizar y naturalizar esta manera de pensar la economía. Por ello sostendrá
Mauss en los años ’20: “no acepto que la sociedad se encierre en la fría lógica del comerciante, del
banquero, del capitalista”. Y por ello, 20 años después, uno de sus continuadores, Karl Polanyi,
sostendrá en La gran transformación la misma idea con otras palabras “el hombre no nació
comerciante”.
¿Qué es el “don” para Marcel Mauss? El don es un desprendimiento voluntario de lo que se tiene,
de lo que se posee, una entrega que, precisamente por no tener carácter forzoso, en el momento
de producirse instaura una disimetría, genera una deuda, impone la obligación de devolver. Mauss
sostiene que el don no puede comprenderse aislándolos de la red tendencialmente infinita de la
cual forma parte, una red en la que se imbrican tres obligaciones: la de dar, la de devolver, pero
también la de aceptar, sin la cual las relaciones sociales no terminarían de conformarse.
Los dones que más interesan a Mauss son las llamadas “prestaciones totales”, aquellos que no
involucran a individuos sino a grupos. En las sociedades que los antropólogos califican como
segmentarias, esta clase de dones juegan un rol clave en la producción y reproducción de
relaciones sociales: porque movilizan la riqueza y la energía de las comunidades humanas; porque
facilitan la distribución de la riqueza en sociedades que carecen de mercado; porque habilitan la
acumulación de prestigio y la competencia por el status en sociedades que carecen de estado; y
finalmente, porque ayudan a mantener la paz y a construir alianzas entre clanes vecinos.
Las prestaciones totales se clasifican en dos grandes grupos: los dones agonísticos y los no
agonísticos. Los dones agonísticos son aquellos permeados, atravesados por un espíritu feroz de
competencia, por un exacerbado espíritu de rivalidad. Un ejemplo acabado de esta clase de dones
es, precisamente, el Potlatch. Los dones no agonísticos, en cambio, persiguen una distribución
relativamente igualitaria de los recursos materiales y simbólicos.
Fascinado como estaba por ellos, Mauss prioriza el análisis de los dones agonísticos, los de
carácter ultra-competitivo. Dejará para sus sucesores, en cambio, la tarea de profundizar en el
estudio de los dones no agonísticos. Así, 20 años después de la publicación del Ensayo sobre el
don, el húngaro Karl Polanyi propondrá la categoría de “reciprocidad”, pensada como uno de los
principios de integración del proceso económico, junto con la redistribución y el mercado; más
tarde Polanyi agregará un cuarto principio integrador, la economía doméstica. A su vez, dos
décadas después de la publicación de La gran transformación (1944), el norteamericano Marshall

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Sahlins refinará la noción polanyiana de reciprocidad proponiendo dividirla en al menos tres
subcategorías: generalizada, equilibrada y negativa.
Volviendo a nuestro tema: ¿qué es el Potlatch? Es un ritual agónico de consumo ostentoso,
durante el cual un anfitrión se desprende pródigamente de gran parte de su riqueza acumulada,
que reparte entre sus invitados bajo la forma de regalos de proporción desmedida. La ceremonia
podía llegar a la destrucción misma de riqueza ante los ojos de los asombrados invitados; algunos
indicios apuntan incluso a la práctica de sacrificios humanos, de esclavos, como parte de estos
rituales destinados a expresar de manera cabal el carácter ilimitado de la riqueza del anfitrión. De
todos modos, resulta más que probable que estas emulaciones enconadas no formaran parte de la
lógica del Potlatch, sino que fueran desviaciones aberrantes, una suerte de virus inyectado en la
cultura local por el contacto cada vez más frecuente con la cultura occidental y el mercantilismo
europeo.
De cualquier manera, lo que me interesa resaltar en relación con estas prácticas, es que el
anfitrión entregaba todo lo que poseía porque sabía que recuperaría gran parte de dicha riqueza
en un plazo de tiempo más o menos breve, cuando alguno de sus invitados de ahora lo agasaje a él
y a su grupo con un nuevo Potlatch en el futuro. Porque según la lógica de las prestaciones totales,
una deuda sólo se consideraba cancelada cuando se devolvía más de lo que se había recibido. En
el contexto de las dones agonísticos, lo que contaba era donar más que los demás, ganar la
competencia de la prodigalidad, el campeonato mundial de la generosidad (ésta era una
competencia en la que los segundos puestos, las medallas de plata, de nada servían).
Pero debo decir también que resulta posible detectar en las prácticas cotidianas de las
comunidades campesinas de la Edad Moderna, comportamientos sociales, fuertemente ligados a
la reproducción simbólica del grupo, muy cercanos a la lógica de lo que Mauss denominaba “dones
agonísticos”, es decir, muy próximos a una lógica “tipo Potlatch”.
Veamos el siguiente ejemplo relacionado con el campesinado protoindustrial alemán del siglo
XVIII. Los fragmentos que voy a leer han sido extraídos de un clásico ensayo del historiador
germano Hans Medick, que forma parte del volumen colectivo Industrialización antes de la
industrialización, que a fines de los ’70 introdujera los estudios sobre industria dispersa en el
ámbito universitario de habla hispana. Veamos lo que dice Medick sobre estas pautas teatrales de
consumo, ubicadas al borde mismo de la destrucción de riqueza: “La tendencia de los campesinos
protoindustriales a consumir objetos superfluos y exquisiteces, café, pan blanco, dulces, así como
ropa a la moda y joyas, no puede ser explicada meramente por la necesidad de reproducción de la
fuerza de trabajo. La dieta cotidiana, puré de cereales, verduras, pan negro, papa, era
acompañada por un superconsumo de dulces y otros lujos, en cuanto los ingresos obtenidos lo
permitían. Este consumo hipertrófico era un fenómeno no sólo coyuntural sino estructural. Se
manifestaba en la vida cotidiana de los campesinos incluso en condiciones de relativa miseria. No
cabe duda, sigue Medick, de que los productores de la industria rural desarrollaban estas actitudes
de consumo como una respuesta a las nuevas oportunidades que le daba el mercado. Pero ni los
estímulos del mercado ni el propio proceso de trabajo fueron los factores decisivos. El consumo de
artículos de lujo era un medio de expresión social [era un lenguaje, agregaría yo, que transmitía y
comunicaba sentido, y que se ligaba a la construcción social de las identidades individuales y
grupales] que encontraba su finalidad en la vida pública; para los productores protoindustriales,
este consumo desmesurado representaba el medio de competición por excelencia dentro y fuera
de su grupo social (…) La tendencia general entre estos campesinos era a buscar la satisfacción en
público y no en privado. A pesar de que los guardianes del orden y de la moral [es decir, el párroco
o el pastor (según se tratara de áreas católicas o protestantes), la autoridad municipal, los

