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Los Desertores del Espiritismo

Si todas las grandes ideas han tenido sus apóstoles fervientes y


denodados, también las mejores han tenido sus desertores. El
Espiritismo no podía librarse de las consecuencias de la humana
flaqueza; ha tenido los suyos, y no serían inútiles algunas
consideraciones sobre el particular. Muchos se equivocaron, al
principio, acerca de la naturaleza y objeto del Espiritismo y no
entrevieron su trascendencia. Desde luego excitó la curiosidad y
muchos no distinguieron en las manifestaciones más que un asunto de
distracción. Se divirtieron con los Espíritus tanto como estos quisieron
divertirlos. Las manifestaciones eran un pasatiempo y con frecuencia
un accesorio de tertulia. Este modo de pensar, al principio, la cosa, era
una táctica diestra de los Espíritus. Bajo la forma de diversión, la idea
penetró en todas partes y plantó gérmenes sin sublevar las
conciencias timoratas. Se jugó con el niño, pero el niño debía hacerse
hombre. Cuando a los Espíritus bromistas sucedieron los graves y
moralizadores; cuando el Espiritismo se elevó a ciencia, a filosofía, las
gentes superficiales no lo encontraron recreativo, y para los que, ante
todo, aprecian la vida material, era un censor importune y molesto, que
a más de uno arrinconó. No hay que echar a menos semejantes
desertores, pues que las personas frívolas son en todo pobres
auxiliares. Esta primera fase está, sin embargo, muy lejos de ser
tiempo perdido. A favor de semejante disfraz, la idea se ha
popularizado cien veces más que si hubiese revestido, desde su
origen, una forma severa. Pero de esos centros ligeros e indolentes
salieron pensadores graves. Estos fenómenos, puestos en moda por
el atractivo de la curiosidad, convertidos en una especie de manía,
excitaron la codicia de ciertas gentes atraídas por la novedad y por la
esperanza de hallar en ellos una nueva puerta abierta. Las
manifestaciones parecían un asunto maravilloso, susceptible de
explotación, y más de uno pensó hacer de ellas un auxiliar de su
industria, y otros las consideraron como una variante del arte de la
adivinación, un medio quizás más seguro que la cartomancia, la
quiromancia, etc., etc., para conocer el porvenir y descubrir las cosas
ocultas, pues, según la opinión de aquella poca, los Espíritus debían
saberlo todo. Desde el momento en que tales gentes vieron que la
especulación resbalaba entre sus manos y se convertía en engaño,
que los Espíritus no venían a ayudarles a hacer fortuna, a darles
buenos números para la lotería y decirles la verdadera buenaventura,
a descubrirles tesoros o proporcionarles herencias, a sugerirles algún
buen invento fructífero y de privilegio exclusivo, a suplir su ignorancia y
a dispensarles del trabajo intelectual y material, los Espíritus no fueron
buenos para nada, y sus manifestaciones no eran mas que ilusiones.
Tanto como ensalzaron el Espiritismo mientras acariciaron la
esperanza de sacar de él algún provecho, tanto le denigraron cuando
tuvieron el desengaño. Más de un crítico que le zurra, lo levantaría
hasta las nubes si le hubiese hecho descubrir un tío americano o
ganar a la Bolsa. Esta es la categoría más numerosa de los
desertores, pero se echa de ver que seriamente no puede
calificárseles de espiritistas. También ha tenido su utilidad esta fase,
pues demostrando lo que no debía esperarse del concurso de los
Espíritus, ha hecho conocer el objeto serio del Espiritismo, ha
depurado la doctrina. Los Espíritus saben que las lecciones de la
experiencia son las más, provechosas. Si desde un principio hubiesen
dicho: No pidáis tal o cual cosa, porque no la obtendréis, acaso no se
les hubiera creído, y por esta razón no limitaron la libertad de nadie, a
fin de que la verdad resultase de la observación. Los desengaños
desanimaron a los explotadores y contribuyeron a disminuir su
número, privando al Espiritismo, no de adeptos sinceros, sino de
parásitos. Ciertas gentes, más perspicaces que otras, entrevieron al
hombre en el niño que acababa de nacer y le tuvieron miedo, como
Herodes tuvo miedo al niño Jesús. No atreviéndose a atacar de frente
al Espiritismo, han tenido agentes que lo abrazaron para ahogarlo, que
se visten con el disfraz de espiritistas para introducirse en todas
partes, atizar diestramente la desavenencia en los grupos, derramar
en ellos y por bajo mano el veneno de la calumnia, dejar caer chispas
de discordia, impeler a actos que comprometan, intentar el desvío de
la doctrina para ponerla en ridículo o hacerla odiosa, y simular en
seguida desengaños. Otros son mas hábiles aun: predicando la unión,
siembran la división; ponen sobre el tapete diestramente cuestiones
irritantes y mortificadoras, excitan los celos de preponderancia entre
los diferentes grupos, y su delicia sería verlos apedrearse y levantar
bandera contra bandera, con motivo de ciertas divergencias de
opiniones sobre determinadas cuestiones de forma y de fondo,
provocadas las mas de las veces. Todas las doctrinas han tenido sus
Judas; el Espiritismo no podía dejar de tenerlos y no le han faltado.
