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René Descartes Biografía

(La Haye, Francia, 1596 - Estocolmo, Suecia, 1650) Filósofo y matemático


francés. Se educó en el colegio jesuita de La Flèche (1604-1612), por entonces
uno de los más prestigiosos de Europa, donde gozó de un cierto trato de favor
en atención a su delicada salud. Los estudios que en tal centro llevó a cabo
tuvieron una importancia decisiva en su formación intelectual; conocida la
turbulenta juventud de Descartes, sin duda en La Flèche debió cimentarse la
base de su cultura.

El programa de estudios propio de aquel colegio era muy variado: giraba


esencialmente en torno a la tradicional enseñanza de las artes liberales, a la
cual se añadían nociones de teología.

Tras su etapa en La Flèche, Descartes obtuvo el título de bachiller y de


licenciado en derecho por la facultad de Poitiers (1616), y a los veintidós años
partió hacia los Países Bajos, donde sirvió como soldado en el ejército de
Mauricio de Nassau. En 1619 se enroló en las filas del Maximiliano I de
Baviera.

Según relataría el propio Descartes en el “Discurso del Método”, fue un invierno


cuando entre sus pensamientos se le revelaron las bases sobre las cuales
edificaría su sistema filosófico: el método matemático y el principio del cogito,
ergo sum.

Tras renunciar a la vida militar, Descartes viajó por Alemania y los Países Bajos
y regresó a Francia en 1622, para vender sus posesiones y asegurarse así una
vida independiente; pasó una temporada en Italia (1623-1625) y se afincó luego
en París, donde se relacionó con la mayoría de científicos de la época.

En 1628 decidió instalarse en Holanda, país en el que las investigaciones


científicas gozaban de gran consideración y, además, se veían favorecidas por
una relativa libertad de pensamiento. Descartes consideró que era el lugar más
favorable para cumplir los objetivos filosóficos y científicos que se había fijado,
y residió allí hasta 1649.
Los cinco primeros años los dedicó principalmente a elaborar su propio sistema
del mundo y su concepción del hombre y del cuerpo humano. En 1633 debía
de tener ya muy avanzada la redacción de un amplio texto de metafísica y
física titulado “Tratado sobre la luz”.

En 1637 apareció su famoso “Discurso del método”, presentado como prólogo


a tres ensayos científicos. Por la audacia y novedad de los conceptos, la
genialidad de los descubrimientos y el ímpetu de las ideas, el libro bastó para
dar a su autor una inmediata y merecida fama.

Descartes proponía en el Discurso una duda metódica, que sometiese a juicio


todos los conocimientos de la época, aunque, a diferencia de los escépticos, la
suya era una duda orientada a la búsqueda de principios últimos sobre los
cuales cimentar sólidamente el saber. Este principio lo halló en la existencia de
la propia conciencia que duda, en su famosa formulación «pienso, luego
existo». Sobre la base de esta primera evidencia pudo desandar en parte el
camino de su escepticismo, hallando en Dios el garante último de la verdad de
las evidencias de la razón, que se manifiestan como ideas «claras y distintas».

El método cartesiano, que Descartes propuso para todas las ciencias y


disciplinas, consiste en descomponer los problemas complejos en partes
progresivamente más sencillas hasta hallar sus elementos básicos, las ideas
simples, que se presentan a la razón de un modo evidente, y proceder a partir
de ellas, por síntesis, a reconstruir todo el complejo, exigiendo a cada nueva
relación establecida entre ideas simples la misma evidencia de éstas. Los
ensayos científicos que seguían al Discurso ofrecían un compendio de sus
teorías físicas, entre las que destaca su formulación de la ley de inercia y una
especificación de su método para las matemáticas.

Los fundamentos de su física mecanicista, que hacía de la extensión la


principal propiedad de los cuerpos materiales, fueron expuestos por Descartes
en las Meditaciones metafísicas (1641), donde desarrolló su demostración de la
existencia y la perfección de Dios y de la inmortalidad del alma, ya apuntada en
la cuarta parte del Discurso del método. El mecanicismo radical de las teorías
físicas de Descartes, sin embargo, determinó que fuesen superadas más
adelante.
Publicó otras obras como “Los principios de la filosofía” (1644) y “Las pasiones
del alma” (1649).

Cansado de estas luchas, en 1649 Descartes aceptó la invitación de la reina


Cristina de Suecia, que le exhortaba a trasladarse a Estocolmo como preceptor
suyo de filosofía. Los espartanos madrugones y el frío pudieron más que el
filósofo, que murió de una pulmonía a principios de 1650, cinco meses después
de su llegada.