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magistrados locales) trataban de imponer a través de la iglesia, la escuela y el control policial, las
virtudes de la domesticidad, el ahorro y la laboriosidad, la gran frecuencia de llamadas al orden
dan fe del fuerte arraigo de este modo de vida de los productores rurales, para quienes la familia
no desempeñaba un papel de refugio ni la vida cotidiana se limitaba al ambiente privado del hogar
[se tratan éstos últimos de valores clásicos de la cultura burguesa, que no terminará de triunfar
hasta la irrupción de la era victoriana, pero que de ninguna manera expresaban los valores básicos
de la cultura campesina vernácula]. La familia protoindustrial invertía gran cantidad de capital
emocional en el proceso de producción sociocultural. (…) Una vez cubiertas las necesidades de la
reproducción física [saciada el hambre] el dinero se convertía [para los campesinos] en un
excedente que se destinaba a un consumo desproporcionado, vinculado a símbolos de prestigio y
a la satisfacción de necesidades relacionadas con el ocio y la diversión. (…) Los habitantes rurales
actuaban en la convicción de que viviendo al día y mediante su trabajo, podrían mantener su nivel
de subsistencia. Los ingresos monetarios que excedían a la subvención de las necesidades
inmediatas de subsistencia servían para adquirir artículos que simbolizaran lujo o prestigio, o para
efectuar gastos ostentosos y pretenciosos en las fiestas y rituales colectivas”. Fíjense cómo
concluye Medick el análisis de este peculiar comportamiento social del campesinado preindustrial:
“Se detectan actitudes respecto al dinero similares entre las tribus de los Siane de Nueva Guinea,
los Tiv del norte de Nigeria o los indios Kwakiutl de la Columbia Británica [costa oriental de
Canadá], sociedades que aún no han asimilado el significado universal del dinero y del intercambio
de mercancías, introducidos en su entorno por la penetración de las relaciones de mercado y de
explotación capitalistas”.
Ahora bien, no deja de resultar sorprendente el hecho de que en la Edad Moderna estas
estrategias de consumo agónico también se perciben claramente en el comportamiento público
de la aristocracia, es decir, en el polo dominante de la relación social sobre la que se fundaba la
feudalidad en Occidente. En otras palabras, la lógica tipo Potlatch también influenciaba prácticas
estrechamente asociadas a la reproducción simbólica de la clase nobiliaria. La destrucción de
riqueza era una pulsión que trascendía la esfera de los comportamientos rústicos.
Voy a presentar dos ejemplos al respecto: el primero, relacionado con la alta nobleza castellana
del siglo XV, estudiada por Carlos Astarita; y el segundo, relacionado con los grandes aristócratas
franceses de tiempos de Luis XIV, la nobleza encerrada en la jaula de cristal del Palacio de Versalles
estudiada por Norbert Elias.
Comencemos con los nobles castellanos del 1400. Voy a leer una breve selección de fragmentos
extraídos de la tesis doctoral de Astarita, Desarrollo desigual en los orígenes del capitalismo
(1992): “Nos acercamos a un punto de gran importancia de la vida de los feudales, relacionado con
el ciclo económico de este sistema, con sus fundamentos constitutivos dados por una producción
para el consumo: la economía del gasto. Por oposición a la sociedad capitalista moderna (…) en la
sociedad feudal los señores vivían sumergidos en el gasto improductivo [recordemos, por caso, el
ejemplo paradigmático de los Roncherolles, cuya situación patrimonial colapsa no precisamente
porque sus ingresos fueran exiguos]. Su existencia [la de la nobleza feudal] transcurría dedicada al
consumo que podía acrecentar su magnificencia: en definitiva, se consagraban a la obtención y
destrucción de riquezas. De esta situación resulta un paralelismo evidente con el potlatche (…).
Nos referimos al carácter polivalente que adquirían [en el feudalismo, al igual que en la mayoría
de las formaciones precapitalistas] los hechos económicos (…). Serían actos que no se limitaban a
un perfil económico [puro], sino más bien dotados como ‘hecho social total’. La comparación con
el potlatche –dice Carlos– de los indios de Alaska y de la región de Vancouver, se justifica en un
aspecto de esta institución que nos acerca al acto económico observado en la sociedad feudal. Es
sabido que en el potlatche, entre sus funciones, hay una que consiste en superar al rival en

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magnificencia, en aplastarlo, si es posible, bajo la perspectiva de obligaciones de retorno, a las que
se espera que no podrá satisfacer, de modo de quitarle privilegios, títulos, rango, autoridad,
prestigio [en este párrafo que acabo de leer Astarita está citando textualmente a Las estructuras
elementales del parentesco de Claude Lévi-Straus]. En las sociedades más primitivas como en la
feudal, las mercancías eran además de bienes económicos, vehículos e instrumentos de potencia,
poder y status. A estas necesidades de mostrar y mostrarse ante iguales y subordinados, se vincula
el consumo de riquezas, la economía del gasto, que tuvo su formalización teórica en la idea de que
el dinero solo sirve para gastarlo [aquí Astarita reproduce un apotegma de Santo Tomás de
Aquino, “usus pecuniae est in emissione ipsius”, cuya traducción literal sería: el uso del dinero
consiste en su emisión, o lo que es lo mismo, el dinero está para ser gastado, no acumulado].
Astarita concluye, pues, que la economía del gasto de los nobles se inscribía en el problema más
general de establecer las bases consensuales de la dominación, en la necesidad de legitimar el
dominio que ejercían sobre los otros. Por ello Carlos agrega un comentario que me resulta en
extremo sugestivo. Cito: “En estas sociedades (…) la avaricia colocaba al sujeto fuera de las
relaciones humanas”. El consumo suntuario, la destrucción de riqueza, la liberalidad pantagruélica,
era un tipo particular de inversión destinado a producir y reproducir de manera acrecentada el
dominio sobre los subordinados.
Veamos ahora el ejemplo francés. Avancemos 200 años en el tiempo, e instalémonos en el reinado
de Luís XIV. Los fragmentos que voy a comentar pertenecen a La sociedad cortesana de Norbert
Elías: “Por un lado está el ethos social de la burguesía profesional, cuyas normas obligan a las
familias individuales a subordinar los gastos a los ingresos y, si es posible, a mantener el consumo
presente bajo el nivel de las entradas [aquí Elias resumen la relación entre ingresos y egresos
típica de una visión burguesa de la economía doméstica], de tal suerte que la diferencia pueda ser
invertida como ahorro, con la esperanza de tener en el futuro mayores ingresos. [A este ethos
burgués se le opone el ethos nobiliario, que no hace de la acumulación acrecentada de capital un
objetivo per ser de la praxis económica] El consumo de prestigio se distingue de esta pauta de
conducta profesional-burguesa. En sociedades donde este otro ethos del consumo de status
impera quien no puede comportarse de acuerdo con su rango, pierde el respeto de su sociedad.
Este deber de gastar según el rango exige una educación para el manejo del dinero que es distinta
de la educación que necesita el profesional-burgués”. Una expresión paradigmática de esta visión
del mundo aristocrática se encuentra en una actitud del duque de Richelieu recogida por Elias
(aclaración: no confundir a este noble con el célebre cardenal que fuera ministro principal del rey
Luis XIII). El Duque de Richelieu entregó a su hijo y heredero una bolsa con monedas de oro para
que aprendiera a dilapidarlas como un gran señor. Estamos en presencia de un claro ejemplo de
socialización primaria: el padre educa al hijo para que reproduzca sus propios comportamientos
frente al dinero. El joven noble realiza entonces su primera salida pública munido de aquel
pequeño capital destinado al derroche y al gasto improductivo. A las pocas horas el hijo del Duque
regresa y entrega a su padre la bolsa en la que todavía quedaban algunas monedas sin gastar.
¿Cuál fue la reacción del Señor de Richelieu? Sin mediar palabras, y ante la asombrada mirada de
su heredero, procedió a arrojar por la ventana del palacio las piezas de oro sobrantes. Por un lado,
esta defenestración de las monedas ahorradas me parece un ejemplo perfecto de la destrucción
de riqueza de la que venimos hablando. Por el otro, la actitud del Duque revela que el deber de la
generosidad no conocía límites. El espectáculo del derroche era la verdadera y única inversión que
contaba para los grandes aristócratas. Veamos cómo comenta Norbert Elias esta anécdota: “Esta
es una socialización que imprime en el individuo el deber de la generosidad impuesta por el rango.
En boca de los cortesanos aristócratas, la subordinación de los egresos a los ingresos y la
limitación planificada del consumo por el ahorro tiene un sonsonete despectivo hasta muy