Estos tales son espiritistas de contrabando, pero han tenido también
su utilidad. Han enseñado a que como buenos espiritistas, seamos
prudentes, circunspectos, y a que no nos fiemos de las apariencias.
En principio, es preciso desconfiar de los arrebatos calenturientos, que
son casi siempre fuegos fatuos o simulacros, entusiasmo de
circunstancias, que suple los actos con la abundancia de palabras. La
verdadera convicción es apacible, reflexiva, motivada; como el
verdadero valor, se revela por hechos, es decir, por la firmeza, la
perseverancia, y sobre todo, por la abnegación. El desinterés moral y
material es la verdadera piedra de toque de la sinceridad. La
sinceridad tiene un sello sui generis; se refleja por matices más fáciles
a veces de comprender que de definir, se la siente por ese efecto de la
transmisión del pensamiento, cuya ley nos revela el Espiritismo, y que
la falsedad no consigne nunca simular completamente, dado que no
puede cambiar la naturaleza de las corrientes fluídicas que proyecta.
Cree equivocadamente que puede suplirla con una baja y servil
adulación que solo seduce a las almas orgullosas, pero esta misma
adulación se deja conocer de las almas elevadas. Nunca el hielo podrá
simular el calor. Si pasamos a la categoría de los espiritistas
propiamente dichos, también echaremos de ver ciertas flaquezas
humanas, de las que no triunfa inmediatamente la doctrina. Las más
difíciles de vencer son el egoísmo y el orgullo, pasiones originales del
hombre. Entre los adeptos convencidos, no hay deserción en la
acepción de la palabra, porque el que desertase por motivo de interés
u otro cualquiera, no habría sido nunca sinceramente espiritista; pero
hay desalientos, El valor y la perseverancia pueden flaquear ante un
desengaño, una ambición fracasada, una preeminencia no alcanzada,
un amor propio lastimado o una prueba difícil. Se retrocede ante el
sacrificio del bienestar, el temor de comprometer sus intereses
materiales y el reparo del que dirán, se siente desazón por un fraude;
no se renuncia, pero se desanima; se vive para si y no para los otros;
se quiere sacar beneficio de la creencia, pero siempre que no cueste
nada. Ciertamente que los que así proceden pueden ser creyentes;
pero, a no dudarlo, son creyentes egoístas, en quienes la fe no ha
encendido el fuego sagrado del desinterés y de la abnegación; su
alma se desprende con trabajo de la materia. Forman número nominal,
pero no puede contarse con ellos. Muy distintos son los espiritistas
que verdaderamente merecen tal nombre. Aceptan para sí todas las
consecuencias de la doctrina y se les reconoce por los esfuerzos que
hacen para mejorarse. Sin descuidar inconsideradamente los intereses
materiales, son éstos para ellos lo accesorio y no lo principal; la vida
terrestre es solo una travesía más o menos penosa; de su empleo útil
o inútil depende el porvenir; sus alegrías son mezquinas comparadas
con el objeto esplendido que entrevén más allá; no se desazonan por
los obstáculos que encuentran por el camino; las vicisitudes, los
desengaños, son pruebas ante las cuales no se desalientan, puesto
que el descanso es el premio del trabajo, y por estas razones, no se
ven entre ellos deserciones y desfallecimientos. Los Espíritus buenos
protegen visiblemente a los que luchan con valor y perseverancia y
cuyo desinterés es sincero y sin miras ulteriores; le ayudan a triunfar
de los obstáculos y aligeran las pruebas que no pueden evitarles, al
paso que abandonan no menos visiblemente a los que les abandonan
y sacrifican la causa de la verdad a su ambición personal. ¿Debemos
colocar entre los desertores del Espiritismo a los que se alejan, porque
no les satisface nuestra manera de ver las cosas; a los que,
encontrando muy lento o muy rápido nuestro método, pretenden
alcanzar más pronto y con mejores condiciones el objeto que nos
proponemos? Ciertamente que no, si son sus guías la sinceridad y el