La filosofía de Descartes

Descartes es considerado como el iniciador de la filosofía racionalista moderna


por su planteamiento y resolución del problema de hallar un fundamento del
conocimiento que garantice su certeza, y como el filósofo que supone el punto
de ruptura definitivo con la escolástica.

Convencido de que la realidad entera respondía a un orden racional, su


propósito era crear un método que hiciera posible alcanzar en todo el ámbito
del conocimiento la misma certidumbre que proporcionan en su campo la
aritmética y la geometría. Su método, expuesto en el Discurso, se compone de
cuatro preceptos o procedimientos: no aceptar como verdadero nada de lo que
no se tenga absoluta certeza de que lo es; descomponer cada problema en sus
partes mínimas; ir de lo más comprensible a lo más complejo; y, por último,
revisar por completo el proceso para tener la seguridad de que no hay ninguna
omisión.

El sistema utilizado por Descartes para cumplir el primer precepto y alcanzar la


certeza es «la duda metódica». Siguiendo este sistema, Descartes pone en tela
de juicio todos sus conocimientos adquiridos o heredados, el testimonio de los
sentidos e incluso su propia existencia y la del mundo. Ahora bien, en toda
duda hay algo de lo que no podemos dudar: de la misma duda. Dicho de otro
modo, no podemos dudar de que estemos dudando. Llegamos así a una
primera certeza absoluta y evidente que podemos aceptar como verdadera:
dudamos.

Pienso, luego existo


La duda, razona entonces Descartes, es un pensamiento: dudar es pensar.
Ahora bien, no es posible pensar sin existir. La suspensión de cualquier verdad
concreta, la misma duda, es un acto de pensamiento que implica
inmediatamente la existencia del "yo" pensante. De ahí su célebre formulación:
pienso, luego existo (cogito, ergo sum

A partir de ello elabora Descartes toda su filosofía. Dado que no puede confiar
en las cosas, cuya existencia aún no ha podido demostrar, Descartes intenta
partir del pensamiento, cuya existencia ya ha sido demostrada. Aunque pueda
referirse al exterior, el pensamiento no se compone de cosas, sino de ideas
sobre las cosas..

Clases de ideas

Descartes pasa entonces a revisar todos los conocimientos que previamente


había descartado al comienzo de su búsqueda. Y al reconsiderarlos observa
que las representaciones de nuestro pensamiento son de tres clases: ideas
«innatas», como las de belleza o justicia; ideas «adventicias», que proceden de
las cosas exteriores, como las de estrella o caballo; e ideas « ficticias», que son
meras creaciones de nuestra fantasía, como por ejemplo los monstruos de la
mitología.

Las ideas «ficticias», mera suma o combinación de otras ideas, no pueden


obviamente servir de asidero. Y respecto a las ideas «adventicias», originadas
por nuestra experiencia de las cosas exteriores, es preciso obrar con cautela,
ya que no estamos seguros de que las cosas exteriores existan. Podría ocurrir,
dice Descartes, que los conocimientos «adventicios», que consideramos
correspondientes a impresiones de cosas que realmente existen fuera de
nosotros, hubieran sido provocados por un «genio maligno» que quisiera
engañarnos. O que lo que nos parece la realidad no sea más que una ilusión,
un sueño del que no hemos despertado.

Del Yo a Dios

Pero al examinar las ideas «innatas», sin correlato exterior sensible,


encontramos en nosotros una idea muy singular, porque está completamente
alejada de lo que somos: la idea de Dios, de un ser supremo infinito, eterno,
inmutable, perfecto. Los seres humanos, finitos e imperfectos, pueden formar
ideas como la de "triángulo" o "justicia". Pero la idea de un Dios infinito y
perfecto no puede nacer de un individuo finito e imperfecto: necesariamente ha
sido colocada en la mente de los hombres por la misma Providencia. Por
consiguiente, Dios existe; y siendo como es un ser perfectísimo, no puede
engañarse ni engañarnos, ni permitir la existencia de un «genio maligno» que
nos engañe, haciéndonos creer que es real un mundo que no existe. El mundo,
por lo tanto, también existe. La existencia de Dios garantiza así la posibilidad
de un conocimiento verdadero.

Esta demostración de la existencia de Dios constituye una variante del


argumento ontológico empleado ya en el siglo XII por San Anselmo de
Canterbury, y fue duramente atacada por los adversarios de Descartes, que lo
acusaron de caer en un círculo vicioso: para demostrar la existencia de Dios y
así garantizar el conocimiento del mundo exterior se utilizan los criterios de
claridad y distinción, pero la fiabilidad de tales criterios se justifica a su vez por
la existencia de Dios. Tal crítica apunta no sólo a la validez o invalidez del
argumento, sino también al hecho de que Descartes no parece aplicar en este
punto su propia metodología.