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avanzado el siglo XVIII, y en ocasiones, hasta después de la Revolución.” Elias llega finalmente a la
misma conclusión a la que antes habían arribado Medick y Astarita: “En muchas sociedades
existen tipos del consumo de prestigio, del consumo al que obliga una competencia por el status.
Un conocido ejemplo de ello es la institución del potlatch en algunas tribus norteamericanas de la
costa noroccidental: los Tlingit, Haida, Kwakiutl. Status, rango y prestigio (…) son, de tiempo en
tiempo, puestos a prueba de nuevo, y cuando es posible, a comprobación, mediante el deber de
realizar enormes gastos para ofrecer grandes banquetes y ricos regalos sobre todo a los rivales en
status y prestigio”.
Los liderazgos generados por esta economía del gasto y por este consumo de prestigio tenían
siempre un carácter lábil y provisorio. Tomando como ejemplo el caso del Duque de Medina
Sidonia que vimos hace unos minutos en la Crónica de Barrante Maldonado, si algún otro
aristócrata, eventualmente más rico que él, lograba superarlo en generosidad, liberalidad,
ostentación y destrucción de riqueza, pocas dudas caben de que la admiración, la sumisión, la
fidelidad y la obediencia de los sevillanos terminaría cambiando de destinatario.
Ahora bien, díganme ustedes si resulta posible concebir un contraste mayor entre estos tres
ejemplos que acabo de dar y el fragmento que voy a leer ahora. No voy a decir inicialmente de qué
obra se trata ni quién es el autor. Lo único que les adelanto es que se trata de un texto que rebosa
ideología burguesa en estado puro, un ejemplo acabado de lo que Weber llamaría “filosofía de la
avaricia”. Comienzo a leer: “Piensa que el tiempo es dinero. El que puede ganar diariamente diez
chelines con su trabajo y dedica a pasear la mitad del día, o a holgazanear en su cuarto, aun
cuando sólo dedica seis penique para sus diversiones, no ha de contar esto sólo, sino que en
realidad ha gastado, o más bien derrochado, cinco chelines más (…). Piensa que el dinero es fértil y
reproductivo. El dinero puede producir dinero, la descendencia puede producir todavía más y así
sucesivamente. Cinco peniques bien invertidos se convierten en seis, estos seis en siete, los cuales,
a su vez, pueden convertirse en tres chelines, así sucesivamente hasta que el todo hace cien libras
esterlinas. Cuando más dinero hay, tanto más produce al ser invertido, de modo que el provecho
aumenta rápidamente sin cesar. Quien mata una cerda, aniquila toda su descendencia, hasta el
número mil. Quien malgasta una pieza de cinco chelines, asesina (!) todo cuando hubiera podido
producirse con ella: columnas enteras de libras esterlinas (...) El que es conocido por pagar
puntualmente en el tiempo prometido, puede recibir prestado en cualquier momento todo el
dinero que sus amigos no necesitan (...) El golpear de un martillo sobre el yunque, oído por tu
acreedor a las cinco de la mañana o a las ocho de la tarde, le deja contento para seis meses; pero
si te ve en la mesa de billar y oye tu voz en la taberna, a la hora que tú debías estar trabajando, a
la mañana siguiente te recordará tu deuda y exigirá su dinero antes de que tú puedas disponer de
él (...) Guárdate de considerar como tuyo todo cuanto posees y de vivir de acuerdo con esa idea.
Muchas gentes que tienen crédito suelen caer en esa ilusión. Para preservarte de ese peligro, lleva
cuenta de tus gastos e ingresos. Si te tomas la molestia de parar tu atención en estos detalles
descubrirás cómo gastos increíblemente pequeños se convierten en gruesas sumas y verás lo que
hubieras podido ahorrar y lo que todavía puedes ahorrar en el futuro.”
El autor de estas líneas es Benjamín Franklin, y los fragmentos forman parte del llamado
Catecismo de Franklin, que en realidad es la sumatoria de dos textos publicados en diferentes
momentos: uno en 1736, titulado Necessary hints to those that would be rich, (Consejos para
quien pretenda hacerse rico), y otro en 1748, titulado Advice to a young tradesman (Consejo para
un joven mercader).
Weber reproduce a continuación una anécdota muy famosa que tiene como protagonista a Jakob
Fugger (1459-1525). Los Fugger eran para la Europa del norte lo que los Medici eran para la

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Europa mediterránea: el epítome del banquero renacentista. Veamos lo que Weber narra sobre
este curioso personaje: “Cuéntase que Jacob Fugger, al discutir con un socio que se retiraba del
negocio y le aconsejaba a él hacer lo mismo –puesto que, le decía, ya había ganado bastante y
quería dejar el campo libre para que ganasen otros–, le respondió diciéndole que él era de un
parecer completamente distinto, y que su aspiración era ganar todo cuanto pudiera, pareciéndole
pusilánime la actitud de su colega.” Nunca resultaba suficiente la cantidad de dinero que Fugger
podía eventualmente llegar a ganar. La acumulación burguesa, como la generosidad aristocrática,
no reconocen límites en teoría.
Dijimos al comenzar la clase que el saltus estaba conformado por dos secciones muy claramente
definidas en la Edad Moderna: el prado colectivo y el bosque. Empecemos identificando las
estrategias de explotación de los pastos comunes, que resultaban mucho más funcionales a la
reproducción económica del campesinado acomodado que a la de los marginales rurales.
Nuestra visión de esta sección del saltus sufrió una verdadera revolución hacia 1996, cuando una
historiadora inglesa, Jeanette Neeson, a la que cité ya durante la clase del viernes último, publicó
un libro al que puso por título Commoners. En los capítulos de este libro dedicados al estudio del
prado colectivo, Neeson exhumó un tipo de fuentes que durante décadas había pasado
desapercibido para los historiadores. Me refiero a los llamados “estatutos comunales”,
regulaciones que las comunidades campesinas inglesas se daban a sí mismas durante el siglo XVIII
con el objetivo de cuidar y administrar de manera racional sus recursos comunales. Cuando uno
lee estos estatutos, lo primero que percibe es la obsesión con que los pequeños productores
ingleses trataban de evitar la sobreexplotación del prado colectivo, un delicado recurso al que
sabían escaso y limitado. También se desprende de estas auto-regulaciones campesinas una clara
conciencia de que la regulación efectiva de los pastos resultaba esencial para la conservación de
los niveles de productividad del openfield.
Estas conclusiones resultan muy importantes porque contradicen las opiniones que los enemigos
del régimen de campos abiertos manifestaban una y otra vez en la Inglaterra del siglo XVIII. De
acuerdo con la opinión de estos agrónomos iluministas, el openfield debía ser suprimido de
inmediato porque resultaba incompatible con cualquier expresión de racionalidad económica, con
el incremento de la productividad de la tierra, con la cría selectiva de ganado, con el control de
epidemias, y con la aplicación de los principios de la revolución agrícola y del sistema Norfolk. Sin
embargo, la apocalíptica descripción del prado comunal ofrecida por estos partidarios de los
cercamientos parlamentarios, como un lugar donde pastaban animales abandonados, raquíticos,
apestados, promiscuamente mezclados unos con otros, no se condice con la imagen que se
desprende de los estatutos campesinos redescubiertos por Jeanette Neeson.
No debemos olvidarnos, sin embargo, que en el siglo XVIII la batalla ideológica no la ganaron los
campesinos ingleses sino los adversarios del régimen de campos abiertos. Es por ello que los
cercamientos parlamentarios se universalizaron y prácticamente extinguieron los derechos
colectivos y los comunales de aldea en gran parte del campo inglés. La visión caricaturizada del
prado colectivo que acabo de reproducir terminó convirtiéndose en parte del sentido común
inglés, reproducido acríticamente primero por la prensa escrita, y luego por generaciones de
historiadores decimonónicos, hasta la irrupción a mediados del siglo XX de una corriente
revisionista en materia de historia agraria de la cual Jeanette Neeson es una de las últimas y más
destacadas exponentes.
Veamos algunas de estas regulaciones que los propios campesinos ingleses se imponían a sí
mismos para custodiar el prado comunal. Vamos a observar en estas prácticas mucha más