deseo de propagar la verdad. Ciertamente que sí, si sus esfuerzos
tienden únicamente a hacerse notable y a captarse la atención pública
para satisfacer su amor propio y su interés personal… ¡Tenéis distinto
modo de ver que nosotros; no simpatizáis con los principios que
admitimos! Nada prueba que andéis más acertados que nosotros. En
materia de ciencia, puede diferirse de opinión; buscad a vuestro modo
como buscamos nosotros; el porvenir pondrá en claro quién tiene
razón y quién está equivocado. No pretendemos ser los únicos en
poseer las condiciones sin las cuales no pueden hacerse estudios
serios y útiles; lo que hemos hecho nosotros ciertamente pueden
hacerlo otros. ¡Qué importa que los hombres inteligentes se reúnan
con nosotros o sin nosotros! Que se multiplican los centros de
estudios, tanto mejor; porque esta es una señal del progreso
incontestable, que aplaudimos con todas nuestras fuerzas. En cuanto
a las rivalidades, a las tentativas para suplantarnos, tenemos un
recurso infalible para no temerlas. Trabajemos por comprender, por
ensanchar nuestra inteligencia y nuestro corazón; luchemos con los
otros, pero luchemos por superarnos en caridad y abnegación. Sea
nuestra única divisa el amor al prójimo inscrito en nuestra bandera, y
nuestro objeto único inquirir la verdad, venga de donde viniere. Con
tales sentimientos arrostraremos las burlas de nuestros adversarios y
las tentativas de nuestros competidores. Si nos equivocamos, no
tendremos el necio amor propio de aferrarnos a ideas falsas, pero hay
principios respecto de los cuales se tiene certeza de no engañarse
nunca, tales son: el amor del bien, la abnegación, la abjuración de
todo sentimiento de envidia y de celos. Estos principios son los
nuestros, en ellos vernos el lazo que ha de unir a todo los hombres de
bien, cualquiera que sea la divergencia de sus opiniones; el egoísmo y
la mala fe son los únicos que entre ellos levantan barreras
insuperables. Pero ¿cuál será la consecuencia de este estado de
cosas? Sin duda alguna las maquinaciones de los falsos hermanos
podrán producir momentáneamente algunas perturbaciones parciales.
Por esto es preciso hacer toda clase de esfuerzos para burlarlos tanto
como sea posible, pero necesariamente no tendrán más que una
época de existencia y no podrán ser perjudiciales en el porvenir. Ante
todo, porque son una maniobra de oposición que caen por la fuerza de
las cosas; y por otra parte, por más que se diga y haga, no podrá
quitarse a la doctrina su carácter distintivo; su filosofía racional es
lógica y su moral consoladora y regeneradora. Las bases del
Espiritismo están hoy puestas de un modo inquebrantable: los libros
escritos sin reticencias y puestos al alcance de todas las inteligencias,
serán siempre la expresión clara y exacta de la enseñanza de los
Espíritus, y la transmitirán intacta a los que vengan en pos de
nosotros. No se ha de perder de vista que estamos en un momento de
transición y que ninguna transición se opera sin conflicto. No hay,
pues, que admirarse de ver cómo se agitan ciertas pasiones, tales
como las ambiciones comprometidas, los intereses lastimados, las
pretensiones frustradas, pero todo esto se extingue poco a poco, la
fiebre se calma, los hombres pasan y las nuevas Ideas subsisten.
Espiritistas, si queréis ser invencibles, sed benévolos y caritativos; el
bien es una coraza contra la cual se estrellarán siempre las
maquinaciones de la malevolencia... Vivamos, pues, sin temor: el
porvenir es nuestro; dejemos que nuestros enemigos se retuerzan
comprimidos por la verdad que les ofusca: toda oposición es impotente
contra la evidencia, que triunfa inevitablemente por la fuerza misma de
las cosas. La vulgarización universal del Espiritismo es cuestión de
tiempo, y en este siglo, el tiempo avanza a pasos de gigante
impulsado por el progreso.

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