Res cogitans y res extensa

Admitida la existencia del mundo exterior, Descartes pasa a examinar cuál es


la esencia de los seres. Introduce aquí su concepto de sustancia, que define
como aquello que «existe de tal modo que sólo necesita de sí mismo para
existir». Las sustancias se manifiestan a través de sus modos y atributos. Los
atributos son propiedades o cualidades esenciales que revelan la
determinación de la sustancia, es decir, son aquellas propiedades sin las
cuales una sustancia dejaría de ser tal sustancia. Los modos, en cambio, no
son propiedades o cualidades esenciales, sino meramente accidentales.

El atributo de los cuerpos es la extensión (un cuerpo no puede carecer de


extensión; si carece de ella no es un cuerpo), y todas las demás
determinaciones (color, forma, posición, movimiento) son solamente modos. Y
el atributo del espíritu es el pensamiento, pues el espíritu «piensa siempre».
Existe, por lo tanto, una sustancia pensante (res cogitans), carente de
extensión y cuyo atributo es el pensamiento, y una sustancia que compone los
cuerpos físicos (res extensa), cuyo atributo es la extensión, o, si se prefiere, la
tridimensionalidad, cuantitativamente mesurable en un espacio de tres
dimensiones. Ambas son irreductibles entre sí y totalmente separadas. Es lo
que se denomina el «dualismo» cartesiano.

En la medida en que la sustancia de la materia y de los cuerpos es la


extensión, y en que ésta es observable y mesurable, ha de ser posible explicar
sus movimientos y cambios mediante leyes matemáticas. Ello conduce a la
visión mecanicista de la naturaleza: el universo es como una enorme máquina
cuyo funcionamiento podremos llegar a conocer mediante el estudio y
descubrimiento de las leyes matemáticas que lo rigen.

La comunicación de las sustancias

La separación radical entre materia y espíritu es aplicada rigurosamente, en


principio, a todos los seres. Así, los animales no son más que máquinas muy
complejas. Sin embargo, Descartes hace una excepción cuando se trata del
hombre. Dado que está compuesto de cuerpo y alma, y siendo el cuerpo
material y extenso (res extensa), y el alma espiritual y pensante (res cogitans),
debería haber entre ellos una absoluta incomunicación.

No obstante, en el sistema cartesiano esto no ocurre, sino que el alma y el


cuerpo se comunican entre sí, no al modo clásico, sino de una manera singular.
El alma está asentada en la glándula pineal, situada en el encéfalo, y desde allí
rige al cuerpo como «el nauta rige la nave», por medio de los espíritus
animales, sustancias intermedias entre espíritu y cuerpo a manera de finísimas
partículas de sangre, que transmiten al cuerpo las órdenes del alma. La
solución de Descartes no resultó satisfactoria, y el llamado problema de la
comunicación de las sustancias sería largamente discutido por los filósofos
posteriores.

Su influencia

Tanto por no haber definido satisfactoriamente la noción de sustancia como por


el franco dualismo establecido entre las dos sustancias, Descartes planteó los
problemas fundamentales de la filosofía especulativa europea del siglo XVII.
Entendido como sistema estricto y cerrado, el cartesianismo no tuvo excesivos
seguidores y perdió su vigencia en pocas décadas. Sin embargo, la filosofía
cartesiana se convirtió en punto de referencia para gran número de
pensadores, unas veces para intentar resolver las contradicciones que
encerraba, como hicieron los pensadores racionalistas, y otras para rebatirla
frontalmente, como los empiristas.

Así, el filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz y el holandés Baruch Spinoza


establecieron formas de paralelismo psicofísico para explicar la comunicación
entre cuerpo y alma. Spinoza, de hecho, fue aún más lejos, y afirmó que existía
una sola sustancia, que englobaba en sí el orden de las cosas y el de las ideas,
y de la que la res cogitans y la res extensa no eran sino atributos, con lo que se
llegaba al panteísmo.

Desde un punto de vista completamente opuesto, los empiristas británicos


Thomas Hobbes y John Locke negaron que la idea de una sustancia espiritual
fuera demostrable; afirmaron que no existían ideas innatas y que la filosofía
debía reducirse al terreno de lo conocido por la experiencia. La concepción
cartesiana de un universo mecanicista, en fin, influyó decisivamente en la
génesis de la física clásica, fundada por Newton.

No resulta exagerado afirmar, en suma, que si bien Descartes no llegó a


resolver muchos de los problemas que planteó, tales problemas se convirtieron
en cuestiones centrales de la filosofía occidental. En este sentido, la filosofía
moderna (racionalismo, empirismo, idealismo, materialismo, fenomenología)
puede considerarse como un desarrollo o una reacción al cartesianismo.

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