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racionalidad económica de la que los propulsores de los cercamientos estaban dispuestos a
reconocer.
En primer lugar, el sistema de cuotas. Los reglamentos campesinos impusieron en Inglaterra un
sistema de cupos que determinaba la cantidad de animales que cada vecino del terruño podía
introducir en el prado colectivo, en función de la cantidad de franjas de tierra cultivables que tenía
dispersas por el ager. Ahora bien, lo interesante de estos estatutos es que muchos de ellos
estaban atravesados por un profundo espíritu de solidaridad social. Neeson encuentra
reglamentos que para beneficiar a los pequeños propietarios del terruño bajaban la exigencia de
tenencia de tierra para la introducción del primer caballo de 8 a 3 ha. No se trataba de una
concesión menor. Para muchos minifundistas y proletarios rurales, esta reducción de la cuota era
la única oportunidad que tenían de poseer animales de tiro propios.
La segunda de estas autorregulaciones campesinas era la prohibición de la transferencia de
derechos colectivos subutilizados a personas ajenas a la comunidad. Se trataba de un tipo de
práctica muy nociva que en Inglaterra recibía el nombre de agistment o dead commons. Consistía
en el ingreso de animales pertenecientes a vecinos de otros terruños, a cambio de un salario o de
un canon de arrendamiento. ¿Por qué se producía esta transferencia de derechos? Ocurría que
muchos pequeños propietarios tenían derecho a introducir animales en el prado colectivo, pero
sin embargo no podían aprovechar dicha ventaja porque carecían de animales propios. Lo que
hacían en estos casos era contactarse con forasteros, y a cambio de una paga introducían su
ganado en los comunales de la localidad. Se dan ustedes cuenta de que esta práctica sobrecargaba
en forma ilegítima un recurso de por sí insuficiente, como eran los prados colectivos. Es por ello
que los estatutos comunales prohibían estas prácticas, y sancionaban con severidad a los
infractores. Jeanette Neeson encuentra, sin embargo, algunos estatutos que permitían el
arrendamiento de dead commons pero solamente a miembros de la propia comunidad, nunca a
forasteros. Encuentra incluso un reglamento que, siguiendo con la lógica de solidaridad social a la
que ya hemos aludido, estipulaba una compensación anual en dinero para los vecinos pobres con
derechos colectivos subutilizados.
La tercera de las autorregulaciones se relaciona con los corrales transitorios. Esta práctica
evidencia el nivel de detalle con el que el campesinado perseguía la explotación racional de los
comunales. Los corrales transitorios se fabricaban con vallas móviles que se iban corriendo
semana tras semana. ¿Qué se lograba con ello? La explotación pareja del recurso: del consumo de
hierba, del apisonamiento de la tierra y del abono del suelo.
La cuarta autorregulación tiene que ver con el incentivo del cultivo de forrajeras. Ustedes saben
que las forrajeras perennes con las que podían sembrarse plantaciones permanentes, como la
alfalfa, el trébol o los nabos, eran una pieza clave del sistema de rotación cuatrienal que permitió
suprimir el barbecho en forma permanente en Europa. Por otra parte, ya sabemos que según la
opinión de los enemigos del régimen de campos abiertos resultaba imposible aplicar los principios
de la revolución agrícola a menos de que se cercaran en su totalidad los terruños. Pues bien, loa
estatutos comunales analizados por Jeanette Neeson contradicen esta conclusión. Esta
historiadora encuentra gran cantidad de reglamentos que buscaban incentivar la difusión de las
forrajeras, premiando a los vecinos que sembraran una parte de sus franjas dispersas por el ager
con estas praderas artificiales perennes. ¿De qué manera? Aumentando la cuota de animales que
tenían derecho a introducir en el prado comunal. Neeson encuentra dos casos, un estatuto de
1740 y otro de 1797, que lisa y llanamente tornaban obligatorio para los vecinos la siembra de una
parte de sus parcelas con nabos, trébol o alfalfa. ¿Qué conclusión extraemos de esta constatación?
Que los campesinos del siglo XVIII eran plenamente conscientes de que estas praderas artificiales

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aliviaban la presión sobre el prado comunal. Neeson logra probar así que los principios de la
revolución agrícola podían aplicarse bajo un régimen de campos abiertos, sin necesidad de
avanzar en el cercamiento total de los terruños
Bueno, hasta acá el análisis de Neeson. Bien cabe hacer en este momento una aclaración
importante Tenemos que tratar de evitar un peligro: el de idealizar en exceso a la comunidad
rural, y en concreto, al prado colectivo. Yo creo que en relación con esta cuestión Jeanette Neeson
peca un tanto por exceso. La comunidad campesina estaba atravesada por divisiones y tensiones
en la fase final de la transición hacia el capitalismo agrario. Los términos de aldea temprano-
modernos no eran, por lo tanto, universos utópicos a la manera de Tomás Moro.
Por otra parte, ya sabemos que esa sección específica del saltus que era el prado colectivo
resultaba mucho más útil para los productores acomodados que para los campesinos pobres. Al
respecto voy a dar un ejemplo que resulta contundente. Ustedes saben que la Revolución
Francesa, que fue un movimiento burgués imbuido de principios relativamente liberales en
materia económica, nunca supo muy bien qué hacer con los comunales de aldea. Aún cuando para
la ideología liberal no existía nada peor que estas formas de propiedad híbridas características del
régimen de campos abiertos, los sucesivos regímenes revolucionaros no se atrevieron a atacar el
colectivismo agrario por temor a soliviantar a los campesinos, que se habían convertido en un
factor de poder muy importante en la Francia posterior a 1789. Lo que sí hicieron las autoridades
en los años iniciales de la Revolución fue encargar encuestas. Una de las preguntas que de manera
recurrente se le formulaba a los campesinos requería su opinión sobre la posibilidad de suprimir
los comunales y repartirlos en partes iguales entre los distintos propietarios del terruño. Ante esta
pregunta, quienes sistemáticamente respondían de manera afirmativa eran los campesinos
pobres, los minifundistas. Claro, en tanto carecían de ganado propio, o poseían sólo una cantidad
reducida de animales, el prado colectivo no realizaba ningún aporte destacado a sus economías
domésticas. Por el contrario, quienes sistemáticamente respondían que no a esta pregunta,
quienes respondían que deseaban que el comunal continuara funcionando como hasta entonces,
eran los campesinos medios y acomodados, es decir, los vecinos que poseían gran cantidad de
ganado y disfrutaban de pasturas gratis, que perderían en caso de que los comunales se
repartieran. Si desaparecía dicho recurso, deberían incurrir en un nuevo gasto fijo, deberían salir a
arrendar pasturas en alguna otra sección de la localidad.
Ahora bien, el prado colectivo no solo beneficiaba a la clase media rural, sino que eventualmente
podía beneficiar a los agentes mismos del capitalismo agrario, impulsores de la ganadería
comercial en gran escala. Voy a analizar un caso impactante, que tiene que ver con la aldea de
Varades, en la provincia francesa de Bretaña, en el oeste del reino, a mediados del siglo XVII. Este
terruño fue estudiado por el historiador norteamericano Philip Hoffman.
Analizando la documentación relativa a esta término de aldea, Hoffman descubre fenomenales
inconsistencias. Encuentra, por un lado, que la abrumadora mayoría de los vecinos que
introducían animales en el prado colectivo eran mini-propietarios pauperizados o bien proletarios
rurales. Sin embargo, y a pesar de lo que su condición socioeconómica podía sugerir en principios,
estas personas introducían en la pradera comunal gran cantidad de cabezas de ganado. Un simple
peón rural, por ejemplo, llamado Jacques Gaultier, que fue procesado por el tribunal señorial en
diciembre de 1661, llegó a introducir 40 ovejas en el saltus. Una lavandera, Jeanne Dany, ingresó
por entonces una cantidad similar de animales en el prado. No hace falta que lo diga: ninguno de
estos rebaños parece corresponder con lo que cabría esperar de un pequeño campesinado de
subsistencia, y muchísimo menos de simples asalariados rurales que carecían de tierras propias.

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Las inconsistencias se profundizaban aún más si se incorporaban al análisis los inventarios post-
mortem. Hoffman estudió 37 de estos inventarios relacionados con la franja del campesinado local
más pauperizado. Se trata de documentos producidos entre 1646 y 1657. ¿Qué descubrió? Que de
los 37, sólo uno poseía ovejas propias. Los restantes no poseían ganado lanar entre sus bienes
personales. ¿Qué estaba sucediendo, entonces, en Varades en aquella segunda mitad del siglo
XVII? Lo que Hofmann termina descubriendo es que en aquel rincón de Francia (que no era, por
otra parte, ningún caso excepcional en la Francia de fines del Antiguo Régimen; había cientos de
Varades repartidos por todo el territorio), el campesinado de subsistencia, el prado comunal y los
derechos colectivos se habían convertido en un engranaje más de la maquinaria del naciente
capitalismo agrario regional. ¿A quiénes pertenecían aquellas ovejas? A grandes comerciantes de
ganado, que necesitaban engordar sus animales antes de venderlos a los consumidores de las
principales ciudades el norte. En Varades, los agentes de la ganadería comercial se habían
transformado en socios de los pobres rurales. En el marco de una suerte de curiosa mediería, los
capitalistas aportaban los animales y los campesinos aportaban algo no menos importante en
aquel contexto: sus derechos colectivos subutilizados. De lo que trataba era de poner en práctica
una suerte de dead commons o agistment franceses, la misma estrategia que los estatutos
comunales ingleses prohibirían durante el siglo XVIII. Este régimen de mediería permitía que los
marginales y mini-propietarios se beneficiaran con las migajas de un próspero emprendimiento
comercial, mientras que los mayores beneficios, por supuesto, quedaban en manos de los
criadores de ganado; ellos eran quienes, utilizando los comunales de Varades, lograban engordar
sus animales a bajísimo costo, para después, una vez elevado el precio por unidad,
comercializarlos en los centros urbanos del norte obteniendo enormes beneficios. En síntesis,
aunque en Varades eran los campesinos pobres y los proletarios los que introducían animales en
los comunales, éste ya no funcionaba como resguardo de la pequeña economía doméstica, sino
como una pieza clave de la reproducción ampliada de los agentes del capitalismo agrario en el
área.
Al comenzar la clase dije que los comunales en la Edad Moderna contaban con una segunda
sección amén del prado colectivo: el bosque y el baldío comunales. Jeanette Neeson califica al
bosque y al baldío comunales como la riqueza oculta del campesinado pobre, la parte más rica de
su vieja economía, una reserva inagotable de recursos gratuitos al alcance de la mano.
La relación que los campesinos pobres establecían con el bosque comunal en la Edad Moderna a
mí me hace acordar a las bandas de cazadores y recolectores que existían en los siglos previos al
descubrimiento de la agricultura. Así como aquellos hombres y mujeres poseían una asombrosa
capacidad para adaptarse con eficiencia a los ecosistemas más hostiles, extrayendo hasta el último
recurso que la naturaleza podía ofrecerles, de la misma manera los pobres rurales extraían del
saltus un listado interminable de bienes esenciales.
En primer lugar, combustible: el bosque y el baldío eran una fuente ilimitada de energía gratuita.
En Europa Occidental, por derecho consuetudinario los vecinos no podían talar los árboles que
crecían en los comunales. Pero aun así, el bosque ofrecía abundante combustible. En primer lugar,
gracias a las ramas y los árboles que caían de manera espontánea, a causa del envejecimiento
natural o a raíz de algún evento climático extraordinario. En segundo lugar, gracias a la turba o
carbón vegetal, un combustible fósil que derivado de materia vegetal más o menos carbonizada.
Pero en realidad, prácticamente cualquier cosa de las que ofrecía el bosque podía encenderse,
hasta las raíces de los árboles. Algunos arbustos, por ejemplo, daban una llama muy intensa y
ardiente que permitía mantener encendidos los hornos domésticos y calefaccionar los hogares
durante los peores meses del invierno. ¿Qué impacto real tenía esta recolección de combustible
en la economía de los pobres rurales? El impacto era enorme, similar al que el espigueo tenía para

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la economía de las mujeres y de los niños marginales. En la década de 1790 el reverendo David
Davies de Berkham, en el condado de Berkshire, sostuvo que una familia podía obtener suficiente
combustible para todo el año en apenas una semana. Reemplazar este recurso luego de los
cercamientos hubiera costado en promedio 2 libras con 8 chelines, algo así como el salario de 4 o
5 semanas de trabajo agrícola.
En segundo lugar, además de combustible en el bosque comunal podía extraerse forraje para los
animales domésticos o de tiro. Éste era otro aporte fundamental para la economía de los
marginales del terruño. Porque si el sistema de cuotas no les permitía introducir animales propios
en el prado, la única opción que les quedaba para poder mantener un vaca, o unos pocos cerdos y
ovejas, era el baldío.
Del baldío se extraían también cañas para techar las viviendas, paja o heno para confeccionar los
lechos sobre los que se dormía. La arena servía como un eficaz artículo de limpieza: arrojada una
vez a la semana al suelo de la cabaña permitía absorber la grasa y la suciedad; además, era un
buen abrasivo para la limpieza de ollas, platos y demás cacharros. La ceniza que se obtenía
quemando determinados helechos permitía confeccionar una lejía que servía como un perfecto
sustituto del jabón, otra mercancía que los pobres rurales no necesitarían comprar en el mercado
local. La lana de oveja del rebaño comunal que quedaba prendida en los arbustos espinosos, lana
que los pobres del terruño podían recoger con sus manos tal como hacían con el grano durante el
espigueo, permitía confeccionar parches para la ropa e incluso tejer mantas, frazadas y alfombras.
Un agrónomo célebre, John Arbuthnot, sostuvo que en muchas aldeas hasta la mitad de la lana del
rebaño comunal quedaba todos los años prendida en los arbustos. Una vez más, se trataba de un
recurso nada desdeñable para quienes de otra manera hubieran estado condenados a depender
de los míseros salarios rurales de la época.
Por último, el bosque y el baldío ofrecían abundante comida para los hombres: para comenzar,
frutos secos (nueces, avellanas, almendras); hongos para elaborar sopas y estofados (la propia
gentry pagaba en moneda contante y sonante las trufas que los marginales recogían en el bosque
y se acercaban a vender en las residencias señoriales); hojas jóvenes para ensaladas; frutos del
bosque (grosellas, arándanos, frutillas), para la elaboración de jaleas, dulces y licores caseros.
Con lo dicho hasta aquí creo haber demostrado que el bosque y el baldío comunales poseían una
inocultable importancia económica durante la Edad Moderna. Eran piezas claves de la economía
commoner, de la economía del campesinado pobre. En ocasiones el baldío podía convertirse
incluso en la ocupación full-time de una familia, en su principal fuente de ingresos. Era también
parte fundamental de la economía de las mujeres y los niños, que con lo que recolectaban en el
saltus podían llegar a duplicar el presupuesto anual de una familia marginal.
Pero además de una evidente dimensión económica, el bosque comunal cumplía una
extraordinaria función social en esta fase final de la transición hacia el capitalismo agrario. Ello era
así al menos por cuatro motivos:
porque contribuía a transformar al campesino pobre en un sujeto económico más independiente,
manteniéndolo relativamente alejado del mercado de productos. Ustedes ya vieron, de hecho, el
largo listado de recursos que, gracias al bosque, los minifundistas y proletarios no necesitaban
adquirir en los comercios locales, desde el jabón hasta la comida para los cerdos, desde la leña
hasta la lana, desde la madera hasta los frutos del bosque.
porque tornaba innecesario entre la población semi-proletarizada el hábito de la búsqueda regular
de empleo. El tiempo que aquellos hombres y mujeres pasaban en el bosque recogiendo
diferentes recursos era tiempo de trabajo que nunca iba a estar disponible para sus potenciales

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empleadores locales, era tiempo de trabajo que nadie iba a poder comprar porque nunca iba a
estar a la venta. Desde esta perspectiva, y este era un dato que tenían muy en claro los
adversarios ideológicos del régimen de campos abiertos, los comunales atentaban contra la plena
conformación de un mercado de trabajo en las áreas rurales.
porque ayudaba a que los marginales, los no propietarios, e incluso los mendigos y los squatters,
se transformaran en miembros plenos de la comunidad local. ¿A qué me refiero? El bosque y el
baldío proveían una fuente inagotable para pequeños intercambios pero sobre todo para
pequeños regalos, los que a su vez daban inicio a la circulación de dones y contra-dones, a los
intercambios por fuera del mercado de los que hemos hablado al comienzo de la clase. Estoy
pensando, de hecho, en lo que Mauss denominaba “dones no agonísticos”, es decir, lo opuesto de
una lógica tipo Potlacht. Gracias a estos intercambios informales el bosque permitía que los
marginales se integraran en una red de seguridad social, absolutamente informal pero no por ello
menos eficiente. ¿Por qué? Porque la canasta de flores que cualquier pobre rural podía recoger en
el baldío y luego regalar a algún miembro prominente de la aldea, la bolsa de nueces, el plato con
hongos, el licor o el dulce caseros, la carga de heno, el atado de leña, que podían obtenerse en
forma gratuita en el saltus para luego regalarlos a los vecinos acomodados del terruño, los
habilitaba a esperar recibir, en el caso de futuras necesidades económicas, la llegada del
correspondiente contradón. Y en este sentido, el bosque y el baldío eran una fuente de dones
mucho más rica que el paupérrimo salario rural de la época. El bosque creaba más oportunidades
para dar, y consecuentemente más oportunidades para recibir, que las semanas que un hombre o
una mujer podía pasarse trabajando como asalariado rural o tejiendo en el marco de la industrial
rural a domicilio, con el agravante de que ninguna de estas dos actividades, ni el peonazgo rural ni
la protoindustria creaban la masa de contención y seguridad social de la que venimos hablando. En
síntesis, el bosque establecía, en algún sentido, una suerte de igualdad esencial entre las personas,
porque “el dar” requiere como condición previa sine qua non “el tener”, “el poseer”, y éste era un
requisito que los pobres y los marginales cumplían gracias a la existencia del saltus.
porque potenciaban los mecanismos de reproducción simbólica de la comunidad y multiplicaba las
oportunidades para la socialización secundaria entre sus integrantes. Tener relativamente pocas
necesidades que el mercado de consumo podía satisfacer permitía a los campesinos pobres
trabajar relativamente menos tiempo. Karl Polanyi hubiera dicho que los comunales ahorraban a
los campesinos pauperizados “la humillante esclavitud de lo material que toda cultura humana
está llamada a mitigar”. Jeanette Neeson resume la cuestión de una manera más precisa aún,
gracias a un juego palabras en inglés de difícil traducción literal, “the commoners had a life as well
as a living”, es decir, el campesinado pobre y el proletario rural no sólo sobrevivían sino que
también vivían. El comunal era, de hecho, un permanente lugar de encuentro para los miembros
de la comunidad, en función del calendario estacional de recolecciones: entre julio y octubre se
extendía la temporada de recolección de turba, junio y julio eran los meses aptos para la
recolección de los frutos del bosque, en agosto los hombres y los niños recogían arbustos y
combustible, en septiembre los niños salían a recoger nueces y los adultos hongos, en octubre
comenzaba la temporada de bellotas para los cerdos, durante todo el invierno los hombres
cortaban las cañas, en marzo y abril los hombres incendiaban los páramos para quemar los
arbustos viejos y permitir el nuevo crecimiento, en mayo los niños y mujeres recolectaban flores.
Todos se encontraban en el baldío y en el bosque a lo largo del año.
Lo dicho hasta aquí alcanza para comprender por qué se fueron haciendo cada vez más habituales,
de la segunda mitad del siglo XVIII en adelante, y hasta muy entrado el siglo XIX, las acusaciones de
vagancia que los enemigos del régimen de campos abiertos lanzaban contra los campesinos que
todavía continuaban teniendo acceso a los comunales y a los derechos colectivos. Las razones

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resultan transparentes: tanto el bosque como el baldío frenaban la plena proletarización de los
grupos más desposeídos del ámbito rural.
Quiero concluir, a modo de repaso, presentando las opiniones que el joven Marx manifestaba a
propósito de los comunales rurales, de los derechos colectivos, y de la legislación decimonónica de
matriz liberal que continuamente atacaba las antiguas expresiones del colectivismo agrario. El
debate en la Dieta Renana giraba en torno de un proyecto que el gobierno prusiano había
presentado con la intención de criminalizar la recolección de leña muerta en los antiguos bosques
comunales, asimilándola al robo y proponiendo sancionarla con durísimas penas. Vale aclarar que
si bien los fenómenos en los que está pensando Marx remiten a un universo espacio-temporal
específico –la Confederación Germánica de mediados del siglo XIX–, sus reflexiones puede
aplicarse a los casos inglés, francés o español.
Decía Marx en este artículo periodístico: “La unilateralidad de estas legislaciones [está pensando
en las leyes que atacaban los derechos colectivos] era necesaria, pues todos los derechos
consuetudinarios de los pobres se basaban en que cierta propiedad tenía un carácter fluctuante,
que no hacía de ella con claridad una propiedad privada pero tampoco con claridad una propiedad
pública, una mezcla de derecho privado y público que se nos presenta en todas las instituciones de
la Edad Media [fíjense que esta reflexión se aplica perfectamente al régimen de campos abiertos,
es decir, al conjunto de prácticas agrarias que hemos visto durante la clase del viernes último y
durante la clase de hoy; pensemos, por ejemplo, en las franjas dispersas por el ager, que eran
tierras de propiedad individual pero sobre las que recaían derechos colectivos. Ésa es la hibridez a
la que está aludiendo Marx]. El órgano con el que las legislaciones aprehendían tales formaciones
ambiguas era la razón, y la razón no sólo es unilateral sino que su tarea esencial es hacer unilateral
el mundo, trabajo grande y admirable, pues sólo la unilateralidad arranca lo particular de la
viscosidad inorgánica del todo. La razón eliminó, pues, las formas híbridas y fluctuantes de la
propiedad, aplicando las características ya existentes del derecho privado, cuyo esquema se
encontraba en el derecho romano [se trataba de la imposible adaptación del colectivismo agrario
a la noción de propiedad o dominio absoluto propio del derecho romano clásico]. La razón
legisladora se creía aún más autorizada a eliminar las obligaciones que tenía esta propiedad
oscilante con las clases más pobres, por el hecho de eliminar también sus privilegios estatales; se
olvidaba, sin embargo, de que existía un doble derecho, el derecho privado del propietario y el del
no propietario. (…) Si bien toda figura medieval del derecho, y por lo tanto también la propiedad,
tenían en todos sus aspectos una naturaleza híbrida, dualista y ambigua, y la razón hacía valer con
derecho su principio de unidad frente a esta determinación contradictoria, por otra parte se le
pasaba por alto que existen objetos de la propiedad que por su naturaleza no pueden alcanzar
nunca el carácter de la propiedad privada antes determinada [Marx está pensando, obviamente,
en la rama que el viento arranca del árbol, en la espiga que cae al suelo durante la cosecha, en la
lana de oveja que queda prendida de un arbusto espinoso], y que su esencia elemental y su
existencia contingente [en tanto son producto de un accidente, del azar, y no de la planificación, o
de una serie de tareas programadas] recaen en el derecho de ocupación [esto es, pertenecerán al
primero que recoja dichos objetos], es decir, en el derecho de ocupación de la clase [se refiere a la
clase dominada] que, precisamente por el derecho de ocupación [se refiera a la clase dominante],
es excluida de toda otra propiedad. Podrá verse que las costumbres que son costumbres de toda
la clase pobre saben aferrar con seguro instinto la parte más indecisa de la propiedad, y se verá
que esta clase no sólo siente el impulso de satisfacer una necesidad natural, sino también la
necesidad de satisfacer un impulso de justicia [las clases populares parecen tener una intuición
particular para detectar los puntos débiles del sistema de propiedad, y tratar de obtener a partir
de ellos algún tipo de beneficio material]. La leña suelta nos sirve de ejemplo [la recolección de

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combustible en el bosque era, recordemos, el tema central del debate que se estaba
desarrollando en la Dieta Renana]. Su relación orgánica con el árbol viviente no es mayor que la
que mantiene con la víbora la piel que ésta ha cambiado. Con el contraste entre las ramas secas y
rotas, separadas de la vida orgánica, y los troncos y árboles de firmes raíces, plenos de savia, la
naturaleza representa de cierto modo el contraste entre la pobreza y la riqueza. La pobreza
humana siente este parentesco y deduce de esa sensación su derecho de propiedad, y si deja por
lo tanto la riqueza físicamente orgánica al propietario, reivindica en cambio la pobreza física para
su necesidad y contingencia. En esta acción de las fuerzas elementales [una tormenta, un
temporal] ve una fuerza amistosa, más humanitaria que la humana [irónicamente Marx alude al
hecho de que el viento podía resultar más solidario con las clases necesitadas que el resto de sus
congéneres humanos]. En lugar del arbitrio contingente de los privilegiados [la voluntad de las
clases propietarias de ayudar o no, según sus inclinaciones o estado de ánimo, a los que menos
tienen] se encuentra la contingencia de los elementos [el fenómeno meteorológico], que arrancan
a la propiedad privada lo que ella no cede por sí misma. Del mismo modo que las limosnas que se
dan por la calle, tampoco estas limosnas de la naturaleza pertenecen a los ricos”. Y concluye
diciendo: “Algo similar ocurre con productos que crecen salvajes formando un accidente
puramente casual de la propiedad [la totalidad de los recursos que podían recolectarse en el
baldío] y que por su poca importancia no se constituyen en objeto de la actividad del auténtico
propietario; algo similar ocurre con la rebusca, el espigueo y derechos consuetudinarios de ese
tipo”.
Congost
¿Qué derechos? ¿Qué propiedad? Las relaciones de propiedad son relaciones sociales, por lo tanto
sujetas a mutaciones más allá del marco que pueden proveer las leyes o las instituciones. Los
derechos de propiedad tienen un carácter plural, abierto y cambiante. Los derechos de propiedad
pueden cambiar aunque no cambien las leyes. La autora sostiene que hay sostener la mirada sobre
las “prácticas de la propiedad”, la “propiedad realidad”. Los derechos de propiedad sufrieron una
lenta pero profunda transformación durante la Edad Moderna.
Caso. Cataluña. Conversión de los censatarios en propietarios. Tal vez lo más peculiar del régimen
jurídico de Cataluña era la subenfiteusis. Mediante este contrato, un enfiteuta podía ceder la
tierra poseída en enfiteusis a un tercero. Esta práctica era conocida -y reconocida por las leyes-
desde la Edad Media, pero registró su mayor auge durante el siglo XVIII, coincidiendo con un
período de gran expansión del individualismo agrario liderado por los señores útiles. La enfiteusis
se convirtió en la forma usual de colonizar las tierras en un siglo de gran crecimiento demográfico
y de hambre de tierras. En particular la expansión de la viña fue posible gracias a la difusión de una
variante de este contrato, conocida como la rabassa mortá.
Mis investigaciones llevan a pensar que la clave de la explicación de la supervivencia de los censos
puede hallarse precisamente en las actitudes claramente subversivas -y por tanto antifeudales-
que los enfiteutas catalanes habían protagonizado durante el Antiguo Régimen contra los señores
directos. Esta lucha se caracterizó por su carácter silencioso. Y para llevarla a cabo los enfiteutas
catalanes, algunos de ellos poderosos, habían necesitado la ayuda y la complicidad de los notarios.
La forma más habitual era la de negar conocer la identidad del señor directo en las escrituras
notariales que podían generar laudemio. En consecuencia, muchos enfiteutas cuyas familias
habían seguido esta práctica desde mediados del siglo XVIII o incluso con anterioridad, habían
conseguido de este modo actuar como propietarios auténticos y plenos de sus fincas, debieron
percibir como una amenaza las disposiciones liberales relativas a la redención de los censos, ya
que condicionaban el reconocimiento de su propiedad al pago de unas cantidades que sin duda

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consideraban abusivas. Es decir, a mediados del siglo XIX muchos enfiteutas se sintieron
perseguidos por el Estado liberal, o por los nuevos señores que habían adquirido de este Estado
los viejos censos, y vivieron como una auténtica pesadilla aquellos que los historiadores habíamos
tendido a pensar que podía ser algo por lo que habían luchado: la propiedad plena y absoluta de
sus fincas.
El caso de los catalanes muestra el desfasaje que puede haber, en lo que concierne a los derechos
de propiedad, entre el marco institucional y la realidad de la propiedad, es lo que la autora marca
con mayor énfasis.
Leyes, derechos y revolución liberal. Las mejoras sociales pueden ser vistas como impuestas por el
capitalismo (y el avance hacia él) cuando en verdad pueden ser fruto de la resistencia a esas
transformaciones.
Reacción señorial. El concepto ha servido para detectar e identificar un comportamiento activo de
los señores y una voluntad explícita de reactualizar las rentas feudales a finales del siglo XVIII.
Situados en el modelo lineal de desarrollo histórico más habitual, esta expresión evoca un proceso
exactamente inverso al de revolución liberal o revolución burguesa. Consecuentemente, el
fenómeno ha sido visto corno una amenaza para el crecimiento moderno agrario y económico.
Pero podemos llegar a conclusiones radicalmente distintas si vemos en el comportamiento de los
señores el reflejo de la voluntad de participar de las nuevas oportunidades abiertas precisamente
por el crecimiento económico. Sus actitudes pueden ser ahora conceptualizadas como capitalistas,
porque en realidad buscaban la maximización de sus rentas y porque, a menudo, se trataba de las
mismas prácticas que llevaban a término los burgueses que se hallaban en las mismas condiciones.
Condiciones de realización de la propiedad. ¿La liberalización de los contratos de arriendo en el
siglo XIX eran una novedad con respecto al Antiguo Régimen?
La tesis que he defendido en mis investigaciones es que en España, como en los demás países en
situaciones históricas parecidas, las leyes de la llamada revolución liberal buscaron, y seguramente
significaron mucho más unas formas de respetar y proteger unas prácticas de propiedad más o
menos cuestionadas -convertibles en derechos- que el respeto a una idea liberal –una teoría, unos
principios- de la propiedad. En contra de lo que se ha repetido hasta la saciedad, el objetivo de los
legisladores no fue tanto crear una propiedad nueva, plena, como conseguir y asegurar un pleno
respeto, sin fisuras, de los derechos de propiedad conocidos, vigentes, existentes. Algunos de ellos
tenían orígenes muy antiguos, otros habían sido recién creados. Su defensa conjunta fue compleja,
difícil de sistematizar, como se reveló en el momento de crear el Registro de la Propiedad. Para
conseguir este pleno respeto necesitaron una administración eficaz, unos cuerpos policiales
represivos, y un discurso ideológico que convertía la propiedad en la base justificativa del nuevo
sistema.
Las medidas liberales no significaron cambios en las condiciones de realización de la propiedad en
las distintas regiones españolas. Los antiguos señores feudales transformaron sus antiguos
señoríos en propiedad burguesa allí donde habían continuado teniendo importancia y, en cambio,
en las regiones donde los enfiteutas ejercían como propietarios vieron confirmadas sus
propiedades. En estas regiones, serían estos enfiteutas los que podrían beneficiarse de las
medidas sobre el uso exclusivo de la tierra o la libre contratación de arriendos. El resultado
efectivo de cada una de las medidas legislativas dependería de las actitudes de los distintos grupos
sociales implicados. Pero eso no era precisamente una novedad del orden liberal.
La realidad histórica es conflictiva, mutante, plural. La tesis del pragmatismo de los propietarios
admite que hay diversas condiciones de realización de la propiedad y que los no propietarios o

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menos propietarios pueden influir (o no, depende de su actitud activa o pasiva) en la redacción
final de las leyes.
Espigueo (recoger espigas de trigo de los rastrojos). Es una especie de ley de pobres no escrita,
que muestra que la concepción de la propiedad absoluta tiene resquicios. El espigueo supone un
despojo de parte de la cosecha al propietario, hay distintas leyes que lo abordan en Europa. En
Francia el espigueo, luego de la Revolución, se permite como si fuera un derecho. En Inglaterra se
prohíbe severamente. En algunos lugares se permite que los mismos trabajadores de la cosecha
luego espiguen, pero se prohíbe que ingresen a las fincas otros (trespass es delito). En otros casos
se permitía espigar a niños o ancianos (o quienes no se pudiera valer por sí mismos), en el espíritu
de esas leyes se buscaba prevenir o combatir el vagabundeo.
Padros
Estudio de caso. Pere Compte en Catalunya. Por el crecimiento de las familias se necesitan agregar
tierras a la producción. Esta necesidad choca contra la jurisdicción señorial que protege los
bosques y contra las prácticas comunales que protegen (y establecen cómo deben utilizarse) las
tierras disponibles.
El control señorial no puede frenar la presión sobre las tierras. “Todos lo hacen”. Por ejemplo, se
proveen de leña del bosque.
Hay un endeudamiento estructural. Algunos campesinos (Pere Compte) pierden sus tierras para
hacer frente a los préstamos. Otros aprovechan oportunidades y amplían sus tenencias. La
mayoría permanece estanco.
El fraude es consustancial al sistema feudal, porque sólo los productores conocen realmente el
volumen de producción. Guy Bois ha razonado, además, que es creciente de un modo inevitable, y
por ello los señores tienen que recurrir de modo cíclico a la actualización forzada (o a la invención)
de sus derechos. El "momento" de las relaciones señor/campesinos es, por lo tanto, importante,
porque las periódicas ofensivas señoriales alteran la tendencia a la caída de la tasa de sustracción.
"Leer" ese momento no es fácil. Sabemos que la pequeña nobleza rural quedó afectada por el
cambio en los términos de la relación señor/campesino que supuso la Sentencia Arbitral de
Guadalupe pero no sabemos en qué sentido. Sivery afirma que ante la presión señorial la
comunidad campesina pierde, silenciosamente y sin respuesta, sus derechos. Thompson, en
cambio, dice que exageramos a importancia de la acción señorial porque no vemos la actuación de
la comunidad. Pero, precisamente porque no la vemos, resulta difícil saber que es presión y que es
reacción; un ejemplo: Mateu Barrus se niega a pagar el diezmo sobre cierta propiedad porque, a
su entender, está exenta; finalmente lo paga. ¿Ofensiva señorial o el paciente limar de los
campesinos?
El señor legisla y multa, revive obligaciones antiguas y si puede inventa otras nuevas, provoca
conflictos, domina los enfrentamientos abiertos; pero el campesino oculta, tala sin permiso,
recurre ante la Audiencia, olvida; por convicción o por desesperación: más veces solo que
organizado; el tiempo juega a su favor. En cualquier caso, son unos "ganar" y "perder" relativos. En
realidad los campesinos pierden siempre, porque tienen que sumar a la falta de tierra y al
endeudamiento las punciones señoriales, ordinarias o extraordinarias; altas o bajas, actualizadas o
erosionadas.
Cuando la tierra es la principal fuente de riqueza y es escasa, asistimos a la lucha por su control, y
en el pequeño rincón que es la Vall d'en Bas el crecimiento demográfico y las deudas presionan
sobre la tierra. Sin embargo, no debemos percibir esta presión como un camino sin salida: al
contrario, puede llevar en sí misma las fuerzas que permiten que la mayoría (pero no todos) la

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superen, a través del "gran vals de la propiedad rural". La redistribución de los recursos se
consigue a partir de la desaparición de los mas débiles, y por lo tanto asistimos a una lucha
individual por la supervivencia, que cuestiona el principio de la solidaridad campesina. La suma de
las acciones individuales, sin embargo, tiene un extraordinario potencial erosionador, que genera
tensiones y reacciones en la estructura de la presión señorial.
Bensaid
Lascoumes y Hartwig resumen bien el fondo del litigio: El Estado prusiano se hallaba en la
obligación de resolver, de una vez por todas, los problemas jurídicos ligados a la contradicción
entre el derecho de los poseedores de derecho y el derecho de propiedad. Esta cuestión debía
desembocar en el problema del beneficio individual de un bien adquirido mediante el derecho de
uso.
El dilema proviene precisamente del hecho de que la integración de la madera en el circuito de
valorización mercantil hace inseparables su valor de uso y su valor de cambio. Lo que estaba en
juego en la nueva legislación era, efectivamente, hacer valer el derecho de propiedad,
distinguiendo rigurosamente los títulos de propiedad de los títulos de necesidad, es decir, una
economía de intercambio de una economía de subsistencia. En consecuencia, la evolución del
dispositivo de sanciones penales institucionalizaba nuevas formas de delincuencia y de
criminalidad social.
Marx sostiene que la recolección de leña caída no es robo, porque no se trata de obtener le{a ya
cortada (donde hubo trabajo de alguien) ni de sustraerle algo al árbol, que es la propiedad del
señor (el Estado en este caso).
Maliciosamente, Marx sugiere que tal confusión podría actuar en contra de los intereses del
propietario. Esta brutal opinión que mantiene una determinación común en acciones diferentes y
hace abstracción de la diferencia terminaría por negarse a sí misma: Si toda lesión de la propiedad,
sin diferencia, sin determinación más precisa, es robo, ¿no sería toda propiedad privada un robo?.
La controversia se desplaza, por ende, de la cuestión de la delimitación de un derecho legítimo de
propiedad a la de la legitimidad de la propiedad privada como tal, cuestión planteada dos años
antes por Proudhon.
Y esos derechos consuetudinarios de la pobreza, y no los privilegios consuetudinarios, son los que
resultan atacados con parcialidad por las legislaciones iluministas. A través de las costumbres, a la
clase pobre» sabía tomar, con seguro instinto la parte más indecisa de la propiedad», para
satisfacer sus necesidades naturales. Esta consideraba a las limosnas de la naturaleza como su
propiedad legítima: En la recolección, la clase elemental de la sociedad humana se enfrenta,
ordenándolos a los productos del poder natural elemental. Algo similar ocurre con los productos
que crecen salvajes formando un accidente puramente casual de la propiedad y que por su poca
importancia no se constituyen en objeto de la actividad del auténtico propietario; algo similar
ocurre con la rebusca, el espigueo y derechos consuetudinarios de ese tipo». A menudo
presentada erróneamente como fuente natural del derecho, la costumbre es, por el contrario, una
construcción social contradictoria, de tal modo que no es un pleonasmo hablar de costumbre
popular, en oposición a la costumbre de los privilegios. El derecho reputado consuetudinario
traduce también relaciones de fuerza.
Entre dos derechos consuetudinarios contrarios, es la fuerza la que dictamina: Entre dos derechos
iguales –escribirá Marx posteriormente-, la fuerza es la que decide. Se puede seguir, a través de la
historia, el hilo rojo que vincula el antiguo derecho consuetudinario a la economía moral de los

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pobres, a los derechos a la vida, a la existencia, al trabajo, los ingresos, a la vivienda, derechos
oponibles y los de la propiedad privada.

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